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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
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    Header

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    ● Activar Slide 1
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    BAJO LA PIEL (Michel Faber)

    Publicado en diciembre 28, 2014

    Quiero dar las gracias a Jeff, a Fuggo y
    sobre todo, a Eva, mi mujer,
    por haberme devuelto a la tierra.


    Capítulo 1


    Cuando Isserley divisaba a un autoestopista, en principio siempre pasaba de largo para tener tiempo de observarlo. Buscaba grandes músculos: un pedazo de cuerpo con patas. Los ejemplares pequeños o enclenques no le interesaban.

    Pero apreciar la diferencia entre unos y otros al primer golpe de vista podía resultar sorprendentemente difícil. Cabía pensar que, en una carretera de segundo orden, un autoestopista solitario destacaría a un kilómetro de distancia, como ocurre con un monumento o un silo; cabía pensar que resultaría fácil calibrarlo sin prisas al írsele acercando, desvestirlo mentalmente y tomar una decisión antes de estar a su altura. Pero Isserley había descubierto que las cosas no eran tan sencillas.

    El solo hecho de ir conduciendo por las Highlands ya era una tarea absorbente en sí misma: en la carretera siempre había más cosas de las que se ven en las postales. Ni siquiera en la calma nacarada de un amanecer invernal, cuando la neblina aún reposaba sobre los prados que bordeaban la A9, se podía confiar en que hubiera trechos muy largos sin obstáculos. Cada mañana encontraba, desparramados por el asfalto, restos recientes e irreconocibles de peludas criaturas silvestres, testimonios congelados de unos momentos en el tiempo en los que unos seres vivos habían confundido la carretera con su hábitat natural.

    Isserley también solía aventurarse a salir a unas horas en las que el silencio era tan prehistórico que su vehículo hubiera podido ser el primero que rodaba por una carretera. Era como si la hubieran transportado a un mundo tan reciente que las montañas aún debieran experimentar algunos cambios y los valles frondosos todavía tuvieran que convertirse en mares.

    Sin embargo, una vez que se lanzaba con su cochecito a la carretera desierta y ligeramente húmeda, solía ser simple cuestión de minutos que detrás de ella aparecieran otros coches que también se dirigían al sur y que no se conformaban con ir al ritmo que ella marcara, como va una oveja tras otra por un sendero estrecho, sino que la obligaban a conducir más deprisa por aquella carretera de un solo carril, a menos que quisiera oír un concierto de cláxones.

    Y, además, al ser aquélla una arteria principal, tenía que estar atenta a todos los senderillos capilares que desembocaban en ella. Sólo algunos estaban claramente señalizados, como si una especie de selección natural los hubiera elegido para tal distinción; la mayoría estaban camuflados entre los árboles. Y, aunque Isserley tenía preferencia, no estaba de más prestarles atención, ya que cualquiera de ellos podía ocultar un tractor impaciente que, si se cruzaba en su camino, apenas sufriría las consecuencias de su error, mientras que ella quedaría despanzurrada sobre el asfalto.

    Sin embargo, la mayor fuente de distracción no la constituía la amenaza de aquel peligro, sino la seducción de la belleza. Una zanja resplandeciente por el agua de la lluvia, una bandada de gaviotas siguiendo una máquina sembradora por un campo cubierto de abono, el reflejo de la lluvia al caer dos o tres montañas más allá, y hasta el vuelo en las alturas de un ostrero solitario, podían hacer que Isserley casi se olvidara de para qué estaba en la carretera. A veces iba en el coche mirando el color dorado que adquirían las granjas lejanas al salir el sol, cuando, de pronto, algo mucho más cercano, pardo por las sombras, se metamorfoseaba de rama de árbol o amasijo de escombros en bípedo carnoso con un brazo extendido.

    Y entonces se acordaba; aunque a veces lo hacía cuando ya estaba a su lado, rozando casi la mano del autoestopista, tan cerca, que podría haberle arrancado los dedos como si fueran ramitas sólo con que hubieran sido unos centímetros más largos.

    Pisar el freno era impensable. Así que dejaba el pie sobre el acelerador sin inmutarse, se mantenía en la fila de coches y se limitaba a sacar una fotografía mental mientras pasaba de largo a toda velocidad, como los demás.

    A veces, al examinar aquella imagen mental mientras continuaba conduciendo, se daba cuenta de que pertenecía a una hembra. A Isserley no le interesaba el sexo femenino. Por lo menos, no en ese sentido. Que la recoja otro, pensaba.

    Pero si quien hacía autoestop era un macho, solía dar la vuelta para echarle otro vistazo, a menos que fuese obvio que se trataba de un tipo que, físicamente, no valía nada. En el caso de que le hubiera causado una impresión favorable, cambiaba de sentido en cuanto no resultara peligroso y, por supuesto, donde ya no pudiera verla, porque no quería que se diera cuenta de su interés. Y entonces, al pasar por el otro lado de la carretera, todo lo despacio que le permitiera el tráfico, lo evaluaba por segunda vez.

    Sólo en muy contadas ocasiones no volvía a encontrarlo. Algún otro conductor, menos precavido o menos exigente, se habría parado y lo habría recogido en el espacio de tiempo que le había llevado cambiar de sentido dos veces. Miraba detenidamente hacia donde creía haberlo visto, por si acaso estaba escondido orinando, cosa a la que eran propensos los machos. Le parecía inconcebible que hubiera desaparecido tan deprisa; tenía un cuerpo tan estupendo, tan excelente, tan perfecto... ¿Por qué había dejado pasar aquella oportunidad? ¿Por qué no había parado nada más verlo?

    Algunas veces la idea de haberlo perdido le resultaba tan difícil de aceptar, que seguía conduciendo durante kilómetros y kilómetros, esperando que quien se lo había arrebatado lo volviese a depositar en la carretera. Las vacas le dirigían miradas inocentes mientras pasaba a toda prisa soltando una nube de humo por el tubo de escape.

    Pero lo más habitual era que el autoestopista siguiera exactamente donde lo había visto la primera vez, quizás con el brazo ligeramente menos erguido o con la ropa moteada de humedad (si había empezado a llover). Mientras pasaba por el otro lado de la carretera, podía mirarle las nalgas y los muslos o fijarse en si tenía la espalda musculosa. Y también podía deducir, por su postura, si se trataba de un macho consciente de sus excelentes condiciones físicas.

    Al pasar de nuevo a su lado, lo miraba detenidamente para corroborar la primera impresión y estar segura de no haberlo sobrevalorado en su imaginación.

    Si pasaba la prueba, paraba el coche y lo invitaba a subir.


    Venía haciendo aquello desde hacía varios años. No pasaba un solo día sin que se dirigiera con su abollado Toyota Corolla rojo a la A9 para iniciar su recorrido. Pero, incluso cuando tenía una buena racha y su autoestima estaba por las nubes, la preocupaba que el último autoestopista al que había recogido resultase, a posteriori, su satisfacción final y que ningún otro diera la talla en el futuro.

    La verdad era que para Isserley aquel reto suponía una emoción adictiva. Podía tener sentado a su lado en el coche a un ejemplar magnífico y, aun sabiendo que se lo iba a llevar a casa, ya empezaba a pensar en el siguiente. Incluso mientras lo estaba admirando, siguiendo con la vista la curva de sus hombros musculosos o el abultamiento de los pectorales bajo la camiseta y saboreando lo magnífico que sería cuando estuviera desnudo, seguía mirando de reojo el arcén por si descubría alguna posibilidad mejor.


    Aquel día no había empezado bien.

    Al cruzar el paso a nivel que había cerca del letárgico pueblo de Fearn, antes de llegar a la autopista, notó un ruidito por encima de la rueda delantera izquierda. Se puso a escucharlo conteniendo la respiración, preguntándose qué le estaría diciendo en su extraño lenguaje. ¿Sería una petición de ayuda, una queja pasajera o una advertencia amistosa? Siguió escuchando durante un rato intentando imaginarse qué podría hacer un coche para que lo entendiesen.

    Aquel Corolla rojo no era el mejor coche que había tenido. Echaba de menos, sobre todo, el Nissan gris familiar con el que había aprendido a conducir. Era un coche que respondía con suavidad, no hacía casi ruido y tenía tanto espacio en la parte de atrás, que hasta habría podido meter una cama. Pero, después de haberlo usado sólo un año, había tenido que deshacerse de él.

    Desde entonces había tenido un par de coches más, pero eran más pequeños, y adaptarles las piezas especiales instaladas en el Nissan, había presentado algunos problemas. El Corolla rojo tenía la dirección dura y, a veces, se mostraba caprichoso. No cabía duda de que quería ser un buen coche, pero tenía sus inconvenientes.

    A sólo unos doscientos metros de la entrada en la autopista, vio a un joven melenudo que caminaba lentamente por el borde de la estrecha carretera con un dedo extendido. Aceleró para pasarlo. El autoestopista levantó desganadamente el brazo, añadiendo dos dedos a su gesto. Los dos se reconocieron vagamente. Vivían por aquella zona pero nunca habían hablado; sólo se habían cruzado en momentos como aquél.

    Isserley tenía por norma evitar a quienes pudieran reconocerla.

    Al hacer el giro para meterse en la A9, a la altura de Kildary, miró el reloj del salpicadero. Los días se iban alargando. Sólo eran las 8.24 y el sol ya se había levantado. Por detrás de una capa de cúmulos absolutamente blancos el cielo tenía un tono amoratado y rosa, que anticipaba la gélida claridad que se avecinaba. No nevaría, pero la escarcha seguiría destellando durante varias horas y la noche caería mucho antes de que el aire tuviera la posibilidad de entibiarse.

    Para los propósitos de Isserley un día tan claro como aquél era bueno para conducir sin peligro, pero no para aquilatar a los autoestopistas. Sería excepcional que un fornido ejemplar fuera en manga corta para demostrar que estaba en forma. La mayoría irían envueltos en prendas de abrigo y jerséis de lana, lo cual le ponía las cosas más difíciles. Hasta un famélico podría parecer fornido si llevaba suficiente ropa encima.

    Por el espejo retrovisor no se veía ningún coche, así que se permitió ir a menos de sesenta por hora, en parte para comprobar qué pasaba con el ruido. Parecía que se había arreglado solo. Sabía que era hacerse ilusiones, pero resultaba reconfortante pensarlo después de haber pasado una noche de dolor incesante, sueños angustiosos y dormitar intermitente.

    Aspiró profunda y trabajosamente por las estrechas ventanas, apenas visibles, de su nariz. El aire puro y frío le produjo un leve mareo, como cuando se inhala éter u oxígeno por medio de una mascarilla. Su conciencia se hallaba en una encrucijada. Dudaba entre despertarse por completo e iniciar una hiperactiva actividad mental o retornar al sueño. Como no se le presentase pronto el estímulo de tener que emprender alguna acción, ya sabía qué camino iba a elegir.

    Pasó por delante de algunos puntos en los que habitualmente se colocaban los autoestopistas, pero no había nadie. Sólo la carretera y el ancho mundo, ambos vacíos.

    Algunas gotas de lluvia perdidas salpicaron el cristal delantero, y los limpiaparabrisas dejaron dos mugrientos manchones semejantes a arcos iris, monocromos en su línea de visión. Tuvo que recurrir al agua del depósito que había bajo el capó y dejar que un chorro que parecía no tener fin cayera un buen rato sobre el cristal hasta conseguir de nuevo una visión clara. Aquella operación la dejó aún más cansada, como si hubiera tenido que hacerla con sus propios fluidos vitales.

    Intentó proyectarse hacia adelante en el tiempo, viéndose ya aparcada en algún lugar con un autoestopista joven y macizo sentado a su lado. Se imaginó jadeando mientras le alisaba el pelo y lo agarraba por la cintura para colocarlo en la postura adecuada. Sin embargo, la fantasía no era suficiente para conseguir que no se le cerraran los ojos.

    Justo cuando ya estaba pensando en buscar algún lugar en el que detenerse para echar una cabezada, divisó una silueta por debajo de la línea del horizonte. El sueño la abandonó al instante y abrió los ojos separando bien los párpados, al tiempo que se acomodaba las gafas. Comprobó el estado de su cara y de su pelo en el espejo retrovisor e hizo un mohín con los labios, que eran tan rojos como si los llevase pintados.

    Con la primera pasada se dio cuenta de que era bastante alto, ancho de hombros y llevaba ropa informal. Levantaba el pulgar y el índice con cierta desgana, como si llevara siglos esperando. O quizás era que no quería parecer demasiado ansioso.

    Al pasar en sentido contrario notó que era bastante joven y que llevaba el pelo muy corto, siguiendo el estilo carcelario escocés. Su ropa era de un color pardo como el del barro, y lo que hubiera dentro de la cazadora la llenaba de un modo impresionante, aunque estaba por ver si eran músculos o grasa.

    Al dirigirse de nuevo hacia él, Isserley se dio cuenta de que realmente era más alto de lo normal. Él observaba su avance, pensando, probablemente, que ya la había visto pasar unos minutos antes, puesto que no había mucho tráfico. Sin embargo, no hizo ninguna seña especial. Se limitó a seguir con la mano extendida de un modo indolente. Rogar era algo que no le iba.

    Isserley fue aminorando la velocidad y paró el coche justo a su lado.

    —Sube —le dijo.
    —¡Salud! —contestó el autoestopista tranquilamente, mientras se acomodaba en el asiento.

    Por aquella sola palabra, dicha sin una sonrisa a pesar de que los músculos faciales habían sonreído, Isserley dedujo que debía de ser de ese tipo de gente a la que le cuesta decir gracias, como si la gratitud fuese una trampa. Nada de lo que pudiera hacer por él le haría sentirse en deuda con ella; todo le parecería natural. Que ella había parado para recogerlo en la carretera, bueno ¿y qué? Le estaba proporcionando gratis algo por lo que un taxi le habría cobrado una fortuna y lo único que se le ocurría decir era «¡Salud!», como si ella fuese un amiguete que estuviese a su lado en el bar y le hubiese hecho un favor nimio, tan mecánico como el de acercarle un cenicero.

    —De nada —respondió Isserley, como si le hubiera dado las gracias—. ¿Adónde vas?
    —Al sur —contestó, y miró hacia el sur.

    Transcurrieron unos segundos muy largos hasta que, por fin, se ajustó el cinturón de seguridad, como aceptando de mala gana que sería la única manera de que se pusiesen en marcha.

    —¿Simplemente al sur? —preguntó Isserley mientras se alejaba del arcén teniendo, como siempre, mucho cuidado de dar a la palanca del intermitente y no a la de las luces ni a la del limpiaparabrisas ni a la de la icpathua.
    —Bueno..., depende —dijo—. ¿Adonde vas tú?

    Isserley hizo un cálculo mental y luego lo miró a la cara para juzgar la reacción a su respuesta.

    —Aún no lo he decidido —contestó—. Para empezar, voy a Inverness.
    —Inverness me va bien.
    —Pero ¿quieres ir más lejos?
    —Todo lo lejos que pueda.

    De pronto apareció un coche en el espejo retrovisor e Isserley tuvo que concentrarse para ver qué iba a hacer. Cuando pudo volverse hacia el autoestopista, éste tenía el rostro impasible. ¿Habría sido su respuesta una broma arrogante, una insinuación sexual o simplemente una constatación prosaica?

    —¿Llevabas mucho esperando? —le preguntó para tirarle de la lengua.
    —¿Perdón?

    Al volverse para mirarla, interrumpió la maniobra de desabrocharse la cremallera de la cazadora. ¿Sería demasiado para su inteligencia desabrochar una cremallera y considerar una sencilla pregunta? Una delgada costra negra medio seca le cruzaba la ceja derecha. ¿Sería de alguna caída durante una borrachera? No tenía los ojos enrojecidos, parecía que se había lavado el pelo hacía poco y no olía mal. ¿Sería, simplemente, tonto?

    —Que si llevabas mucho tiempo esperando donde te he recogido —le explicó.
    —No lo sé —contestó—. No tengo reloj.

    Isserley miró su muñeca; era fuerte y tenía unos pelillos finos y dorados, así como dos venas azuladas que iban hacia el dorso de la mano.

    —Bueno, pero ¿se te ha hecho largo?

    El autoestopista se quedó como pensándolo.

    —Sí —contestó al fin sonriendo.

    Su dentadura no era muy buena.

    Inesperadamente, los rayos de sol se intensificaron, como si en el departamento responsable alguien acabara de darse cuenta de que estaban brillando a la mitad de la potencia recomendada. El cristal delantero se iluminó como si fuera una lámpara y difundió los rayos ultravioleta sobre Isserley y el autoestopista. El coche se llenó de calor, mezclado con una pizca de aire filtrado. La calefacción estaba puesta al máximo, así que poco después el autoestopista ya estaba revolviéndose en su asiento para quitarse la cazadora. Isserley le lanzó una mirada furtiva para comprobar qué tal tenía los bíceps, los tríceps y la curvatura de los hombros.

    —¿Te parece bien que ponga esto en el asiento de atrás? —preguntó él, mientras doblaba la cazadora entre sus grandes manos.
    —Claro —contestó Isserley.

    Contempló los músculos que se le marcaron a través de la camiseta al volverse para echar la cazadora sobre su anorak. Tenía un poco de grasa en la barriga —cerveza, no músculo—, pero no era excesiva, y el bulto que traslucían los pantalones vaqueros resultaba prometedor, aunque la mayor parte lo formarían, probablemente, los testículos.

    Sintiéndose ya más cómodo, se arrellanó en el asiento y le dirigió una breve sonrisa sazonada por toda una vida de asqueroso forraje escocés.

    Isserley le devolvió la sonrisa mientras se preguntaba si lo de la dentadura tendría alguna importancia.

    Comprendió que se estaba acercando al punto de tener que tomar una decisión. Para ser sincera, la verdad es que ya estaba casi decidida y la respiración se le estaba acelerando.

    Hizo un esfuerzo por adelantarse a la adrenalina que sus glándulas empezaban a segregar enviándose mensajes de calma que trataba de asimilar: Pues sí, está bien, es apetecible, pero antes deberías saber algo más sobre él. Tenía que evitar la humillación de dar el primer paso, de creer que se iba a ir con ella y descubrir más adelante que había una esposa o una novia esperándolo.

    Si, por lo menos, le diera conversación... ¿Por qué siempre los que le resultaban atractivos se quedaban sentados en silencio y los que descartaba por alguna deficiencia parloteaban sin cesar? Una vez había dado con un tipo lamentable que, al quitarse el voluminoso chaquetón, dejó a la vista unos bracitos larguiruchos y un torso de palomita. Unos minutos más tarde ya le estaba contando toda su vida. En cambio, si estaban macizos, lo más probable era que se quedaran callados mirando al vacío o que hicieran afirmaciones sobre la vida en general y dejaran a un lado las cuestiones personales con una facilidad de reflejos como la de los atletas.

    Los minutos iban pasando y parecía que el autoestopista se sentía muy a gusto sin despegar los labios. Aunque, por lo menos, se estaba tomando la molestia de dirigir alguna mirada a su cuerpo, a sus pechos en particular. Por lo que podía percibir al mirarlo de soslayo y toparse con sus ojos furtivos, prefería que ella mirara hacia adelante para poder observarla a sus anchas. Pues, muy bien, le proporcionaría una buena vista para comprobar si eso provocaba algún efecto. De todos modos, faltaba poco para llegar al desvío de Evanton, y tenía que concentrarse en el volante. Así que puso la espalda recta y se inclinó un poco hacia adelante, exagerando la concentración con que observaba la carretera, para permitir que la examinara a conciencia.

    De inmediato sintió sobre todo su ser el calor que irradiaba su mirada. Era como una variante de los rayos ultravioleta, y no de menor intensidad.

    Isserley se preguntaba, y lo hacía con enorme interés, qué efecto le habría causado a él, en su extraña inocencia. ¿Sería consciente de todos los esfuerzos que había hecho por él? Apoyó la espalda bien recta sobre el respaldo del asiento y sacó pecho.

    El autoestopista fue plenamente consciente.


    Las tetas eran fantásticas, pero el resto no valía mucho. Era pequeñísima, parecía un crío mirando por encima del volante. ¿Cuánto mediría? De pie, quizás un metro y medio. Qué curioso que hubiera un montón de mujeres con unas tetas estupendas que fueran tan, tan bajitas. Aquella chica sabía de sobra que las tenía bien puestas, por eso las llevaba asomando por el escote de la blusa. Claro, y por eso tenía puesta la calefacción tan fuerte que el coche parecía un horno, para poder llevar aquella blusa negra tan escasa de tela y airearlas y que todo el mundo se las viera, que él se las viera.

    Sin embargo, tenía el resto del cuerpo muy raro. Los brazos eran largos y flacos, y los codos, muy huesudos. No era extraño que llevara una blusa de manga larga. Las muñecas también eran huesudas, y las manos, muy grandes. Pero bueno, con unas tetas como aquéllas...

    Lo cierto era que tenía las manos realmente raras. Mucho más grandes de lo que uno podría pensar teniendo en cuenta el tamaño del resto del cuerpo, pero tan estrechas como... como patas de pollo, y parecían muy fuertes, igual que si hubiera tenido que emplearlas en tareas muy duras. Tal vez trabajara en alguna fábrica. No podía verle bien las piernas porque llevaba unos horribles pantalones de pata de elefante, típicos de los años setenta, que se habían vuelto a poner de moda, y de un color... ¡Dios mío, nada menos que verde brillante...!, y lo que parecían unas Doc

    Martens, aunque nada podía disimular que era paticorta. Pero aquellas tetas... Eran como... Eran como... No sabía con qué compararlas. Eran unas tetas de puta madre, tan juntitas y tan bien puestas, con el sol dándoles de lleno a través del parabrisas.

    Pero, dejando las tetas aparte, se preguntó qué tal sería su cara. De momento no podía vérsela, a causa de su peinado, de modo que tendría que esperar a que la volviera hacia él. Llevaba una melena, de pelo grueso, abundante y de un color pardo grisáceo oscuro, que le caía como una cortina a los lados de la cara, lo cual impedía que se le vieran las mejillas cuando miraba hacia adelante. Era tentador imaginar que tras aquella cabellera se escondía un rostro hermoso, un rostro como el de una cantante pop o una actriz, pero sabía que no sería así. Y la verdad es que, cuando volvió la cabeza hacia él, le impresionó. Era un rostro pequeño y con forma de corazón, como el de los enanitos de los libros infantiles, con una naricita perfecta y una boca de labios fantásticamente carnosos y bien dibujados, como los de las top-models, pero con unas mejillas demasiado regordetas. Y llevaba las gafas más gruesas que había visto en su vida. Le aumentaban tanto los ojos, que parecían de un tamaño doble del normal.

    Había que reconocer que era rarísima. Tenía algo de bombonazo, de vigilante de la playa, pero también algo de vieja pequeñita.

    Y, en cuanto a conducir, conducía como una vieja pequeñita. A ochenta por hora, como mucho. Y aquel anorak tan hortera que llevaba en el asiento de atrás... Probablemente, le faltaba un tornillo. Probablemente, estaba un poco chiflada. Y, además, hablaba de un modo curioso. Era extranjera, eso seguro.

    ¿Le apetecía follársela? Bueno, si se presentaba la ocasión, probablemente, sí. Probablemente, follaría mejor que Janine. Bueno, seguro.

    ¡Janine! ¡Dios!, era increíble cómo el solo hecho de pensar en ella le dejaba con la moral por los suelos. Hasta ese momento había estado de excelente humor. Ay, Janine... Si en algún momento se sentía verdaderamente contento y feliz, sólo tenía que pensar en Janine. ¡Señor, Señor...! ¿Por qué no podría olvidarse de aquel asunto y pensar sólo en las tetas de aquella chica? Allí estaban, resplandecientes bajo el sol, como... Ya sabía qué le recordaban. Le recordaban la luna. Bueno, dos lunas.


    —¿Y qué vas a hacer en Inverness? —le preguntó él de repente.
    —Asuntos de trabajo —respondió ella.
    —¿A qué te dedicas?

    Isserley lo pensó unos instantes. Habían pasado tanto tiempo en silencio, que se había olvidado de qué había decidido ser en aquella ocasión.

    —Soy abogada.
    —¿De verdad?
    —De verdad.
    —¿Como las de la tele?
    —No lo sé, no veo la televisión.

    Lo cual era, más o menos, cierto. Cuando llegó a Escocia se pasaba todo el día ante el televisor, pero luego ya sólo lo ponía para ver las noticias y, muy de vez en cuando, mientras hacía sus ejercicios, miraba un rato lo que estuvieran poniendo.

    —¿Llevas asuntos criminales? —indagó él.

    Ella lo miró un instante a los ojos y vio en ellos una chispa que podía merecer la pena avivar.

    —A veces —dijo encogiéndose de hombros. O intentándolo. Encogerse de hombros mientras iba conduciendo le suponía un esfuerzo físico increíble, especialmente con aquellos pechos suyos.
    —¿Y has llevado alguno jugoso?

    Isserley echó un vistazo al retrovisor y disminuyó la velocidad para que un Volkswagen que tiraba de una caravana pudiera adelantarla.

    —¿Qué quieres decir con lo de jugoso? —preguntó mientras maniobraba para volver al centro de la carretera.
    —Pues no sé... —dijo él, suspirando con un tono entre quejoso y pícaro al mismo tiempo—. De esos en que un hombre mata a su mujer porque está liada con otro.
    —Alguno ha habido —dijo Isserley intentando no comprometerse.
    —¿Y le machacaste?
    —¿Machacarlo?
    —Que si hiciste que le cayera cadena perpetúa.
    —¿Y qué te hace pensar que yo llevaba la acusación? —dijo ella con una sonrisa de suficiencia.
    —Pues, ya sabes, las mujeres se unen contra los hombres.

    Su voz había adquirido un tono muy extraño: triste, amargo incluso, pero insinuante a la vez. Isserley tenía que dar con una buena respuesta.

    —Yo no estoy en contra de los hombres —dijo por fin, con toda intención—. Sobre todo, de los hombres a los que sus mujeres han tratado mal.

    Confiaba en que aquello le dispusiera a hablar.

    Pero él siguió en silencio y se hundió un poco en el asiento. Aunque Isserley lo miró ladeando la cabeza, él no hizo nada para que sus miradas se encontrasen, como si ella hubiese traspasado ciertos límites, así que tuvo que conformarse con leer lo que ponía la camiseta. Decía AC/DC y, estampado en relieve, CONTRA EL SISTEMA. No tenía ni idea de qué quería decir aquello, lo cual la hizo sentirse, de pronto, como cuando pierdes pie en el mar.

    La experiencia le había enseñado que en esos casos lo único que se podía hacer era descender a aguas más profundas.

    —¿Estás casado? —le preguntó.
    —Lo estuve —respondió secamente. La línea del nacimiento del pelo, cortado a cepillo, se le había llenado de brillantes gotas de sudor. Se pasó el dedo pulgar por debajo del cinturón de seguridad para aflojárselo, como si le estuviera asfixiando.
    —Y por eso no te caen bien los abogados —sugirió Isserley.
    —No tuve problemas. Fue una separación amistosa.
    —O sea que no tienes hijos.
    —Se los quedó ella. Así que ¡que le vaya bien!

    Dijo aquello como si su mujer fuera un país lejano y repugnante en el que no hubiera la menor posibilidad de implantar las costumbres de una sociedad civilizada.

    —No pretendía ser indiscreta —dijo Isserley.
    —No te preocupes.

    Siguieron adelante. Lo que pareció que iba a producir una intimidad progresiva había derivado en un mutuo malestar.

    El sol había ascendido en el horizonte hasta situarse sobre el techo del coche, y lanzaba sobre el parabrisas una deslumbrante luz blanca que amenazaba con causarles escozor en los ojos. El bosque que había por el lado del conductor era cada vez menos espeso, y empezaba a verse un terraplén escarpado, repleto de enredaderas y campanillas. Señales escritas en diferentes idiomas, desconocidos para Isserley, recordaban a los conductores extranjeros que no condujesen por la derecha.

    La temperatura del interior del coche había empezado a resultar sofocante incluso para ella, que solía aguantar bien tanto el frío como el calor extremos. Hasta se le habían empezado a empañar las gafas, pero no podía quitárselas en aquel momento: no podía permitir que él le viese los ojos. Un fino hilillo de sudor le bajaba lentamente desde el cuello hasta el esternón y se demoraba en el borde del escote. Pero no parecía que el autoestopista lo hubiera notado. Tamborileaba con las manos sobre los muslos el ritmo de alguna melodía que ella no podía oír. Cuando notó que le miraba, dejó de hacerlo y cruzó las manos sobre la entrepierna.

    ¿Qué había pasado? ¿Qué había producido aquella desazonadora metamorfosis? Justo cuando había empezado a considerarlo como una posibilidad atractiva, parecía como si él se hubiera retraído. Ya no era el mismo que había subido a su coche hacía veinte minutos. ¿Sería uno de esos torpes paletos que pierden la seguridad en el terreno sexual en cuanto se les recuerda a las hembras de su vida? ¿O sería culpa de ella?

    —Puedes abrir la ventana si tienes calor —le sugirió.

    Él asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.

    Isserley apretó un poco el acelerador pensando que a él le agradaría, pero lo único que provocó fue que suspirara y se reclinase un poco más en el asiento, como si aquel insignificante aumento de velocidad solamente le hubiera recordado lo despacio que se dirigían hacia ninguna parte.

    Quizás no debiera haber dicho que era abogada. Quizás, si hubiera dicho que era dependienta en una tienda, o maestra en un jardín de infancia, habría logrado que él charlara más. Pero es que había supuesto que tenía un carácter fuerte, duro; había pensado que tendría una historia delictiva de la que empezaría a hablar para provocarla o para tantear su punto de vista. Quizás lo único realmente prudente habría sido decir que era ama de casa.

    —Y tu mujer —dijo para reanudar la conversación, esforzándose en adoptar un tono tranquilizador de camaradería masculina, ese tono que uno espera de un amiguete en la barra del bar—, ¿se quedó con la casa?
    —Sí... Bueno, no. —Tomó una bocanada de aire—. Tuve que venderla y darle la mitad. Ella se marchó a vivir a Bradford y yo me quedé aquí.
    —¿Dónde es aquí? —preguntó Isserley, haciendo un gesto con la cabeza que abarcaba todo el horizonte y con el que esperaba que se diera cuenta de lo lejos que estaban ya de donde lo había recogido.
    —En Milnafua —dijo riéndose, consciente de lo ridículo que sonaba aquel nombre.

    A Isserley lo de Milnafua le sonaba totalmente normal; más normal incluso que Londres o Dundee, nombres que le costaba pronunciar. Sin embargo, agradeció que para él sonase estrafalario.

    —Allí no hay trabajo, ¿verdad? —preguntó, dándolo por sentado y suponiendo que aquello le proporcionaría una nota de complicidad masculina.
    —¡A mí me lo vas a decir! —masculló él, y, a continuación, añadió, con un tono excesivamente fuerte y agudo—: Pero yo sigo intentándolo, ¿eh?

    Isserley no le creyó y, al mirarlo, comprendió que se trataba de un papel que intentaba representar: había adoptado una patética expresión que pretendía ser optimista, pero que no lo lograba ni por asomo. Hasta sonreía, con la cara brillante de sudor, como si de pronto hubiera tomado conciencia de que podía ser peligroso reconocer su apatía, o como si admitir que vivía del paro pudiera acarrearle serias consecuencias. ¿Sería porque le había dicho que era abogada? ¿Le habría dado miedo pensar que ella pudiera traerle problemas o que algún día pudiera llegar a tener algún poder legal sobre él? ¿Sería mejor disculparse entre risas por haberlo engañado y volver a empezar desde el principio diciendo que, en realidad, vendía software para ordenadores o ropa de tallas especiales para gordas?

    Una enorme señal verde a un lado de la carretera anunciaba los kilómetros que faltaban para Dingwall e Inverness. No muchos. Como el terreno descendía por la parte izquierda, permitía ver la reluciente costa del estuario de Cromarty. La marea estaba baja, y las rocas y la arena quedaban a la vista. Una gaviota solitaria estaba posada lánguidamente sobre una de ellas, como abandonada a su suerte,

    Isserley se mordió el labio, al mismo tiempo que aceptaba poco a poco su error. Abogada, vendedora o ama de casa hubiera dado igual. No era adecuado para ella, y punto. Había recogido a un tipo inadecuado. Otra vez.

    Pero, claro, si es que era obvio lo que iba a hacer aquel grandullón susceptible. Iba a Bradford a visitar a su mujer o, por lo menos, a sus hijos.

    Desde el punto de vista de Isserley, eso suponía un riesgo. Las cosas se podían complicar mucho si había niños de por medio. Por mucho que le apeteciera —entonces empezó a caer en la cuenta de lo mucho que había invertido en la idea de conseguirlo—, no quería complicaciones. Tendría que renunciar a él. Tendría que devolverlo a la carretera.

    Los dos se mantuvieron en silencio el resto del viaje, como si hubieran comprendido que se habían defraudado el uno al otro.

    El tráfico había aumentado. Se encontraban atrapados en una de las múltiples filas ordenadas de vehículos que atravesaban el puente colgante de Kessock. Isserley echó una mirada a su autoestopista y sintió como una sensación de pérdida al verlo vuelto hacia el otro lado, observando fijamente los polígonos industriales de la costa de Inverness que se veían allá abajo. Contemplaba la fealdad prefabricada de una deprimente ciudad de juguete con la misma intensidad con que había admirado sus pechos no hacía mucho rato. En aquel momento lo único que llamaba su atención eran los diminutos camiones que desaparecían al internarse en las bocas de las fábricas.

    Isserley permaneció en el carril de la izquierda conduciendo más deprisa de lo que lo había hecho en todo el día. No era sólo por el ritmo que le imprimían los coches a su alrededor, sino porque quería acabar con aquella situación cuanto antes. El cansancio había vuelto a apoderarse de ella. Se moría de ganas de encontrar un sitio a la sombra, lejos de la carretera, recostar la cabeza en el asiento y dormir un poco.

    Ya en el extremo opuesto del puente, donde el coche volvía a estar sobre tierra firme, Isserley pasó por la rotonda con una concentración tremenda para evitar que el tráfico la envolviera y la arrastrara en manada hacia Inverness. Ni siquiera se preocupó de disimular los gestos de ansiedad que le provocaba aquella tensión. Total, ya había renunciado a él.

    A pesar de todo, para combatir el silencio de los últimos minutos, le hizo un ofrecimiento antes de despedirse.

    —Te voy a llevar un poco más allá, hasta el desvío para Aberdeen. Así, por lo menos, los coches que pasen sabrán que te diriges al sur.
    —Estupendo —respondió él sin ningún entusiasmo.
    —¿Quién sabe? —dijo intentando animarlo—. A lo mejor, llegas a Bradford esta noche.
    —¿A Bradford? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿Y quién ha dicho que voy a Bradford?
    —A ver a tus hijos —le recordó.

    Se produjo un silencio embarazoso.

    —A mis hijos no los veo nunca —dijo de repente—. Ni siquiera sé dónde viven exactamente. Lo único que sé es que están por la zona de Bradford. Janine, mi ex mujer, no quiere saber nada de mí. Por lo que a ella respecta, no existo.

    Lo dijo mirando fijamente hacia adelante, como comparando los miles de pueblos que quedaban al sur con su propia inanidad en aquel asunto.

    —Y, de todos modos —añadió—, lo de Bradford fue hace años. Por mí, como si se ha ido a vivir a Marte.
    —Entonces... —preguntó Isserley mientras cambiaba de velocidad con tal torpeza que la caja de cambios chirrió de un modo horrible—. ¿Adónde piensas llegar hoy?

    El autoestopista se encogió de hombros.

    —Con llegar a Glasgow me conformo —dijo—. Allí hay buenos pubs.

    Al notar que ella iba buscando una señal que anunciase la proximidad de un aparcamiento, comprendió que estaba a punto de tener que bajarse del coche.

    Y entonces, bruscamente, tuvo un último arranque incongruente de energía locuaz, impulsado por la amargura.

    —Es más divertido que estar sentado en el Hotel Comercial de Alness con un grupo de viejos solitarios escuchando a un idiota cantando esa jodida canción, Copacabana.
    —Pero ¿dónde vas a dormir?
    —Conozco a un par de tipos en Glasgow —contestó con la voz vacilante, como si la última frase le hubiera vuelto a dejar sin energía—. Sólo es cuestión de dar con ellos, nada más. En algún sitio estarán. El mundo es muy pequeño, ¿no?

    Isserley estaba mirando fijamente hacia adelante, a las montañas coronadas de nieve. A ella el mundo le parecía bastante grande.

    Incapaz de compartir su visión de cómo le recibiría la ciudad de Glasgow, sólo murmuró un «Mmm», y él, al notarlo, hizo un gesto afligido abriendo sus grandes manos para mostrarle que las tenía vacías.

    —Aunque la gente puede dejarte en la estacada —añadió—, así que siempre hay que tener otro plan previsto.

    Tragó saliva y la nuez se le marcó en el cuello como si realmente tuviese atascada una nuez de verdad.

    Isserley asintió con la cabeza intentando que no se traslucieran sus sensaciones. Estaba cubierta de sudor y unos escalofríos le recorrían la espalda como corrientes eléctricas. El corazón le latía con tanta fuerza que los pechos se le movían. Para controlarlo decidió hacer una inspiración profunda en vez de varias cortas. Con la mano derecha fuertemente asida al volante echó un vistazo al espejo retrovisor, luego al velocímetro, al otro carril y al autoestopista.

    Todo era perfecto, todo apuntaba a que aquél era el momento preciso.

    El autoestopista, al notar su excitación, le dirigió una vaga sonrisa y empezó a levantar una mano del regazo con un gesto torpe, como si se estuviera despertando y tuviera que hacer, todavía aturdido, algo que se esperaba de él. Isserley le devolvió la sonrisa para tranquilizarlo y asintió con la cabeza de un modo casi imperceptible, como diciendo que sí.

    Y entonces, con el dedo corazón de la mano izquierda, accionó una palanquita que había junto al volante.

    Podía ser la de las luces, o la de los intermitentes, o la de los limpiaparabrisas. Pero no era ninguna de ellas. Era la de la icpathua, la que ponía en funcionamiento las agujas que estaban en el interior del asiento del acompañante y las disparaba en silencio desde sus pequeñas fundas escondidas bajo la tapicería.

    Al notar los pinchazos, uno en cada nalga, a través de la tela de los pantalones vaqueros, el autoestopista se encogió. Por casualidad, en aquel momento sus ojos se reflejaban en el espejo retrovisor e Isserley fue la única testigo de la expresión que adquirieron. El vehículo más cercano, un camión enorme con la inscripción PRODUCTOS AGRÍCOLAS, estaba tan lejos que su conductor parecía un insecto detrás del cristal ahumado. De todos modos, la expresión de sorpresa del autoestopista duró sólo unos instantes. La dosis de icpathua era suficiente para un cuerpo considerablemente más grande que el suyo. Perdió la conciencia, y la cabeza se le fue hacia atrás y quedó apoyada sobre el mullido reposacabezas.

    Con un leve temblor en los dedos, Isserley accionó otra palanca. Su respiración se fue acompasando al ritmo pausado del intermitente mientras salía de la carretera y se adentraba sin prisa en un área de descanso. El velocímetro bajó a cero; el coche se detuvo; el motor se paró, o tal vez fue ella quien lo apagó. Ya había acabado todo.

    Como le ocurría siempre en momentos semejantes, se vio a sí misma desde un punto en lo alto. Era una vista aérea de su pequeño Toyota rojo aparcado en aquel paréntesis de asfalto. El camión con la inscripción PRODUCTOS AGRÍCOLAS pasó haciendo mucho ruido.

    Y luego, como le ocurría siempre, Isserley cayó desde aquel punto en lo alto, con una velocidad vertiginosa, y volvió a sumergirse en su cuerpo. Apoyó la cabeza en el respaldo con bastante más fuerza de lo que lo había hecho él, y tomó aire al tiempo que la sacudía un estremecimiento. Se agarró al volante, jadeante, como para no seguir cayendo aún más hasta las entrañas de la tierra.

    Recobrar la sensación de estar sobre el nivel del suelo siempre le llevaba un rato. Fue contando las veces que aspiraba aire, hasta que bajaron a seis por minuto. Y entonces aflojó las manos que había mantenido agarradas al volante y las apoyó sobre el estómago. Eso siempre le resultaba reconfortante.

    Cuando, por fin, la adrenalina fue disminuyendo y empezó a sentirse más tranquila, reemprendió la tarea. Los coches pasaban zumbando en los dos sentidos, aunque ella sólo los oía, no podía verlos. Los cristales de las ventanillas de su coche habían adquirido un tono ámbar oscuro nada más tocar una tecla que había en el salpicadero. Nunca era consciente de cuándo la apretaba. Debía de hacerlo en plena descarga de adrenalina. Lo único que sabía era que, llegado el momento en que se encontraba ahora, las ventanas tenían siempre aquel tono oscuro.

    Algún vehículo de gran tonelaje pasó por la carretera haciendo vibrar el suelo y proyectando una sombra oscura sobre su coche. Isserley esperó a que se alejara.

    Abrió entonces la guantera y extrajo una peluca. Era una peluca masculina de color rubio y con rizos. Se volvió hacia el autoestopista, que seguía como congelado en la misma postura, y se la colocó con mucho cuidado. Se la ajustó sobre la frente, estirando el borde delantero con sus afiladas uñas, y le arregló unos rizos rebeldes por encima de las orejas. Se echó hacia atrás para comprobar qué tal le había quedado y volvió a hacerle unos ligeros retoques. Ya tenía el mismo aspecto que todos los que se había llevado en ocasiones anteriores, y después, cuando le quitaran la ropa, sería casi idéntico a los otros.

    A continuación sacó un montón de gafas diferentes de la guantera y eligió las más adecuadas. Se las colocó deslizándoselas sobre la nariz y las orejas.

    Y, para acabar, cogió el anorak que estaba en el asiento de atrás. De paso, empujó la cazadora del autoestopista para que cayera al suelo. En realidad, el anorak era sólo la parte delantera de la prenda, porque le había quitado la espalda. Colocó la pechera sobre el tronco del autoestopista, le metió los brazos por las mangas y dejó que la capucha, cortada por la mitad, le cayera sobre los hombros.

    Ya estaba a punto para que se lo llevara.

    Apretó otra tecla y el tono ambarino de los cristales se fue desvaneciendo como si se dispersase. El mundo exterior seguía frío y luminoso. No había demasiado tráfico. Aún le quedaban dos horas por delante antes de que la icpathua dejara de hacer efecto, y no estaba más que a unos cincuenta minutos de casa. Y, además, solo eran las 9.35. Después de todo, las cosas le estaban saliendo bien.

    Giró la llave de contacto. Cuando el motor arrancó, se volvió a oír el ruidito que la había preocupado antes.

    Al llegar a la granja, tendría que mirar qué pasaba.


    Capítulo 2


    Al día siguiente Isserley se pasó varias horas conduciendo bajo la lluvia y el aguanieve sin encontrar nada. Era como si el mal tiempo hubiese retenido en casa a todos los machos aceptables.

    Por más que escudriñaba a través del cristal del coche, con tal intensidad que poco faltó para que se quedase hipnotizada con el movimiento de los limpiaparabrisas, lo único que lograba ver en la carretera eran las fantasmales luces traseras de otros vehículos envueltos por la lluvia que avanzaban lentamente bajo una luz casi crepuscular, a pesar de que era mediodía.

    ¡Cómo iba a encontrar autoestopistas si los únicos peatones con los que se había cruzado en toda la mañana eran un par de adolescentes regordetes, con el pelo cortado al rape y unas mochilas de plástico, que iban chapoteando por una cuneta cercana al paso subterráneo de Invergordon! Supuso que llegaban tarde a la escuela o hacían novillos. Cuando pasó a su lado se giraron hacia ella y le gritaron algo con un acento demasiado cerrado para que pudiese entenderlo. Sus cabezas empapadas parecían un par de patatas peladas con un poco de salsa parda en la parte de arriba, y llevaban las manos enfundadas en papel de plata verde brillante. Eran bolsas de patatas fritas que se habían puesto a modo de guantes. Por el espejo retrovisor Isserley observó cómo aquellos cuerpos rellenitos se iban convirtiendo, con la distancia, en simples manchas de color hasta que, finalmente, desaparecieron en el caldo grisáceo de la lluvia.

    Al pasar por cuarta vez junto al desvío de Alness, no podía creer que siguiese sin haber nadie. Normalmente, aquél era un punto buenísimo, ya que había muchos conductores reacios a recoger a alguien que pudiese ser de Alness. Por lo menos, eso era lo que un autoestopista agradecido le había contado no hacía mucho. Le había explicado que llamaban a aquel pueblo «la pequeña Glasgow», y que tenía «mala reputación», porque allí era muy fácil conseguir sustancias farmacéuticas ilegales, lo cual provocaba que hubiera muchas roturas de escaparates y que las hembras dieran a luz muy jóvenes. A pesar de que sólo quedaba a un par de kilómetros de la carretera, Isserley nunca había estado en Alness. Lo único que hacía era pasar junto al desvío cuando iba por la A9.

    Aquel día ya había pasado varias veces por allí, deseando que apareciese alguno de aquellos depravados, enfundado en una cazadora de cuero y haciendo dedo para dirigirse a algún sitio mejor. Pero no aparecía ninguno.

    Barajó la posibilidad de alejarse más, cruzar el puente y probar suerte más allá de Inverness. Tal vez allí encontrase autoestopistas más decididos y organizados que los que había en su zona, con termos bajo el brazo y cartelitos de cartón en los que pusiera ABERDEEN o GLASGOW.

    Por lo general, no dudaba en recorrer grandes distancias con tal de encontrar lo que buscaba; muchas veces llegaba incluso hasta Pitlochry antes de dar la vuelta. Sin embargo, aquel día tenía el presentimiento de que, si se alejaba mucho de casa, la lluvia podía ocasionarle un sinfín de inconvenientes y no quería acabar tirada quién sabe dónde, con el motor del coche dando sus últimos estertores bajo el diluvio. Y, además, ¿quién había dicho que tenía que llevar todos los días a alguien a casa? Uno a la semana debería ser suficiente para cualquier persona razonable.

    Hacia el mediodía se dio por vencida. Mientras se encaminaba en dirección norte para regresar a casa, se le ocurrió que, quizás, si anunciaba ante el universo, con la suficiente firmeza, que había abandonado toda esperanza, al final aparecería algo.

    Y así fue. Poco después de pasar el cartel que invitaba a los conductores a visitar los pintorescos pueblos costeros a los que llevaba la B9175, divisó a un bípedo de aspecto lamentable y con el dedo pulgar extendido bajo la lluvia ante el desdeñoso fluir del tráfico. Estaba al otro lado de la carretera, en sentidos opuesto al suyo, iluminado por los faros delanteros de la procesión de vehículos que pasaban sin detenerse a su lado. A Isserley no le cupo la menor duda de que seguiría allí cuando lograra dar la vuelta y desandará el camino.


    —¡Hola! —gritó mientras le abría la puerta para que entrara.
    —¡Gracias a Dios! —exclamó él, apoyando un brazo en el borde de la puerta mientras metía la cabeza, que chorreaba agua, dentro del coche—. Ya empezaba a creer que no hay justicia en este mundo.
    —¿Y eso? —dijo Isserley. Se fijó en que tenía las manos mugrientas, pero grandes y bien formadas. Una vez lavadas con detergente, quedarían muy bonitas.
    —Es que yo siempre recojo a los que hacen dedo —aseguró él como si estuviera rebatiendo algún comentario malévolo—. Siempre. Si tengo espacio en la camioneta, jamás paso de largo.
    —Yo tampoco —le aseguró Isserley, que no podía menos que preguntarse cuánto tiempo seguiría aquel tipo de pie dejando que la lluvia entrara en el coche—. Venga, suba.

    Entró de costado y depositó su empapado trasero en el centro del asiento como si fuese la base de una boya salvavidas. Incluso antes de cerrar la puerta su cuerpo ya había empezado a despedir vapor. Llevaba ropa informal, completamente empapada, que rechinaba como si fuese de cuero mientras se acomodaba en el asiento.

    Era mayor de lo que ella había supuesto, pero estaba en forma. ¿Importaría que tuviese arrugas? No debería. Después de todo, sólo afectaban a la piel.

    —Y para una puñetera vez que soy yo el que necesita que lo lleven, ¿qué pasa? —estalló de repente, retomando el tema—. Que he tenido que andar casi un kilómetro para llegar a la carretera bajo un chaparrón de padre y muy señor mío, y, ¡joder!, ¿cree que alguno de esos cabrones se ha detenido para llevarme?
    —Bueno... —dijo Isserley sonriendo—. Yo he parado, ¿no?
    —Ya, pero es que antes que usted han pasado de largo dos mil cincuenta coches, ¡joder! Tal como se lo digo —afirmó mirándola fijamente, como si ella no le entendiera.
    —¿Los ha contado? —preguntó en tono socarrón.
    —Pues sí —dijo él suspirando—. Bueno, es una cuenta aproximada, ya sabe. —Sacudió la cabeza, en lo que se le desprendieron numerosas gotas de agua de la abundante mata de pelo y las pobladas cejas—. ¿Podría dejarme cerca de la Granja Tomich?

    Isserley hizo un cálculo mental. Aun yendo muy despacio, sólo tendría diez minutos para saber algo de él.

    —Por supuesto —contestó mientras admiraba su cuello, que parecía de acero, y sus anchos hombros, decidida a no descalificarlo por el solo hecho de la edad.

    Él se recostó en el respaldo del asiento con aire satisfecho, pero un par de segundos después el desconcierto se reflejó en su tosca cara. ¿Por qué no arrancaban?

    —Póngase el cinturón —le recordó ella.

    Se lo abrochó de mala gana, como si le hubiese pedido que se inclinara tres veces ante un dios elegido por ella.

    —Es una trampa mortal —murmuró con tono de guasa, moviéndose inquieto entre las miasmas de su propio vapor.
    —A mí tampoco me gusta —le aseguró Isserley—. Pero es que no quiero arriesgarme a que me pare la policía, eso es todo.
    —Bah, la policía... —dijo, burlón, igual que si le hubiese confesado que tenía miedo a los ratones o a la enfermedad de las vacas locas. Pero, en el fondo, su voz tenía un tono paternal y tolerante, y movió los hombros como para demostrar que estaba intentando adaptarse a su reclusión.

    Isserley le sonrió y arrancó colocando los brazos muy altos sobre el volante, para que pudiese verle los pechos.


    Esta chica debería tener cuidado con ese par de tetas, pensó el autoestopista; si no, cualquier día las meterá dentro del tazón de los cereales.

    Y, además, debería arreglarse un poco, porque, con unas gafas tan gruesas, y sin nada de barbilla... Nicki, su hija, tampoco era ninguna preciosidad, y, para ser sincero, ni siquiera sabía sacar partido de lo que tenía. Si, por lo menos, se dedicara realmente a estudiar Derecho con el dinero que le mandaba, en lugar de gastárselo en irse de juerga por Edimburgo, quizás acabase sirviéndole de alguna ayuda. Podría, por ejemplo, encontrar qué lagunas jurídicas había en las normas de la Unión Europea.

    ¿Cómo se ganaría la vida aquella chica? Algo raro le pasaba en las manos. Sí, aquellas manos no eran normales. A lo mejor se las había deformado haciendo algún trabajo manual cuando era demasiado joven para dominarlo y demasiado tonta para quejarse. Puede que se hubiera dedicado a desplumar pollos o a limpiar pescado.

    No cabía la menor duda de que vivía en la costa. Olía a mar. Quizás trabajase para algún pescador de la zona. Mackenzie, por ejemplo, contrataba a mujeres, si eran fuertes y no creaban demasiados problemas.

    ¿Crearía problemas aquella chica?

    Estaba claro que era una chica con carácter. Probablemente, con aquel aspecto tan raro, habría pasado un infierno en la infancia, si es que había crecido en alguno de los pueblecitos costeros. En Balintore, o en Hilton, o en Rockfield. No, en Rockfield no. Él conocía a todos y cada uno de los habitantes de Rockfield.

    ¿Cuántos años tendría?

    Dieciocho, quizás. Aunque tenía manos de cuarentona y conducía como si llevase detrás un remolque tambaleante cargado de heno y estuviera cruzando un puente muy estrecho. Iba sentada como si tuviese un palo clavado en el culo. Si hubiese sido un poquito más baja, habría tenido que sentarse sobre un par de almohadones. Tal vez debería sugerírselo, aunque, si lo hacía, era posible que la chavala le rompiera la cara. De todas formas, a lo mejor ponerse almohadones no estaba permitido por el código de circulación por autopistas, artículo número tres millones sesenta. Y ella no se atrevería a decirles por dónde tendrían que meterse el código. Preferiría sufrir.

    Y sufría. Se notaba por el modo como movía los brazos y las piernas. Y porque llevaba la calefacción a tope. Debía de tener alguna lesión en la columna. Tal vez un accidente de automóvil. En tal caso, había que tener agallas para seguir conduciendo. Era un pajarillo con una gran fortaleza.

    ¿Podría ayudarla, tal vez?

    ¿Podría serle útil aquella chica?


    —Usted vive cerca del mar, ¿verdad?
    —¿Cómo lo sabe? —preguntó Isserley, sorprendida porque no había dicho ni una sola palabra en todo el rato pensando que necesitaría un poco de tiempo para poder apreciar bien su cuerpo.
    —Por el olor —afirmó el macho rotundamente—. Su ropa huele a mar. ¿Vive en el estuario de Dornoch? ¿En el estuario de Moray?

    La rotundidad de aquella precisión le pareció alarmante. Nunca lo hubiera esperado, porque tenía esa expresión entre mueca y sonrisa propia de los poco avispados. Llevaba las mangas de su gastada cazadora de poliéster manchadas de aceite de motor. Tenía el rostro bronceado y plagado de pálidas cicatrices como un graffiti mal borrado.

    De las dos posibilidades que le había ofrecido, escogió la errónea.

    —En Dornoch —dijo.
    —Pues nunca la he visto por allí —dijo él.
    —He llegado hace sólo unos días —contestó ella.

    Entretanto su coche se había sumado a la procesión de vehículos que antes habían pasado junto a él. Era una larga fila de luces traseras que se perdía en la distancia. Eso estaba bien. Redujo a primera y avanzó a paso de tortuga, como los demás, sin tener que preocuparse ya de la velocidad.

    —¿Trabaja? —le preguntó él.

    La cabeza de Isserley funcionaba perfectamente para entonces, ya que el lento avanzar del tráfico apenas la distraía. Dedujo que, probablemente, sería un tipo de esos que siempre conocen a alguien en todas las profesiones habidas y por haber, o, al menos, en todas las que no menospreciaba.

    —No. Estoy en el paro —contestó ella.
    —Pues necesita tener una dirección fija para cobrarlo —señaló él, rápido como un rayo.
    —A mí no me va lo del subsidio de desempleo.

    Ya comenzaba a cogerle el tranquillo a su estilo de conversación, y supuso que aquella respuesta le satisfaría.

    —¿Está buscando trabajo?
    —Sí —dijo ella al tiempo que reducía aún más la velocidad para dejar entrar a un Mini de un blanco luminoso en la fila de coches—. Pero no tengo muchos estudios. Y no soy fuerte.
    —¿Lo ha intentado en la recolección de buccinos?
    —¿Buccinos?
    —Sí, buccinos. Es una de las cosas a las que me dedico. La gente como usted los recoge, y yo los vendo.

    Isserley reflexionó durante unos segundos evaluando si tenía o no suficiente información para continuar aquella conversación.

    —¿Qué son los buccinos? —preguntó finalmente.

    Él sonrió de oreja a oreja envuelto en su nube de vapor.

    —Son una clase de moluscos. Tiene que haberlos visto por donde usted vive. Pero da la casualidad de que tengo uno por aquí —dijo mientras levantaba una de sus carnosas nalgas para hurgar en el bolsillo derecho del pantalón—. Aquí está —dijo sosteniendo una concha de caracol marino de color gris apagado delante de sus ojos—. Siempre llevo uno en el bolsillo para enseñárselo a la gente.
    —¡Ah, qué previsor es usted! —dijo Isserley piropeándole.
    —Es para enseñarle a la gente el tamaño adecuado. Los hay diminutos, ¿sabe?, del tamaño de un guisante. Esos no vale la pena cogerlos, pero estos grandotes están muy bien.
    —¿Y simplemente con recogerlos en la playa ya puedo ganar algo de dinero?
    —Así de fácil —le aseguró—. Dornoch es un buen lugar. Allí hay millones, si va en el momento adecuado.
    —¿Y cuál es el momento adecuado? —preguntó Isserley. Esperaba que a aquellas alturas del trayecto él ya se habría quitado la cazadora, pero parecía como si estuviese la mar de a gusto asfixiándose con aquella temperatura y soltando vapor.
    —Lo que tiene que hacer es comprarse un almanaque con las horas de las mareas —dijo—. Cuesta setenta y cinco peniques en las oficinas de los guardacostas. Tiene que mirar cuándo la marea está baja, entonces va a la playa y, simplemente, los va sacando a montones con un rastrillo. Cuando tenga suficientes, me da un toque por teléfono y me acerco a donde esté a recogerlos.
    —¿Y a cuánto se pagan?
    —En Francia y en España los pagan muy bien. Yo se los vendo a los proveedores de los restaurantes, y nunca les parece suficiente, sobre todo, en invierno. La mayoría de la gente sólo los recoge en verano, ¿sabe?
    —¿Es que en invierno hace demasiado frío para los buccinos?
    —Hace demasiado frío para la gente. Pero usted puede hacerlo muy bien. Yo le aconsejo que se ponga guantes de goma. De los finos, de los que usan las mujeres para lavar los platos.

    A Isserley le faltó poco para insistir en que concretara cuánto podía ganar ella, no él, con la recolección de buccinos. Aquel tipo tenía una cualidad: casi la había convencido para que considerase aquella posibilidad, lo cual era, en realidad, absurdo. Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que le interesaba saber cosas sobre él, no contarle su vida.

    —Bueno, y... ese negocio de los buccinos... ¿le alcanza para vivir? Quiero decir, ¿tiene usted familia?
    —Yo hago de todo —contestó mientras se pasaba un peine de metal por el espeso pelo—. Vendo neumáticos usados. Los campesinos los usan para aislar los silos donde fermenta el forraje. Vendo creosota. Vendo pintura. Y mi mujer hace nasas, aunque no para coger langostas, porque ya no queda ni una jodida langosta. Pero los turistas norteamericanos las compran si están pintadas de colores bonitos. Y mi hijo se dedica de vez en cuando a la recolección de buccinos. También arregla coches. Él podría arreglarle esa vibración que tiene en el chasis sin ningún problema.
    —No creo que pueda pagarlo —replicó Isserley, desconcertada una vez más por la agudeza de su observación.
    —Mi hijo cobra muy poco. Es barato y rápido. En las reparaciones de coches lo que sale caro es la mano de obra, ¿sabe? Pero él tiene coches en su taller constantemente. No paran de entrar y salir. Es un genio.

    A Isserley aquello no le interesaba nada. No buscaba a un hombre que fuera un genio, ya disponía de uno en la granja que haría cualquier cosa por ella. Y cuyas zarpas mantenía alejadas, aunque no sin esfuerzo.

    —¿Y qué hay de su camioneta?
    —Ah, también la arreglará. En cuanto le ponga las manos encima.
    —¿Dónde está?
    —A menos de un kilómetro de donde me ha recogido —dijo. Respiraba con dificultad, pero mantenía estoicamente su buen humor—. Ya estaba cerca de casa con una tonelada de buccinos en la parte de atrás cuando ese jodido motor me dejó tirado. Pero mi hijo me lo arreglará. Ese chico vale más que ser socio del Automóvil Club. Bueno, cuando no está cabreado.
    —¿Y lleva usted alguna tarjeta de su hijo? —preguntó Isserley educadamente.
    —Déjeme ver —dijo resoplando.

    Volvió a levantar su grueso trasero, que, de todos modos, ya no estaba destinado a recibir una inyección de icpathua. Sacó del bolsillo un puñado de tarjetitas, todas sobadas y con las esquinas dobladas, y se las fue pasando rápidamente de una mano a otra como si fueran naipes. Apartó dos y las puso sobre el salpicadero.

    —Una es la mía y la otra es de mi hijo —dijo—. Si decide dedicarse a lo de los buccinos, llámeme. Yo me acercaré a recoger cualquier cantidad que pase de los veinte kilos. Si no logra recoger eso en un día, lo puede hacer en dos.
    —Pero ¿no se estropean?
    —Aguantan una semana. En realidad, es bueno dejarlos reposar un poco para que suelten el exceso de agua. Y cierre bien la bolsa, porque, si no, se le escaparán y se le meterán debajo de la cama.
    —Lo recordaré —prometió Isserley. Por fin la lluvia estaba amainando y podía bajar la velocidad de los limpiaparabrisas. La luz comenzaba a filtrarse a través del cielo gris—. Ya estamos llegando a la Granja Tomich —anunció.
    —Siga doscientos metros más y habré llegado —dijo el mayorista de buccinos mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad—. Muchísimas gracias. Es usted una pequeña samaritana.

    Isserley detuvo el coche donde él le indicó. Antes de que ella pudiese percatarse de lo que estaba haciendo, él le estrujó el brazo cariñosamente con su manaza y luego se bajó sin dejar entrever en absoluto si había notado o no la extremada delgadez y dureza de aquel brazo. Se alejó lentamente y dijo adiós con la mano sin volverse.

    Isserley le vio alejarse mientras sentía un desagradable cosquilleo en el brazo. Cuando hubo desaparecido, dirigió la mirada al espejo retrovisor con el entrecejo fruncido y esperó a que hubiera un hueco en el tráfico. Enseguida se olvidó de él pero no de su observación sobre el olor a mar. Decidió que tendría que lavarse cada vez que volviese de dar un paseo matinal por la playa y ponerse ropa limpia.

    Con el intermitente dado, volvió a entrar en la carretera y dirigió la mirada hacia adelante.


    El segundo autoestopista de aquel día la estaba esperando bastante cerca de su casa, tan cerca, que tuvo que hacer un esfuerzo para recordar si sería alguien de la zona. Era joven, tal vez demasiado bajo, con unas cejas muy pobladas y el pelo teñido de un rubio casi blanco. A pesar del frío y de la persistente llovizna, sólo llevaba una camiseta de manga corta del Celtic y unos pantalones militares de camuflaje. Unos tatuajes borrosos le desfiguraban los antebrazos, que eran delgados, pero fuertes. Aquello le recordó vagamente a sí misma.

    Cuando volvió a acercarse a él, después de cambiar de sentido, decidió que era un completo desconocido y paró a recogerlo.

    En cuanto se subió al coche y se sentó, Isserley tuvo la sensación de que se había buscado un problema. Fue como si su mera presencia desestabilizase las leyes de la física; como si los electrones del aire comenzasen de repente a vibrar más deprisa y acabaran rebotando en los confines de la cabina igual que enloquecidos insectos invisibles.

    —¿Vas a Redcastle? —dijo. Su aliento desprendía un agrio olor a alcohol.

    Isserley negó con la cabeza.

    —Voy a Invergordon —dijo—. Si no te va bien...
    —No, me va de coña —dijo, y se encogió de hombros. Luego se puso a tamborilear con las muñecas sobre las rodillas, como si siguiera la música de un walkman interno.
    —Muy bien —dijo Isserley, y arrancó.

    Lamentó que no hubiese más tráfico; aquello solía ser una mala señal. Y, además, se dio cuenta de que, instintivamente, se había aferrado al volante de tal forma que había bajado los codos y no permitía que su acompañante le viera los pechos. Aquello también era una mala señal.

    Pero, a pesar de ello, sentía la mirada de aquel tipo, que la desnudaba.


    Las mujeres no se visten así a menos que quieran que se las follen, iba pensando él. Ahora bien, de pagar, ni hablar. No quería que le pasara igual que con la puta aquella de Galashiels. Las invitas a una copa y se creen que te pueden clavar veinte libras. ¿Es que tenía cara de ser de los que pagan por follar o qué?

    La carretera de Invergordon donde estaba la Academia era un buen lugar. Un sitio solitario. Allí podría hacer que se la chupase. Así no tendría que verle aquella cara horrible.

    Las tetas le quedarían entre las piernas y, si le hacía un buen trabajo, ya se las achucharía un poco. Seguro que ella se emplearía a fondo, eso se veía. Ya estaba casi jadeando, como una perra en celo. No como la puta aquella de Galashiels. Ésta se contentaría con cualquiera cosa. Con las feas siempre pasaba eso, ¿no?

    No es que sólo consiguiese chicas feas.

    Pero el caso era que él estaba allí y ella también. Era como... la fuerza de la naturaleza, ¿no? La ley de la puta selva.


    —¿Y qué es lo que te ha hecho salir a la carretera en un día como hoy? —preguntó Isserley con tono animoso.
    —Me pone nervioso pasarme todo el día en casa.
    —¿Buscas trabajo?
    —¡Pero si eso no existe! ¡Aquí no hay ni un jodido empleo!
    —Pero el gobierno espera que uno siga buscándolo, ¿no?

    Aquel gesto de empatía no pareció impresionarlo en absoluto.

    —Estoy haciendo uno de esos jodidos cursos de capacitación —dijo furioso—. Van y te dicen, búscate unos cuantos viejos y suéltales no sé qué gilipolleces sobre la calefacción central y le diremos al gobierno que ya no estás en paro, ¿vale? Lo que quieren es taparte la boca, los muy capullos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
    —Vaya mierda —dijo Isserley, confiando en que fuese la expresión apropiada para la situación.

    La atmósfera dentro del coche se iba haciendo cada vez más insoportable. No había ni un solo milímetro cúbico del espacio que los separaba que no comenzase a saturarse del aliento pernicioso de su acompañante. Tenía que tomar una decisión rápidamente. Los dedos se le iban hacia la palanca de la icpathua. Pero tenía que mantener la calma a toda costa. Actuar impulsivamente podía acarrearle unas consecuencias desastrosas.

    Hacía unos años, cuando acababa de comenzar con aquello, había pinchado a un autoestopista que, apenas un par de minutos después de haberse subido al coche, le había preguntado si no le gustaría que le metieran una buena polla en todos los agujeros. Por aquel entonces todavía no hablaba bien inglés, así que le llevó un ratito decidir si se estaría refiriendo a un ave de corral o a algo relacionado con los deportes. Cuando cayó en la cuenta de lo que quería decir, ya estaba exhibiendo el pene. A ella le entró un pánico horrible y lo pinchó. Fue una decisión fatal.

    La policía estuvo buscándolo durante semanas. Su fotografía salió en la televisión y se publicó no sólo en los periódicos, sino también en una revista especial para gente sin hogar. Dijeron que padecía trastornos mentales, y sus padres y su mujer hicieron un llamamiento rogando a cualquiera que lo hubiera visto que les facilitara alguna información. Días más tarde, a pesar de que creía haber sido sumamente discreta en el momento de recogerlo en la carretera, dijeron que la investigación apuntaba a un Nissan familiar de color gris conducido, probablemente, por una mujer. Así que tuvo que recluirse en la granja durante un periodo que se le hizo eterno y entregarle a Ensel aquel coche que le había sido tan fiel. Él lo desguazó para poder hacer las adaptaciones necesarias en otro coche que había en la granja y que estaba en buen estado, un horrible monstruito llamado Lada.

    —Un error lo tiene cualquiera —le había dicho Ensel, a modo de consuelo, mientras acababa el trabajo para que ella pudiese volver a la carretera, con los brazos embadurnados de grasa negra y los ojos enrojecidos por culpa del soldador.

    Pero Isserley se había sentido tan avergonzada, que, incluso años después, no podía pensar en aquel error sin que se le escapase un gruñido de angustia. No volvería a ocurrirle nunca más. Nunca.

    Habían llegado a un tramo de la A9 en el que estaban ampliando los carriles. Había ruidosos mastodontes mecánicos y personal uniformado deambulando por encima de montañas de tierra, apiladas a ambos lados de la carretera. Tanto ajetreo le resultó, sin embargo, tranquilizador.

    —Tú no eres de por aquí, ¿verdad? —dijo Isserley levantando la voz para que la oyese por encima del estruendo que producían las grandes cuchillas al hundirse en la tierra.
    —Más de aquí que tú, me apuesto la cabeza.

    Pasó por alto aquella burla, dispuesta a seguir manteniendo con él una conversación que la llevase al tema de su familia, pero entonces él bajó de golpe su ventanilla y ella se sobresaltó.

    —¡Eeehh... Dougeeee! —gritó con el rostro vuelto hacia la lluvia y agitando un brazo con el puño cerrado fuera de la ventanilla.

    Isserley levantó la mirada hacia el espejo retrovisor y divisó una figura corpulenta enfundada en una ropa de color amarillo fosforescente que estaba junto a una excavadora y saludaba con la mano sin mucho convencimiento.

    —Es un colega mío —le explicó el autoestopista, que volvió a subir el cristal de la ventanilla.

    Isserley respiró profundamente intentando que el corazón no le latiera tan deprisa. Ya no podía llevárselo, era obvio, había perdido la oportunidad. De repente, el que fuese soltero o casado, o que tuviese hijos, se había convertido en algo irrelevante; era mejor no averiguarlo, por sí acaso.

    ¡Si por lo menos pudiese dejar de jadear y librarse de él!

    —¿Son de verdad? —le preguntó el autoestopista de repente.
    —¿Perdón?

    Jadeaba tanto, que no podía decir más de una palabra antes de quedarse sin aliento.

    —Ese par de tetas que llevas ahí delante, tía. ¡Joder, pareces una cabra!
    —Pues yo... me voy a quedar aquí —contestó Isserley, que puso el intermitente y dirigió el coche hacia el centro de la carretera. Gracias a la divina providencia habían llegado a la estación de servicio de Donny, en Kildary. Un cartel decía BIENVENIDOS.
    —¡Pero si dijiste que ibas a Invergordon! —protestó el autoestopista mientras Isserley ya estaba girando. Cruzó los carriles del otro lado de la carretera y metió el coche en el espacio que había entre los surtidores y el taller de la gasolinera.
    —Hay un ruido en el chasis. ¿No lo oyes? —dijo con la voz ronca y alterada, pero ya le daba igual—. Es mejor que me lo miren. Puede ser peligroso.

    Tras los cristales de la tienda de la gasolinera, abarrotados de cosas, se oían voces, el abrir y cerrar de las puertas de los armarios refrigeradores y el tintineo de las botellas.

    Isserley se volvió hacia el autoestopista y señaló amablemente hacia la A9.

    —Puedes probar suerte allí enfrente —le aconsejó—. Es un buen lugar. Los coches pasan muy despacio por ahí. Yo voy a que me revisen el coche. Si todavía estás ahí cuando acabe, puede que vuelva a llevarte.
    —Por mí, como si te quedas aquí para siempre —dijo él en tono despectivo, pero se bajó del coche. Y después se fue alejando, poco a poco.

