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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

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  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    S2
    S3
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    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    --------REVISTAS DINERS--------






















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    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    ASFIXIA (Chuck Palahniuk)

    Publicado en noviembre 17, 2014

    Para Lump. Para siempre


    1


    Si vas a leer esto, no te preocupes.

    Al cabo de un par de páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras sigas entero.

    Sálvate.

    Seguro que hay algo mejor en la televisión. O, ya que tienes tanto tiempo libre, a lo mejor puedes hacer un cursillo nocturno. Hazte médico. Puedes hacer algo útil con tu vida. Llévate a ti mismo a cenar. Tíñete el pelo.

    No te vas a volver más joven.

    Al principio lo que se cuenta aquí te va a cabrear. Luego se volverá cada vez peor.

    Lo que vas a encontrar aquí es la estúpida historia de un niño estúpido. Una estúpida historia real sobre alguien con quien nunca te querrías cruzar. Imagínate a un pobre colgado de mierda que no te llega a la cintura, con una mata de pelo rubio peinado con raya al lado. Imagínate a esa mierdecilla de niñato sonriendo en sus viejas fotos de la escuela con agujeros donde se le han caído los dientes de leche y los primeros dientes adultos saliéndole cada uno por su lado. Imagínatelo llevando un jersey estúpido a rayas azules y amarillas, un jersey que le regalaron por su cumpleaños y que era mi favorito. Ya a esa temprana edad, imagínatelo mordiéndose sus uñas de gilipollas. Sus zapatos favoritos son los Keds. Su comida favorita las putas salchichas rebozadas de maíz.

    Imagínate a un capullín sin cinturón de seguridad y subido con su mamaíta a un autobús escolar robado después de la cena. Y como hay un coche de la policía aparcado frente a su motel, la mamaíta pasa zumbando a cien kilómetros por hora.

    Esto trata sobre un bichejo estúpido que está claro que es el mequetrefe soplón y llorón más estúpido que jamás ha existido.

    Menudo mamoncillo.

    —Tenemos que darnos prisa —dice la mamaíta, y conduce el autobús colina arriba por una carretera estrecha, con las ruedas traseras patinando de un lado a otro sobre el hielo. A la luz de sus faros la nieve se ve azul y se extiende desde el arcén de la carretera hasta el bosque oscuro.

    Imagínate que todo esto es culpa de él. Del pequeño subnormalín.

    La mamaíta detiene el autobús a poca distancia de la base de un risco, de forma que los faros iluminan su superficie blanca, y dice:

    —Hasta aquí hemos llegado. —Las palabras salen en forma de nubes blancas de vapor que ilustran lo grandes que son por dentro sus pulmones.

    La mamaíta pone el freno de mano y dice:

    —Puedes salir, pero deja el abrigo en el autobús.

    Imagínate a ese mocoso imbécil dejando que la mamaíta lo coloque delante del autobús escolar. Ese pequeño Benedict Arnold de pega se queda mirando la luz de los faros y deja que la mamaíta le quite su jersey favorito por la cabeza. Ese llorón de mierda se queda ahí en la nieve, medio desnudo, mientras el motor del autobús sigue encendido y su rugido arranca ecos del risco y la mamaíta desaparece en dirección a alguna parte detrás de él en la oscuridad y el frío. Los faros lo ciegan y el ruido del motor tapa el crujido que el viento arranca a los árboles. El aire está demasiado frío para respirar más de una bocanada cada vez, y va esa pequeña membrana mucosa y se pone respirar el doble de rápido.

    No se escapa. No hace nada.

    Desde detrás de él, la mamaíta dice:

    —Ahora, hagas lo que hagas, no te gires.

    La mamaíta le cuenta que había una chica muy guapa en la antigua Grecia, hija de un alfarero.

    Igual que siempre que ella sale de la cárcel y va a buscarlo, el niño y la mamaíta pasan cada noche en un motel distinto. Se alimentan a base de comida rápida y se pasan el día entero conduciendo. Hoy a la hora de comer el niño ha intentado comerse su salchicha rebozada cuando todavía estaba demasiado caliente y ha estado a punto de zampársela de un bocado, pero se ha atragantado y se ha quedado sin respiración y sin habla hasta que la mamaíta se ha levantado de golpe de su silla para ayudarlo.

