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diciembre 01, 2014
El autor nos recuerda que aprender es un festín para la inteligencia y el espíritu, y una fuente de alegría perdurable.
Por Gilbert Highet (humanista, ha transmitido la alegría de aprender a dos generaciones de estudiantes en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Actualmente catedrático emérito, es autor de muchos libros, entre ellos "The Art of Teaching y Man's Unconquerable Mind").
ACTUALMENTE, en la mayoría de las escuelas, el aprendizaje es forzoso. Peor que un deber, es una obligación impuesta mediante horarios regulares y disciplina rígida. Y los jóvenes se mofan de los deberes y se resisten a las obligaciones con toda la energía de que son capaces. Este sentimiento a menudo persiste durante toda la vida. Porque a muchos de nosotros el aprendizaje nos parece la entrega de la propia voluntad a una dirección exterior, como una especie de esclavitud.
Es un error el pensar así. Aprender es un placer natural, ingénito e instintivo, uno de los goces esenciales de la raza humana. Obsérvese a los niños muy pequeños, cuando por su edad aún no tienen hábitos implantados por el acondicionamiento. El finado Dr. Arnold Gesell, de la Universidad de Yale, tomó algunas deliciosas películas donde se muestra cómo criaturas que apenas pueden hablar, investigan problemas con todo el fervor y la emoción de unos exploradores, y hacen descubrimientos con la pasión y la concentración de auténticos hombres de ciencia. Al final de cada investigación se manifiesta en aquellas caritas un sentimiento del más puro y hondo placer.
Cuando Arquímedes descubrió el principio del peso específico al observar que su cuerpo desplazaba el agua en una tina de baño, saltó fuera de ella gritando jubiloso: "¡Eureka, eureka!" ("¡Lo encontré, lo encontré!") El instinto que provocó esta exclamación y el arrobamiento a que dio origen se manifiestan en todos los niños.
Pero si el placer de aprender es universal ¿por qué hay en el mundo tantas personas insulsas, sin curiosidad? Se debe a que las convirtieron en insulsas una mala enseñanza, el aislamiento, el haberse visto sometidas a una rutina; a veces también se puede achacar a las presiones de un trabajo fatigoso y de la pobreza, o al veneno de las riquezas, con todos sus deleites efímeros y triviales. Sin embargo, con buena suerte, voluntad y orientación, el espíritu humano no sólo puede sobreponerse a la pobreza, sino incluso al dinero.
Este placer no está confinado al aprendizaje en libros de texto, con harta frecuencia tediosos, pero sí comprende también el aprendizaje en libros. A veces, cuando me encuentro en una gran biblioteca y miro en torno de mí aquellos millones de volúmenes, me invade un vivo y sobrio gozo, difícil de expresar como no sea mediante una metáfora. Aquellos tomos no son bloques de papel inerte, sino espíritus vivientes en los anaqueles. De cada uno de ellos surge una voz individual, tan difícil de percibir como las corrientes de sonido emitidas por ondas eléctricas inaudibles para nosotros. Pero así como basta tocar un botón de nuestro aparato estereofónico para que la casa se llene de música, de la misma manera, al abrir uno de aquellos volúmenes, sintonizamos una voz muy distante en el tiempo y en el espacio, y la escuchamos hablar, de espíritu a espíritu, de corazón a corazón.
Pero más allá de los libros, aprender significa mantener la mente abierta y activa, pronta a captar toda clase de experiencia. Uno de los hombres mejor informados con que me he tropezado era un vaquero que raras veces leía un periódico y que nunca había abierto un libro, pero que en cambio había cabalgado muchos miles de kilómetros a través de uno de los Estados del Oeste norteamericano. Conocía su Estado tan íntimamente como un cirujano el cuerpo humano. Lo amaba y lo entendía. No había montaña ni barranca que no tuviese mucho que comunicarle, ni variación del clima que él no fuera capaz de interpretar. Por eso, entre los placeres del aprendizaje deberíamos incluir el viajar: viajar con el espíritu abierto, con la pupila atenta, y con el deseo de comprender a otros pueblos, otras tierras, en vez de buscar en ellos un reflejo de nuestro propio yo.
Aprender significa también aprender a practicar o, cuando menos, a disfrutar un arte. Cada nuevo arte que se aprende es como una nueva ventana abierta al universo, es como adquirir un nuevo sentido. Como yo nací y me crié en Glasgow (Escocia), la horrenda ciudad industrial del siglo XIX, jamás entendí lo que era la arquitectura hasta que pasé de los 20 años. A partir de entonces he asimilado algo de este arte, lo cual ha sido para mí una fuente inextinguible de goce. Guardo en la memoria un álbum permanente que contiene luminosas imágenes de la Mezquita Azul, de Estambul (Turquía), de la iglesita de San Juan Nepomuceno, de Munich (Alemania), de la exquisita acrópolis de Lindos, erguida sobre el luminoso mar rodio.