    Isserley abrió la puerta y salió haciendo un gran esfuerzo. Al ponerse de pie, un latigazo de dolor le recorrió la columna vertebral. Se apoyó en el techo del coche para recobrar el equilibrio y se enderezó mientras observaba cómo Cejas Pobladas cruzaba la carretera y se dirigía lentamente hacia la cuneta. Un aire gélido le enfrió el sudor que le cubría la piel y le llenó las fosas nasales de oxígeno.

    Ahora todo iría bien.

    Descolgó una manguera del surtidor manipulando torpemente el enorme pitorro con su pequeña zarpa. No era un problema de fuerza, sino de la excesiva estrechez de su mano. Tuvo que utilizar las dos para introducir el pitorro en el depósito. Fijando toda su atención en el contador, echó cinco libras de gasolina. Cinco, cero, cero. Volvió a colocar la manguera en su sitio, entró en la tienda y pagó con uno de los billetes de cinco libras que guardaba exclusivamente para eso.

    Todo aquello le llevó menos de tres minutos. Cuando salió, buscó con cierta inquietud la silueta verde y blanca de Cejas Pobladas al otro lado de la carretera. Había desaparecido. Era increíble, pero algún conductor lo había recogido.


    Apenas dos horas después, la tarde ya estaba llegando a su fin y quedaba poca luz. Serían cerca de las cuatro y media. Escarmentada por la experiencia con Cejas Pobladas en una zona tan cercana a casa, Isserley había recorrido unos cincuenta kilómetros en dirección al sur, había pasado Inverness y había llegado casi hasta Tomatin, llevada por su deseo de no regresar con las manos vacías.

    Aunque no era infrecuente que recogiese a alguien después de haber oscurecido, eso era algo que dependía de que pudiera resistir al volante y de que tuviera ganas de seguir con aquel juego. Bastaba una situación humillante para que se sintiese tan afectada que tenía que volverse a la granja lo antes posible para poder darle vueltas al hecho y descubrir en qué se había equivocado y qué era lo que podría haber hecho para protegerse.

    Mientras iba conduciendo, Isserley se preguntaba si Cejas Pobladas la habría afectado hasta tal extremo.

    Le era difícil saberlo, ya que no comprendía bien sus propias emociones. Era algo que le había ocurrido siempre, incluso en su tierra, incluso cuando era pequeña. Los hombres siempre le habían dicho que no podían comprenderla, pero tampoco ella podía comprenderse a sí misma, así que tenía que andar buscando pistas como todos los demás. La señal más clara con la que había contado en otra época para darse cuenta de que una emoción se había instalado en su interior era la aparición repentina e injustificada de un ataque de furia, que solía acarrearle consecuencias lamentables. Ahora que había dejado atrás la adolescencia ya no tenía aquellos berrinches. Ahora controlaba muy bien la ira, lo cual resultaba muy conveniente, teniendo en cuenta lo que estaba en juego. Pero eso implicaba que también le era más difícil adivinar en qué estado se encontraba. Podía vislumbrar sus sentimientos, pero sólo por el rabillo del ojo, como si fuesen unos faros distantes reflejados en el espejo retrovisor. Sólo cuando no los buscaba directamente podía barruntarlos.

    Últimamente había llegado a sospechar que se tragaba los sentimientos sin analizarlos, lo cual acababa convirtiéndolos en meros síntomas físicos. Había veces en que, sin ninguna razón, la espalda le dolía más de lo normal o veía peor. Era probable que, en esas ocasiones, estuviese preocupada por algo.

    Otra señal delatora era el efecto negativo que podían llegar a tener sobre ella algunos hechos totalmente normales, como que la adelantase un autobús escolar una tarde sombría. Si se sentía razonablemente bien, la visión de un gran cristal trasero con forma de caparazón lleno de adolescentes que gesticulaban y se burlaban de ella no la molestaba en absoluto. Sin embargo, aquella tarde el espectáculo de esos rostros cerniéndose sobre ella como si fueran una imagen proyectada en una pantalla gigante que tenía que seguir dócilmente durante kilómetros y kilómetros la llenó de abatimiento. Las muecas que hacían y la forma de pasar sus mugrientas manos por el cristal empañado, se le antojaron otras tantas expresiones malévolas dirigidas concretamente a ella.

    En un momento dado el autobús abandonó la A9 y dejó a Isserley tras una fila de pequeños sedanes rojos inescrutables, muy similares al suyo. La fila parecía no tener fin. Los rincones del mundo se oscurecían rápidamente.

    Decidió que lo que pasaba era que estaba enfadada. Además, le dolían la espalda, la rabadilla y los ojos, que se le habían irritado por llevar tantas horas escudriñando a través de unos cristales tan gruesos y bajo la lluvia. Si se diera por vencida y regresase a casa, podría quitarse las gafas y dejar descansar los ojos, tumbarse hecha un ovillo sobre la cama y quizás hasta dormir. ¡Eso sí que sería una bendición! Sería uno de esos regalos insignificantes que reconfortan a las criaturas, un premio de consolación para aliviar el dolor del fracaso.

    Sin embargo, a la altura de Daviot, vio a un mochilero alto y delgado que sostenía un cartel en el que se leía THURSO. Tenía buen aspecto. Después de las tres pasadas habituales, detuvo el coche unos diez metros más adelante de donde se encontraba. Observó por el espejo retrovisor cómo se acercaba al coche a grandes zancadas quitándose la mochila al mismo tiempo.

    Mientras se inclinaba para abrir la puerta del acompañante, pensó que debía de ser muy fuerte para poder casi correr con tanta carga. Una vez que hubo llegado al coche, el autoestopista se detuvo vacilante ante la puerta que ella le había abierto, y le mostró la mochila, de colores chillones, que sostenía con unos dedos largos y pálidos. Sonrió a modo de disculpa: era más grande que Isserley, y estaba claro que no podía llevarla encima de las piernas y que ni siquiera cabría en el asiento de atrás.

    Isserley se bajó del coche y abrió el maletero, en el que nunca llevaba nada más que una bombona de butano para encendedores y un pequeño extintor. Entre los dos metieron dentro la mochila.

    —Muchas gracias —dijo él con una voz tan seria y sonora que hasta Isserley pudo darse cuenta de que no era característica del Reino Unido.

    Isserley regresó a su asiento y el autoestopista ocupó el del acompañante, y partieron juntos en el preciso momento en que el sol se ocultaba tras el horizonte.

    —¡Qué alegría! —dijo él tímidamente mientras ponía el cartel de THURSO boca abajo sobre sus piernas enfundadas en unos pantalones de chándal color naranja. El cartel estaba metido en una carpeta de plástico transparente en la que había muchas otras hojas de papel, sin duda con nombres de diferentes destinos—. No es nada fácil que te recojan cuando se ha hecho de noche.
    —A la gente le gusta ver qué compañía va a llevar —le explicó Isserley.
    —Es comprensible —contestó él.

    Isserley se reclinó sobre el respaldo de su asiento y extendió los brazos para que él viese qué compañía llevaba.


    ¡Qué suerte había tenido de que le recogieran! Ahora podría llegar a Thurso esa misma noche y a las Órcadas al día siguiente. Claro que todavía le quedaban cerca de doscientos kilómetros hasta Thurso. Pero yendo a una media de ochenta por hora, o incluso de sesenta, como era el caso de aquel coche, en teoría podía cubrir aquella distancia en menos de tres horas.

    Aquella mujer todavía no le había preguntado adónde iba. Quizás no le llevaría más que un trecho corto y después le diría que giraba en la próxima salida. Sin embargo, que hubiese comprendido su alusión a las dificultades de hacer dedo por la noche le daba a entender que no tenía la intención de devolverlo a la carretera sólo quince kilómetros más adelante, cuando ya fuera de noche. Seguro que diría algo de un momento a otro. Él había sido el último en hablar. Podía ser de mala educación que volviese a dirigirle la palabra.

    No le había parecido que tuviera acento escocés.

    Tal vez fuese galesa. La gente de Gales hablaba un poco como ella. O tal vez fuese de otro país europeo, aunque de ninguno de los que él conocía.

    Era raro que le hubiese recogido una mujer. Las mujeres solían pasar de largo; las mayores sacudían la cabeza como si temieran que estuviese a punto de hacer alguna locura peligrosísima, como cruzar la autopista dando volteretas o algo así, y las jóvenes ponían una expresión de pena y nerviosismo, igual que si ya hubiese entrado en sus coches y estuviese intentando abusar de ellas. Pero esta mujer era diferente. Era amable y tenía unos pechos enormes que exhibía sin ningún problema. ¡Ojalá no anduviese buscando algún tipo de experiencia sexual!

    A menos que fuera después de llegar a Thurso.

    No podía verle el rostro cuando miraba hacia adelante, lo cual era una pena, porque le había parecido realmente notable. Llevaba las gafas más gruesas que había visto en su vida. En Alemania sería muy difícil que le dieran el carné de conducir a una persona que tuviese problemas tan graves en la vista. Además, por su postura, parecía como si tuviera alguna lesión en la columna vertebral. Tenía las manos largas, aunque extremadamente estrechas. La piel del borde, a lo largo del meñique y hasta la altura de la muñeca, tenía una textura callosa muy diferente de la del resto de la mano; seguramente, era un tejido cicatricial, consecuencia de una intervención quirúrgica. Sus pechos eran perfectos, impecables; quizás también eran producto de una intervención quirúrgica.

    Ahora se estaba volviendo hacia él. Respiraba por la boca. Como si su perfecta naricilla hubiese sido esculpida por un cirujano plástico y le hubiese quedado demasiado pequeña para dejar pasar el aire. Los enormes ojos, ampliados de tamaño por las gafas, estaban ligeramente enrojecidos de cansancio, pero le parecieron sorprendentemente hermosos. Tenía los iris color avellana y verde y brillaban como... como una muestra microscópica de algún cultivo bacteriológico exótico iluminado por debajo.


    —Bueno —dijo Isserley—, ¿qué vas a hacer en Thurso?
    —No lo sé —contestó el autoestopista—. Igual no hay nada que hacer.

    Isserley observó que tenía un cuerpo espléndido. Parecía delgado, pero era puro músculo. Seguro que podía haber ido corriendo durante un kilómetro junto a su coche si hubiera conducido despacio.

    —¿Y si resulta que no hay nada que hacer?

    El autoestopista hizo una mueca. Isserley pensó que, en la cultura a la que pertenecía, aquello debía de equivaler a encogerse de hombros.

    —Voy allí porque nunca he estado antes —dijo él acto seguido a modo de explicación.

    Aquel proyecto parecía provocarle hastío y entusiasmo al mismo tiempo. Tenía los ojos azules y las cejas rubias y espesas como nubarrones.

    —¿Recorres todo el país? —le preguntó Isserley.
    —Sí. —Hablaba cuidando la pronunciación y con un tono ligeramente enfático, aunque no arrogante. Era más bien como si tuviera que empujar cada palabra cuesta arriba por una pequeña colina antes de soltarla—. Empecé en Londres hace diez días.
    —¿Y viajas solo?
    —Sí. Cuando era joven viajé mucho por Europa con mis patres. —Esta última palabra, por la forma en que la pronunció, fue la primera que a Isserley le costó un poco descifrar—. Pero creo que, en cierto modo, vi todo a través de los ojos de mis patres. Ahora quiero ver las cosas con mis propios ojos.

    Le dirigió una mirada nerviosa, como si admitiera estar haciendo el ridículo al entablar una conversación de esas características con una extranjera desconocida.

    —¿Y tus padres lo entienden? —preguntó Isserley, más relajada al haber dado con la sintonía de la conversación y apretando un poco más el acelerador,
    —Espero que acaben entendiéndolo —contestó, y frunció el ceño, incómodo.

    A pesar de que era muy tentador seguir tirando de aquel cordón umbilical hasta llegar al extremo opuesto del ombligo, Isserley tuvo la sensación de que ya había averiguado todo lo que él estaba dispuesto a contar sobre sus patres, al menos por el momento. Así que cambió de tema.

    —¿De qué país eres?
    —De Alemania —respondió, y volvió a dirigirle una mirada nerviosa, como si temiese que reaccionara violentamente contra él sin previo aviso. Isserley intentó tranquilizarlo imprimiendo a su conversación la seriedad que él parecía querer lograr para sí mismo.
    —Y, por lo que has visto hasta el momento, ¿cuál es la mayor diferencia que encuentras entre tu país y éste?

    Se quedó callado pensándolo durante unos noventa segundos. A ambos lados del coche fluían praderas largas y oscuras salpicadas de pálidos flancos de vacas. Los faros iluminaron un cartel en el que aparecía un estilizado monstruo del lago Ness en colores fosforescentes.

    —A los británicos —contestó finalmente— no les preocupa tanto como a nosotros cuál es su lugar en el mundo.

    Isserley pensó en aquello durante un momento. No entendía si lo que le estaba sugiriendo era que los británicos hacían gala de una independencia admirable o de una insularidad deplorable. Supuso que aquella ambigüedad sería deliberada.

    La noche los había envuelto por completo. Isserley echó una ojeada a su acompañante y se fijó en lo bonito que resultaba el dibujo de sus labios y de sus pómulos alumbrados por el reflejo de las luces y los faros de los coches.

    —¿Y aquí duermes en casas de amigos o vas a hoteles? —preguntó ella.
    —Sobre todo en albergues juveniles —contestó después de algunos segundos como si, para hacer honor a la verdad, tuviese que consultar algún archivo mental—. Una familia de Gales me invitó a quedarme un par de días en su casa.
    —Qué amables —murmuró Isserley mientras se fijaba en que, a lo lejos, ya se veía el parpadeo de las luces del puente de Kessock—. ¿Esperan que vuelvas a visitarlos antes de regresar a tu país?
    —No, supongo que no —contestó, después de haber empujado aquellas palabras concretas cuesta arriba por una colina bastante alta, por cierto—. Creo que... los ofendí de algún modo. No sé bien cómo. Creo que mi inglés no es lo suficientemente bueno en ciertas situaciones.
    —A mí me parece excelente.
    —Tal vez ahí esté el problema —dijo, tras un largo suspiro—. Si fuese peor, la gente esperaría... —Trabajó la idea en silencio y luego dejó que las palabras se deslizasen colina abajo—. No se esperaría automáticamente que hubiese una comprensión mutua.

    A pesar de la penumbra, Isserley notaba que estaba moviendo los dedos y estrujándose las enormes manos. Tal vez él se diera cuenta de que su respiración empezaba a acelerarse, aunque estaba convencida de que en aquella ocasión lo estaba haciendo todo más sutilmente.

    —¿A qué te dedicas en Alemania? —preguntó Isserley.
    —Estudio..., bueno, no —se corrigió—. Cuando vuelva a Alemania tendré que buscarme un empleo.
    —¿Y vivirás con tus padres?
    —Mmm —dijo, de modo inexpresivo.
    —¿Qué estudiabas? Digo, antes de acabar la carrera...

    Se hizo un silencio. Una camioneta negra y sucia con un tubo de escape muy ruidoso los adelantó y tapó el sonido de la respiración de Isserley

    —Yo no acabé la carrera —dijo finalmente el autoestopista—. La abandoné. Podría decirse que soy un fugitivo.
    —¿Un fugitivo? —repitió Isserley dirigiéndole una sonrisa de ánimo.

    Él le devolvió la sonrisa, con expresión triste.

    —No de la justicia —dijo—, pero sí de una institución médica.
    —¿Quieres decir que eres un... psicópata? —dijo ella conteniendo la respiración.
    —No. Pero casi me convierto en médico, lo cual, en mi caso, tal vez hubiese sido lo mismo. Mis patres creen que sigo estudiando. Me enviaron muy lejos y pagan mucho dinero para que estudie allí. Para ellos es muy importante que sea médico, y no un médico cualquiera, sino un especialista. Les he enviado cartas diciéndoles que mis envistigaciones progresaban muy despacio. Pero lo que estaba haciendo en realidad era beber cerveza y leer libros de viajes. Y aquí estoy, viajando.
    —¿Y qué piensan tus padres de eso?

    Suspiró y bajó la mirada a las rodillas.

    —No saben nada. Los he estado preparando para esto. He dejado pasar algunas semanas entre una carta y otra, después algunas semanas más y después más semanas todavía. Siempre les digo que estoy muy ocupado con mis envistigaciones. La próxima carta se la mandaré cuando vuelva a Alemania.
    —¿Y tus amigos? —siguió indagando Isserley—. ¿No le has dicho a nadie que ibas a emprender esta aventura?
    —Yo tenía buenos amigos en Bremen, antes de irme a estudiar la carrera. Pero en la facultad de medicina sólo tengo algunos conocidos que lo único que quieren es acabar la especialidad y comprarse un Porsche. —Se volvió hacia ella con gesto preocupado, a pesar de que Isserley estaba haciendo todo lo posible para mantenerse calmada—. ¿Está usted bien?
    —Sí, estoy bien, gracias —dijo jadeando, y accionó la palanquita de la icpathua.

    Sabía que le caería encima, porque en aquel momento se había vuelto para mirarla. Estaba preparada para sujetarlo. Continuó conduciendo con la mano derecha, manteniendo el volante recto y el coche por el centro del carril. Con la izquierda empujó aquel peso muerto hasta devolverlo a su asiento. El conductor que iba detrás pensaría que había intentado darle un beso y ella lo había rechazado. Todo el mundo sabe que es peligroso besarse en un vehículo en movimiento. Ella lo había aprendido incluso antes de saber conducir. Lo había leído en un viejo libro sobre seguridad vial para adolescentes estadounidenses poco después de su llegada a Escocia. Le había llevado muchísimo tiempo comprender todo lo que decía aquel libro y se había pasado semanas estudiándolo, con el ruido de fondo de la televisión. Cuando uno menos lo esperaba, la televisión ayudaba a aclarar cosas que los libros no aclaraban, sobre todo si eran libros procedentes de tómbolas benéficas.

    El autoestopista volvió a caerse encima de ella y, otra vez, lo empujó hasta colocarlo en su sitio. «Mientras se conduce no es aconsejable morrearse, darse el lote ni meterse mano», ponía el libro. Para alguien que casi no hablaba el idioma, aquella admonición resultaba misteriosa. Pero ella la había descifrado bastante pronto con la ayuda de la televisión. Desde el punto de vista legal, uno podía hacer lo que quisiese dentro de un coche, incluido el acto sexual, siempre que el vehículo no estuviese en movimiento en ese momento.

    Al acercarse a una salida, Isserley puso el intermitente del lado izquierdo. ¡Pum!, hizo la cabeza del autoestopista contra la ventanilla de su lado.


    Eran más de las seis cuando llegó a la granja. Ensel y otros dos hombres la ayudaron a sacarlo del coche.

    —Éste es el mejor de todos —la felicitó Ensel.

    Asintió cansinamente con la cabeza. Ensel siempre decía lo mismo.

    Mientras los hombres echaban el cuerpo inanimado del vodsel en la camilla, volvió a meterse en el coche y se alejó envuelta en la oscuridad de la noche, con el cuerpo dolorido y dispuesta a irse inmediatamente a la cama.


    Capítulo 3


    A la mañana siguiente despertó a Isserley algo inusual: la luz del sol.

    Por lo general, no dormía más que unas pocas horas por la noche, y luego seguía tumbada en la cama con los ojos totalmente abiertos en medio de una oscuridad claustrofóbica, presa de la amenaza de aquel dolor que era como si le clavaran alfileres en los músculos contraídos de la espalda.

    Pero aquel día se encontró parpadeando bajo el resplandor dorado de un sol que producía la impresión de haber salido hacía ya bastante rato. Su dormitorio, encajonado en el piso superior, bajo la cumbrera del tejado a dos aguas de la casita de campo victoriana, tenía las paredes verticales sólo hasta la mitad de la altura y el resto con la misma inclinación que el tejado. Desde el punto en el que Isserley estaba tumbada, el dormitorio parecía un cuchitril hexagonal, iluminado como una celdilla de un panal resplandeciente. A través de una ventana, que estaba abierta, veía un cielo azul sin nubes, y, a través de la otra, la compleja arquitectura de las ramas de un roble cargadas de nieve reciente. El aire estaba en calma. Telarañas deshilachadas, abandonadas por las arañas que las habían tejido, colgaban de los marcos de madera de las ventanas sin agitarse apenas.

    Hasta pasados un minuto o dos no percibió el zumbido subsónico de la actividad de la granja.

    Se estiró, soltó un gruñido de malestar y empujó la sábana a un lado con las piernas. La inclinación del sol hacía que los rayos más cálidos cayeran justo sobre su cama, así que se quedó tumbada unos instantes, con los cuatro miembros extendidos formando una equis, dejando que le acariciaran la piel desnuda.

    Las paredes de su dormitorio también estaban desnudas. En el suelo no había ninguna alfombra, sólo una fina lámina de viejas tablas de madera sin barnizar que no habrían pasado una prueba de nivelado. Bajo una de las ventanas brillaba un manchón de escarcha. Por curiosidad bajó la mano hasta el vaso de agua que tenía junto a su cama y lo levantó para que le diera la luz. El agua seguía apenas en estado líquido.

    Se la bebió a pesar de que, al inclinar el vaso, crujió ligeramente. Tras una noche entera de haber estado tumbada inmóvil dejando que la naturaleza actuara, su cuerpo había alcanzado una temperatura circulatoria bastante alta, que se mantendría hasta que empezase a hacer los ejercicios para poner en marcha el metabolismo diurno.

    Hasta ese momento su organismo estaría tan calentito como si fuera el de un ánsar nival.

    Al beber el agua recordó que no había comido nada desde el desayuno del día anterior. Tendría que repostar adecuadamente antes de lanzarse a la carretera. Es decir, si es que se lanzaba a la carretera.

    Porque, después de todo, ¿quién había dicho que tuviera que hacerlo todos los días de su vida? No era una esclava.

    El despertador de plástico barato que estaba en la repisa de la chimenea marcaba las 9.03. En la habitación no había ningún otro dispositivo mecánico, salvo un televisor portátil, sucio y deteriorado, metido dentro del hueco de la chimenea. Estaba enchufado a un alargador cuyo larguísimo cable serpenteaba a lo largo del zócalo y salía por debajo de la puerta. La conexión a la red eléctrica se hallaba en algún punto, bajando las escaleras.

    Hizo un gran esfuerzo para levantarse de la cama y probó a ver qué tal se encontraba de pie. No demasiado mal. Últimamente tenía un poco abandonados sus ejercicios, y eso hacía que se sintiera más agarrotada y dolorida de lo normal. Era evidente que podía hacer algo para mejorar.

    Fue hasta la chimenea y encendió el televisor. Para verlo no necesitaba las gafas. En realidad, no tenía por qué llevarlas. Los cristales eran unos simples trozos de vidrio grueso que simulaban ser lentes ópticas. No le proporcionaban más que dolor de cabeza y cansancio de ojos, pero resultaban convenientes para su trabajo.

    En la televisión un chef de cocina vodsel enseñaba a una inepta hembra a freír riñones en lonchitas, y, al empezar a salir humo de la sartén, a ella le entró una risilla nerviosa. Cambió de canal. Unas criaturas peludas y multicolores, que Isserley jamás había visto en la vida real, retozaban y cantaban unas canciones sobre las letras del abecedario. En otro canal unas manos con las uñas pintadas de color melocotón hacían una demostración de cómo funcionaba una batidora que vibraba. En otro canal daban dibujos animados, y un cerdo y un pollo iban volando por el aire en un cacharro impulsado por un cohete. Estaba claro que se había perdido las noticias.

    Apagó el televisor, se enderezó y se colocó en el centro de la habitación para hacer los ejercicios de la espalda. Hacerlos como era debido le llevaba tiempo y le suponía un gran esfuerzo, por lo que desde hacía algunas semanas se había dejado llevar por la pereza, y su cuerpo la castigaba por ello. Tenía que volver a ponerse en forma. No había ninguna necesidad de padecer un dolor como el de los últimos días. Estar en malas condiciones físicas no conducía a nada, a menos que, por alguna razón malsana, lo que pretendiera en realidad fuera sentirse mal. Sentirse arrepentida de lo que había hecho.

    Pero no se arrepentía de lo que había hecho. No.

    Así que arqueó la espina dorsal, giró los brazos y apoyó el peso del cuerpo primero en una pierna y luego en la otra. Después se puso de puntillas con los brazos estirados hacia arriba, un poco temblorosos. Se mantuvo en aquella postura todo lo que pudo. Con las puntas de los dedos de las manos rozaba la bombilla apagada que colgaba de un cable. Incluso así, estirada al máximo, en aquel dormitorio de tamaño infantil, era demasiado baja para tocar el techo.


    Quince minutos más tarde, sudorosa y un poco agitada, se dirigió al armario a elegir la ropa que se iba a poner. Se decidió por la misma del día anterior. En cualquier caso, la elección se limitaba a seis blusas con idénticos escotes, pero de diferentes colores, y a dos pantalones acampanados, ambos de terciopelo verde. No tenía más que un par de zapatos, hechos a medida, que había tenido que llevar al zapatero ocho veces antes de poder andar con ellos. No llevaba bragas ni sostén. Sus pechos se mantenían erguidos por sí mismos. Un problema menos del que preocuparse. Bueno, dos.

    Isserley salió por la puerta de atrás de la casa y aspiró una bocanada de aire. La brisa marina olía con especial intensidad aquel día. Por supuesto que, en cuanto se tomara el desayuno, bajaría al estuario.

    Y luego tenía que acordarse de lavar la ropa y ponerse otra, por si se cruzaba con algún otro listillo como el vodsel que llevaba un molusco en el bolsillo.

    Alrededor de la casa los campos estaban cubiertos de nieve, pero acá y allá asomaban algunos pedacitos de tierra oscura, como si el mundo fuese una suculenta tarta de frutas con una capa de nata por encima. En el campo que quedaba al oeste había unas ovejas doradas, diminutas y solitarias en medio de la blancura, que metían los hocicos en la nieve buscando alguna delicia enterrada. En el campo que estaba al norte un gigantesco montón de nabos colocado sobre el heno apilado brillaba al sol como si se tratase de guindas confitadas. En dirección sur, detrás de las construcciones y los silos de la granja, se perfilaban los tupidos abetos navideños del bosque de Carboll. Y al este, más allá de las granjas, se agitaban las aguas del mar del Norte.

    Por ninguna parte se veían tractores ni gente trabajando.

    Todos los campos estaban arrendados a granjeros de la localidad que llevaban los utensilios necesarios cuando llegaba la época de la labranza, la de la recolección, la de parir las ovejas y así sucesivamente. En los intervalos de tiempo entre una tarea y otra, las tierras permanecían silenciosas y dejadas a su aire, y las construcciones que había en ellas se iban deteriorando, cubriéndose de óxido y de musgo.

    En la época de Harry Baillie algunas de las construcciones se utilizaban para albergar el ganado durante el invierno, pero es que entonces resultaba rentable. El único ganado que había ahora eran unos cuantos bueyes que tenía Mackenzie y que estaban en el prado situado al lado de la colina de los Conejos. Y unas cien ovejas de cara negra que pastaban en los acantilados, junto al extremo de Ablach que daba al mar, y se alimentaban de hierbas saladas y de mala calidad. Tenían suerte de que por allí corriera un arroyuelo que desembocaba en el mar, porque los viejos abrevaderos de hierro fundido se habían ido llenando hasta arriba de unas algas tan oscuras como las espinacas o estaban cubiertos de una capa de óxido del color de la nuez moscada. No, desde luego, el actual propietario de Ablach no era uno de los pilares de aquella población como lo había sido Harry Baillie. Los naturales del lugar creían que era escandinavo, y lo consideraban un ermitaño chiflado. Isserley sabía que tenía esa fama porque, a pesar de su norma de no subir a su coche a nadie del pueblo, alguna vez había recogido autoestopistas en la A9, a más de treinta kilómetros de allí, que, de pronto, se habían puesto a hablar de la Granja Ablach. Aun teniendo en cuenta la escasa población de las Highlands, las posibilidades de que un asunto como aquél surgiera durante la conversación con un desconocido eran mínimas, sobre todo porque Isserley tenía siempre mucho cuidado de no decir dónde vivía.

    Pero el mundo debía de ser más pequeño de lo que ella pensaba, ya que, una o dos veces al año, algún autoestopista parlanchín sacaba a relucir el asunto de los inmigrantes y de cómo estaban echando a perder las tradiciones de Escocia, e invariablemente, ponía el ejemplo de Ablach. Isserley se hacía la tonta cuando oía el cuento de que un escandinavo chiflado se había quedado con la granja de Baillie y, después, en vez de convertirla en una de esas empresas europeas que son una mina de oro, la había dejado irse a pique y había arrendado los campos a los mismos granjeros que habían participado en la subasta, pero que no habían podido mejorar su oferta.

    —¡Lo que hay que ver! —le había dicho una vez un autoestopista—. A los extranjeros el coco les funciona de una manera diferente a la nuestra. No se sienta ofendida.
    —No me siento ofendida —contestó ella mientras intentaba decidir si debía llevarse a aquel vodsel al lugar del que parecía saber tanto—. Y usted, ¿de dónde es? —le había preguntado luego.

    No podía recordar qué le había contestado. Dependiendo de lo poco o mucho que pareciera haber viajado el autoestopista, había unos cuantos países de los que podía decir que procedía: la antigua Unión Soviética, Australia, Bosnia... o incluso de los países escandinavos, si es que el autoestopista no se había puesto a soltar juramentos sobre el chiflado hijo de puta que había comprado la Granja Ablach.

    Sin embargo, con el paso de los años Isserley empezó a tener la impresión de que aquel hombre al que conocía por Esswis iba ganándose poco a poco y a regañadientes el respeto de la población. Los demás granjeros lo conocían como el señor Esswis, y todo el mundo daba por hecho que llevaba sus negocios desde la «Casa Grande», que era el doble de la de Isserley en cuanto a tamaño y estaba situada en el centro de la granja. A diferencia de la casita de Isserley, tenía corriente eléctrica en todas las habitaciones, así como calefacción, muebles, alfombras, cortinas, electrodomésticos y toda clase de chismes. Isserley no sabía qué hacía Esswis con aquellas cosas, pero, probablemente, le servían para impresionar a los que lo visitasen, aunque fuesen bien pocos.

    En realidad, Isserley no conocía bien a Esswis, a pesar de que era la única persona del mundo que había pasado por lo mismo que ella. Así que, en teoría, había muchas cosas de las que podían hablar, pero, en la práctica, se evitaban.

    A ella le parecía que haber compartido unos mismos sufrimientos no era garantía suficiente para establecer una estrecha amistad.

    El hecho de que ella fuera mujer y él hombre no tenía nada que ver. Esswis tampoco mantenía relaciones sociales con los hombres. Simplemente, se pasaba el tiempo enclaustrado en su gran casa a la espera de poder ser útil.

    En realidad, podía decirse que Esswis vivía prisionero en aquella mansión. Resultaba crucial que estuviera disponible veinticuatro horas al día, por si surgía alguna emergencia que pudiera plantear un enfrentamiento entre la Granja Ablach y el mundo exterior. Por ejemplo, hacía un año que una imprudencia en el manejo de una máquina para fumigar pesticida había ocasionado la muerte de una oveja extraviada. El animal no había muerto por el pesticida ni bajo las ruedas del vehículo, sino por una causa insólita: se había destrozado el cráneo con el extremo puntiagudo de uno de los brazos difusores. Sin perder un minuto, el señor Esswis había logrado ponerse de acuerdo con los dueños de la máquina de fumigar y de la oveja. Los dejó perplejos al decirles que asumiría toda la culpa de la pérdida del animal con tal de evitar las molestias y el papeleo.

    Esa clase de cosas le habían hecho ganarse el respeto en la zona, a pesar de ser un inmigrante extranjero. Jamás se dejaba ver en los concursos de arado o en las fiestas del pueblo, eso ya se sabía, pero puede que no fuera por falta de interés: se rumoreaba compasivamente que padecía artritis o cáncer, o que tenía una pierna de madera. Y, además, comprendía mucho mejor que otros inmigrantes adinerados que los tiempos que corrían eran duros para los granjeros del pueblo, y muchas veces aceptaba paja o productos de la tierra como pago, en vez de exigir el dinero de la renta. Por mucho que Harry Baillie hubiera sido uno de los pilares de aquel pueblo, cuando se trataba de firmar contratos era un cabrón. Pero con Esswis una simple palabra dada por teléfono valía tanto como una firma. Y, en cuanto a cómo intentaba evitar que los turistas se metieran en su propiedad, con alambre de espino y carteles amenazantes, bueno, eso era otra cosa más a su favor. Las Highlands no eran un parque público.

    Isserley fue caminando hasta el sendero principal y, con un suspiro de alivio al poder prescindir de las gafas durante un rato, miró hacia la casa de Esswis. Todas las habitaciones tenían las luces encendidas. Tenía las ventanas cerradas, y los cristales estaban opacos por la condensación del aire. Esswis podía hallarse en cualquier parte allí dentro.

    La sensación de la nieve crujiendo bajo sus pies le resultó muy agradable. La simple idea de que el vapor del agua se solidificase al llegar a las nubes y cayera revoloteando en copos a la tierra le parecía algo milagroso. Incluso después de tantos años, le seguía pareciendo casi increíble. Era un maravilloso fenómeno de una formidable extravagancia, inútil e injustificable. Sin embargo, allí estaba, suave, esponjosa, tan pura que podía comerse. Cogió un puñado del suelo y se metió un poco en la boca. Estaba deliciosa.

    Se dirigió hacia la construcción más grande de la granja, la que estaba en mejores condiciones o la que, por lo menos, no estaba en ruinas. El antiguo tejado de tejas había sido reemplazado por una chapa metálica. Los huecos que iban quedando en los muros al irse desmoronando las piedras se habían ido rellenando con cemento. El efecto general era más el de un contenedor gigantesco que el de una casa, pero los sacrificios estéticos habían sido necesarios. Era una edificación que tenía que estar protegida de los elementos y las miradas de intrusos curiosos. Era la entrada a un lugar secreto de enormes proporciones situado por debajo del suelo.

    Isserley llegó hasta la puerta de aluminio. Apretó el timbre que había bajo una placa metálica que decía PELIGRO, PRODUCTOS QUÍMICOS y ENTRADA PERMITIDA SÓLO A PERSONAL AUTORIZADO. Aún había otra placa más, atornillada en la propia puerta, con una silueta estilizada de una calavera y dos huesos cruzados que Isserley suponía que eran fémures.

    En el interfono se oyó un sonido abstracto. Se inclinó y se acercó a la rejilla casi hasta rozarla con los labios.

    —Soy Isserley —susurró.

    La puerta se abrió girando sobre su eje y ella entró.


    Impaciente por ir cuanto antes al estuario, no se demoró mucho en el desayuno. Al cabo de veinte minutos ya estaba de vuelta en su casa, con el estómago lleno y llevando una bolsa de plástico que contenía los efectos personales del autoestopista alemán.

    Parecía que los hombres que había allá abajo se habían alegrado de verla. Le dijeron cuánto lamentaban que se hubiese perdido la cena de la noche anterior.

    —Fue un auténtico banquete —le había contado Ensel en su idioma, que hablaba con marcado acento provinciano—. Piernas de voddissin en salsa serslida y, de postre, grosellas silvestres recién cogidas.
    —Bueno, no importa —contestó Isserley mientras untaba de mermelada de mussanta varias rebanadas de pan. Nunca sabía qué decirles a aquellos hombres, peones y manipuladores de alimentos, con los que seguro que jamás se habría relacionado si hubiera llevado una vida común y corriente en su tierra. Y, por supuesto, tampoco ayudaba mucho que tuvieran un aspecto tan diferente del suyo y que se quedaran mirándole los pechos y el rostro artificialmente cincelado cuando creían que no los veía.

    Aquel día andaban muy atareados y la dejaron desayunar tranquila. Pero no antes de contarle unas cuantas novedades importantes: Amlis Vess iba a ir allí. ¡Amlis Vess! ¡En la Granja Ablach! ¡Y al día siguiente! Había mandado un mensaje diciendo que ya estaba de camino, que no quería que se tomaran ninguna molestia especial y que sólo quería ver cómo iban las cosas. ¡Quién lo iba a pensar!

    Isserley hizo un comentario poco comprometedor y los hombres se fueron a continuar los preparativos para tan gran acontecimiento. La emoción era algo poco habitual en sus vidas desde que la Granja Ablach estaba consolidada y disponían de tiempo libre. No cabía la menor duda de que la visita del hijo del jefe resultaba un hecho tremendamente atractivo comparado con las aburridas tardes de jugar con pajitas o con lo que hicieran los hombres de aquella clase para entretenerse. Una vez sola en el comedor, Isserley se sirvió un cuenco de gushu, pero tenía un sabor extrañamente agrio. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que en todo el conjunto subterráneo, además del tufillo habitual a sudor masculino y mala comida, flotaba un olor ácido a productos de limpieza y a pintura. Eso determinó que aún se diera más prisa para volver al aire puro cuanto antes.

    El camino de regreso a su casa a través de la nieve despejó sus senos nasales y la ayudó a bajar la comida. Sosteniendo la bolsa de plástico entre las piernas, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta principal de su casa. Se dirigió al cuarto de estar, que, a excepción de unos grandes montones de ramas y ramitas que había por el suelo, estaba vacío.

    Reunió varias de las mejores, formó una brazada, se la llevó al patio de atrás y la dejó caer junto con la bolsa de plástico al suelo cubierto de nieve. Dispuso las del tamaño más adecuado para formar una pequeña pira y el resto las dejó reservadas a un lado.

    A continuación abrió con una llave la puerta herrumbrosa del cobertizo de hierro contiguo a su casa. Puso las palmas de las manos sobre el capó del coche y notó que estaba helado. Confiaba en que arrancase cuando llegara la hora, pero, de momento, aquello no la preocupaba. Abrió el maletero y sacó la mochila del autoestopista alemán. También había sufrido los efectos de la helada nocturna. No es que estuviera congelada, pero sí húmeda y muy fría, como si hubiera estado en la nevera.

    La llevó al patio después de comprobar que no había nadie por los alrededores. No había ni un alma. Prendió las ramitas inferiores de la pira. Como las había recogido hacía varios meses y las había tenido guardadas desde entonces dentro de la casa, estaban muy secas, así que ardieron inmediatamente.

    Una vez colocada vertical, la mochila resultó ser un inesperado cuerno de la abundancia. Estaba mucho más llena que lo que permitían suponer las leyes de la física. Y, además, contenía cosas de una extraordinaria variedad, guardadas todas ellas en docenas de bolsitas de plástico, botellitas, cajitas, saquitos y carteritas con cremallera, colocadas e intercaladas de una manera muy ingeniosa. Isserley las fue tirando, una a una, al fuego. Multicolores envases de comida se fueron retorciendo y quedaron reducidos a unas burbujas que apestaban a petróleo. Las camisetas y los calzoncillos, lanzados a las llamas después de desdoblarlos, se llenaron de bocas negras por las que salía el humo. Los calcetines lanzaron chispas. Una cajita de cartón con un medicamento estalló ruidosamente. Un bote cilíndrico transparente que contenía una figurita de plástico con el traje nacional escocés fue pasando por varios estados. El último de ellos fue la caída de bruces entre las llamas del rosado muñequito, ya desnudo y con los brazos derretidos.

    La escasez de objetos inflamables hacía que el fuego fuese sofocándose, y, al añadirle un par de pantalones, amenazó con extinguirse. Isserley eligió unas ramitas bien secas y las fue colocando en zonas estratégicas. Los mapas desplegables de Inglaterra, Gales y Escocia también le sirvieron de ayuda. Convenientemente arrugados para facilitar la entrada de aire, ardieron con entusiasmo.

    Escondido casi en el fondo de la mochila había un neceser de color rosa que no contenía artículos de aseo, sino un pasaporte. Al verlo, Isserley se preguntó si podría utilizarlo. Jamás había visto un pasaporte hasta ese momento, por lo menos ninguno «en vivo y en directo», por así decirlo. Se puso a pasar las páginas y a examinarlo con gran curiosidad.

    Dentro había una foto del autoestopista, y también figuraban su nombre, su edad, su fecha de nacimiento y otras cosas por el estilo. Todo aquello no le decía nada a Isserley, pero sí le intrigó mucho que en la fotografía pareciera más rellenito y sonrosado de lo que había sido en realidad, y también, misteriosamente, menos real. Tenía una expresión de estoicismo alicaído. Era extraño que un ejemplar como aquél, bien cuidado, sano, con libertad para andar paseándose por el mundo y con una perfección de formas que, seguramente, le habría permitido aparearse con un número mayor de hembras que la media, pudiera parecer tan desgraciado. Por el contrario, otros machos, marcados por el abandono, plagados de enfermedades y rechazados por sus congéneres, irradiaban en algunas ocasiones una alegría que parecía surgir de algo más enigmático que la mera estupidez.

    Aquella incapacidad que tenían algunos de los vodsels más aptos y mejor dotados para ser felices mientras estaban vivos constituía para Isserley uno de los mayores misterios con los que se enfrentaba en su trabajo, y la desconcertaba cada vez más con el paso de los años. Hablar de eso con Esswis no le hubiera aclarado nada, y mucho menos comentarlo con los demás hombres de la granja. Isserley había comprendido hacía mucho que, aunque tuviesen las mejores intenciones, carecían de cualquier preocupación espiritual.

    Levantó la mirada y comprobó que se le estaba apagando el fuego, así que se puso a rebuscar alguna cosa que fuera más combustible. Lo primero que encontró fue la bolsa de plástico en la que el autoestopista llevaba los carteles, y la sacudió para que el fajo de papeles cayera sobre la nieve. Los fue echando al fuego uno a uno: THURSO, GLASGOW, CARLISLE y media docena más, hasta el último que decía SCHOTTLAND. Ardieron con una llamarada brillante, pero se consumieron en un instante. La pira se iba convirtiendo en un humeante amasijo de cenizas y plástico derretido con pocas probabilidades de poder consumir el objeto más grande de todos: la propia mochila.

    Se dirigió a toda prisa al cobertizo a buscar una lata de gasolina, derramó una buena cantidad del reluciente combustible encima de la mochila y, con mucho cuidado, la lanzó sobre la mortecina pira, que se avivó con un estruendo que la llenó de emoción.

    Echó una última mirada al pasaporte. Había decidido que, si se arriesgaba a conservar algún documento, un carné de conducir le sería más práctico. Y, de todos modos, se había dado cuenta, aunque con retraso, de que en el pasaporte figuraba el sexo del titular y también estaba registrada su altura: 1,90 m. Sonrió y tiró aquella libreta roja al fuego.

    El billetero que contenía la bolsa de plástico también fue a dar a la pira, una vez extraído el dinero. Algunos de los billetes no eran de curso legal en el Reino Unido, así que se deshizo de ellos. Las libras podía añadirlas a su asignación para la gasolina. Era una suerte que no comprara ninguna otra cosa, porque, como las manos le apestaban a carburante, había impregnado los billetes con aquel olor.

    La idea de ir hasta la playa y darse después una ducha le pareció mejor que nunca. Luego saldría con el coche. Si es que le apetecía. De todos modos, en un día de nieve no habría muchos autoestopistas en la carretera. Amlis Vess tendría que comprenderlo. No le quedaría otro remedio.


    Fue caminando a lo largo de la playa de cantos rodados del estuario de Moray, embelesada por la belleza de aquel ancho mundo al aire libre.

    Trillones de litros de agua se agitaban a su derecha entre la playa de Ablach y una Noruega invisible, situada más allá de la línea del horizonte. A su izquierda unas empinadas colinas repletas de tojos llevaban hasta la granja. Por detrás y por delante de ella se extendía la línea interminable del contorno de la península, cuyos pastizales encharcados, que se utilizaban para alimentar las ovejas, terminaban de un modo abrupto en una franja estrecha de rocas, moldeadas y esculpidas por hielos y fuegos prehistóricos al borde del agua. A Isserley le encantaba pasear por aquella franja rocosa.

    La variedad de formas, colores y texturas que hallaba bajo sus pies le parecía infinita. Y debía de serlo. Cada caracola, cada canto y cada piedra habían sido conformados por milenios y milenios de masajes submarinos o glaciales. La dedicación eterna e indiscriminada que demostraba la naturaleza hacia sus innumerables partículas tenía para Isserley una enorme importancia emocional: colocaba la injusticia de la vida humana en su verdadera dimensión.

    Arrojadas a la orilla, tal vez sólo unos momentos antes de volver a ser arrastradas mar adentro para pasar millones de años de pulimento y cambio de forma, las piedras permanecían serenas bajo sus pies desnudos. Le habría encantado poder recogerlas todas para organizar una compleja exposición infinita, un jardín de rocas del que se encargaría, pero de tales dimensiones que jamás podría recorrerlo de un confín a otro. En cierto sentido, la playa de Ablach ya era un jardín de rocas así, pero Isserley no había intervenido en su disposición, y le habría gustado mucho haber participado en su diseño.

    Levantó del suelo una piedrecilla; era como una campanita suave con un agujero sedoso que la atravesaba. Tenía rayas anaranjadas, plateadas y grisáceas. A sus píes había otra piedra, redonda, totalmente negra. Dejó la que tenía forma de campanita y agarró el globo negro. Cuando lo estaba levantando, un huevo de cristal blanco y rosa brillante captó su mirada. Elegir una de aquellas piedras era un reto excitante, pero imposible.

    Dejó el globo negro, se enderezó y se quedó mirando fijamente el océano, los surcos evanescentes de las olas. Luego dirigió la mirada al otro lado para localizar una gran roca sobre la que había dejado los zapatos. Allí seguían, con los cordones agitándose al viento.

    Estaba corriendo un riesgo al ir descalza, con los pies a la vista, pero en el improbable caso de que alguien bajase a pasear por la playa, ella le vería a cien metros o más. Para cuando estuviera suficientemente cerca como para verle los pies, ella ya los habría puesto a salvo dentro de los zapatos o, si era necesario, los habría metido dentro del agua. El alivio que sentía al dejar que sus largos dedos se estiraran libres en la playa rocosa, curvándose sobre las piedras, era indescriptible. Y, de todas formas, ¿a quién, excepto a ella, le tenía que preocupar el riesgo que corriera? Estaba haciendo un trabajo que nadie más podía hacer y, además, conseguía cumplir los objetivos año tras año. Amlis Vess haría bien en recordarlo, si es que se atrevía a encontrarle algún defecto.

    Siguió caminando y giró, acercándose más al borde del agua. Los charcos poco profundos que había entre las rocas más grandes estaban llenos de lo que ahora sabía que se llamaban buccinos, aunque le pareció que aquellos eran de los minúsculos que no interesaban en el mercado. Sacó uno del agua salada glacial y se lo llevó a la altura de la boca. Con la punta de la lengua se aventuró en el agujerillo resplandeciente. Tenía un gusto acre; sin duda, un sabor de esos a los que hay que acostumbrarse.

    Volvió a colocar el buccino en su charco con mucha suavidad, como para no hacer ruido. Había una..., digamos que una visita.

    Una oveja había bajado hasta la orilla, no muy lejos de donde estaba ella, y estaba olisqueando y probando a lengüetazos piedras de un tamaño similar al suyo. Isserley estaba intrigada. Nunca se había imaginado que una oveja pudiera andar por semejante terreno, no creía que sus pezuñas se lo permitieran. Pero allí estaba, andando entre las traicioneras ciénagas llenas de piedras y moluscos sin dificultad aparente.

    Isserley se aproximó con mucho sigilo, balanceándose con cautela sobre los dedos de los pies y conteniendo la respiración por miedo a alarmar a aquella compañera de viaje.

    Le resultaba difícil creer que aquella criatura no hablase. Tenía un aspecto que sugería que podía hacerlo. A pesar de lo extraño de sus rasgos, había en ella algo que parecía tan humano, que se sentía tentada, y no por primera vez, de cruzar la línea divisoria entre especies y establecer una comunicación.

    —¡Hola! —la saludó.
    —¡Ahí! —exclamó al ver que no la comprendía.
    —¡Wün! —le dijo en un postrer intento.

    Aquellos tres saludos, que no provocaron ningún efecto en la oveja, aparte del de alejarla, agotaron todas las posibilidades de saludar en los idiomas que Isserley conocía.

    Había que admitir que no era una gran lingüista.

    Pero es que ningún lingüista se hubiera presentado para hacer su trabajo. Eso, seguro. Sólo gente desesperada, sin ninguna otra perspectiva más que la de ser arrojada a los Estados Nuevos, lo habría tomado en consideración.

    E, incluso en ese caso, solamente lo habrían hecho los que no estuvieran en su sano juicio.

    La verdad es que, echando la vista atrás, en aquel entonces ella estaba totalmente loca. Perturbada hasta la demencia. Pero, después de todo, las cosas habían resultado bien. Era la mejor decisión que había tomado en su vida. Un pequeñísimo sacrificio personal, en realidad, si había servido para evitar pasarse la vida enterrada en los Estados Nuevos. Una vida brutalmente corta, por lo que se decía.

    De hecho, cada vez que sentía molestias por lo que le habían hecho a su hermoso cuerpo para poder enviarla allí, intentaba recordar la apariencia que adquiría la gente que vivía en los Estados Nuevos. La decadencia física y el deterioro mental iban asociados al transcurso del tiempo allá abajo. Quizás fuera consecuencia del hacinamiento, o de la mala calidad de la comida, o del aire malsano, o de la falta de atención sanitaria, o, simplemente, se tratara del inevitable resultado de la vida subterránea. Pero en la gentuza que vivía en los Estados Nuevos se apreciaba una fealdad inconfundible, una degeneración casi infrahumana.

    Cuando recibió la noticia de que la iban a enviar allí, Isserley se había hecho el firme y solemne juramento de que se mantendría sana y hermosa contra viento y marea. El rechazo categórico a que ocurrieran cambios en su físico sería su venganza contra los que detentaban el poder, su pataleo de rebeldía. Pero ¿habría podido realmente mantener esa esperanza? No cabía la menor duda de que en un principio todo el mundo se juraba que no permitiría que lo transformasen en una bestia, con la espalda encorvada y la carne llena de cicatrices, que no se le caerían los dientes, ni perdería los dedos, ni se quedaría sin pelo. Pero así era como terminaban todos. ¿Habría sido diferente en su caso, si hubiera ido allá en vez de venir aquí?

    Por supuesto que no. Por supuesto que no. Y en la actualidad, después de ver cómo habían salido las cosas, no tenía una apariencia peor que la de la gentuza que vivía en los Estados Nuevos, ¿verdad? O, en todo caso, no mucho peor. ¡Y había que ver todo lo que había conseguido a cambio!

    Dirigió su mirada al ancho mundo desde aquella posición estratégica sobre las rocas de la playa de la Granja Ablach. Era increíblemente hermoso. Tuvo ganas de corretear por allí para siempre, pero ya no podía correr.

    No es que en los Estados Nuevos hubiera podido corretear de aquí para allá. Se habría arrastrado penosamente a lo largo de los corredores subterráneos de bauxita y ceniza prensada junto con los demás parias y fracasados. Se habría matado a trabajar en una planta de filtración de humedad o en una fábrica de oxígeno entre inmundicias, como los gusanos.

    Y, en vez de eso, estaba allí, libre para deambular por una zona en estado natural casi ilimitada y con una cantidad impresionante de aire y de agua a su disposición.

    Y todo lo que había tenido que hacer a cambio, reduciéndolo a lo esencial, era andar a dos patas.

    Por supuesto que eso no era todo lo que había tenido que hacer.

    Para dejar de pensar en todos los amargos detalles específicos de su sacrificio, Isserley decidió que debía volver al trabajo. No podía darse un buen baño de libertad sin que la embargaran aquellos recuerdos y pensamientos tan desagradables. Y el remedio estaba en ponerse a trabajar.

    Ya había tirado las llaves y el reloj del autoestopista alemán al mar, donde recibirían otra forma y otra textura junto con los demás desechos de milenios. La bolsita de plástico vacía se la metió en la cinturilla de los pantalones para no dejar basura en la playa. Ya estaba bastante sucia con todos aquellos horribles residuos de los barcos y las plataformas petrolíferas. Un día encendería un fuego enorme en la playa y quemaría toda la porquería que había. Pero siempre se le olvidaba llevar lo necesario para hacerlo.

    Volvió a donde estaban los zapatos y se los calzó, no sin cierta dificultad, porque tenía los pies helados y un poco hinchados. Quizás se había pasado al estar tanto tiempo expuesta al frío. Unas pocas horas en su cochecito con la calefacción a tope la pondrían como nueva.

    Se puso a andar por la playa dirigiéndose a grandes zancadas hacia la zona cubierta de hierba. La oveja a la que había saludado se había reunido con el resto del rebaño y estaba ya lejos, en la zona más alta de la colina. Intentó distinguirla entre sus congéneres, pero tropezó y estuvo a punto de caerse porque los zapatos la hacían andar con torpeza. Tenía que mirar por dónde pisaba. Al borde de la zona en la que comenzaba la vegetación había esparcidas intrincadas marañas de algas, descoloridas y secas por la acción del sol, que se asemejaban a esqueletos o a fragmentos de esqueletos de criaturas inexistentes. Entre aquellos engañosos simulacros había auténticos restos de gaviotas, devoradas por algún congénere, que se mecían al viento. A veces, aunque no aquel día, había una foca muerta, con las aletas traseras enredadas en algún trozo de red de pescar y el cuerpo agujereado por la acción de otros habitantes marinos.

    Fue ascendiendo por el sendero trazado por generaciones y generaciones de rebaños de ovejas a lo largo del terreno escalonado de la colina. Pero su mente ya se hallaba al volante.


    Cuando llegó a su casa, la fogata se había apagado. En la nieve quedaba un halo, un círculo oscuro de cenizas y hierbajos chamuscados. Y en lo que había sido la pira aún quedaban restos de la mochila que no se habían consumido. Sacó de entre las cenizas los soportes metálicos cubiertos de hollín y los puso a un lado para deshacerse de ellos más tarde. Quizás al día siguiente, si es que tenía ganas de ir hasta el mar.

    Entró en la casa y se fue derecha al cuarto de baño.

    Como todas las demás habitaciones, tenía un aspecto vacío y deshabitado, con manchas de moho y residuos de insectos. A través de una ventana diminuta con el cristal cubierto de escarcha y suciedad se filtraba una luz pálida. El trozo de espejo mellado que colgaba torcido en la hornacina que había sobre el lavabo no reflejaba más que la pintura descascarillada. La bañera estaba limpia, aunque un poco oxidada, al igual que el lavabo. Por el contrario, el interior del retrete, que carecía de tapa, tenía el color y la textura de la corteza de los árboles; no se había utilizado, por lo menos, desde que Isserley vivía allí.

    Sin detenerse nada más que para quitarse los zapatos, Isserley se introdujo en la bañera con churretes de color ocre. Atornillada en la pared, por encima de la altura de su cabeza, había una alcachofa de ducha que puso a funcionar por medio de un mando de baquelita para que lanzara agua a presión sobre ella. Cuando empezó a caer el agua, aún estaba quitándose la ropa y dejando que cayera en la bañera alrededor de sus pies.

    Sobre la repisa oxidada había tres frascos de champú. Los tres juntos le habían costado cinco libras en la tienda de la gasolinera Arabella. Cogió el que más le gustaba y se echó un chorrito de aquel jarabe verde pálido en el pelo. Después se echó otro chorrito sobre el cuerpo desnudo y una buena cantidad encima de la ropa empapada que tenía alrededor de los pies. Con uno de ellos empujó la ropa y la aplastó encima del desagüe para que subiese el nivel del agua dentro de la bañera.

    Se lavó el pelo a fondo y se lo aclaró varias veces. Cuando estaba en su tierra de lo que se sentía más orgullosa era de su pelo. Un miembro de la Élite le había dicho en cierta ocasión que con un pelo como el suyo no había ninguna duda de que no la destinarían a los Estados Nuevos. Mirando hacia atrás, le pareció un cumplido fácil y frívolo, pero en aquel momento le había resultado alentador. Le había hecho creer que el pasaje para un futuro brillante era una cuestión que radicaba inevitablemente en el físico, que era un derecho reluciente y fastuoso con el que había nacido, que todo el mundo podía apreciar a simple vista y que unos pocos afortunados podían acariciar con admiración.

    Ahora le quedaba tan poco pelo, que ya no podía soportar ni tocárselo. La mayor parte nunca le volvería a crecer, y lo que le quedaba era un simple incordio.

    Se tocó la piel de los hombros y de los brazos para comprobar si necesitaba afeitarse otra vez. Las palmas de las manos, resbaladizas por la espuma, detectaron una suave capa de pelo, pero decidió que podía esperar un día más. Había descubierto que había montones de hembras que tenían pelos en los brazos. La vida real no era en absoluto como mostraban las imágenes satinadas que salían en las revistas y la televisión. Y, de todos modos, nadie se los iba a ver.

    Se enjabonó los pechos y se los enjuagó con cierta repugnancia. Lo único bueno que tenían era que le impedían ver lo que le habían hecho más abajo.

    Cambió la dirección de la alcachofa de la ducha y bajó la mirada a la ropa que, para entonces, se arremolinaba en un charco poco profundo de agua jabonosa grisácea. La pisoteó un poco, luego la aclaró, volvió a pisotearla y después la retorció entre sus fuertes zarpas. La pondría a secar en el cuadrado que iluminaba el sol al entrar por la ventana de su cuarto o, si no hacía sol, en el asiento trasero del coche.


    Cuando por fin salió de la granja al volante de su coche, ya era más de mediodía. El sol, que había brillado por la mañana, apenas era visible en aquellos momentos. El cielo se había vuelto de un color gris como de pizarra y estaba cargado de una nieve que no acababa de caer. Las probabilidades de encontrar en la carretera algún autoestopista eran mínimas, y menores aún las de que se tratase de uno apropiado. Pero se sentía con ganas de trabajar un poco o, por lo menos, de huir de todo el lío que sabía que seguiría habiendo bajo tierra.

    Cuando iba a pasar por delante de la casa principal vio una cosa insólita: Esswis estaba encaramado a una escalera de madera, con un cubo en una mano y una brocha en la otra, pintando de blanco los muros de piedra.

    Redujo la velocidad del coche, se detuvo al pie de la escalera y levantó la mirada hacia Esswis. Ya se había puesto las gafas, así que no lo veía con nitidez porque, además, le estaba dando el resplandor del sol. Pensó en quitarse las gafas un momento, pero le pareció de mala educación, dado que Esswis llevaba las suyas puestas.

    —¡Ahí! —le dijo bizqueando un poco y sin saber si había hecho bien al detenerse.
    —¡Ahí! —le respondió Esswis secamente. Tal vez deseara permanecer fiel a su papel de lacónico granjero escocés. O quizás se debiera su sequedad a que no quería hablar en su lengua públicamente, aunque no hubiera nadie en los alrededores que pudiera oírlo. La pintura chorreaba por el extremo de la brocha que tenía en la mano, pero, aparte de fruncir el ceño, Esswis no hacía nada por evitarlo, como si el saludo de Isserley fuese una especie de contratiempo que había que aguantar estoicamente. Llevaba mono, una gorra y botas de goma verdes salpicadas de pintura, cuyo diseño interior había sido casi tan difícil de conseguir como el de los zapatos de Isserley.

    Considerando todos los detalles, a Isserley le parecía que había salido mejor parado que ella. Para empezar, carecía de pechos y tenía más pelo en la cara.

    Señaló hacia el muro del que se estaba ocupando. Sólo una parte estaba ya blanqueada.

    —¿Eso es en honor de Amlis Vess? —le preguntó.

    Esswis soltó un gruñido.

    —¡Vaya jaleo! —se aventuró a decir Isserley—. Seguro que no ha sido idea tuya.

    Esswis torció el gesto y miró hacia abajo, furioso.

    —¡Que le den por el culo a Amlis Vess! —dijo en inglés y con absoluta claridad. Luego se volvió y continuó pintando.

    Isserley subió el cristal de la ventanilla y arrancó. Uno a uno empezaban a caer del cielo copos de nieve trazando espirales.


    Capítulo 4


    Fue mientras cruzaba lo que para ella representaba una especie de cuerda floja de cemento, suspendida a gran altura, cuando Isserley reconoció para sí que no deseaba conocer a Amlis Vess.

    Aún no había llegado a la mitad del puente de Kessock, e iba sujetando el volante con fuerza, por si había fuertes vientos laterales que pudiesen arrastrar su cochecito rojo hacia el vacío. Sin embargo, sentía bajo sus pies el peso del chasis de hierro, y notaba que los neumáticos se adherían perfectamente al asfalto, todo lo cual parecía un paradójico recordatorio de la solidez del vehículo. ¿Sería que éste quería proclamar lo pesado e inamovible que era, por miedo, precisamente, a ser arrastrado por el viento?

    ¡Uuú, uuú, uuúy uuú, uuú!, gemía el viento con tono burlón.

    A intervalos regulares a lo largo del puente había unas temblorosas señales metálicas con la silueta de una manga hinchada por un fuerte vendaval. Al igual que las demás señales de tráfico, aquélla había constituido para Isserley un jeroglífico carente de sentido cuando tuvo que estudiarla hacía ya muchos años. Pero se había convertido en algo que la hacía reaccionar de forma automática y agarrar el volante como si fuese un animal desesperado por soltarse. Apretaba las manos con tal fuerza, que hasta le parecía ver que le latían los nudillos.

    Sin embargo, cuando iba murmurando por lo bajo que no permitiría que nada la apartara del camino, nada en absoluto, no estaba pensando en los vientos laterales, sino en Amlis Vess. Este soplaba desde un sitio mucho más peligroso que el mar del Norte, y ella no podía predecir sus consecuencias. Y, fuesen cuales fuesen, no cabía duda de que no podría combatirlas, simplemente, agarrándose con fuerza al volante de su coche.

    Ya había cruzado la mitad del puente y sólo le faltaban unos minutos para entrar en Inverness. Avanzaba lentamente por el carril más cercano al borde y se estremecía cada vez que un vehículo más rápido la adelantaba, ya que la presión del viento desaparecía de repente para retornar luego con saña. A su izquierda el aire estaba plagado de gaviotas, un caos de aves blancas que se precipitaban sin cesar hacia las aguas y se quedaban suspendidas luego justo encima del estuario para acabar descendiendo gradualmente, como una materia en sedimentación. Isserley dirigió su atención a lo lejos, al extrarradio de Inverness, e intentó pisar más a fondo el acelerador pero, a juzgar por el indicador de la velocidad, no tuvo mucho éxito. ¡Uuú, uuú, uuú, uuú, uuú!, siguió gimiendo el viento durante el resto del trayecto.

    Una vez que hubo cruzado del puente sana y salva, se mantuvo en el carril lento, intentó respirar lo más profundamente posible y relajó la presión de las manos sobre el volante. La tensión desapareció casi de inmediato y ya pudo seguir conduciendo normalmente, funcionando normalmente. Estaba en tierra firme. Volvía a controlar la situación, a sentirse en perfecta armonía y a hacer un trabajo que sólo ella podía hacer. Nada de lo que Amlis Vess pudiera pensar o decir cambiaría aquello. Nada. Ella era imprescindible.

    Sin embargo, aquella palabra la llenó de preocupación. Imprescindible. Era una palabra a la que la gente solía recurrir cuando se olía que podía convertirse en prescindible.

    Intentó imaginarse que prescindían de ella; intentó imaginarlo en serio y sin concesiones. Tal vez hubiera otra persona que estuviese dispuesta a hacer los mismos sacrificios que habían hecho Esswis y ella, a fin de ocupar su puesto. Cuando aceptaron aquella propuesta, ella y Esswis, cada uno a su manera, estaban en una situación desesperada; ¿no podría haber otras personas que estuvieran en la misma tesitura? Era difícil de imaginar. Nadie podía estar tan desesperado como había estado ella. Y, además, cualquier persona que empezase a hacer aquel trabajo carecería de experiencia y su eficacia no habría sido puesta a prueba. ¿La Corporación Vess iba a correr un riesgo así cuando estaba en juego una cantidad de dinero alucinante?

    Probablemente, no. Pero aquello no le servía de mucho consuelo, porque la idea de ser realmente imprescindible también era preocupante.

    Significaba que la Corporación Vess nunca la dejaría marchar.

    Significaba que tendría que hacer aquel trabajo para siempre. Significaba que nunca llegaría el día en que pudiera disfrutar del mundo sin tener que preocuparse por las criaturas que pululaban por su superficie.

    Aunque irritada, tuvo que reconocer que todo aquello no tenía nada que ver con Amlis Vess. ¿Cómo iba a tener que ver con él? Fuera cual fuese la razón de la visita del joven Amlis, seguro que sería de índole puramente personal y no tendría ninguna relación con la Corporación Vess. No había que ponerse tan nerviosa por el mero hecho de oír el nombre de Amlis Vess.

    De acuerdo, era cierto que Amlis era el hijo del jefe, pero no existía ningún indicio de que fuese a heredar el imperio de su padre. Ni siquiera trabajaba en la Corporación Vess (bueno, nunca había trabajado en nada), y, seguramente, no tendría ningún poder para tomar decisiones en nombre de la empresa. De hecho, por lo que Isserley tenía entendido, Amlis sentía gran desprecio por el mundo de los negocios y, a ojos de su padre, era un inútil. Era un problema, pero no para Isserley. Por inexplicable que resultase su visita, no había ninguna razón para preocuparse por que fuese a la Granja Ablach.

    Y, entonces, ¿por qué deseaba tanto evitarlo?

    No tenía nada en contra de aquel chico (o de aquel hombre, ¿qué edad tendría en aquellos momentos?); no había pedido ser el único heredero del dueño de la mayor corporación del mundo, ni tampoco había hecho nada para ofenderla personalmente, y, además, en el pasado, le había entretenido mucho seguir sus andanzas. Aparecía continuamente en las noticias por la simple razón de que era un típico heredero joven y rico. En una ocasión se había afeitado por completo como parte de un rito de iniciación para entrar en una extraña secta religiosa, en la que ingresó con gran publicidad, pero que semanas más tarde abandonó sin hacer ningún comentario a la prensa. En otra ocasión se había divulgado que su padre y él se habían distanciado tras un terrible altercado porque apoyaba a los extremistas de Oriente Medio. Otra vez había declarado públicamente que la icpathua, tomada en pequeñas dosis, era un estimulante inocuo cuyo consumo no debería estar prohibido por las leyes, y en innumerables ocasiones se había organizado un escándalo porque alguna joven había declarado que estaba esperando un hijo suyo.

    En definitiva, no era más que un típico chico rico sobre cuya cabeza se cernía una colosal fortuna.

    De pronto, su instinto, que no había dejado de estar alerta mientras su cabeza pensaba todas estas cosas, devolvió a Isserley a la realidad al percibir que había algo importante a lo lejos: un autoestopista frente al primero de los muchos bares cutres de carretera que había entre Inverness y el Sur. Comprobó el estado de su respiración para decidir si se hallaba lo suficientemente tranquila para asumir el riesgo. Consideró que sí.

    Pero al acercarse resultó que quien hacía autoestop al borde de la carretera era una hembra de aspecto desastrado, con el pelo canoso y la ropa vieja y sucia. Isserley pasó de largo e hizo caso omiso del llamamiento al sexo que compartían que había en aquellos ojos. Por un instante pudo ver en ellos la desilusión y el reproche. Después, aquella figura se convirtió en un punto cada vez más pequeño en el espejo retrovisor.

    Agradecida de que algo diferente a Amlis Vess ocupase sus pensamientos, Isserley volvió a sentirse en forma. Dio la casualidad de que, pocos kilómetros más adelante, había otro autoestopista. Esta vez era un macho y, a primera vista, bastante impresionante, aunque, por desgracia, ubicado en un punto donde sólo los conductores más imprudentes se atreverían a parar. Isserley le hizo una señal encendiendo y apagando los faros delanteros, con la esperanza de que comprendiera que lo habría recogido si no se hubiese colocado en un sitio tan peligroso, aunque dudaba de que una simple ráfaga de luces pudiera comunicar aquello. Lo más probable sería que lo interpretase como una señal de desprecio o una especie de burla.

    Sin embargo, no tenía por qué darlo por perdido; tal vez volviese a encontrárselo cuando regresase más tarde y, para entonces, quizás ya se habría colocado en un lugar menos peligroso. Con los años había aprendido que la vida solía ofrecer una segunda oportunidad. Incluso había llegado a recoger autoestopistas a los que había visto subirse agradecidos a otros coches muchas horas y muchos kilómetros antes.

    Así que, llena de optimismo, continuó conduciendo.

    Se pasó todo el día yendo y viniendo de Inverness a Dunkeld y de Dunkeld a Inverness. El sol se puso. La nieve, que había cesado durante el día, volvió a caer. Uno de los limpiaparabrisas comenzó a hacer un chirrido desagradable. Tuvo que echar gasolina. Pero durante todas aquellas horas no apareció nadie con el brazo extendido que le sirviera para sus propósitos.

    Hacia las seis de la tarde ya casi había logrado comprender por qué la aterrorizaba tanto conocer a Amlis Vess.

    En realidad, no tenía nada que ver con la condición social del importante visitante: ella era una parte inestimable del negocio y él no era más que una espina clavada en la empresa. Así que era probable que fuese él quien tuviera que temer de la Corporación Vess. No, la razón de que le aterrorizase encontrarse con él era mucho más sencilla.

    Era porque Amlis Vess era de su tierra.

    Cuando la mirase, la vería desde la óptica de cualquier persona normal de su tierra, y, por lo tanto, su estado le produciría espanto, y ella tendría que presenciar, impotente, aquel espanto. Sabía por experiencia lo que se sentía en aquella situación, y daría cualquier cosa por evitar volver a sentirlo. Al principio, los hombres que trabajaban con ella en la granja también se habían espantado, pero después se fueron acostumbrando, más o menos, a verla. Podían continuar con sus tareas en lugar de quedarse mirándola boquiabiertos (aunque, si no estaban ocupados en otra cosa, siempre sentía sus miradas clavadas en ella). No era de extrañar que prefiriese estar encerrada en su casita, y suponía que aquélla también sería la razón por la que Esswis hacía lo mismo. Ser un bicho raro resultaba agotador.

    Al no haberla visto nunca antes, Amlis Vess retrocedería impresionado. Habría esperado ver a un ser humano, y, en cambio, se encontraría con un espantoso animal. Era ese momento..., el del terrible encuentro con lo opuesto de lo que uno espera hallar, lo que no podía soportar.

    Decidió regresar inmediatamente a la granja, encerrarse en su casita y esperar allí hasta que Amlis Vess llegara y se marchase.


    En medio de la montañosa desolación de Aviemore, ante los faros de su coche apareció un autoestopista. Era como una pequeña gárgola que gesticulaba ante el haz de luz, una imagen que la retina registraba como algo ya pasado; una pequeña gárgola estúpidamente aferrada a un punto en el que los coches pasaban zumbando a la máxima velocidad. Pero como la velocidad máxima de Isserley era de unos ochenta kilómetros por hora, tuvo tiempo para verlo. Parecía tremendamente ansioso de que alguien lo recogiera.

    Al pasar a su lado Isserley pensó si realmente quería llevar a alguien en aquel momento. Esperó a que el universo le mandase alguna señal.