    Los dos brazos lo han abrazado desde detrás, le han levantado los pies del suelo y la mamaíta ha dicho entre dientes:

    —¡Respira! ¡Respira, joder!

    Después, el niño se ha echado a llorar y todo el restaurante se ha congregado a su alrededor.

    En ese momento ha parecido que al mundo entero le importaba lo que le sucediera. Toda aquella gente estaba abrazándolo y acariciándole el pelo. Todo el mundo le preguntaba si estaba bien.

    Parecía que aquel momento iba a durar para siempre. Que uno tenía que arriesgar la vida para conseguir amor. Uno tenía que caminar al borde de la muerte para que lo salvaran.

    —Muy bien. Vamos —le ha dicho la mamaíta mientras le secaba la boca—. Te he dado la vida.

    Un momento más tarde una camarera lo ha reconocido gracias a una foto impresa en un viejo cartón de leche, así que la mamaíta ha metido al llorón de mierda en el autobús y ha puesto rumbo al motel a cien por hora.

    En el camino de regreso, han salido de la carretera y han comprado un bote de pintura negra en espray.

    Después de todas las prisas, el sitio al que han llegado es el culo del mundo en mitad de la noche.

    Ahora el niño estúpido oye detrás suyo el ruido que hace su madre al agitar el bote de espray, la bolita que hay dentro golpeando contra las paredes del bote, y la mamaíta le explica que la muchacha de la Grecia antigua estaba enamorada de un joven.

    —Pero el joven era de otro país y tenía que volver a casa —dice la mamaíta.

    Se oye un susurro y el niño huele a pintura en espray. El ruido del motor del autobús cambia. Se vuelve metálico, se acelera y se hace más fuerte. El autobús empieza a balancearse ligeramente de un lado a otro.

    Así que una noche la muchacha y su amante se reunieron, dice la mamaíta. La muchacha trajo una lámpara y la puso de forma que proyectara la sombra de su amante en la pared.

    El susurro del espray se detiene y vuelve a empezar. Se oye un susurro corto y luego un susurro largo.

    Y la mamaíta cuenta que la muchacha dibujó el contorno de la sombra de su amante para poder tener siempre un recuerdo de su aspecto, un registro de aquel momento exacto, el último momento que iban a pasar juntos.

    Nuestro pequeño llorica sigue mirando fijamente los faros. Se le llenan los ojos de lágrimas y cuando los cierra sigue viendo la luz brillante, roja a través de los párpados, de su propia carne y su propia sangre.

    Y la mamaíta dice que al día siguiente el amante de la muchacha se había ido, pero su sombra seguía allí.

    Durante un segundo el niño mira en dirección al sitio donde la mamaíta está dibujando el contorno de su estúpida sombra sobre la pared del risco y descubre que está tan lejos que su sombra es una cabeza más alta que su madre. Sus brazos escuálidos parecen enormes. Sus piernecillas cortas y gruesas parecen largas. Sus hombros estrechos se expanden.

    Y la mamaíta le dice:

    —No mires. No muevas un solo músculo o me estropearás la faena.

    Y el chivatillo de las narices se da media vuelta para mirar los faros.

    El bote de espray susurra y la mamaíta le cuenta que antes de los griegos no existía el arte. Así fue como se inventó la pintura. Le cuenta que el padre de la muchacha usó el contorno de la pared para modelar una versión en arcilla del joven y así fue como se inventó la escultura.

    —El arte nunca nace de la felicidad —le dice la mamaíta, en serio.

    Así es como nacieron los símbolos.

    El niño permanece de pie, temblando a la luz de los faros, intentando no moverse, y la mamaíta continúa con su trabajo, diciéndole a la sombra enorme que algún día él enseñará a la gente todo lo que ella le ha enseñado. Algún día será un médico que salvará vidas. Les devolverá la felicidad. O algo mejor que la felicidad: la paz.

    Será respetado.

    Algún día.

    Todo esto tiene lugar después de descubrirse que el Conejo de Pascua no existe. Incluso después de Santa Claus y el ratoncito Pérez y san Cristóbal y la física newtoniana y el modelo atómico de Niels Bohr, ese niño estúpido como él solo sigue creyendo a su mamaíta.

    Algún día, cuando haya crecido, le dice la mamaíta a la sombra, el niño regresará aquí y comprobará que se ha convertido exactamente en el mismo contorno que ella está dibujando esta noche.