También vale la pena explorar las artesanías. Un amigo mío empezó a practicar la encuadernación de libros porque el médico le ordenó hacer algo que le permitiera ejercer una actividad tranquila, ayuna de tensiones. Al principio le fue difícil, pero poco a poco aprendió a escuadrar el papel y los cartones, a coser las páginas y a pegar el lomo, manteniendo a lo largo del trabajo las más estrictas normas de precisión y limpieza.
En pocos años tal quehacer, al comienzo aburrido, lo llevó a descubrir nuevos campos de solaz. Dio en coleccionar libros raros de los últimos cinco siglos; se interesó por la imprenta; finalmente instaló su propia imprenta y tuvo la satisfacción de producir sus propios y elegantes volúmenes. Hay otras muchas artesanías y casi todas ellas brindan un placer esencial: el placer de realizar algo perdurable.
Según la tradición, Claudio Tolomeo, el gran astrónomo del mundo grecolatino, trabajó durante 40 apacibles años bajo el límpido firmamento del norte de Egipto. Muchas y extraordinarias fueron sus exploraciones del universo estelar. Por ejemplo, describió la refracción astronómica en forma que no fue superada en más de mil años; compuso sólo un poema, pero en él dio expresión a su vida entera.
Bien sé que soy mortal
y mi existencia es breve, mas
al ver turbulenta la legión de los astros,
no piso ya la Tierra
y al festín me elevo
para con Dios gustar el pan de los inmortales.
El aprender extiende nuestra vida hacia nuevas dimensiones, decía Tolomeo. Es acumulativo. En vez de disminuir con el paso del tiempo, como la salud y el vigor, sus frutos van en aumento, pero a condición de que...
A condición de que uno se proponga, a lo largo de la vida, y a medida que se sigue aprendiendo, integrar su pensamiento, volverlo armonioso. Si uno es ingeniero, pero además disfruta cantando en coro, debe relacionar entre sí las dos actividades, unirlas ambas en la propia persona, ya que no entran en conflicto. Tanto el cantar en coro como la ingeniería son ejemplos de la habilidad arquitectónica del hombre, de su capacidad para elaborar un plan y comunicarlo claramente a otros. Ambos son estéticos y dependen en gran medida de la simetría. Piénsese en esas actividades no como si estuvieran disociadas, sino como si cada una fuera un aspecto diferente de una sola unidad. De ese modo no sólo las practicará uno mejor, sino que también será más feliz.
Es difícil dar tales consejos a los jóvenes estudiantes. Su carácter es explosivo, inquieto, rebelde. En vez de integrar su vida prefieren proyectarse hacia el exterior, e incluso ensayan a moverse, al mismo tiempo, en direcciones opuestas.
Mucho han sufrido quienes jamás aceptaron que necesitan transformarse en personalidades íntegras y armoniosas, de la misma manera en que necesitan mantenerse limpios, sanos y económicamente solventes. La integridad del pensamiento y el espíritu no es una cualidad que nos confiera la naturaleza o Dios. Es como la salud, como la verdad y el conocimiento. El hombre tiene capacidad de alcanzarla, pero el hacerlo depende de sus propios esfuerzos, requiere una atención prolongada y deliberada de la mente y de las emociones, así como del cuerpo mismo.
En la parábola de nuestra vida terrenal, el organismo muere poco a poco; hasta las emociones se embotan; pero en la mayoría de nosotros la mente continúa viviendo y aun se vuelve más despierta y activa, disfruta más, juega y trabaja con mayor expansión y placer.
Muchas personas se han dado muerte a fuerza de jugar. Otras se han matado por comer y beber. Nadie, que yo sepa, ha muerto de pensar. El principal peligro que nos acecha no es el envejecimiento. Es la pereza, la haraganería, la rutina, la estupidez, que nos invaden como el viento que penetra por los postigos, o como el agua de un pantano que se introduce en un sótano. Muchos que eluden el conocimiento, o lo abandonan, concluyen que la vida ha perdido su razón de ser. Pasan treinta años en una poltrona, mirando con displicencia la playa y el océano; o sentados. en la galería, esperando que alguien pase por la calle. Pero eso no es vivir.
Nadie sediento de aprender se ha quedado sin temas que explorar. Los placeres del aprendizaje son placeres auténticos. En realidad, debería modificarse la palabra. Su verdadero nombre es el de felicidad. Podemos mejorar la duración, la calidad y la fecundidad de nuestra existencia alcanzando y preservando la dicha de aprender.
CONDENSADO DE "THE INMORTAL PROFESS1ON" © 1976 POR GILBERT HIGNET