    Había dejado de nevar, los limpiaparabrisas reposaban tranquilos, el motor emitía un agradable ronroneo y ella corría cierto riesgo de quedarse dormida. Redujo la velocidad, se detuvo en una parada de autobús, paró el motor y puso las luces de cruce. A un lado se erguían los montes de Monadhliath y al otro, los de Cairngorms. Estaba sola con ellos. Cerró los ojos, deslizó las yemas de los dedos por debajo de la montura de las gafas y se frotó las largas y satinadas pestañas. Un gigantesco camión cisterna apareció ante su vista con gran estruendo e inundó de luz el interior de su coche. Esperó a que desapareciese, encendió el motor y puso el intermitente.

    Al pasar por segunda vez delante del autoestopista por el otro lado de la carretera notó que era bajo, que tenía una gran caja torácica y que la piel que le quedaba al descubierto era de un color tan moreno que ni siquiera las luces de los faros que le daban de lleno lograban decolorarla. Observó también que no muy lejos de él había un coche aparcado o, tal vez, averiado en la cuneta. Era un viejo Nissan familiar de color azul, lleno de abolladuras y arañazos, aunque no tan profundos como para pensar que había tenido un accidente. Parecía que tanto el autoestopista como el coche se hallaban bien, aunque los gestos exagerados del uno pretendían llamar la atención sobre el otro.

    Siguió conduciendo un par de kilómetros más, resistiéndose a involucrarse en un asunto que ya pudiese haberse comunicado a la policía o a algún servicio de grúas. Sin embargo, un poco más tarde pensó que si aquel conductor hubiese estado esperando la llegada de ayuda, no estaría haciendo dedo. Así que giró en redondo y volvió sobre sus pasos.

    Cuando ya estaba muy cerca, se dio cuenta de que era un ser bastante extraño, incluso considerándolo desde el punto de vista escocés. Aunque no era mucho más alto que Isserley, tenía una cabecita pequeña con un pelo ralo y débil y unas piernitas largas y flacas, pero los brazos, los hombros y el torso eran increíblemente grandes, como si se los hubieran trasplantado de otra persona mucho más fornida. Llevaba una camisa de franela vieja y descolorida, arremangada. Parecía insensible al frío y agitaba el pulgar en medio de aquel aire gélido con un entusiasmo cercano casi a la payasada y gesticulando exageradamente en dirección al decrépito Nissan. Isserley se quedó un momento dudando si no lo había visto antes en algún lugar, pero enseguida se dio cuenta de que lo estaba confundiendo con unos personajes de los dibujos animados que daban en la televisión a primera hora de la mañana. Pero no se parecía a los protagonistas, sino a los que solían acabar aplastados por unos mazos gigantescos o achicharrados por la explosión de un puro.

    Decidió parar. Después de todo, tenía mucha más masa muscular entre el cuello y las caderas que la que muchos otros vodsels el doble de grandes tenían en todo el cuerpo.

    Al ver que frenaba y giraba hacia él, comenzó a asentir estúpidamente con la cabeza y alzó los puños con los pulgares levantados en señal de triunfo, como otorgándole dos puntos por su decisión. Por encima del crujido de la gravilla a Isserley le pareció oír una exclamación de alegría.

    Aparcó lo más cerca que pudo del coche del desconocido sin meter las ruedas en la cuneta, confiando en que los conductores que venían detrás advirtieran las luces de emergencia. Realmente, era un lugar inadecuado para detenerse, y tenía curiosidad por averiguar si al autoestopista también se lo parecía. Aquello aportaría algún dato revelador sobre él.

    Nada más poner el freno de mano, bajó la ventanilla del otro lado e, inmediatamente, apareció por ella la cabecita del autoestopista. Sonreía de oreja a oreja mostrando unos dientes torcidos y amarillentos por entre las dos correosas medias lunas que tenía por labios. Su rostro, de color pardusco e hirsuto, estaba plagado de arrugas y cicatrices, y tenía una narizota llena de venillas y un par de ojos de chimpancé increíblemente enrojecidos.

    —Es que me va a poner a caldo —dijo lanzándole una mirada lasciva y soltando un aliento que apestaba a alcohol.
    —¿Perdón?
    —Que mi chica me va a poner a caldo —repitió con una sonrisa que parecía una mueca—. Tenía que estar en su casa para la cena. Es la hora a la que tengo que llegar siempre. Y nunca lo consigo. Parece increíble, ¿verdad? —Se dejó caer sobre el borde de la ventanilla y cerró los ojos muy despacio, como si se hubiera quedado de pronto sin la energía que le mantenía abiertos los párpados. Hizo un esfuerzo, se enderezó y continuó hablando—. Todas las semanas la misma historia.
    —¿Qué historia? —preguntó Isserley mientras intentaba no poner cara de asco a causa de los efluvios de cerveza que llegaban a sus narices.

    El autoestopista parpadeó con enorme esfuerzo.

    —Es que tiene muy mal genio —dijo mientras se le volvían a cerrar los ojos y se reía entre dientes como hacen los gatos de los dibujos animados bajo la sombra de una bomba que está a punto de caerles encima.

    En realidad, Isserley lo encontraba bastante atractivo comparado con otros vodsels, pero tenía una forma rarísima de gesticular, lo cual le hizo pensar si no tendría algún problema mental. ¿Le darían el permiso de conducir a un subnormal? ¿Por qué se quedaba allí, colgado de la ventanilla y sonriendo como un idiota, cuando tanto su coche como el de ella podían ser arrollados en cualquier momento por un camión que pasase por allí? Nerviosa, echó una mirada al espejo retrovisor para comprobar que no se acercaba ningún vehículo a toda velocidad por detrás.

    —¿Qué le ha pasado a su coche? —preguntó con la esperanza de que el autoestopista volviera a centrase en el meollo de la cuestión.
    —No quiere andar —explicó con tono compungido y los ojos como dos hendiduras malhumoradas—. No quiere. Esa es la cuestión. No hay argumento que valga, ¿eh? ¿Eh?

    Sonrió desafiante como para disuadirla de que expusiese cualquier opinión contraria.

    —¿Es un problema de motor? —le preguntó animosa Isserley.
    —¡Qué va! Es que me he quedado sin gasolina. Nada más —dijo dando un resoplido de vergüenza—. Es por culpa de mi novia, ¿sabe? Porque para ella cada minuto de retraso cuenta. Pero parece que tendría que haber echado más gasolina.

    Fijó la mirada en los enormes ojos de Isserley, pero estaba segura de que no podía ver en ellos nada raro, aparte del imaginario reproche de otro conductor.

    —Es que el indicador de la gasolina está hecho una mierda, ¿sabe? —dijo entrando en detalles. Se apartó del coche de Isserley y señaló el suyo—. Pone vacío cuando está casi lleno, y lleno cuando está casi vacío. No se le puede hacer caso a nada de lo que pone. Hay que confiar en la memoria, ¿comprende?

    Abrió la puerta de su coche como si fuera a mostrarle todos sus defectos. Se encendió la luz del interior. Era una luz pálida y parpadeante, acorde con la mala reputación del vehículo. Los asientos estaban llenos de latas de cerveza y paquetes de patatas fritas.

    —Llevo en pie desde la cinco de la mañana —manifestó el narigudo autoestopista mientras cerraba la puerta de su coche de un portazo—. He trabajado diez días seguidos, durmiendo sólo cuatro o cinco horas por noche. Un asco. Un asco. Pero de qué sirve quejarse, ¿eh? ¿Eh?
    —Bueno..., tal vez pueda acercarle a algún sitio... —sugirió Isserley, que agitó su brazo delgaducho por encima del asiento del acompañante para atraer su atención.
    —Lo que necesito es una lata de gasolina —dijo el autoestopista, que había vuelto a asomarse por la ventanilla del coche.
    —Yo no llevo ninguna —dijo Isserley—. Pero suba, de todos modos. Puedo llevarlo a una gasolinera, o tal vez más lejos. ¿Adónde va?
    —A casa de mi chica —contestó; le lanzó otra mirada lasciva y volvió a bajar y subir los párpados—. Tiene muy mal genio. Me va a poner a caldo.
    —Ya, pero ¿dónde vive exactamente?
    —En Edderton.
    —Entonces, suba —insistió Isserley. Edderton estaba sólo a siete u ocho kilómetros de Tain y a unos veinte, más o menos, de la Granja Ablach. ¿Qué podía perder? Si luego tenía que renunciar a aquel macho, podría consolarse retirándose de inmediato a la granja. Y si se lo llevaba consigo, mejor aún. Pasara lo que pasara, para cuando llegase Amlis Vess estaría a salvo en su casita, y hasta podría dormir durante todo el tiempo que durase el revuelo, siempre que nadie fuese a llamar a su puerta.

    Una vez que el autoestopista se hubo puesto el cinturón de seguridad, Isserley se alejó de la cuneta y aceleró por la A9 en dirección a casa. Lamentaba que aquel tramo de carretera no estuviese iluminado y que las leyes prohibieran encender la luz interior del coche, porque le hubiese gustado que aquel tipo pudiese examinarla a fondo. Presentía que era un poco tonto y, probablemente, en aquellos momentos estaría obsesionado con solucionar sus problemas más inmediatos, así que no le habría venido mal un incentivo extra para hablar de sí mismo. Sin embargo, la oscuridad de la carretera la ponía demasiado nerviosa para atreverse a conducir con una sola mano sobre el volante. Él no tenía más que forzar un poco la vista, sí es que quería verle los pechos. Aunque había que reconocer que aquellos ojos daban la impresión de haberse forzado demasiado. Así que miró hacia adelante, se puso a conducir con cuidado y dejó que se ocupase de lo que quisiera.


    Seguro que me va a echar con cajas destempladas, iba pensando el autoestopista, pero tal vez me deje dormir una pizquita antes.

    ¡Qué va! ¡De eso nada! Le mostraría la fuente del horno con la cena reseca y le diría que ya no había quien se la comiese; aunque él estuviese desesperado por zampársela, ella no se lo permitiría, por supuesto. Ella era la razón por la que conducía como un loco por la A9 semana tras semana, todas las semanas. Su chica. Su Catriona. Si quisiera, podría levantarla en vilo y tirarla por la ventana como si fuese un jarrón y, sin embargo, era ella quien lo manejaba. Pero ¿cómo podía ser? ¿Eh? ¿Eh?

    La chica que lo había recogido parecía diferente. Probablemente, ella estaría bien, como novia, quería decir. Le dejaría dormir cuando estuviera muerto de sueño, se notaba. No se pondría a sacudirle justo cuando se le estaban empezando a cerrar los ojos diciéndole: «No te estarás durmiendo, ¿eh?» Aquella chica tenía una mirada amable. Y un buen par de melones, ¡joder! Era una pena que no llevase ninguna lata grande de gasolina metida en algún rincón. Con todo, realmente, no podía quejarse, ¿verdad? Y, además, no servía de nada. Hay que mirar hacia adelante con una sonrisa, como solía decir su viejo. Pero, claro, su viejo no había conocido a Catriona.

    ¿Y hasta dónde lo llevaría aquella chica? ¿Estaría dispuesta a regresar a su coche si conseguía gasolina? No le gustaba nada haberlo dejado allí tirado. Podrían robárselo. Aunque el ladrón también tendría que echarle gasolina. Pero probablemente habría ladrones de coches que recorrerían toda la campiña con enormes latas de gasolina en los maleteros buscando coches como el suyo. Qué bajo podían caer algunas personas, ¿no? Era la ley de la selva, al final todo se reducía a eso.

    Catriona lo mataría si llegaba un minuto más tarde de lo que ya iba a llegar. Aunque eso no era lo más grave. Lo más grave era que no le dejaría dormir, ése era el asunto. Si pudiera echarle un poco de gasolina al coche quizás podría dormir allí dentro e ir a ver a Catriona a la mañana siguiente. O incluso dormir en el coche todo el fin de semana, pasarse el día sentado en Little Chefs y luego volverse a trabajar el lunes por la mañana. Cojonudo, ¿eh? ¿Eh?

    A aquella chica no le importaría que él apoyara la cabeza en el respaldo del asiento y descansara unos minutos, ¿no? De todos modos, no era un gran conversador. «No tienes ni dos dedos de frente», decía siempre Catriona.

    Pero ¿cómo eran de gordos los dedos, eh? Dependía de cómo fuesen de gordos, ¿eh?


    Isserley tosió para llamar su atención. No le era fácil toser, pero de vez en cuando lo intentaba, sólo para ver si lograba hacerlo de un modo convincente,

    —¿Eh? ¿Eh? —ladró el, y sus ojos enrojecidos y su narizota, en la que relucían algunos mocos, surgieron de pronto en medio de la penumbra como animales asustados.
    —¿Y usted a qué se dedica? —dijo Isserley. Había guardado silencio durante un minuto, convencida de que el autoestopista estaría comiéndosela con los ojos, pero un ronquido ahogado que venía de aquella dirección le había hecho darse cuenta de que se estaba quedando dormido.
    —Soy leñador —dijo—. Madera para la construcción. Llevo dieciocho años en ese negocio, dieciocho años detrás de una motosierra. ¡Y todavía tengo los dos brazos y las dos piernas! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! No está mal, ¿eh? ¿Eh?

    Levantó la mano derecha por encima del salpicadero y movió los dedos, probablemente para demostrarle que aún tenía los diez.

    —Esos son muchos años de experiencia —dijo Isserley a modo de cumplido—. Le deben de conocer muy bien en todas las empresas madereras.
    —Sí, sí —dijo asintiendo con la cabeza con tal énfasis que parecía que la barbilla iba a rebotarle en el enorme pecho—. Cada vez que me ven llegar, salen todos corriendo. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Nunca hay que dejar de sonreír, ¿eh?
    —¿Quiere decir que no están satisfechos con su trabajo?
    —Se quejan de que no soy puntual —contestó arrastrando las palabras—. De que hago esperar a los árboles demasiado tiempo, ¿entiende? El que siempre llega tarde, ése soy yo. El que siempre llega tarde...

    Su cabeza iba inclinándose mientras alargaba la vocal, en consonancia con su lento hundimiento en la somnolencia.

    —Eso es muy injusto —afirmó Isserley subiendo el volumen de la voz—. Lo que importa es la calidad del trabajo, no lo puntual que sea.
    —Es usted muy amable, muy amable —dijo el leñador con una sonrisa bobalicona mientras la cabeza se le iba inclinando hacia las rodillas y los mechones de pelo se le iban reacomodando lentamente sobre la dura mollera.
    —Así que vive en Edderton, ¿no?

    De nuevo volvió a la realidad el leñador con lo que parecía una especie de ronquido.

    —¿Eh? ¿Edderton? Mi chica vive allí. Me va a poner a caldo.
    —¿Y usted dónde vive?
    —Durante la semana duermo en el coche o en una pensión. Trabajo diez días seguidos, a veces, hasta trece. Empiezo a las cinco de la mañana en verano y a las siete en invierno. O, al menos, es lo que se supooone...

    Isserley estaba a punto de estirar el brazo para enderezarle la cabeza después de aquella caída en picado cuando el leñador se incorporó solo, se giró en el asiento y apoyó la mejilla contra el reposacabezas, como si fuera una almohada. Volvió a abrir los ojos muy lentamente y, con una sonrisa cansada y zalamera, farfulló:

    —Cinco minutos. Sólo cinco minutos.

    A Isserley le hizo gracia, y siguió conduciendo en silencio mientras el leñador dormía.

    Se quedó un tanto sorprendida cuando, después de cinco minutos casi exactos, se despertó sobresaltado y se quedó mirándola aturdido. Sin embargo, mientras pensaba en algo que decirle, el leñador volvió a relajarse y a apoyar la mejilla sobre el reposacabeza.

    —Otros cinco minutos —dijo haciendo un mohín como para disculparse—. Cinco minutos.

    Y volvió a quedarse dormido.

    Isserley continuó al volante, no sin antes echar una mirada al reloj digital del salpicadero. En efecto, unos trescientos segundos después, el leñador volvió a despertarse sobresaltado.

    —Cinco minutos —refunfuñó, y apoyó la otra mejilla en el reposacabezas.

    Aquello continuó así durante veinte minutos. Al principio, Isserley no tenía ninguna prisa, pero luego apareció una señal en la carretera que anunciaba que pronto pasarían junto a un área de servicio y consideró que ya era hora de ponerse manos a la obra.

    —Y esa novia que tiene... —le dijo cuando volvió a despertarse—. No le comprende, ¿verdad?
    —Tiene muy mal genio —admitió el leñador, como si aquella expresión se le acabara de ocurrir y no la hubiese dicho nunca antes—. Me va a poner a caldo.
    —¿Y no ha pensado en dejarla?

    En su rostro se dibujó una sonrisa tan amplia, que parecía un tajo que le seccionara la cara en dos mitades.

    —Es difícil encontrar una buena chica —dijo en tono de amonestación y sin mover apenas los labios.
    —Ya, pero si no se preocupa por usted... —insistió Isserley—. Por ejemplo, si no apareciera esta noche, ¿se preocuparía? ¿Intentaría encontrarlo?

    El leñador soltó un suspiro que denotaba un cansancio infinito.

    —A ella le basta y le sobra con mi dinero —dijo—. Y, además, tengo cáncer en los pulmones. O sea, cáncer de pulmón. Yo no siento nada, pero los médicos dicen que está ahí. Puede que no me quede mucho, ¿entiende? No tiene sentido abandonar pájaro en mano, ¿entiende? ¿Eh?
    —Mmm —contestó de manera vaga Isserley—. Comprendo lo que quiere decir.

    Pasaron junto a otra señal que recordaba a los automovilistas que había un área de servicio un poco más adelante, pero el leñador ya había vuelto a acurrucarse en el asiento farfullando:

    —Cinco minutos. Sólo otros cinco minutos.

    Y volvió a quedarse dormido; con cada ronquido exhalaba una leve vaharada a alcohol.

    Isserley le echó una mirada. Estaba desplomado sobre el asiento con la mejilla aplastada contra el reposacabeza, la boca, de labios carnosos, abierta, y los enrojecidos ojos cerrados. Parecía como si ya le hubiese pinchado con las agujas de la icpathua.

    Mientras seguía conduciendo a través de la noche insonorizada, Isserley sopesaba los pros y los contras.

    En el lado de los pros estaban las borracheras y la constante falta de sueño que todos sus allegados conocían perfectamente; nada los sorprendería menos que no verlo aparecer donde se suponía que tenía que estar. Se encontraría el coche lleno de envases de alcohol vacíos, en un lateral de la carretera barrido por el viento, entre dos cadenas montañosas; no cabría la menor duda de que el conductor se habría alejado de allí a trompicones, borracho perdido, y se habría internado en alguna zona pantanosa helada para acabar cayendo por algún precipicio. La policía buscaría su cuerpo diligentemente, aunque resignada desde el principio a no encontrarlo jamás.

    En el lado de los contras estaba el hecho de que el leñador no era un ejemplar sano: tenía los pulmones, según él mismo había reconocido, minados por el cáncer. Isserley intentó imaginárselo. Intentó imaginar que alguien lo abría en canal y que un chorro de líquido negro y maloliente, compuesto de alquitrán de cigarrillo y flemas fermentadas, le salpicaba en pleno rostro. Sin embargo, sospechaba que aquello no sería más que una morbosa fantasía, consecuencia del asco que le provocaba la sola idea de inhalar una porquería quemada y llenarse con ella los pulmones. Posiblemente, no tenía nada que ver con lo que era el cáncer en realidad.

    Frunció el ceño e hizo un esfuerzo para recordar lo que había estudiado. Sabía que el cáncer tenía algo que ver con una reproducción celular desenfrenada..., con una mutación en el crecimiento. ¿Querría eso decir que aquel vodsel tenía unos pulmones desmesurados, gigantescos, encajados dentro del pecho? No quería causar ningún problema a los hombres que trabajaban en la granja.

    Pero, por otro lado, ¿qué importaba que los pulmones fueran demasiado grandes? Seguro que podían extirpárselos con independencia de su tamaño.

    Aunque, por otro lado, le daba cierta aprensión llevar un vodsel enfermo a la granja. No es que nadie le hubiese dicho, concretamente, que no podía hacerse, pero..., bueno, es que ella tenía su propio código moral.

    El leñador murmuraba algo en sueños; era una especie de canturreo entre dientes, un «misi, misi, misi», como si intentara calmar a un animal.

    Isserley miró el reloj del salpicadero. Habían pasado más de cinco minutos, bastante más. Respiró hondo, se recostó contra el respaldo del asiento y siguió conduciendo.

    Alrededor de una hora más tarde ya había pasado Tain y se encontraba cerca de la rotonda del puente de Dornoch. Las condiciones meteorológicas eran tan diferentes de las que había esa misma mañana en el puente de Kessock, que casi le pareció que estaba en otro planeta. Iluminada por altas columnas con luces de neón, la rotonda destacaba en medio de una impenetrable oscuridad, y su resplandor resultaba tanto más inquietante porque no soplaba el viento ni había el menor tráfico. Comenzó a subir por la pronunciada rampa en espiral, mirando de vez en cuando al leñador para ver si se despertaba con el reflejo de las luces. Ni siquiera se movió.

    Refunfuñando por lo bajo, el coche de Isserley subió describiendo un arco sobre aquel laberinto surrealista de hormigón. Era una estructura tan monstruosamente fea, que podría haber pasado por una construcción de los Estados Nuevos de no haber sido porque el cielo se extendía por encima de ella. Isserley giró a la izquierda para no pasar por el estuario de Dornoch y emprendió un pronunciado descenso hacia la frondosa oscuridad. Las luces largas de los faros dieron de lleno sobre uno de los lados del edificio del Salón del Reino de los Testigos de Jehová, que quedaba por debajo, y luego se adentraron en el bosque de Tarlogie.

    Sorprendentemente, fue entonces cuando el leñador se sobresaltó en medio del sueño. No había reaccionado ante las implacables luces de la rotonda y, sin embargo, a pesar de la oscuridad, parecía notar la presión que ejercía la densidad de aquel bosque sobre la estrecha carretera.

    —Misi, misi, misi —canturreó suavemente.

    Isserley se inclinó hacia adelante para escudriñar atentamente aquella oscuridad casi subterránea. Se sentía bien. Después de todo, el efecto de estar bajo tierra que producía el bosque era ilusorio, así que no le provocaba la nauseabunda claustrofobia de los Estados Nuevos. Sabía que la barrera que había por encima de su cabeza, y que impedía que llegase la luz, no era más que una bóveda de ramas, más allá de la cual se extendía la reconfortante eternidad del cielo.

    Minutos más tarde el coche emergió del bosque y enfiló hacia las praderas que rodeaban Edderton. Un deprimente concesionario de venta de caravanas le dio la bienvenida a aquel minúsculo pueblo. Las luces de la calle iluminaban la oficina de correos y la parada de autobús, que tenía el techo de bálago. No había la menor señal de vida.

    Isserley puso el intermitente, a pesar de que no había ningún vehículo al que advertir de su maniobra, y detuvo el coche en un lugar muy iluminado.

    Tocó suavemente al leñador con sus fuertes dedos.

    —Ya hemos llegado —dijo.

    El leñador se despertó sobresaltado, con los ojos desorbitados, como si estuvieran a punto de abrirle la cabeza con un objeto punzante.

    —¿Qué, qué, adonde? —farfulló.
    —A Edderton —le contestó—. Adonde quería ir.

    Parpadeó varias veces, haciendo un esfuerzo para creérselo, miró a través del parabrisas y, luego, por la ventanilla de su lado.

    —¿En serio? —dijo, asombrado, intentando orientarse en medio de aquel familiar oasis de aridez.

    Tenía que reconocer que ningún otro sitio podía tener un aspecto como aquél.

    —Uy, esto es... no sé… —dijo casi sin aliento, sonriendo abochornado, pero también ansioso y satisfecho al mismo tiempo—. Me he debido de quedar dormido, ¿no?
    —Supongo que sí —dijo Isserley.

    El leñador volvió a parpadear, luego se puso tenso y miró, nervioso, hacia la calle desierta.

    —Espero que mi chica no ande por aquí —dijo con una mueca—. Espero que no la vea. —Miró a Isserley y levantó una ceja, mientras evaluaba si aquello podía ofenderla—. Lo que quiero decir es que... —añadió mientras forcejeaba para desabrocharse el cinturón de seguridad—, tiene muy mal genio. Es, cómo diría..., muy celosa. Eso, muy celosa.

    Una vez fuera del coche, se quedó dudando antes de cerrar la puerta, mientras intentaba encontrar unas palabras apropiadas que decirle.

    —Y usted es... —Respiró hondo, cogiendo aire—. Es... preciosa —dijo por fin con una sonrisa de oreja a oreja.

    Isserley le devolvió la sonrisa y, de pronto, se sintió totalmente agotada.

    —Hasta pronto —le dijo.

    Isserley se quedó allí durante largo rato, sentada en el coche, sin moverse, en medio del charco de luz cercano a la parada de autobús con el techo de bálago del pueblo de Edderton. En aquel preciso instante carecía completamente de lo que se necesitaba para ponerse en marcha, fuese lo que fuese.


    Mientras esperaba recibir aquello de lo que carecía, apoyó los brazos sobre el volante y la barbilla sobre los brazos. La poca barbilla que tenía era resultado de un enorme sufrimiento y una ingeniosa operación quirúrgica. Poder apoyarla sobre los brazos era un pequeño triunfo, o quizás una humillación, nunca sabía cómo considerarlo.

    Poco después se quitó las gafas. Se arriesgaba tontamente al hacerlo, incluso en aquel pueblo somnoliento, pero no podía soportar más la sensación que le causaban las lágrimas al acumularse en la parte interior de la montura de plástico para resbalar después por sus mejillas. Lloró y lloró, lamentándose bajito en su idioma, sin dejar de observar con atención la calle, por si algún vodsel pasaba por allí. Pero no pasaba nadie y el tiempo se resistía tercamente a transcurrir.

    Levantó la mirada hacia el espejo retrovisor y fue moviendo la cabeza hasta ver reflejado en él el trozo que abarcaba sus ojos de color verde musgo y la línea de nacimiento del pelo. Aquella pequeña franja de su cara, apenas iluminada, era la única parte de su cuerpo que podía mirar sin odiarse a sí misma, era el único trocito que no había sido modificado. Aquella pequeña franja era su ventanita hacia la cordura. Durante los últimos años se había quedado muchas veces así, sentada en el coche, mirando a través de aquella ventanita.

    A lo lejos, en el horizonte, destellaron unos faros. Se puso las gafas. Para cuando el vehículo llegó a Edderton, un buen rato después, Isserley ya se había calmado.

    El vehículo era un Mercedes color ciruela, con cristales ahumados, que hizo un cambio de luces al pasar al lado de Isserley. Era un gesto amistoso, que no constituía una advertencia ni tenía nada que ver con el Código de Circulación. No era más que un coche que saludaba a otro de color y forma vagamente similares, independientemente de quién fuese su conductor.

    Isserley arrancó y dio media vuelta, siguiendo los pasos de aquel desconocido conductor que la había saludado amistosamente. Salió de Edderton y se internó en el bosque.


    Durante todo el camino de regreso a Ablach pensó en Amlis Vess y en lo que diría cuando se enterase de que había vuelto con las manos vacías. ¿Creería que la razón de que permaneciese escondida en su casa era que estaba avergonzada por no haber tenido éxito aquel día? Bueno, pues que pensara lo que quisiera. Tal vez con aquel fracaso, si es que él quería considerarlo así, quedase bien claro que su trabajo no era nada fácil. Probablemente, aquel joven mimado y hedonista se imaginaba que su trabajo era como coger flores silvestres al borde de la carretera o... buccinos en la playa, si es que tenía la menor idea de lo que era un buccino o del aspecto que pudiera tener una playa. Esswis tenía razón: ¡que le dieran por el culo!

    Quizás, después de todo, hubiera debido traer consigo al leñador. ¡Qué brazos tan enormes tenía! ¡Y cuánta carne! Tenía más carne que ninguno de los que había visto hasta entonces. Seguro que para algo habría servido. Ah, pero eso del cáncer... Tenía que averiguar si el cáncer podía influir en algo o no, para futuras ocasiones. Preguntárselo a los hombres de la granja no tenía sentido. Eran más brutos que un arado, típicos candidatos a ser enviados a los Estados Nuevos.

    La Granja Ablach estaba pálida como la nieve y más silenciosa que nunca cuando se internó por el camino de entrada, que estaba cubierto de maleza. En realidad, había dos caminos que llevaban a la granja, aunque, supuestamente, uno era sólo para maquinaria pesada; con todo, los dos estaban plagados de grietas, baches y malas hierbas, e Isserley los usaba indistintamente dependiendo de su estado de ánimo. Aquella noche entró por el que se suponía que era para los coches, aunque sólo solía transitarlo el suyo. Ya desde la misma entrada a Ablach había una serie de señales que advertían de la existencia de productos tóxicos, del peligro de muerte y de las responsabilidades legales a las que tendrían que enfrentarse los intrusos. Isserley sabía que al pasar junto a aquellas señales se disparaban algunas alarmas en los edificios de la granja, situados unos cuatrocientos metros más adelante.

    Le gustaba aquel camino, especialmente un trozo que estaba plagado de tojos y al que llamaba la colina de los Conejos, porque allí habitaba una enorme colonia de conejos que siempre estaban saltando de un lado para otro a cualquier hora del día o de la noche. Isserley siempre conducía muy despacio por aquella zona, poniendo mucho cuidado en no arrollar a ninguna de aquellas encantadoras criaturitas.

    Al final de la carretera, camufladas tras los árboles, se divisaban las luces de la casa de Esswis. Al verlas se acordó de la extraña conversación que habían tenido aquella mañana. Aunque lo conocía muy por encima, podía imaginarse cómo estaría torturándole la espalda en aquellos momentos y sintió pena por él, así como desprecio (porque hubiera podido no hacerlo) y una irreprimible sensación de solidaridad a causa de la similitud de sus vidas.

    Pasó frente al establo, y por un instante los faros de su coche iluminaron su combada puerta, que adquirió un tono anaranjado y luego volvió a quedarse negra. Dentro no había caballos, sólo el proyecto favorito de Ensel.

    —Funcionará, lo sé —le había dicho sólo unos días antes de abandonarlo y dejar que Esswis lo remolcase hasta allí. Por supuesto, ella no había demostrado el menor interés. Los hombres como él podían llegar a matarte de aburrimiento si les dabas la más mínima oportunidad.

    Cuando llegó al edificio principal, lo encontró de una blancura ridícula, con la pintura aún fresca brillando a la luz de la luna. Nada más apagar el motor se abrió la gran puerta metálica y varios hombres se acercaron a toda prisa. Ensel, como de costumbre, fue el primero en asomarse por la ventanilla del asiento del acompañante.

    —Hoy no he conseguido nada —dijo Isserley.

    Ensel metió el hocico dentro del coche, casi como lo había hecho el leñador, y olfateó la tapicería impregnada de olor a alcohol.

    —Ya se huele que no ha sido porque no lo hayas intentado —dijo.
    —Sí, bueno... —respondió Isserley, rabiosa por lo que estaba a punto de decir, aunque lo soltó, de todos modos—, Amlis Vess tendrá que comprender que esto no es tan fácil como parece.

    Ensel percibió su turbación y sonrió. No tenía una buena dentadura y lo sabía, así que, por deferencia hacia ella, bajó la cabeza.

    —De todos modos, ayer trajiste uno muy grande —dijo—. Es de los mejores que has conseguido.

    Isserley le miró a los ojos, ansiosa por comprobar si, aunque fuese por una vez, aquel cumplido era sincero. Pero, en cuanto se dio cuenta de que estaba ansiosa, arrancó de raíz aquel despreciable brote de sentimentalismo. Ensel no era más que uno de tantos desgraciados destinados a acabar en los Estados Nuevos, pensó, y desvió la mirada, decidida a dirigirse cuanto antes a su casa y encerrarse en ella. Había tenido un día demasiado largo.

    —Pareces agotada —dijo Ensel. Los otros hombres ya habían vuelto a meterse en el edificio. Él intentaba tener un momento de intimidad con ella, y, como siempre, había elegido el momento más inoportuno.
    —Sí —dijo Isserley suspirando—. Supongo que lo estoy.

    Recordó otra ocasión, hacía un año o dos, en que la había atrapado de la misma forma: había metido la cabeza dentro del coche y ella había sido tan tonta que había apagado el motor. Le había dicho con aire de complicidad, casi con ternura, que tenía un regalo para ella. «Gracias», le había respondido, al mismo tiempo que cogía el paquetito que le entregaba y lo ponía sobre el asiento del acompañante. Al desenvolverlo, más tarde, se había encontrado con un delgadísimo filete, casi transparente, de voddissin en su jugo, un manjar que seguro que Ensel había robado. Metido en aquel papel encerado parecía hacerle guiños, todavía húmedo y tibio, irresistible y desagradable al mismo tiempo. Se lo había comido, e incluso había lamido el jugo acumulado entre los pliegues del papel. Pero nunca volvió a hablar de ello con Ensel, y ahí quedó la cosa. Aunque él continuó intentando impresionarla de diferentes maneras.

    —Amlis Vess llegará probablemente de madrugada —estaba diciendo en aquel momento mientras se inclinaba aún más dentro del coche. Tenía las manos sucias y nudosas, llenas de costras—. Esta misma noche —añadió, por si no había quedado claro.
    —Yo estaré durmiendo —dijo Isserley.
    —Nadie sabe para cuánto tiempo viene. Puede que vuelva a marcharse en la misma nave, en cuanto carguen la mercancía.

    Ensel hizo un gesto con la mano imitando la partida de una nave, igual que si fuera una preciosa oportunidad que hubiera desaparecido en el vacío.

    —Bueno, supongo que ya nos enteraremos cuando llegue el momento —dijo Isserley, animosa, mientras lamentaba haber apagado el motor.
    —Entonces..., ¿quieres que te avise? —propuso Ensel.
    —No —contestó Isserley, que tuvo que hacer un esfuerzo para mantener un tono tranquilo—. No, es mejor que no. Puedes decirle que, de parte de Isserley, hola y adiós, ¿te parece bien? Y ahora, de verdad, tengo que irme a la cama.
    —Claro —dijo Ensel, y se apartó de la ventanilla.

    ¡Que cabrón!, pensó Isserley mientras se alejaba en el coche. Estaba tan cansada, que se había descuidado y había dejado escapar aquel comentario de que se iba a la cama. Seguro que a Ensel le había encantado oírlo, y que se lo contaría a los demás hombres, porque era una prueba de su estado infrahumano. Si se lo hubiera quitado antes de encima, nunca jamás se habría enterado. Él y los otros hombres habrían seguido creyendo que, cuando Isserley dormía en aquella casa suya tan inexpugnable, lo hacía como un ser humano, en el suelo.

    Sin embargo, en un instante maldito, le había regalado imprudentemente aquella vergonzosa realidad: la imagen de un horrible monstruo que dormía sobre una extraña estructura rectangular de hierro, que tenía encima un envoltorio de tela relleno de miraguano, con el cuerpo envuelto en viejas sábanas de hilo, justo igual que los vodsels.


    Capítulo 5


    A pesar de que Isserley se había hecho el firme propósito de estar durmiendo tranquilamente cuando llegase la nave, a media noche seguía tumbada en la cama en medio de la oscuridad, atenta a su llegada.

    No era que hubiese cambiado de actitud. Era la angustia lo que la mantenía despierta, la angustia de que la pudieran sacar de la cama los hombres, o, peor aún, el propio Amlis Vess.

    Lo que más la preocupaba era no oírles llamar a la puerta y seguir durmiendo a pesar del ruido. Porque entonces entrarían por las buenas, subirían hasta su dormitorio y podrían echarle un buen vistazo a aquella criatura monstruosa y desnuda, a aquella mujer semejante a una gárgola que roncaba en su camastro. Al fin y al cabo, Ensel no era más que escoria destinada a los Estados Nuevos. Su idea de lo que era la intimidad no coincidía en lo más mínimo con la que tenía ella. Y, además, le había parecido que no la había oído bien cuando le dijo que no quería que la molestasen; no tardaría mucho en olvidarlo. ¡Con lo que le gustaría ver lo que le habían hecho los cirujanos por debajo de la cintura! Bueno, pues trataría de no darle aquella satisfacción.

    Las horas iban pasando, los ojos se le habían hinchado y la arenilla imaginaria que provoca el insomnio hacía que le picaran. Cambió de postura moviéndose lentamente sobre el viejo colchón sucio y siguió a la escucha.

    Poco antes de las dos de la madrugada aterrizó la nave; hizo tan poco ruido, que su llegada casi no se pudo distinguir del murmullo de las olas en el estuario de Moray. Pero Isserley supo que había llegado. Todos los meses llegaba a la misma hora, y ya estaba familiarizada con su olor, con los crujidos amortiguados de su aterrizaje y con el susurro metálico que acompañaba su entrada en la construcción más grande de la granja.

    Siguió tumbada, despierta, esperando a que las nubes se disiparan y dejasen ver la luna, esperando a ver si los hombres o Amlis Vess se atrevían, a ver si tenían la osadía. Se imaginó a Amlis Vess diciendo: «Bueno, pues vamos a ver a la tal Isserley», y a los hombres saliendo a toda prisa a buscarla. «¡Que os jodan!», les gritaría.

    Siguió despierta, tumbada en la cama, una hora más o menos, hecha un ovillo y con el «¡Que os jodan!» preparado en la punta de la lengua. El tembloroso resplandor de la luna se adentraba vacilante en el dormitorio, dibujaba una línea espectral alrededor de los escasos objetos que allí había y se detenía muy cerca de la cama. Fuera, una lechuza escandalosa empezó con su despliegue de lamentos y alaridos. Era un ave nada más, quieta e impávida, pero parecía una horda de criaturas de gran tamaño, aterradas y agonizantes.

    Con aquella serenata, Isserley se quedó dormida.


    Le pareció que sólo llevaba durmiendo unos minutos cuando se sobresaltó al oír unos golpes apremiantes en la puerta delantera de su casa.

    Se incorporó en la cama presa del pánico, con la arrugada sábana apretada contra los pechos y las piernas muy juntas. Seguían llamando, y los golpes retumbaban entre los árboles desnudos como si fuesen docenas de llamadas fantasmales a las puertas de docenas de casas fantasmales.

    Su dormitorio seguía con la puerta bien cerrada, pero a través de la ventana pudo ver que la oscuridad del mundo exterior empezaba a adquirir el tinte azulado previo al amanecer. Echó una mirada al reloj de la repisa de la chimenea: eran las cinco y media.

    Se envolvió en la sábana y salió corriendo hasta el descansillo de la escalera, en el que había un ventanuco con cuatro cuarterones. Descorrió el pestillo, asomó la cabeza en medio de la noche y miró hacia abajo.

    Aporreando enérgicamente la puerta delantera de la casa estaba Esswis, con su mejor atuendo de granjero, además de una gorra de cazador y una escopeta. Tenía un aspecto ridículo y a la vez aterrador, por el tinte lívido que le daba la luz de los faros delanteros del Land Rover, aparcado muy cerca.

    —¡Deja de aporrear la puerta, Esswis! —dijo Isserley medio histérica, y luego añadió, en tono amenazador—: ¿Es que no podéis entender que no tengo ningún interés en ver a Amlis Vess?

    Esswis dio unos pasos hacia atrás alejándose de la puerta y levantó el rostro para poder verla.

    —Me parece muy bien —contestó con brusquedad—, pero será mejor que te pongas la ropa y salgas.

    Se ajustó la bandolera de la escopeta, como para demostrar que tenía autorización para disparar contra ella en el caso de que se negara.

    —Ya te he dicho... —empezó a decir Isserley.
    —Olvida a Amlis Vess —dijo Esswis levantando la voz—. Eso puede esperar, pero hay cuatro vodsels que se han escapado.

    Isserley, aún somnolienta, no entendió bien.

    —¿Escapado? —repitió—. ¿Qué quieres decir con eso de que se han escapado?

    Esswis, irritado, hizo un gesto con los brazos que abarcaba la Granja Ablach y todos los alrededores.

    —¿Tú qué crees que quiero decir? —exclamó.

    La cabeza de Isserley desapareció bruscamente del hueco de la ventana. Dando traspiés volvió a su dormitorio para vestirse. No empezó a caer en la cuenta de todas las implicaciones del hecho que acababa de anunciarle Esswis hasta el momento en que se puso a luchar para que los pies le entraran en los zapatos.

    En menos de un minuto ya caminaba junto a Esswis hacia el coche por el suelo cubierto de escarcha. Él se sentó en el asiento del conductor y ella se colocó, de un brinco, en el del acompañante y cerró la puerta de un portazo. El coche estaba más frío que un témpano y el parabrisas tenía una capa opalescente de barrillo y escarcha. Sudorosa todavía por el calor de su metabolismo nocturno, bajó la ventanilla, sacó un brazo y lo dejó apoyado en el lateral helado del coche, dispuesta a escudriñar la oscuridad.

    —¿Y cómo han conseguido escapar? —preguntó mientras Esswis apretaba el acelerador.
    —Nuestro distinguido visitante los ha soltado —gruñó Esswis al mismo tiempo que el coche se ponía en marcha haciendo crujir la nieve y la gravilla.

    A Isserley le parecía raro, y hasta le daba miedo, ir sentada en el asiento del acompañante. Se puso a buscar a tientas por las hendiduras de la tapicería, pero, si el vehículo de Esswis tenía cinturones de seguridad, debían de estar bien escondidos. Pronto dejó de buscarlos, pues había grasa y porquería por todas partes.

    Cuando llegaron a una zona plagada de baches, cercana al antiguo establo, Esswis no hizo el menor intento por evitarlos. La columna vertebral de Isserley sufrió varias sacudidas, como si unos agresores furiosos le estuvieran dando patadas a través del asiento; miró de reojo a Esswis preguntándose cómo podía soportar aquel castigo. Era obvio que no había aprendido a conducir como había hecho ella, dando vueltas y más vueltas por la granja a veinte kilómetros por hora. Iba inclinado sobre el volante, mostrando los dientes, y, a pesar de lo peligroso que era el terreno, de la oscuridad y de que el parabrisas estaba casi empañado, la aguja del velocímetro marcaba entre cincuenta y sesenta. De pronto Isserley notó que las ramas y las hojas le golpeaban el hombro, así que metió el brazo dentro.

    —¿Y por qué no lo detuvo alguien? —preguntó alzando la voz sobre el ruido del motor. Se imaginaba a Amlis Vess, la mar de ceremonioso, concediendo la libertad a los vodsels mientras los hombres aplaudían nerviosos a su lado.
    —Lo llevamos a hacer un recorrido por las instalaciones —gruñó Esswis—. Pareció impresionado. Luego dijo que estaba cansado y se iba a dormir un poco. Nadie sabe qué pasó después, pero la puerta del edificio principal estaba abierta y cuatro vodsels habían desaparecido.

    El coche salió por la puerta de acceso a la granja y giró inmediatamente a la izquierda para meterse en la carretera sin aminorar en absoluto la velocidad. Era como si los intermitentes y el freno fuesen mecanismos desconocidos para Esswis. Menos mal que la caja de cambios era automática.

    —Conduce por la izquierda, Esswis —le recordó Isserley mientras iban lanzados a través de la oscuridad.
    —Tú mira a ver si ves a los vodsels —contestó él.

    Isserley tragó saliva para aguantar el contraataque y se puso a escudriñar los prados y la maleza, tratando de vislumbrar algún animal de color rosado y sin pelo.

    —¿En qué fase se encuentran los que estamos buscando? —preguntó.
    —Son unimesinos —respondió Esswis—. Ya estaban casi a punto. Iban a ir en este cargamento.
    —¡Oh, no! —dijo Isserley. La simple idea de que un vodsel químicamente depurado, con los intestinos modificados, engordado, castrado y afeitado se presentase en una comisaría de policía o en un hospital era como una pesadilla.

    Embargados por la preocupación fueron bordeando todo el terreno de la granja que no lindaba con el mar y que era como un enorme trozo de tarta de unos cuatro kilómetros de perímetro. No vieron nada raro. La carretera y los dos caminitos de entrada y salida a Ablach estaban desiertos, o, por lo menos, no había en ellos ningún animal de mayor tamaño que los conejos y los gatos salvajes, lo cual significaba una de dos: o que los vodsels habían logrado escapar o que todavía se hallaban en algún punto dentro de la granja.

    Lo más probable es que se hubieran escondido en las cuadras, en el establo o en el viejo granero, que estaban en ruinas. Esswis fue recorriendo todos aquellos lugares, uno tras otro, dirigiendo la luz de los potentes faros delanteros del Land Rover a las oscuras y sucias oquedades y a los espacios en los que resonaba el eco, confiando en descubrir allí dentro cuatro vodsels lívidos. Pero en las cuadras sólo había un vacío sobrecogedor y en el suelo no se veían más que restos del agua de la lluvia y de excrementos de vacas de hacía mucho tiempo. En el establo tampoco había nada extraño. Todo lo que contenía eran objetos inanimados. Amontonadas contra la pared del fondo había varias piezas de los coches anteriores de Isserley, como las puertas del Lada o el chasis y las ruedas del Nissan. La mayor parte del espacio restante lo ocupaba una máquina híbrida que Ensel había tratado de construir mezclando una cosechadora de heno Fahr Centipede y una carretilla elevadora Ripovator. Cuando Esswis la arrastró y la sacó fuera del edificio, aquel amasijo con apéndices soldados adquirió un aire entre cómico y grotesco; en la penumbra del establo las garras oxidadas y las púas relucientes parecían mucho más siniestras. Isserley escudriñó a fondo el interior de la cabina llena de grasa y de salpicaduras del soplete para estar segura de que allí dentro no había ningún vodsel.

    El viejo granero era un lugar laberíntico, plagado de rincones y compartimientos en los que poder ocultarse, pero acceder a todos aquellos recovecos era algo reservado a criaturas que pudieran volar, saltar o trepar por escaleras. Los vodsels unimesinos, con sus doscientos cincuenta kilos de carne dura y consistente, no eran tan ágiles. Así que, si no estaban en el suelo, era que no estaban allí. No estaban allí.

    Al volver al edificio principal, Esswis frenó en seco, salió del coche empujando la puerta con el codo y cogió la escopeta. Isserley y él no necesitaban hablar para saber adonde dirigirse a continuación. Subieron unos escalones que permitían pasar por encima de la cerca y empezaron a caminar a grandes zancadas entre los rastrojos congelados de un prado que iba a dar al bosque de Carboll.

    Esswis alargó la mano y le dio a Isserley una linterna del tamaño de un termo. Mientras se dirigían a toda prisa hacia los árboles, enfocó el haz de luz a un lado y a otro por los prados.

    —Una nevada nos hubiera venido bien —dijo jadeando al no descubrir ninguna huella en la oscura extensión de terreno lleno de barro y de restos de la siega.
    —A ver si hay sangre —dijo Esswis en tono irritado—. Es roja —le aclaró, como si ella no fuese capaz de reconocerla sin aquella explicación adicional.

    Isserley siguió caminando a su lado en silencio, sintiéndose humillada. ¿Acaso creía que iba a haber un ancho reguero de reluciente color carmesí brillando a lo largo de hectáreas y hectáreas de campo? El que estuviese representando el papel de granjero y propietario de tierras no quería decir que supiera más que ella. ¡Hombres! La mayoría no eran más que unos héroes de salón, mientras que a las mujeres siempre les tocaba hacer el trabajo sucio.

    Por fin llegaron al bosque e Isserley fue enfocando de un lado a otro con la linterna para iluminar el denso abigarramiento de los árboles. La simple idea de encontrarlos iluminando una zona más o menos amplia de penumbra arbórea con un rayito de luz generado por una pila parecía imposible.

    Sin embargo, antes de que hubiera transcurrido mucho rato, Isserley vio un reflejo de color rosa que se movía con rapidez entre las oscuras ramas.

    —¡Allí! —exclamó.
    —¿Dónde? —preguntó Esswis bizqueando de un modo grotesco.
    —Confía en mí —dijo Isserley, encantada ante la deliciosa evidencia de que él tenía menos agudeza visual que ella.

    Los dos, con Isserley a la cabeza, echaron a correr a través de los matorrales. Al cabo de unos instantes oyeron roturas y crujidos de helechos no ocasionados por ellos, y, un segundo más tarde, tenían a uno de aquellos seres ante la vista. Sus miradas se encontraron en medio del bosque: cuatro ojos grandes y humanos y dos ojillos pequeños y bestiales.

    —Sólo uno, ¿eh? —dijo Esswis con una mueca que enmascaró con un gesto de decepción el alivio de haberlo encontrado.

    Isserley respiraba pesadamente tratando de recobrar el aliento y sentía que el corazón le golpeaba el pecho. Le hubiera gustado que allí hubiese una palanca de icpathua que brotara del suelo como un arbolito para poder accionarla y que las agujas saltaran desde debajo de la tierra. De pronto, cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de qué esperaba Esswis que hiciera.

    El vodsel, tras efectuar algunos movimientos torpes, se había quedado quieto y encogido de miedo bajo la luz de la linterna. Estaba desnudo y medio aletargado. Como jadeaba, tenía la cabeza rodeada de remolinos de vaho brillante. Al haber abandonado el calor del corral, ya no era capaz de enfrentarse a las condiciones del exterior; sangraba por los cientos de arañazos que se había hecho y tenía ese color amoratado que produce el frío intenso. Tenía el mismo aspecto que todos los unimesinos: una cabeza calva asentada como el brote de una flor sobre un cuerpo desproporcionadamente grande. El escroto vacío le colgaba como una pálida hoja de roble bajo la oscura bellota del pene. Entre las piernas le caía un chorrito de excrementos oscuros, diarreicos, que formaba un charco en el suelo. Lanzaba sacudidas al aire con los puños y abría la boca dejando ver que le habían arrancado los dientes y le habían cortado la lengua.

    Soltaba una especie de gemido gutural.

    Esswis le disparó en la frente. Al caer hacía atrás rebotó contra el tronco de un árbol. En las inmediaciones se produjo un alboroto estridente que los hizo sobresaltarse: un par de faisanes que habían salido de su escondrijo.

    —Bueno, uno que ha caído —musitó Esswis mientras se dirigía hacia él.

    Isserley le ayudó a levantar el cadáver del suelo. Nada más agarrarlo por los tobillos sintió las manos pegajosas a causa de la sangre, y se le llenaron de minúsculos fragmentos de carne medio congelada. Amlis Vess no le había hecho ningún favor a aquel pobre animal dejándolo suelto.

    Mientras se preparaban para cargar con el cadáver, tratando de ver cómo distribuirse el peso para poder manejarlo, Esswis e Isserley llegaron a la misma conclusión. Una leve claridad empezaba a ascender por la línea del horizonte y se mezclaba con el color cianótico del cielo. El tiempo se les estaba echando encima.

    Escondieron el cadáver bajo unos arbustos para ocuparse de él más tarde y cruzaron a todo correr los prados en dirección adonde habían dejado el Land Rover. Casi sin esperar a que Isserley se sentara a su lado, Esswis puso el coche en marcha y arrancó haciendo un ruido espantoso y dejando atrás un pestilente olor a gasolina. Salió apretando el acelerador a fondo y con gesto de contrariedad porque el motor no respondía; poco después, se dio cuenta de que no había quitado el freno de mano.

    Rodearon de nuevo la Granja Ablach y volvieron a encontrar desiertos la carretera y los caminillos de entrada y salida. Ya se podían distinguir los contornos de las montañas que había más allá de Dornoch, y, para mayor preocupación, les pareció ver los faros de otro vehículo parpadeando en la carretera que llevaba a Tain. Mientras regresaban, entre las tinieblas empezó a surgir el borroso perfil del mar abierto.

    —¿Y sí han ido al estuario? —sugirió Isserley cuando el coche se detuvo frente a la edificación principal.
    —Allí no tienen escapatoria —replicó Esswis con desdén—. ¿Qué van a hacer, nadar hasta Noruega?
    —Pero, hasta que lleguen, no pueden saber que están a la orilla del mar.
    —Bueno, ya miraremos luego. Lo más importante son las carreteras.
    —Si uno de esos vodsels se ahoga, la corriente lo puede devolver en cualquier punto.
    —Si tienen algo en el cerebro, no se meterán en el agua.

    Isserley apretó los puños en el regazo, intentando no estallar. Pero, de pronto, algo le llamó la atención. Frunciendo el ceño, intentó escuchar qué era lo que oía aparte del ruido del coche.

    —Para el motor un segundo —dijo.

    Esswis obedeció, aunque su mano titubeó unos instantes alrededor del volante, como si su diseño no le resultase familiar. Luego detuvo el coche bruscamente.

    —Escucha —susurró Isserley.

    A ráfagas, a través del aire helado, llegaba el retumbar, distante, pero inequívoco, de una manada de animales corriendo.

    —Es en el prado del lado de Geanies —dijo Esswis.
    —En la colina de los Conejos —confirmó Isserley casi al mismo tiempo.

    Se dirigieron inmediatamente hacia allí, y, al llegar, se encontraron a dos vodsels intentando salir del prado para librarse de unos bueyes que bufaban y mugían tras ellos.

    Tenían los ojos desorbitados por el miedo, y, aunque la alambrada de espino no les llegaba más que a la cintura, sus piernas ateridas de frío, llenas de arañazos y con el lastre de la carne y de la grasa adquiridas tras haber sido cebados durante un mes en el corral, se negaban a levantarse del suelo helado, de modo que parecía que estuvieran haciendo gimnasia sueca o ejercicios de calentamiento antes de bailar ballet, aunque sin demasiado entusiasmo.

    Cuando vieron el Land Rover, se quedaron paralizados. Pero, al ver el desconocido rostro barbudo de Esswis saliendo por la ventanilla, les entró una gran agitación y empezaron a mover los brazos y a aullar. Los bueyes, asustados por la luz de los faros, ya habían iniciado el trote para ir a refugiarse en la oscuridad.

    La primera en salir del coche fue Isserley. Al verla, los vodsels dejaron inmediatamente de gritar. Uno empezó a retroceder por el prado, y el otro se agachó para coger un puñado de tierra y lanzarlo hacia ella. Pero tenía ya tal cantidad de carne acumulada en los brazos y en el pecho, que balanceó el brazo con una torpeza cómica y el puñado de tierra cayó ante sus pies, sobre el sendero de cemento, con un ¡paf! de impotencia.

    Esswis apuntó y disparó primero a uno y luego al otro. Estaba claro que la habilidad que le faltaba para conducir la compensaba con la buena puntería.

    Isserley pasó por encima de la alambrada y fue hasta donde estaban los cuerpos. Arrastró el cadáver del que se hallaba más cerca y le levantó los brazos hasta colocárselos por encima del alambre de espino para que Esswis pudiera agarrarlo. Era el que había lanzado la tierra, y tenía unos tatuajes muy particulares por todo el pecho y por los brazos. Mientras estaba tirando de él con gran esfuerzo a fin de colocarlo sobre la alambrada para que Esswis lo agarrara, recordó algo curioso sobre aquellos tatuajes. El vodsel le había contado que se los había hecho un «hijo de puta genial» en Seattle. La palabra «Seattle» le había llamado mucho la atención. Entonces le había parecido una palabra muy bonita, y en aquel momento volvió a parecérselo.

    A pesar de todos sus esfuerzos, la carne de la espalda del vodsel se les enganchó en la alambrada y tuvieron que tirar de ella con mucho cuidado para que sufriera el menor destrozo posible. De la cabeza, cuya mandíbula colgaba, hecha pedazos, como una bisagra suelta y sanguinolenta, caía entretanto un chorro de sangre sobre el cemento del sendero.

    —Una vez limpios, quedarán bien —dijo Esswis, refunfuñando con estoicismo.

    El otro vodsel no pesaba tanto, pero, al tratar de levantarle el tronco y colocarlo por encima de la cerca sin tocar los alambres de espino, Isserley estuvo a punto de hacerse un esguince.

    —No hagas estupideces —le dijo Esswis—. Luego lo lamentarás.

    Pero también él se hizo daño al tratar de levantar solo aquel peso, para no quedar mal ante una mujer.

    Cuando ya tenían a los dos vodsels en la parte de atrás del Land Rover, Isserley y Esswis se miraron el uno al otro y soltaron una carcajada. Recuperar aquellos animales había sido muchísimo más asqueroso de lo que ninguno de los dos hubiera podido imaginar. Una especie de sopa gelatinosa, mezcla de excrementos de vaca, sangre y tierra, les resbalaba por los brazos y la ropa. Tenían churretes hasta en la cara. Parecía como si llevaran pintura militar de camuflaje.

    —Bueno, ya han caído tres —le dijo Esswis a Isserley con un tono nuevo de respeto, mientras le abría la puerta del coche para que entrara.

    Volvieron a hacer el mismo recorrido alrededor de la granja sin encontrar nada en las carreteras. Todo había adquirido un aire diferente al del recorrido anterior, ya que en algún punto de la zona costera de Ablach, invisible bajo los acantilados, el sol estaba saliendo del mar. La oscuridad se iba desvaneciendo por momentos y dejaba al descubierto un cielo que prometía ser claro y benévolo, como si quisiera invitar a otros automovilistas a salir a la carretera lo más temprano posible. Las vacas y ovejas que, innumerables e invisibles, habían ido de acá para allá toda la noche, se iban materializando. Ya se podían distinguir algunos animales a cuatrocientos metros.

    Alguno de ellos bien podía ser el vodsel que faltaba, si es que había conseguido llegar al sitio adecuado en el momento adecuado.

    Cuando ya iban de vuelta subiendo por el sendero de Ablach, Esswis echó una ojeada a lo lejos, más allá de los prados, y vio en el estuario un barquito de pesca que se acercaba a la orilla. Mortificado, apretó el volante con fuerza. Isserley supuso que se estaría imaginando exactamente lo mismo que ella se había imaginado antes: una criatura de dos patas, desnuda, haciendo señas frenéticas en la orilla.

    —Puede que éste sea el momento de dar ese paseo por la playa que proponías —dijo Esswis en tono de broma, intentando que pareciera una concesión. Por supuesto que aquel cambio en su actitud no era, como pretendía aparentar, una deferencia: si no encontraban nada en el estuario, podría rezongar que hacer caso de su sugerencia no había sido más que una pérdida de su valioso tiempo.
    —No —dijo Isserley—. Tengo una corazonada. Vamos a hacer el mismo recorrido otra vez.
    —Como quieras —contestó irritado. La culpa sería de ella cuando los titulares de los periódicos dijesen: UNOS PESCADORES ENCUENTRAN UN MONSTRUO.

    Fueron hasta la colina de los Conejos en silencio. Al pasar una y otra vez sobre el cemento del sendero, los neumáticos habían ido dispersando la sangre, diluyéndola con la suciedad y haciendo que se colara por las grietas. Pero aún seguía necesitando una buena limpieza. Más tarde.

    Si es que había un más tarde.

    En el trecho de la carretera al que daban los senderos de entrada y salida de Ablach, Isserley se inclinó hacia adelante. El sudor le caía por la espalda y sentía el aguijoneo del instinto.

    —¡Allí! —gritó cuando ya habían coronado la cima de la colina y empezaban a bajar hacia el cruce.

    La verdad era que no se necesitaba tener unos poderes especiales de observación. El cruce de carreteras era un espacio amplio, y el vodsel estaba en su mismísimo centro. Su cuerpo carnoso brillaba bajo la luz del amanecer con un tono entre azul y dorado, como si fuese una atracción turística de fibra de vidrio de color chillón. Al oír que un vehículo se aproximaba por su espalda, se volvió rígidamente y levantó un brazo señalando hacia Tain.

    En el paroxismo de la agitación, Isserley se levantó anticipadamente del asiento, pero, ante su incredulidad, cuando llegaron al cruce, Esswis no se detuvo. Siguió conduciendo por el camino que bordeaba la granja en dirección a Portmahomack.

    —Pero ¿qué estás haciendo? —chilló.

    Esswis dio un respingo como si lo hubieran arañado o hubieran intentado arrancarle el volante de las manos.

    —He visto unos faros que venían por la carretera de Tain —contestó gruñendo.

    Isserley intentó verlos, pero ya habían pasado el cruce y los árboles ocultaban la carretera de Tain.

    —Yo no he visto ningún faro —protestó.
    —Pues estaban allí.
    —¡Por Dios bendito! ¿A qué distancia?
    —¡Cerca, muy cerca! —gritó Esswis al mismo tiempo que golpeaba el volante con una mano, lo cual provocó que el coche diera un bandazo brusco y peligroso.
    —Bueno, pues no sigas adelante —dijo Isserley entre dientes—. Vuelve y echemos un vistazo.

    Esswis se detuvo en la entrada de la Granja Petley y efectuó un giro que necesitaba tres maniobras haciendo seis por lo menos. Isserley, impotente y desesperada en su asiento, no podía dar crédito a lo que le estaba sucediendo.

    —¡Date prisa! —dijo gimiendo casi y agitando los puños cerrados bajo la barbilla.

    Pero parecía como si de pronto Esswis acabara de descubrir lo que era la prudencia, pues condujo muy despacio y con mucho cuidado. Un poco antes de llegar al cruce se detuvo en un lugar protegido por los árboles. A través del follaje los dos vieron claramente al vodsel, que seguía allí, de pie, expectante sobre el asfalto. No había rastros de coches por ningún lado.

    —Estoy seguro de que venía un coche —insistió tercamente Esswis—. Como a la altura de la Granja Easter.
    —Puede que haya ido a la Granja Easter, que, como muy bien sabes, está deshabitada —sugirió Isserley, que se esforzaba por no ponerse a gritar.
    —Las probabilidades de que...
    —¡Por Dios bendito, Esswis! —dijo levantando la voz—. ¿Qué te pasa? Está ahí mismo. ¡Ponte en movimiento!
    —¿Y cómo vamos a meterlo en el coche?
    —Tú, simplemente, dispara.
    —Ya es de día y estamos en un cruce. En cualquier momento podría venir un coche.
    —Pues dispara antes de que venga.
    —Si alguien nos ve dispararle o meterlo en el coche, estamos perdidos. Incluso con que quede un charco de sangre bastaría.
    —Si lo recoge otro coche, también estaremos perdidos.

    Llevaban unos segundos allí quietos, como atrapados en un callejón sin salida, cuando el sol empezó a entrar a través del sucio parabrisas y sus cuerpos comenzaron a exhalar un hedor casi insoportable a excrementos. Entonces Esswis apretó el acelerador y se dirigió hacia el cruce.

    El vodsel fue a su encuentro dando traspiés. Levantó un brazo e intentó señalar hacia Tain con el pulgar amoratado de una mano hinchada. Al verlo de cerca comprobaron que estaba casi muerto de frío y que sólo una gran determinación lo hacía mantenerse sobre sus carnosos pies como en un trance vegetativo.

    Aun así, al ver que un coche aminoraba la velocidad para detenerse, un atisbo de sensibilidad cruzó por su mirada. Movió la boca, demasiado rígida por el frío y la sobrealimentación para sonreír, pero en la que se adivinaba su intención de hacerlo.

    Esswis estiró el brazo hacia el asiento de atrás y buscó a tientas la escopeta, que había resbalado al suelo. El vodsel se dirigió dando tumbos hacia el coche.

    —Olvida la escopeta —dijo Isserley, y se giró para abrir la puerta de atrás.

    El vodsel agachó la cabeza, logró meter el cuerpo en el coche y cayó exhausto sobre el asiento. Isserley, resoplando por el esfuerzo, cerró la puerta tirando de ella con un solo dedo.

    —Ya están los cuatro —dijo.


    De vuelta ante el edificio principal, sin que a Esswis le hubiera dado casi tiempo de decir su nombre en el interfono, la puerta empezó a abrirse girando sobre sus goznes. En el hueco aparecieron cuatro hombres empujándose, estirando los hocicos con ansiedad y pateando el suelo.

    —¿Los habéis encontrado? ¿Los habéis encontrado? —gritaban.
    —Sí, sí —gruñó Esswis, exhausto, y señaló hacia el Land Rover.

    Los hombres se abalanzaron hacia fuera para ayudar a descargar, respirando pesadamente y dejando una estela de vaho tras de sí. Isserley y Esswis no fueron con ellos, sino que se quedaron plantados en medio de la entrada, como para impedir la vista a cualquier intruso que pudiera haberse extraviado por allí. Después de todo, había una nave de carga aparcada dentro del edificio. Era un objeto insólito, imposible de confundir con un tractor.

    Isserley se quedó mirando cómo abrían los hombres una de las puertas laterales del Land Rover y vio caer las piernas hinchadas y ensangrentadas del último vodsel igual que si fuesen un par de salmones gigantes. Apartó la vista. Bajo la luz del sol el color blanco de los muros parecía tan luminoso, que la luz amarillenta de las lámparas de volframio que había en el interior resultaba escasa y horrible.

    De pronto, Esswis se encogió como si se le hubiera soltado algún resorte de los hombros, se volvió contra la pared y apoyó una mano peluda y temblorosa bajo el cartel de la calavera y los dos huesos cruzados.

    —Me vuelvo a casa —dijo entre suspiros.

    Dado que estaba de espaldas, Isserley no podía saber qué alcance había que suponerle a aquella afirmación. Pero, evidentemente, Esswis se refería a la casa de la granja y hacia allí se dirigió arrastrando los pies.

    —¿Y qué pasa con tu coche? —le preguntó Isserley mientras se alejaba.
    —Vendré a recogerlo después —contestó con voz quejumbrosa y sin darse la vuelta siquiera.
    —Si quieres, puedo acercártelo a tu casa —se ofreció.

    Sin dejar de caminar, y sin volverse, Esswis levantó un brazo y lo dejó caer con aire cansino. Isserley no logró saber si era un gesto de agradecimiento o de rechazo.

    Desde las inmediaciones del Land Rover llegó a sus oídos una palabrota de asombro, dicha en su idioma natal. Al abrir la parte de atrás, los hombres se habían encontrado con el revoltijo de los otros tres vodsels apretujados. Isserley no tenía el menor interés en escuchar sus expresiones de asco. Esswis y ella habían hecho todo lo posible para volver con los animales en una sola pieza. ¿Qué esperaban?

    Para ahorrarse las quejas de los hombres y no tener que ofrecerse a ayudarlos a meter los cadáveres, se deslizó dentro del edificio en busca del verdadero causante de todo el problema: Amlis Vess.

    La planta baja se hallaba tan llena de ecos como vacía de objetos móviles, a excepción de la gran mole negra con forma elíptica de la nave de carga, aparcada directamente bajo la escotilla abierta en el tejado del edificio. Hasta las máquinas agrícolas, que había que tener para salvar las apariencias, y que habitualmente estaban desperdigadas por allí por si había una inspección, habían sido retiradas para que no obstaculizaran las maniobras de carga. Si todo hubiera ido bien, a aquella hora los hombres tendrían que haber estado ocupados cargando la mercancía en la nave, pero Isserley se olió que aquel día no habían hecho nada.

    En un ángulo había un bidón grande de acero de unos dos metros de alto y alrededor de metro y medio de diámetro, con un dibujo oxidado y borroso de una vaca y una oveja en relieve. A un lado sobresalía una espita de latón. Isserley la giró y el bidón se abrió por una juntura invisible con la delicadeza de un párpado vertical.

    Entró, el metal la envolvió y empezó a descender.

    Las puertas del ascensor se abrieron automáticamente al llegar a un nivel inferior, en el que estaban la cocina, el comedor de los trabajadores y la sala de recreo. Era un lugar de esos que hacen daño a la vista, de techo bajo, con una luz estridente como las de las gasolineras de carretera, donde siempre olía a patatas fritas, hombres sin lavar y mermelada de mussanta.

    Allí no había nadie, así que Isserley siguió bajando. Esperaba que Amlis Vess no estuviese escondido en la zona más profunda, donde se sacrificaban los animales y se procesaba la carne. Nunca había estado allí y tampoco tenía ganas de ir en aquel momento. No era un lugar adecuado para nadie que tuviera claustrofobia.

    El ascensor volvió a pararse. Esta vez en la planta en la que estaban las habitaciones de los hombres, donde —pensándolo bien— era lo más probable que estuviera Amlis Vess. Isserley sólo había estado allí una vez, cuando acababa de llegar a la Granja Ablach. Nunca había encontrado ningún motivo para volver a aquella madriguera masculina con olor a moho y a sudor que le recordaba los Estados Nuevos. Pero ahora sí que tenía un motivo. Cuando la puerta abrió sus hojas metálicas, Isserley se preparó para un enfrentamiento tormentoso.

    Lo primero que vio fue al propio Amlis Vess justo al lado del ascensor. No había contado con que estuviera tan cerca. Era como si fuese a entrar en la cabina. Sin embargo, se quedó absolutamente inmóvil. La verdad es que a Isserley le pareció que absolutamente todo se había quedado inmóvil. Era como si el tiempo no hubiera tenido el menor reparo en detenerse para que pudiera observar a Amlis a sus anchas. Iba dispuesta a empezar a soltar insultos. Pero se quedó con la boca abierta.

    Era el hombre más guapo que había visto en su vida.

    Le pareció inquietantemente familiar, como ocurre con los famosos, al tiempo que le resultaba absolutamente desconocido, igual que si no le hubiera visto en su vida. La imagen que proporcionaban los medios de comunicación, y que ella recordaba sólo a medias, no transmitía, en absoluto, su atractivo.

    Como todos los de su raza —excepto ella y Esswis, por supuesto—, estaba desnudo, iba a cuatro patas y tenía todos los miembros exactamente igual de largos. Tenía un rabo prensil que podía utilizar a manera de trípode como otro miembro en el que apoyarse, si es que necesitaba tener las patas delanteras libres. El pecho se le iba estrechando con absoluta perfección hasta convertirse en un cuello largo sobre el que se alzaba la cabeza como un trofeo. En ella sobresalían tres puntos: las orejas, largas y puntiagudas, y el hocico vulpino. Tenía unos ojos grandes, de una redondez perfecta, en la parte frontal, la cual, al igual que el resto del cuerpo, se hallaba cubierta de un sedoso pelaje.

    Todos sus rasgos eran los de un ser humano normal y corriente, no había en él nada diferente de los obreros que estaban detrás mirándolo nerviosos.

    Pero era diferente.

    Para empezar, era sorprendentemente alto. Su cabeza quedaba a la altura del pecho de Isserley. Si lo pusieran vertical mediante una intervención quirúrgica, como habían hecho con ella, sería ostensiblemente más alto que ella. La riqueza y los privilegios debían de haberlo librado de la típica atrofia en el crecimiento que afectaba a los hombres de los Estados Nuevos, como le ocurría al que le estaba vigilando en aquel momento. A su lado era como un gigante, pero resultaba esbelto, nada desproporcionado ni torpe. Tenía el pelo de varios colores (las malas lenguas decían que no era natural): el de la espalda, los hombros y los flancos era pardo oscuro; el de la cara y las patas era totalmente negro, y el del pecho, de un blanco inmaculado. Y, además, le brillaba de un modo increíble; sobre todo, el del pecho, que era más espeso y casi encrespado. No era excesivamente musculoso, sólo lo justo para su esqueleto. Las paletillas apenas se le marcaban bajo la capa satinada del pelo. Lo que más llamaba la atención en él era su rostro: entre todos los hombres con los que Isserley trabajaba no había ninguno que no tuviera pelos ásperos, calvas y cicatrices antiestéticas en la cara. Pero Amlis Vess tenía una capa continua de vello negro, suave y sin un solo defecto desde la punta de las orejas hasta la curva del cuello, que parecía una fina pieza de ante negro labrada con todo esmero por un artesano meticuloso. Clavados en aquella negrura perfecta, sus ojos leonados brillaban como el ámbar bajo la luz. Tomó aire y se dispuso a empezar a hablar.