    Los brazos desnudos del niño tiemblan de frío.

    Y la mamaíta dice:

    —Contrólate, joder. Quédate quieto o lo vas a estropear todo.

    Y el niño intenta calentarse, pero por mucha luz que den, los faros no dan ningún calor.

    —Necesito trazar el contorno con claridad —dice la mamaíta—. Si tiemblas vas a salir borroso.

    No será hasta muchos años después, cuando ese mequetrefe perdedor se haya graduado con matrícula de honor y se haya roto los cuernos para entrar en la facultad de medicina de la University of Southern California (cuando tenga veinticuatro años y esté en segundo de medicina, momento en que a su madre le harán el diagnóstico y a él lo nombrarán su tutor), no será hasta entonces que este bufoncete patético caerá en la cuenta de que hacerse fuerte, rico y listo no es más que la primera parte de la historia de la vida de uno.

    Ahora al niño le duelen los oídos por culpa del frío. Se siente mareado e hiperventilado. Tiene toda la piel de gallina en su pecho estrecho de soplón. Los pezones se le han erizado por el frío y se le han convertido en granos rojos y duros, y el pequeño chiquilicuatro se dice a sí mismo: De veras, me merezco esto.

    Y la mamaíta dice:

    —Al menos intenta ponerte derecho.

    El niño echa los hombros hacia atrás y se imagina que los faros son un pelotón de fusilamiento. Se merece una neumonía. Se merece la tuberculosis.


    Véase también: hipotermia.
    Véase también: fiebre tifoidea.



    Y la mamaíta dice:

    —Después de esta noche, ya no te fastidiaré más.

    El motor del autobús marcha al ralentí, produciendo un largo tornado de humo azul.

    Y la mamaíta dice:

    —Así que quédate quieto y no me obligues a darte unos azotes.

    Y está claro como el agua que el mocoso necesita unos azotes. Se merece todo lo que le pueda pasar. Es el mismo pobre palurdo iluso que realmente se creyó que el futuro iba a ser mejor. Si uno trabajaba duro. Si uno aprendía lo suficiente. Si corría lo bastante deprisa. Que todo saldría bien y uno llegaría a ser algo en la vida.

    Llegan ráfagas de viento y caen restos de nieve reseca de los árboles. Los copos de nieve le queman en las orejas y las mejillas. Hay nieve fundiéndose entre los cordones de sus zapatos.

    —Ya verás —le dice la mamaíta—. Vale la pena sufrir un poco por esto.

    Esta será una historia que él le contará a su propio hijo algún día.

    La muchacha de la Antigüedad, le cuenta la mamaíta, nunca volvió a ver a su amante.

    Y el niño es lo bastante estúpido como para creer que una pintura o una escultura o una historia pueden reemplazar de alguna forma a alguien a quien quieres.

    Y la mamaíta dice:

    —Tienes mucha vida por delante.

    Es duro de asimilar, pero hablamos del mismo niñato estúpido, perezoso y ridículo que se quedó temblando, guiñando los ojos ante la luz y el rugido, y que creyó que el futuro sería luminoso. Imagínate a alguien tan estúpido como para crecer sin saber que la esperanza no es más que otra fase que uno deja atrás. Pensando que uno puede hacer algo, cualquier cosa, que dure para siempre.

    El mero hecho de recordar todo esto parece estúpido. Es un prodigio que él haya vivido tanto tiempo.

    Así que, nuevamente, si vas a leer esto, no lo hagas.

    Esto no trata de nadie valiente y amable y esforzado. El no es nadie de quien te vayas a enamorar.

    Solo para que lo sepas, lo que estás leyendo es la historia completa y sin concesiones de un adicto. Porque en la mayoría de programas de desintoxicación en doce pasos, el cuarto te obliga a hacer inventario de tu vida. Tienes que coger un cuaderno y apuntar hasta el último detalle patético y vergonzoso de tu vida. Un inventario completo de tus crímenes. De esa forma, tienes todos tus pecados delante de las narices. Y entonces debes arreglarlo todo. Esto vale para los alcohólicos, los drogadictos, los bulímicos y también para los adictos al sexo.

    De esta forma uno puede volver atrás y revisar lo peor de la propia vida siempre que quiera.

    Porque se supone que los que olvidan el pasado están condenados a repetirlo.

    De forma que si estás leyendo esto, a decir verdad, no es de tu incumbencia.

