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diciembre 14, 2014
DURANTE una ventisca el petróleo para la calefacción se nos estaba agotando, y nos veíamos obligados a mantener el termostato a 15 grados durante el día y más bajo aun por la noche. Mi esposa me pidió prestado mi pijama nuevo de franela, para usarlo en lugar de su vaporosa camisa de dormir. Al oír un grito de angustia, me dirigí a toda prisa a la alcoba, y la hallé de pie ante el espejo, vestida con mi enorme pijama masculino y leyendo la etiqueta.
—¿Te fijaste —me dijo desolada— que tienen patentado un asiento amplio, en forma de globo, que no ciñe?
—Sí —le dije—. Es mi marca preferida. ¿Por qué tanto escándalo?
Con un nuevo alarido, replicó:
—Pero, ¿te das cuenta? ¡Me queda pintado!
—R.R.
UNA TARDE mamá y yo discutíamos nuestro común problema de exceso de peso. Se me ocurrió entonces desafiarla a una competencia: si yo rebajaba más kilos que ella durante el mes siguiente, me quedaría con la pequeña suma de dinero que le debía; si en cambio ella perdía más peso, yo le pagaría mi deuda. Era solamente una manera de darle mayor interés al asunto.
—¡Convenido! —dijo mamá alegremente—. Pero esperaremos dos semanas antes de comenzar la competencia. Hay algunas cosas que tengo que comer primero.
—I.L.
ESPERABA yo un día a que el joven propietario de una lavandería me diera cambio del billete que le había entregado, cuando en eso entró una damita que lucía la más mínima de las minifaldas. Yo me esforzaba en disimular que la miraba, pero el propietario la observaba fijamente con toda franqueza. La señorita Minifalda se adelantó contoneándose.
—¡Señor! ¿Qué me mira usted? —interpeló al joven.
—Créame, señorita, mi interés es puramente profesional. ¿Acaso esa prenda se le encogió aquí?
—M.L.W.
MI ANTIGUA maestra de gramática y su marido, que también es profesor, no quieren perder la práctica y están en eterna competencia para descubrirse mutuamente sus errores gramaticales. Todas las semanas, quien pierda tiene que pagar el almuerzo que ambos van a tomar cada domingo en un restaurante.
Los visitaba yo un sábado cuando llevaban ya dos semanas sin que ninguno hubiera podido descubrirle al otro un error. En eso sonó el teléfono y la esposa se levantó a contestarlo. Un momento después se volvía a nosotros exclamando:
—Mi hermana acaba de dar a luz un par de gemelos. ¿Qué les parece?
—¡Una redundancia atroz! —gritó el marido, triunfante.
—A.S.
AUNQUE no era una tragedia propiamente dicha, me hallaba, sin embargo, abatido por no haberle comprado a mi esposa Betty una tarjeta de cumpleaños. Las tiendas donde se conseguían estaban cerradas por ser domingo. No obstante, hice un último intento al llamar por teléfono a un restaurante con el fin de reservar una mesa para la cena esa noche.
—No, no tenemos tarjetas de cumpleaños —dijo el gerente—. Pero no se preocupe usted.
Bien podrán imaginar nuestra sorpresa cuando esa noche, al llegar al restaurante leímos en la marquesina, en letras de lámparas eléctricas, la felicitación más grande que jamás hubiese soñado mi mujer: QUERIDA BETTY : ¡FELIZ CUMPLEAÑOS! RICARDO.
Y adentro, sobre nuestra mesa, hallamos una fotografía de mi "tarjeta".
—R.D.