    Pero, de pronto, como cuando se corre el telón tras un espectáculo, las hojas de la puerta metálica se deslizaron hasta cerrarse. En ese momento fue cuando Isserley se dio cuenta de que habían transcurrido varios segundos y ella no había salido del ascensor. La puerta se había cerrado y Amlis había desaparecido. El suelo empezó a moverse suavemente bajo sus pies.

    El ascensor estaba bajando al sótano donde se encontraban los corrales de los vodsels y se procesaba la carne, exactamente al lugar al que Isserley no quería ir. Furiosa, apretó con la palma de la mano el botón para subir.

    El ascensor se paró y las hojas de la puerta empezaron a moverse como si fueran a abrirse, pero tras separarse unos dos centímetros, la cabina volvió a ponerse en movimiento y empezó a subir. Sólo había entrado un tufillo a humedad y a animales encerrados; nada más.


    Al llegar a la planta de las habitaciones de los hombres, el ascensor volvió a abrirse.

    Amlis Vess se había alejado un poco de la puerta y estaba más cerca del hombre que lo estaba vigilando. A Isserley le seguía pareciendo que era guapísimo, pero aquellos instantes de separación le habían servido para recobrar la sensación de furia. Fuera guapo o feo, era el responsable de un acto de sabotaje, una proeza juvenil que a ella le había hecho pasar un infierno. El que su apariencia la hubiese deslumbrado no cambiaba nada. Era, simplemente, que había supuesto que sería alguien que no destacaría más que por las estupideces que cometía y se había encontrado con un ser que no era anodino en absoluto. Sólo tenía que cambiar de enfoque.

    —Ah, bueno, creí que no querías nada con nosotros —dijo Amlis con una voz cálida y musical y con una tremenda entonación de niño bien. Isserley tuvo que echar mano del resentimiento que le provocaba aquel detalle para poder contestar con determinación.
    —Ahórrese los comentarios graciosos, señor Vess —dijo mientras salía del ascensor—. Estoy muy cansada.

    Deliberadamente, intencionadamente, se volvió hacia el otro hombre, al que tras unos instantes reconoció. Era Yns, el ingeniero.

    —¿Qué te parece, Yns? —dijo, satisfecha de haber recordado su nombre justo a tiempo—. ¿Será peligroso que el señor Vess vaya a la planta baja?

    Yns, un vejete de pelaje negruzco y más feo que Picio, abrió la boca dejando al descubierto unos dientes sucios y cruzó una mirada fugaz con Amlis. Era evidente que habían tenido oportunidad de charlar ampliamente mientras en el exterior se llevaba a cabo la persecución de los vodsels y habían llegado a comprender lo absurdo y artificial de establecer una relación de vigilante y vigilado.

    —Bueno..., ya no puede hacer nada más, ¿no? —contestó haciendo una mueca.
    —Pues entonces me parece que el señor Vess debería ir a la planta baja —dijo Isserley—, a echar un vistazo a lo que están descargando los hombres.

    Sin apartar la mirada de Amlis Vess, giró un brazo hacia atrás y apretó el botón para llamar al ascensor. Al hacer aquel movimiento sintió un latigazo de dolor y se dio cuenta de que él lo había notado. ¡Maldita sea! Eran tan raras las oportunidades que tenía de utilizar sus múltiples articulaciones naturales, y tenía siempre tanto cuidado de hacer sólo los torpes movimientos de los vodsels, que se estaba agarrotando. ¡Seguro que a aquel niño bien le gustaría saber todo lo que su cuerpo era capaz de hacer, y también todo lo que no estaba a su alcance!

    El ascensor llegó y, obediente, Amlis Vess entró en él. Movía los huesos y los músculos sin brusquedad bajo la piel, tan sutil como si fuera un bailarín. Era probable que fuera bisexual, como todos los ricos y los famosos.

    Al darse cuenta de que en la cabina del ascensor no cabían los tres, Amlis dirigió una mirada a Isserley, pero ésta hizo un gesto para dejar absolutamente claro que subiera él primero con Yns y que ella subiría después. Intentaba demostrar con su actitud el rechazo que le producía Amlis Vess, como si se tratara de un animal enorme que fuera a ensuciarla justo en un momento en que estaba demasiado cansada para lavarse.

    En cuanto el ascensor comenzó a subir, Isserley empezó a sentirse mal, como si la hubiera cubierto la tierra y estuviera inhalando las miasmas de un aire viciado. Sin embargo, contaba con que se sentiría de aquel modo, así que se dio ánimos para soportarlo. Estar bajo tierra siempre era una pesadilla para ella, y más aún si se trataba de un lugar como aquél. Le parecía que había que ser muy bruto para vivir allí sin volverse loco.

    —Venga, baja ya —susurró ansiosa por que el ascensor viniese a rescatarla.


    Cuando por fin todos —Isserley, Amlis Vess y cinco operarios de la granja— se encontraron en la planta baja, se toparon con un despliegue de una solemnidad surrealista. Los vodsels habían sido introducidos en el edificio: primero el que aún vivía y a continuación los tres cadáveres ensangrentados. En realidad, el que había llegado vivo ya estaba muerto: por precaución, Ensel le había administrado una dosis de icpathua que, desgraciadamente, parecía haber sido la causa de que se parara aquel corazón ya exhausto.

    Los cuerpos estaban colocados en fila en el centro de la planta, sobre el pavimento de hormigón. Por las piernas del que estaba en mejor estado aún se deslizaban algunos coágulos de sangre; las cabezas de los que habían recibido los disparos habían dejado casi de sangrar. Pálidos y relucientes por la escarcha, parecían cuatro figuras de cera imponentes, una especie de velas enormes que se hubieran derretido de un modo desigual desde la mecha.

    Isserley dirigió la mirada primero a los cuerpos, luego a Amlis Vess y de nuevo a los cuerpos, como para trazar una línea imaginaria a la que él debía dirigir su atención.

    —Bueno, ¿qué? —le dijo desafiante—. ¿Satisfecho?

    Amlis Vess la miró enseñando los dientes con un gesto de pena y asco a la vez.

    —Es muy raro, ¿sabes?, pero no recuerdo haber sido yo el que les ha descerrajado un disparo en la cabeza a estos pobres animales.
    —Pues es como si lo hubiera hecho —respondió Isserley con acritud, molesta por las inoportunas risitas que Yns estaba emitiendo justo detrás de ella.
    —Si a ti te lo parece... —contestó Amlis Vess con el mismo tono, aunque no con el mismo acento, que ella habría utilizado para seguirle la corriente a algún autoestopista chiflado y peligroso.

    Isserley se puso tensa de rabia. ¡Qué hijo de puta! Se comportaba como si sus meteduras de pata no necesitasen justificación. Un típico niño rico, un típico hijo de papá malcriado. Nunca necesitaban justificar sus actos.

    —¿Por qué lo hizo? —le espetó sin rodeos.
    —Estoy en contra de que se mate a los animales —replicó sin alzar la voz—. Simplemente.

    Isserley se quedó mirándolo estupefacta, sin poder creérselo. Luego, indignada, señaló los pies de los vodsels muertos. Una fila desordenada de unos cuarenta dedos hinchados se desplegaba ante ellos sobre el pavimento de hormigón.

    —¿Ve usted eso? —dijo echando chispas mientras señalaba los dedos que estaban más afectados—. ¿Ve lo grises y reblandecidos que están? Es consecuencia de la congelación. Se lo ha causado el frío. Son trozos de carne muerta, señor Vess. Estos animales habrían muerto, simplemente, por estar a la intemperie.

    Amlis Vess se removió inquieto. Fue su primer signo de flaqueza.

    —Me parece difícil de creer —dijo frunciendo el ceño—. Después de todo, ahí fuera están en su elemento.
    —¿Está usted de broma? ¿Le parece que esto se lo han hecho al estar correteando en su elemento? —le contestó agarrando uno de aquellos dedos congelados, con lo que le causó, sin querer, una perforación adicional—. ¿Le parece que han estado en una... fiestecita?

    Amlis Vess abrió la boca como si fuera a hablar, pero luego debió de pensarlo mejor. Solamente suspiró. Y, al suspirar, el vello blanco de su pecho se esponjó.

    —Lo que me parece es que estás furiosa conmigo —dijo con voz grave—, muy furiosa. Y lo extraño del asunto es que no creo que sea porque yo les haya causado daño a estos animales. Quiero decir que estabais a punto de matarlos vosotros, ¿o no?

    Con una crueldad inconsciente, solidarizándose con Vess, todos los hombres se quedaron mirando a Isserley a ver qué respondía. Ella se quedó callada, apretando los puños. De pronto, se dio cuenta de por qué no debía cerrarlos: le producía un dolor horrible en el punto en el que le habían amputado el sexto dedo. Y aquello le hizo recordar todas las diferencias que había entre ella y los hombres que tenía enfrente, colocados en semicírculo al otro lado de la línea divisoria que formaban los cadáveres. Se encogió instintivamente, inclinando el cuerpo como para ponerse a cuatro patas, pero lo único que hizo fue cruzar los brazos por delante del pecho.

    —Sugiero que se mantenga al señor Vess lejos de donde pueda causar problemas hasta que embarque y vuelva al sitio del que ha venido —dijo fríamente, sin dar aquella orden a nadie en particular. Y, a continuación, dando un corto paso tras otro con mucho dolor, pero con dignidad, salió del edificio.

    Los hombres permanecieron un rato en silencio.

    Y, luego, Yns le dijo a Amlis Vess:

    —Le has gustado. Te lo aseguro.


    Capítulo 6


    Una hora más tarde y a casi sesenta kilómetros de distancia, en una A9 azotada por el viento, Isserley miraba, con cara de sueño y forzando la vista, un enorme panel de tráfico que decía, en letras luminosas: EL CANSANCIO PUEDE MATAR: DESCANSA. Era una señal «experimental» en la que se invitaba a los conductores a comunicar a un número de teléfono que figuraba en la parte inferior de la pantalla qué opinión les merecía aquella iniciativa.

    Isserley había pasado cientos de veces bajo aquel panel camino de Inverness, y cada vez que lo hacía se preguntaba si algún día lo utilizarían para dar alguna información importante sobre el tráfico, como si había ocurrido algún accidente, si había retenciones en los próximos kilómetros o si las condiciones meteorológicas en el puente de Kessock eran adversas. Pero nunca había mensajes de ese tipo, sólo asépticos consejos sobre la velocidad, el comportamiento cívico o el cansancio.

    Aquel día sonrió compungida al leer el consejo del panel. Era cierto: estaba cansada y debería tomarse un descanso. El que se lo recordase una máquina carente de alma no dejaba de tener gracia, pero era más fácil de obedecer. No solía seguir los consejos de otros humanos.

    «Se metió en una área de descanso y apagó el motor. El sol, un tanto belicoso, le daba directamente en los ojos, y pensó en oscurecer las ventanillas, aunque luego decidió no hacerlo por si se quedaba dormida y acababan despertándola los golpes de algún policía en aquellos cristales opacos y ambarinos. Era algo que nunca le había pasado, pero, si le ocurría, estaría acabada. Había bastantes cosas que la policía podía pedirle y que no tenía, entre las que se contaba un par de ojos del tamaño de los de un vodsel detrás de las grandes y gruesas gafas que llevaba.

    En aquel momento los ojos le dolían, irritados por la falta de sueño y el esfuerzo de tener que mirar a través de dos capas de cristal. Pestañeó y volvió a pestañear, cada vez más despacio, hasta que se le fueron cerrando los párpados. Descansaría los ojos un ratito y luego pondría rumbo al norte para dormir de verdad. Pero no en la granja, sino en algún otro sitio. Probablemente, la granja estaría toda alborotada por culpa del idiota de Amlis Vess.

    Conocía un lugar fuera de la carretera principal, en la B9166 que iba a Balintore, donde paraba de vez en cuando a echar una cabezadita. Eran las ruinas de una abadía medieval. Por allí nunca iba nadie, a pesar de que era una de las atracciones turísticas oficiales. Había señales que informaban de su ubicación, pero estaban demasiado separadas entre sí para atraer a los automovilistas. Era el lugar ideal para Isserley, ya que apenas había dormido y había tenido que pasarse varias horas persiguiendo a los vodsels perdidos antes del amanecer.

    Mientras se imaginaba que ya había llegado a la abadía de Fearn, se quedó dormida, con la cabeza y un brazo apoyados contra el mullido volante.

    Al principio, soñó que estaba en las ruinas de la abadía. Como no tenía tejado, soñó que estaba durmiendo allí dentro con el cielo por encima de la cabeza, como un océano azur veteado de cirros. Pero enseguida, como le ocurría con mucha frecuencia, se deslizó hacia un nivel más profundo, como si la corteza terrestre se hubiese pulverizado bajo sus pies y hubiese acabado aterrizando en el infierno subterráneo de los Estados Nuevos.

    —Esto es un error —le decía al supervisor mientras éste la conducía por los laberintos de bauxita prensada a niveles más profundos—. Tengo amigos muy influyentes en las altas esferas que están absolutamente horrorizados de que me hayan enviado aquí y ahora mismo están trabajando en mi reclasificación.
    —Vale, vale —murmuraba el supervisor mientras seguían bajando—. Ahora te enseñaré cuál va a ser tu trabajo.

    Habían llegado al oscuro centro de la fábrica, que era una especie de gigantesco cráter de hormigón en cuyo fondo se abría un amplísimo pozo que contenía una especie de pasta brillante de materia vegetal en descomposición. Unas raíces enormes y diferentes tubérculos giraban lentamente en aquel mejunje albuminoso, sobre cuya superficie plateada se retorcían unas hojas gruesas como los peces manta que la marea arroja a la playa, y, de vez en cuando, al producirse una repentina interrupción en el movimiento de aquella superficie, salían disparadas de ella nubes de gas azulado. Alrededor de aquella enorme cavidad en continua agitación el aire era agobiante y estaba cargado de partículas de musgo y de un vapor verdoso.

    A pesar del asco que le producía, Isserley se acercaba y observaba que alrededor del borde había cientos de tubos de un grosor similar al de las mangueras industriales, que desaparecían cada pocos metros al introducirse en aquella viscosa oscuridad. Un extraño artefacto mecánico estaba sacando uno de los tubos y enrollándolo. La longitud de aquel tubo reluciente daba una idea de la enorme profundidad del cráter. Pasado un buen rato surgía su extremo, al que estaba unido, por lo que recordaba un cordón umbilical, un ancho traje de submarinista cubierto de limo. Sin soltar un objeto con forma de pala que sostenía con los guantes, el traje de submarinista salía resbalando torpemente hasta el borde de hormigón y, con enorme dificultad, se ponía de rodillas.

    —Aquí es donde se fabrica el oxígeno para los de arriba —le explicaba el supervisor.

    Isserley se despertó gritando.

    Se encontró sentada dentro de un vehículo aparcado al borde de una carretera que se extendía desde el infinito hasta el infinito, en medio de una tierra remota y extraña. Fuera, el cielo era azul, transparente e ilimitado. Millones, billones, trillones de árboles estaban fabricando oxígeno sin intervención del hombre. Brillaba un sol recién salido y apenas habían pasado unos minutos desde que se había quedado dormida.

    Se desperezó haciendo un giro de trescientos sesenta grados con sus finos bracitos, mientras gruñía incómoda. Seguía estando agotada, pero aquel sueño la había despabilado y le pareció que podía seguir conduciendo sin correr el peligro de quedarse dormida al volante. Trabajaría un poco y ya vería cómo se sentía al atardecer. Obviamente, había desaparecido la presión a la que se había visto sometida el día anterior, a causa del deseo de conseguir una captura para ofrecérsela al hijo del jefe, el distinguido visitante, con el fin de impresionarlo. Llevar un vodsel a Amlis Vess no era, decididamente, la forma de llegarle al corazón ni a ninguna otra parte de su ser a la que hubiera pretendido conmover. Pero, dejando aparte a los visitantes chiflados, ella tenía sus propias expectativas en la vida.


    Aún seguía yendo en dirección sur cuando, nada más pasar Inverness, divisó a un enorme autoestopista con un cartel en la mano en el que ponía GLASGOW.

    Por pura costumbre pasó de largo, siguiendo los procedimientos habituales, aunque no le cabía la menor duda de que pararía a recogerlo en cuanto diese la vuelta. Tenía una constitución impresionante y estaba en la flor de la vida. Habría sido un crimen dejar a un espécimen como aquél.

    A pesar de su corpulencia, corrió con agilidad hacia el coche cuando vio que se detenía cerca de él, lo cual era buena señal, ya que los vodsels borrachos o discapacitados se movían torpemente.

    —Voy a Pitlochry, ¿te va bien? —le dijo Isserley, y, por la expresión sonriente y deseosa de agradar del autoestopista, supuso que era más que suficiente.
    —¡Genial! —respondió entusiasmado, y se subió.

    Tenía un rostro grande y carnoso, casi como el de los unimesinos, coronado por unos rizos rubios. Pero los rizos eran escasos y la piel era gruesa y con manchas, como si la cabeza se le hubiera perdido en el mar en algún momento de su vida y luego hubiera sido devuelta a la costa y curtida por el sol durante años antes de volver a reunírsele con el cuerpo.

    —Me llamo Dave —dijo extendiendo la mano. Ella alargó la suya torpemente e intentó no hacer ninguna mueca de dolor cuando se la apretó justo por donde había tenido el sexto dedo. Era tan raro que un autoestopista se presentara diciendo su nombre, que tardó en contestar.
    —Y yo, Louise —dijo después de unos instantes.
    —Pues encantado —respondió él de inmediato, haciendo muchos aspavientos mientras se abrochaba el cinturón, como si estuvieran a punto de embarcarse juntos en alguna aventura de índole profesional, como la de romper la barrera del sonido en un bólido de carreras o probar un jeep en un terreno rocoso.
    —Estás de buen humor, ¿verdad? —comentó Isserley mientras se alejaba del arcén.
    —La verdad es que sí, tía. Estoy fenomenal —afirmó Dave.
    —¿Y tiene eso algo que ver con lo que te propones hacer en Glasgow?
    —Otra vez has dado en el clavo, tía —dijo Dave con una sonrisa de oreja a oreja—. Tengo entradas para un concierto de John Martyn.

    Isserley repasó mentalmente los nombres de los artistas que había visto en la televisión mientras hacía sus ejercicios matutinos o los que, por algún motivo, habían aparecido en las noticias de la noche. No recordaba el nombre de John Martyn, así que era probable que no fuera de los que doblaban cucharas con el poder de la mente ni de los que quebrantaban la ley contra la inhalación del humo de plantas.

    —No le conozco —dijo.
    —Venga..., seguro que has oído alguna de sus canciones —aseguró Dave, mientras fruncía la frente, incrédulo—. «Ojalá nunca» es buenísima. —Y, de repente, sin previo aviso, empezó a cantar en voz alta—. Ah, ojaaa-la nunca tengas que acostarte sin alguien que te coja de la mano... ¿No te suena?

    Del susto, Isserley había dado un volantazo hacia el centro de la carretera y en aquel momento toda su atención estaba en volver a su carril.

    —¿Y tampoco te suena «A la colina»? —siguió insistiendo Dave y empezó a cantar mientras con una mano rasgaba unas cuerdas imaginarias a la altura del pecho y con la otra recorría el mango de una guitarra invisible—. Cuando te llenan de problemas tus hijos, cuando te llena de problemas tu mujer, sólo hay un sitio donde poder refugiarse. Me voy, JEY, JEY, JEY, allá arriba a la colina.
    —¿Tienes problemas con tu mujer, Dave? —le preguntó Isserley, ya más tranquila, pero sin apartar los ojos de la carretera.
    —Claro, el problema es que se entere de dónde estoy. ¡Ja, ja, ja!
    —¿Y tienes niños? —estaba siendo un poco atrevida, lo sabía, pero aquel día no tenía ganas de andar perdiendo el tiempo.
    —No, nada de niños, tía —dijo Dave, que, de pronto, se puso serio y colocó las manos sobre las rodillas.

    Isserley se preguntó si no se habría pasado de la raya. Se calló, sacó pecho y se limitó a conducir.


    Era una pena, pensó Dave, que aquella tal Louise le llevase sólo hasta Pitlochry. Si seguía así, llegaría a Glasgow con cuatro horas de anticipación y no habría estado mal pasarse el tiempo que le sobraba con aquella chica. Cuidado, no es que él fuese un machista, pero es que hablaba con esa franqueza que suelen tener las chicas fáciles, y le había recogido en la carretera, a él, que era un tipo grande y fornido al que, tenía que admitirlo, casi nunca recogían las mujeres. Tenía unos pechos fantásticos y unos ojos más grandes incluso que los de Sinead O'Connor, y un pelo que también era bonito, aunque la verdad es que lo llevaba hecho un desastre, todo revuelto y alborotado, lo cual impedía verle la cara de lado. Tal vez aquello fuera a lo que se referían las mujeres cuando decían eso de «hoy tengo el pelo fatal». Tal vez no estaría mal que comentase lo fatal que se pone a veces el pelo para que ella viese que entendía de esas cosas. A las mujeres les gustaba pensar que la separación que hay entre los sexos no es insuperable; a él le parecía que era una estrategia estupenda para que se abrieran de piernas.

    ¡Tal vez se enrollaran de camino a Pitlochry! Después de todo, no era necesario tener una cama a mano. Louise podría parar en un área de descanso y enseñarle sus encantos.

    Pero sabía que aquello no eran más que sueños. Lo que ocurriría realmente es que, una vez en Pitlochry, lo dejaría al borde de la carretera y se alejaría haciendo un guiño con los faros traseros. Fin de la historia.

    Pero él iba a ver a John Martyn, no había que olvidarse de eso. Lo de ligarse a una mujer siempre daba un poco de corte cuando uno lo recordaba más tarde, pero un buen concierto era un colocón que te duraba para toda la vida.

    Y ahora que lo pensaba: ¿qué música llevaría aquella chica? Había un radiocasete justo encima de sus rodillas y tenían tiempo de sobra para escuchar una cinta de hora y media antes de llegar a Pitlochry.


    —¿Tienes alguna cinta, tía? —preguntó mientras señalaba el radiocasete. Isserley miró la rendija de metal intentando recordar si había algo allí dentro cuando empezó a manejar aquel coche, hacía ya años.
    —Sí, creo que hay una por ahí dentro —contestó recordando vagamente que se había sobresaltado cuando sonó una música inesperada el día que había estado investigando para qué servían las teclas del salpicadero.
    —Genial, ¿por qué no la pones? —le pidió Dave, que se golpeaba las perneras de los vaqueros como si fuera a tocar la batería.
    —Ponla tú, por favor —dijo Isserley—. Yo conduzco.

    Sintió que le clavaba la mirada, incrédulo ante tanta prudencia, pero la estaban adelantando coches constantemente y estaba demasiado nerviosa como para bajar la mirada hacia el salpicadero. Aquel paseo a toda velocidad que le había dado el loco de Esswis la había dejado nerviosísima, y no estaba de humor para ir a más de sesenta.

    Dave encendió el radiocasete y un sonido surgió obedientemente. Al principio Isserley se sintió aliviada de que el chico hubiese conseguido lo que quería, pero pronto se dio cuenta de que algo funcionaba mal y prestó atención. Parecía como si la música se hundiera en el agua cada pocos segundos, como si tuviese que atravesar unos obstáculos acuáticos.

    —¡Vaya! —dijo, preocupada—. Parece que ese aparato no funciona bien.
    —Qué va, es que la cinta está floja, tía.
    —¡Vaya! —repitió Isserley frunciendo el entrecejo mientras el coche de atrás tocaba la bocina, harto de que ella no adelantase a un autobús de turistas—. Habrá que... eh... ¿tirarla?
    —¡Qué va! —le aseguró Dave, toqueteando, feliz, los controles del radiocasete mientras ella soportaba los bocinazos—. Sólo hay que darle para atrás y para adelante un par de veces. Es increíble. Ahora lo verás. La gente tira muchas cintas pensando que están chungas, pero se pueden arreglar.

    Siguió ocupado durante unos minutos con el radiocasete, después rebobinó la cinta hasta el principio y lo volvió a intentar. Por los altavoces empezó a salir una canción con un sonido claro y fuerte como el de la televisión. Una voz masculina y gangosa cantaba algo sobre conducir un camión durante toda la noche y poner doscientos kilómetros de distancia entre él y una ciudad llamada Pena. Tenía un tono de tristeza juvenil.

    Isserley esperaba que Dave estuviera satisfecho, pero parecía desconcertado.

    —Tengo que decirte una cosa, Louise —dijo después de un rato—, que me parece gracioso que lleves música country y folk.
    —¿Gracioso?
    —Bueno..., que es raro en una tía. Por lo menos, en una tía joven como tú. Eres la primera que conozco que lleva música country y folk en el coche.
    —¿Qué tipo de música esperabas que tuviese? —preguntó Isserley. (En algunas gasolineras vendían cintas, así que quizás podría comprar unas más apropiadas.)
    —Pues música para bailar —dijo encogiéndose de hombros y marcando el ritmo con las manos—. De los Eternal, de los Dubstar, de M. Pipple, o tal vez de Bjork, de Pulp o de Portishead...

    A Isserley los tres últimos nombres le sonaron a marcas de comida para animales.

    —Será que tengo un gusto muy raro —acabó admitiendo—. ¿Crees que John Martyn me gustaría? ¿Qué tipo de música hace? ¿Podrías explicármelo?

    Aquella pregunta hizo que el rostro del autoestopista se iluminase y que se sumiese en una concentración intensa pero serena al mismo tiempo, como si hubiese estado esperando aquel momento toda su vida y supiese que estaba preparado para afrontar el desafío.

    —Hace un montón de cosas con sonidos acústicos, con pedales, ¿entiendes lo que te digo? Es acústico, pero suena como eléctrico, hasta incluso espacial.
    —Mmm —dijo Isserley.
    —En un segundo pasa de estar tocando una guitarra acústica supersuave a un ¡uaaaang! uaca uaca uaca ¡uaaaang!, y entonces la cabeza empieza a darte vueltas y más vueltas.
    —Mmm —dijo Isserley—. Parece... impresionante.
    —¡Y cómo canta! ¡Ese tío canta como nadie! Es como...

    Dave se puso a cantar otra vez entre convulsiones melismáticas, arrastrando las palabras y gruñendo como si estuviese totalmente borracho. Hacía ya muchos años que Isserley tenía por norma no llevar jamás en su coche a un autoestopista que estuviese muy borracho, por si se quedaba dormido antes de poder tomar la decisión de si debía aplicarle la icpathua. Si Dave le hubiese ofrecido aquel espectáculo nada más verlo, no le habría dejado subir al coche.

    Dave continuó con su explicación.

    —Pero el tío lo hace porque sí. Como los del jazz, ¿entiendes lo que te digo?
    —Mmm —contestó ella—. ¿Y has ido muchas veces a escuchar a John Martyn?
    —Ah, como seis o siete. Llevo años. Pero el tío bebe un mogollón, ¿entiendes lo que te digo? Con tipos así nunca se sabe, pueden palmar en cualquier momento. Y entonces después vas y te dices, pues yo podría haber ido a ver a John Martyn, pero no fui y ahora resulta que está muerto. ¿Y qué estaba yo haciendo en vez de ir a escucharle? ¡Pues ver la tele!
    —¿Es eso lo que haces la mayor parte del tiempo?
    —Pues sí, tía. La verdad es que sí —afirmó categóricamente.
    —¿También durante el día?
    —No, tía —dijo riéndose—. Durante el día curro.

    Isserley anotó aquello mentalmente, un tanto desilusionada, pues hubiera apostado a que su autoestopista estaba en el paro.

    —O sea que... —dijo, insistiendo en su interrogatorio con la esperanza de descubrir una tendencia al absentismo laboral—, hoy te has tomado el día libre para ir al concierto.

    Dave la miró con lástima y le dijo amablemente:

    —Pero si hoy es sábado, tía.

    Isserley hizo una mueca.

    —Ah sí, claro, claro —dijo.

    No tenía la menor duda de que todo aquello era culpa de Amlis Vess. Para lo único que había servido su estúpido acto de sabotaje era para destrozarle la capacidad de concentración el resto del día.

    —¿Estás bien, Louise? ¿O es que hoy te has levantado con el pie izquierdo? —le preguntó el vodsel sentado a su lado.

    Isserley asintió con la cabeza.

    —Trabajo demasiado —añadió con un suspiro.
    —Ah, es eso —subrayó Dave con tono comprensivo—. Bueno, pues ¡alegra esa cara! ¡Que tienes todo el fin de semana por delante!

    Isserley sonrió. Así era, tenía todo el fin de semana por delante, y él también. Sus compañeros de trabajo no esperarían verle hasta el lunes, e incluso si no se presentaba a trabajar ese día, pensarían que había tenido problemas para regresar de Glasgow. Se lo iba a llevar con ella. Era perfecto.

    —¿Y dónde te vas a quedar en Glasgow? —le preguntó, con el dedo suspendido sobre la tecla de la icpathua, suponiendo ya que farfullaría una respuesta imprecisa sobre la casa de unos amigos o alguna pensión.
    —Con mi madre —contestó de inmediato.
    —¿Tu madre?
    —Sí, con mi madre —le confirmó—. Es fenomenal, es una marchosa, ¿entiendes lo que te digo? Se apuntaría para ir conmigo a ver a John Martyn si no fuera porque hace mucho frío.
    —Qué simpática —dijo Isserley levantando el dedo de la tecla de la ictaphua y volviendo a ponerlo sobre el volante.

    El resto del viaje hablaron muy poco. La cinta con la música country y folk siguió sonando hasta el final, y Dave le dio la vuelta para sacarle el mayor provecho posible. El cantante con el tono de tristeza juvenil seguía hablando de dulces recuerdos, largas autopistas y oportunidades perdidas.

    —¿Sabes una cosa? Creo que ya he superado la etapa de esta música —acabó diciéndole Isserley a Dave—. Hace unos años me gustaba, pero ahora preferiría oír algo diferente. Quizás la próxima vez me compre algo de John Martyn.
    —¡Genial! —dijo Dave en tono alentador.

    Una vez en Pitlochry, lo dejó al borde de la carretera y se alejó haciendo un guiño con los faros traseros.

    Cuando, cinco minutos más tarde, pasó en sentido contrario, todavía seguía allí esperando con el cartelito en el que ponía GLASGOW. Si la vio (cosa de la que estaba casi segura), debió de quedarse asombrado preguntándose qué diablos habría pasado.

    Hacia las dos de la tarde el sol había desaparecido tras un mar de nubes de un color gris pizarra. Iba a nevar. Si la nieve empezaba a caer pronto, oscurecería inmediatamente en vez de hacerlo una hora y media más tarde, y sólo los que estuvieran muy locos o muy desesperados se atreverían a hacer dedo en esas condiciones. Isserley dudaba de que aquel día tuviera energías para aguantar a un loco o la suerte de encontrar a un desesperado. Tal y como se había desarrollado aquella jornada de trabajo, quizás fuese más razonable darla por concluida nada más caer el primer copo de nieve.

    ¿Y qué haría? ¿Adonde iría? Desde luego, no regresaría a la Granja Ablach si pudiera ir a otra parte, a algún lugar con mayor intimidad, donde no se viese sometida al control o a las especulaciones de nadie. A algún lugar que sólo ella conociese.

    Tal vez podría intentar ir a dormir a la abadía de Fearn. Pero no sólo un rato, sino toda la noche. Después de todo, ¿sería tan fundamental una cama? Seguro que podía prescindir de ella y dormir como cualquier ser humano normal, aunque no fuera más que una noche. Y que Ensel y sus compinches se devanasen los sesos pensando qué le habría pasado mientras ella dormía bajo las estrellas disfrutando de su intimidad.

    Pero sabía que aquella idea era una estupidez. Su columna vertebral jamás se lo perdonaría. No podía pretender dormir sobre una superficie dura y sentirse cómoda hecha un ovillo cuando le habían amputado media espina dorsal y le habían insertado grapas metálicas en la otra mitad. Era indiscutible que había que pagar un precio para poder sentarse con la espalda derecha al volante de un coche.

    Volvió a poner rumbo al norte y fue conduciendo igual que un autómata, con la esperanza de ver a algún autoestopista en la carretera y luego, ya más allá, distinguir alguna foca en el estuario de Moray. Sin embargo, la imagen que con mayor nitidez ocupaba la pantalla de su mente era la de su cama en la granja. ¡Cuánto deseaba estar allí tumbada! ¡Qué fantástico sería estirarse formando una equis con, los brazos y las piernas, como de costumbre, y que fuese el colchón el que se ocupase de sostenerle la columna! Aquella vieja cama, destrozada por generaciones y generaciones de vodsels, tenía la resistencia perfecta. Se hundía lo justo para que la espina dorsal pudiese estar relajada y un poquito curvada, pero no tanto como para que las grapas metálicas se le clavasen sin piedad en los tendones como solían hacerlo siempre que se inclinaba demasiado sobre el volante. Resultaba patético, pero era así.

    Le habría gustado que los hombres no salieran corriendo hacia ella desde el edificio principal cada vez que regresaba a la granja, trajese un vodsel o no. ¿Cómo había comenzado aquella estúpida costumbre? Por Dios bendito, ¿es que no podían esperar a que ella los avisase? ¿Por qué no podía entrar nunca en la granja sin que la observaran, sin que nadie lo notase, deslizarse en su casita y echarse a dormir? ¿Qué razón válida existía para que nunca le hubieran otorgado el derecho a desactivar los sistemas de alarma al aproximarse al recinto? Todo aquel alboroto que se organizaba con su regreso, ¿no sería producto de una brillante idea de alguien que lo que pretendía era que se sintiese obligada a regresar siempre con alguna captura? ¿A quién se le habría ocurrido semejante cosa? Fuese quien fuese, podía irse a tomar por culo. Probablemente, habría sido el viejo Vess el que había organizado aquellas estrategias para tener a sus obreros a raya. Probablemente, sería tan retorcido y chiflado como su hijo, aunque tuvieran objetivos diferentes...

    De repente, el coche dio un terrible bandazo e Isserley se encontró sumida en una situación desconcertante y terrorífica, como si hubiera sido transportada a través del tiempo y del espacio. Se sintió perdida en medio de la oscuridad, hipnotizada por una luz cegadora que se le iba acercando mientras por todas partes la envolvían sonidos de bocinas. No tenía sensación de estar en movimiento; en aquel momento bien podría haber sido un peatón que observaba la caída de un meteorito o de una bomba. Paralizada por el miedo, aguardó a que la muerte la envolviese en una llamarada.

    No cobró conciencia de dónde se encontraba ni de lo que estaba sucediendo hasta que notó que un vehículo pasaba pegado a su lado con un chirrido de frenos y le arrancaba el espejo lateral con un gran estruendo y una lluvia de cristales. Todavía cegada por los faros que venían de frente, dio un golpe de volante y enderezó el coche mientras otros vehículos hacían bruscas maniobras para no embestirla y las ráfagas del aire desplazado hacían vibrar los laterales de su coche.

    Después, el peligro se esfumó tan rápidamente como había surgido y el coche de Isserley volvió a ser uno más de los que se dirigían en fila a Thurso por una carretera escasamente iluminada.


    A la primera oportunidad, se metió en un área de descanso, paró el coche y se quedó allí sentada un buen rato, sudando y temblando mientras la noche y la nieve comenzaban a caer silenciosamente.

    No había muerto, pero la sola idea de que podía haberse matado la había dejado aturdida. ¡Cuan frágil era la vida humana! Podía acabar en apenas un instante casi sin darnos cuenta, simplemente por desviarnos unos centímetros del trayecto trazado. La supervivencia no era algo que pudiera darse por sentado, dependía de la concentración y de la suerte.

    Eso daba que pensar.

    Nunca había sentido la muerte tan de cerca en la carretera como en aquel incidente, ni siquiera durante los primeros días, cuando iba muerta de miedo al volante. ¿Y de quién era la culpa? No tenía la menor duda: otra vez de Amliss Vess. Llevaba cuatro largos años conduciendo y en todo ese tiempo nunca había tenido ningún problema. Siempre había sido la conductora más prudente del mundo. Entonces, ¿por qué aquel día había sido diferente? Amlis Vess. Él había hecho que fuera diferente. Él y su acto de sabotaje infantil habían estado a punto de lanzarla a las garras de la muerte.

    Además, ¿qué diablos estaba haciendo Amliss Vess allí? ¡Si ni siquiera era capaz de distinguir la diferencia entre un vodsel y otro animal! ¿Quién sería el responsable de que se le hubiera permitido subir a aquella nave? ¿Es que el viejo Vess no sabía que su hijo era un peligro con patas? ¿Es que no había nadie que ejerciese el más mínimo control cuando había tanto en juego?

    Tuvieron que pasar bastantes minutos más para que Isserley se calmase y se diera cuenta de que estaba desvariando. Es decir, desvariando en silencio. Incluso después de cobrar conciencia de ello, le era casi imposible pensar con claridad. Había estado sufriendo el embate de unas olas de irracionalidad durante todo el día, unas olas que amenazaban con hundirla. Tenía que obligarse a hacer un balance de sus necesidades prácticas más urgentes. Tenía que olvidarse de la furia que sentía hacia Amlis Vess y de la paranoia que despertaban en ella Ensel y los idiotas de sus compinches hasta encontrarse sana y salva, lejos de la carretera. (Pero, aun así, ¿no era extrañísimo que ninguno de los hombres hubiera salido en su defensa cuando Vess la había atacado? ¡Joder! No cabía la menor duda de que todos los hombres se habían aliado contra ella, ¿o acaso había algo más?) Daba igual, daba igual. Tenía que comprobar qué marcaba el indicador del depósito de gasolina.

    Estaba casi vacío. Tendría que solucionarlo.

    Y ahora que lo pensaba, también su estómago se había quedado sin combustible hacía ya muchas horas. Estaba muerta de hambre y a punto de desmayarse. ¡Dios bendito! ¿Cuándo había sido la última vez que había comido algo? Ayer por la mañana. Y hoy había estado corriendo como una loca desde antes del amanecer y, además, sin haber dormido apenas.

    Tenía que ser sincera y reconocer que, desde el mismo momento en que había salido a la carretera, reunía todas las condiciones para desencadenar una tragedia.


    Muerta de cansancio y mareada, Isserley se detuvo a echar gasolina en Donny's, una estación de servicio de Kildary. Le habría gustado que su cuerpo repostara combustible con tanta facilidad como su coche. Mientras otros conductores hacían cola para pagar, se dedicó a merodear por la tienda e inspeccionar ávidamente las cosas de picar que estaban expuestas en los estantes iluminados por una luz fluorescente y mortecina. De lo que veía, nada parecía apto para el consumo humano.

    Pero algo tenía que haber. Era cuestión de elegir correctamente, lo cual no resultaba nada fácil. La última vez que se había arriesgado y había ingerido comida de los vodsels, se había tenido que pasar tres días en la cama.

    Indecisa, echó una ojeada por si había cintas de John Martyn o de otros músicos cuyos nombres sonasen a comidas para animales y que costasen cinco o diez libras justas. Pero allí no vendían casetes.

    Volviendo a su desafortunada experiencia con la comida para vodsels, tal vez su error había sido elegir algo que tenía el mismo aspecto que las vainas de serslida al horno, pero en forma de barritas. Quizás no debería elegir las cosas por su aspecto, sino por lo que decía en el envase que eran. La verdad era que tenía que elegir algo mientras estaba allí. El riesgo de seguir con el estómago vacío era mucho mayor que el de ponerse enferma a causa de la comida.

    Ya casi no había cola, así que pronto tendría que acercarse a pagar la gasolina, si no quería llamar la atención. Cogió un paquete de patatas fritas de un estante metálico y, haciendo un gran esfuerzo, leyó la microscópica lista de ingredientes impresa en el brillante envase. No parecía contener nada raro, sólo patatas, aceite y sal. A los hombres de la granja les servían todos los días en la cantina un plato de patatas que se parecían mucho a aquéllas, si bien es cierto que estaban preparadas con otro tipo de aceite.

    Mientras cogía tres paquetes de patatas fritas, una caja de bombones surtidos y un ejemplar del Diario de Rossshire, Isserley sumó los precios rápidamente hasta asegurarse de que había gastado, exactamente, cinco libras. Entregó dos billetes de dos libras y media al joven con cara de aburrido que estaba detrás del mostrador y salió a toda prisa hacia su coche.


    Quince minutos más tarde el coche de Isserley se hallaba detenido en otra área de descanso y ella se inclinaba sobre el capó para quitar con el borde de la mano la nieve fresca que se había acumulado en el parabrisas. Se colocó un poco de aquella nieve sobre las palmas de las manos y la fue sorbiendo encantada. No tenía sensibilidad en los labios (nunca la había tenido) pero las papilas gustativas del interior de su boca y su garganta se estremecieron ante la pureza que se derretía en su boca y el sabor celestial de aquella humedad congelada. Tres paquetes enteros de patatas fritas le habían provocado una sed espantosa. Cuando hubo tragado suficiente nieve, volvió a subir al coche.

    A sólo quince kilómetros de su casa pasó junto a un autoestopista que levantaba el dedo con desgana en medio de la oscuridad.

    Dejémoslo, pensó, mientras subía la colina y se iba alejando.

    Pero luego, como si en su mente se hubiera activado una cubeta de revelado, la imagen del autoestopista comenzó a formarse. La verdad era que su físico le llamó poderosamente la atención. Merecía que le echase una segunda ojeada. Sólo eran las cinco de la tarde. Si hubiera sido verano, aún habría sido de día. En la carretera podía haber muchísimos autoestopistas todavía, y no tenían por qué estar necesariamente locos. No debía ser tan negativa.

    Hizo el giro de costumbre con mucho cuidado y precaución. Nadie tocó la bocina ni protestó haciendo un cambio de luces. Para el resto de los automovilistas era una conductora como cualquier otra. Se sentía menos agotada que un rato antes y la comida le había sentado bien.

    Cuando pasó en dirección contraria, le pareció que el autoestopista, fugazmente alumbrado por los faros de su coche, tenía un aspecto triste, aunque inofensivo. No llevaba ningún cartel y, tal vez, no iba suficientemente abrigado para el tiempo que hacía, pero tampoco de una forma que llamara la atención. Lo que sí llevaba eran guantes de cuero y una cazadora con la cremallera subida hasta el cuello. Tenía copos de nieve acumulados en el oscuro pelo, en el bigote y en los hombros de la cazadora, que brillaban en la penumbra. Era alto para la media escocesa y de constitución fuerte. Y, por lo poco que Isserley alcanzó a ver de su expresión, le pareció que estaba impaciente, cercano a un límite que debía de haberse marcado de antemano y que le haría abandonar su intento de hacer dedo si nadie lo recogía de una puta vez.

    Así que volvió a girar, fue hasta donde estaba y se detuvo.

    El autoestopista se inclinó hasta asomar el rostro por la ventanilla que Isserley había bajado a medias.

    —Mal tiempo para estar en la carretera —le dijo Isserley para forzarlo a dar alguna explicación.
    —Es que he tenido una entrevista de trabajo —le contestó mientras se le iba desprendiendo la nieve que tenía en el bigote—. Hemos acabado más tarde de lo que me dijeron, y, como hasta dentro de una hora no pasa un autobús, he pensado que a lo mejor tenía suerte y alguien me llevaba.

    Le abrió la puerta y quitó los paquetes de patatas vacíos de encima del asiento.

    —Gracias —dijo el autoestopista sin sonreír, pero dando un profundo suspiro que parecía expresar agradecimiento. Se quitó los guantes para abrocharse el cinturón de seguridad. Llevaba tatuajes en las dos manos. Eran unas golondrinas que parecían estar volando en la membrana que hay entre el índice y el pulgar.

    Cuando se alejaban del arcén, Isserley recordó algo.

    —Pero hoy es sábado —dijo.
    —Así es —admitió su acompañante—. Pero es que la entrevista no era en la Agencia de Empleo ni en ningún otro organismo por el estilo, era con un particular. —La miró durante un momento como evaluando si podía confiar en ella y luego añadió—: Les dije que tenía mi coche aparcado cerca.
    —Encontrar trabajo es difícil —contestó Isserley tratando de inspirarle confianza—. Hay veces en las que hay que recurrir a la astucia para conseguirlo.

    El autoestopista no respondió, como si se resistiese a seguir rebajando su dignidad. Sin embargo, pasados unos minutos, aclaró:

    —La verdad es que tengo coche. Pero he de pasar la inspección técnica de vehículos. En cuanto haya trabajado un par de semanas, tendré dinero para pagarla.
    —Entonces, ¿cree que esa gente que acaba de ver le dará trabajo? —dijo Isserley haciendo un gesto con la cabeza como señalando a los misteriosos entrevistadores que estaban dejando atrás.

    Su respuesta fue inmediata y cortante.

    —Ésos son de los que te hacen perder el tiempo. Gente que, simplemente, está pensando en que tal vez pueda contratar a alguien, ¿me explico?
    —Creo que sí —dijo Isserley enderezando aún más la espalda.


    El autoestopista no pareció impresionado cuando se puso a observar a quien lo había rescatado de la carretera. Pensó en por qué tendrían las mujeres tal obsesión por llevar esos escotes últimamente. Se veían todo el tiempo en la tele, en esas chicas con el pelo engominado que iban a las discotecas de Londres con unas camisetas negras tan minúsculas que no alcanzarían ni para tapar a un teckel. Con aquella escasez de ropa las pasarían canutas si tuvieran que sobrevivir en la selva, eso es lo que él pensaba. No era extraño que al ejército no le hiciera ninguna gracia lo de tener mujeres soldados. ¿Quién iba a confiar su vida a alguien que andaba en medio de la nieve con la mitad de las tetas fuera?

    Pero ¡por Dios! ¿Es que aquella chica no podía ir un poco más deprisa? Si casi iban a la misma velocidad que si fueran andando. Si le dejase conducir, llevaría aquel trasto, aunque fuese una mierda japonesa, el doble de rápido. ¡Ay, si volviese a tener aquel Wolseley que tuvo en los años ochenta! Todavía recordaba el tacto de aquella palanca de cambios forrada de un cuero de excelente calidad. Era tan suave como la piel de cerdo. Probablemente, sería piel de cerdo. ¿Dónde estaría ahora su Wolseley? Seguro que algún idiota con teléfono móvil lo estaría conduciendo en aquel momento. O estrellándolo contra algo. No todo el mundo puede conducir un Wolseley.

    Había sido una gilipollez haberse tomado la molestia de ir hasta allí a ver a aquella gente. Era la típica pareja de lo más vulgar con dos buenos sueldos a la que le gusta fardar. Eran de esos que tienen luces que se encienden automáticamente cuando uno se acerca a su casa. De los que te ofrecen diferentes clases de café, y tienen ordenadores en todas las habitaciones, y librerías de madera de arce llenas de gilipolleces como El feng shui y la jardinería, o de horteradas del tipo Cómo disfrutar del sexo, y una perrita samoyeda con pedigrí que no tenían ni puñetera idea de cómo había que educar. «Deja de mordisquear nuestra preciosa alfombra de piel de cordero, cielo.» ¡Joder, cómo le habría gustado arrancarle de la boca la alfombra a aquella maldita perra y enseñarle las normas básicas de la obediencia!

    Tal vez lo que tenía que hacer era abrir una escuela de adiestramiento para perros. Pero es que costaría aún más trabajo convencer a aquellos comemierdas de que tenían que ocuparse del comportamiento de sus perros que convencerles de que tenían que gastarse una buena suma de dinero en un jardinero si querían tener un jardín decente. Pero así eran los yuppies. Con la aristocracia jamás había tenido esos problemas. Aquellos sí que eran buenos tiempos. Los aristócratas sabían que para conseguir algo había que pagar por ello y, además, sabían cómo hay que educar a un perro.

    Ah, los buenos tiempos, los buenos tiempos. ¿Es que ya nunca volverían? No parecía probable, ¡joder! Ya no quedaba gente con clase de verdad por ningún lado. La próxima en irse al carajo sería la reina. El nuevo milenio estaría dominado por aquellos horteras amariconados vestidos con trajes que les iban demasiado anchos y aquellas extranjeras atontadas con escotes hasta el ombligo.

    ¡A sesenta por hora! ¡Joder!

    Isserley miró subrepticiamente a su acompañante, intentando adivinar qué estaría pasando por su mente mientras iba a su lado sin despegar los labios y con los brazos cruzados sobre el pecho. Era idéntico a un autoestopista que había llevado hacía más o menos un año y que durante todo el viaje desde Alness hasta Aviemore no había parado de hablar sobre algo llamado ejército de reserva, en el que al parecer servía como voluntario. Es más, durante un rato hubiera jurado que era él, pero luego recordó que era imposible: a aquel vodsel le había inyectado icpathua poco después de que le contase que su devoción por el ejército de reserva le había costado el matrimonio y le había demostrado quiénes eran sus verdaderos amigos.

    Ella sabía que, en el fondo, aquellas criaturas eran todas exactamente iguales. Después de unas semanas de cría intensiva con los piensos adecuados, quedaba absolutamente claro. Pero cuando iban vestidos, llevaban el pelo con diferentes cortes y comían cosas raras para deformarse los cuerpos y conseguir físicos poco naturales, casi podían llegar a parecer individuos, tanto que a veces ocurría, lo mismo que con los seres humanos, que uno piensa que ya ha visto a uno en particular en alguna ocasión y en alguna parte. Daba igual lo que aquel vodsel del ejército de tierra hubiese hecho para tener el aspecto que tenía, lo que estaba claro era que el que iba a su lado había hecho algo muy parecido.

    Llevaba un bigote espeso, con las puntas cortadas abruptamente a la altura de las comisuras de los labios, y tenía una boca grande y roja. Sus ojos, inyectados en sangre, expresaban que soportaba con gran estoicismo un dolor tan grande que sólo una venganza grande como un maremoto y las disculpas públicas de los líderes políticos mundiales serían capaces de curar. Unas arrugas muy marcadas conferían un aspecto casi escultórico a su fruncida frente, coronada por un pelo cortado simétricamente y peinado hacia atrás como si fuera una brocha de pintar recién sacada del agua. Era musculoso, pero tenía michelines en la cintura, y llevaba una cazadora de cuero beige bastante gastada y unos vaqueros con los bordes de los bolsillos deshilachados de meter y sacar las llaves y el roce del billetero.

    A Isserley le resultó difícil no caer en la tentación de hacerle alguna pregunta a bocajarro sobre el ejército de reserva. Volvió a echarle las culpas a Amlis Vess. Su postura, que pretendía ser ética y valiente, la había crispado hasta tal punto que no podía soportar el menor atisbo de tales defectos en otros seres. Quería descubrir cuáles eran las disparatadas pasiones de aquel vodsel y sacarlas violentamente a la luz antes de que empezara a aburrirla con preámbulos.

    Se moría de ganas de inyectarle la icpathua y acabar de una vez con todo aquello, pero sabía que eso era un mal síntoma. Demostraba que corría el peligro de precipitarse y cometer una completa estupidez, no muy diferente, quizás, de la que cabía esperar de alguien como Amlis Vess. Aunque no fuera más que por orgullo personal y profesional, no debía descender hasta esos niveles.

    —Dígame, ¿qué clase de trabajo era ése para el que le hicieron la entrevista? —preguntó animadamente.
    —De momento, hago diseños de jardines, sólo para ir tirando —le contestó—. Mi auténtica profesión digamos que la tengo aparcada, por ahora.
    —¿Y cuál es su auténtica profesión?
    —Soy criador de perros.
    —¿De perros?
    —Sí, de perros con pedigrí. Sobre todo, perros de caza, aunque también me he dedicado a los mastines y a los terriers durante... los últimos años. Pero siempre animales créme-de-la-creme, ¿entiende lo que le quiero decir? De los que ganan premios.
    —Fascinante —dijo Isserley, que relajó por fin los brazos—. Supongo que le habrá vendido perros a gente conocida e influyente.
    —Tiggy Legge-Burke tenía un perro mío —dijo el autoestopista—. Y la princesa de Kent tenía otro, y mucha gente del mundo del espectáculo, como Michael McNeill, del grupo Simple Minds, y otro tipo del grupo Wham. Todos han tenido perros míos.

    Isserley no tenía ni idea de quién era toda esa gente. Sólo veía la televisión para aprender el idioma y cerciorarse de que la policía no estaba investigando ningún caso de autoestopistas desaparecidos.

    —Supongo que no debe de ser fácil entrenar a un perro y luego venderlo —comentó, intentando que no se le notase lo poco que le importaba el tema—. Porque el perro acabará encariñándose con usted, ¿no?
    —No, eso no es ningún problema —contestó el autoestopista con tono agresivo—. Los entrenas y los entregas. De un amo a otro. Los perros no tienen dificultades en ese sentido. Son animales gregarios, lo que necesitan es un jefe y no un amigo del alma. Bueno, por lo menos no uno con dos patas. La gente se pone muy sentimental con los perros, pero eso es porque no tiene clara cuál es la primera regla que hay que seguir con esos animales.
    —Yo estoy segura de que no tengo clara cuál es la primera regla que hay que seguir con los perros —admitió Isserley, al tiempo que se acordaba de que no le había preguntado adónde iba.
    —La primera regla que hay que tener clara —dijo el autoestopista como si, de pronto, volviera a la vida— es que para un perro su dueño es el jefe de la manada. Pero hay que recordárselo constantemente, como hacen los jefes de todas las manadas. En las manadas los jefes no son débiles, ¿entiende lo que le quiero decir? Por ejemplo, mi perra Gertie, que es un pastor alemán. Si la veo durmiendo sobre mi cama, la tiro al suelo de un empujón, ¡paf!, sin más, directamente, así.

    Impulsó con violencia sus grandes manos hacia adelante y, sin querer, le dio a la guantera, que se abrió de golpe y dejó caer un objeto peludo sobre sus piernas.

    —¡Jesús! Pero ¿qué es esto? —farfulló. Por suerte, fue él quien levantó la peluca, lo que le ahorró a Isserley el tener que cogerla de su entrepierna. Nerviosa, apartó los ojos de la carretera unos segundos, arrancó aquella mata de pelo de las manos del autoestopista y la lanzó por encima del hombro, hacia la oscuridad del asiento trasero.
    —Una tontería —dijo mientras sacaba la caja de bombones de la atestada guantera antes de cerrarla de golpe—. ¿Quiere uno?

    Se sintió tan orgullosa de haber logrado hacer frente a tantas dificultades mientras iba conduciendo, que no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.

    —¿Qué es lo que me estaba diciendo? —le preguntó al autoestopista mientras éste rasgaba el celofán de la caja—. Que empuja a su perra fuera de la cama...
    —Ah, sí —dijo él retomando el tema de su conversación—. Lo hago para recordarle que ésa es mi cama. ¿Entiende lo que le quiero decir? Los perros necesitan eso. Un perro con un jefe débil es un perro infeliz. Y entonces es cuando empiezan a morder las alfombras, a hacerse pis en el sofá y a robar comida de encima de la mesa. Son como los crios, necesitan desesperadamente que se les imponga un poco de disciplina. No hay perros malos, sino amos incompetentes. Así de sencillo.
    —Usted debe de haber sido un buen criador de perros, porque parece saber mucho sobre ellos. ¿Cómo es que ahora se dedica al diseño de jardines?
    —Pues porque el negocio de criar perros se vino abajo a principios de la década de los noventa —dijo. Su voz había adquirido de pronto un tono agrio.
    —¿Y cuál fue la causa? —le preguntó Isserley.
    —Bruselas —afirmó con tono sombrío.
    —Ah —dijo Isserley. Estaba devanándose los sesos intentando descubrir cuál era la relación entre los perros y esas verduras verdes con forma esférica. Estaba casi segura de que los perros eran totalmente carnívoros. Quizás aquel criador había alimentado a sus perros con coles de Bruselas, por lo cual no era extraño que su negocio hubiese acabado quebrando.
    —Los franchutes, los belgas, los holandeses y los alemanes —continuó diciendo a modo de explicación.
    —Ah —dijo Isserley.

    Tendría que haber hecho lo que había pensado antes de que cayera la noche, porque estaba claro que los únicos que hacían dedo a esas horas eran los locos. Daba igual, estaban a sólo unos minutos de la salida hacia los pueblos costeros y entonces podría deshacerse de aquel personaje a menos que le dijese que iba en la misma dirección que ella. Esperaba que no. Volvía a sentirse fatal, como si el agotamiento y una inexplicable tristeza estuvieran intoxicándola igual que un veneno.

    —Esos cabrones son los que deciden allí las cuestiones, lejos de este país de mierda, y perdóneme la expresión, pero es que no tienen ni la más puñetera idea. ¿Entiende lo que le quiero decir? —soltó el criador de perros mientras revolvía torpemente el contenido de la caja de bombones surtidos.
    —Mmm. Dentro de un minuto llegaremos a la salida que tengo que coger —dijo ella frunciendo el ceño y moviendo la cabeza de un lado al otro mientras buscaba en la oscuridad el reflejo de la señal que anunciaba el desvío de la B9175.

    Aquella preocupación momentánea de Isserley provocó una súbita reacción de vehemencia en él.

    —¡Por Dios bendito! —gruñó—. Pero si ni siquiera me está escuchando. Un hatajo de extranjeros como usted son los que me han jodido la vida, ¿entiende? Yo tenía ochenta mil libras en el banco, un Wolseley, una mujer y un montonazo de perros. ¡Y, cinco años después, no tengo nada de nada! ¡Vivo solo en una casa prefabricada en la mierda de Bonar Bridge, con un Mondeo de mierda pudriéndose en la parte de atrás de la casa, y tengo que andar buscando trabajo como jardinero, joder! ¿Me puede decir qué sentido tiene todo eso? ¡Dígamelo!

    El intermitente ya estaba puesto y la luz parpadeaba en la penumbra del interior del coche. Isserley redujo la velocidad preparándose para girar y comprobó por el espejo retrovisor que no venía ningún coche. Luego se volvió y clavó sus enormes ojos en los del vodsel, pequeñitos y vidriosos.

    —No tiene ningún sentido. Ninguno —le aseguró mientras accionaba la palanquita de la icpathua.


    De regreso a la granja, fue Ensel, como siempre, el primero en salir del edificio principal y dirigirse hacia el coche dando saltos con una agitación casi grotesca. Las siluetas de sus dos acompañantes se recortaban sobre la luz de fondo. Iban un poco más rezagados, como respetando una especie de privilegio ritual otorgado a Ensel.

    —Me encantaría que no hicieras eso —le dijo Isserley con tono irritado cuando metió el hocico por la ventanilla para echar una mirada de admiración al paralizado vodsel.
    —¿Que no hiciera qué? —preguntó Ensel parpadeando.

    Isserley se inclinó por encima del cuerpo del criador de perros para quitar el seguro de la puerta.

    —Salir corriendo como un loco para ver qué traigo —rezongó Isserley, casi sin poder moverse por el latigazo de dolor que le había recorrido la columna vertebral.

    La puerta se abrió y el cuerpo del vodsel cayó en los brazos de Ensel. Los otros hombres se apiñaron a su alrededor para ayudarlo.

    —¿Es que no puedo llegar y avisarte si he logrado traer algo y, si no, irme directamente a mi casa sin tanto jaleo? —insistió Isserley mientras se enderezaba con mucho cuidado.

    Ensel se movía torpemente intentando encontrar una forma de agarrar mejor el cuerpo del vodsel porque, al moverlo, la cremallera de su cazadora de cuero se había abierto de golpe.

    —Pero si a nosotros no nos importa que algunos días no hayas conseguido nada —protestó Ensel con tono dolido—. Nadie te ha acusado de eso.

    Isserley se aferró al volante e intentó reprimir unas lágrimas que eran producto del agotamiento y la rabia.

    —No se trata de si he logrado conseguir algo o no —dijo con un suspiro—. Es que hay veces que estoy... cansada y quiero estar sola, eso es todo.

    Ensel se alejó del coche mientras ayudaba a transportar al vodsel hasta el carrito. Luego se puso a empujarlo junto con sus compañeros en dirección a la luz con un gesto tenso por el esfuerzo. Tal vez aquel gesto también se debiese a la forma en que ella acababa de atacarlo.

    —Yo sólo..., sólo queríamos ayudarte y nada más —le gritó con tono lastimero.

    Isserley apoyó la cabeza sobre los brazos que tenía cruzados encima del volante.

    —¡Ay, Dios mío! —gimió por lo bajo.

    Tener que hacer malabarismos con un sistema tan complejo y frágil como el de las emociones humanas resultaba excesivo después de haber tenido un día de trabajo tan duro y con unas circunstancias tan adversas y después de haber estado a punto de morir.

    —¡Olvida lo que te he dicho! —gritó Isserley con la mirada clavada en la zona oscura junto a sus pies, una zona caótica en la que había pedales, alfombrillas de goma sucias, guantes de cuero y bombones desparramados—. ¡Ya hablaremos del tema por la mañana!


    Para cuando la puerta del edificio principal se hubo cerrado y el silencio volvió a invadir la Granja Ablach, Isserley ya estaba otra vez llorando de tal manera que, cuando por fin decidió quitarse las gafas, casi le resbalaron de las manos.

    ¡Hombres!, pensó.


    Capítulo 7


    Cuando Isserley volvió a emerger a la superficie tras haber caído en el agujero negro del sueño, abrió los ojos y se encontró con que aún era de noche. Flotando en medio del vacío parpadeaban muy débilmente los números del reloj digital. Marcaba cero, cero, cero y cero. Necesitaba cambiar la fuente de energía que el aparato llevaba dentro. Pensó que debería haberlo previsto en vez de... ¿de qué? En vez de haber tirado el dinero comprándose aquellos bombones que no tenía la menor intención de comerse.

    Siguió allí, enredada en las sábanas, confusa, desorientada y con cierto grado de ansiedad. Aunque en medio de la oscuridad no podía distinguir nada más que el parpadeo del reloj, por su mente cruzó de pronto una nítida imagen del suelo de su coche, que era lo último en lo que había estado pensando antes de sumirse en el sueño. Tenía que acordarse de sacar los bombones antes de volver a salir con el coche o acabarían pisoteados. Ya había visto al criador de perros darle un mordisco a uno. Dentro tenían una especie de puré, una porquería pegajosa que, sin duda, se pudriría con el paso del tiempo.

    Últimamente no había llevado bien sus asuntos; tenía que ponerlos en orden en cuanto tuviese la menor oportunidad.

    No tenía ni idea de cuántas horas había estado durmiendo. No sabía sí la larga noche invernal hacía poco que había empezado o estaría a punto de acabar. Hasta era posible que se hubiera pasado durmiendo las escasas horas de pálida luz que había a lo largo del día y ya fuese el anochecer del día siguiente.

    Intentó averiguar cuánto tiempo había estado inconsciente basándose en cómo se sentía. Tenía la piel tan caliente como un motor recalentado, y por las zonas que aún podían sudar le brotaban ardorosas gotas de sudor. Lo cual significaba que, si sus ciclos todavía eran fiables, había dormido un rato muy corto o bien llevaba durmiendo mucho tiempo.

    Estiró los miembros con cuidado. El dolor no fue mayor de lo habitual, aunque siempre era un dolor fuerte. Fuese la hora que fuese, tenía que levantarse y hacer los ejercicios, o llegaría un momento en que ya no podría moverse de la cama y se quedaría atrapada en aquella jaula que formaban sus propios músculos y huesos.

    Cuando se le empezaron a dilatar las pupilas comenzó a vislumbrar algunos detalles que iluminaba la luz de la luna. Como su dormitorio era una habitación vacía, los detalles consistían sólo en las grietas de la pared, los desconchones de la pintura, los inservibles interruptores de la luz y el reflejo nacarado del viejo televisor dormido dentro del hueco de la chimenea. Muerta de sed, buscó a tientas el vaso de agua que solía dejar junto a la cama, pero estaba vacío. Por sí acaso, se lo llevó a los labios y lo inclinó. Sí, estaba vacío, pero eso no tenía ninguna importancia. Podía esperar. Era fuerte. Las necesidades no iban a poder con ella.

    Se sentó en la cama y retiró torpemente la sábana. Abandonando el colchón, decidió lanzarse al suelo. Aterrizó toda encorvada y poco le faltó para caerse hacia un lado. Un dolor punzante, como si le hubieran clavado una aguja, le atravesó el punto en el que había sufrido la amputación en la base de la columna vertebral. Había vuelto a cometer la equivocación de tratar de recuperar el equilibrio con el rabo. Se balanceó adelante y atrás para dar con el nuevo centro de gravedad. Las plantas de los pies, húmedas de sudor, no se adherían bien al suelo de madera.

    La luz de la luna no le pareció suficiente para poder hacer los ejercicios. No sabía por qué necesitaba verse los miembros para ejercitarlos, pero le resultaba necesario. Era como si en medio de la oscuridad no lograse estar segura de qué clase de criatura era. Necesitaba comprobar qué quedaba de su cuerpo.

    Tal vez la televisión, además de suministrarle cierta iluminación, podría servirle para orientarse. Sentía a su alrededor un remolino irreal de miasmas deletéreos como los que había sobre los pozos de producción de oxígeno que constituían el núcleo central de los Estados Nuevos. Había vuelto a tener la misma pesadilla.

    Después de soñar con aquellos pozos hubiera sido reconfortante despertarse en un mundo bañado por la luz del sol. Y, ya que eso no lo había conseguido, la habría tranquilizado ver, al menos, el resplandor del reloj. Pero, si no podía contar con ninguna de las dos cosas, ya se las arreglaría.

    Fue dando tumbos hasta el hueco de la chimenea y encendió el televisor. Lentamente, la pantalla cubierta de polvo fue cobrando vida como las brasas avivadas por el viento, y poco a poco, como sí fuese un fuego psicodélico dentro del hogar de la chimenea, se fue materializando una imagen brillante, mientras Isserley se preparaba para hacer las contorsiones que necesitaba a fin de ponerse en forma.

    Dos vodsels de sexo masculino con unas calzas ajustadas de color malva, unos blusones de mangas abullonadas y unos sombreros verdes muy raros, que parecían monstruos del lago Ness de juguete, estaban al lado de un agujero que había en el suelo desde cuyo interior alguien lanzaba hacia fuera paladas de tierra parda que parecían bocanadas de aire. Uno de ellos sostenía en la palma de la mano una especie de escultura pequeña de color blanco que era una versión tridimensional del símbolo de peligro que había en la puerta del edificio principal de Ablach.

    —... y ahora en poder de los señores gusanos, sin mandíbulas, te romperá la crisma la pala del sepulturero —decía dirigiéndose a la escultura con un acento extraño, más raro aún que el de los naturales de Glasgow1.


    1. Isserley ve por el rabillo del ojo, sin demasiado interés, la escena primera del acto quinto de Hamlet. A causa de su deficiente conocimiento del inglés, de la dificultad del texto y del acento de los actores no entiende nada. En realidad, Hamlet le dice a la calavera que sostiene en la mano: «... y ahora eres de la Señora de los Gusanos, te falta la mandíbula inferior y tienes la señal que te dejó un golpe de la pala del sepulturero...». El sepulturero, por su parte, canta: «Un pico y una pala, una pala / para cavar una fosa en la arcilla, / y un sudario; / eso es todo lo que se necesita para recibir a semejante huésped.» (N. de las T.)

    Isserley se quedó unos segundos pensando en lo que había oído y tratando de descifrarlo, mientras gruñía por el esfuerzo que le costaba doblar varias veces el rígido tronco hacia la cadera derecha.

    La cámara de la televisión la introdujo (¡uf!) en el agujero del suelo, donde un viejo vodsel de aspecto horroroso estaba cavando. Mientras hacía su trabajo canturreaba con una voz pastosa, arrastrando las palabras como John Martyn: «Una meada cagada y una capada, una amiga capada, un sudario, ¡oh, hay que cavar una fosa de arcilla!»

    Todo aquello le pareció bastante deprimente, así que cambió de canal con los dedos de los pies.

    Una gran muchedumbre de vodsels iba bajando por una calle muy amplia, pavimentada con piedras e iluminada por el sol. Todos los participantes en aquella procesión iban envueltos en unas sábanas que tenían una rajita estrecha por la que les asomaban los ojos. Uno de ellos llevaba en alto una pancarta con una fotografía sacada de algún periódico, ampliada y poco definida, de alguien envuelto en una sábana, al igual que todos ellos. En off se oía la voz de un periodista que decía que, puesto que el mundo entero estaba viendo aquellas imágenes, se preguntaba hasta dónde se les permitiría llegar a aquellas hembras de vodsel.

    Isserley se quedó mirando la procesión durante unos segundos, con la curiosidad de ver hasta dónde se les permitiría llegar a aquellas hembras de vodsel, pero la cámara no se lo mostró. En pantalla apareció algo totalmente distinto, una larga cola de vodsels ante un estadio deportivo. Muchos tenían un aspecto que le recordaba al criador de perros. Algunos estaban enzarzados a puñetazos y se daban patadas mientras la policía intentaba separarlos y llevárselos aparte.

    La cámara enfocó de cerca a un vodsel impresionante. Estaba tan gordo que reventaba dentro de la camiseta con los colores de un equipo de fútbol. Con los pulgares se estiró el labio superior hacia arriba, hasta montarlo por encima de la nariz, para enseñar que se había escrito la palabra BULLDOG sobre la encía rosa y húmeda que asomaba por encima de unos dientes amarillentos. Después tiró del labio inferior para abajo, hacia la barbilla, y enseñó que allí se había escrito BRITÁNICO.

    Isserley cambió de canal. Una vodsel con unos pechos casi tan grandes como los suyos profería unos gritos histéricos y se daba palmadas en las mejillas al ver a un ser que Isserley no pudo identificar. Parecía un insecto gigante y agitaba unas tenazas como las de los cangrejos, pero se movía con gran torpeza sobre dos patas. Un vodsel macho entró en escena corriendo y disparó al insecto algo que parecía un rayo de luz como los de las linternas con una pistola de plástico.

    —Creo haberte dicho que debías quedarte con los demás —le gritó el macho a la hembra mientras el pobre ser que parecía un insecto agonizaba entre estertores. Sus lamentos, apenas audibles por el ruido orquestal de la banda sonora, resultaban alarmantemente parecidos a los de los seres humanos, tan sibilantes como los de la pasión sexual.

    Isserley apagó el televisor. Como ya estaba más despierta, recordó algo en lo que debería haber pensado desde el principio: que la televisión no servía de nada si uno pretendía orientarse en el mundo de la realidad. Sólo enredaba más las cosas.