    El niñato estúpido y la noche fría, todo se convertirá en unas cuantas estupideces más de las que piensas cuando estás practicando el sexo para tardar más en correrte. Si eres un tío.

    El mismo mamoncillo cagón cuya mamaíta le dijo:

    —Quédate un poco más, inténtalo con más empeño y todo irá bien.

    Ja.

    La misma mamaíta que le dijo:

    —Algún día verás que el esfuerzo habrá valido la pena. Te lo prometo.

    Y aquel capullín, aquel mamoncillo estúpido entre los estúpidos, se quedó allí temblando todo ese tiempo, medio desnudo en medio de la nieve, y realmente se creyó que alguien podía prometer algo tan imposible.

    Así que si crees que esto te va a salvar...

    Si crees que hay algo que te vaya a salvar...

    Considera esto la última advertencia.


    2


    Está oscuro y empieza a llover cuando llego a la iglesia y Nico está esperando que alguien abra la puerta lateral, abrazándose a sí misma para quitarse el frío.

    —Aguántame esto —dice, y me da algo caliente y sedoso—. Solamente un par de horas. No tengo bolsillos.

    Lleva una chaqueta hecha de una especie de ante falso de color naranja con un cuello de piel de color naranja brillante. La falda del vestido con estampado de flores le sobresale por debajo. No lleva medias. Sube los escalones de la entrada de la iglesia, pisando con cuidado y de lado con sus zapatos negros de tacón de aguja.

    Lo que me da está caliente y húmedo.

    Son sus medias. Y sonríe.

    Al otro lado de las puertas de cristal hay una mujer fregando el suelo. Nico golpea el cristal y se señala el reloj de pulsera. La mujer devuelve la fregona al cubo. Levanta la fregona y la estruja. Apoya el mango de la fregona junto al umbral de la puerta y se saca un manojo de llaves del bolsillo de la bata. Mientras está abriendo la puerta, la mujer grita a través del cristal.

    —Esta noche tienen que ir a la sala 234 —dice la mujer—. La sala de catequesis.

    Ya está llegando más gente al aparcamiento. Suben las escaleras, nos saludan y yo me meto las medias de Nico en el bolsillo. Detrás de mí, otra gente sube a toda prisa los últimos escalones para llegar antes de que se cierre la puerta. Aunque cueste de creer, aquí todos nos conocemos.

    Esta gente son leyendas vivientes. Llevarnos años oyendo noticias de cada uno de estos hombres y mujeres.

    En los años cincuenta, una de las marcas más importantes de aspiradoras probó una pequeña mejora en su diseño. Añadió una hélice, unas aspas afiladas como cuchillas acopladas unos cuantos centímetros en el interior de la manguera de la aspiradora. El aire al entrar hacía girar la hélice y la cuchilla cortaba todas las hilachas, cordeles o pelos de animales domésticos que pudieran obturar la manguera.

    Al menos ese era el plan.

    Lo que pasó es que muchos de estos hombres acabaron en la sala de urgencias del hospital con la polla destrozada.

    Al menos ese es el mito.

    Aquella vieja leyenda urbana acerca de la fiesta sorpresa para una guapa ama de casa en la que todos los amigos y la familia se esconden en una habitación y cuando salen y gritan «¡Feliz cumpleaños!» se la encuentran despatarrada en el sofá con el perro de la familia lamiéndole mantequilla de cacahuete de la entrepierna...

    Bueno, pues esa tía existe.

    Aquella mujer legendaria que se la está chupando a un tío que está conduciendo y el tío pierde el control del coche y da un frenazo tan fuerte que ella le corta la polla en dos cachos de un mordisco, yo los conozco a los dos.

    Esos hombres y esas mujeres, están todos aquí.

    Esa gente es la razón de que todas las salas de urgencias tengan un taladro con punta de diamante. Es para perforar el fondo de las botellas de champán y de refrescos. Para disminuir la succión.

    La misma gente que llega de noche caminando como patos y explica que ha tropezado y se ha caído encima de calabacines, bombillas, muñecas Barbie, pelotas de billar, de jerbos pataleando.


    Véase también: el taco de billar.
    Véase también: el hámster de peluche.



    Han resbalado en la ducha y se han caído con precisión tremenda encima de una botella de champú engrasada. Siempre los está atacando una persona o personas desconocidas que los asaltan con velas, bolas de béisbol, con huevos duros, linternas y destornilladores que ahora hay que sacarles. Aquí vienen los tíos que se han quedado atascados en la entrada de agua de sus bañeras de hidromasaje.

    En mitad del pasillo que lleva a la sala 234, Nico me empuja contra la pared. Espera a que pase de largo la gente y me dice:

    —Conozco un sitio al que podemos ir.

    Todos los demás pasan de camino a la sala de catequesis de color pastel y Nico les dedica una sonrisa. Hace girar un dedo junto a la oreja, lo que en el lenguaje internacional de signos quiere decir locura, y dice: «Perdedores». Luego me empuja en la dirección contraria, hacia un letrero que dice: «Mujeres».

    Entre la gente de la sala 234 está el inspector sanitario falso que llamaba a chicas de catorce años para hacerles encuestas sobre el aspecto de sus vaginas.

    Aquí está la cheerleader a quien hicieron un lavado de estómago y le sacaron un cuarto de kilo de semen. Se llama LouAnn.

    El tipo del cine que se quedó con la polla encallada en el fondo de un paquete de palomitas, podéis llamarle Steve, y esta noche su culo penoso está sentado frente a una mesa manchada de pintura, embutido en una silla de plástico para niños de la sala de catequesis.

    Toda esa gente que creías que eran un chiste. Ve con ellos y ríete hasta que se te caiga la puñetera cabeza.

    Son los compulsivos sexuales.

    Toda esa gente que creías que eran leyendas urbanas, pues bueno, son humanos. Tienen rostros y nombres propios. Trabajos y familias. Carreras universitarias y antecedentes policiales.

    En el lavabo de mujeres, Nico me hace tumbarme sobre las baldosas frías del suelo y se inclina sobre mis caderas para bajarme los pantalones. Con la otra mano, me coge por la nuca y acerca mi cara y mi boca abierta hacia la suya. Mientras su lengua forcejea con la mía, me humedece la punta del rabo con la yema del pulgar. Me tira de los vaqueros hacia abajo. Se levanta el dobladillo del vestido haciendo una especie de reverencia con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. Apoya con fuerza su pubis sobre mi pubis y me dice algo en la nuca.

    —Dios, qué preciosa eres —le digo, porque durante los próximos segundos puedo hacerlo.

    Nico se separa para mirarme a la cara y me dice:

    —¿Qué se supone que quiere decir eso?

    Y yo le digo:

    —No lo sé. Nada, supongo. No importa.

    Las baldosas huelen a desinfectante y noto su tacto arenoso en el culo. Las paredes convergen en un techo de baldosas antirruido surcado por conductos de ventilación recubiertos de polvo y de porquería. La papelera metálica oxidada para las compresas usadas huele a sangre.

    —Tu permiso de salida —le digo. Chasqueo los dedos—. ¿Lo has traído?

    Nico levanta un poco las caderas y luego se apoya, se levanta y se acomoda. Con la cabeza todavía echada hacia atrás y los ojos cerrados, se mete la mano por el cuello del vestido, saca una hoja de papel azul doblada en cuatro y me la pone sobre el pecho.

    —Buena chica —le digo, y me saco el bolígrafo que llevo sujeto al bolsillo de la camisa.

    Un poco más arriba cada vez, Nico levanta las caderas y se sienta encima de mí. Ejerciendo una ligera presión de adelante hacia atrás. Con una mano plantada encima de cada muslo, se levanta y se deja caer.

    —Una vueltecita —le digo—. Una vueltecita, Nico.

    Abre los ojos a medias y mira hacia abajo en mi dirección. Yo hago un movimiento circular con el bolígrafo como cuando uno remueve una taza de café. Incluso a través de la ropa, la cuadrícula de las baldosas se me está quedando grabada en la espalda.

    —Una vueltecita —le digo—. Hazlo por mí, nena.

    Nico cierra los ojos y se recoge la falda en la cintura con las manos. Apoya todo su peso en mis caderas y me pasa un pie por encima de la barriga. Luego pasa el otro pie al otro lado de forma que sigue estando encima de mí pero ahora mirando a mis pies.

    —Bien —le digo, y despliego el papel azul. Lo extiendo sobre su espalda curvada e inclinada hacia delante y firmo en la parte inferior, en el espacio en blanco reservado al avalador. A través de su vestido se nota la parte de atrás del sujetador, un elástico con cinco o seis ganchitos metálicos. Se notan también las costillas bajo una gruesa capa de músculos.