    Hacía años la televisión había sido para ella una maestra maravillosa que le proporcionaba información y cotilleos constantes, tanto si estaba dispuesta a prestar atención como si no. A diferencia de los libros de estudio que Esswis le había facilitado, aquella caja luminosa situada en el hogar de la chimenea hablaba constantemente, tanto si la escuchaba como si no, y no le planteaba esos problemas que tiene uno cuando se atasca en una palabra o en una página. En todos aquellos meses de lectura y relectura, jamás había logrado pasar de los primeros párrafos de la Historia del mundo, de W. N. Weech, juez de paz, miembro de la Sociedad de Anticuarios y doctor en Historia (hasta un folleto tremendamente detallado que se titulaba ¿Qué motocultor? y trataba sobre cultivos agrícolas resultaba menos desalentador que aquel libro), pero las nociones básicas sobre la psicología de los vodsels le quedaron más claras que el agua tras un par de semanas de ver la televisión.

    Sin embargo, desde hacía varios años le parecía haber alcanzado un punto en el que ya no le quedaba espacio para ningún cotilleo televisivo más. Habían perdido su primigenia utilidad, y no le parecían más que palabrería vana.

    Seguía queriendo saber qué día de la semana era y si quedaba mucho o poco para la salida del sol. Así que decidió salir en cuanto hubiera recobrado un poco de flexibilidad. ¿Para qué iba a esperar si podía sacar conclusiones por sí misma? Podría acabar de hacer los ejercicios en la playa, amparada por la oscuridad. Estaba casi segura de que sería de madrugada. La madrugada del lunes.

    Estaba recuperando el control.

    Agarrada al pasamanos fue bajando las escaleras hacia el cuarto de baño. El dormitorio y el cuarto de baño eran las únicas habitaciones de la casa que conocía bien. Las demás seguían resultándole un misterio. Pero en el cuarto de baño no tenía problemas. Había estado allí incontables veces en total oscuridad, prácticamente todas las mañanas durante los meses de invierno.

    Entró a ciegas. Las plantas de sus pies notaron el cambio del suelo de madera al de linóleo. No tuvo muchas dificultades para encontrar lo que necesitaba. La bañera, los grifos, el champú, el súbito torrente de agua a presión, todo estaba en el lugar habitual, esperándola. Nadie tocaba nada de aquello jamás.

    Se dio una ducha despacio y a fondo, poniendo especial cuidado en frotarse las cicatrices y las extrañas hendiduras en las que carecía de sensibilidad, lugares en los que podían desarrollarse las infecciones y en los que podían abrirse las heridas que nunca habían llegado a cicatrizar del todo. Se masajeó con las manos, arriba y abajo, cubriéndose todo el cuerpo con espuma. Allí, a oscuras, tenía la fantasía de que las pompas de cremoso gel eran más copiosas de lo que probablemente eran en realidad. Se imaginaba a sí misma envuelta en pompas de jabón, rodeada por un halo de nubecillas espumosas como las que a veces traían las olas a la playa de Ablach.

    Abstraída bajo la cascada de agua tibia, fue perdiendo la conciencia de dónde se hallaba. Sus manos continuaron deslizándose sobre la carne resbaladiza por el jabón con un ritmo regular y siguiendo un mismo recorrido. Cerró los ojos.

    Cuando se dio cuenta de que sus dedos se habían perdido buscando entre sus piernas algo que ya no se encontraba allí, recobró el sentido y se enjuagó concienzudamente.


    Vestida como para ir a trabajar, se encaminó hacia el mar a través de una especie de túnel que formaban los árboles. Sus botas arrancaban crujidos del barro helado, y su pelo, aún mojado, exhalaba un vapor que se esparcía por el aire fresco.

    Caminaba con sumo cuidado, calibrando los pasos que daba en la penumbra y con las manos abiertas a la altura de las caderas, preparada para evitar una caída. En un punto determinado se giró y esperó que la nube de su aliento se disipara para distinguir cuánto se había alejado. Su casa no era más que una vaga silueta recortada contra el cielo nocturno, con dos ventanas en el piso superior que brillaban iluminadas por la luz de la luna como los ojos de una lechuza. Se volvió hacia el estuario y siguió caminando.

    Después de dejar atrás la avenida que formaban los árboles, la tierra se extendía al descubierto y se podía apreciar las grandes dimensiones de la Granja Ablach. Fue recorriendo un largo sendero lleno de hierba que serpenteaba entre anchos prados sembrados de cebada y de patatas que aún no habían brotado. Desde allí ya se veía el mar, y le pareció que el sonido de las olas la envolvía.

    La luna estaba baja sobre el estuario e innumerables estrellas diminutas brillaban con toda claridad desde los más lejanos y oscuros confines del universo. Debían de ser las dos o las tres de la madrugada.

    En el edificio principal lo más seguro era que los hombres estuviesen cargando la nave, por fin. Eso sí que estaba bien. Cuanta más prisa se dieran en acabar, más pronto podría partir. Llegaría el momento en que Amlis Vess sería devuelto al lugar del que había venido. ¡Qué alivio tan maravilloso supondría aquello!

    Respiró profundamente, anticipando aquel gozoso suceso, viéndolo ya preparado para la partida, con los hombres conduciéndole al interior de la nave y él, arrogante, mostrando su cuerpo cuidado y lustroso, manteniendo la cabeza alta con la actitud desdeñosa de los adolescentes. Probablemente, un momento antes de entrar volvería la cabeza y echaría un vistazo, atravesando con la mirada a todos los que estuvieran delante, con sus ojos ambarinos ardiendo en medio de la exquisita negrura de su pelo. Y, un momento después, ya habría desaparecido. Desaparecido.

    Isserley se encontraba en el límite de las tierras que conformaban la Granja Ablach, junto a la cerca que las separaba de los acantilados y los empinados senderos que descendían hasta el agua. El portón consistía en una chapa compacta de hierro forjado, unos tablones de madera casi petrificados y una tela metálica, unido todo ello por medio de unos goznes a unos postes laterales gruesos como troncos de árbol. Bajo la luz de la luna los cierres y los goznes parecían piezas rígidas de algún motor de coche soldadas a la madera. Afortunadamente, los anteriores dueños de la granja habían construido junto al portón unas escalerillas de madera para que los transeúntes de dos patas no tuvieran problemas en pasar por encima de la cerca. Isserley subió los tres escalones de un lado y bajó los tres escalones del otro haciendo unos esfuerzos que resultaban cómicos. ¡Menos mal que no había nadie para verla! Cualquier ser humano normal de cuatro patas la habría atravesado de un salto.

    Al otro lado de la cerca y no muy lejos del portón, en el estrecho margen de tierra cubierto de hierba que había entre la finca de Ablach y el borde del acantilado, había acampado una pequeña manada de vacas. Al oír aproximarse a Isserley resoplaron nerviosas. En la penumbra se divisaba el leve resplandor de la piel de las más pálidas. Un ternero empezó a levantarse y de sus ojos salieron unos destellos que parecían las chispas de una fogata. Tras él se fue levantando el resto de la manada y todas las reses se pusieron en movimiento. Se fueron alejando pegadas a la linde de la granja con esos sonidos característicos que hacen las pezuñas al pisar la tierra y con esos ¡paf! sordos que provocan sus excrementos al caer.

    Isserley se volvió de nuevo para mirar la granja. Su casita quedaba oculta tras los árboles, pero la otra construcción se veía perfectamente. Tenía las luces apagadas.

    Lo más probable era que Esswis estuviera durmiendo. Estaba segura de que la agotadora aventura de la mañana anterior lo había dejado más extenuado de lo que estaría dispuesto a admitir ante una mujer. Se lo imaginó estirado sobre una cama como la suya, sin haberse quitado aquella ridícula ropa de granjero y roncando pesadamente. Por muy fuerte que fuese, era mucho mayor que ella y había estado trabajando sin descanso durante varios años en los Estados Nuevos antes de que Industrias Vess lo sacase de allí. A Isserley le habían ofrecido salir al cabo de sólo tres días. A él le habían operado un año antes que a ella y era muy posible que los cirujanos le hubieran hecho un trabajo peor, que hubieran experimentado con él técnicas que, para cuando tuvieron que meterle el bisturí a Isserley, se habían perfeccionado. Sintió lástima por Esswis. Las noches no le serían fáciles.

    Se puso a bajar hacia la playa por el sendero del ganado fijándose mucho en dónde ponía los pies en aquella parte tan empinada. Llegó hasta la mitad del camino, casi al punto en el que la pendiente se suavizaba, y allí se detuvo. Pastando en la parte de abajo había unas cuantas ovejas y no quería asustarlas. Las ovejas eran los animales que más le gustaban; desprendían una inocencia y una serenidad que estaba a muchísima distancia de la brutal astucia y la irritabilidad enfermiza de los vodsels, por ejemplo. Y, vistas con tan poca luz, casi parecían niños, seres humanos pequeños.

    Así que se paró allí, a medio camino de la bajada al acantilado, para continuar sus ejercicios. Con las vacas inquietas deambulando lentamente por algún punto a mayor altura de donde estaba ella y las ovejas pastando imperturbables más abajo, se colocó en la posición correcta, extendió los brazos hacia el horizonte plateado y luego se inclinó hacia la playa del estuario de Moray. Después se dobló hacia un lado, hacia la zona norte, donde estaban Rockfield y el faro, y luego hacia el sur, hacia la zona de Balintore y los demás pueblos que había más allá, y, para finalizar, se enderezó estirando los brazos hacia las estrellas.

    Después de un buen rato de repetir una y otra vez los mismos ejercicios, entró en un estado de semiinconsciencia, como si se hubiese quedado hipnotizada por la luna y la monotonía de la reiteración, y siguió haciendo aquella gimnasia mucho más tiempo del habitual, con lo que, al final, había logrado una flexibilidad que otorgaba a sus movimientos gracia y fluidez.

    Era como si estuviese bailando.


    Como aún faltaban varias horas para que amaneciese, al volver a casa se le fue ensombreciendo el humor. Aburrida e irritable, se quedó holgazaneando en la cama.

    Pensó que tendría que pedirles a los hombres que arreglaran los cables de aquella casa para poder tener luz eléctrica. El edificio principal la tenía, y la granja de

    Esswis también, así que no había ninguna razón para que su casa no la tuviese. La verdad era que, pensándolo bien, era increíble que no la tuviera. Le pareció que era hasta indignante.

    Intentó recordar todo lo que le había ocurrido cuando se fue a vivir allí. No pensó en el viaje ni, por supuesto, en lo que había ocurrido en los Estados Nuevos, sino en todo lo que había sucedido nada más llegar a la Granja Ablach.

    ¿Qué preparativos habían hecho los hombres? ¿Habían supuesto que viviría en el sótano del edificio con ellos? ¿En aquellas fétidas madrigueras? Si había sido así, ella debía de haberse encargado de quitarles rápidamente semejante idea de la cabeza.

    ¿Dónde había dormido la primera noche? Tenía una idea tan borrosa como los restos difusos y ennegrecidos de un fuego apagado.

    Quizás había sido ella la que eligió irse a la casita o quizás se lo había sugerido Esswis, que ya llevaba allí todo un año y estaba familiarizado con lo que había en aquella granja. Lo único que podía decir era que, a diferencia de la casa de Esswis, su casita era un edificio abandonado cuando se trasladó a ella y que en aquellos momentos seguía estando más o menos igual.

    Pero ¿quién habría dejado aquel cable alargador que serpenteaba por toda la casa y servía para conectar a un generador la televisión, el calentador de agua y el farol que había fuera? ¿Quién lo habría organizado de tan mala manera? ¿Sería aquello un ejemplo más de cómo la explotaban y de que la trataban como a una simple pieza de maquinaria?

    Se esforzó en recordar, y, cuando consiguió revivir la situación, se sintió abochornada y un poco perpleja.

    Los hombres —casi seguro que, sobre todo, Ensel, aunque no era capaz de recordar a cada uno de ellos— la habían rodeado nada más llegar y se habían ofrecido a hacer cualquier cosa por ella, cualquier milagro que necesitase. Mirándola con enorme compasión habían formado una piña para colmarla de atenciones y tranquilizarla. Sabían que lo que le habían hecho en Industrias Vess no podía arreglarse, pero aquello no era el fin del mundo. Ellos la resarcirían. Ellos convertirían aquella casita, aquella edificación en ruinas llena de agujeros por los que se colaba el aire en un verdadero hogar para ella, en un nidito acogedor. Pobrecilla, tenía razones para estar furiosa por todas aquellas... transformaciones a las que la habían sometido. Claro que sí, ellos lo entendían porque, al fin y al cabo, lo de Esswis, que era un pobre viejo..., pero ella, que era joven..., había sido muy valiente. Sí, era una chica con muchas agallas y ellos la tratarían como si su aspecto no tuviera ningún rasgo horrible, nada espantoso, porque todos somos iguales bajo la piel, ¿verdad?

    Pero ella les había contestado que no quería nada. Nada de nada.

    Que ella haría su trabajo y que ellos hicieran el suyo.

    Y que, para hacer su trabajo adecuadamente, no necesitaba más que un mínimo de cosas: una luz en el lugar en el que se encerrase el coche o cerca, agua caliente y una conexión eléctrica para enchufar la radio o algún aparato similar. En cuanto al resto, no había problemas. Estaría bien. Sabía cuidarse a sí misma.

    La verdad es que lo había dicho de un modo aún más cruel, por sí eran tan tontos que no entendían las insinuaciones. Les había dicho que lo único que necesitaba era intimidad y que lo que tenían que hacer era dejarla en paz.

    Ellos le habían preguntado si no se sentiría sola. Ella había contestado que no, que iba a estar demasiado ocupada, que tenía que prepararse para llevar a cabo un trabajo cuyas complicaciones y sutilezas ellos no serían capaces de entender. Que tenía que hacer un trabajo intelectual. Que tenía que ponerse a estudiar todo desde lo más básico o, que si no, todo aquel tinglado se les vendría abajo a todos ellos. Que los retos a los que estaba a punto de enfrentarse no eran cosas que pudieran dominarse con tanta rapidez como acarrear fardos de paja al interior de un granero o cavar agujeros bajo tierra.

    Se puso a dar vueltas por el dormitorio, sin dejar de fijarse en los constantes y débiles destellos del reloj. Sus pisadas producían un sonido fuerte y hueco sobre los tablones del suelo. Le resultaba raro llevar puestos los zapatos dentro de la casa, pues nunca lo hacía a menos que estuviese a punto de salir.

    Malhumorada, volvió a encender el televisor, aunque ya lo había hecho al regresar de la playa y, aburrida, lo había apagado enseguida.

    Como hacía poco que había estado encendido, el aparato volvió a cobrar vida casi de inmediato. El vodsel que unos minutos antes había estado mirando a través de unos prismáticos una cuerda en la que colgaban unos pantaloncitos de colores brillantes que ondeaban al viento, estaba ahora relamiéndose y con las mejillas temblorosas. Unas hembras de vodsel se habían reunido bajo la cuerda e intentaban descolgar las prendas. Inexplicablemente, la cuerda estaba colgada a una altura que ellas no podían alcanzar, así que se ponían de puntillas y daban saltitos como los niños mientras sus pechos sonrosados se agitaban como la gelatina.

    En otro canal varios vodsels, machos y hembras, se hallaban sentados muy serios tras un escritorio, uno al lado del otro. Sobre sus cabezas había un panel electrónico muy largo, como una versión de juguete del que había en el puente de Kessock, en el que se veía una secuencia de letras y de espacios:

    —¿Una R? —dijo dubitativo un vodsel.
    —Nooo, lo siento —dijo la voz de alguien a quien no se veía en la pantalla.


    El coche de Isserley estaba con el motor al ralentí junto a la leñera, alumbrado por la luz de la lámpara de volframio. Estaba limpiando el interior lentamente, sumida en sus pensamientos, con lo que cada movimiento le llevaba un buen rato. Al sol aún le faltaba un largo camino que recorrer antes de salir. Todavía estaba escondido tras la curva del planeta.

    Isserley estaba arrodillada junto al coche, había abierto la puerta y había metido medio cuerpo en la cabina. Bajo las rodillas se había puesto el Diario de Rosshire para evitar que sus pantalones de terciopelo se manchasen de barro. Con las puntas de los dedos iba buscando los bombones desparramados y los iba lanzando uno a uno por encima del hombro fuera del coche. Estaba segura de que los pájaros se los irían comiendo.

    De pronto, sintió una gran debilidad. Aparte de un poco de nieve y de un litro, más o menos, de agua caliente que había bebido directamente de la alcachofa de la ducha, no había comido nada desde las patatas fritas del día anterior por la tarde. Aquello no era suficiente para mantener alimentado a un ser humano.

    Era extraño, pero nunca se daba cuenta de que tenía hambre hasta que ya estaba medio muerta, casi a punto de desmayarse. La suya era una idiosincrasia desafortunada, potencialmente peligrosa, así que tendría que cuidarse. Tener hábitos fijos, como el de desayunar todas las mañanas con los hombres antes de salir a la carretera, era un asunto importante. Aquel hábito se había visto alterado por la aparición de Amlis Vess.

    Se puso a respirar profundamente, como si unas cuantas bocanadas de aire fresco pudieran ayudarla a continuar limpiando el coche un rato más. Parecía que los bombones desparramados no se iban a acabar nunca. Habían logrado encontrar múltiples recovecos en los que esconderse, como si fuesen escarabajos. Isserley se preguntó si su cuerpo soportaría que se comiera algunos.

    Cogió la caja rectangular de cartón en la que venían, y que ya había colocado en el suelo junto con los guantes del criador de perros para quemarlos más tarde, y la levantó para que le diera la luz. Entrecerrando los ojos para fijar la vista, se puso a mirar la lista de ingredientes. Le pareció que lo de «azúcar», «leche en polvo» y «grasa vegetal» sonaba a componentes sanos, pero lo de «manteca de cacao», «emulgente», «lecitina» y «aromatizantes artificiales» le parecía arriesgado. Bueno, lo de «manteca de cacao» sonaba francamente mortífero. El movimiento reflejo de náusea que había sentido en el estómago debía de ser un aviso de la naturaleza para que no consumiera más que alimentos conocidos.

    Pero, si se dirigía al edificio principal para comer con los hombres, podría toparse con Amlis Vess, y eso era lo último que necesitaba. ¿Cuánto tiempo podría resistir sin comer? ¿Cuándo se marcharía de allí aquel jovenzuelo? Dirigió la mirada al horizonte, ansiosa por ver un atisbo de luz.

    Durante todos aquellos años, su renuencia a establecer con los hombres un contacto mayor que el absolutamente imprescindible la había llevado a ser autosuficiente, sobre todo, en lo que se refería a su coche. Ya había reemplazado ella sola el espejo lateral, tarea para la que en otro tiempo hubiera necesitado a Ensel. Si lograba evitar nuevos problemas, aquel coche le podría durar para siempre y no tendría que cambiarlo por otro. Estaba hecho de acero, vidrio y plástico, así que ¿por qué iba a gastarse? Le echaba gasolina siempre que era necesario, y aceite, y agua, y todo lo demás. Lo conducía con suavidad y sin forzarlo y lo mantenía lejos de policías que pudieran multarlo.

    Había despojado del espejo lateral a su viejo Nissan gris, que ahora estaba convertido en un triste cadáver tras haberle ido quitando piezas, una tras otra. Pero no había que ser sentimental. El espejo encajaba perfectamente en su pequeño

    Corolla rojo y con eso quedaban eliminadas las huellas del accidente.

    Encantada de la pulcritud de la cirugía a la que había sometido al coche, siguió limpiándolo un poco más. El motor seguía funcionando al ralentí, era una máquina bien engrasada que esparcía un gas aromático por el aire. A Isserley le gustaba su coche. Era un buen coche, sin duda. Si lo cuidaba, no la dejaría tirada. Con gran meticulosidad limpió el barro y la grasa de los pedales, ordenó la guantera, y con un frasco de boquilla estrecha llenó el depósito de la icpathua que se hallaba bajo el asiento del acompañante.

    Tal vez lo que debería hacer era ir con el coche hasta alguna gasolinera de las que están abiertas toda la noche y comprar algo para comer. Amlis Vess se iría pronto, probablemente en un día o dos. Seguro que comer alimentos para vodsels durante dos días no le causaría la muerte. Y luego, cuando él ya se hubiera ido, podría volver a su vida normal.

    Sin embargo, sabía que salir a la carretera a aquellas horas suponía un riesgo, remoto pero real, de encontrarse con algún horrible autoestopista chalado. Y, conociéndose como se conocía, sabía que era más que probable que lo recogiera, que resultase absolutamente inadecuado y que acabase llevándolo hasta las montañas de Cairngorms, o incluso más allá. Ella era así.

    Los hombres siempre tomaban un desayuno abundante, rico en proteínas y féculas. Un plato humeante, lleno hasta arriba de pastel de carne, salchichas y salsa, con pan recién salido del horno, cortado en rebanadas del grosor que cada uno quisiera. Isserley siempre cortaba las rebanadas finas y procuraba que fuesen todas igualitas, no como aquellos pedazos deformes que se preparaban los hombres. Solía tomar dos, a lo sumo tres, untadas con gushu o mermelada de mussanta. Pero aquel día...

    Se puso de pie y cerró la puerta del coche dando un portazo. De ninguna manera iría allá abajo, al sótano, a aguantar la arenga de un saboteador pomposo mientras un grupito de la escoria de los Estados Nuevos la miraba preguntándose si sería capaz de aguantar. El hambre era una cosa y los principios otra muy diferente.

    Dio la vuelta, se colocó en la parte delantera del coche y abrió el capó. Se inclinó y se puso a examinar el motor, que, al estar caliente, vibraba con suavidad y desprendía un fuerte olor. Comprobó si había vuelto a colocar en su sitio la varilla de acero inoxidable que había introducido en el depósito de aceite para ver si el nivel era correcto. A continuación pasó a ocuparse de las bujías y de los cables eléctricos con un aerosol que había comprado en la gasolinera Donnys. Apartó con los dedos algo que dejó a la vista el brillante cilindro que contenía el aviir líquido. Era el único elemento traído de su mundo para modificar el motor de aquel vehículo fabricado por los vodsels. El metal del que estaba hecho el cilindro era transparente, por lo que Isserley podía distinguir claramente el aviir que contenía, cuya superficie oleosa se agitaba por simpatía con el movimiento del motor. También aquello estaba en perfecto estado, aunque esperaba no tener que usarlo nunca.

    Cerró el capó y, llevada por un impulso, se sentó encima. A través de la fina tela de sus pantalones sintió el calor y la vibración de la chapa metálica, lo cual le produjo una sensación muy agradable y, durante unos instantes, le hizo olvidar los ruidos que le hacían las tripas. Por fin, la tenue luz del amanecer permitió vislumbrar en el horizonte el contorno de las montañas. Justo delante de su nariz cayó un copo de nieve solitario trazando una espiral.


    —Soy Isserley —dijo ante el interfono.

    La puerta del edificio principal se abrió inmediatamente girando sobre su eje, y ella se apresuró a entrar en el recinto iluminado. A la vez que ella, como absorbido por el vacío, penetró un remolino de nieve, tan cortante como las agujas de los pinos. La puerta volvió a girar para cerrarse e Isserley quedó a salvo de las inclemencias.

    Tal como había supuesto, los operarios estaban trabajando en el hangar. Dos hombres estaban ocupándose de subir la mercancía. Uno de ellos estaba encaramado en el casco de la nave esperando que le pasaran la reluciente carga y el otro se ocupaba de trasladar los carritos, en los que ya estaban apilados los paquetes de un color entre rosa y rojizo. Era toda una fortuna en carne cruda, cortada cuidadosamente en porciones, colocada en bandejitas de plástico y envuelta en una película de papel transparente.

    —¡Hoi, Isserley! —dijo el que empujaba los carritos deteniéndose a saludarla.

    Ella, dudando entre si seguir su camino hacia el ascensor o pararse, le devolvió el saludo de modo mecánico. El hombre, animado por ello, detuvo la pequeña torre de bandejitas sobre ruedas y se dirigió tranquilamente hacia ella. Isserley no tenía ni idea de quién era aquel tipo.

    Era cierto que, cuando llegó a la granja, le habían presentado uno a uno a todos los hombres, pero en aquel momento no recordaba cómo se llamaba aquél. Tenía el aspecto de ser poco inteligente, y, además, era bajo y rechoncho —mediría una cabeza menos que Amlis Vess— y tenía un pelo que le recordaba las pieles hirsutas y grisáceas, destrozadas por las ruedas de los coches o por los elementos, de los bichos muertos que se encontraban al borde de la A9—. Y, por si fuera poco, tenía algún tipo de enfermedad en la piel que resultaba repugnante y que hacía que tuviese la mitad de la cara como cubierta de moho. Al principio a Isserley le costó mirarlo directamente, pero luego, temiendo ofenderlo y que él reaccionara del mismo modo ante su propia deformidad, se acercó a él y lo miró a los ojos.

    —¡Hoi, Isserley! —volvió a decir, como si el esfuerzo de haber logrado decir aquello en su idioma común mereciese una repetición.
    —Creo que debería ir a comer algo antes de empezar a trabajar —dijo Isserley con tono de ejecutivo eficiente—. ¿Hay moros en la costa?
    —¿Moros en la costa?

    El hombre de la cara mohosa la miró desconcertado. Inconscientemente, giró la cabeza en dirección al estuario.

    —Quiero decir que si el camino está libre o Amlis Vess anda por ahí.
    —Ah, ya. No, no molesta —dijo con un acento mucho más cerrado que el de Ensel—. Él se queda en el comedor o baja a las jaulas de los vodsels, y nosotros seguimos haciendo nuestro trabajo. No crea problemas.

    Isserley abrió la boca para decir algo, pero no se le ocurrió nada.

    —Ya no puede hacer nada —aseguró el de la cara mohosa—. Yns y Ensel se turnan para vigilarlo. Suele estar dando vueltas y diciendo chorradas. No le importa que nadie le haga ni caso. Cuando los seres humanos se hartan de él, va y habla con los animales.

    Durante unos instantes, como había olvidado que a los vodsels se les arrancaba la lengua, Isserley se alarmó al pensar que se comunicaban con Amlis Vess, pero volvió a calmarse al oír que el hombre de la cara mohosa añadía entre risotadas ordinarias:

    —Nosotros le decimos: «¿Y qué? ¿Te contestan algo los animales?»

    Volvió a soltar otra risotada, un relincho maleducado, producto de haber pasado media vida en los Estados Nuevos.

    —Es un cabrón divertido con el que matar el aburrimiento. Cuando se vaya, lo vamos a echar de menos.
    —Bueno, si tú lo dices... —dijo Isserley con una mueca y haciendo un inciso para dirigirse al ascensor—. Perdona, pero estoy muerta de hambre.

    Y se marchó.


    Amlis Vess no se hallaba en el espacio que servía de comedor y sala de recreo.

    Después de haberlo comprobado inspeccionando a fondo aquella sala esterilizada de techo bajo, Isserley volvió a respirar tranquila.

    La sala, aunque era amplia, no consistía más que en un simple rectángulo, toscamente excavado, en el que no había recovecos ni zonas que quedaran ocultas, y no contenía nada más que unas mesas bajas para comer. No había allí ningún elemento lo bastante grande para que un hombre alto y de una belleza sorprendente pudiera esconderse. Sencillamente, no estaba en aquella sala.

    Aunque la sala estaba vacía, el largo murete bajo que la separaba de la cocina estaba repleto de fuentes con vegetales fríos, cuencos con diversos aliños, tarrinas de mussanta, barras de pan recién salido del horno, tartas, jarras de agua y de ezziin, y bandejas alargadas de plástico con cubiertos. De la cocina salía un maravilloso olor a asado.

    Isserley se abalanzó hacia el pan y cortó dos rebanadas sobre las que extendió una gruesa capa de mermelada de mussanta. Las colocó una sobre otra formando una especie de sándwich y, ávida, empezó a introducírselas en la boca a través de sus labios carentes de sensibilidad. La mussanta nunca le había parecido tan deliciosa. Después de masticar con energía, tragó apresuradamente, impaciente por cortar más rebanadas de pan y ponerles más mermelada.

    El olor que provenía de la cocina era embriagador. Debían de estar preparando algo muchísimo mejor que los guisos habituales, algo más exquisito que las patatas con grasa vegetal. Isserley tenía que reconocer que para ella era infrecuente estar allí a la hora en que se cocinaba. Lo más normal era que se tomara la comida fría, cuando el cocinero ya se había marchado y la mayoría de los operarios habían acabado de comer. Solía picar lo que quedaba, intentando pasar inadvertida y disimulando el asco que le producía el olor de la grasa ya fría. Pero el olor de aquel día era maravilloso.

    Aún con su sándwich en la mano, se dirigió hacia la puerta de la cocina, que estaba abierta, y lanzó una ojeada al interior. Alcanzó a ver la gran espalda de pelo castaño de Hilis, el cocinero. Éste, que era un tipo muy agudo, enseguida se dio cuenta de su presencia.

    —Largo de aquí, ¡joder! —dijo a gritos y sin volverse, pero con tono de estar contento—. Todavía no he acabado.

    Avergonzada, Isserley empezó a retroceder, pero en cuanto Hilis se volvió y vio que era ella, levantó un brazo, fuerte y lleno de huellas de antiguas quemaduras, haciendo un gesto conciliatorio.

    —¡Isserley! —dijo con una sonrisa todo lo amplia que le permitía su enorme hocico—. ¿Por qué tienes que comer siempre esa mierda? Me parte el corazón. Ven acá y mira lo que estoy cocinando.

    Isserley dejó el sándwich sobre el murete y se aventuró tímidamente a entrar en la cocina. Como norma no se permitía la entrada en aquel recinto. Hilis mantenía un estricto control sobre sus dominios y se comportaba como un científico obsesivo en su laboratorio húmedo y escasamente iluminado. Por todas las paredes colgaban utensilios plateados de un tamaño enorme, como colgaban las herramientas en la gasolinera Donny's. Había docenas de aparatos y artilugios para trabajos concretos. En los estantes las jarras transparentes con especias y las botellitas con salsas daban una nota de color a las superficies metálicas, aunque la mayor parte de los alimentos se hallaba almacenada en congeladores y bidones metálicos. Indiscutiblemente, Hilis era el objeto orgánico más vivo que había dentro de aquella cocina, un manojo de nervios lleno de energía, de complexión grande y pelo grueso. Isserley lo conocía muy por encima. Podía ser que no hubieran intercambiado más de cuarenta frases a lo largo de todos aquellos años.

    —Ven, acércate —gruñó—. ¡Pero mira dónde pisas!

    Los hornos estaban embutidos en el suelo, de modo que los seres humanos pudieran vigilar la comida sin tener que hacer equilibrios. Hilis se inclinó sobre el horno más grande y se puso a observar su resplandeciente interior a través de la gruesa puerta de cristal. Haciendo gestos para que se acercara deprisa, invitó a Isserley a hacer lo mismo.

    Ella se arrodilló a su lado.

    —Mira eso —dijo lleno de orgullo.

    Dentro del horno, con un halo anaranjado, giraban lentamente seis barritas metálicas. En cada una de ellas estaban ensartados cuatro o cinco trozos de carne de idéntico tamaño. Estaban bien tostados, del color de la tierra recién labrada, y olían a manjar celestial. Brillaban y chisporroteaban mientras se iban asando en su propio jugo.

    —Tienen un aspecto muy bueno —admitió Isserley.
    —Es que son muy buenos —afirmó Hilis acercando la nariz hasta casi tocar el cristal—. Son mucho mejores que los que me suelen dar para cocinar, eso seguro.

    Todo el mundo sabía que ése era el punto en el que le dolía a Hilis: las mejores piezas de carne se reservaban para cargarlas en la nave, y a él sólo le asignaban las de calidad inferior, los cuellos, las vísceras y las extremidades.

    —Cuando me enteré de que iba a venir el hijo del viejo señor Vess —dijo mientras seguía disfrutando de la visión anaranjada del horno—, di por sentado que podía preparar algo especial, para variar. No era necesario preguntarlo, ¿verdad?
    —Pero... —empezó a decir Isserley sin poder entender qué tenía que ver que Amlis Vess hubiera llegado hacía unos días con aquellos maravillosos trozos de carne que estaban girando en el horno.

    Hilis la interrumpió sonriendo abiertamente.

    —Yo había puesto estos trozos a marinarse veinticuatro horas antes de que llegara ese hijo de puta. Así que ¿qué iba a hacer? ¿Lavarlos bajo el chorro del agua del grifo? Son unos pedazos de carne perfectos, te aseguro que son unos trozos de puta madre. ¡Van a tener un sabor increíble, joder!

    El entusiasmo había despertado la locuacidad de Hilis.

    Isserley bajó la mirada al horno en el que se estaba asando la carne. Por las rendijas de la puerta de cristal pasaba un delicioso olor que le llegaba directamente a los agujerillos de la nariz.

    —¡A que lo hueles! —dijo Hilis con voz de triunfo, como si fuera el responsable de algún conjuro que, contra todo pronóstico, hubiera conseguido que el olor penetrara a través de los diminutos agujerillos de la nariz de Isserley, mutilada por métodos quirúrgicos—. ¿No huele a gloria?

    Isserley afirmó con la cabeza. Se moría de ganas de probarlo.

    —Sí —susurró.

    Hilis, incapaz de quedarse quieto, se puso a dar vueltas por la cocina, presa de gran excitación.

    —Isserley, por favor —dijo con tono implorante, mientras se pasaba un tenedor y un cuchillo de trinchar de una mano a otra—. Por favor, tienes que probarlo. Harás feliz a un viejo. Sé que tú eres capaz de apreciar la calidad de la comida. Los hombres me han dicho que, cuando eras niña, vivías entre la Élite. Tú no te has criado comiendo basura como todos esos tarados de los Estados Nuevos.

    En medio de aquella exhibición de entusiasmo, levantó la tapa del horno y de él salió una ráfaga de aire caliente con un intenso aroma.

    —Venga, Isserley —siguió rogando—. Déjame que te prepare una rodajita. Anda, déjame, déjame.

    Ella se rió con un poco de vergüenza.

    —Muy bien, vale —asintió de pronto.

    Hilis era más rápido que un rayo, y, en un abrir y cerrar de ojos, hizo una exhibición de técnica cisoria.

    —Sí, sí, sí —exclamaba entusiasmado, dando saltos.

    Isserley retrocedió ligeramente cuando se encontró a sólo unos centímetros de la boca con un pedacito de carne que chisporroteaba y echaba humo, ensartado en la punta de un cuchillo de trinchar más afilado que una navaja barbera. Sujetó la carne con los dientes y fue tirando con sumo cuidado para desprenderla del cuchillo.

    En ese momento se oyó una voz melodiosa que llegaba de la puerta de la cocina.

    —Tú no sabes lo que estás haciendo —dijo Amlis Vess entre suspiros.
    —¡En mi cocina no entra nadie que no esté autorizado, joder! —contestó inmediatamente Hilis.

    Amlis Vess dio un paso atrás; la verdad era que sólo había introducido en la cocina una parte muy pequeña de su cuerpo, la extraordinaria negrura de su cara y quizás algo de la blancura de su pecho. El retroceso ni siquiera pareció un retroceso, sino más bien un reajuste para equilibrarse, una simple corrección de la tensión muscular. Con aquel movimiento se quedó técnicamente fuera del recinto, pero la intensidad sin merma de su mirada siguió ocupando un gran espacio allí dentro. Y su mirada no iba dirigida a Hilis, sino directamente a Isserley.

    Ella siguió masticando el delicioso bocado de carne, algo cohibida y sin saber qué hacer. Por fortuna, la carne era tan blanda que prácticamente se deshacía en la boca.

    —¿Qué problema tiene, señor Vess? —logró decir por fin.

    A Amlis las mandíbulas se le pusieron rígidas de ira y los músculos de la espalda se le tensaron como si fuera a atacarla, pero, súbitamente, se relajó como si se hubiese administrado él mismo una inyección sedante.

    —Esa carne que te estás comiendo —dijo con voz suave— es la de una criatura que respiraba, sentía y vivía como tú y como yo.

    Hilis emitió un gruñido y levantó la mirada hacia el techo, desesperado ante las estúpidas pretensiones y las necedades de aquel joven. A continuación, para consternación de Isserley, se volvió, les dio la espalda y cogió la olla que tenía más cerca para seguir dedicándose a sus asuntos.

    Con aquellas palabras de Amlis resonando todavía en sus oídos, Isserley sacó valor para contestarle concentrándose, como había hecho la última vez, en su entonación de niño bien, en aquella dicción aterciopelada típica de las clases pudientes y llenas de privilegios. Se puso a pensar deliberadamente en cómo la había mimado la Élite en un principio para desecharla después. Volvió a revivir la imagen de las autoridades, de los hombres que hablaban con la misma entonación que Amlis Vess y que habían decidido que sería más apropiado que se pasase la vida en los Estados Nuevos. Volvió a pensar en aquella entonación para que le tocara la fibra del resentimiento que se agolpaba en su interior y la hiciese resonar de nuevo.

    —Señor Vess —empezó a decir con gran frialdad—, lamento tener que decirle que, en realidad, dudo mucho de que exista similitud entre cómo respiramos, vivimos y sentimos usted y yo, y para qué hablar de la posible similitud entre mi persona y lo que estoy desayunando.

    Y, para provocarlo, se pasó la lengua por los dientes.

    —Todos somos iguales bajo la piel —afirmó Amlis con un tono que a ella le pareció malhumorado.

    Tendría que dirigir sus ataques al punto débil de Amlis: la necesidad idealista de negar la realidad social que tenía aquel hombre podrido de dinero.

    —Pues, si todos somos iguales, resulta curioso que usted haya logrado conservar esa apariencia tan atractiva con el trabajo tan agotador que habrá tenido que hacer.

    Isserley notó que acusaba el golpe. Por el brillo que adquirieron sus ojos pareció que de nuevo estaba a punto de saltar, pero volvió a tranquilizarse. Se habría aplicado otra inyección de la misma droga calmante.

    —Todo esto no nos lleva a ninguna parte —dijo tras un suspiro—. Ven conmigo.

    Isserley se quedó con la boca abierta de incredulidad.

    —¿Qué vaya con usted?
    —Sí —dijo Amlis como quien confirma un simple detalle de algún plan en el que ya se ha quedado de acuerdo previamente—. Vamos abajo, a donde están las jaulas de los vodsels.
    —¿Está usted... de broma? —preguntó Isserley soltando una carcajada que pretendía ser desdeñosa, pero que sonó atemorizada.
    —¿Por qué? —dijo él desairándola con candor.

    Poco le faltó para atragantarse. Pensó que a lo mejor se le había quedado alguna hebra de carne en la garganta. Pensó: «Porque me da mucho miedo descender a las profundidades.» «Porque no quiero que me vuelvan a enterrar viva.» Pero lo que contestó fue:

    —Porque tengo trabajo que hacer.

    Él se quedó mirándola fijamente a los ojos, pero no con agresividad, sino como calibrando la distancia para dar un salto que le permitiera acceder a su alma.

    —Te lo pido por favor —dijo—. Hay algo que he visto ahí abajo que necesito que me expliques. De verdad. Se lo he preguntado a los hombres, y ninguno ha sabido aclarármelo. Ven, por favor.

    Se produjo un silencio durante el que Amlis y ella se mantuvieron inmóviles mientras que Hilis llenaba el aire con el ruido de ollas y pucheros. Y luego, atónita, Isserley se oyó a sí misma respondiendo. Se oyó vagamente, como si estuviese lejos de allí. Ni siquiera estaba segura de las palabras exactas que estaba pronunciando, pero estaba diciendo que sí. Como en un sueño, con el acompañamiento surrealista del sonido de los golpes metálicos de las cazuelas y el chisporroteo de la carne, estaba diciéndole que sí.

    Amlis se volvió girando su cuerpo ágil y ella lo siguió. Salieron de la cocina de Hilis y se dirigieron al ascensor.

    Para entonces ya había varios hombres merodeando por la zona del comedor, masticando y murmurando por lo bajo. Se quedaron mirándolos cuando pasaron entre ellos.

    Ninguno hizo el menor movimiento para intervenir.

    Ninguno se enfrentó a Amlis amenazándolo de muerte si daba un paso más.

    Las alarmas no saltaron cuando se abrió el ascensor para que entrasen, ni las puertas de la cabina se negaron a cerrarse cuando ya habían entrado.

    Era como si el universo ignorase que todo se había puesto a funcionar mal.

    Absolutamente desconcertada, Isserley se encontró junto a Amlis dentro del monótono espacio del ascensor, mirando al frente, pero notando que su cuello largo y negro y su cabeza estaban muy cerca de su espalda, y que su suave flanco latía a sólo unos centímetros de su cadera. La cabina descendió sin hacer ningún ruido, y, al llegar al sótano, se detuvo con un zumbido amortiguado.

    Las hojas de la puerta se deslizaron hasta que se abrió del todo. A Isserley se le escapó un gemido, angustiada por la sensación de claustrofobia. Allí reinaba una oscuridad casi total. Era como si hubieran caído en una angosta fisura entre dos estratos de una roca compacta con una titilante linterna infantil como única iluminación. El lugar apestaba a orina y a heces en descomposición, y, bajo la débil luz de unas bombillas de rayos infrarrojos, se divisaba el contorno de unas telas metálicas. Ante ellos, oscilando en el aire como si fuesen luciérnagas, se veían los reflejos de un enjambre de ojos.

    —¿Sabes dónde está la luz? —le preguntó educadamente Amlis.


    Capítulo 8


    Isserley buscó a tientas en medio de la oscuridad hasta dar con el interruptor. Una luz potente inundó de inmediato la sala, desde el techo hasta el suelo, como cuando una ola marina entra en una grieta.

    —¡Uf! —exclamó invadida por la angustia. Estar a aquellas profundidades bajo la tierra era como una pesadilla hecha realidad.
    —Es como una pesadilla, ¿verdad? —dijo Amlis Vess.

    Isserley lo miró asustada, sintiéndose desvalida, pero, por el exasperante gesto de pena que vio en su rostro, se dio cuenta de que, por supuesto, se estaba refiriendo al ganado y no a su claustrofobia. Típico de los hombres. Están tan obsesionados con sus ideales, que son incapaces de sentir empatia por un ser humano que está sufriendo delante de sus propias narices.

    Se alejó del ascensor decidida a no humillarse ante él. Unos minutos antes se había sentido tan mal que hubiera hundido el rostro en el pelo negro y suave del cuello de Amlis Vess y se hubiera aferrado a aquel cuerpo sostenido en tan perfecto equilibrio. Pero, después de ver su reacción, tenía ganas de matarlo.

    —Lo que me molesta es la peste que sueltan estos animales —dijo con desdén y mirando hacia otro lado mientras él se acercaba suavemente hacia ella. El ascensor se cerró a sus espaldas con un silbido amortiguado y desapareció.

    Cuando los hombres excavaron aquel sótano, que era el más profundo, sólo habían horadado lo imprescindible la sólida roca triásica, así que el techo apenas llegaba a los dos metros de altura y el vaho acumulado por el aliento de los animales formaba una neblina que podía verse suspendida junto a los tubos fluorescentes. Los corrales de los vodsels, una serie de jaulas alineadas a lo largo de las paredes, ocupaban casi toda la superficie del recinto y sólo quedaba libre un pasillo en el medio. En las jaulas de la izquierda estaban los unimesinos; en las de la derecha, los que se encontraban en período de transición, y, al fondo, en la pared opuesta al ascensor, los que acababan de llegar.

    —Es la primera vez que bajas, ¿no? —oyó decir a Amlis.
    —No —contestó, irritada y nerviosa porque sentía que él no se perdía detalle de las expresiones de su cuerpo.

    La verdad es que había estado allí una vez, cuando acababa de llegar y todavía no había ningún animal. Para celebrar su llegada a la granja, los hombres habían querido enseñarle lo que habían construido, a fin de que viese que todo estaba a punto y esperando su vital contribución.

    En aquella ocasión había dicho «Es impresionante», o algo parecido, y, a continuación, había salido huyendo.

    Y ahora, años después, volvía allí con uno de los jóvenes más ricos del mundo porque él quería preguntarle algo. El término «surrealista» se quedaba corto para describir aquella situación.

    Las jaulas le parecieron más estrechas y asquerosas de lo que recordaba; las vigas de madera estaban carcomidas y descoloridas; las telas metálicas estaban sucias y cubiertas por una masilla oscura, producto de los excrementos y de otras materias imposibles de identificar. Y, por supuesto, a todo aquello había que añadirle el hedor del ganado, la sensación de agobio que producía tanta cantidad de carne y el ambiente húmedo del mismo aliento reciclado una y otra vez. En total había más de treinta vodsels encerrados allí, lo cual impresionó enormemente a Isserley. Nunca se había dado cuenta de lo mucho que trabajaba.

    Los pocos unimesinos que quedaban estaban todos apiñados. Formaban tal amasijo de carne jadeante, que resultaba difícil distinguir unos cuerpos de otros, ya que tenían las extremidades flácidas y entrelazadas. Las manos y los pies se les contraían espasmódicamente al azar, como si un organismo colectivo, sumido en un embotamiento absoluto, estuviese luchando en vano por emitir una respuesta coordinada. Las cabecitas, pequeñas y regordetas, eran todas idénticas y se balanceaban en grupo como los pólipos de una anémona, y sus ojos parpadeaban con una expresión bobalicona ante la súbita aparición de la luz. Al observarlos nadie diría que fuesen capaces de correr si los soltasen.

    La gruesa capa de paja que alfombraba el suelo de la jaula de los unimesinos estaba plagada de heces oscuras y relucientes, producto de la diarrea previa al estado adecuado para su consumo. En sus enormes intestinos no debía quedar resto alguno que pudiese causar el más mínimo daño en la digestión humana. Se les había suministrado una purga para que excretaran todos los microbios extraños, que habían sido reemplazados con las bacterias mejores y más seguras. Los vodsels se apretujaban unos contra otros como si quisieran disimular que su número había disminuido. Quedaban cuatro. El día anterior había habido cinco, y el día antes, seis.

    En las jaulas que se encontraban al otro lado de la limpia y nítida línea divisoria del pasillo, los vodsels en periodo de transición estaban sentados cada uno en su pequeña parcela de paja como aletargados. Mediante la división de la superficie, siguiendo unas normas tácitas e instintivas, habían logrado un espacio propio, aunque sólo estuviese separado del vecino por unos centímetros. Miraron a Isserley y a Amlis con el ceño fruncido. Algunos estaban masticando con recelo aquellos alimentos raros y nuevos para ellos, otros se estaban rascando una especie de pelusilla que les había salido y otros apretaban los puños entre sus castradas entrepiernas. Al otro lado del pasillo, delante de ellos, podían contemplar constantemente el futuro que les aguardaba. Estaban madurando lentamente rumbo a sus destinos, rumbo a aquello para lo que la naturaleza los había creado.

    Los tres últimos en llegar se encontraban al final del corredor. Estaban de pie, apoyados contra la tela metálica, moviendo las manos y gesticulando.

    —¡Ag! ¡Ag! —gritaban.

    Amlis Vess respondió a aquella llamada acercándose a toda prisa, balanceando la hermosa y abundante cola entre sus nalgas poderosas y relucientes mientras corría. Isserley le siguió, avanzando lentamente y con cautela. Confiaba en que ya les hubiesen arrancado la lengua a todos. A Amlis no podía hacerle daño aquello que desconocía.

    En cuanto Isserley se acercó a la jaula, casi se muere del susto al ver aproximarse a toda velocidad un enorme proyectil lanzado desde dentro que acabó estrellándose violentamente contra la tela metálica justo delante de ella. Durante un horrible instante creyó que el proyectil había atravesado la tela pero el objeto había rebotado y el vodsel estaba en el suelo, gritando de dolor y de furia. Tenía el interior de la boca renegrido, carbonizado por la cauterización de la lengua. Del bigote le colgaba una baba blanca. Se levantó haciendo un enorme esfuerzo con la clara intención de arremeter otra vez contra Isserley, pero los otros dos vodsels lo agarraron y lo apartaron de la tela metálica.

    Viendo que no podía liberarse de un joven alto y atlético que lo sujetaba, se desplomó en su parcela de paja, tembloroso e impotente. El otro vodsel se acercó con dificultad y cayó de rodillas en un trozo de tierra que había junto a la tela metálica. Se quedó mirando el suelo, gruñendo y resoplando furibundo como si hubiese perdido algo.

    —Está bien, chico —le animó Amlis con tono sincero—. Hazlo otra vez. Inténtalo. Sé que puedes.

    El vodsel se inclinó sobre el trozo de tierra y borró con el borde de la mano las marcas de las huellas de su exaltado compañero. Mientras alisaba la tierra y la limpiaba de trocitos de paja, su escroto vacío, todavía con restos de sangre seca a causa de la castración, se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Después reunió un puñado de pajas largas, Las retorció y las dobló para conseguir una especie de palo resistente y comenzó a dibujar sobre la tierra.

    —¡Mira! —dijo Amlis.

    Impresionada, Isserley se puso a observar cómo el vodsel garabateaba con un gran esfuerzo una palabra de seis letras, tomándose incluso la molestia de escribir cada letra al revés, para que pudiera ser leída al derecho por quienes estaban al otro lado de la tela metálica.

    —Nadie me había dicho que tuviesen un lenguaje —dijo Amlis maravillado y, aparentemente, demasiado impresionado para enfadarse—. Mi padre siempre dice que sólo son verdura con patas.
    —Supongo que todo depende de lo que se entienda por lenguaje —dijo Isserley con tono displicente. El vodsel estaba encogido junto a su obra, con la cabeza inclinada sumisamente y los ojos húmedos y brillantes.
    —Pero ¿qué significa? —insistió Amlis.

    Isserley leyó la palabra. Era PIEDAD. Se trataba de una palabra que había encontrado muy pocas veces en sus lecturas y que nunca había oído en la televisión. Durante un instante se devanó los sesos intentando traducirla, pero luego se dio cuenta de que la palabra era imposible de traducir a su idioma. Era un concepto que, sencillamente, no existía.

    Isserley se quedó callada, tapándose la boca con una mano, como si el hedor le fuese cada vez más difícil de soportar. Aunque su rostro estaba impávido, su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Cómo podía disuadir a Amlis para que no armase un escándalo que no llevaría a ninguna parte?

    Pensó en la posibilidad de intentar pronunciar aquella extraña palabra retorciendo los labios y frunciendo el ceño como si se le estuviese pidiendo que reprodujese el cacareo de una gallina o el mugido de una vaca. Y, a continuación, si

    Amlis le preguntaba qué quería decir, podía contestarle con toda sinceridad que en el lenguaje de los seres humanos no tenían una palabra equivalente. Abrió la boca para empezar a hablar, pero se dio cuenta, justo a tiempo, de que cometería un error, una total estupidez. En primer lugar, el mero hecho de pronunciarla le otorgaría la categoría de existir como palabra. No cabía ninguna duda de que Amlis quedaría extasiado al descubrir que los vodsels tenían la capacidad de asociar una serie de símbolos garabateados con unos sonidos específicos, por muy guturales o ininteligibles que fuesen. Aquello dignificaría de golpe a los vodsels ante los ojos de Amlis al otorgarles la capacidad tanto de escribir como de hablar.

    Pero ¿acaso no era cierto que tenían esa capacidad?, se preguntó a sí misma.

    Apartó aquel pensamiento de su mente. ¡Si no había más que mirar a aquellos seres! Eran unas moles embrutecidas, pestilentes, con la expresión idiotizada y los dedos de los pies rezumando mierda. ¿Es que habían hecho tal carnicería con ella que empezaba a perder contacto con su condición humana y estaba identificándose con los animales? Si no tenía más cuidado, acabaría viviendo entre ellos, cacareando y mugiendo en medio de un absurdo abandono, como aquellos bichos raros que hacían tonterías en la televisión.

    Todo aquello le pasó por la mente en sólo un par de segundos. Uno o dos segundos después ya había decidido qué iba a responderle a Amlis.

    —¿Qué quiere decir con eso de «qué significa»? —exclamó irritada—. Es un garabato que, obviamente, para los vodsels tendrá algún significado, pero yo no sé decirle cuál es.

    Lo miró directamente a los ojos para que su negativa sonase más convincente.

    —Bueno, pues creo que yo puedo imaginar lo que significa.
    —Claro, estoy segura de que a usted no le detendría algo tan nimio como la ignorancia —contestó Isserley con tono despectivo. Entonces advirtió que Amlis tenía algunos pelos de un blanco inmaculado alrededor de los párpados.
    —Lo único que yo intento es que comprendas —insistió él, irritado— que la carne que te estabas comiendo hace unos minutos es la misma carne que está aquí abajo tratando de comunicarse con nosotros.

    Isserley suspiró y se cruzó de brazos. Se sentía mareada por el brillo de la luz fluorescente y por el aire viciado de la respiración de treinta bestias encerradas en las profundidades de la tierra.

    —A mi no me están comunicando nada, Amlis —dijo, e inmediatamente se puso colorada por haberlo tuteado—. ¿Podemos irnos ya?

    Amlis frunció el ceño y bajó la mirada hacia los garabatos dibujados sobre la tierra.

    —¿Seguro que no sabes qué significan esos signos? —le preguntó con cierto tono de desconfianza.
    —No sé qué es lo que espera de mí —explotó Isserley, a punto de echarse a llorar—. Yo soy un ser humano y no un vodsel.

    Amlis la miró de arriba abajo, como si acabara de darse cuenta de su horrible desfiguración. Permaneció inmóvil, con su hermoso pelaje negro refulgiendo en el aire húmedo, mirando fijamente a Isserley. Después miró a los vodsels y, por último, los signos garabateados sobre la tierra.

    —Lo siento —dijo al fin, y se dirigió hacia el ascensor.


    Horas más tarde, mientras iba conduciendo por la carretera y respirando el aire a grandes bocanadas por la ventanilla abierta, Isserley se puso a pensar en el encuentro con Amlis Vess.

    Le parecía que las cosas habían salido bien. No tenía nada de que avergonzarse. Había sido él quien se había pasado de la raya y había tenido que disculparse.

    Lo que sucedía con los vodsels era que la gente que no sabía nada de nada sobre ellos podía llegar a conclusiones muy equivocadas. Siempre existía una tendencia al antropomorfismo. Los vodsels podían hacer cosas que recordaban los actos humanos; emitir sonidos o hacer gestos análogos a los de la aflicción o los de la súplica de los hombres, y eso hacía que un observador ignorante sacara conclusiones precipitadas.

    Pero, en realidad, los vodsels no sabían hacer ninguna de las cosas que definían realmente a un ser humano. No sabían siuwilar, no sabían mesnistilar, no poseían el concepto de slan. Estaban en un estadio tan primitivo, que no habían alcanzado el desarrollo necesario para utilizar el hunsur. Sus comunidades eran tan rudimentarias, que no existían los hississins, y parecía que aquellas criaturas no veían la necesidad del chail ni siquiera la del chailsin.

    Y si se les miraba a los ojos, aquellos ojos pequeñitos y brillantes, podía entenderse el porqué.

    Si se les miraba con atención, claro está.

    Por eso era mejor que Amlis Vess no supiese que los vodsels tenían un lenguaje.

    Tendría que tener cuidado de no hablar en aquel lenguaje cuando él estuviese cerca, pues sólo serviría para provocarlo, y ello no conduciría a nada bueno. En casos como aquél, el saber un poco podía ser más peligroso que no saber nada en absoluto.

    Era una suerte que los vodsels estuviesen inconscientes cuando se los transportaba al interior del edificio principal, de manera que cuando volvían en sí y querían expresarse, ya habían pasado por el quirófano y no podían decir absolutamente nada. Aquello eliminaba el problema de raíz.

    Sólo tenía que conseguir que Amlis no se metiese en más líos hasta que zarpase la nave. Era preciso que ya no se enterase de... nada más.

    Cuando estuviese en la nave, rumbo a casa, podría dedicarse a tranquilizar la voz de su conciencia y a satisfacer su sentimentalismo como mejor le pareciese. Si quería tirar por la borda lo que quedase de los vodsels para garantizarles a aquellas criaturas una libertad postuma, pues que lo hiciese. Entonces ya sería problema de otro y no de ella.

    El problema de Isserley era mucho más fundamental y en él no tenían cabida los caprichos. Tenía que realizar un trabajo muy difícil y nadie salvo ella podía hacerlo.


    Al pasar junto a la Granja Dalmore, en Alness, divisó a un autoestopista a lo lejos. Estaba colocado como un faro en la cima de una colina. Cerró la ventanilla, subió la calefacción al máximo y puso manos a la obra.

    A una distancia de cien metros o más ya se dio cuenta de que aquel tipo tenía el tamaño de una máquina agrícola pesada, de que pondría a prueba la suspensión de cualquier coche. Su enorme masa corporal se hacía más evidente porque estaba enfundada en un mono de trabajo de material reflectante y de color amarillo. Bien podía haber sido una señal de tráfico experimental.

    Al acercarse, Isserley notó que el mono amarillo estaba tan viejo y manchado que era casi negro. Tenía el color de una piel de plátano medio podrida. Seguro que un mono tan sucio y deteriorado como aquél no podía pertenecer al empleado de una empresa. Aquel tipo debía de trabajar por su cuenta, o tal vez no trabajase.

    Eso estaba bien. Los vodsels que estaban en paro representaban un riesgo menor. Aunque a Isserley le parecía que tenían un aspecto igual al de los que tenían trabajo, había descubierto que solían estar marginados de la sociedad y eran más solitarios y vulnerables. Parecía que, una vez expulsados, se pasaban el resto de sus vidas merodeando alrededor de la manada, esforzándose en atraer la mirada de los machos dominantes y la de las hembras núbiles de las que les encantaría ser amigos, pero a las que jamás se acercaban por temor a recibir un castigo violento e inmediato. En cierto modo, parecía que era la propia comunidad de vodsels la que llevaba a cabo una selección de los miembros que prefería sacrificar.

    Isserley pasó junto al autoestopista conduciendo con su acostumbrada lentitud. Él observó, indiferente, cómo pasaba de largo negándose a llevarlo. Sabía perfectamente que la mayoría de los conductores no estarían dispuestos a que les ensuciase la tapicería de sus coches con aquel mono del color de la piel del plátano podrido. Así que pensó que, como había muchos otros automovilistas en la carretera, a aquélla, que le fueran dando.

    Ella le examinó mientras continuaba su camino. Sin duda, tenía carne más que suficiente, tal vez demasiada. La grasa no era buena. No sólo era un relleno inútil que había que descartar, sino que además se infiltraba profundamente, o al menos eso era lo que le había contado una vez Unser, el jefe de la planta donde se procesaba la carne. La grasa era como un gusano que estropeaba la carne de buena calidad.

    Aunque también era posible que aquel autoestopista fuera puro músculo. Se salió de la carretera, esperó el momento adecuado y giró en dirección contraria.

    También había visto que presentaba otro problema: era totalmente calvo. No tenía un solo pelo en la cabeza, aunque suponía que eso tampoco importaba mucho, ya que, si se lo llevaba, acabaría perdiendo el pelo de todos modos. De todos modos, ¿qué sería lo que provocaba que algunos vodsels se quedaran calvos antes de llegar a viejos? Esperaba que no fuese ningún defecto, ningún tipo de enfermedad que afectase a la calidad de la carne. Una vez oyó una voz incorpórea en la televisión que decía que a los que padecían cáncer se les caía el pelo. Pero aquel autoestopista del mono amarillo —¡ya lo veía de nuevo!— no tenía el menor aspecto de padecer un cáncer. Parecía capaz de derribar un hospital con sus propias manos. ¿Y por qué aquel otro vodsel que había llevado una vez en el coche y que tenía cáncer de pulmón tenía un montón de pelo? Porque, por lo que ella podía recordar, a aquél no se le había caído.

    Al pasar por el otro lado de la carretera comprobó que el calvo tenía músculos suficientes para satisfacer a cualquiera. En cuanto pudo, volvió a cambiar de sentido.

    Realmente, era curioso que hasta entonces no hubiese recogido nunca a un autoestopista calvo del todo. Según las estadísticas, ya le tendría que haber tocado alguno. Mientras aminoraba la velocidad para detenerse junto a él, tuvo un mal presentimiento, que atribuyó al hecho de que tuviese aquella cabeza tan pelada y reluciente, un físico tan poderoso y una vestimenta tan extraña.

    —¿Quiere que lo acerque a algún lugar? —preguntó innecesariamente mientras el macho se aproximaba a la puerta que le había abierto.
    —Gracias —dijo al tiempo que intentaba meterse en el coche. El mono crujió con un ruido muy gracioso mientras trataba de acomodarse. Isserley tuvo que darle a la palanca del asiento para echarlo atrás, a fin de que tuviese suficiente espacio.

    Parecía que le daba apuro tanta amabilidad por parte de ella, y, una vez instalado, se quedó mirando fijamente hacia adelante mientras intentaba colocarse el cinturón de seguridad. Tuvo que tirar hasta que salieron lo que a Isserley le parecieron varios metros para poder abarcar su voluminoso contorno.

    —Ya está —dijo en cuanto se abrochó la hebilla.

    Ella arrancó y partió con aquel tipo a su lado. Estaba tan ruborizado, que su rostro parecía el interior de una sandía colocada encima de un enorme tronco de color amarillo sucio.

    Pasado un minuto, el autoestopista se atrevió a girar la cabeza lentamente hacia ella. La miró de arriba abajo y después volvió a mirar hacia adelante.

    Pensó: Hoy es mi día de suerte.

    —Hoy es mi día de suerte —dijo.
    —Eso espero —contestó Isserley con tono alegre y simpático, pero sintiendo que un escalofrío súbito e inexplicable le recorría la columna vertebral—. ¿Hacia dónde va?

    La pregunta quedó suspendida en el aire, se fue enfriando como los restos de comida en un plato y, finalmente, se quedó congelada. Él siguió mirando hacia adelante.

    Isserley pensó en repetirle la pregunta, pero se sentía extrañamente cohibida y no se atrevía a hacerlo. En realidad, estaba tan cohibida que no se atrevía a hacer nada. Sin darse cuenta, se había inclinado un poco hacia el volante y había adelantado los codos intentando taparse los pechos.

    —Vaya par de tetas tan bonitas que tienes —dijo él.
    —Gracias —contestó ella, e inmediatamente sintió como si las moléculas del aire que había dentro del coche empezaran a agitarse y se creara un ambiente muy tenso.
    —Seguro que no te han crecido de la noche a la mañana —dijo él con tono irónico.
    —La verdad es que no.

    Sus verdaderas tetas, que, lógicamente, estaban emplazadas en la zona del abdomen, se las habían extirpado mediante una operación diferente a la que le habían practicado para injertarle aquellas otras, artificiales y enormes, a la altura del pecho. Los cirujanos habían utilizado como referencia las fotos de una revista que Esswis les había enviado.

    —Son las más grandes que he visto desde hace mucho tiempo —continuó diciendo el autoestopista, que, evidentemente, no tenía intención de abandonar una conversación que presentaba tantas posibilidades.
    —Mm —dijo Isserley mientras se fijaba en una señal de tráfico y hacía algunos cálculos rápidamente. Algún día tendría que decirle a Esswis que nunca, en ninguno de sus recorridos por toda aquella vasta comarca que se extendía alrededor de la pequeña zona de campos y vallas de la que Esswis no había salido jamás, nunca había visto a ninguna vodsel que tuviese unos pechos como los de aquella revista que había enviado.
    —¿Llevabas mucho tiempo esperando? —preguntó Isserley para cambiar de tema.
    —Bastante —respondió con un gruñido.
    —¿Hacia dónde te diriges? —volvió a preguntarle, esperando que, para entonces, ya fuese capaz de responderle a esa pregunta.
    —Eso ya lo decidiré cuando llegue —contestó.
    —Bueno, yo sólo voy hasta Evanton —dijo Isserley—. En cualquier caso, algo habrás adelantado.
    —Sí —le respondió con tono desdeñoso—. No hay ningún problema.

    Las moléculas del aire, silenciosas e invisibles, volvieron a chocar unas contra otras.

    —¿Y qué es lo que te ha hecho salir a la carretera hoy? —preguntó Isserley con tono animado.
    —Pues que tengo cosas que hacer, ni más ni menos.
    —No pretendía ser indiscreta —continuó diciendo Isserley—, pero es que siento interés por las personas.
    —No te preocupes. Es que soy un hombre de pocas palabras.

    Lo dijo como si aquélla fuese una cualidad especial que le viniese de nacimiento, como la fortuna o la belleza. Inevitablemente, aquello le recordó a Amlis.

    —Tú eres un poquito calentorra, ¿verdad? —dijo el autoestopista con tono desafiante.
    —¿Cómo..., cómo dices? —preguntó Isserley, que nunca había oído aquella palabra.
    —Que quieres follar —le respondió sin rodeos, y su enorme cabeza volvió a ponerse roja como una sandía—. Que lo llevas en el coco. Yo lo huelo a un kilómetro de distancia. Te encanta, ¿verdad?

    Isserley se revolvió, incómoda, en su asiento y miró por el espejo retrovisor.

    —La verdad es que trabajo demasiado para pensar en eso —dijo intentando adoptar un tono despreocupado.
    —¡Y una mierda! —le espetó él con frialdad—. Ahora mismo estás pensando en eso.
    —Pues no. En realidad estaba pensando en..., en problemas de mi trabajo —contestó confiando en que le preguntase en qué trabajaba. Había decidido decir que era una agente de policía que iba de paisano.
    —Una chica como tú no necesita pensar.

    Todavía quedaban unos ocho minutos para llegar a Evanton. Tendría que haber dicho que iba a Ballachraggan, que estaba mucho más cerca, pero podía haberse molestado si lo hubiera recogido para llevarlo tan pocos kilómetros.

    —Apuesto a que te las han tocado unos cuantos tíos, ¿eh? —le soltó de repente, como si retomara el hilo de una conversación que ella hubiera abandonado torpemente.
    —Pues no muchos —contestó. En realidad, la respuesta exacta habría sido: «Ninguno.»
    —No me lo creo —dijo el autoestopista apoyando la nuca en el reposacabezas y entrecerrando los ojos.
    —Bueno... pues es cierto —dijo Isserley con un suspiro de desconsuelo.

    Según el reloj digital del salpicadero, sólo habían transcurrido cincuenta segundos, pero parecía que, por fin, el universo había escuchado sus ruegos. Los ojos del autoestopista comenzaron a achicarse y acabaron cerrándose. Aparentemente, se había dormido. La cabeza se le inclinó un poco hacia adelante y se hundió en el mugriento cuello del mono, cuyas solapas tenía levantadas. Pasaron varios minutos y, poco a poco, el ronroneo del motor y la grisácea cinta continua de la carretera reclamaron la atención que habían perdido. Para cuando el calvo volvió a hablar, ya sólo quedaban un par de kilómetros para llegar a Evanton.

    —¿Sabes qué es lo que no puedo soportar? —dijo con un tono un poco más animado.
    —No. ¿Qué es lo que no puedes soportar?

    Isserley se relajó, aliviada, al notar que el ambiente se había vuelto menos tenso y que las moléculas del aire comenzaban a calmarse.

    —Las supermodelos.

    En un principio Isserley pensó que se refería a las series limitadas de algunas grandes marcas de coches, pero después pensó que se estaría refiriendo a unas muñequitas muy estilizadas que salían en los dibujos animados de la televisión a primera hora de la mañana, y que volaban por el espacio llevando unos guantes hasta los codos y unas botas hasta los muslos. Pero justo a tiempo, antes de abrir la boca para hablar, recordó el verdadero significado de aquella palabra. Una vez había visto una de aquellas extraordinarias criaturas en las noticias.

    —¿No te gustan? —le preguntó.
    —Las odio.
    —Ganan muchísimo más que tú y yo juntos, ¿verdad? —le aseguró, intentando todavía encontrar un modo de obtener algún dato sobre su vida.
    —Y encima por no hacer nada. ¡Hay que joderse!
    —La vida es muy injusta.

    El autoestopista frunció primero el ceño y después los labios, como preparándose para desahogarse a fondo.

    —Algunas de esas supermodelos —dijo—, como Kate Moss y la negra esa, bueno..., es que me dejan perplejo. Me dejan perplejo.

    Usaba aquel término como si fuera algo muy valioso que hubiera encontrado tirado en la calle y que, aunque normalmente estaba fuera de su alcance, en aquellos momentos podía utilizar ostentosamente.

    —¿Qué es lo que te deja perplejo? —preguntó Isserley, totalmente desconcertada.
    —¿Dónde tienen las tetas? ¡Eso es lo que quiero saber! —exclamó ahuecando las enormes manos y colocándolas delante de su propio pecho—. ¡Vaya unas supermodelos! ¡Si ni siquiera tienen tetas! Pero ¿cómo puede ser?
    —No sé quiénes deciden esas cosas —reconoció Isserley con tono abatido mientras el ambiente dentro del coche volvía a ponerse tenso otra vez.
    —Seguro que las deciden una panda de maricones —dijo el autoestopista con un gruñido—. ¿A ellos qué les importan las tetas? Ahí está el asunto, me parece.
    —Puede ser —dijo Isserley tan bajito que apenas se oyó. Ya no podía más. Evanton estaba muy cerca y tendría que echar mano de la poca energía que le quedaba para decirle a aquel tipo que se bajara del coche.
    —Tú serías una modelo cojonuda —le dijo él, volviendo a mirarla de arriba abajo—. Buen material para las páginas centrales.

    Isserley suspiró e intentó sonreír con ironía.

    —Pero tendría que tener unos pechos más pequeños, ¿no? Como esas «supermodelos».

    Intentó decir aquella palabra poniendo el mismo acento tosco del autoestopista, pero su imitación sonó falsa y, lamentablemente, pareció que quería halagarlo. Se había pasado. ¿Qué pensaría ahora de ella?

    —¡Que les den por el culo a todas las supermodelos! —exclamó, como intentando consolarla, aunque de un modo bastante tosco—. Tú tienes un cuerpo mucho mejor. Esas mujeres son todas artificiales. Seguro que toman esteroides, igual que las atletas rusas. Con eso se les encogen las tetas, se les pone la voz grave y les sale bigote. Hay que ver las cosas que pasan en este jodido mundo. No hay límites. Y no hay nadie que ponga orden. Es algo que me deja perplejo.
    —El mundo es muy raro —admitió Isserley—. Bueno, ya casi hemos llegado —añadió inmediatamente.
    —¿Adonde? —preguntó el autoestopista con recelo.
    —A Evanton. Es adonde voy.
    —Ah, no. Creo que no —le respondió sin levantar la voz, casi como si hablara consigo mismo—. Estoy seguro de que puedes ir un poquito más lejos.

    El corazón de Isserley empezó a latir con fuerza.

    —No —dijo con energía—. Yo voy a Evanton.

    El autoestopista metió la mano en el mono y sacó una enorme navaja gris con la hoja abierta y reluciente.

    —Sigue conduciendo —dijo con mucha calma.

    Isserley apretó las manos sobre el volante mientras luchaba por controlar el ritmo de su respiración.

    —¡No lo dirás en serio! —exclamó.

    Aquello hizo que el autoestopista soltara una carcajada.

    —Gira a la izquierda justo antes del siguiente cruce —le ordenó.
    —Sería mejor... para ambos... —dijo Isserley, jadeando—, que parásemos y... que te bajaras del coche.

    El índice de la mano izquierda le temblaba sobre la tecla de la icpathua.

    Pareció como si él no la hubiera oído. Un poco más adelante, a la izquierda de la carretera, apareció una vieja iglesia con las ventanas tapiadas. Junto a ella había un camino de grava que se internaba por una zona de monte bajo.

    —Métete por ese camino —le dijo el autoestopista en voz baja.

    Isserley miró por el espejo retrovisor. El coche más cercano estaba a unos cien metros. Si se atreviese por una vez a apretar más el acelerador y, luego, se detuviese nada más hacer efecto la icpathua, en lugar de seguir conduciendo, para cuando aquel coche que venía por detrás llegase a su altura, ya estaría a salvo, aparcada en una zona de descanso y con los cristales de las ventanas oscurecidos.

    Apretó la tecla de la icpathua.

    —¡Te he dicho que gires a la izquierda!—gritó el autoestopista—. ¡A la izquierda!

    Isserley empezó a notar que por dentro le subía una sensación de pánico, como suben las burbujas en una copa de champán; metió mal la marcha del coche y la palanca de cambios saltó con un fuerte chirrido. Sintió que se le encogía el estómago. Bajó la mirada hacia el asiento de su acompañante. Entonces se dio cuenta de que el mono que llevaba aquel calvo era tan grueso como una piel de vaca y que, además, estaba recubierto con una especie de lona impermeabilizada de color amarillo. Las agujas de la icpathua no habían logrado atravesarlo.

    De pronto, sintió un intenso dolor en un costado. Era la punta de la navaja, que había atravesado la fina tela de su blusa y se le estaba clavando en la carne.

    —¡Sí! ¡Sí! —exclamó, nerviosa, mientras ponía el intermitente y se metía por el camino que le había indicado. La gravilla resonaba bajo las ruedas y golpeaba ruidosamente los bajos del coche. Agarró el volante con fuerza tratando de contrarrestar la brusquedad del giro que acababa de dar. Cada vez que respiraba sentía la punta de la navaja en el costado.
    —¡Vale! ¡Vale! —gritó.

    El autoestopista apartó la navaja y estiró la mano que tenía libre para coger el volante y enderezar el rumbo del coche. Maniobró con firmeza y tranquilidad, como si le estuviera enseñando a conducir. Tenía la mano el doble de grande que la de ella.

    —Por favor, piensa... en lo que estas haciendo —dijo Isserley, jadeante.

    No le contestó, pero apartó la mano del volante, satisfecho ya de que ella hubiese recobrado el dominio del coche. Habían entrado en una zona de bosque bajo, de aspecto descuidado y llena de restos de pacas de paja, ya podridos. Un poco más adelante se alzaba un puñado de barracones dedicados a usos agrícolas de construcción muy precaria, que estaban abandonados. Eran simples esqueletos de cemento rajado y acero retorcido. La A9 ya casi no se veía en el espejo retrovisor y sólo asomaba de vez en cuando como un río lejano.

    —Gira a la derecha cuando llegues a aquel montón de neumáticos y después para el coche —le ordenó el autoestopista.

    Isserley hizo lo que le ordenaba. Se detuvieron detrás de un sólido muro de tres metros de alto por diez de largo. El resto del edificio había desaparecido.

    —Muy bien —dijo el autoestopista.

    Isserley ya había recuperado el ritmo de la respiración.

    Estaba intentando concentrarse y pensar en cómo salir de aquello. Sólo podría salvarse usando la inteligencia, ya que correr no podía. Ella, que en el pasado había corrido tan rápida como un cabrito, ahora ya no podía hacerlo.

    —Tengo amigos muy importantes —dijo solemnemente.

    El autoestopista volvió a soltar una carcajada como una tos seca y corta.

    —Sal del coche —le ordenó.

    Los dos abrieron sus puertas y salieron. El vodsel dio la vuelta hasta donde estaba Isserley, cerró la puerta del conductor y la empujó contra el coche. Con la navaja todavía en una mano, le cogió la blusa con la otra y se la levantó por encima del pecho. Tenía tal fuerza, que, al tirar de la blusa, que se le había quedado atascada debajo de los brazos, casi la levantó por los aires. Isserley alzó rápidamente los brazos para facilitar la operación.

    —Podríamos... pasarlo muy bien juntos —le dijo tratando de ser complaciente, mientras se cubría los pechos con manos temblorosas—, si me dejaras hacer a mí.

    Impasible, con la cara colorada, se colocó delante de ella y estiró uno de los brazos. Comenzó a sobarle los pechos con la mano que no empuñaba la navaja, primero uno y después el otro. Le cogía los pezones una y otra vez entre el pulgar y el índice y se los apretaba como si estuviese amasando unas bolitas.

    —Te gusta, ¿eh? —dijo.
    —Mmm —contestó ella. No tenía ninguna sensibilidad en los pechos, pero sentía un enorme dolor en la columna vertebral, que el autoestopista presionaba contra la superficie combada del coche. Le picaba toda la espalda, empapada en un sudor frío y electrizante causado por el dolor y el miedo.

    Estuvo sobándole los pechos una eternidad. Sus respiraciones se entremezclaban, formando una nube en el aire helado. Muy lejos, por encima de sus cabezas, empezaba a asomar un sol pálido que hacía que la calva del autoestopista brillara como si fuera una cúpula. El motor del coche emitía unos ruiditos mientras iba enfriándose.

    Por fin, el autoestopista dejó los pezones y dio un paso atrás.

    —Ponte de rodillas —dijo. Mientras Isserley se apresuraba a obedecer, se bajó muy despacio la cremallera del mono con la mano que tenía libre, lo que dejó a la vista una camiseta sorprendentemente blanca bajo aquella mugrienta envoltura amarilla y negra. Cuando ya se había bajado totalmente la cremallera, se sacó los genitales, con la peluda bolsa del escroto y todo. Avanzó hacia ella y le colocó el pene delante del rostro.

    Le puso la navaja en la nuca y pasó suavemente el filo de la hoja por debajo de su pelo.

    —Mucho cuidado con los dientes, ¿entendido? —dijo.

    Tenía el pene muy hinchado, y era más gordo y más pálido que el de los humanos, con un prepucio asimétrico y de color violáceo. En la punta tenía un agujerito como si fuese el ojo mal cerrado de un gato muerto.

    —Entendido —le contestó.

    Después de tener en la boca durante un minuto aquel pedazo de carne con sabor a orina, sintió que le quitaba la navaja de la nuca y la cogía del pelo.

    —Ya basta —dijo gruñendo.

    Dio un paso atrás y sacó el pene de la boca de Isserley. Sin previo aviso, la agarró de un codo y tiró hacia arriba. Isserley no tuvo tiempo de tensar los músculos del modo que lo hacen los vodsels, y el brazo se le dobló en diferentes articulaciones, formando un zigzag de ángulos inconfundiblemente humanos. No pareció que el autoestopista lo notase. De todo lo que le había sucedido hasta entonces, aquello fue lo que le produjo mayor terror.

    Cuando ya estaba de pie, el autoestopista la fue empujando hasta colocarla delante del capó del coche.

    —Date la vuelta —le dijo.

    Obedeció y, nada más volverse, de un tirón el autoestopista le bajó los pantalones de terciopelo verde hasta las rodillas.

    —¡Dios mío! —bramó desconcertado—. ¿Has tenido un accidente de coche?
    —Sí —susurró Isserley—. Lo siento.

    Durante un segundo pensó que aquello le haría echarse atrás, pero inmediatamente sintió la palma de su mano en la espalda empujándola para que se inclinara sobre el capó del coche.

    Desesperada, intentó recordar la palabra apropiada, la que le haría detenerse. Era una palabra que sabía, aunque sólo la había visto escrita. De hecho, aquella misma mañana un vodsel la había escrito con un palito sobre la tierra. Pero jamás la había oído pronunciar.

    —Piedad —imploró.

    El autoestopista tenía las dos manos apoyadas sobre las vértebras lumbares de Isserley, que sentía el mango de la navaja clavándosele contra la columna. Entre sus muslos, el pene arremetía y empujaba, luchando por entrar.

    —Por favor —le rogó Isserley con una súbita inspiración—. Déjame que te ayude. Será mejor para ti, te lo prometo.

    Con el cuerpo desplomado boca abajo contra el capó, y el pecho y una mejilla aplastados contra el liso metal, Isserley llevó las manos hacia las nalgas y las separó. Sabía que sus genitales habían quedado enterrados para siempre bajo la masa del tejido cicatricial que había crecido allí tras la amputación de su cola, pero las líneas de las cicatrices podían confundirse con la hendidura del sexo de una vodsel.

    —No veo nada —dijo el autoestopista con un bufido.
    —Acércate —le pidió Isserley mientras giraba la cabeza con enorme dolor para ver cómo se aproximaba su calva—. Ahí está, ¿no lo ves?

    Rápida como un rayo, y aprovechando que estaba bien apoyada sobre el capó del coche, Isserley lanzó los brazos hacia atrás y hacia arriba al mismo tiempo. Los lanzó como dos látigos y dio justo en el blanco. Logró clavarle dos dedos en cada ojo, y se los hundió hasta los nudillos, hasta el interior tibio y húmedo del cráneo.

    Soltando gritos ahogados, volvió a sacar los dedos de un tirón y apoyó las manos sobre el capó. Se enderezó justo en el momento en el que el calvo caía de rodillas. Desesperada y con los pantalones por las rodillas, dio un salto hacia un lado, quitándose de en medio justo en el momento en el que el autoestopista caía de bruces y, produciendo un ruido sordo, se daba con el parachoques en plena cara.

    —¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! —gritó Isserley llena de asco mientras se limpiaba los dedos histéricamente contra sus muslos desnudos—. ¡Uf! ¡Uf! ¡Uf!

    Se subió los pantalones y fue dando tumbos hasta donde estaba tirada su blusa y la recogió del suelo.

    —¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! —siguió gritando mientras forcejeaba para meterse dentro de aquella prenda mojada y llena de barro. Granos de arenilla le rasparon los hombros y los codos al enfundarse las mangas hasta las muñecas, que no paraban de temblarle.

    Se metió como pudo en el coche y lo puso en marcha. El motor volvió a la vida tras algunos estertores. Isserley aceleró con gran estruendo. Puso la marcha atrás y se alejó del cuerpo del calvo, pero, con las prisas y los nervios, el coche se le caló.

    Justo cuando ya iba a arrancar otra vez y marcharse de allí, sintió la imperiosa necesidad de volver a limpiarse las manos con el trapo que usaba para el parabrisas, y entonces se dio cuenta de que le faltaba un trozo considerable de una uña. Dio un golpe en el volante con las palmas de las manos. Se bajó del coche y volvió hasta donde estaba el cuerpo del autoestopista para recuperar aquello que, por ningún concepto, podía permitir que nadie encontrase y analizase.

    Le llevó un buen rato encontrarlo, y hasta tuvo que improvisar algunos instrumentos recurriendo a la vegetación que la rodeaba.

    Cuando hubo acabado, se subió al coche y regresó a la carretera principal.

    Varios conductores le pitaron cuando intentó meterse entre ellos.

    Tenía puestas las luces largas.

    Para incorporarse a aquella pacífica procesión, las luces largas no estaban permitidas.


    Capítulo 9


    Isserley fue conduciendo hasta Tarbat Ness, directamente a un embarcadero que conocía. Estaba al final de una bajada corta y peligrosa, que tenía una señal de tráfico con la silueta de un coche cayendo a un mar de olas estilizadas.

    Se internó con mucha precaución, aparcó casi al borde del embarcadero y tiró de la palanca del freno de mano hacia arriba como quien tiene que rescatar algo que está a punto de hundirse para siempre. A continuación apoyó los brazos sobre el volante y se dispuso a esperar que aflorasen los sentimientos que hubiesen de aflorar. Pero no afloró ninguno.

    El mar estaba en una calma total y tenía un color gris acerado. Sin parpadear siquiera, Isserley estuvo contemplándolo un rato largo a través del parabrisas. Era cosa sabida que a las focas les gustaba ir allí a jugar. En algún punto de la carretera por la que acababa de bajar había una señal que lo decía. Se pasó unas dos horas mirando fijamente el mar, decidida a no perder detalle. El agua se fue poniendo más oscura, como si fuese una gran extensión de vidrio tintado. Si había alguna foca escondida en su interior, no salió a la superficie.

    A su debido tiempo la marea fue subiendo silenciosamente y empezó a cubrir el suelo del embarcadero. Isserley no sabía si seguiría subiendo hasta levantar su coche y arrastrarlo. Supuso que si el agua se la llevaba, acabaría ahogándose. Hacía mucho tiempo había sido una buena nadadora, pero aquello fue cuando tenía un cuerpo muy diferente del actual.

    Intentó sacar fuerzas de flaqueza para girar la llave, poner en marcha el motor y salir de allí sana y salva, pero no lo consiguió. Le resultaba imposible pensar en algún otro sitio al que dirigirse. Aquél era justamente el lugar al que había decidido ir cuando aún tenía fuerzas para tomar decisiones. Esas fuerzas ya la habían abandonado. Se quedaría allí. El agua decidiría si quería llevársela o dejar que continuase viviendo. En realidad, ¿qué importancia tenía?

    Cuanto más tiempo pasaba, mayor era su impresión de que acababa de llegar al embarcadero, de que sólo llevaba allí unos instantes. El sol se iba moviendo por el cielo como el resplandor engañoso de unos faros muy distantes que no se acercaban nunca. Las aguas del mar del Norte golpeaban suavemente los bajos del coche. Isserley seguía mirando a través del parabrisas. Algo importante se le escapaba. Esperaría allí hasta descubrir qué era. Esperaría allí para siempre, si era necesario.

    En el cielo, que ya empezaba a oscurecerse, una gran nube iba cambiando continuamente de forma. Aunque no notaba que hubiese el menor viento, debía de haber algunas fuerzas poderosas por allí arriba que daban forma a la nube y, como no les gustaba, volvían a cambiársela. Había empezado siendo el mapa flotante de un continente, después se había comprimido hasta adquirir la forma de un barco y luego se había agrandado hasta convertirse en algo similar a una ballena. Por fin, hacia el anochecer, se fue transformando en algo más grande, difuso y abstracto, carente de sentido.

    La oscuridad lo cubrió todo e Isserley seguía sin poder decidir qué debía hacer.

    El coche se mecía suavemente, embestido por abajo por la cresta de las olas. Se iría cuando se sintiera dispuesta.

    La noche pasó en unos segundos, en no más que unos cuantos miles de segundos. No se durmió. Sentada al volante, vio pasar la noche. En algún momento, durante las horas de oscuridad, la marea abandonó su intento de intimidarla y empezó a retroceder.

    Al alba, Isserley parpadeó varias veces. Se quitó las gafas, pero el problema estaba en el parabrisas, que se había empañado por la condensación. Y ella tenía el cuerpo sudoroso y húmedo como si hubiera estado durmiendo. Pero no podía haber estado durmiendo. Era imposible. No había bajado la guardia ni un solo instante.

    Puso en marcha los limpiaparabrisas para ver si quitaban la neblina luminosa. Nada cambió. Giró la llave de contacto. El motor carraspeó sin energía y se estremeció. Luego se calló.

    —Si es eso lo que quieres... —dijo furiosa en voz alta.

    Tendría que hacer algo.

    Más o menos una hora después las ventanillas habían recobrado la transparencia por sí mismas. Isserley se dio cuenta de que le dolía un punto en un costado. Se lo frotó con las yemas de los dedos. La tela de la blusa se le había quedado pegada a la carne con algo que debía de ser sangre. Irritada, se la despegó de un tirón. Había dado por supuesto que no tenía ninguna herida.

    Para investigar, intentó girar las caderas o subir los muslos en el asiento. No ocurrió nada. De cintura para abajo parecía estar muerta. Tendría que hacer algo.

    Bajó un poco la ventanilla que había junto a su asiento y se puso a otear por la rendija. La marea había bajado y esparcidos en la orilla se veían algas gelatinosas, desechos a medio descomponer y rocas cubiertas de bultitos, plagadas de aquellos moluscos que la gente, es decir los vodsels, recogían. Buccinos, ésa era la palabra. Buccinos.

    En la lejanía divisó dos figuras que iban caminando a lo largo de la orilla hacía el embarcadero en el que estaba. Aunque lo único que deseaba era que volviesen sobre sus pasos, cada vez estaban más cerca. Y, a pesar de la intensidad de su furia, el mensaje telepático no causaba el menor efecto. Aquellas figuras no daban media vuelta...

    Cuando ya estaban a unos cincuenta metros, más o menos, Isserley se dio cuenta de que las figuras correspondían a una vodsel y a un perro cuyo sexo no le era posible determinar. La vodsel era menuda y delicada, y vestía un chaquetón de piel de cordero y una falda verde. Tenía unas piernas tan flacas como palillos enfundadas en unas medias negras y calzadas con botas verdes de goma. El pelo de su cabeza era largo y espeso, y le revoloteaba por delante de la cara. Mientras iba caminando por entre las rocas llamó al perro por su nombre con una voz totalmente diferente a la de los vodsels machos.

    El perro no iba desnudo. Llevaba puesto un abriguito de tela escocesa con cuadritos rojos. Mientras correteaba se bamboleaba, intentando mantener el equilibrio sobre las resbaladizas rocas y volviendo sin cesar la cabeza hacia la vodsel.

    Por fin, cuando ya se habían acercado tanto que Isserley había pensado en ponerse las gafas, se detuvieron en seco. La vodsel saludó con la mano, luego se volvió y empezó a alejarse con el perro pegado a los talones.

    Isserley respiró con alivio. Continuó mirando las nubes, mirando el mar.

    Cuando pensó que por fin el coche se habría secado con el calor del sol, volvió a intentar ponerlo en marcha. El motor obedeció. Lo apagó. Se iría cuando se sintiera dispuesta.

    Giró la cabeza hacia el asiento del acompañante y se puso a mirar la tapicería llena de agujeritos mientras apretaba la tecla, de la icpathua. Dos agujas plateadas atravesaron la tela y soltaron dos chorritos finos de líquido.

    Isserley se recostó en su asiento, cerró los ojos y comenzó a gemir.


    Capítulo 10


    Cuando Isserley divisaba a un autoestopista, en principio siempre pasaba de largo para tener tiempo de observarlo. Era lo que siempre había hecho, y era lo que iba a hacer en aquel momento. Había divisado uno junto a la carretera. Pasó de largo.

    Buscaba buenos músculos. Los ejemplares pequeños o enclenques no le interesaban. Y aquél era pequeño y enclenque. No le interesaba. Siguió conduciendo.

    Empezaba a amanecer. Pero para ella, a excepción de la cinta de asfalto gris sobre la que iba conduciendo, el resto del mundo no existía. La naturaleza suponía una distracción y no quería distraerse.

    La A9 parecía vacía, pero no había que confiarse. En cualquier momento podía suceder cualquier cosa. Por eso nunca apartaba la vista de la carretera.

    Tres horas más tarde vio a otro autoestopista. Era una hembra. A Isserley no le interesaban las hembras.

    Oyó que el coche hacía un ruidito por encima de la rueda del lado del acompañante. Era un ruido que ya había oído antes. Creyó que se había ido, pero, en realidad, lo que había hecho era esconderse en algún lugar dentro del coche. Isserley no estaba dispuesta a tolerarlo. En cuanto acabara de trabajar, regresaría a la granja, localizaría dónde se producía aquel ruido y lo arreglaría.

    Dos horas y media más tarde, divisó a otro autoestopista. Cuando Isserley divisaba a un autoestopista, en principio, siempre pasaba de largo para tener tiempo de observarlo. Así que pasó de largo.

    Sostenía un gran cartel en el que decía: PERTH, POR FAVOR. No era calvo. No vestía mono de trabajo. Tenía el cuerpo bastante fuerte y ancho, un tronco en forma de uve con un par de piernas largas. ¿Serían demasiado delgadas? Los gastados vaqueros que las cubrían se agitaban al viento. Aquél debía de ser un día muy ventoso.

    Pasó por el otro lado y volvió a observarlo. Tenía buenos brazos, hombros estupendos y pecho muy ancho, a pesar de lo delgado de su cintura.

    Después de cambiar de sentido, se dirigió hacia él por tercera vez. Tenía el cabello pelirrojo y rizado, muy revuelto, y llevaba un jersey gordo tejido con lanas de muchos colores. Todos los vodsels con jerséis gordos de lana que Isserley había conocido carecían de empleo y vivían como parias. Seguro que alguna autoridad los obligaba a llevar aquel atuendo para que se supiese a qué clase pertenecían.

    El vodsel, que le estaba haciendo señas en aquel preciso instante, debía de ser un marginado. Y seguro que aquellas piernas engordarían sin ningún problema.

    Isserley se metió en el arcén y paró. El autoestopista corrió hacia el coche, sonriendo.

    Isserley le abrió la puerta, e iba a gritarle «¿Quieres que te acerque a algún sitio?», cuando se dio cuenta de que era absurdo preguntar aquello. Era obvio que quería que lo acercase a algún sitio. Llevaba un cartel en el que decía PERTH, POR FAVOR. Nada podía ser más evidente. Para qué iba a malgastar energía hablando.

    Observó en silencio cómo se subía al coche y se abrochaba el cinturón de seguridad.

    —Yo..., bueno, es usted muy amable —le dijo el autoestopista sonriendo con cierta timidez y metiéndose los dedos entre el pelo para echárselo hacia atrás. Nada más peinarse con las manos, el abundante pelo volvió a caerle otra vez sobre los ojos—. Me estaba quedando helado.

    Isserley asintió con la cabeza e intentó devolverle la sonrisa pero no estaba segura de haberlo logrado. Le daba la sensación de que los músculos de su cara y su boca estaban mucho peor conectados que en otras ocasiones.

    —Voy a poner el cartel aquí abajo, a mis pies, ¿vale? Así no le molestará para meter las marchas, ¿no? —balbuceó el autoestopista.

    Isserley volvió a asentir con la cabeza y pisó el acelerador, aunque todavía estaba en punto muerto. Le estaba empezando a preocupar aquello de no poder emitir palabra. Era como si hubiese perdido la capacidad de hablar. Tenía un problema en la garganta. El corazón le latía con fuerza a pesar de que todavía no había sucedido nada grave y de que aún faltaba mucho para tomar cualquier decisión.

    Decidida a actuar con normalidad, abrió la boca para hablar, pero enseguida se dio cuenta de que sería un error. Sintió que el sonido que se le estaba formando en la garganta no tendría ningún sentido para el vodsel, así que volvió a cerrarla.

    El autoestopista se acariciaba la barbilla, nervioso. Llevaba una barba pelirroja, tan fina y rala que desde lejos no se notaba. Volvió a sonreír y se puso colorado.

    Isserley respiró hondo, puso el intermitente y arrancó, con la mirada clavada en la carretera.

    Ya hablaría cuando estuviese preparada.

    El autoestopista se inclinó hacia adelante y se puso a juguetear con el cartel, intentando llamar la atención de Isserley. Pero ella continuó imperturbable. Desconcertado, volvió a recostarse contra el respaldo del asiento y comenzó a frotarse las manos, primero una y después otra, para calentárselas. A continuación las cruzó y las fue deslizando dentro de las anchas mangas de su jersey.


    Se estaba preguntando qué diablos podía decir para que se sintiese cómoda. Pero también se preguntaba por qué había parado para recogerlo si no quería hablar. Alguna razón tendría que haber. El asunto era descubrir cuál podía ser. A, juzgar por la expresión que había visto en su cara, antes de que volviera la cabeza y se pusiera a conducir, parecía que estaba hecha polvo. Tal vez lo único que pasaba era que se estaba durmiendo al volante y había decidido que llevar a un autoestopista la mantendría despierta, lo cual quería decir que estaría esperando que él le diera conversación.

    La sola idea lo puso nervioso, pues las conversaciones banales no se le daban muy bien. Se le daban mejor las largas disquisiciones filosóficas, mano a mano, como la que había mantenido la noche anterior con Cathy cuando los dos estaban un tanto colocados. Qué pena no poder ofrecerle un porro a aquella mujer para relajar un poco el ambiente.

    Pensó en hacer algún comentario sobre el tiempo. Pero no algo vulgar, sino hablarle de lo que él sentía en días como aquél, cuando el cielo era como... como un océano de nieve. Lo alucinante que era que toda aquella nieve estuviese suspendida allá arriba, toda aquella masa de agua solidificada, en cantidad suficiente para enterrar a todo el país bajo toneladas de hielo blanco en polvo, y que todo aquello flotara muy, muy alto, con la facilidad de una nube. Era como un milagro.

    Volvió a mirar a la mujer. Conducía como un robot y con la espalda tan recta como una barra de metal. Le produjo la impresión de que para ella las maravillas de la naturaleza no significaban nada. Decidió que aquél no sería un buen tema de conversación.

    Podría decirle: «Hola, me llamo William», aunque tal vez fuese ya un poco tarde para decir eso. Pero de alguna forma tenía que romper el silencio. Quizás ella también fuese hasta Perth. Y si le iba a llevar ciento cincuenta kilómetros sin pronunciar ni una sola palabra, para cuando llegasen, él ya estaría totalmente majareta.

    Tal vez sonase un poco tonto decir: «Hola, me llamo William», como esos americanos que te dicen: «Hola, me llamo Arnold y soy el camarero que les va a atender esta noche.» Tal vez fuese mejor decir algo mas sencillo, del estilo: «Por cierto, me llamo William», como si fuese un inciso en medio de una animada conversación que ya estuviesen manteniendo, cosa que, desgraciadamente, no era así.

    Pero ¿qué le ocurría a aquella mujer?

    Estuvo dándole vueltas en la cabeza durante un minuto, haciendo un esfuerzo por olvidar lo incómodo que se sentía y concentrarse en ella. Intentó verla como la vería Cathy si estuviese sentada donde estaba él. Cathy era un genio para analizar a las personas.

    Después de hacer un verdadero esfuerzo por utilizar su lado intuitivo y femenino para analizarla, llegó a la conclusión de que le pasaba algo muy, pero que muy malo. Tenía algún problema muy grave o estaba desesperada. Incluso podía estar en estado de shock.

    Bueno, a lo mejor, lo único que pasaba era que él se estaba poniendo demasiado dramático. Dave, el escritor amigo de Cathy, siempre parecía estar en estado de shock. Lo conocían desde hacía años y siempre había tenido ese aspecto. Probablemente, lo tendría de nacimiento. Pero aquella mujer... desprendía unas vibraciones rarísimas, incluso más raras que las de Dave. Y, sin lugar a dudas, no se encontraba físicamente bien.

    Llevaba el pelo todo enmarañado y con unos churretones que parecían de aceite del coche. Y, además, algunos mechones le sobresalían de una forma extrañísima. Seguro que hacía mucho tiempo que no se miraba al espejo. Y olía, bueno, en realidad, apestaba a sudor rancio mezclado con un tufillo como el del agua marina estancada.

    Llevaba la ropa mugrienta y llena de barro seco. Podía ser que se hubiera caído o que hubiera tenido un accidente. ¿Debería preguntarle si se encontraba bien? Podría ofenderse si hacía algún comentario sobre el estado de su ropa. Podría creer que estaba acosándola sexualmente. Era muy difícil para un hombre mantener una actitud puramente amistosa hacia una mujer desconocida. Se puede ser agradable y cortés, pero eso es otra cosa. Así es como uno trata al personal de la Oficina de Desempleo. Pero a una mujer desconocida no se le puede decir, por ejemplo, que te gustan los pendientes que lleva o que tiene un pelo muy bonito, ni mucho menos preguntarle cómo es que tiene la ropa tan llena de barro.

    Y todo eso ocurría por estar demasiado civilizados. Dos animales o dos seres primitivos jamás se plantearían una cosa así. Si uno estaba lleno de barro, el otro comenzaría a lamerlo, simplemente, o a limpiarlo o a hacer lo que fuese necesario. Y no tenía por qué haber ninguna implicación sexual en ello.

    Tal vez estaba siendo un hipócrita y sí que veía a aquella mujer como una..., bueno..., como una mujer, ¿no? Porque ella era una mujer y él un hombre. Ésa era una realidad desde que el mundo es mundo. Y había que admitir que ella llevaba poquísima ropa para el tiempo que hacía. No había visto un escote tan generoso en público desde, bueno, desde mucho antes de que empezara a nevar.

    Y tenía unos pechos tan increíblemente firmes y bien puestos para su tamaño, que resultaban sospechosos. Tal vez fuesen pura silicona, lo cual sería una pena, y, además, era peligroso para la salud, había riesgo de que se produjesen filtraciones y cáncer. Y era totalmente innecesario. Todas las mujeres eran hermosas. Los pechos pequeños también eran bonitos, encajaban perfectamente en la mano y daban la sensación de algo cálido y abarcable. Siempre se lo decía a Cathy cuando llegaba el último catálogo de lencería junto con el resto de la propaganda y a ella le entraba la depre con sólo hojearlo.

    Tal vez lo que llevaba aquella mujer fuese simplemente uno de esos sostenes de diseño endiablado que hacían que los pechos parecieran más grandes y más firmes. Los hombres eran muy ingenuos para esas cosas. Escudriñó el cuerpo de Isserley, desde la axila hasta la cintura, en busca de alguna señal que delatara la presencia de aros metálicos o marcas de ropa interior elástica. No vio nada de eso, pero sí notó que tenía un agujero en la blusa, como si se hubiera enganchado con un alambre de espino o algo afilado. Parecía que alrededor había un pegote de algo reseco. ¿Sería sangre? Se moría de ganas de preguntárselo. Ojalá fuese médico, así podría preguntárselo sin ningún problema. ¿Y si se hacía pasar por médico? Sabía algo de medicina por los embarazos y el accidente de moto que había tenido Cathy, por el infarto de su padre y por la adicción de Suzie a las drogas.

    Podría decirle: «Perdóneme, pero es que soy médico y no he podido evitar ver que...» Pero a él no le gustaba mentir. Shakespeare ya había dicho: «Ah, qué enmarañada red tejemos cuando maquinamos un engaño.» Y Shakespeare no era ningún tonto.

    Cuanto más miraba a aquella chica, más rara le parecía. Llevaba unos pantalones de terciopelo verde totalmente retro, que habrían resultado muy elegantes en la década de los setenta, si no hubieran tenido la parte de las rodillas llena de barro. Aunque las piernas, desde luego, no eran las de una vedette de revista. Eran tan cortas, que apenas si llegaban a los pedales, y se notaba que le temblaban ligeramente por debajo de la fina tela. Parecían las piernas de alguien que sufriera algún tipo de parálisis cerebral. Volvió la cabeza para mirar hacia el asiento de atrás por el espacio que había entre su asiento y el de ella, casi convencido de que allí vería una silla de ruedas plegable. Pero sólo había un viejo anorak, una prenda con la que podía imaginársela perfectamente. Además, llevaba unas botas que parecían Doc Martens, o incluso más toscas, como los zapatones de Boris Karloff.

    Pero lo más raro de todo era su piel. Todas las zonas que podía ver, a excepción de los pechos, pálidos y lisos, tenían la misma textura extraña: un aspecto como el de la piel de un gato al que le estuviera empezando a salir el pelo tras haber sido esterilizado. Tenía cicatrices por todas partes, en los bordes de la mano, a lo largo de las clavículas y, sobre todo, en la cara. En aquel momento no podía vérsela porque se la tapaba aquella mata de pelo enmarañado, pero un poco antes había podido observarla bastante bien, y había notado que tenía cicatrices a lo largo de la mandíbula, en el cuello, en la nariz y debajo de los ojos. Y, además, había que añadir aquellas gafas. Debían de tener la mayor graduación existente para que los ojos se le vieran así de grandes.

    No le gustaba nada juzgar a la gente por su apariencia. Lo que importaba era el interior de las personas. Pero cuando el aspecto de una mujer era tan extraño como el de aquélla, era muy probable que eso hubiera influido en todos los demás aspectos de su vida. Seguro que fuese cual fuese la historia de aquella mujer, sería sorprendente, tal vez trágica, tal vez ejemplar.

    Se moría de ganas de preguntarle cosas.

    Le frustraría mucho no enterarse de qué le ocurría. Se pasaría el resto de la vida con la duda. Eso ya lo sabía. Era algo que ya le había pasado en otras ocasiones. Una vez, hacía ocho años, cuando aún tenía coche, había recogido a un hombre en la carretera que se echó a llorar nada más sentarse a su lado. No le preguntó qué era lo que le sucedía porque le daba muchísima vergüenza. Entonces era un chico duro de veinte años. Antes de llegar a su destino el hombre dejó de llorar y, cuando se bajó del coche, le dio las gracias por haberle llevado. Desde entonces no había pasado ni una semana en la que no se acordara de aquel hombre y se preguntase qué sería lo que le pasaba en aquel momento.

    A esta mujer podía preguntarle, por lo menos: «¿Te encuentras bien?», o algo así, y si ella quería que la dejaran tranquila, ya lo pondría inmediatamente en su sitio. O quizás le contestase algo que aclarase un poco la situación.

    William se mordió los labios, intentando dar con las palabras apropiadas. El corazón le latía con fuerza y la respiración se le había acelerado. El que ella no le dirigiese una sola mirada le ponía las cosas más difíciles. Pensó en aclararse la garganta como había visto que hacían algunos actores en las películas, e inmediatamente se ruborizó por haber pensado semejante horterada. Sentía una vibración en el esternón, o quizás fuesen los pulmones que le retumbaban como un tambor.

    Qué situación tan ridícula. Estaba respirando de una manera que casi era audible, como jadeando. Ella iba a pensar que estaba a punto de saltarle encima, o algo así.

    Respiró hondo y abandonó la idea de preguntarle nada, al menos, no de golpe y porque sí. Tal vez más adelante surgiera algo de forma natural.

    Si, por lo menos, pudiera sacar el tema de Cathy en la conversación se sentiría más tranquila. Así ella sabría que tenía pareja, que era padre de dos niños y una persona a la que jamás se le pasaría por la cabeza abusar sexualmente de nadie y mucho menos cometer una violación. Pero ¿cómo iba a sacar el tema si ella no le preguntaba nada? No iba a decir, así, porque sí: «Por cierto, por si tiene alguna duda, tengo una pareja a la que quiero muchísimo.» Eso sí que sonaría a horterada. No, peor que una horterada. Sonaría como si fuera un guarro, o incluso un psicópata.

    Eso era lo que las mentiras habían conseguido hacer con el mundo. Todas las mentiras que la gente había dicho desde el principio de los tiempos y todas las mentiras que seguía diciendo. Y el precio que había que pagar era la muerte de la confianza. Eso era lo que había llevado a que dos seres humanos, por inocentes que fuesen, no pudieran acercarse el uno al otro con la ingenuidad de los animales. ¡Vaya civilización!

    William pensó que ojalá recordase todo aquello para discutirlo con Cathy cuando llegase a casa. Le parecía que había dado con algo importante.

    Aunque, quizás, si le hablaba de aquella mujer que le había llevado en su coche con demasiado detalle, Cathy podría malinterpretarlo. Porque, aunque ya casi se lo había perdonado, había que reconocer que en su momento no se había tomado nada bien la historia que le había contado sobre Melissa, su antigua novia, y la excursión que habían hecho por Cataluña.

    ¡Joder! ¿Por qué no le hablaba aquella chica?


    Isserley continuaba mirando hacia adelante desesperada. Seguía sintiéndose incapaz de hablar, y era evidente que el autoestopista no tenía ganas de hacerlo. Como siempre, el asunto dependía de ella. Todo dependía de ella.

    Un enorme cartel verde anunciaba que faltaban ciento treinta kilómetros para llegar a Perth. Tendría que haberle aclarado hasta dónde iba. Pero la verdad era que no tenía ni idea de hasta dónde iba a ir. Miró por el espejo retrovisor. La carretera estaba vacía. Con aquella luz grisácea previa a una gran nevada no había buena visibilidad. Lo único que podía hacer era continuar conduciendo con las manos casi inmóviles sobre el volante. Sentía como si tuviera un grito de angustia atascado en la garganta.

    Aunque lograse empezar una conversación, el solo hecho de pensar en el esfuerzo que tendría que hacer para mantenerla volvía a hundirla en la desesperación. Era obvio que aquél era un macho típico de su especie, un tipo estúpido, reservado, pero astuto como un roedor para encontrar evasivas. Seguro que, si le hablaba, le contestaría con un gruñido, devolvería monosílabos como respuesta a sus elaboradas preguntas y se quedaría en silencio siempre que pudiese. Cada uno representaría su papel por turnos, tal vez durante horas.

    Pero, de repente, Isserley se dio cuenta de que ya no tenía energías para seguir jugando.

    Con la mirada fija en la sombría carretera que se extendía ante ella, pensó que era humillante el enorme esfuerzo que tenía que poner en todo aquello, la tediosa labor de aguijonearlo y sonsacarlo como si aquel tipo fuese una perla de valor inestimable que había que extraer poquito a poco de su hermética concha. Tenía que tener una paciencia sobrehumana. Y todo eso, ¿para qué? Para conseguir un vodsel igual a cualquier otro de los miles de millones de vodsels que infestaban el planeta y que, al final, sólo suponían unos cuantos paquetes de carne.

    ¿Por qué tenía que malgastar tanto esfuerzo en aquel juego día tras día? ¿Era así como iba a pasar el resto de su vida? ¿Representando aquellas farsas, dejándose la piel para acabar con las manos vacías (la mayor parte de las veces) y tener que empezar de nuevo?

    No podía soportarlo.

    Levantó los ojos hacia el espejo retrovisor y luego miró con recelo al autoestopista. Las miradas de ambos se encontraron. Él se sonrojó y sonrió con cara de imbécil, entre jadeo y jadeo. Isserley sintió, igual que si recibiera una bofetada, que el vodsel era un ser completamente ajeno a ella, y, con la violencia de una náusea que le hacía rodar la cabeza, tal como le ocurría cuando experimentaba una súbita pérdida de sangre, la invadió una sensación de odio hacia él.

    —Hasusse —dijo entre dientes, y apretó la tecla de la icpathua.

    El autoestopista empezó a caerse hacia ella, así que lo empujó con la mano. Su cuerpo se inclinó hacia el otro lado, ladeándose como un fardo de heno, hasta dar con la cabeza contra la ventanilla. Isserley puso el intermitente y salió de la carretera.


    Ya a salvo en un área de descanso, frenó y, sin apagar el motor, apretó la tecla para oscurecer los cristales. Era la primera vez que era consciente de hacerlo. Normalmente, cuando tenía que apretar aquella tecla, solía estar como flotando en el espacio. Aquel día, sin embargo, estaba firmemente anclada a su asiento y con las manos en los controles. Los cristales adquirieron un tono ambarino. El mundo se oscureció y desapareció de su vista. Se encendió la pequeña lucecita del interior del coche. Isserley apoyó la nuca en el reposacabezas y se quitó las gafas mientras escuchaba el lejano murmullo del tráfico por encima del ronroneo del motor de su coche.

    Se dio cuenta de que respiraba normalmente. El corazón, que debía admitir que se le había acelerado un poco cuando el vodsel subió al coche, le latía en aquellos momentos con bastante calma.

    Fuese cual fuese el problema que había tenido en el pasado con sus reacciones físicas, parecía que, finalmente, había conseguido resolverlo.

    Se inclinó para abrir la guantera. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y cayeron sobre los vaqueros del autoestopista. Frunció el ceño, incapaz de encontrar una explicación.


    Isserley se dirigió directamente a la Granja Ablach dándole vueltas en la cabeza a aquel hecho durante todo el camino, intentando comprender qué le pasaba.

    Por supuesto que los acontecimientos del día anterior..., ¿o ya habían pasado dos días...? No estaba muy segura de cuánto tiempo había estado en el embarcadero después de aquello..., pero bueno, daba igual..., claro que aquellos acontecimientos la habían afectado..., eso era innegable. Pero ahora ya todo había quedado atrás. Era agua pasada, como los vodsels solían..., como había oído decir en algún sitio.

    En aquellos momentos pasaba por delante de la planta siderúrgica abandonada. Ya estaba llegando a casa, y llevaba un vodsel grande y de buen aspecto, como cualquier día normal. La vida continuaba y tenía mucho trabajo que hacer. El pasado se iba alejando como un paisaje que se va reduciendo poco a poco hasta convertirse en un punto en el espejo retrovisor mientras, delante de ella, a través del parabrisas, brillaba un futuro que reclamaba toda su atención. Al llegar al cartel de la Granja Ablach puso el intermitente.


    Cuando llegó a la altura de la colina de los Conejos, ya estaba más dispuesta a admitir que, tal vez, no se encontrase bien del todo. Y, como pretendía tardar el menor tiempo posible en restablecerse, decidió hacer algo que estaba convencida de que la ayudaría a sentirse mejor. Había algo que la reconcomía. Se trataba de una curiosidad tonta y un tanto absurda que, no obstante, se le clavaba como una espina.

    Para que su restablecimiento fuese completo, para volver a su vida normal, tenía que liberarse de ella. Estaba segura de cómo podía hacerlo.


    Aparcó el coche frente al edificio principal y tocó la bocina, impaciente por ver salir a los hombres.

    La puerta se abrió y el primero en aparecer, como siempre, fue Ensel, seguido de los otros dos tipos cuyos nombres nunca se había preocupado de memorizar. Como siempre, Ensel corrió a asomarse por la ventanilla del coche para ver qué les había traído. Y, como siempre, Isserley se preparó para escuchar sus perogrulladas sobre la gran calidad de aquel ejemplar.

    —¿Te encuentras bien? —le preguntó Ensel haciendo una mueca a través del cristal. Tenía los ojos clavados en ella y no prestaba ninguna atención al vodsel que estaba desplomado con una peluca rubia mal colocada y un anorak puesto de cualquier forma—. Estás toda... o sea..., que tienes barro en la ropa.
    —Ya saldrá cuando la lave —contestó Isserley secamente.
    —Por supuesto, por supuesto —dijo Ensel, intimidado por el tono de Isserley. Abrió la puerta y el vodsel cayó hacia fuera como un saco de patatas. Ensel retrocedió asustado dando un salto y luego resopló tímidamente e intentó salir airoso de aquel contratiempo—. Pues... está muy bien, ¿verdad? Es uno de los mejores que has traído —dijo con cierto recelo.

    Isserley ni siquiera se dignó a responderle; se limitó a abrir la puerta de golpe y a salir del coche. Ensel, que junto con los demás hombres ya estaba arrastrando al vodsel, se quedó asombrado al verla acercarse.

    —¿Pasa algo? —dijo gruñendo mientras luchaba por levantar aquel peso muerto y colocarlo sobre la carretilla. El jersey del vodsel estaba tejido con un punto tan flojo, que no servía para agarrarlo.
    —No. Voy a entrar con vosotros, eso es todo —contestó Isserley

    Los adelantó con paso enérgico y esperó apoyada contra la entrada del edificio en tanto que los hombres se acercaban tambaleándose y empujando la carretilla con el vodsel.

    —Es que... ¿hay algún problema? —volvió a preguntar Ensel.
    —No —dijo Isserley mientras observaba con calma cómo, por fin, cruzaban torpemente el umbral—. Sólo quiero ver qué le van a hacer ahora.
    —¿Ah, sí? —dijo Ensel, perplejo. Los otros dos hombres giraron las cabezas para mirarse entre sí. Sin decir una sola palabra, atravesaron pesadamente el hangar con Isserley a su lado.

    Cuando llegaron al ascensor hubo otro momento de tensión. Estaba claro que allí sólo había sitio para los hombres y la carga que transportaban. Isserley no cabía.

    —Bueno... ¿Sabes una cosa? En realidad, no hay mucho que ver —le dijo Ensel con una sonrisa bobalicona mientras se apretujaba con sus compañeros dentro del enorme bidón.

    Isserley se quitó las gafas de un manotazo, se las colgó del deshilachado escote y clavó una fría mirada en Ensel mientras las puertas del ascensor se cerraban.

    —No empecéis sin mí —les advirtió.


    Sola, en aquel ascensor pobremente iluminado, Isserley se dejó transportar hacia las profundidades de la tierra. Pasó el sótano en el que estaban el comedor y la sala de recreo, e incluso la planta de los dormitorios de los hombres, y siguió bajando.

    Mientras iba descendiendo por aquel tubo bien engrasado, que se deslizaba como una seda, tenía la mirada clavada en la línea de la puerta, anticipando el momento en que se abriría nada más llegar a la planta de ingreso, que se encontraba en el tercer sótano. No quedaban más plantas, a excepción de la que albergaba las jaulas de los vodsels.

    Había supuesto que se sentiría mal o que incluso le entraría un ataque de pánico al bajar a tales profundidades. Pero cuando el ascensor se detuvo, y la puerta se deslizó hacia un lado dejándola a tantísimos metros bajo tierra, Isserley no notó ninguna náusea. Estaba segura de que se iba a encontrar bien. Iba a obtener lo que necesitaba.

    La sala de procesado era la mayor de todas las que formaban aquel laberinto de habitaciones que era la planta de ingreso. Tenía los techos altos, unas dimensiones amplias y una iluminación intensa que llegaba a todos los rincones. Era como un salón de exposición de automóviles que se hubiese vaciado y reacondicionado con fines más orgánicos. Estaba muy bien ventilado gracias a los múltiples aparato de aire acondicionado que había en las paredes, pintadas de un blanco inmaculado, y hasta había un leve aroma a brisa, marina en el aire.

    Alineadas contra tres de las paredes de la sala había largas mesas metálicas que, en aquel momento, estaban vacías, Ensel, los otros dos hombres y Unser, el procesador jefe, estaban reunidos en el centro de la sala, alrededor de un artilugio mecánico que Isserley dedujo que debía de ser la mesa de operaciones.

    Construida con piezas de maquinaria agrícola, aquella mesa de operaciones era una obra de arte de diseño especializado. La base consistía en un mecanismo arrancado de una excavadora y soldado a un abrevadero de acero inoxidable. Sobre ella, a la altura del pecho de un ser humano, se había montado un fragmento de dos metros de largo de un canalón de los que se utilizan para verter el grano, al que se le habían modificado ingeniosamente los afilados bordes, golpeándolos para redondearlos y que no constituyesen un peligro. En aquel momento el canalón, reluciente y elegante como una gigantesca salsera, se estaba moviendo sobre un punto de apoyo invisible para llegar a una posición perfectamente horizontal gracias a algún invisible mecanismo.

    El responsable del equilibrado de la camilla era Ensel, que desempeñaba el papel de ayudante del procesador jefe con aire de autosuficiencia. Sus dos compañeros estaban ocupados en la tarea menos meticulosa de desvestir al vodsel, que estaba tumbado allí cerca.

    Unser, el procesador jefe (aunque él insistía en que lo llamasen carnicero), se estaba lavando. Era un hombre musculoso, aunque enjuto, que apenas habría superado a Isserley en altura de haber sido bípedo. Sin embargo, tenía unas muñecas grandes y huesudas, así como unas manos fuertes, que en aquellos momentos mantenía en alto, mientras se sentaba sobre sus cuartos traseros cerca de una cuba de metal.

    Levantó la cabeza, que era extraordinariamente pequeña y estaba cubierta de un pelo grueso y erizado, y olfateó el aire como si percibiese una presencia desconocida, que no era la del vodsel, sino la de Isserley.

    —Ajam-ajam —dijo. Aquello no correspondía al idioma de los humanos ni al de los vodsels. Estaba, simplemente, aclarándose la garganta.

    Isserley había salido del ascensor y se había quedado esperando a ver si la recibían bien o la rechazaban. Pero los hombres no hicieron ni una cosa ni la otra; simplemente, continuaron con su tarea como si ella fuese invisible. Ensel empujó un carrito de metal lleno de instrumentos brillantes y lo colocó cerca de Unser. Los otros dos tipos siguieron desvistiendo al vodsel, jadeando y resoplando por el esfuerzo, aunque aquellos sonidos apenas se oían, amortiguados en cierto modo por la música ambiental.

    Era música de verdad, música hecha por seres humanos que, gracias a unos altavoces empotrados en la pared, podía oírse por toda la sala. Las voces suaves y el rasgueo de los instrumentos transmitían una relajante sensación de estar de vuelta en casa y lo envolvían todo con melodías que recordaban la infancia. Los hombres silbaban o canturreaban por lo bajo.

    Los dos tipos ya habían logrado despojar al recién llegado de su grueso jersey y forcejeaban con el resto de su indumentaria. Tenía la pálida piel recubierta de capas y capas de ropa, como si fuese un repollo o una cebolla. De hecho, había mucho menos vodsel dentro de aquel envoltorio de lo que Isserley había pensado.

    —Cuidado, cuidado —dijo Unser dirigiéndose a los hombres, que manipulaban con torpeza los tobillos del vodsel para quitarle los calcetines de lana, que llevaba muy ajustados. En los vodsels aquélla era una zona que podía infectarse fácilmente con cualquier rasguño ya que, una vez colocados en sus jaulas, estaban en continuo contacto con sus excrementos.

    Casi sin aliento por el esfuerzo, los hombres acabaron su tarea y lanzaron la última de las prendas encima de la pila de ropa. Durante todos aquellos años, Isserley siempre había recogido en la entrada del edificio principal la ropa y los efectos personales de los vodsels metidos en una bolsa. Era la primera vez que veía cómo la llenaban.

    —Ajam-ajam —volvió a carraspear Unser. Se acercó balanceándose sobre sus patas traseras hasta la mesa de operaciones; usaba la cola para mantener el equilibrio y llevaba los brazos todavía en alto. En contraste con el resto de su pelaje, que era gris, tenía el pelo de los brazos negro y reluciente, casi como el de Amlis, pero ello se debía únicamente a que lo tenía mojado porque acababa de lavarse las manos y los brazos.

    Clavó su mirada en Isserley como si acabara de notar su presencia.

    —¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó mientras se pasaba las manos por los antebrazos para escurrir el agua y se dejaba los pelos aún más aplastados. Las gotas de agua cayeron tamborileando al suelo, junto a sus pies.
    —Yo... sólo he bajado a mirar —dijo Isserley.

    El procesador jefe la fulminó con la mirada. Isserley cruzó los brazos sobre el pecho y se fue encorvando poco a poco, intentando parecer lo más humana posible.

    —¿A mirar? —repitió Unser, desconcertado, mientras los hombres forcejeaban para levantar al vodsel del suelo.

    Isserley asintió con la cabeza. En aquellos momentos cayó en la cuenta de que había evitado bajar a aquel sitio durante cuatro años y de que sólo había hablado con Unser en el comedor en contadísimas ocasiones. Esperaba que, por lo menos, en las escasas oportunidades en las que habían cruzado algunas palabras hubiese notado que lo respetaba y que, incluso, le inspiraba cierto temor. Consideraba que era un auténtico profesional, como ella.

    Unser volvió a aclararse la garganta. Siempre estaba aclarándose la garganta. Los hombres decían que padecía una enfermedad.

    —Muy bien..., pero quédate ahí —respondió con brusquedad—. Por cierto, parece como si hubieras estado revoleándote en estiércol.

    Isserley asintió con la cabeza y dio un paso atrás.

    —Vale —dijo Unser—. Subidlo a la mesa.

    Alzaron el cuerpo del vodsel, que cayó como un peso muerto sobre la mesa de operaciones, y luego lo colocaron boca arriba. Le estiraron los brazos y las piernas con cuidado y le encajaron los hombros en unas hendiduras que habían sido moldeadas en el metal del canalón con ese fin. La cabeza le quedó apoyada en el borde del canalón y el rojo pelo colgaba justo por encima del gran abrevadero de acero inoxidable.

    Durante todas aquellas maniobras el vodsel se había dejado manipular plácidamente, sin ejecutar el más mínimo movimiento por sí mismo, excepto el de contraer involuntariamente los testículos dentro del escroto, que cada vez estaba más encogido.

    Cuando acabaron de colocar el cuerpo correctamente y acercaron la bandeja con el instrumental a la mesa de operaciones, el carnicero comenzó su tarea. Apoyándose en la cola y en una de las patas traseras, levantó la otra, la puso sobre la cara del vodsel y le metió dos dedos del pie en los orificios nasales. Tiró hacia arriba y la cabeza del animal se fue hacia atrás al tiempo que se le abría la boca. Se detuvo un momento, sólo para recuperar el equilibrio, y luego flexionó las manos, que seguía teniendo libres. A continuación, de la bandeja que estaba junto a él seleccionó un instrumento plateado que tenía una forma parecida a la letra q, pero más alargada, y otro que tenía la forma de una hoz diminuta. Inmediatamente después introdujo ambos instrumentos en la boca del vodsel.

    Isserley hacía grandes esfuerzos para ver lo que estaba pasando, pero Unser tenía unas muñecas enormes y movía los dedos continuamente sobre la boca del vodsel, lo cual le impidió ver cómo le arrancaba la lengua. La sangre empezó a caerle a borbotones por las mejillas mientras Unser se giraba y dejaba caer los instrumentos en la bandeja, donde produjeron un sonido metálico. Sin dudar ni un instante, cogió un artilugio eléctrico parecido a un enorme destornillador de estrella y, entrecerrando los ojos, concentrado, lo introdujo en la boca del animal. Por entre los ágiles dedos de Unser salieron unos destellos luminosos mientras localizaba los vasos sanguíneos y cauterizaba la hemorragia con un chisporroteo.

    Para cuando el olor a carne quemada inundó toda la sala, Unser ya estaba ocupándose de aspirar la sangre de la boca del vodsel con una bomba de succión. El vodsel tosió, lo cual fue la primera evidencia de que, lejos de estar muerto, lo único que le sucedía era que seguía en estado de icpathuasis.

    —Muy bien, chico —murmuró Unser presionándole suavemente la nuez para hacer que tragara—. Ajam-ajam.

    Una vez satisfecho con el estado en el que había quedado la boca del animal, dirigió su atención a los genitales. Cogió de la bandeja otro instrumento, abrió de un tajo el escroto y, con unas incisiones rápidas, delicadas y precisas, le extirpó los testículos con el escalpelo. Fue una tarea mucho más sencilla que la de la lengua. No le llevó ni treinta segundos. Antes de que Isserley se diera cuenta de lo que había sucedido, Unser ya había cauterizado la herida y estaba cosiendo el escroto con mano experta.

    —Ya está —dijo tirando la aguja y el hilo a la bandeja—. Se acabó. Ajam-ajam.

    Volvió la cabeza y miró a su visitante.

    Isserley sostuvo su mirada desde el otro lado de la sala. Tenía problemas para controlar el ritmo de la respiración.

    —No sabía que... iba a acabar tan... rápido —reconoció con voz entrecortada, todavía encogida y medio agachada—. Creía que iba a haber... mucha más... sangre.
    —Ah, claro —le confirmó Unser, mientras le pasaba al vodsel los dedos por el pelo—. Pero es que cuanto más rápido se hace, menor es el trauma. Después de todo, hay que intentar causarles el menor sufrimiento, ¿no? Ajam-ajam. —En su rostro se dibujó una leve sonrisa de orgullo—. Un carnicero tiene que tener algo de cirujano, ¿comprendes?
    —Sí, realmente... es muy impresionante... cómo lo hace —fue el único cumplido que se le ocurrió decir a Isserley, que no dejaba de temblar y se abrazaba a sí misma.
    —Gracias —dijo Unser, que se puso a cuatro patas con un gruñido de alivio.

    Ensel había vuelto a inclinar la mesa de operaciones y los otros dos hombres estaban tirando del vodsel para bajarlo de allí, colocarlo otra vez en la carretilla y transportarlo al ascensor.

    Isserley se mordió los insensibles labios para no ponerse a gritar de frustración. ¡Cómo podía durar tan poco! ¡Y con tan poca violencia! ¡Con tan poco... dramatismo! El corazón le latía con fuerza en el pecho, los ojos le escocían y tenía los puños tan apretados que se estaba clavando las uñas. Necesitaba desesperadamente aliviar la tensión acumulada en su interior, que parecía a punto de estallar. Pero el procesado del vodsel ya había acabado y se lo estaban llevando para que se uniese a los de su especie, allá abajo, en las jaulas.

    —¡Que no lo arrastréis, que se puede herir los pies en el escalón, joder! —chilló Unser, irritado, mientras los hombres metían el cuerpo en el ascensor tirando de él—. ¡Os lo he dicho miles de veces!

    Dirigió una mirada de complicidad a Isserley, como dando a entender que ella, precisamente, era la única persona que podía saber con cierta exactitud la cantidad de veces que se había visto obligado a reprender a aquellos tipos.

    —Bueno, quizás no hayan sido más que cientos de veces —acabó por reconocer.

    El ascensor se cerró con un zumbido amortiguado. Isserley y Unser se quedaron solos en la enorme sala con la mesa de operaciones y el olor a quemado.

    —Ajam-ajam —dijo Unser cuando el silencio comenzó a resultar incómodo—. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?

    Isserley se abrazó a sí misma con más fuerza, intentando no desmoronarse.

    —Me preguntaba si..., si usted iba a... Si quedaba algún... algún unimesino por... procesar.

    Unser se dirigió trotando hasta la cuba de agua y hundió los brazos en ella.

    —Pues no —dijo—, ya hemos procesado todos los que necesitábamos.

    El ruido del agua armonizaba con la música que salía por los altavoces.

    —¿Quiere decir que ya no quedan unimesinos?
    —No, no, queda uno —dijo Unser mientras sacaba los brazos del agua y los sacudía con vehemencia—. Pero a ése lo vamos a dejar. Ya irá en el próximo viaje.
    —¿Y por qué no puede ir en éste? —insistió Isserley—. Me encantaría ver... —Volvió a morderse los labios—. Ver cómo se prepara el producto final.

    Unser sonrió con modestia mientras volvía a ponerse a cuatro patas.

    —Me temo que ya hemos cargado la cantidad estipulada —afirmó, sin el menor asomo de lamentarlo en absoluto.
    —¿Quiere decir que ya no queda sitio en la nave para uno más? —volvió a insistir Isserley.

    Unser estaba mirando hacia abajo, estudiándose las manos, que levantaba intermitentemente del húmedo suelo.

    —Oh, no. Todavía queda sitio, mucho sitio —respondió, pensativo—. Es que..., ajam-ajam..., bueno, es que ellos —al decirlo elevó la mirada hacia el cielo— esperan recibir una cantidad de carne determinada, ¿entiendes? Una cantidad que se basa en las entregas habituales. Sí esta vez mandamos más, el próximo mes esperarán que volvamos a incrementar la cuota, ¿comprendes?

    Isserley se apretó el pecho con las manos intentando apaciguar los latidos de su corazón, pero entre él y su mano había demasiado relleno.

    —No importa —le aseguró a Unser con voz tensa por la desesperación—. Yo..., yo puedo traer más vodsels. No tengo ningún problema. Ahora mismo hay montones de vodsels por todos lados. Cada día hago mejor mi trabajo.

    Unser se quedó mirándola con el ceño fruncido, desconcertado y sin saber cómo reaccionar.

    Isserley sostuvo su mirada, casi muerta de desesperación. Ya no tenía en el rostro los encantos femeninos que podría haber utilizado para convencerlo, para implorar sin necesidad de palabras, unos se los habían reducido y otros se los habían mutilado. Sólo le quedaban los ojos, y éstos le brillaban intensamente mientras clavaba su mirada atravesando el espacio sin pestañear.


    Minutos más tarde, siguiendo órdenes de Unser, el último unimesino era conducido a la sala de procesado.

    A diferencia del vodsel que lo había precedido, éste no necesitaba que lo cargaran a cuestas. Caminaba a dos patas, mansamente, guiado por dos hombres. De hecho, casi no había ni que guiarlo: avanzaba torpemente en línea recta moviendo aquella enorme masa corporal sonrosada como un sonámbulo. Los hombres sólo le daban empujoncitos con sus flancos en algún momento, cuando parecía que iba a tropezar o a desviarse. Sería más apropiado decir que los hombres lo acompañaban. Lo acompañaban a la mesa de operaciones.

    Era tal la rigidez de aquella mole hinchada, que, cuando llegó a la mesa de operaciones y lo empujaron haciéndole perder el equilibrio, cayó sobre el canalón como un árbol recién talado. Cayó boca arriba sobre el liso recipiente con un ruido sordo. En su cara se dibujó una expresión de sorpresa cuando su propio peso elefantino lo hizo resbalar por el canalón, que estaba levemente inclinado. Lo único que tuvieron que hacer sus acompañantes fue encauzar un poco el deslizamiento de su cuerpo para que los hombros encajasen en las hendiduras correspondientes.

    Isserley, que estaba desesperada por verle la cara, se había ido acercando a la mesa de operaciones. Los ojos porcinos que pestañeaban en medio de aquella cabeza rapada eran demasiado pequeños para verlos desde lejos, y no quería perderse, por ningún concepto, lo que pudiera reflejarse en ellos.

    La frente de aquella cabeza abovedada comenzó a fruncirse mientras sus ojos parpadeaban sin cesar. Algo iba a sucederle que tal vez superase su capacidad para soportarlo estoicamente. Había logrado acostumbrarse a pensar sólo en la mole de su cuerpo y había desarrollado una indiferencia total frente a todo lo demás. Pero en aquel momento presentía que estaba a punto de ser arrancado de las profundidades en las que se había refugiado. En su interior iba creciendo poco a poco una sensación de angustia que trataba de expresar con un rostro absolutamente entumecido cuya fisonomía carecía ya de expresión.

    A pesar de que le habían administrado sedantes, parecía debatirse en una encarnizada lucha, pero no con los hombres que lo estaban sujetando, sino con su propia memoria. Parecía como si reconociese a Isserley, como si creyese haberla visto antes en algún sitio, aunque tal vez sólo se daba cuenta de que era el único ser en aquella sala que se parecía un poco a él. Si había alguien que pudiera ayudarlo, tenía que ser ella.

    Isserley se acercó aún más, permitiendo que el vodsel pudiese verla mejor. También ella estaba intentando recordar cuál de los autoestopistas era. Los únicos pelos que le quedaban en la cabeza eran las pestañas, que le parecieron increíblemente largas.

    Era tal el esfuerzo que estaba haciendo el vodsel para recordar de qué conocía a Isserley, que no se dio cuenta de que le estaban acercando a la frente algo que parecía el pitorro de un surtidor de gasolina y que estaba conectado a la base de la mesa mediante un cable largo y flexible. Unser aplicó la punta de aquel instrumento metálico a la frente del vodsel y apretó la palanca. La intensidad de la luz del edificio bajó imperceptiblemente. Cuando la corriente se internó en el cerebro del vodsel y le recorrió la columna vertebral, sólo le dio tiempo a parpadear una vez. En la frente se le formó una mancha oscura de la que ascendió una leve columna de humo.

    Unser le tiró de la barbilla hacia atrás para que el cuello quedase bien a la vista. Con dos movimientos de muñeca rápidos y precisos le seccionó las arterias. A continuación retrocedió para evitar que lo salpicara un chorro de sangre caliente, de un rojo muy intenso, que salía a borbotones y caía en el plateado abrevadero.

    —¡Sí! —chilló Isserley sin darse cuenta—. ¡Sí!

    Antes de que aquel grito acabara de resonar por toda la sala, la actividad ya había cesado. Sobrevino un terrible silencio que se hizo aún más evidente al coincidir con una pausa de la música ambiental. Todo quedó inmóvil. Lo único que no cesaba de fluir era el imparable chorro de sangre que caía de la garganta del vodsel, un líquido espumoso y brillante que le iba cubriendo todo el rostro, en el que las pestañas se agitaban igual que las algas marinas cuando sube la marea. Unser, Ensel y los otros dos hombres estaban petrificados y con la mirada clavada en Isserley.

    Estaba tan encogida sobre sí misma, que parecía que se iba a caer de bruces. Se retorcía las manos, desesperada al comprender que se iban a frustrar sus expectativas.

    La punta del cuchillo de Unser había quedado suspendida sobre el tronco del vodsel. Isserley sabía que el siguiente paso no podía ser otro que el de abrir al animal en canal desde el cuello hasta la entrepierna y separarle la carne como cuando se baja la cremallera de un mono de trabajo. Miraba ansiosa el cuchillo, que seguía suspendido en el aire. Y, entonces, Unser, con un gesto contundente, lo arrojó a la bandeja y se negó a continuar.

    —Lo siento, Isserley —dijo con tono tranquilo—, pero no creo que sea bueno que estés aquí.
    —¡No, por favor! —suplicó Isserley, aterrorizada—. Siga, no se preocupe por mí.
    —Aquí estamos haciendo un trabajo —le recordó con severidad el procesador jefe—. No podemos permitir que se inmiscuyan los sentimientos.
    —Ya lo sé, ya lo sé —dijo Isserley, muerta de vergüenza—. Por favor, continúe como si yo no estuviese aquí.

    Unser se inclinó sobre la mesa de operaciones, gesto que le ocultó la visión de la cabeza del vodsel, encharcada en sangre.

    —Creo que sería mejor que te marchases —dijo rotundamente. Las miradas de Ensel y de los demás hombres saltaban, con creciente nerviosismo, de Unser al objeto de su irritación, y viceversa.
    —Pero bueno... —dijo Isserley con voz ronca—. ¿A qué viene todo este jaleo? Es que no se puede simplemente seguir... seguir...

    Se miró las manos porque notó que todas las miradas se dirigían a ellas y se quedó impresionada al ver que tenía los dedos como si fuesen unas garras que estuvieran despedazando el aire, como si estuviera intentando destrozar algo invisible con las uñas.

    —Ensel... —dijo Unser con cierta cautela—, creo que Isserley no... se encuentra bien.

    Los hombres comenzaron a acercarse a Isserley caminando sobre el suelo húmedo. El reflejo de sus cuerpos vibraba sobre la superficie lustrosa.

    —¡No me toquéis! —los amenazó.
    —Por favor, Isserley —dijo Ensel sin detener su avance—. Tienes mal aspecto... —Hizo una mueca extraña—. Es terrible verte en este estado.
    —¡No me toquéis! —repitió.

    De pronto, a Isserley le pareció que la luz de aquellos morbosos confines había empezado a intensificarse, que los vatios se multiplicaban por momentos. También le pareció que la música empezaba a plagarse de sonidos desafinados, y eso le produjo unos desagradables escalofríos que le recorrieron toda la espalda. De repente, recordó que se encontraba a muchos metros bajo tierra, que el aire estaba viciado, reciclado a través de toneladas y toneladas de roca sólida, y perfumado artificialmente con un horrible ambientador que olía a brisa marina. Estaba atrapada, rodeada de seres para quienes todo aquello era normal.

    Varios brazos vigorosos comenzaron a rodearla desde todas las direcciones, agarrándola de las muñecas, de los hombros y de la ropa.

    —¡Quitadme esas horribles zarpas de encima! —dijo apretando los dientes. Forcejeó desesperada intentando soltarse, pero ellos eran más fuertes—. ¡No! ¡Nooo! ¡Nooooo! —chillaba mientras los hombres la reducían tirándola al suelo.

    Nada más caer, todo comenzó a contraerse a su alrededor de un modo angustioso. Las paredes se desprendieron de los cimientos y empezaron a deslizarse hacia el centro de la sala, como atraídas por la pelea. El techo, una gigantesca plancha de cemento, recubierta con pintura blanca fluorescente, también se desprendió y comenzó a descender.

    Sin parar de chillar, Isserley intentó hacerse un ovillo, pero varias manos la agarraron y la levantaron del suelo con los brazos y las piernas extendidos. Y entonces las paredes y el techo la engulleron y quedó sepultada en una oscuridad total.


    Capítulo 11


    Antes de haber recobrado plenamente la conciencia, Isserley percibió dos olores cuya mezcla era surrealista: el de la carne cruda y el de la lluvia recién caída. Abrió los ojos. Sobre ella se extendía un cielo nocturno infinito en el que titilaban millones de estrellas lejanas.

    Estaba tumbada boca arriba en un vehículo con el techo abierto, aparcado en un garaje con el tejado también abierto.

    Pero no era su coche. Lentamente se fue dando cuenta de que ni siquiera era un coche. Estaba tumbada dentro de la bodega de la nave, que tenía abiertas las puertas abatibles del techo y seguía aparcada directamente bajo la gran escotilla del tejado del edificio.

    —Los he convencido de que un poco de aire fresco te vendría bien —oyó que decía Amlis Vess desde no muy lejos.

    Intentó girar la cabeza para ver dónde estaba Amlis, pero tenía el cuello tan rígido como si se lo hubieran encajado en un torno. Sin atreverse casi a respirar por miedo a que le volviera el dolor, se quedó absolutamente inmóvil, preguntándose qué sería lo que la mantenía levantada a un palmo del suelo de metal. Con las yemas sudorosas de los dedos fue recorriendo la textura de lo que tenía debajo de las caderas paralizadas. Se trataba de una estera toscamente tejida de las que les gustan a los seres humanos para dormir.

    —Cuando te sacaron del ascensor parecía como si te faltara el aire, era casi como si te estuvieras asfixiando —oyó que seguía diciendo Amlis—. Yo quise sacarte afuera, pero los hombres no me dejaron, y como ellos tampoco querían hacerlo, logré que accedieran a traerte aquí.
    —Gracias —contestó sin la menor emoción—. Pero creo que habría sobrevivido, a pesar de todo.
    —Sí —admitió Amlis Vess—, de eso no me cabe duda.

    Isserley se puso a observar el cielo con detenimiento. Aún quedaban en él algunos trazos de color violeta y la luna no había hecho más que empezar a asomar. Debían de ser las seis de la tarde o, como mucho, las siete. Intentó levantar la cabeza, pero el cuerpo no le respondió.

    —¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Amlis.
    —Sólo tengo que descansar —le aseguró—. He tenido un día agotador.

    Pasaron varios minutos. Isserley intentaba sobrellevar lo mejor posible aquella embarazosa situación, que le resultaba horrible y cómica al mismo tiempo. Movió los dedos de los pies discretamente y a continuación intentó contonear un poco las caderas. Un dolor agudo, como si le clavaran una aguja, le atravesó la rabadilla. Reaccionó llenándose los pulmones de aire bruscamente.

    Dando muestras de gran tacto, Amlis Vess no hizo ningún comentario sobre ello, sino que dijo:

    —Desde que he llegado aquí no he dejado de mirar el cielo.
    —¿Ah, sí? —dijo Isserley. Parpadeó, y sintió una desagradable sensación, como si tuviera unas costritas en los ojos, y le entraron ganas de restregárselos.
    —Esto supera todo lo que me había imaginado —seguía diciendo Amlis. Su sinceridad era inequívoca. Isserley lo encontró extrañamente enternecedor.
    —Al principio yo sentí lo mismo —le dijo.
    —Durante el día está completamente azul —observó, como si ella, no lo supiera y tuviese que explicárselo. En contraposición a la seriedad con la que Amlis demostraba el entusiasmo que le producía aquello, Isserley sintió de pronto unas tremendas ganas de soltar una carcajada.
    —Sí, así es —asintió.
    —Y de otros muchos colores —añadió Amlis.

    Al oír esto, a Isserley no le quedó más remedio que reírse, aunque le salió una risa crispada, que parecía más bien de dolor.