    Ahora mismo en la sala 234, al otro lado del pasillo, está la novia del primo de tu mejor amigo, esa chica que casi se murió follando con la palanca de cambios de un Ford Pinto después de tomar cantárida. Se llama Mandy.

    Hay un tío que se coló en un hospital con una bata blanca y se puso a hacer exámenes pélvicos.

    Hay un tío que siempre se queda tumbado en habitaciones de motel, desnudo encima de las colchas con su erección matinal, y finge dormir hasta que entra la camarera.

    Todos esos amigos de amigos de amigos de amigos sobre los que uno oye rumores... están todos aquí.

    El tipo mutilado por la ordeñadora automática se llama Howard.

    La chica a la que encontraron colgada de la barra de la cortina de la bañera medio muerta de asfixia autoerótica se llama Paula y es adicta al sexo.

    Hola, Paula.

    Dame sobones de metro. Dame exhibicionistas con gabardina.

    El tipo que instala cámaras dentro de la tapa de un retrete de mujeres.

    El tipo que frota su semen en la solapa de los sobres de los cajeros automáticos.

    Todos los mirones. Las ninfómanas. Los viejos verdes. Los que acechan en los vestuarios. Los que meten mano.

    Todos esos cocos sexuales, hombres y mujeres, acerca de los que tu madre te previno. Todas esas historias de miedo para que fueras con cuidado.

    Estamos todos aquí. Vivitos y renqueando.

    Este es el mundo de la terapia de doce pasos contra la adicción sexual. De la conducta sexual compulsiva. Todas las noches de la semana se reúnen en el cuarto de atrás de alguna iglesia. En la sala de conferencias de algún centro cívico. Todas las noches en todas las ciudades. Incluso hay reuniones virtuales en Internet.

    A mi mejor amigo, Denny, lo conocí en una reunión de adictos al sexo. Denny había llegado a un punto en que tenía que masturbarse quince veces al día solamente para quedarse tranquilo. Apenas podía cerrar el puño y estaba preocupado por lo que podía provocarle a largo plazo tanto lubricante a base de petróleo.

    Había pensado en pasarse a alguna loción, pero cualquier cosa que ablandara la piel le parecía contraproducente.

    Denny y todos esos hombres y mujeres que te parecen tan horribles y grotescos y patéticos, aquí es donde se sueltan el pelo. Aquí es donde vienen a sincerarse.

    Aquí hay prostitutas y delincuentes sexuales con un permiso para salir tres horas de sus celdas de seguridad, codo a codo con mujeres enganchadas al sexo en grupo y hombres que la chupan en librerías para adultos. Aquí la puta se reúne con el putero. El agresor sexual con el agredido.

    Nico me acerca su culo grande y blanco a la punta del rabo y se deja caer. Sube y baja. Montando mi cuerpo con todas sus fuerzas. Elevándose y bajando de golpe. Mientras golpea mis caderas, los músculos de sus brazos se hinchan. Los muslos se me ponen blancos y se entumecen bajo sus manos.

    —Ahora que nos conocemos —le digo—, ¿dirías que te gusto, Nico?

    Ella gira la cabeza para mirarme por encima del hombro.

    —Cuando seas médico podrás extender recetas de cualquier cosa, ¿no?

    Eso será si vuelvo a la facultad. Nunca infravalores el poder de una licenciatura en medicina para conseguirte sexo. Levanto las manos y coloco las palmas abiertas sobre la parte interior, lisa y suave, de cada uno de sus muslos. Para ayudarla a subir y bajar, supongo, y ella entrelaza sus dedos suaves y fríos con los míos.

    Con mi rabo enfundado en su interior y sin girarse, me dice:

    —Mis amigas me apuestan dinero a que estás casado.

    Yo le agarro el culo blanco y liso con las manos.

    —¿Cuánto? —le digo.

    Le digo a Nico que a lo mejor sus amigas tienen razón.

    La verdad es que todos los niños criados por una madre soltera en gran medida ya nacen casados. No lo sé, pero hasta que se muere tu madre parece que el resto de las mujeres de tu vida solo pueden ser tus amantes.

    En la historia edípica moderna, es la madre la que mata al padre y se lleva al hijo.

    Y uno no se puede divorciar de su madre.

    Ni matarla.

    Y Nico dice:

    —¿Qué quieres decir con «el resto de las mujeres de tu vida»? Carajo, ¿de cuántas estamos hablando? —me dice ella—. Me alegro de que usemos condón.

    Para una lista completa de parejas sexuales, tendría que repasar el cuarto paso de mi terapia. El cuaderno con mi inventario moral. La historia completa y sin concesiones de mi adicción.

    Eso si alguna vez me vuelvo a poner y termino el maldito cuarto paso.

    Para toda la gente de la sala 234, elaborar sus doce pasos en las reuniones de adictos al sexo es una herramienta muy valiosa e importante para entender y recuperarse de... bueno, ya te haces una idea.

    Para mí es un estupendo seminario de metodología. Pistas. Técnicas. Estrategias para conseguir sexo con las que nunca había soñado. Cuando cuentan sus historias, estos adictos y adictas son puñeteramente geniales. Además están las reclusas que salen para sus tres horas de terapia oral contra la adicción sexual.

    Nico entre ellas.

    Los miércoles por la noche quieren decir Nico. Los viernes por la noche quieren decir Tanya. Los domingos quieren decir Leeza. Leeza tiene el sudor amarillo por culpa de la nicotina. Casi puedes rodearle la cintura con las manos porque tiene abdominales duros como la roca de tanto toser. Tanya siempre consigue colar algún tipo de juguete sexual de goma, normalmente un consolador o una sarta de bolas de látex. El equivalente sexual del premio que viene con una caja de cereales.

    La vieja norma acerca de que algo bello es un placer para siempre: según mi experiencia, incluso la cosa más bella del mundo solo es un placer durante tres horas como mucho. Después querrá contarte con todo detalle sus traumas de infancia. Parte del placer de estar con estas presidiarías es que resulta maravilloso mirar el reloj y saber que en media hora van a estar entre rejas.

    Es una historia a lo Cenicienta, pero a medianoche ella se convierte en fugitiva.

    No es que no quiera a esas mujeres. Las quiero del mismo modo que uno quiere al póster central de una revista, a un vídeo guarro o a una página web para adultos, y está claro que para un adicto al sexo eso puede representar toneladas de amor. Y tampoco es que Nico me quiera mucho a mí.

    No se trata tanto de romance como de oportunidad. Si uno pone a veinte adictos al sexo alrededor de una mesa, noche tras noche, no tiene de qué sorprenderse.

    Además están los manuales de rehabilitación para adictos al sexo que venden aquí; en ellos salen todas las formas en que uno siempre quiso tener relaciones sexuales pero no supo cómo. Vienen en un listado de «si uno hace cualquiera de estas cosas, puede ser un adicto». Entre sus interesantes sugerencias están:

    ¿Corta usted el forro de su traje de baño para que se le vean los genitales?

    ¿Se deja la bragueta o la blusa abierta y finge que tiene conversaciones en cabinas con paredes de cristal, de forma que la ropa se le abra y se vea que no lleva ropa interior?

    ¿Hace usted jogging sin sujetador o suspensorio para atraer parejas sexuales?

    Mi respuesta a todas estas preguntas es: ¡Caramba, ahora sí que lo haré!

    Además, aquí ser un pervertido no es culpa de uno. La conducta sexual compulsiva no siempre consiste en que te chupen la polla. Es una adicción física que está esperando a que el Compendio de desórdenes mentales le dé un código propio para que el seguro médico cubra el tratamiento.

    Se cuenta que ni siquiera Bill Wilson, uno de los fundadores de Alcohólicos Anónimos, pudo librarse nunca del mono sexual y se pasó toda su vida de abstinencia engañando a su mujer y mortificado por la culpa.

    Se cuenta que los adictos al sexo se vuelven dependientes de una química sexual creada por practicar el sexo continuamente. Los orgasmos llenan el cuerpo de endorfinas que matan el dolor y te tranquilizan. Los adictos al sexo en realidad son adictos a las endorfinas, no al sexo. Los adictos al sexo tienen unos niveles naturales inferiores de monoamina oxidasa. En realidad, los adictos al sexo lo que ansían es la péptido feniletilamina que uno segrega en situaciones de peligro, capricho pasajero, riesgo y miedo.