    —Sí, muchos —dijo apretando los dientes. Por fin había logrado levantar las manos y se las colocó sobre el vientre de un modo que le resultó reconfortante. Poco a poco iba volviendo a la vida.
    —¿Sabes una cosa? —siguió diciendo Amlis—. No hace mucho rato cayó agua del cielo. —Lo decía con un tono de voz un poquito más agudo del habitual, vulnerable, sobrecogido—. Cayó del cielo, simplemente. En forma de gotas pequeñitas. Eran miles de gotitas juntas. Miré hacia arriba para ver de dónde caían, y era como si tomasen cuerpo sin venir de ninguna parte. No me lo podía creer. Levanté la cara, abrí la boca y algunas me cayeron dentro. Fue una sensación indescriptible. Fue como si la naturaleza estuviera intentando alimentarme.

    Isserley se palpó la tela de la blusa que le cubría el vientre. Estaba algo húmeda, pero no excesivamente. La lluvia no debía de haber durado mucho rato.

    —Y dejó de caer tan de repente como había empezado a hacerlo —continuó diciendo Amlis—. Pero ha cambiado el olor de todo.

    Isserley logró girar levemente la cabeza. Comprobó que estaba tumbada frente a uno de los refrigeradores de la nave. Tenía la nuca apoyada en un pedal ancho que había en la base de una máquina y que servía para levantar la tapa si se apretaba hacia abajo, pero su cabeza no pesaba lo suficiente para accionarla; para eso se requería el peso del cuerpo de un hombre.

    A su derecha, sobre el suelo metálico y casi a la altura de los hombros, había dos bandejitas de carne cubiertas con una película de papel transparente. Una de ellas contenía unos filetes de excelente calidad, de color marrón rojizo, intercalados entre sí. La otra, que era más grande, estaba llena a rebosar de despojos: podían ser vísceras ya limpias o sesos. A pesar de que estaban envueltas, desprendían un olor muy fuerte. Seguro que los hombres acababan de ponerlas allí justo antes de transportarla a ella.

    Giró la cabeza hacia la izquierda. Amlis estaba sentado a cierta distancia. Le pareció más guapo que nunca, con las extremidades inferiores entrelazadas por debajo del cuerpo, las patas delanteras rectas y la cabeza ligeramente vuelta hacía la escotilla que había en el tejado del edificio. Vislumbró un destello de sus dientes blanquísimos. Estaba comiendo algo.

    —No necesitaba quedarse aquí conmigo —le dijo mientras intentaba levantar un poco las rodillas sin que él se diera cuenta del esfuerzo que le estaba suponiendo.
    —Me paso aquí la mayor parte del tiempo, tanto de día como de noche —le explicó—. Los hombres no me dejan salir del edificio, por supuesto. Pero desde esta abertura del tejado puedo ver las cosas más extraordinarias.

    Se volvió hacia ella y se levantó para acercarse más al punto en el que estaba tumbada. Isserley oyó los pasos suaves de sus pezuñas mientras caminaba delicadamente sobre el suelo metálico.

    Respetuoso, se detuvo a una distancia prudente, apoyó las ancas en el suelo y volvió a entrelazar las patas traseras. Entre las patas delanteras, que volvió a colocar rectas, le asomaba el pelo blanco y algo alborotado del pecho. Isserley había olvidado lo negro que tenía el pelo de la cabeza y lo dorados que eran sus ojos.

    —¿Y no le produce asco toda esta carne? —preguntó con tono provocativo.

    Pasó por alto la ironía del comentario.

    —Ahora es carne muerta —contestó simplemente—. Ya no puedo hacer nada, ¿no?
    —Pues creí que seguiría intentando conmover el corazón y la conciencia de los hombres —prosiguió diciendo Isserley, aunque comprendió que se estaba pasando con su sarcasmo.
    —Bueno, he hecho todo lo que he podido —contestó Amlis—. Pero me he dado cuenta de que es un empeño inútil. De todas formas, no es vuestra conciencia la que debería cambiar —continuó diciendo mientras paseaba la mirada por la carga que estaba almacenada alrededor, como dando a entender que comprendía que tras la magnitud de aquella matanza se encerraba un propósito de índole comercial.

    Entretanto, Isserley contemplaba su cuello, sus hombros y la suavidad de su pelo, que agitaba levemente la brisa. La animadversión que le había provocado se iba desvaneciendo mientras se lo imaginaba tumbado a su lado con el cálido pecho velludo contra su espalda y mordisqueándole el cuello con sus dientes blanquísimos.

    —¿Qué está comiendo? —le preguntó, porque tenía la sensación de que no paraba de mover las mandíbulas.
    —No estoy comiendo nada —le contestó con tono indiferente, pero siguió masticando.

    Isserley sintió una oleada de desprecio: era como todos los ricos, un petulante que no sentía incomodidad al mentir y un arrogante al que le dejaba indiferente que los demás se dieran cuenta de ello. Hizo un gesto de desaprobación, como diciendo: «¡Lo que usted quiera!» A pesar de las transformaciones que habían sufrido los rasgos del rostro de Isserley, Amlis se dio cuenta inmediatamente.

    —No estoy comiendo. Estoy mascando —le explicó con tono solemne, pero con un destello brillante en sus ojos ambarinos—. Es icpathua.

    Isserley recordó entonces que aquél era un asunto que le había acarreado muy mala fama a Amlis, y, aunque en realidad era algo que la intrigaba, fingió una actitud de desprecio.

    —Creí que ya era usted demasiado mayorcito para hacer ese tipo de cosas —le dijo para provocarlo.

    Pero Amlis no estaba dispuesto a morder el anzuelo.

    —Mascar icpathua no es un comportamiento que tenga nada que ver con la adolescencia ni con ninguna otra etapa de la vida —respondió con frialdad—. Es una planta que posee propiedades excepcionales.
    —Muy bien, muy bien —dijo Isserley dando un suspiro y girando la cabeza para volver la mirada al cielo estrellado—, pero acabará matándolo.

    Lo oyó reírse, pero no se volvió para mirarlo, luego lamentó no haberlo visto y, a continuación, sintió una gran irritación consigo misma por haberlo lamentado.

    —Para eso tendría que tragarme un fardo del tamaño de mi cuerpo —dijo Amlis.

    Entonces, aunque no quería, también a ella le entró la risa, porque era cómico imaginárselo tratando de cometer semejante disparate. Intentó levantar una mano para cubrirse la cara y que no la viera reírse, pero el dolor de la espalda fue tan atroz, que tuvo que permanecer rígida, y siguió riéndose a cara descubierta sin poder parar. Cuanto más se reía, más difícil le resultaba parar. Confiaba en que Amlis Vess entendiera que se reía porque resultaba ridículo imaginárselo hinchado como una vaca preñada.

    —La icpathua es un calmante contra el dolor de una efectividad extraordinaria, ¿sabes? —le aseguró en tono amable—. ¿Por qué no lo pruebas?

    Aquella pregunta borró la sonrisa del rostro de Isserley

    —A mí no me duele nada —contestó secamente.
    —Por supuesto que te duele —dijo Amlis en tono de reproche y arrastrando las vocales de un modo que ponía más de relieve su dicción de niño bien.

    Furiosa, Isserley se incorporó apoyándose en los codos y clavó en él una mirada penetrante.

    —A mí no me duele nada, ¿entiende? —repitió mientras un sudor frío, producido por el intenso dolor, le resbalaba por el tronco.

    Un relámpago de furia cruzó durante unos instantes los ojos de Amlis, pero enseguida parpadeó lenta y lánguidamente, como si en su torrente sanguíneo acabase de penetrar otro poco de sedante.

    —Lo que tú digas, Isserley.

    Que ella recordara, hasta entonces, no la había llamado nunca por su nombre. Nunca hasta entonces. Se preguntó qué sería lo que lo había empujado a pronunciarlo, y deseó que volvieran a darse las mismas circunstancias para que lo repitiera lo antes posible.

    Pero, en realidad, lo que necesitaba era librarse de él como fuese. Le hacía falta ponerse a hacer algunos ejercicios para volver a encontrarse en forma, pero, ¡qué diablos!, no iba a ponerse a hacerlos delante de él.

    Evidentemente, lo normal en un caso así sería excusarse y marcharse a su casa. No la seguiría hasta allí. Pero tenía un dolor demasiado fuerte para intentar bajar la media docena de escalones que había entre el casco de la nave y el suelo del edificio.

    Ya que estaba apoyada en los codos, pensó que podría flexionar los hombros y la columna un poquitín sin que se notara demasiado. Decidió darle un poco de conversación para mantenerlo distraído.

    —¿Qué cree que le hará su padre cuando regrese a casa? —le preguntó.
    —¿Qué me ha de hacer? —le contestó como si no le encontrara sentido a aquella pregunta.

    Inocentemente, Isserley había vuelto a toparse con la forma de entender la vida de un niño bien. Le era imposible concebir la simple idea de que alguien pudiera obligarlo a hacer algo en contra de su voluntad. Sentirse vulnerable era algo privativo de las clases bajas.

    —En realidad mi padre ignora que estoy aquí —dijo por fin pasado un momento, con un tono en el que dejaba traslucir cuánto disfrutaba con ello—. Supone que estoy en Yssiis o en cualquier otro lugar de Oriente Medio. Por lo menos, la última vez que hablamos, le dije que pensaba ir allí.
    —Pero usted vino aquí en esta nave —le recordó Isserley mientras hacía un gesto con la cabeza señalando todo lo que había alrededor, carne y refrigeradores incluidos—. En una nave de carga de la Corporación Vess.
    —Pues sí —dijo con una sonrisa—, pero sin ningún consentimiento oficial. —Sonreía como un niño, como un crío pequeño incluso. Levantó la cabeza para seguir mirando al cielo y de nuevo se le movió el pelo del cuello como se mece el trigo agitado por el viento—. Mi padre aún alberga la vana esperanza de que algún día me haga cargo de la empresa. Dice que este negocio debe permanecer en manos de nuestra familia, pero, por supuesto, lo que quiere decir es que le horrorizaría que alguien de la competencia lograra introducirse en el mundillo de sus valiosas materias primas. En estos momentos las palabras «Vess» y «voddissin» son conceptos inseparables. «Vess» es sinónimo del disfrute de lo más exquisito, de lo más delicioso.
    —¡Qué suerte para ustedes! —dijo Isserley.
    —Bueno, yo no tengo nada que ver en todo eso, por lo menos desde que me hice lo suficientemente mayor para plantear ciertas cuestiones. Mi padre me trata como si fuera un insolente y me responde: «Pero ¿qué es lo que quieres investigar? Se trata de unas cosas que crecen y nosotros lo único que hacemos es recolectarlas y transportarlas en una nave.» Claro que conmigo no es tan reservado como con los demás. En cuanto le demuestro una pizca de interés por el negocio, se ablanda. Sigue pensando que algún día entraré en razón. Y supongo que por eso siempre me ha permitido acceder a todas partes, incluidos los muelles de carga.
    —¿Y qué?
    —Lo que quiero decir es que... en este viaje yo vine de..., ¿cómo se dice? De polizón.

    A Isserley le volvió a entrar la risa. Le fallaron los músculos de los brazos y acabó de nuevo tumbada boca arriba.

    —Supongo que cuanto más rico es uno, más lejos ha de ir a la búsqueda de emociones —dijo.

    Entonces Amlis se sintió ofendido de veras.

    —Tenía que ver por mí mismo qué es lo que se hace aquí —dijo secamente entre gruñidos.

    Isserley intentó incorporarse otra vez y, al no lograrlo, trató de disimular suspirando con aire condescendiente.

    —Pues aquí no se hace nada raro —dijo—. Es, simplemente..., oferta y demanda.

    Las últimas palabras las dijo con soniquete, como si se tratara de uno de esos emparejamientos eternamente inseparables, como «noche y día» o «masculino y femenino».

    —Bueno, pues para mí esto ha sido la confirmación de mis temores más profundos —siguió diciendo Amlis sin hacer caso de su afirmación—. Todo este comercio está basado en una crueldad terrible.
    —Usted no sabe nada de lo que es la crueldad —le contestó Isserley, sintiendo de nuevo dolor en todos los puntos de su cuerpo en que había sufrido alguna mutilación y pensando en lo afortunado que era aquel hombre, joven y mimado, cuyos temores más profundos tenían que ver con el bienestar de unos animales exóticos en vez de ser consecuencia de los horrores a los que otros seres humanos debían enfrentarse para sobrevivir.
    —¿Ha bajado alguna vez a los Estados Nuevos, Amlis? —le preguntó desafiante.
    —Sí, por supuesto que sí —le respondió con su dicción perfecta y exagerada—. Todo el mundo debería ir a ver cómo es aquello.
    —Pero no tanto rato como para empezar a sentirse incómodo, ¿verdad?

    Aquella réplica de Isserley logró exasperarlo. Las orejas se le pusieron de punta.

    —Pero ¿qué quieres que haga? —le dijo—. ¿Que me presente como voluntario para hacer trabajos forzados? ¿Que busque que me aplasten la cabeza unos matones? Yo soy rico, Isserley. ¿Debo buscar la muerte como penitencia?

    Isserley decidió no contestar. Había logrado que sus dedos llegaran hasta las costritas que sentía en los ojos. Eran unas escamillas calcáreas formadas por lágrimas secas, vertidas mientras había estado dormida. Se las despegó.

    —Tú viniste aquí para escapar de una vida muy dura, ¿no es verdad? —le preguntó—. Yo no he tenido que padecer una vida dura y te aseguro que me siento muy agradecido por ello. Nadie desea sufrir si puede evitarlo. Como cualquier ser humano, tú y yo queremos lo mismo.
    —Usted nunca entenderá lo que yo quiero —dijo Isserley entre dientes, con una vehemencia de la que ella misma se sorprendió.

    La conversación se enfrió y durante un buen rato dejó paso al silencio. Por la abertura en el tejado del edificio entraban ráfagas de un viento frío. El cielo estaba más oscuro. La luna, como un lago redondo y fosforescente que flotase en el espacio, iba ascendiendo. De pronto, el viento arrastró una hoja hasta la nave. Cayó revoloteando dentro del casco y Amlis saltó inmediatamente a cogerla. Se puso a darle vueltas una y otra vez entre sus manos, mientras Isserley luchaba por apartarse.

    —Ahora háblame de tus padres —dijo por fin Amlis, como dándole a entender que, según las normas básicas de la buena educación, le tocaba hablar a ella.

    Isserley sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, justo en el punto en el que se alojaba un odio que nunca había acabado de digerir.

    —No tengo padres —contestó con frialdad.
    —Bueno, pues cuéntame cómo eran cuando aún vivían —le pidió entonces.
    —Jamás hablo sobre mis padres —dijo Isserley—. No hay nada que decir.

    Amlis la miró a los ojos y de inmediato comprendió que, por más que fuera Amlis Vess, aquélla era una zona a la que no se le iba a permitir acceder. Suspiró profundamente.

    —¿Sabes una cosa? —dijo casi como pensando en voz alta—. A veces pienso que los únicos asuntos de los que merece la pena hablar son justo aquellos que la gente se niega a discutir.
    —Sí —dijo bruscamente Isserley—, como el de por qué hay gente que nace para llevar una vida ociosa y dedicada a filosofar y a otras personas las meten en un agujero y les dicen que tienen que joderse matándose a trabajar.

    Amlis se puso a mascar su icpathua entrecerrando los ojos con una mezcla de rabia y compasión.

    —Por todo se paga un precio, Isserley —dijo—. Hasta por haber nacido rico.
    —Ah, claro —contestó despectivamente, pero muerta de ganas de acariciar la suave blancura de su pecho y de seguir con un dedo la sedosa línea de su flanco—. Ya veo todos los perjuicios que le ha ocasionado.
    —No todos los perjuicios son evidentes —afirmó Amlis en voz baja.
    —No, claro —contraatacó Isserley agriamente—, pero los evidentes son los que hacen que la gente se vuelva para mirarte, ¿no le parece? Ésos son del tipo que todo el mundo puede ver, ¿verdad, señor Vess?

    Alarmada, vio cómo Amlis se levantaba y se le acercaba. Se quedó parado junto a sus hombros y bajó la cabeza hasta estar muy cerca de ella. Sorprendentemente cerca.

    —Isserley, escúchame —dijo con tono persuasivo, mientras se le erizaba el pelo de la parte inferior de su negrísimo rostro y ella sentía el cálido aliento de su boca en el cuello—. ¿Tú crees que no he visto que te han extirpado la mitad del rostro? ¿Crees que no me he dado cuenta de que te han injertado unos bultos extraños, te han quitado los pechos, te han amputado la cola y te han afeitado el pelo del cuerpo? ¿Crees que no soy capaz de imaginarme cómo debes sentirte después de todo eso?
    —Lo dudo —dijo casi sin poder respirar y sintiendo que le escocían los ojos.
    —Por supuesto que veo todo lo que te han hecho, pero lo que a mí me interesa de verdad es lo que las personas son por dentro —continuó diciendo.
    —Por favor, Amlis, ahórrese todas esas gilipolleces —dijo con la voz enronquecida y apartando la mirada mientras se le saltaban las lágrimas y resbalaban por la mejilla hasta desaparecer en la horrible abertura de su oreja mutilada.
    —¿Es que crees que no hay nadie capaz de darse cuenta de que, a pesar de esa apariencia, eres un ser humano? —exclamó.
    —Si los de su clase se hubieran dado cuenta de que soy un jodido ser humano, no me habrían mandado a los Estados Nuevos —contestó furiosa y a gritos.
    —Isserley, yo no te mandé a los Estados Nuevos.
    —No, claro que no. Nadie en concreto tiene esa responsabilidad —dijo llena de rabia.

    Se volvió bruscamente para apartarse de él y olvidó el dolor que eso le iba a suponer. Sintió como si un disparo le hubiese atravesado la espina dorsal desde la caja torácica hasta el recto. Nada más soltar un alarido de dolor, Amlis ya estaba a su lado.

    —Deja que te ayude —le dijo mientras con un brazo le rodeaba los hombros y con la cola le sostenía la región lumbar.
    —¡Déjeme sola! —suplicó Isserley entre gemidos.
    —Primero te ayudaré a sentarte —fue su respuesta.

    La ayudó a colocarse de rodillas, rozando con su huesuda frente aterciopelada la garganta de Isserley, y, cuando lo hubo conseguido, retrocedió para permitir que ella consiguiera mantener el equilibrio por sí misma.

    Al doblar sus extremidades, que aún estaban entumecidas, sintió por dentro una contracción muscular, al mismo tiempo que seguía notando por fuera, en la piel, el estremecimiento que le había producido el contacto con Amlis. Cuando intentó mover los omóplatos escuchó un crujido inquietante; no podía evitar sentirse incómoda al pensar qué impresión le estaría causando. Miró alrededor para ver dónde estaba y vio que en ese momento regresaba de hacer una breve incursión por la bodega.

    —Ten, toma un poco —le dijo acercándosele a tres patas y ofreciéndole con la mano libre una especie de terrón de algo vegetal. Actuaba con mucha seriedad, lo cual a Isserley le pareció muy gracioso.
    —No apruebo el consumo de drogas —objetó Isserley, pero rompió a reír inmediatamente porque el dolor había acabado por vencer sus reticencias. Se enjugó las lágrimas de las mejillas y aceptó un cubito de color musgo de icpathua que Amlis le ofrecía y se lo metió en la boca—. Sólo hay que mascarlo, ¿no?
    —Sí —le respondió—. Al cabo de un rato se convierte en algo maquinal y lo haces sin pensarlo.


    Media hora más tarde Isserley se sentía mucho mejor. Una sensación de anestesia, e incluso de bienestar, se había ido extendiendo por todo su cuerpo. Se había puesto a hacer los ejercicios sin importarle en absoluto que Amlis Vess estuviera justo enfrente de ella. Él seguía hablando sin cesar de lo malo que era comer carne, pero a Isserley todo lo que decía le parecía divertido o enternecedor. La verdad es que, si uno no se tomaba demasiado a pecho sus delirios moralistas, era un joven muy divertido. Así que, mientras seguía con su cantinela, ella disfrutaba del tono grave de su voz y hacía lentamente ejercicios rotatorios con las extremidades, intentando concentrarse y sin dejar de mascar aquella hierba amarga.

    —Mira, desde que la gente empezó a comer carne —seguía diciendo Amlis—, han aparecido algunas enfermedades nuevas, desconocidas hasta ahora. Y hasta ha habido muertes inexplicables.

    Isserley sonrió. Sus sermones catastrofistas eran de una solemnidad cómica.

    —Hasta la propia Élite ha hecho insinuaciones de que tal vez encierre algún peligro —seguía insistiendo.
    —Bueno —replicó Isserley sin darle importancia—, lo que puedo asegurar es que todo el proceso se lleva a cabo con las máximas garantías desde el principio hasta el fin.

    Después de decir aquello soltó una carcajada y, sorprendentemente, él también empezó a reírse.

    —Por cierto, ¿cuánto cuesta un filete de voddissin en nuestra tierra? —le preguntó mientras levantaba los brazos estirándolos hacia el cielo nocturno.
    —Unos nueve mil o diez mil liss.

    Se detuvo en seco y lo miró incrédula. Diez mil liss eran lo que cualquier persona corriente gastaba al mes en agua y oxígeno.

    —¿Está bromeando? —preguntó boquiabierta y dejando caer los brazos.
    —Si cuesta menos de nueve mil liss, puedes apostar a que ha sido adulterado con otras sustancias.
    —Pero ¿quién puede permitirse comprarlo?
    —Pues casi nadie, y eso es, por supuesto, lo que lo convierte en algo deseable.

    Amlis olfateó concienzudamente una pila de bandejitas de carne de color escarlata envueltas con una película de papel transparente, como tratando de comprobar si la carne tenía en su origen el mismo olor que recordaba que tenía cuando llegaba a su destino.

    —Si alguien quiere sobornar a un funcionario... o halagar a un cuente... o seducir a una mujer..., es el mejor método.

    Isserley seguía sin poder creérselo.

    —¡Diez mil liss...! —musitó asombrada.
    —La verdad es que la carne es un producto tan caro, que se está intentando crearla artificialmente en laboratorio.
    —Y dejarme a mí sin empleo, ¿no? —dijo Isserley volviendo a reemprender sus ejercicios.
    —Pues quizás —contestó Amlis—, pero es que a la Corporación Vess el transporte le cuesta una fortuna.
    —Estoy segura de que pueden afrontar ese gasto.
    —Por supuesto que pueden, pero preferirían no tener que hacerlo.

    Isserley estiró los brazos manteniéndolos horizontales y luego, muy despacio, los cruzó en el aire.

    —Pero los ricos seguirán queriendo comer carne auténtica —afirmó.

    Amlis continuaba jugueteando con la hoja del árbol, dándole todas las vueltas que podía sin romperla.

    —Ya existen planes para comercializar carne de segunda categoría para los pobres —dijo—. Naturalmente, mi padre mantiene una gran reserva sobre ese asunto, pero he logrado enterarme de que ya se han llevado a cabo algunos experimentos rarísimos. Así son los negocios. Mi padre sería capaz de cortar nuestro planeta en trocitos si creyese que eso le iba a reportar algún beneficio económico.

    Entretanto Isserley estaba girando lentamente sobre los pies como una veleta sobre su eje. Era un movimiento que no podría haber hecho si no hubiera sufrido alteraciones en su cuerpo. En cierto modo, tímidamente, estaba intentando lucirse ante Amlis.

    —Existe un aperitivo bastante asqueroso que ha tenido mucho éxito en los Estados Nuevos —siguió explicando Amlis—. Consiste en unas láminas muy finas de un tubérculo que es pura fécula. Se fríen en grasa y luego se secan hasta que adquieren una consistencia crujiente. La Corporación Vess les añade un aditivo con sabor a vodsel. Hay una demanda tremenda.
    —La basura come basura —dijo Isserley volviendo a estirarse hacia arriba, hacia el cielo.

    Oyeron una especie de silbido fuera del casco de la nave. Se asomaron por encima de la barandilla y miraron hacia abajo. Vieron a Ensel y a otro de los hombres saliendo del ascensor. A su vez, ellos miraron hacia arriba.

    —Sólo hemos venido a comprobar —gritó Ensel, y su voz ronca reverberó en los muros metálicos—, a ver si estaban bien.
    —Yo estoy muy bien, Ensel —contestó Isserley, aunque apenas lograba distinguirlo—, y el señor Vess no corre ningún peligro.
    —Ah, bien, bien —dijo Ensel, y, sin pronunciar una sola palabra más, dio media vuelta y volvió a meterse en el ascensor seguido de su acompañante. Se oyó otra especie de silbido y desaparecieron.

    Amlis, que estaba justo detrás de Isserley, dijo en voz baja:

    —Ensel se preocupa mucho por ti, ¿verdad?
    —Pues por mí, como si se mete el rabo por el culo —dijo Isserley, y siguió mascando el terrón de icpathua que tenía en la boca.

    Sobre sus cabezas había empezado a caer una tenue llovizna. Amlis levantó la mirada para escudriñar la negrura del cielo, asombrado y perplejo. Las estrellas habían desaparecido. En su lugar se extendía una neblina y el disco luminoso y flotante había cambiado de sitio hasta desaparecer casi de la vista. Las gotitas de agua le caían sobre la piel y desaparecían inmediatamente en las zonas en las que estaba cubierto de pelo oscuro y suave. Y en el pecho blanco y velludo se le quedaban brillando temblorosas. Vacilante, se irguió sobre las patas traseras y, apoyándose en el rabo, abrió la boca. Hasta aquel momento Isserley no le había visto la lengua. Era tan roja y tan lisa como los pétalos de una anémona.

    —Isserley —dijo después de tragar un poco de lluvia—, ¿es verdad lo que cuentan sobre el mar?
    —¿Mmm? —dijo ella, que estaba embelesada sintiendo cómo le caía la lluvia sobre la cara y deseando que lloviera a cántaros.
    —He oído hablar del mar a los hombres —continuó diciendo Amlis—. Dicen que es como... como una especie de extensión de agua que... que descansa junto a la tierra y que no desaparece nunca. Dicen que lo han visto de lejos, que es enorme y que tú vas hasta allí todos los días.
    —Sí —dijo Isserley exhalando un suspiro—, es cierto.

    La escotilla que había en el tejado del edificio empezó a cerrarse. Estaba claro que Ensel había decidido que ya había respirado suficiente aire puro.

    —Cuando dejé escapar a aquellos pobres vodsels —dijo Amlis—, aunque estaba muy oscuro, vi... vi unas cosas que parecían árboles, aunque eran enormes, eran mas grandes que este edificio.

    Su dicción de niño bien había dejado paso a un tono de desamparo. Parecía un crío pequeño intentando explicar con su escaso vocabulario el esplendor del universo.

    —Sí, sí, todo eso es cierto —dijo Isserley sonriendo—. Está ahí afuera.

    La escotilla había acabado de cerrarse y el mundo exterior había desaparecido.

    —Por favor, llévame a verlo —dijo de pronto Amlis, y su voz resonó débilmente por todo el hangar.
    —Es totalmente imposible —respondió Isserley con rotundidad.
    —Ahora está oscuro —insistió Amlis—. Nadie nos verá.
    —Es totalmente imposible —repitió Isserley
    —¿Son los vodsels los que te preocupan? ¿Es que esos animales que parecen bobos pueden ser peligrosos? —preguntó con voz suplicante.
    —Muy peligrosos —le aseguró Isserley.
    —Pero ¿suponen un riesgo para nuestras vidas o para el buen funcionamiento de la Corporación Vess?
    —La Corporación Vess me importa un bledo.
    —Entonces, llévame —le rogó—. Llévame en tu coche. Te prometo que me voy a portar bien. Sólo quiero mirar. Por favor, llévame.
    —He dicho que no.


    Unos minutos más tarde Isserley estaba en su coche conduciendo lentamente bajo la bóveda enmarañada que formaban las ramas de los árboles que había más allá de la mansión en la que vivía Esswis. Las luces de la casa estaban encendidas, como de costumbre. Las del coche de Isserley estaban apagadas. Podía ver bastante bien con la luz de la luna y no tenía que molestarse en ponerse las gafas. Y, además, había hecho aquel recorrido a pie cientos de veces.

    —¿Quién construyó estas casas? —preguntó Amlis, empotrado en el asiento y con las manos apoyadas sobre el salpicadero.
    —Nosotros —dijo Isserley sin inmutarse. Se alegraba de que no pudiera verse ninguna otra casa más allá de la granja y de que, en la lejanía, la suya pareciese construida con trozos de piedra encontrados por los alrededores. Sobre la casa de Esswis, que era mucho más impresionante, dijo:
    —Ésa se construyó para Esswis. Es como si fuera mi jefe. Se dedica a arreglar las vallas, a organizar la comida de los animales y ese tipo de cosas.

    Pasaron cerca de la casa de Esswis, lo suficientemente cerca para que Amlis viera que los cristales de las ventanas estaban empañados y que había adornos de madera maciza en los alféizares.

    —¿Quién ha tallado esas maderas?

    Isserley echó una ojeada a las esculturillas.

    —Esswis —contestó de manera automática mientras pasaban de largo. Pero enseguida se dio cuenta de que, en realidad, aquella mentira que acababa de decir podría ser verdad. En la retina se le había quedado una imagen evanescente de una fila de siluetas talladas en maderas recogidas de la playa, que habían sido labradas y cinceladas hasta conseguir unas figuras de escueta elegancia, que mantenían en equilibrio congelado complicadas posturas de ballet, y se hallaban colocadas una al lado de la otra detrás del doble acristalamiento. Podría ser que Esswis se dedicara a hacer aquello para entretenerse durante las horas de soledad del invierno.

    Isserley continuó atravesando prados y prados en los que se hallaban diseminados unos enormes fardos de paja redondos que semejaban agujeros negros en el horizonte. Un campo estaba en barbecho, el de enfrente rebosaba de ramitas verdes que ocultaban las patatas escondidas debajo. Por aquí y por allá, elevándose hacia el cielo, surgían árboles y arbustos que no tenían ninguna utilidad para la agricultura, pero que exhibían florecillas resistentes o ramas largas y frágiles, cada uno según su especie.

    Isserley sabía lo que estaría sintiendo Amlis. Allí la vida vegetal se daba sin necesidad de cultivos hidropónicos o de trabajar a profundidad cada vez mayor en una tierra pobre y calcárea. Allí las plantas brotaban y crecían al aire como una explosión de alegría. Eran hectáreas y más hectáreas de tierra naturalmente fecunda, sin aparente intervención de los seres humanos. Y eso que estaba viendo la Granja Ablach en invierno. ¡Qué impresión le habrá causado ver lo que ocurría en el campo en primavera!

    Iba conduciendo muy, muy despacio. El sendero que bajaba a la playa no había sido concebido para que por él transitaran vehículos de cuatro ruedas, y no quería que el coche se le estropeara. Y, además, se sentía invadida por un miedo irracional a que, al tropezar con alguna piedra en el camino y dar un tumbo, su mano derecha se moviera del volante y accionara sin querer la tecla de la icpathua. A pesar de que Amlis no llevaba puesto el cinturón de seguridad y no paraba de moverse en el asiento rebosando emoción, temía que las agujas pudieran pincharlo.

    Junto al portón que había en el extremo más lejano de la Granja Ablach, a escasos metros del acantilado, Isserley detuvo el coche y apagó el motor. Desde aquel punto se veía muy bien el mar del Norte, que aquella noche brillaba con un tono plateado bajo un cielo que por el este tenía un color grisáceo que amenazaba nieve y por el oeste aún estaba despejado y permitía ver la luna y las estrellas.

    —¡Oh! —exclamó Amlis en voz baja.

    Isserley comprendió que estaba impresionado. Mientras él mantenía la mirada clavada en la inmensidad de las aguas que tenía delante, ella no dejaba de mirar el perfil de su rostro, amparada en el convencimiento de que a Amlis no se le podía pasar por la cabeza cuánto lo deseaba.

    Pasado un buen rato, Amlis logró recuperarse lo bastante para hacer una pregunta. Antes incluso de que abriera la boca, Isserley ya sabía en qué iba a consistir y le contestó sin que tuviera que formularla.

    —Aquella fina línea brillante —dijo mientras la señalaba— es donde termina el mar. Bueno, en realidad, no es que termine allí. El mar no tiene fin. Pero allí es donde termina nuestra percepción. Y por encima de ella empieza el cielo. ¿Lo ve?

    El modo en que la miraba Amlis era conmovedor, pero maravilloso al mismo tiempo. La miraba como si ella fuese el guardián del universo, como si el universo entero le perteneciera, cosa que, tal vez, fuese cierta.

    El terrible precio que había tenido que pagar conllevaba, en cierta medida, que aquel mundo le perteneciese. Estaba mostrando a Amlis lo que podían ser los dominios de quien estuviera dispuesto a someterse al sacrificio supremo, un sacrificio que nadie, salvo ella, se había atrevido a llevar a cabo. Bueno, en realidad, salvo ella y Esswis. Pero éste rara vez abandonaba su casa de la granja. Probablemente, el verse tan desfigurado había acabado con él. Las maravillas de la naturaleza no significaban nada para él. No eran un consuelo suficiente. Ella, sin embargo, seguía forzándose a salir y ver todo cuanto había que ver. Se exponía todos los días a la imparcialidad de los cielos, feliz de hallar consuelo bajo su bóveda.

    Muy a tiempo apareció un rebaño de ovejas. Iban en fila, una tras otra, a lo largo del estrecho margen de tierra que separaba el límite de la Granja Ablach del borde del acantilado. Sus rizos lanudos brillaban a la luz de la luna y sus caras negras resultaban casi invisibles entre los oscuros tojos.

    —¿Quiénes son? —preguntó Amlis fascinado y con la nariz casi aplastada contra el parabrisas.
    —Se llaman ovejas —le respondió Isserley.
    —¿Y tú cómo lo sabes?

    Isserley pensó rápidamente una respuesta.

    —Es como se denominan ellas —dijo.
    —¿Hablas su lengua? —preguntó Amlis con cara de asombro mientras las ovejas pasaban trotando.
    —En realidad, sólo sé unas pocas palabras —dijo Isserley.

    Las fue mirando una a una e iba acercando la cabeza cada vez más a la de Isserley mientras seguía con la mirada su lento avance, que para él consistía en una experiencia nueva.

    —¿Y habéis intentado utilizar su carne? —preguntó Amlis.
    —¡No lo dirá en serio! —dijo Isserley atónita.
    —¿Cómo quieres que sepa qué es lo que hacéis aquí?

    Isserley parpadeó varias veces seguidas, sin saber qué decir. ¿Cómo se le había podido ocurrir semejante idea? ¿Acaso el hijo era, en el fondo, tan despiadado como el padre?

    —Pero, Amlis, ¿es que no ve que caminan a cuatro patas, que tienen pelo por todo el cuerpo, que tienen rabo, que sus rasgos faciales no son muy diferentes a los nuestros...?
    —Mira —empezó a decir Amlis, bastante irritado—, si estás dispuesto a comer la carne de unos seres vivos...

    Isserley suspiró. Deseaba ardientemente ponerle el dedo índice en los labios e impedir que siguiera hablando.

    —Por favor, no estropee este instante —le pidió, con un tono implorante, mientras la última oveja se esfumaba tras un macizo de tojos.

    Pero, como es típico en cualquier hombre, no había modo de impedir que rompiera el hechizo de aquel momento. Sólo cambió de táctica.

    —¿Sabes una cosa? —dijo—. He estado charlando mucho con los hombres.
    —¿Qué hombres?
    —Con los que trabajas.
    —Yo trabajo sola.

    Amlis respiró hondo y volvió sobre el asunto.

    —Los hombres me han dicho que no eres la misma.

    Isserley resopló con desdén. Seguro que era a Ensel a quien se estaba refiriendo. Ensel..., aquel tipo cubierto de sarna, lleno de cicatrices y con las pelotas hinchadas, que babeaba de gusto por la visita de un pez gordo. Habría tenido con él una charla de hombre a hombre.

    Sintió que el veneno del odio volvía a infiltrarse en su organismo, y una sensación de tristeza, casi de vergüenza, se apoderó de ella. Aunque sólo había durado un ratito, había sido un gran descanso verse libre del rencor. ¿Sería cierto que aquel terroncito que había estado mascando tenía un efecto tan benéfico? Se volvió hacia Amlis y puso una sonrisa forzada.

    —¿Tiene más... de eso? —dijo mientras pensaba: «No me haga pronunciar la palabra.»

    Amlis le pasó otro pedacito de la tableta de icpathua que llevaba consigo.

    —Los hombres dicen que has cambiado, ¿es que te ha ocurrido algo malo? —le preguntó.

    Con lo que acababa de darle aún en la mano, Isserley hizo cuanto pudo para contener el resentimiento.

    —Bueno, de vez en cuando he tenido rachas de mala suerte. Amigos de buena posición que me dijeron que se iban a ocupar de mí y luego me dejaron en la estacada cuando me enviaron a un pozo de mierda. Algunas amputaciones en el cuerpo. Bobadas así.
    —Me refiero a algo reciente.

    Isserley reclinó la cabeza en el asiento y se metió en la boca el pedazo de icpathua, sumándolo al que ya tenía.

    —Estoy bien —dijo suspirando—. Tengo un trabajo difícil, eso es todo. Tiene sus momentos buenos y sus momentos malos. Usted no lo entendería.

    En el horizonte se estaba formando a gran velocidad una nube cargada de nieve. Isserley, que sabía que Amlis no tendría la menor idea de qué era aquello, estaba disfrutando de su sapiencia en secreto.

    —¿Y por qué no lo dejas? —sugirió.
    —¿Dejarlo?
    —Sí, dejarlo. No seguir haciéndolo.

    Isserley levantó la mirada hacia el cielo, o, mejor dicho, hacia el techo del coche. Se dio cuenta de que la tapicería no estaba en muy buenas condiciones.

    —Estoy segura de que eso impresionaría a la Corporación Vess —dijo suspirando de nuevo—. Seguro que su padre me enviaría sus mejores deseos.

    Amlis se rió.

    —Pero ¿tú crees que mi padre se va a tomar la molestia de hacer un viaje hasta aquí para retorcerte el pescuezo? Simplemente, mandará a otra persona a cubrir tu puesto. Hay cientos esperando esa oportunidad.

    Aquello era una noticia nueva para Isserley, una noticia terrible, escalofriante.

    —Eso no puede ser cierto —dijo casi sin aliento.

    Amlis se quedó callado un momento, como intentando encontrar un camino que le permitiera atravesar sano y salvo aquella brecha de dolor que acababa de abrir.

    —Ni por un momento quisiera minimizar todo lo que has sufrido —dijo poniendo mucho cuidado en elegir las palabras—, pero tienes que entender que hasta nuestra tierra han llegado rumores de cómo es este lugar: que se ven el cielo y las estrellas, que el aire es puro, que todo es exuberante. Hasta se habla de gigantescas superficies de agua —y, al decir esto, se rió— de kilómetros y kilómetros de largo.

    Durante un rato no dijo nada más, dándole tiempo para que se recuperase. Isserley se había recostado contra el asiento y había cerrado los ojos. A la luz de la luna sus húmedas pestañas le parecieron a Amlis un intrincado encaje de plata, como las nervaduras de la hoja que había estado admirando.

    Aunque sea tan rara, es una mujer hermosa, pensó.


    Al cabo de un rato, Isserley rompió el silencio.

    —Mire, no puedo dejarlo —le explicó—. Mi trabajo me proporciona casa..., comida...

    Hacía esfuerzos por pensar qué más le proporcionaba.

    Amlis no esperó mucho para contestar.

    —Los hombres me han dicho que, prácticamente, vives de pan con mermelada de mussanta. Ensel dice que comes tan poco, que parece que vives del aire. ¿Vas a decirme que no crece nada en este mundo que puedas comer para sobrevivir, que no hay ningún lugar en el que puedas hacerte una casa?

    Furiosa, Isserley agarró el volante con fuerza.

    —¿Está sugiriéndome que viva como los animales?


    Permanecieron largo rato sentados en silencio mientras las nubes cargadas de nieve se congregaban en torno al estuario y luego, empujadas por el viento, se dirigían hacia la granja. Isserley, que lanzaba miradas de soslayo a Amlis, comprendió que el sobrecogimiento y la emoción de hacía un rato habían dado paso al desasosiego. Un desasosiego producido por haberla herido y por lo que se cernía sobre ellos. No cabía duda de que, para sus ojos inexpertos, aquellas nubes cargadas de nieve le traerían el recuerdo de la niebla tóxica de su tierra. Una niebla que, a veces, era tan nociva, que hasta la propia Élite se veía obligada a refugiarse bajo tierra.

    —¿No nos sucederá nada malo? —acabó por preguntar Amlis cuando un remolino de bruma grisácea empezó a ocultar la luna.

    Isserley sonrió con aire de suficiencia.

    —Toda aventura conlleva un riesgo, Amlis —dijo con tono de superioridad.

    Por el aire empezaron a revolotear copos de nieve, que se precipitaban agitándose y formando espirales para acabar estrellándose contra el parabrisas. Amlis se estremeció. Algunos copos entraron por la ventanilla, que estaba abierta, y se le posaron en el pelo.

    Isserley notó que temblaba y que exhalaba un olor diferente, nuevo en él. Hacía mucho tiempo que no había sentido el olor que produce el miedo en los seres humanos.

    —Tranquilícese, Amlis —susurró muy serena—. Sólo es agua.

    Él, muy nervioso, se estaba dando manotazos para quitarse aquellas cosas raras del pecho, y, al notar que se derretían entre sus dedos, emitió un murmullo de asombro. Miró a Isserley como si fuese ella la que hubiera organizado toda aquella exhibición, como si fuese ella la que hubiera puesto al universo en pie para él, para que quedara cautivado por su hechizo.

    —Usted sólo mire. No hable —le dijo Isserley—. Mire, simplemente.

    Continuaron sentados en el coche de Isserley mientras el cielo descargaba su lastre. Al cabo de media hora toda la tierra que los rodeaba estaba cubierta de un polvillo blanco y en el parabrisas se había amontonado una espuma cristalina y brillante.

    —Esto es... un milagro —logró por fin decir Amlis—. Es como si hubiera otro mar flotando por el aire.

    Isserley asintió entusiasmada. ¡Qué intuición tenía para captarlo todo! Ella había pensado exactamente lo mismo muchas veces.

    —Pues espere a ver la salida del sol, ¡no se lo va a creer!

    Y, entonces, algo sucedió en el ambiente. Fue como si las partículas del aire que había entre ellos sufrieran una perturbación.

    —Eso no lo veré, Isserley —dijo Amlis con tono de tristeza—, para entonces ya me habré ido.
    —¿Ido?
    —Me voy esta noche.

    Isserley no parecía comprender lo que quería decir.

    —La nave zarpa dentro de un par de horas —le recordó Amlis—. Y, por supuesto, tengo que ir en ella.

    Isserley permaneció inmóvil, intentando asimilar aquella información.

    —No es propio de usted hacer lo que le dicen que tiene que hacer —dijo en tono de broma, tras un largo silencio.
    —Es necesario que vuelva para contar lo que he visto aquí —explicó Amlis—. La gente tiene que saber las cosas horribles que se hacen con su consentimiento.

    Isserley soltó una carcajada irónica.

    —O sea que estoy ante Amlis, el paladín, el cruzado, el que llevará la luz de la verdad a la raza humana —dijo desdeñosamente.

    Él esbozó una sonrisa, pero sus ojos reflejaban dolor.

    —Bueno, Isserley, ya veo que te pones en plan cínico. Si te resulta más fácil de aceptar, puedes pensar que, en realidad, no me mueven los ideales, puedes pensar que lo único que quiero es volver a mi casa y dedicarme a fastidiar a mi padre.

    Isserley sonrió cansinamente. La nieve había cubierto casi por completo el cristal delantero. Tendría que poner en funcionamiento los limpiaparabrisas o le empezaría a entrar la claustrofobia.

    Intentando mantener en pie el frágil puente que se había establecido entre ellos, Amlis exclamó torpemente:

    —Los padres..., que se jodan, ¿verdad?

    Semejante vulgaridad en sus labios sonó forzada y totalmente fuera de lugar. No había acertado con el tono y se había pasado un poco. Tímidamente, alargó una mano y la colocó con mucha suavidad sobre el brazo de Isserley.

    —De todos modos —dijo—, quiero que sepas que me sería muy fácil dejarme seducir por este mundo. Es muy..., muy hermoso.

    Isserley levantó los brazos y los colocó sobre el volante. La mano de Amlis resbaló cuando ella bajó uno bruscamente para girar la llave de contacto. Acertó a la primera, a pesar de la penumbra. El motor cobró vida y los faros se encendieron.

    —Lo voy a llevar de vuelta al edificio principal —dijo Isserley—. Se está haciendo tarde.


    Al llegar al edificio principal, Isserley vio el hocico de Ensel asomando por la rendija de la gran puerta de aluminio que estaba entreabierta. Probablemente, le había tocado el turno de guardia, así que se imaginó lo que habría estado sudando todas aquellas horas de ausencia de Amlis. Bueno, pues que saliera ahora a decirle como siempre que la pieza cobrada era la mejor de todas, ¡adulador de mierda!

    Sin embargo, Ensel se mantuvo quieto donde estaba, a la espera.

    Isserley se inclinó por encima del cuerpo de Amlis y alargó la mano para abrirle la puerta, cuyo mecanismo él no acertaba a manejar. Al hacerlo, lo rozó un momento con el antebrazo y sintió el cálido perfume de su carne. La puerta se abrió y dejó que entraran una ráfaga de aire frío y unos delicados copos de nieve.

    —¿No vas a entrar? —le preguntó Amlis,
    —Yo tengo mi casa —le contestó Isserley—, y además he de trabajar por la mañana.

    Y, por última vez, sus miradas se encontraron con un destello de antagonismo.

    —¡Cuídate! —musitó Amlis mientras se bajaba del coche y pisaba aquel suelo totalmente blanco—. Confía en la voz de tu conciencia. Escucha lo que te dice.
    —Dice que me joda —contestó ella, sonriendo y llorando a la vez.

    Él se dirigió por entre la nieve hacia la puerta que le habían abierto desde dentro.

    —Algún día volveré —dijo volviendo la cabeza sobre un hombro mientras seguía andando, y luego añadió, riéndose—, si es que encuentro transporte, claro.

    Isserley condujo hasta su casita, aparcó el coche en el garaje y entró. Durante su ausencia algún visitante misterioso había deslizado por debajo de la puerta principal unos folletos de papel satinado. Un grupo de vodsels de aspecto tan enclenque que jamás los habría recogido querían que los votase en unas elecciones; decían que el futuro de Escocia estaba en juego y que ella tenía el poder en sus manos. También encontró una nota de Esswis que ni siquiera intentó leer. Se fue derecha a la cama, se cubrió el cuerpo desnudo con las mantas y se pasó horas y horas llorando.

    La pila de su reloj digital se había agotado totalmente y los números ya no emitían ningún destello, pero calculó que eran las cuatro de la madrugada cuando oyó los ruidos característicos de la nave al emprender el viaje.

    Después escuchó cómo se iba deslizando el tejado del edificio principal hasta cerrarse y, luego, acunada por la música de las olas que resonaban en medio del silencio de Ablach, se fue quedando dormida.


    Capítulo 12


    Isserley cruzó los brazos por encima del pecho, apoyó las palmas de las manos en los hombros, cerró los ojos y se deslizó sumergiéndose bajo el agua. Eximió a los castigados músculos y huesos de su cuello de la tarea de sostenerle la cabeza y, mientras su cráneo, pequeño y pesado, se hundía como una piedra, notó que el pelo ascendía flotando hacia la superficie. El mundo desapareció tragado por la oscuridad y los sonidos familiares de la Granja Ablach fueron sustituidos por un murmullo acuático de efecto adormecedor.

    El resto de su cuerpo no se hundió al principio con tanta facilidad como la cabeza, intentó flotar y hallar un nuevo centro de gravedad, pero acabó descendiendo hasta al fondo. De las orejas y de la nariz le salieron algunas burbujas. Tenía la boca ligeramente abierta, pero estaba conteniendo la respiración.

    Después de un par de minutos abrió los ojos. A través de los reflejos del agua y de los movimientos ondulantes de su pelo semejantes a los de las algas marinas, divisó el resplandor del sol como quien ve, distorsionada, una puerta lejana al final de un pasillo oscuro. Los pulmones empezaron a dolerle y la luz comenzó a dilatarse y a palpitar, acompasándose con los agitados latidos de su corazón. Había que salir a la superficie a coger aire.

    Apoyándose en el fondo, sacó la cabeza y los hombros del agua, respiró profundamente y se quitó el pelo de la cara sin cesar de parpadear y de resoplar. Al volver a sostener el peso de la cabeza sobre los hombros, todas las vértebras se le recolocaron produciendo un desagradable sonido de cartílagos que se movían por dentro de la carne.

    Vista desde fuera del agua, la luz del sol ya no palpitaba ni emitía destellos temblorosos, sino que brillaba, cálida y firme, a través del sucio cristal de la ventana del cuarto de baño. La alcachofa de la ducha refulgía como una lámpara encendida y las telarañas del techo resplandecían como si fuesen hebras de lana de oveja enganchadas en alambre de espino. La tapa de porcelana de la cisterna brillaba tanto, que casi no podía mirarla, así que bajó la vista un poco dirigiéndola al amarillento depósito. A pesar de que llevaba muchos años estudiando aquel idioma, seguía sin comprender el significado de las palabras que tenía grabadas en azul pálido: SANITARIOS ARMITAGE. El depósito del agua caliente emitía unos ruidos rarísimos, como si estuviera tragando y eructando, cosa que siempre hacía cuando Isserley se daba un baño en lugar de ducharse. Los grifos dorados de la bañera, ya oxidados, gorgoteaban y zumbaban junto a sus pies. En el frasco de plástico verde del champú había la inscripción USO DIARIO. Todo había vuelto a la normalidad. Amlis Vess se había marchado, ella se había quedado y ya era otro día. Tendría que haber sabido desde el principio que aquello iba a acabar así.

    Dejó caer la cabeza hacia atrás y apoyó su dolorida nuca en el borde esmaltado de la bañera. Justo encima, la pintura del techo era del color del pus y estaba toda desconchada y llena de ampollas después de tantos años de sufrir la erosión del vapor. El desgaste había traspasado varias capas de pintura que habían quedado al descubierto como si fueran finos estratos geológicos. Era lo más parecido al paisaje de su niñez que Isserley había encontrado en aquel mundo. Bajó la mirada.

    Su cuerpo quedaba oculto bajo la superficie reflectante del agua. Sólo se veía la punta de los dedos de los pies y la curva de los pechos. Se quedó mirando aquellos extraños montículos de carne y no le resultó difícil imaginar que eran otras cosas. Tal como estaban, aislados en medio de la reluciente superficie del agua, le recordaban las rocas que sobresalen en el mar cuando baja la marea. Eran unas piedras que le aplastaban el pecho y la hundían. Amlis Vess nunca la había visto sin aquellos tumores artificiales. Nunca sabría que en otra época ella también había tenido un pecho suave y maravilloso como el suyo. Firme y elegante, con un pelo color caoba tan sedoso que los hombres tenían que contenerse para no acariciarlo.

    Cerró los ojos con fuerza para soportar la desagradable sensación que le producía el agua que le había entrado en los oídos al salir por sus mutiladas orejas. Como aprovechándose de su distracción, el grifo del agua caliente soltó un chorrito de agua hirviendo sobre su pie izquierdo. Isserley lanzó una exclamación de sorpresa y encogió los dedos del pie. Se quedó pensando en lo extraño que era seguir preocupándose por cosas tan triviales y absurdas cuando Amlis Vess se había marchado y ella deseaba morirse.

    En la oxidada jabonera que estaba atornillada a uno de los lados de la bañera había varios sobres de hojas de afeitar sin abrir. Abrió uno, sacó la hoja y tiró el envoltorio. Alargó un brazo y levantó del mugriento suelo de baldosas el espejo que había bajado del dormitorio. Se lo colocó frente al rostro de modo que le diera bien la luz mientras se contemplaba en él.

    Intentó verse como la vería un vodsel.

    Le parecía imposible haber descuidado su aspecto hasta tal punto. Tenía la sensación de que sólo habían pasado un par de días desde que había hecho todo lo necesario para poder traspasar la línea divisoria y circular por el mundo de las bestias. Pero debía de haber pasado mucho más tiempo. A los vodsels que la habían visto en esos últimos días les tenía que haber parecido rarísima. Realmente, era una suerte que los dos últimos estuviesen encerrados y aislados del mundo, porque tenía que reconocer que, tal como estaba, no lograría pasar una inspección mínima. Le había vuelto a crecer el pelo por todas partes, menos por las que eran artificiales o tenían demasiadas cicatrices. Tenía un aspecto casi humano.

    Prácticamente, se le había borrado la línea del nacimiento del pelo, ya que tenía la frente cubierta por una pelusilla suave que le llegaba hasta las cejas. Ya no podía decirse que tuviese pestañas en la parte inferior de los ojos, pues se confundían con el vello grueso y oscuro que le cubría las mejillas y que se iba haciendo más suave a medida que crecía. Y los hombros y los brazos estaban como si se los hubiera forrado con una lanilla color caoba.

    Si Amlis Vess se hubiese quedado un poco más de tiempo, habría podido ver por sí mismo por qué los hombres de la Élite siempre le habían prometido que la mantendrían en el puesto que le correspondía, que la defenderían si llegaba el momento, que se encargarían de que nunca la enviasen a un sitio al que jamás se debería obligar a ir a una chica tan hermosa. Incluso en una ocasión, mientras le acariciaba la ijada y penetraba en su suave hendidura genital, uno de ellos le había dicho que sería un crimen contra natura.

    Isserley blandió la hoja de afeitar con gran esmero. Se había puesto champú en las mejillas y tenía que tener cuidado de que no le entrase en los ojos, ya que el vello le llegaba hasta el borde de los párpados. Bastante le escocían ya los ojos por llevar gafas durante tantas horas y, además, por haber estado llorando por Amlis y por la vida en general.

    Con movimientos suaves y delicados se rasuró el vello del rostro dejando algunos pelitos a modo de pestañas en la parte inferior de los párpados. A continuación se afeitó la frente intentando no fruncirla mientras lo hacía. Aclaraba la cuchilla en el agua de la bañera después de cada pasada, y, al cabo de un rato, se encontró rodeada por una flotilla de barquitos de espuma cargados de pelos.

    Cuando hubo acabado, volvió a coger el espejo y examinó el resultado. Le estaba cayendo una gotita de sangre por la frente. Se la limpió antes de que le entrara en el ojo. El corte cicatrizaría en un minuto.

    En lugar de hacerse la línea del nacimiento del pelo recta, como los parabrisas de los coches, decidió darle una forma de uve muy suave, para probar. Se lo había visto a algunos vodsels y le había parecido un corte bastante atractivo.

    El resto del cuerpo no ofrecía ningún problema. Cogió una hoja de afeitar nueva y se afeitó los brazos, las piernas, los hombros y los pies. Gruñendo por el esfuerzo, se llevó los brazos a la espalda y se la afeitó, sosteniendo el espejo con una mano y la cuchilla con la otra. El abdomen sólo requería unos retoques porque, como le habían amputado las tetas, la piel, llena de cicatrices, estaba endurecida y firme como el torso de un vodsel delgado de los que no consumen grasas ni alcohol. Nunca se tocaba ni se miraba siquiera la maraña de piel llena de nudos que tenía entre las piernas. Aquello no tenía arreglo.

    El agua de la bañera ya se había enfriado y parecía un estanque plagado de algas pardas. Se puso de pie y se enjuagó rápidamente con agua caliente de la ducha para quitarse los pelos pegados al cuerpo. Después salió de la bañera, dio unos pasos sobre las frías baldosas hasta llegar a la pila de ropa sucia que había dejado tirada, agarró las prendas con los dedos de los pies, las lanzó dentro de la bañera y las pisoteó para que se sumergieran en el agua, que se puso negra inmediatamente.

    Amlis Vess se había marchado y no quedaba otra cosa que hacer más que ir a trabajar.


    Mientras estaba haciendo sus ejercicios, en la televisión empezaron las noticias del mediodía. Por primera vez en muchos años dijeron algo que era relevante para ella: «Se está investigando la desaparición de William Cameron, un joven residente en Perthshire», dijo una voz femenina con tono preocupado mientras en la mugrienta pantalla del televisor de Isserley aparecía una fotografía del vodsel pelirrojo, con el jersey gordo, que ella había recogido unos días antes. «Fue visto por última vez el pasado domingo haciendo autoestop a la salida de Inverness para regresar a su casa.» La foto fue remplazada por otra en la que el vodsel aparecía sentado delante de una caravana, rodeando con sus piernas a una vodsel de ojos somnolientos y gafas gruesas. En primer plano y desenfocados, había dos bebés regordetes con una expresión de sorpresa debida al flash. «Fuentes de la policía han manifestado que aún no existe ninguna evidencia que relacione la desaparición del señor Cameron con el asesinato de Anthony Mallinder, ocurrido también el domingo pasado.» La foto del pelirrojo con su familia se fue desvaneciendo y se superpuso una fotografía de textura muy granulada con la imagen del horrible calvo con su mono de trabajo amarillo. A Isserley se le puso la piel de gallina nada más verlo. «Sin embargo, se sospecha que puede existir alguna relación con la desaparición del estudiante de medicina alemán Dieter Genscher, que fue visto por última vez en Aviemore.» Felizmente, la inquietante imagen del calvo fue remplazada por la foto de un vodsel de aspecto inofensivo, al que Isserley no recordaba haber visto antes. A continuación, sólo unas fracciones de segundo más tarde, aparecieron en pantalla unas secuencias de excelente calidad de la A9, filmadas de modo que se viera la perspectiva que podía tener un autoestopista de los coches que pasaban.

    Isserley siguió haciendo sus ejercicios mientras las noticias continuaban con otros temas: multitudes de vodsels hambrientos en un país extranjero, los excesos de un cantante que no era John Martyn, los deportes, el tiempo. El pronóstico sobre el estado de las carreteras para las próximas horas era bueno. A ver si acertaba.

    El pelo se le había ido secando gracias al ejercicio y al sol que entraba por la ventana. Se miró en su espejito mientras fruncía el ceño. La blusa negra limpia que se había puesto (la más veraniega de todas las que tenía en el armario) ya estaba un poco gastada. Seguía siendo bonita, pero estaba un poco gastada.

    No tendrías que haberte traído a ese vodsel pelirrojo, se dijo, de repente, a sí misma. A ese tal William Cameron.

    Apartó aquel pensamiento de su mente e intentó concentrarse en asuntos más inmediatos. ¿Dónde podría comprarse ropa? En la Gasolinera Donny's no vendían ropa. Durante años se había resistido a la tentación de ponerse la que había caído en sus manos gracias a su trabajo por miedo a que alguien pudiera reconocer alguna prenda de un vodsel en particular, pero tal vez...

    No tendrías que habértelo traído, volvió a decirse. Estás cometiendo errores. Esto va a acabar mal.

    Los pantalones estaban perfectos y el terciopelo verde tenía un aspecto limpio y brillante. Quizás estaba un poco gastado en el trasero, pero, si todo iba bien, nadie lo vería. Los zapatos estaban limpios y eran, aparentemente, indestructibles. La piel del escote le brillaba al sol como las portadas satinadas de las revistas de los vodsels. El pequeño corte que se había hecho en la frente al afeitarse ya había cicatrizado. Se arrancó la costrita y no le salió más sangre. Se peinó el pelo con las manos, separando bien los diez dedos que le habían dejado. Respiró hondo, aspirando el aire puro y fresco por las fosas nasales y manteniendo la columna bien recta. Al otro lado de la ventana, la atmósfera de la Tierra, brillante y azul, ocultaba la oscuridad del espacio infinito.

    La vida continúa, se dijo a sí misma.

    Al salir de la casa volvió a encontrarse con la nota de Esswis, de la que se había olvidado por completo. Tenía el aspecto de llevar tirada en el suelo varios días. Levantó el papel húmedo, con las letras ya borrosas, y lo llevó a donde le diera la luz. La letra de Esswis, que era como unos garabatos retorcidos, dificultaba aún más la tarea de descifrarla. Pero una cosa le quedó bien clara de inmediato: no era una carta personal. Simplemente, le hacía llegar una notificación que la Corporación Vess le había enviado primero a él porque era su jefe.

    Por lo que pudo descifrar, la Corporación deseaba saber si existía la posibilidad de que pudiese cazar algunos vodsels más de lo habitual. Un incremento de un veinte por ciento en la cuota anual sería suficiente. Y, si eso planteaba alguna dificultad, la compañía estaba dispuesta a enviar a otra persona para que la ayudase. De hecho, ya estaban barajando la posibilidad de enviar a alguien más.

    Dobló la notificación y se la metió en el bolsillo del pantalón, aunque no había acabado de leerla. La Corporación Vess se iba a enterar de que ya estaba bien de joderla. Les enviaría una carta en la próxima nave. Y, mientras tanto, se pondría a pensar en los cambios que tendría que hacer en su vida laboral.


    La entrada de Isserley en el comedor provocó una oleada de murmullos guturales entre los hombres. Era evidente que no esperaban que apareciese tan pronto después de haber sufrido tamaña humillación, pero es que eran una panda de idiotas que no entendían nada de nada. Les hubiera encantado que hubiese tardado más en reaparecer para seguir cotilleando ¡Qué revuelo debía de haber armado la noticia de su crisis y su posterior expulsión de la sala de procesado en aquellas vidas pequeñas y aburridas! ¡Cómo habría crecido la leyenda si se hubiese quedado recluida en su casita, muerta de vergüenza, sin salir hasta que el hambre la hubiese forzado a arrastrarse hasta ellos! Bueno, pues se negaba a darles ese gusto. No iba a ceder tan fácilmente. Les demostraría cuánto valía.

    Miró a todo aquel rebaño de hombres con desdén. Comparados con Amlis Vess, eran unos esperpentos asquerosos, unos salvajes con cabeza de chorlito. Jamás tendría que haberse sentido avergonzada de su cuerpo deforme. No era más horrible que el de ellos, eso seguro. Y, además, ella procedía de una clase social infinitamente superior.

    —¿Ya se ha acabado esa carne tan buena? —preguntó mientras revolvía entre los platos y cuencos que había sobre la barra. De repente, le había venido a la memoria el pequeño bocado de la exquisita carne marinada que Hilis había preparado para agasajar a Amlis.
    —Lo siento, Isserley, está aquí —dijo el que era bizco y tenía la cara como mohosa y cuyo nombre Isserley nunca recordaba. Mientras lo decía se daba golpecitos en la barrigota, riéndose a carcajadas.

    Isserley le dirigió una mirada de odio. Tú lo que deberías comer es paja, pensó. Luego le volvió la espalda y se puso a preparar su acostumbrada ración de pan y mermelada de mussanta. Mejor comer aquello, a pesar de lo soso que era, que arriesgarse con las salchichas grasientas e hinchadas o con los trozos de empanada blanda que nunca se sabía qué porquerías contenían.

    —Queda un montón de empanada —dijo alguien a sus espaldas.
    —No, gracias —dijo, con una sonrisa falsa, mientras se recostaba contra una de las mesas haciendo caso omiso de las invitaciones a sentarse en el suelo con un hombre u otro. Colocó una mano por debajo de la rebanada de pan con mermelada para evitar que cayesen migas al suelo y se puso a comer sobrevolando con la mirada las cabezas de los hombres mientras planificaba qué iba a hacer aquel día.
    —Aquella carne sí que estaba buena —dijo Yns, el ingeniero, y luego, soltando una risilla, intentó hacerse el gracioso—. Amlis Vess debería venir más a visitarnos, ¿verdad?

    Isserley bajó la mirada hacia donde estaba Yns. Éste le sonreía de oreja a oreja, enseñando unos dientes estropeados; tenía una brillante mancha de salsa en la punta del hocico. A pesar de lo desagradable que le parecía, de repente Isserley comprendió que el pobre era un tipo inofensivo, una bestia de carga impotente, un esclavo, un ser de usar y tirar, destinado a un solo fin. Cautivo en las profundidades de la tierra, llevaba una existencia que apenas era mejor que la que le hubiera tocado si se hubiese quedado en los Estados Nuevos. Para ser sinceros, todos aquellos hombres se estaban cayendo a pedazos, pelo a pelo y diente a diente, como piezas de una maquinaria demasiado usada, herramientas baratas para llevar a cabo un trabajo que los iba a enterrar a todos. Mientras Isserley recorría los espacios abiertos de sus ilimitados dominios, ellos permanecían atrapados bajo los establos de Ablach, trabajando como máquinas, escarbando bajo la pobre luz de una lámpara de volframio, respirando un aire viciado y comiendo los asquerosos despojos que sus amos rechazaban. A pesar de que la Corporación Vess había anunciado a bombo y platillo que les iba a brindar la posibilidad de emprender una vida nueva y diferente, lo único que había hecho era sacarlos de un hoyo para enterrarlos en otro.

    —Estoy segura de que aquí podrían hacerse algunas mejoras —dijo Isserley— sin necesidad de ninguna visita de Amlis Vess.

    Aquello provocó más murmullos guturales, protestas sin sentido balbuceadas por criaturas sin esperanza. Sólo uno se atrevió a hablar en voz alta.

    —Hay rumores de que la Corporación Vess pretende que se incrementen los envíos —dijo Ensel. Estaba comiendo un plato de puré de verduras y bebiendo agua fresca en lugar del ezziin, que era el mejunje preferido por todos los demás. Isserley se dio cuenta, con un poco de pena, de que intentaba cuidarse y mantener cierta decencia en su nivel de vida. Tal vez hubiera estado cuidándose para ella todo aquel tiempo, intentando que no se le cayera aquel pelo del color de las patatas sucias y la textura de..., de la capucha de un anorak viejo.
    —Estoy segura de que a la Corporación Vess le encantaría que todos trabajáramos mucho más —afirmó Isserley.

    Durante un rato todos siguieron comiendo en silencio.

    No tendrías que haberte traído al vodsel pelirrojo, volvió a pensar Isserley. Esto va a acabar mal.

    Hizo una mueca con la boca que intentó disimular dándole un mordisco a su pan. No seas cobarde, se dijo, riñéndose. En una semana estará todo olvidado.

    La comida había ido desapareciendo a medida que los hombres se habían ido sirviendo y el aroma de los diferentes platos había dejado paso a una atmósfera viciada que olía a sudor masculino y a alcohol fermentado. Era la típica atmósfera que a Isserley le producía asco, pero aquel día estaba por encima de esas cosas. De hecho, comenzó a sentirse más tranquila al caer en la cuenta de que aquellos hombres eran los únicos a los que tendría que enfrentarse. No veía a Unser, con quien temía encontrarse dado el poco tiempo transcurrido desde el incidente, y ya era tarde para que apareciese. En cuanto a Hilis, se había marchado, como hacía siempre después de servir todo en las fuentes. Mejor, aquellas ausencias no le venían nada mal.

    Pensándolo bien, nunca tendría que haber aceptado entrar en su cocina. Hilis se había dirigido a ella con demasiada confianza y se había comportado como si ambos fueran iguales. Y ella no era igual a nadie. Cuanto antes lo entendiese él, mejor para los dos. En cuanto a Unser, el muy hijo de puta la había humillado cuando ella se encontraba más vulnerable. Tenía ganas de hacerlo desaparecer de la faz de la tierra por haber abusado de su poder de aquella forma. Había hecho bien en no dejarse ver por allí.

    La hora del almuerzo se estaba acabando. Uno de los hombres ya había abandonado el comedor y los demás estaban lamiendo sus cuencos y sorbiendo lo que quedaba en sus jarras. El alivio que Isserley había sentido al principio al no ver a Hilis ni a Unser por allí se fue convirtiendo en intriga. ¿Dónde estarían? Luego se le ocurrió que no se trataba más que de un asunto de jerarquías y privilegios. Unser y Hilis tenían un nivel superior al de aquellos musculosos ejemplares desparramados por todo el comedor. Seguro que los dos comían juntos en algún apartado acogedor y seguro que disfrutaban de unos alimentos de mejor calidad. ¿Qué tipo de festín se estarían dando? Le gustaría saberlo. Los contenedores de comida sellados que llegaban mensualmente en el carguero, ¿contendrían sólo cosas como la serslida y la mussanta, o también algunas delicias secretas que ella nunca había probado? ¿Y por qué le había mandado la Corporación Vess los mensajes a través de Esswis cuando todo aquello dependía, en realidad, de ella? ¡Ah, los hombres y sus jueguecitos de poder! Pero ella se había dado cuenta a tiempo de todas aquellas injusticias.

    Untó otra rebanada de pan con mermelada de mussanta y luego se sirvió un cuenco del mismo puré de verduras que había tomado Ensel. Había decidido que, a partir de aquel día, iba a alimentarse muy bien antes de salir a la carretera y que nunca más iba a padecer la humillante experiencia de pasar hambre lejos de casa. Bebió una taza entera de agua y sintió cómo se le hinchaba el estómago.

    —Hemos oído que tal vez venga otra mujer —dijo el hombre de la cara mohosa, y, al notar que Isserley lo miraba fijamente, soltó una risilla tensa.
    —Yo que tú esperaría sentado —le aconsejó Isserley.

    El de la cara mohosa pestañeó un par de veces y volvió a concentrarse en su jarra de ezziin. Pero a Ensel no se le callaba tan fácilmente.

    —Pero ¿y si realmente mandasen a alguien? —dijo con tono amable—. Eso te cambiaría mucho la vida, ¿verdad? Porque hasta ahora tienes que haber pasado momentos en los que te habrás sentido muy sola. Y, además, con todo ese territorio del que ocuparte y sin ninguna ayuda...
    —Me las arreglo muy bien sola —contestó Isserley sin alterarse.
    —Pero no hay nada como la amistad, ¿no te parece? —insistió Ensel.
    —Es algo que no me interesa —le advirtió Isserley.

    Salió del comedor y, en menos de dos minutos, ya estaba de vuelta en la superficie.


    Cuando entró en la A9 con su coche, desde el horizonte, ya invisible, se estaban acercando unos enormes bancos de niebla. La carretera todavía estaba bastante despejada, pero los prados que había a ambos lados se encontraban ya medio cubiertos. Las vacas y las ovejas se iban dejando engullir mansamente por la neblina mientras los silos iban desapareciendo poco a poco. Una marea de bruma blanca lamía las orillas cubiertas de hierba de la autopista.

    Esta es otra cosa que a Amlis le hubiera encantado ver, pensó Isserley. Las nubes bajando hasta tocar la tierra, pura agua flotando por el aire como si fuera humo.

    A pesar de todos los privilegios de los que gozaba, de toda su belleza y de su total perfección, había millones de cosas que Amlis no llegaría a conocer nunca. Era un príncipe que había regresado a su tierra, pero su reino era un vertedero comparado con los dominios de Isserley. Incluso los de la Élite, que se mantenían alejados de las cosas más horribles, no eran más que prisioneros en jaulas opulentas que vivían y morían sin llegar a imaginar siquiera toda la belleza que Isserley veía día tras día. Todo lo vivían y disfrutaban dentro de recintos cerrados: el dinero, el sexo, las drogas y la comida escandalosamente cara (¡diez mil liss por un filete de voddissin!). Y el único fin de todo aquello era distraerse de la espantosa desolación, de la oscuridad y de la putrefacción que les esperaba constantemente al otro lado de las delgadas paredes de sus hogares.

    En el mundo de Isserley era al revés. Lo que sucedía dentro de las casas —meros puntitos bajo la inmensidad del cielo— era algo que carecía de importancia. Los hogares y sus habitantes eran como caracolillos y langostinos diminutos que reposaban en el lecho marino en las profundidades de un océano de oxígeno azul celeste. Nada de lo que sucedía en la tierra podría competir jamás con la magnificencia de lo que ocurría por encima de ella. Amlis había llegado a vislumbrarlo, había logrado arañar unas cuantas horas para contemplar, incrédulo, el cielo y luego había tenido que renunciar a todo aquello. Ella, en cambio, había hecho un sacrificio, pero había ganado el mundo entero para siempre.

    No puedo permitir que nadie más venga aquí, se dijo a sí misma.

    A lo lejos vio a un autoestopista junto a la carretera que le hacía gestos esperanzados. Redujo la velocidad para verlo mejor. El coche que venía detrás tocó la bocina y pegó un par de acelerones con el embrague apretado, impaciente por adelantarla. No le hizo caso. Que protestase todo lo que quisiera siempre que no recogiese al autoestopista hasta que ella hubiese tomado una decisión.

    El autoestopista era grandote. Vestía un traje, pero no llevaba gabardina ni sombrero. No era calvo. De hecho, tenía un halo de pelo gris que agitaba la brisa. Se había colocado justo al lado de la señal que ponía P para demostrar a los conductores que no les supondría una molestia detenerse para recogerle. Eso fue todo lo que Isserley fue capaz de registrar, lo cual ya estaba bien, teniendo en cuenta que había un coche detrás de ella tocando la bocina y gruñendo sin parar.

    Nada más pasar al autoestopista, se echó a un lado aprovechando la zona de aparcamiento, para permitir que le adelantara el furioso automóvil. Por supuesto que el autoestopista pensó que iba a detenerse para recogerlo, pero era demasiado pronto para que Isserley tomase una decisión. Ya no cometería más errores. En cuanto el panorama se aclaró, aceleró para regresar a la carretera. El autoestopista, que había emprendido una tímida carrera hacia su coche, se paró en seco al ver que arrancaba y quedó envuelto en el humo del tubo de escape.

    Cuando volvió a pasar frente a él en dirección contraria, notó que iba muy desaliñado. La ropa en sí era de buena calidad (llevaba un traje gris oscuro con un jersey gris claro debajo), pero tenía un aspecto grasiento y colgaba de su descomunal osamenta como si fuese un pellejo suelto. Los bolsillos de la chaqueta estaban combados de tanto uso, los pantalones estaban deformados y gastados a la altura de las rodillas y la mano con la que hacía dedo lánguidamente parecía sucia. Pero ¿cómo sería por debajo de todo aquello?

    El autoestopista se volvió para mirarla, ya que había muy poco tráfico en ambas direcciones. No hizo ningún gesto que dejara traslucir que se diera cuenta de que era el mismo coche que minutos antes había parado cerca de él. Su cara era como una máscara estoica, inexpresiva y llena de arrugas. Isserley tenía que admitir que no era el ejemplar más impresionante que había visto. Se estaba haciendo viejo, tenía el pelo canoso, la barba grisácea, con algunas hebras plateadas, y no se mantenía muy erguido. Era musculoso, pero también tenía un poquito de grasa. No podía decirse que fuera un Amlis Vess de los vodsels, eso seguro, pero tampoco era ningún Yns. Era un tipo corriente.

    Cuando iba a pasar por tercera vez, decidió recogerlo. Al fin y al cabo, ¿por qué no? ¿Qué más daba si no era perfecto? ¿Qué derecho tenía la Corporación Vess a hacerle la tarea más difícil de lo que ya era? Si fuese por ellos, tendría que emprender una desquiciada búsqueda de la perfección y se vería obligada a rechazar a los habitantes del mundo entero, a millones y millones, a casi todos. Ya era hora de que se dieran cuenta de cuál era la realidad allí fuera, y aquel autoestopista era un fiel representante de esa realidad.

    Se detuvo en la misma zona de aparcamiento donde lo había hecho antes y tocó el claxon suavemente para que se acercase sin temor a que le tomasen el pelo por segunda vez. Mientras iba hacia el coche, algunas gotas de lluvia habían comenzado a salpicar el parabrisas y en el par de segundos que le llevó llegar hasta la puerta se desató un chaparrón.

    —¿Adónde va? —le preguntó en cuanto entró en el coche. Era como una masa gris y arrugada con una triste cabeza atornillada entre los hombros.
    —A cualquier sitio al que se tarde en llegar —contestó mirando hacia adelante.
    —¿Perdón?
    —Lo siento —le contestó dirigiéndole una leve sonrisa de agradecimiento, a pesar de que sus ojos enrojecidos mantenían una expresión seria—. Gracias por parar. Usted continúe, continúe.

    Isserley le echó una mirada rápida de arriba abajo. Llevaba un traje que, aparte de muy gastado, estaba cubierto de pelos que no eran suyos, porque unos eran blancos y otros negros. Se notaba que había llevado el pelo casi al cero, pues todavía se podía apreciar la forma del corte original, ahora el cabello le crecía desordenadamente por todas partes. Los pelos de la nuca eran más hirsutos; los de las patillas eran más rebeldes, y, además, estaban los de la barba, que eran más gruesos y le cubrían casi toda la piel desde las mejillas hasta el mugriento cuello del jersey.

    —Pero ¿adónde quiere ir? —insistió Isserley.
    —La verdad es que me da lo mismo —dijo, y en su tono monocorde y aburrido se percibió cierta irritación—. ¿Conoce algún sitio que valga la pena? Porque yo, no.

    Isserley dejó que fuese su instinto el que decidiese si había algo peligroso en él. Pero, cosa extraña, no detectó nada. Le señaló el cinturón de seguridad y aquellas manazas de uñas mugrientas buscaron el cierre a tientas.

    —Lléveme a la luna, como dice la canción, ¿le parece bien? —sugirió el autoestopista, irritado—. O lléveme a Tombuctú. O lléveme a Tipperary. La canción dice que queda muy lejos.

    Isserley apartó los ojos del vodsel, desconcertada. Llovía a cántaros. Puso en marcha el limpiaparabrisas y el intermitente.


    Mientras se estaba abrochando el cinturón, el autoestopista no dejaba de pensar que todavía estaba a tiempo de cambiar de idea. ¿Qué sentido tenía continuar con todo aquello? ¿No era mejor bajarse del coche, regresar al sitio del que había venido y guardarse todo su... veneno para él solo? Había algo muy morboso en hacer aquello día tras día, en salir a la carretera y ver si podía atrapar a algún gilipollas que lo llevara en su coche. Y luego, en cuanto conseguía una audiencia que no tenía más remedio que escucharle, iba y le soltaba todo su rollo, como si fuera un golpe directo al estómago o un puñetazo entre los ojos, siempre lo mismo. ¿Para qué seguir con aquello? ¿Para qué? Nunca se sentía mejor después de hacerlo, sino que, por lo general, se sentía peor y los que le llevaban en sus coches, si no eran insensibles, también se sentían peor, eso seguro. ¡Aquélla no era forma de tratar a una gente que lo único que intentaba era hacerle un favor!

    Tal vez con ésta se portase de una manera diferente porque era una chica. Era muy raro que una mujer te recogiese en la carretera, sobre todo si era tan joven. También ella parecía haber sufrido durante su corta vida, como si no lo hubiera tenido nada fácil. Estaba pálida, sentada muy tiesa e intentaba mantener una expresión de valentía en el rostro. Era una expresión que ya había visto antes. Era demasiado joven. Llevaba las tetas bien a la vista para demostrar que aún no estaba dispuesta a renunciar a su parte sexy, aunque el resto de su cuerpo estuviese machacado y marchito, como si hubiera envejecido prematuramente. ¿Tendría dos bebés llorones esperándola en casa de sus padres? ¿Sería una drogadicta o una prostituta que intentaba encontrar alguna forma de llegar a fin de mes? Tenía unas manos escuálidas con una piel reseca y llena de cicatrices. En aquel momento no podía verle la cara, pero por lo poco que había visto al subir, era como un campo de batalla en el que se habían vivido experiencias muy amargas. ¡Joder! Si por lo menos pudiera ahorrarle el disgusto que estaba a punto de darle. Si pudiera hacer un esfuerzo sobrehumano y mantenerse callado. ¡Pero eso era imposible! La haría pasar por todo aquello igual que a los demás. Hasta que algo lo obligara a dejar de hacerlo. Hasta que, por fin, todo hubiese acabado.

    Por detrás de la cortina de su melena podía verle la naricilla asomando y olfateando el aire. Sabía que lo estaba olfateando a él. Todos lo hacían. Era el momento de empezar.

    —¿Quiere que abra la ventana? —preguntó el autoestopista con tono cansino.

    Isserley sonrió, incómoda y avergonzada de que la hubiesen pillado.

    —No, no, que está lloviendo —contestó con rotundidad—. Se va a mojar y a mí no..., no me molesta el olor, de verdad. Sólo me estaba preguntando a qué huele.
    —Huele a perro —le respondió el vodsel sin mirarla.
    —¿A perro?
    —Es puro aroma canino —afirmó—. Esencia de spaniel. —Apretó los puños contra los muslos y movió, inquieto, los pies. Isserley notó que no llevaba calcetines. Gruñendo una y otra vez, como si alguien estuviese pinchándole con un instrumento puntiagudo, sonrió con la mirada fija en sus rodillas para preguntar, de pronto—. ¿A usted qué le gustan más, los perros o los gatos?

    Isserley pensó la respuesta durante un minuto.

    —En realidad, ni los perros ni los gatos —dijo. Se sentía muy insegura con aquel tema de conversación. Estaba devanándose los sesos para recordar lo poco que sabía sobre el asunto—. No sé si podría hacerme cargo de un animal —reconoció mientras notaba que había otro autoestopista en la siguiente cuesta y se preguntaba si habría hecho bien en elegir al que tenía a su lado—. Por lo que he oído, educarlos es algo bastante complicado. ¿Usted no tiene que pasarse todo el día empujando a su perro para que se baje de la cama y comprenda quién es el amo?

    El vodsel volvió a gruñir, en esta ocasión de dolor, ya que al intentar cruzar las piernas, muy irritado, se había dado en la rodilla con el salpicadero.

    —¿Quién le ha dicho eso? —dijo con tono despectivo.

    Isserley decidió no mencionar al criador de perros, por si la policía lo estaba buscando.

    —Creo que lo he leído en algún sitio —contestó.
    —Bueno, da igual, porque yo no duermo en una cama —dijo el desaliñado vodsel, y, a continuación, se cruzó de brazos. Había vuelto a usar un tono monocorde, mezcla de una insolencia provocadora y una desesperación insondable.
    —¿De verdad? ¿Y dónde duerme? —preguntó Isserley.
    —En un colchón que tengo en la parte trasera de mi furgoneta. Con mi perrita —contestó como si ella le hubiese arrancado aquella respuesta después de una discusión y ya no le importara decírselo.

    Es un parado, pensó Isserley, pero inmediatamente se dijo: ¡Qué más da! Le dejaré marcharse, total, esto se ha acabado. Amlis se ha marchado. A mí no me quiere nadie. Va a intervenir la policía. Es mejor que me vuelva a casa.

    Pero, en realidad, no tenía una casa adonde ir. No la tenía a menos que hiciese su trabajo. Apartó aquellos pensamientos derrotistas e intentó continuar la conversación con el vodsel.

    —Entonces, ¿por qué hace dedo si tiene una furgoneta? ¿Por qué no la usa? —le preguntó con tono amable y desafiante al mismo tiempo.
    —Porque no tengo para la gasolina —dijo entre dientes.
    —¿Pero el Estado no le da un..., un... subsidio?
    —No.
    —¿No?
    —No.
    —Creía que todos los parados cobraban un subsidio.
    —Yo no estoy en paro —contestó rotundamente—. Tengo un negocio propio.
    —Ah... —Isserley vio por el rabillo del ojo cómo le cambiaba la expresión de la cara. Se le habían coloreado las mejillas y le brillaban los ojos, tal vez debido a un entusiasmo febril o a las lágrimas. Sonreía enseñando los dientes, salpicados de manchas amarillentas y de restos de comida.
    —Yo mismo me pago un sueldo, ¿comprende? —declaró, con una pronunciación repentinamente clara—. Dependiendo de lo que me quede después de pagar a mis empleados.
    —Ah, ya... ¿Y cuánta gente trabaja para usted? —preguntó, un tanto incómoda por el rictus de su sonrisa y por la desmesurada concentración con que trataba el asunto. Era como si hubiera despertado de un coma, como si hubiera recobrado de golpe el conocimiento gracias a un potente cóctel, mezcla de furia, autocompasión e ironía.
    —Esa sí que es una buena pregunta, muy buena pregunta —dijo el vodsel tamborileando con los dedos sobre las piernas—. Pues no sé si aún van a trabajar a la fábrica, ¿sabe? Puede que se hayan desanimado al encontrarse la puerta cerrada con llave. Puede que se hayan desanimado al ver todas las luces apagadas. Yo tampoco he aparecido por allí en las dos últimas semanas. Es que la fábrica está en Yorkshire, ¿sabe? Se necesita mucha gasolina para llegar a Yorkshire. Y, además, le debo unas trescientas mil libras esterlinas al banco.

    La lluvia estaba comenzando a amainar y a Isserley le era más fácil orientarse. En el caso de que la locura del autoestopista fuese en aumento, podía dejarlo en Alness. Nunca había llevado a nadie como él. Se preguntó, alarmada, si aquel tipo empezaba a inspirarle simpatía.

    —¿Significa eso que tiene problemas? —preguntó, refiriéndose al dinero.
    —¿Problemas? ¿Yo? Noooooo —contestó—. Yo no he hecho nada fuera de la ley.
    —Pero ¿no es usted un... desaparecido?
    —Pues no. Le he enviado una postal a mi familia —respondió inmediatamente, sin dejar de sonreír y con las cejas y el bigote perlados de gotas de sudor—. Basta el importe de un sello para tener la conciencia tranquila. Y también para evitar que la policía malgaste su precioso tiempo.

    La sola mención de la policía hizo que Isserley se pusiera rígida. Y nada más intentar relajarse empezó a preocuparse por si había adoptado una postura con los brazos que fuera imposible para la musculatura de un vodsel. Se miró el brazo más próximo a su acompañante. Estaba bien. Pero ¿qué era aquel chirrido horrible que oía frente a su cara? ¡Ah! Era el ruido de los limpiaparabrisas contra el cristal seco. Los paró rápidamente.

    Date por vencida, esto se acabó, pensó para sí.

    —¿Está casado? —preguntó después de respirar hondo.
    —Esa sí que es una buena pregunta, muy buena pregunta —dijo, furioso y casi levantándose del asiento—. ¿Estoy casado? ¿Estoy casado? A ver, déjeme pensar. —Los ojos le brillaban con tal ferocidad, que parecían a punto de salirse de las órbitas—. Sí, supongo que estuve casado —optó por contestar, como si, con un humor un tanto truculento, estuviese concediendo un punto a alguien que acababa de ganárselo a su costa—. Durante veintidós años, para ser exactos. Hasta el mes pasado, para ser exactos.
    —¿Y ahora está usted divorciado? —insistió Isserley.
    —Eso me han dicho, eso me han dicho —y le guiñó un ojo de tal forma que más bien pareció un tic cargado de violencia.
    —No lo entiendo —dijo Isserley. Le estaba empezando a doler la cabeza. El coche apestaba a perro, el ambiente estaba cargado de la tensión que le provocaba aquel tormento psíquico y, además, de repente, el resplandor del sol del mediodía le estaba dando de lleno en los ojos.
    —¿Ha estado enamorada alguna vez? —le preguntó el vodsel con tono desafiante.
    —No... No lo sé —dijo Isserley—. Creo que no.

    Tenía que decidir lo antes posible si se lo iba a llevar o si le iba a dejar irse. El corazón empezaba a latirle con fuerza y sentía una especie de contracción en el estómago. Oyó un enorme traqueteo por detrás y, al mirar por el espejo retrovisor, comprobó que era otro vehículo: una caravana del tamaño de un mamut que, impaciente, se balanceaba de un lado al otro. Isserley echó una ojeada a su indicador de velocidad y se quedó impresionada al ver que iba a cuarenta y cinco kilómetros por hora (una velocidad que hasta para ella era lenta), así que se echó a un lado de la carretera para dejarla pasar.

    —Yo estaba enamorado de mi mujer, ¿sabe? —le dijo de pronto el vodsel que olía a perro—. Estaba muy enamorado. Ella era toda mí vida, como decía Cilla Black.
    —¿Perdón?

    En el momento en que la caravana los estaba adelantando y proyectaba su sombra sobre el coche de Isserley, el vodsel se puso a cantar a todo volumen y sin la menor inhibición.

    —¡Ella era toda mi vida, era mi noche, era mi día, ella era toda mi vida, era el aire que rees-pi-raa-ba, y si nuestro amor se acaba, de mi vida será el fin! —Se, calló tan repentinamente como había empezado y volvió a poner una sonrisa tensa mientras las lágrimas le surcaban las mejillas—. ¿Lo entiende ahora?

    Isserley, que en ese momento volvía al centro del carril, sentía que le iba a estallar la cabeza.

    —¿Está usted bajo la influencia de alguna droga alucinógena?
    —Podría ser, podría ser —dijo, y volvió a guiñarle un ojo—. Jugo de patata fermentado, hecho en Polonia. Acaba con todas las penas y con lo que provoca todas las penas, y sólo cuesta seis libras y cuarenta y nueve peniques. Pero también te crea problemas en la cama y acaba convirtiendo las conversaciones en monólogos.

    La A9 estaba despejada varios cientos de metros por delante y por detrás. La caravana que los había adelantado estaba a punto de perderse en el horizonte. Isserley apoyó un dedo sobre la tecla de la icpathua. El corazón no le latía tan fuerte como de costumbre, sino que se sentía mareada, como si fuera a vomitar de un momento a otro. Aspiró una gran bocanada de aire con esencia canina e hizo un esfuerzo por atar los últimos cabos sueltos.

    —¿Quién cuida a su perrita cuando sale a hacer dedo?
    —Nadie —dijo el autoestopista haciendo una mueca—. Se queda en la furgoneta.
    —¿Todo el día y toda la noche?

    Se lo había preguntado sin ninguna intención recriminatoria, pero le pareció que lo había herido profundamente. La energía enfebrecida se le esfumó en un abrir y cerrar de ojos, y pareció que se sumía en la apatía y el desaliento.

    —Nunca me voy durante tanto tiempo —afirmó volviendo a emplear un tono monocorde—. Yo también necesito dar mis paseos. Mi perra lo entiende.

    El dedo de Isserley temblaba sobre la tecla de la icpathua, dudando sobre qué decisión tomar. Tragó saliva para apaciguar la sensación de náusea que le subía hacia la garganta.

    —Es una furgoneta bastante grande —dijo el vodsel entre dientes a modo de defensa.
    —Mmm —murmuró Isserley al tiempo que se mordía los labios.
    —Necesito saber que estará esperándome cuando regrese —alegó.
    —Mmm —dijo Isserley. Tenía las manos sudorosas y le dolían las muñecas—. Discúlpeme. Tengo que... tengo que parar un minuto —susurró—. No me encuentro... demasiado bien.

    Iban a paso de tortuga. Se metió en una zona en la que se podía aparcar y pisó el freno. El motor dio un par de sacudidas y se caló. Isserley apoyó un puño tembloroso sobre el volante y con la otra mano bajó la ventanilla del coche.

    —No se encuentra nada bien, ¿verdad?

    Isserley negó con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra.

    Se quedaron un rato sentados en silencio mientras por la ventanilla entraba el aire fresco. Isserley respiraba hondo y el vodsel también. Parecía que, al igual que ella, también mantenía una lucha en su interior.

    Al cabo de un rato, en voz baja y con un tono desconsolado, pero con mucha claridad, el autoestopista dijo:

    —La vida es una mierda, ¿no le parece?
    —No, no me lo parece —suspiró Isserley—. Creo que este mundo es muy hermoso.

    El vodsel gruñó con desdén.

    —Pues yo creo que deberíamos dejárselo a los animales. Por mí, que los animales se queden con todo, joder.

    Pareció que con aquello daba por zanjado el asunto, pero entonces, al ver que Isserley se había puesto a llorar, levantó su sucia mano y la mantuvo dubitativa un instante en el aire cerca de su hombro. Pero luego lo pensó mejor, cruzó las manos sobre su regazo, giró la cabeza para el otro lado y se puso a mirar por la ventanilla.

    —Creo que ya he paseado bastante por hoy —dijo muy bajito—. ¿Qué le parece si me apeo aquí mismo?

    Isserley lo miró directamente a los ojos y vio que los tenía llenos de lágrimas. Había una Isserley diminuta reflejada en ellos.

    —Me parece bien —contestó, y accionó la palanca de la icpathua. La cabeza del vodsel cayó hacia un lado y se quedó apoyada contra la ventanilla. La brisa le agitó el pelo canoso y ralo que le crecía en el cuello.

    Isserley subió su ventanilla y apretó la tecla para oscurecer los cristales. En cuanto el interior del coche estuvo protegido de toda mirada, enderezó el cuerpo del vodsel y lo colocó mirando hacia adelante. Tenía los ojos cerrados y una expresión apacible en el rostro, que no reflejaba temor ni sorpresa como el de los otros. Era como si estuviese durmiendo, echando una siesta después de un viaje muy largo. Sería un sueño que duraría mil años luz.

    Isserley abrió la guantera y eligió una peluca y unas gafas. Cogió el anorak del asiento de atrás. Vistió a su acompañante con sumo cuidado y le cubrió el cabello, opaco y sin color, con una mata de pelo negro y brillante como la que, probablemente, había tenido en otros tiempos. Al rozarlo, notó la aspereza de sus cejas en la palma de las manos llenas de cicatrices.

    —Lo siento —susurró Isserley—. Lo siento.

    Cuando vio que estaba preparado para partir, aclaró los cristales y puso el coche en marcha. Tardaría menos de veinte minutos en llegar a casa, siempre que no hubiese problemas de tráfico.


    Una vez en la Granja Ablach, fue Ensel, como de costumbre, el primero en salir a recibirla desde el edificio principal. Parecía que todo volvía a la normalidad.

    Isserley abrió la puerta de su acompañante y Ensel echó una ojeada a lo que había allí sentado.

    —Es estupendo —le dijo con tono elogioso—. De los mejores que has traído.

    Y en ese momento Isserley ya no pudo más.

    —¡No digas eso! —gritó a voz en cuello—. ¿Por qué diablos tienes que decir siempre eso?

    Estremecido por aquella explosión de violencia, Ensel agarró con fuerza el cuerpo del vodsel interpuesto entre ambos. Isserley también lo agarró, intentando que no cayera sobre ella mientras lo arrastraban fuera del coche.

    —No es el mejor —dijo, furiosa, mientras lo agarraba y lo empujaba—.

    Tampoco es el peor. Sólo es..., sólo es... —El vodsel se le resbaló de las manos y cayó pesadamente sobre el suelo de piedra. Isserley, furiosa, chilló—. ¡Que te den por el culo!

    Arrancó y se dirigió hacia su casa envuelta en una nube de polvo, dejando atrás a aquellas bestias desagradables que resoplaban y se movían torpemente.


    Dos horas más tarde, cuando ya estaba un poco más calmada, encontró en su bolsillo la nota de Esswis y volvió a leerla forzándose a descifrar lo que ponía en las últimas líneas. Al parecer, la Corporación Vess le hacía una petición especial. Le preguntaban si consideraba viable la posibilidad de enviarles una hembra, una vodsel, preferiblemente una que tuviese los huevos intactos. No era necesario que la procesasen. Bastaba con que la envolviesen con cuidado y la enviasen. La Corporación Vess ya se encargaría del resto.


    Capítulo 13


    Ya desnuda, como le daba miedo dormirse, Isserley estuvo deambulando a oscuras por la casa, de un cuarto a otro, hora tras hora. Hacía un recorrido en espiral: empezaba por su dormitorio; iba luego por el pasillo hasta el otro dormitorio, que jamás había utilizado; bajaba después las escaleras hasta el recibidor, que tenía el suelo destrozado; pasaba por el dormitorio principal, que estaba absolutamente vacío; después por la habitación de delante, donde estaban los montones de ramas y ramitas; luego por la desolada cocina, y, por último, por el húmedo cuarto de baño. Hacía todo aquel recorrido mientras mentalmente repasaba una y otra vez la historia de su vida, pensando qué podía hacer en el futuro.

    Entre las cosas en que estuvo pensando para resistir despierta por lo menos hasta que se hiciera de día, una fue derribar las paredes interiores de la casita. La idea se le ocurrió en la habitación delantera del piso de abajo, cuando cogió en un arranque un palo grande y dio con todas sus fuerzas un golpe contra la pared que tenía más cerca. El resultado la satisfizo mucho. Un trozo de escayola se cayó hecho añicos dejando a la vista un hueco oscuro y un poste de madera tosca. Volvió a dar otro golpe y cayó otro trozo. Pensó que tal vez podría cambiar la casa, convertirla en una sola habitación muy grande, o tal vez podría derribarla por completo.

    Pero, después de estar dando porrazos a la pared durante unos veinte minutos, sólo había logrado hacer un agujero por el que apenas si se podía pasar, y dar golpes con el palo había dejado de producirle la satisfacción de las primeras embestidas. Notaba unos latidos dolorosos en la cicatriz que tenía donde le habían amputado el sexto dedo, y los brutales movimientos que había estado llevando a cabo hacían que le doliera la espina dorsal. Así que lo dejó y volvió a ponerse a caminar de un lado para otro. En los pies desnudos se le iban quedando pegados algunos escombros. Fue recorriendo las habitaciones, una a una, rascando las paredes con las uñas. Toda la casa crujía y rechinaba. Y fuera, entre los árboles de la Granja Ablach, las lechuzas se llamaban unas a otras con unos gritos que parecían los de una hembra humana en pleno orgasmo. Al ruido del viento se sumaba el de las olas al romper contra la costa. Desde algún punto, a lo lejos, llegó el sonido de una sirena.

    Ya era bastante después de medianoche cuando, por fin, se fue a la cama, lo suficientemente cansada para no seguir pensando. Tenía medio decididos unos cuantos planes y esperaba que, al haber estado despierta hasta tan tarde, cuando se despertase el sol ya hubiera salido.

    Durmió profundamente durante un espacio de tiempo que le pareció muy largo, pero cuando volvió a abrir los ojos, gritando de terror, aún reinaba una total oscuridad. Tenía las sábanas enrolladas alrededor de las piernas, húmedas y sudorosas, y sentía el picor que le producían los restos de escayola, la mugre y los fragmentos de ramitas que tenía pegados. Se empezó a palpar todo el cuerpo. Tenía la carne de los brazos y de la espalda tan caliente como un trozo de asado recién sacado del horno, pero las piernas estaban frías como el hielo. De todas las etapas del sueño en que uno podía despertarse, aquélla era la peor.

    Aunque su organismo no había alcanzado la fase en la que recuperaba el equilibrio, sí había logrado deslizar en su mente la cruel pesadilla habitual de que la enterraban viva, de que la abandonaban condenándola a morir en una prisión carente de aire.

    Pero, pensándolo bien, ¿era la pesadilla habitual? Tratando de concentrarse en las imágenes que se desvanecían en su cabeza, se dio cuenta de que había algo diferente. Había sentido lo mismo de siempre, pero, por primera vez, parecía que el personaje central de aquel drama no había sido ella. Al principio del sueño, no; al principio era ella, sin lugar a dudas, a la que metían en las entrañas de la tierra, pero al final era como si hubiera cambiado de forma, de tamaño y hasta de especie. En los últimos segundos de angustia, justo antes de despertarse, ya no era un ser humano, sino un perro que se había quedado encerrado dentro de un coche aparcado en medio de ninguna parte; su dueño no iba a volver y ella se iba a morir.

    En cuanto se despertó del todo, se libró de las sábanas que tenía enrolladas, se hizo un ovillo rodeándose las piernas heladas con los brazos, que estaban calientes, y empezó a recriminarse por haber sufrido un ataque de pánico.

    Estaba claro que el perro con el que había soñado era aquel del que le había hablado el vodsel del día anterior, pero eso no era una razón para tener pesadillas. Aquel animal estaría bien. Seguro que su dueño habría dejado una pequeña rendija abierta en las ventanillas de la furgoneta. Y, aunque no lo hubiera hecho, los coches no se quedaban cerrados a cal y canto, y el tiempo estaba fresco, así que era una estupidez imaginarse que el perro se iba a morir de hambre. Cuando sintiera ganas de comer, se pondría a ladrar, a la gente le molestaría el jaleo y acabarían averiguando de dónde procedían los ladridos. Pero, además, ¿qué importancia tenía la suerte que corriera un perro? Todos los días morían perros. Ella había visto muchísimos perros muertos, aplastados en la A9, e incluso había pasado por encima de sus restos con el coche en vez de hacer un viraje peligroso para esquivarlos. No producían más que una débil sacudida, apenas perceptible, bajo las ruedas. Y, además, tenían una conciencia muy rudimentaria.

    Se frotó los ojos y miró hacia arriba. El día anterior había puesto pilas nuevas al reloj, como primer paso de un plan para recuperar el control de su vida. Los números destellaban marcando las 4.09. Quizás hubiera sido mejor no saber cuántas horas tenía que esperar todavía hasta que amaneciese. Quizás hubiera sido mejor no despertarse nunca más.

    Se arrastró fuera de la cama, medio paralizada, como de costumbre. ¡Qué maravilloso sería poder vengarse de los cirujanos que le habían hecho todo aquello! Nunca les había visto las caras. Para cuando empezaron a meterle los bisturís, la anestesia ya la había sumido en la nada. Y ahora, probablemente, estarían vendiéndole a la Corporación Vess lo mucho que habían aprendido de los errores pasados y presumiendo de que los milagros que eran capaces de hacer en aquellos momentos no tenían nada que ver con los rudimentarios experimentos que habían llevado a cabo con ella y con Esswis. Si hubiera justicia en el mundo, antes de morirse le tendrían que dar la oportunidad de atar a aquellos cirujanos a una mesa de operaciones y hacer con ellos unos cuantos experimentos. Una vez les hubiera arrancado la lengua, les permitiría ver cómo les vaciaba los genitales. Y, para que no gritasen, les podría meter en la boca unos buenos trozos de su cola, que previamente les habría cortado, para que los mordiesen. Se les contraería el ojete cuando les metiese las grapas de hierro en la columna vertebral, y los ojos les chorrearían sangre cuando les esculpiese unos fantásticos rostros nuevos.

    Encendió el televisor y se puso a hacer sus ejercicios.

    En la oscuridad del dormitorio se oyó una voz que susurraba: «No podré resistir una vida sin amor», y, a continuación, en la pantalla se materializó la figura de una hembra en blanco y negro abrazada a la ancha espalda de un macho que no la miraba a ella, sino al cielo.

    «Venga, no seas boba», la reprendía él con cariño. «No vas a tener que hacerlo.»

    Isserley estiró un pie para cambiar de canal justo en el momento en que se veía cómo despegaba un avión con un fuselaje reluciente, cuyas hélices giraban mientras se internaba en una penumbra dramática.

    Unos colores cálidos, con formas abstractas y cambiantes, inundaron la pantalla. La cámara se fue alejando hasta que la imagen se convirtió en un nítido círculo iridiscente de cristal húmedo sostenido entre un índice y un pulgar gigantescos. Era como un monóculo con una mancha de sopa.

    «Es en cultivos como éste», decía una voz que denotaba autoridad, «adonde puede estar desarrollándose una cura contra el cáncer».


    Casi como hipnotizada, Isserley se quedó mirando la fogata que había hecho con una pila de ramas y ramitas mucho mayor que de costumbre. A la luz del amanecer las llamas brillaban con tonos dorados y amarillentos. Se incorporó con gran esfuerzo y echó a andar. Pasó junto a su coche, que ya había sacado del cobertizo y había dejado con el motor en marcha, orientado hacia la salida. Fue cojeando hasta el edificio principal por el camino empedrado. Sus zapatos entrechocaban al andar. Algo tenía en la base de la columna vertebral que no se le había arreglado con los ejercicios.

    —Soy Isserley —dijo ante el interfono.

    Nadie contestó, pero la gran puerta metálica se fue deslizando hasta abrirse. Nada más entrar, tal como esperaba, vio una bolsa negra de plástico bastante grande con los efectos personales del último vodsel. La cogió y abandonó inmediatamente el edificio, no fuera a ser que a quien estuviera de guardia se le ocurriera subir desde el sótano a charlar un rato.

    Ya de vuelta junto a la hoguera, sacó los zapatos del vodsel, el jersey y el traje, cubierto de pelos de perro, y se puso a examinar el resto. No había mucho. Era evidente que bajo el jersey no llevaba más que una camiseta sucia y que no usaba calzoncillos. La chaqueta estaba vacía y en los bolsillos del pantalón, aparte de unas llaves de coche y un billetero, no había nada.

    Dejó el jersey sobre el capó para evitar que se mojara con la humedad de la hierba y, como si estuviera bautizándolos, roció con gasolina la chaqueta, la camiseta, los pantalones y los zapatos y los lanzó al fuego. Se sorprendió al comprobar la gran cantidad de pelos de perro que se le habían quedado pegados en las manos, pero no quería frotárselas contra su propia ropa. Esperaba que, con un poco de suerte, se le fueran desprendiendo solos.

    Gruñendo por el esfuerzo, se arrodilló para mirar qué contenía el billetero. Abultaba mucho más que cualquiera de los que había visto hasta entonces, pero en su interior no había gran variedad de cosas. En vez del habitual despliegue de tarjetas de plástico, carnés, documentos oficiales, libretas de direcciones, recibos y facturas, sólo había dinero y una cartulina doblada en varios pliegues como si fuera un mapa en miniatura. El que estuviese tan abultado se debía, simplemente, a la gran cantidad de dinero que contenía. Además de unas pocas monedas, había un fajo de billetes. La mayoría eran de veinte libras, pero también había algunos de diez y otros de cinco. El total ascendía a trescientas setenta y cinco libras esterlinas. Isserley jamás había visto tanto dinero junto. Se puso a hacer cuentas. Era suficiente para comprar quinientos treinta y cinco litros de gasolina, o ciento noventa y dos frascos de champú, o más de mil hojas de afeitar, o cincuenta y siete botellas de aquel jugo de patata fermentado del que le había hablado el vodsel. Se metió el dinero en el pantalón, distribuyendo la mitad, más o menos, en cada bolsillo para que no abultara tanto.

    La cartulina era, en realidad, una fotografía grande, en color, doblada varias veces. Cuando la desdobló y la alisó, vio en ella al vodsel, mucho más joven, abrazando a una vodsel que llevaba un vestido blanco de gasa. Los dos tenían el pelo negro y lustroso, las mejillas sonrosadas y una sonrisa como una luna en cuarto creciente. El vodsel no tenía arrugas, estaba muy bien afeitado e iba muy limpio. Entre sus dientes no se veían restos de comida y sus labios eran rojos y húmedos. A lo mejor se estaba pasando de lista pero, por la expresión que tenía en la foto, a Isserley le daba la impresión de que la felicidad que transmitía era auténtica. Se preguntó cómo se llamaría aquel vodsel. En la parte inferior del margen derecho había una firma muy historiada: Estudio Pennington. A Isserley le sonó como si fuera un nombre extranjero, aunque no le había parecido que tuviese acento extranjero al hablar.

    Mientras la ropa de Estudio Pennington se quemaba, Isserley estuvo barajando la idea de soltarlo. Amlis no había tenido ningún problema para dejar libres a unos cuantos, así que seguro que ella tampoco los tendría. Los hombres que estaban allá abajo eran imbéciles, y casi todos estarían durmiendo.

    Pero era demasiado tarde, claro, porque a Estudio Pennington ya le habrían arrancado la lengua y le habrían extirpado los testículos la noche anterior. Bueno, de todos modos, le había parecido que aquel vodsel no tenía muchas ganas de vivir, y era difícil que hubiera cambiado de idea. Lo mejor sería dejarlo tranquilo.

    Avivó la hoguera con un palo mientras se preguntaba por qué seguiría tomándose la molestia de ser tan meticulosa. Era la fuerza de la costumbre. Arrojó el palo a las llamas y se dirigió al coche.


    Mientras conducía por la A9, el sol se iba levantando por el horizonte, recuperándose de lo que habría tenido que sufrir toda la noche detrás de las montañas coronadas de nieve. Brillaba a sus anchas con una intensidad rotunda en medio de un cielo prácticamente sin nubes, y repartía generosamente una luz dorada por todo Rossshire. Por el simple hecho de estar en el lugar adecuado a la hora adecuada, Isserley formaba parte de aquel paisaje. Sus manos también brillaban doradas sobre el volante.

    Pensó que poder contemplar una luz tan maravillosa como aquélla merecía cualquier esfuerzo; bueno..., casi cualquier maldito esfuerzo. Aparte de los huesos retorcidos y la carne llena de cicatrices de su propio cuerpo, la vida no era ninguna mierda.

    El roce del jersey de Estudio Pennington sobre la piel le seguía resultando un poco extraño, pero ya se iba acostumbrando. Le gustaba cómo se ajustaban los puños a sus muñecas, con sus fibras gastadas relucientes al sol. Le gustaba poder mirarse el pecho y, en vez de ver aquel repugnante escote repleto de grasa artificial, tener la impresión de que tenía pelo, hacerse la ilusión de que había vuelto a su estado natural.

    No muy lejos de allí vio a un autoestopista con el brazo extendido a un lado de la carretera. Era joven y delgado, y llevaba un cartel roto en el que ponía NIGG. Pasó de largo sin aminorar siquiera la velocidad. Por el espejo retrovisor vio que le hacía un gesto de «Que te den por el culo» y luego volvía a colocarse para esperar al siguiente coche.


    No le fue difícil encontrar el punto en el que había recogido a Estudio Pennington. La calzada era especialmente estrecha en el tramo que llevaba hasta allí —lo cual explicaba por qué se estaba formado una fila de varios coches detrás del suyo—, y, además, tenía que ir atenta para no pasarse una señal que ponía P. Cuando la encontró, aparcó el coche exactamente donde lo había hecho el día anterior, metro más, metro menos. Se bajó, cerró la puerta con llave y se dirigió, atravesando los prados, a la búsqueda de la granja más cercana.

    Dar con la furgoneta de Estudio Pennington fue aún más fácil de lo que había supuesto. Se hallaba resguardada en un lugar en el que ella misma habría aparcado un vehículo si hubiera querido ocultarlo en aquel terreno que pertenecía a la granja. A la sombra de unos árboles muy altos había un molino casi derruido, del que no quedaba en pie más que el esqueleto sin tejado, y junto a uno de sus muros había apiladas varias pacas de heno que, expuestas a una inclemencia impropia de aquella época del año, se habían ido estropeando y pudriendo. Desde la A9 los automovilistas no alcanzaban a ver nada más que una parte de la ruina y de las pacas de heno. Desde la granja, que estaba a unos quinientos metros, sólo se veía el grupo de árboles, lo cual le evitaba a su dueño tener que recordar a diario que le costaría una buena suma de dinero librarse de todo aquello que se había ido deteriorando. En el espacio que quedaba entre los árboles y el molino, visible sólo si uno se internaba en aquella propiedad privada, estaba la furgoneta de Estudio Pennington.

    Era un vehículo mucho más lujoso de lo que Isserley había supuesto. Se había imaginado que sería un cacharro oxidado, todo abollado, casi inútil para circular, tal vez de color azul oscuro y con algo escrito, ya borroso, en un lateral. Pero lo que se encontró fue una furgoneta de color crema metalizado, con unos cromados relucientes y unos neumáticos de una negrura impecable, como cualquiera de las furgonetas nuevas que había expuestas en la Gasolinera Donny's.

    En el interior de aquel lujoso encierro, el perro de Estudio Pennington no paraba de dar saltos de un asiento a otro y de ladrar de un modo frenético. Isserley vio que el animal estaba ladrando a pleno pulmón, pero como las ventanillas estaban cerradas, el sonido llegaba muy amortiguado. Al irse aproximando le pareció que era un jaleo horrible, pero seguro que de lejos no se oía nada, ni siquiera en medio del silencio de la noche.

    —¡Buen chico! —le dijo, al tiempo que se acercaba al vehículo.

    Mientras metía la llave de Estudio Pennington en la cerradura de la puerta de la furgoneta no se le ocurrió ninguna razón para tener la menor sensación de miedo. El perro podía hacer dos cosas: salir corriendo o atacarla, así que podía ver cómo se perdía en la distancia o verse forzada a matarlo. En cualquiera de los dos casos, tendría la conciencia tranquila.

    Nada más abrir la puerta, el perro salió como si fuera la detonación de un tubo de escape. Aterrizó de cabeza en la hierba, dando casi una voltereta, y enseguida se volvió a mirar a Isserley, temblando y tiritando. Tenía el pelo blanco y negro, como la versión animal de un Amlis Vess en miniatura. Arrugando la parte inferior de la frente oscura, se quedó mirándola entre furioso y perplejo.

    Isserley dejó la puerta de la furgoneta abierta y volvió a emprender el camino de regreso a la A9. La verdad es que no la sorprendió ver que el perro la seguía, olisqueando la cinturilla del jersey de Estudio Pennington que llevaba puesto, el cual le llegaba hasta los muslos y parecía un vestido. Después de notar varias veces el roce del hocico del spaniel en la cadera, sintió de pronto un lengüetazo húmedo en una mano. Soltando un gruñido de asco, levantó los dos brazos como quien se rinde ante el enemigo y echó a correr hacia el coche.

    El perro de Estudio Pennington aún logró lamerle la mano una vez más cuando trataba de cerrar la puerta con mucho cuidado para no hacerle daño en el morro. Mientras le daba a la llave de contacto para poner el coche en marcha lo vio mirándola fijamente a través de la ventanilla, sin entender nada de lo que estaba pasando.

    —Ahora te has quedado solo, perrito —le dijo, aunque era consciente de que el perro y ella no hablaban el mismo idioma. Luego, se alejó dejando al animal allí sentado, al borde de la carretera.


    En el trayecto de vuelta a casa, Isserley se sorprendió pensando en las mismas cosas en las que ya había estado pensando sin cesar la noche anterior, dándole vueltas a qué iba a hacer el resto de su vida.

    Por supuesto que podía emprender innumerables caminos, según el valor que lograra reunir o la cantidad de miserias físicas que estuviera dispuesta a soportar.

    Todos los planes tenían una parte de dulces recompensas y otra de consecuencias amargas. Pero ya estaba cansada de sopesar las ventajas de un posible futuro frente a las de otro. Había pensado demasiado.

    Era hora de dejar que fuese el instinto el que tomara la decisión. Pondría las manos flojas sobre el volante y dejaría que fueran ellas las que decidieran si accionaba el intermitente o no. Si lo hacían... sería que así tenía que ser.

    Unos minutos más tarde ya estaba llegando a una señal en la que ponía B9175, PORTMAHOMACK Y PUEBLOS COSTEROS. Echó una mirada al espejo retrovisor y otra a la carretera que se extendía delante. No vio a nadie en ninguna de las dos direcciones, nadie que pudiera obligarla a acelerar o a frenar. Sus dedos titubeaban sobre el intermitente. Su pie parecía paralizado sobre el pedal del acelerador. La señal quedó atrás, los árboles taparon el desvío y ella aún seguía conduciendo en dirección al norte. La decisión estaba tomada. No volvería a ver la Granja Ablach nunca más.


    Un poco más adelante, todavía en dirección norte, giró para meterse en el puente de Dornoch, inmediatamente sintió una sensación de náusea en el estómago. No era de hambre, aunque a aquellas alturas tenía que estar hambrienta. Era como una premonición. Algo la estaba esperando al otro lado.

    A la mitad del puente se detuvo en la zona destinada a aparcamiento para los turistas. En efecto, junto a la barandilla metálica había un turista mirando fijamente las aguas relucientes del estuario, con los prismáticos preparados por si aparecían focas o delfines. Isserley detuvo su coche justo detrás de su lujosa caravana y abrió la puerta con cautela. El turista se volvió para ver quién había llegado. Era un tipo obeso y bajito con unas piernecitas flacas: un desastre total que no pasaría ningún examen.

    —¡Hola! —le dijo levantando una mano y entrecerrando los ojos porque le daba el sol.
    —¡Hola! —respondió Isserley como si fuese el eco, manteniéndose de modo que el coche se interpusiera entre ambos.

    Satisfecho con su respuesta, el turista permaneció donde estaba; ella le dio la espalda y recorrió con la mirada todo el tramo del puente que faltaba hasta llegar a tierra firme.

    Ahuecó una mano y se la colocó de tal modo que no se le viese la cara, se quitó las gafas y miró a lo lejos. Dirigió sus enormes ojos hacia la rotonda donde se estaba formando un atasco. Parecía un pequeño rebaño de coches petrificados, titubeando entre dirigirse a la carretera que llevaba a Clashmore o a la que llevaba a Dornoch.

    Divisó las luces del techo de un coche patrulla zigzagueando entre los demás vehículos.

    Volvió a meterse en su coche, pisó el acelerador y salió zumbando. Con mucha más habilidad y atrevimiento de lo que hubiera podido esperar de sí misma, hizo un cambio de sentido en mitad del puente. Por supuesto que se trataba de una infracción tremenda, pero aquel diminuto coche de policía lejano no se hallaba en situación de poder perseguirla. Por encima del hombro echó un vistazo al turista, que la estaba mirando asombrado, pero no con los prismáticos, así que lo más probable era que no estuviese intentando quedarse con su matrícula ni con su imagen en la memoria.

    Pensó que tenía ganas de irse a casa, pero la suerte estaba echada: ya no tenía casa.

    Unos minutos después iba en dirección sur y había pasado el desvío de Tain sin caer en la tentación de reconsiderar la decisión que había tomado. Si hubiera querido, habría podido salir de la A9, cruzar por el centro del pueblo, llegar al extremo opuesto y tomar allí otra carretera que también llevaba a Portmahomack... y a la Granja Ablach. Pero aquello era capítulo cerrado. Sabía de sobra que la Corporación Vess no se ocuparía de ella si no les entregaba la mercancía. No iban a proporcionarle casa y comida por las buenas.

    Y en cuanto a Amlis..., había dicho que volvería, pero la gente de su clase hacía promesas con mucha facilidad. ¿Qué había pasado con todos aquellos hombres que le habían prometido que se ocuparían de ella cuando se acercaba la edad de pasar el examen? «¿A los Estados Nuevos una chica tan guapa como tú? No te preocupes, Iss, que hablaré con mi padre.» Eran todos unos pijos. ¡Que les dieran por el culo! ¡Que les dieran por el culo a todos ellos!

    Cuando Amlis le tocó el brazo le había dicho que le sería muy fácil dejarse seducir por este mundo, que era muy, muy hermoso. ¿Qué habría querido decir? ¿Significaría aquello que también la consideraba hermosa a ella? Y, si no, ¿por qué la había tocado en el momento de decirlo? Sus dedos... Pero no. Seguro que no quería decir eso. Estaba viendo por primera vez en su vida el mar y la nieve que caía del cielo y a su lado había una chica tullida y mutilada, sudando. El encanto de una carne llena de cicatrices no podía competir con la visión de un mundo nuevo.

    Sentía una tristeza muy honda. Ya empezaba a echar de menos la playa de Ablach. Todo el tiempo que se había pasado deambulando por las habitaciones vacías de su casita la noche anterior lo podría haber dedicado a recorrer la orilla del agua a la luz de la luna o a caminar por los acantilados. Pero, probablemente, no lo había hecho porque presentía que despedirse de todo aquello sólo habría hecho las cosas más difíciles.

    Cuando recorrió su casa, yendo de una habitación a otra, una de las posibilidades que había barajado era la de quedarse a vivir en alguna de las cuevas de la playa de Ablach. Había muchas, pero nunca se había aventurado a explorarlas debido a su claustrofobia, que era precisamente el problema que conllevaba vivir en una cueva.

    Allí, en la playa, también había una casucha de piedra a la que Ensel, con su aire de sabelotodo, se había referido en una ocasión llamándola «el cobertizo de los pescadores». Tenía las puertas tan rotas y podridas que se movían empujadas por el viento como simples cortinas, y el interior, que no tenía ventanas, estaba asqueroso, lleno de brea y de cagarrutas de oveja en descomposición. Pero el principal obstáculo para vivir allí era que tenía atornillado al suelo un artefacto enorme, un mecanismo de hierro del tamaño de una vaca que servía para transportar las barcas hasta la orilla. Aunque parecía que ya no funcionaba, no había manera de estar absolutamente segura, y sería un problema horrible si, estando allí tumbada, desnuda en un rincón del cobertizo, entraba de pronto un grupo de pescadores.

    También había estado pensando en construirse un pequeño refugio en algún punto de los acantilados de Ablach con ramas y trozos de madera de los que traía el mar, y quizás también con alguna lámina de chapa corrugada de las que solía ver que arrojaba la marea a la playa. Pero seguro que si, de pronto, surgía un refugio nuevo en las inmediaciones de la granja, Esswis se daría cuenta y mucho más si ella había desaparecido, porque, en cuanto la Corporación Vess supiera que se había escapado, mandarían a Esswis a buscarla.

    Se volvió a acordar de la policía y frunció el entrecejo. No podía permitirse que la hicieran parar, ya que todas las pegatinas que demostraban el pago de impuestos y el paso de revisiones que decoraban los cristales de su coche estaban caducadas y ella no tenía permiso de conducir ni ningún otro tipo de documento. Tenía que encontrar un lugar en el que esconderse y dejar de conducir durante una temporada. Aquello no suponía ningún reto, sería bastante fácil. Después de todo, ya nada la obligaba a tener que circular por la A9 y podía dedicarse a explorar las carreteras secundarias, en las que había poco tráfico y largos tramos de bosque sin ningún claro. Podría desaparecer entre los árboles como un faisán.


    Tres días más tarde se despertó después de haber tenido un sueño erótico, satisfactorio y liberador, sujetando firmemente algo peludo entre las manos. Se trataba de la capucha del anorak que le servía de almohada en el asiento trasero del coche. Como, a pesar de la incomodidad de la postura, aún la embargaba la sensación del orgasmo, le entraron ganas de reírse.

    Había metido el coche entre una maraña de helechos junto al borde de un lago. Las puntas de algunas ramas daban contra las ventanillas, y pajaritos diminutos correteaban por el techo tamborileando con sus frágiles patitas sobre el metal y saltando sin cesar del techo a los árboles. Y algunos seres invisibles, probablemente patos o cisnes, surcaban las tranquilas aguas del lago, agitándolas, sobre todo a la caída de la tarde. Por encima de donde estaba la vegetación era tan densa, que los copos de nieve no lograban llegar al suelo, y la escasa luz reinante procedía más del reflejo del sol sobre el lago que de la que lograba filtrarse entre los árboles.

    Considerando todas las circunstancias, aquél era un escondrijo perfecto. Por eso cuando logró llegar hasta allí con el coche, un par de días antes, se encontró con que ya había otro. Por suerte, no estaba habitado. No era más que el simple esqueleto de un coche destripado, sin ruedas, oxidado y cubierto de moho. Isserley aparcó el suyo justo al lado, para que le sirviera como un elemento más de camuflaje.

    Que la primera noche había resultado dura era innegable. El asiento de atrás era unos centímetros más corto que ella, por lo que le había resultado muy difícil descansar. Pero había sobrevivido, y las dos noches siguientes la cosa fue algo mejor.

    No es que le apeteciera mucho dormir en el coche, pero, hasta que encontrara un lugar en el que vivir, no tenía otra opción. La idea de dormir bajo las estrellas, acurrucada en cualquier parte, era muy romántica y atractiva, pero, en el fondo, sabía que su espina dorsal se resentiría al día siguiente. Necesitaba una cama o, por lo menos, algo blando para tumbarse, y el asiento trasero del coche estaba plano y almohadillado y, además, si alguna mañana se despertaba con una enorme dificultad para enderezarse, siempre podría recurrir a los reposacabezas de los asientos delanteros para incorporarse.

    Si pudiera elegir entre todos los lugares del mundo uno ideal para dormir, una casa perfecta, elegiría un faro abandonado. Pero ¿había faros abandonados? Le habría gustado que así fuera, porque los faros siempre estaban al borde del mar, justo donde acaba la tierra, y sus torreones casi podían tocar las nubes. Se imaginó allá arriba, justo en el punto más alto, durmiendo sobre un colchón blando y rodeada de ventanas por las que entraba la luz del sol a raudales nada más amanecer.

    Pero en aquellos momentos estaba tumbada a ras de tierra, y tan hambrienta que cada vez se sentía más débil. Tenía que comer algo de verdad, algo de más sustancia que el nabo crudo que había robado en un prado dos noches antes.

    En cuanto acabó de hacer sus ejercicios, se adentró en las aguas heladas y poco profundas del lago y se lavó. A continuación se afeitó, con el espejito en una mano y la cuchilla en la otra, dejando que la espuma del champú rielara en el agua. Confiaba en que aquello no les hiciera daño a los seres que vivían en el lago. Unas cuantas gotas de un producto químico en un embalse tan grande y de aguas tan puras no causarían mucho trastorno, ¿verdad?


    Como desde que había abandonado la granja no había tomado nada caliente, decidió ir con el coche hasta una estación de servicio en la que se había parado en una ocasión a echar gasolina.

    Algún día tendría que vencer sus miedos, internarse en una ciudad, aparcar entre cientos de coches y entrar en un supermercado, como hacían los vodsels cuando necesitaban comida. Pero ese día aún quedaba lejos. Hacía poco, al pasar cerca de un Tesco, un centro comercial enorme que había junto a la A96 en dirección a Aberdeen, había estado dudando si atreverse a entrar. Estaba tan cerca de la carretera, que casi podía ver el interior a través de las puertas de cristal ahumado. Probablemente, dentro de aquel enorme edificio de cemento estarían todas las cosas que había visto en la televisión y una multitud de vodsels estaría eligiendo los bocados más selectos y empujándose por conseguirlos. No, aún no estaba preparada.

    En la gasolinera echó veinte libras esterlinas de gasolina y eligió un paquete de comida preparada que había en una estantería de metal y plástico bajo un cartel que decía HAPPY TUM'S PARA TOMAR EN CARRETERA. Había tres clases de paquetes: «Perrito caliente», «Rollito de pollo» y «Hamburguesa de vaca». Todos estaban envueltos en papel blanco, así que no podía ver qué tenían dentro. Eligió el que ponía «Rollito de pollo». Había oído en la televisión que la carne de vaca podía ser peligrosa y que hasta podía llegar a producir la muerte. Y, si podía matar a los vodsels, no quería ni imaginarse lo que le podría ocurrir a ella. Y en cuanto a lo del «Perrito caliente»... Bueno, era un poco absurdo haber tenido que pasar por un montón de problemas para salvarle la vida a un perro y ponerse a comer perro unos días después.

    Le quitó el papel a su rollito y lo metió en el microondas. Fue siguiendo las instrucciones de qué botones había que apretar. Cuarenta y cinco segundos más tarde tenía un rollito de pollo humeante en la mano.

    Y cuarenta y cinco minutos más tarde estaba en una zona de descanso cerca de Saltburn, arrodillada entre la hierba e intentando vomitar. Aunque tenía la boca bien abierta y la saliva le caía resbalando por la punta de la lengua, cuando por fin se produjo el vómito, se le fue directamente a la nariz y acabó saliéndole por los diminutos agujerillos como si fuera un chorro pulverizado de una salsa con burbujas. Se atragantó y durante unos instantes creyó que se iba a morir o que otro acceso de vómito le subiría hasta los conductos lacrimales y le saldría por los ojos. Pero no era más que una fantasía producto del pánico, y poco a poco los espasmos fueron desapareciendo.

    Cuando ya se le había pasado, con las manos aún temblorosas, desenroscó la tapa de una botella grande de Aqua Viva, un líquido que parecía agua. La había comprado a la vez que el rollito de pollo, por si acaso aquel alimento, al que no estaba acostumbrada, no le sentaba bien. Ya había sospechado que podía sentarle mal, pero había decidido probar. El enigma de qué sería lo que podía comer sin peligro no podía resolverse en un solo día. A base de probar y equivocarse iría aprendiendo qué toleraba. Entretanto se puso a sorber de la cánula de plástico de la botella y fue tragando aquel líquido claro que le produjo un gran alivio.

    De hambre no se iba a morir. En los prados había patatas, y había nabos esparcidos para las ovejas, y en los árboles había manzanas. Y que todo aquello era comestible para un ser humano lo habían demostrado todos los días los hombres en el comedor de la Granja Ablach. No es que fuera mucho, pero podría sobrevivir. Seguro que con el tiempo iría descubriendo otros alimentos que aún no podía imaginar y que le recordarían las delicias de su infancia, unos alimentos que la harían sentirse plena y satisfecha.

    Todo estaba allí afuera. Estaba segura.


    Cuando volvía por aquella carretera estrecha, atravesando el bosque hacia el escondrijo que había encontrado junto al lago, se sobresaltó al divisar a lo lejos a un vodsel que hacía unos gestes muy exagerados para que se detuviese. No era un policía. Era un autoestopista que estaba tan nervioso que no paraba de moverse y parecía estar bailando en medio de la calzada. Trató de evitarlo, pero dio un salto y se interpuso en su camino abriendo los brazos y obligándola a frenar en seco.

    Era un ejemplar joven, macizo, con una musculatura soberbia bajo la chaqueta de cuero, pero tenía la cara desencajada.

    —Perdone, perdone —dijo gritando y dando un golpe con las palmas de las manos en el capó del coche mientras le dirigía una mirada implorante—, pero tenía que conseguir que pararas.
    —¡Haga el favor de quitarse de ahí! —contestó Isserley a través del parabrisas y volviendo a poner el coche en marcha—. ¡Yo no llevo autoestopistas!
    —¡Es que mi novia va a tener un niño! —vociferó señalando con un brazo muy potente hacia algún lugar que el bosque no permitía ver—. ¡Por el amor de Dios! Llevo recorridos casi trescientos kilómetros, y sólo me quedan unos seis o siete.
    —Yo no puedo ayudarlo —le gritó Isserley.
    —¡Joder! Me cago en... —dijo gesticulando y dándose golpes en la frente—. ¡Que no te voy a poner una mano encima, que no te voy a hacer nada, que me puedes hacer lo que quieras, que me puedes poner un cuchillo en la garganta! ¡Mi novia va a tener un niño! ¡Voy a ser padre!

    Estaba claro que no la iba a dejar marchar, así que le abrió la puerta y le dejó entrar.

    —Gracias, eres una tía legal —le dijo avergonzado, mientras pensaba: «¡Aguanta Shona, que ya voy!»

    Isserley no respondió. Arrancó bruscamente haciendo chirriar la caja de cambios al meter la marcha. Seis o siete kilómetros y se libraría de él. Y quizás, si no le hablaba, él tampoco lo haría.

    —No te puedo decir lo que esto significa para mí —dijo con un tono enronquecido, unos segundos más tarde.
    —Bueno, vale —contestó Isserley con la mirada atenta a la carretera—. Déjame conducir.
    —Es que la quiero mucho —dijo él.
    —Pues qué bien... —dijo Isserley.
    —Me llamó ayer por la noche cuando casi me había metido en la cama, en la plataforma, ¿sabes?, y va y me dice: «Jimmy, que estoy de parto, que se ha adelantado una semana. Ya sé que no puedes venir a casa, pero quería que lo supieras.» Salí de la plataforma como un cohete.
    —Pues qué bien... —dijo Isserley.

    El coche iba, como de costumbre, a cincuenta por hora. Y, aunque a Isserley le parecía que los árboles pasaban a ambos lados como fogonazos borrosos, tenía que admitir que la carretera que tenía delante parecía inmóvil.

    —¿No puedes ir un poco más aprisa? —preguntó por fin el vodsel.
    —Hago todo lo que puedo —le advirtió, pero, a pesar de ello, apretó un poco más el acelerador y, para no pensar en la velocidad le preguntó—: ¿Es tu primer hijo?
    —Sí, sí —contestó entusiasmado y respiró hondo—. Es la inmortalidad.
    —Perdón, ¿cómo dices?
    —La inmortalidad. Los críos son eso, ¿no? Una cadena infinita de críos a la largo de la historia. Todo ese rollo de la vida después de la muerte no significa nada para mí. ¿Tú crees en eso?

    A Isserly le costaba tanto descifrar su forma de hablar y su pronunciación, que no lograba entender qué era lo que le estaba preguntando.

    —No sé —dijo.

    Pero a aquel tipo no había quien lo parara. Era puro nervio, parecía que le hubieran dado cuerda.

    —Los de mi Iglesia dicen que mi niño va a ser bastardo —dijo con tono quejoso—, porque mi novia y yo no nos hemos casado. Pero ¿qué es todo eso? Joder, si es la prehistoria, ¿no?

    Isserley se quedó pensando un momento, luego le sonrió y movió la cabeza dándose por vencida.

    —No entiendo ni una palabra de lo que me quiere decir —confesó.
    —¿Tú de qué religión eres? —le preguntó el autoestopista inmediatamente.
    —De ninguna —contestó ella.
    —Bueno, ¿y tus padres?

    Isserley se quedó pensando un momento.

    —Es que en el sitio del que procedo —respondió con cautela— la religión... ha muerto.

    El vodsel emitió un sonido de simpatía y siguió con su incomprensible sermón mientras continuaban internándose por el bosque.

    —A mí lo de la reencarnación me mola —dijo intentando dominar su entusiasmo—. Shona, mi novia, dice que es una tontería, pero yo creo que tiene su punto. Todos tenemos un alma, y el alma no se puede destruir. Y, además, que hay que tener otra oportunidad... para hacerlo mejor. —Soltó una carcajada como invitando a Isserley a que también se riera—. ¿Quién sabe? A lo mejor me reencarno en una mujer o en un animalito.

    Al tomar una curva, se encontraron de pronto bajando a toda velocidad por una cuesta empinada que acababa en un pequeño valle. Isserley apretó el freno a la vez que giraba el volante. Sin previo aviso, y con mayor intensidad que nunca, reapareció el ruidito de debajo del chasis y el coche dio un bandazo. Un instante después habían llegado al final de la cuesta, las ruedas se habían bloqueado y en la carretera había una mancha gris de hielo.

    Como en un sueño, Isserley notó que el coche se deslizaba sin tocar el asfalto, como si se hubiera lanzado al agua o fuera volando por el aire. Por encima de las suyas, dos manos masculinas se lanzaron sobre el volante y lo giraron, pero no sirvió de nada. El coche se salió de la carretera y con gran estrépito se estrelló contra un árbol.


    Isserley permaneció inconsciente sólo un segundo, o, por lo menos, eso le pareció. La conciencia retornó a su cuerpo como si cayera desde arriba, como le ocurría siempre después de haber pinchado a un vodsel. En cualquier caso, el impacto de aquel aterrizaje le pareció más suave de lo acostumbrado. No tenía la respiración acelerada y el corazón no le golpeaba el pecho. Solamente le pareció que veía con una nitidez casi sobrenatural los árboles que tenía enfrente, hasta que se dio cuenta de que tanto sus gafas como el parabrisas habían desaparecido.

    Miró hacia abajo. Sus pantalones de terciopelo verde estaban salpicados de cristalitos rotos y de sangre oscura, y en el punto en el que esperaba verse las rodillas había un trozo de metal retorcido. Como no sentía apenas dolor, supuso que sería porque se habría destrozado la columna. Tenía una parte de la curva del volante clavada en los pechos, pero el tronco estaba indemne. Sentía el cuello mucho mejor de lo que lo había tenido en los últimos años, y al darse cuenta de eso soltó un sollozo histérico mitad de risa, mitad de dolor. Algo tibio y gelatinoso atrapado entre su blusa y el jersey de Estudio Pennington empezó a deslizarse por su vientre hasta caerle en el regazo. Se estremeció de miedo y de asco.

    El vodsel no estaba a su lado. Había salido despedido por el parabrisas y, desde su asiento, no podía verlo.

    Notó que la tela de una de las perneras del pantalón, que se había roto y colgaba suelta, empezaba a hacer un ruidito como si estuviera succionando algo y, aunque eso le produjo una tremenda angustia, logró apartar la mirada y dirigirla a otra parte. Entonces se dio cuenta de que las agujas de icpathua sobresalían de la tapicería del asiento de al lado. Algo había fallado. Aunque comprendía que era un acto absurdo, empezó a dar puñetazos en el borde del asiento con el puño ensangrentado intentando que las agujas volvieran a hundirse. No lo consiguió.

    Y entonces, detrás de ella, en la carretera, oyó que un coche frenaba en seco con un chirrido, que una puerta se cerraba de golpe y que unos pasos esparcían la gravilla suelta sobre el asfalto.

    De un modo automático alargó la mano hasta la guantera y sacó las primeras gafas que encontró. Se las colocó a toda prisa e inmediatamente notó que se quedaba casi ciega. Eran unas gafas con lentes graduadas y no con unos simples cristales.

    Una figura borrosa se inclinó hacia ella por el hueco en el que había habido una ventanilla. Era una figura menuda con una especie de neblina rosada en el cuello, ropa brillante de color amarillo y un halo de pelo negro.

    —¿Está usted bien? —le preguntó una trémula voz de vodsel hembra.

    Isserley no pudo evitar soltar una carcajada y por uno de los orificios de la nariz le empezó a resbalar un hilillo de algo húmedo. Se lo limpió con la manga del jersey y le asombró lo enorme que le parecía su brazo, distorsionado por aquellas gafas, y lo raro que le resultaba el roce de la lana contra sus mejillas.

    —No se mueva —dijo la voz de la hembra, un poco más tranquila—. Voy a buscar ayuda. Siga ahí sentada.

    Isserley volvió a soltar una risotada, y, entonces, a la hembra también le entró una risa nerviosa.

    La masa de colores se esfumó del campo de visión de Isserley y oyó crujir la maleza delante de su coche. Luego volvió a oír la voz de la hembra, más fuerte esa vez, casi como si estuviera hablando de negocios.

    —¿Es..., es su compañero? —preguntó gritando desde un punto que a Isserley le pareció bastante lejano.
    —Es un autoestopista —contestó—. No lo conozco.
    —Está vivo —dijo la hembra—. Aún respira.

    Isserley echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente, intentando averiguar qué efecto le había producido saber que el vodsel había sobrevivido.

    —Lléveselo con usted, por favor —dijo pasado un momento.
    —No puedo, hay que esperar que venga una ambulancia —dijo la hembra.
    —¡Por favor! ¡Lléveselo con usted, por favor! —dijo Isserley tratando de ubicarla entre las manchas verdes y marrones, que era lo único que distinguía.
    —De verdad que no puede ser —insistió la hembra, con la voz ya calmada—. Es probable que tenga lesiones en la columna. Necesita que lo mueva un experto.
    —Me preocupa que el coche estalle —dijo Isserley.
    —El coche no va a estallar. No se alarme. Tranquilícese. Se pondrá usted bien.
    —Pues, por lo menos, tome su billetero —le rogó—, así sabrá quién es.

    De nuevo se oyeron crujidos entre la maleza y la masa de colores brillantes retornó a su campo visual. La hembra volvió a aparecer por el agujero en que se había convertido la ventanilla. Isserley notó que una mano pequeña y cálida se posaba sobre su cuello.

    —Mire, tengo que dejarla sola unos minutos. Voy a buscar un teléfono. Volveré en cuanto haya llamado a una ambulancia, ¿de acuerdo?
    —Gracias —contestó Isserley. Por el rabillo del ojo distinguió unas clavículas pálidas y la curva de un pecho enfundada en una blusa de color melocotón mientras aquella hembra se inclinaba por encima de su hombro para sacar algo del asiento de atrás.
    —El Hospital de la Misericordia no está lejos —le aseguró la hembra—. La llevarán enseguida.

    Isserley volvió a notar la cálida presión de la mano de la desconocida, y tardó un poco en darse cuenta de que ella estaba helada. La hembra la estaba cubriendo con el anorak, colocándoselo con gran delicadeza sobre los hombros.

    —Ya verá como se pone bien, ¿de acuerdo?
    —De acuerdo —contestó Isserley asintiendo con la cabeza—. Gracias.

    La hembra desapareció, el sonido del coche que se alejaba se fue perdiendo y retornó el silencio.


    Isserley se quitó las gafas y las dejó caer en el regazo, donde aterrizaron chocando con los múltiples cristalitos del parabrisas. Parpadeó sin comprender por qué le parecía que todo seguía desenfocado. Por las mejillas le cayeron unas lágrimas y empezó a ver con más claridad a través del parabrisas hecho añicos.

    Miró la parte superior del salpicadero para hacer una comprobación. Al mismo tiempo que había instalado la red de conexiones de la icpathua, Yns había introducido otra pequeña alteración en el diseño original del coche. A diferencia de las conexiones de la icpathua, que, evidentemente, se habían estropeado con el accidente, porque consistían en unos frágiles cables eléctricos y unos mecanismos hidráulicos, el empalme entre la tecla del salpicadero y el cilindro del aviir, al ser un simple tubo muy resistente, seguía en pie esperando solamente que cayera un chorrito de algún elemento extraño en el líquido oleaginoso.

    El aviir haría que el coche, ella y un buen pedazo de tierra saltaran por los aires convertidos en las partículas más pequeñas que quepa concebir. La explosión produciría un cráter en el suelo de una anchura y una profundidad similares a las que causaría la caída de un meteorito.

    Y ella... ¿Adonde iría a parar?

    Los átomos que la habían conformado se fundirían con el oxígeno y el nitrógeno del aire. En vez de acabar sepultada bajo tierra, se convertiría en parte del cielo. Así era como había que considerar el asunto. Con el paso del tiempo, los restos invisibles de su ser se irían mezclando con todas las maravillas que existían bajo el sol. Cuando nevase, sería parte de la nieve y caería suavemente sobre la tierra. Con la evaporación volvería a elevarse. Cuando lloviese, estaría en aquel arco espectral que se extendía desde el estuario hasta la tierra. Ayudaría a cubrir los prados de neblina, pero siempre sería transparente para las estrellas. Viviría eternamente. Lo único que necesitaba era valor para apretar aquella tecla y tener fe en que la conexión no se hubiera estropeado.

    Alargando una mano temblorosa, dijo:

    —Allá voy.


    Fin



    © Michel Faber, 2000
    Título de la edición original: Under the Skin
    Traducido por Txaro Santoro Said y Cecilia Ceriani
    Canongate Edimburgo, Enero/ 2000
    © Editorial Anagrama, S.A., 01/2002
    Colección: Panorama de narrativas, 494
    Diseño de la colección: Julio Vivas
    Ilustración: foto © Gettylmages Stone
    ISBN: 84-339-6954-4
    Depósito Legal: B. 117-2002

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