    Para un adicto al sexo, tus tetas, tu polla, tu clítoris, tu lengua o el ojete de tu culo son chutes de heroína, siempre están presentes, siempre listos para usarlos. Nico y yo nos queremos tanto como un yonqui quiere a su dosis.

    Nico se aprieta fuerte contra mí, frotando mi rabo contra la pared frontal de su cavidad y usando dos dedos húmedos para tocarse.

    —¿Y si entra la mujer de la limpieza? —le digo.

    Nico me sacude en su interior y dice:

    —Oh, sí. Eso sería la hostia.

    No consigo imaginar la enorme huella brillante en forma de culo que vamos a dejar sobre las baldosas enceradas. La hilera de lavamanos se inclina hacia abajo. Las luces fluorescentes parpadean y en el reflejo de las tuberías de cromo que hay debajo de cada lavabo se ve la garganta de Nico como un tubo largo y recto, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y la respiración jadeante y dirigida al techo. Sus pechos enormes estampados de flores. La lengua le cuelga a un lado. Los jugos que salen de su interior hierven.

    Para no correrme todavía le digo:

    —¿Qué les has dicho a tus padres de nosotros?

    Y Nico dice:

    —Quieren conocerte.

    Pienso en algo perfecto para decir a continuación, pero tampoco importa. Aquí se puede decir cualquier cosa. Enemas, orgías, animales, se puede admitir cualquier obscenidad y nadie se sorprende.

    En la sala 234 todo el mundo compara hazañas bélicas. Todo el mundo aguarda su turno. Esa es la primera parte de las reuniones. La presentación de cada uno.

    Después de las lecturas y las oraciones se discute el tema de la noche. Cada uno trabaja en uno de los pasos. El primer paso es admitir que uno está indefenso. Que uno tiene una adicción y no puede parar. El cuarto paso es contar tu historia, las peores partes. Los momentos más bajos.

    El problema con el sexo es el mismo que con cualquier otra adicción. Uno siempre se está recuperando. Uno siempre está recayendo. Portándose mal. Hasta que uno encuentra algo por lo que luchar o se decide por algo contra lo cual luchar. Toda esa gente que dice que quiere una vida libre de compulsiones sexuales, o sea, olvídalo. O sea, ¿qué puede haber que sea mejor que el sexo?

    Está claro, la peor mamada es mejor que, digamos, oler la mejor rosa o ver la mejor de las puestas de sol. Mejor que oír reír a los niños.

    Creo que nunca veré un poema tan maravilloso como uno de esos orgasmos que te explotan dentro, te provocan un calambre en el culo y te vacían las tripas.

    Pintar un cuadro, componer una ópera, eso son cosas que uno hace hasta que encuentra el siguiente culo dispuesto a hacerlo.

    En cuanto aparezca algo mejor que el sexo, llamadme. Enviadme un mensaje al busca.

    Ninguno de los que están en la sala 234 son Romeos, Casanovas ni donjuanes. No hay Mata Haris ni Salomés. Son gente a la que le das la mano a diario. Ni feos ni guapos. Uno sube en el ascensor con estas leyendas. Te sirven café. Estas criaturas mitológicas te rompen la entrada del cine. Te ingresan los cheques. Te ponen la hostia de la comunión sobre la lengua.

    En el lavabo de mujeres, metido dentro de Nico, cruzo los brazos debajo de la cabeza.

    Después, durante yo qué sé cuánto rato, no tengo un solo problema en el mundo. No tengo madre. Ni facturas médicas. No tengo una mierda de trabajo en el parque temático. No tengo a un imbécil por mejor amigo. Nada.

    No siento nada.

    Para hacer que dure, para evitar correrme, le digo al trasero floreado de Nico lo guapa que es, lo dulce que es y cuánto la necesito. Cuánto necesito su piel y su cabello. Para hacer que dure. Porque solamente puedo decirlo ahora. Porque en cuanto este momento acabe, nos odiaremos el uno al otro. En cuanto nos encontremos fríos y sudorosos en el suelo del lavabo, un momento después de corrernos, no querremos ni mirarnos.

    La única persona a la que odiaremos más que al otro será a nosotros mismos.

    Esos son los únicos minutos en que puedo ser humano.

    Solamente durante estos instantes no me siento solo.

    Y mientras me cabalga, Nico dice:

    —¿Y cuándo voy yo a conocer a tu madre?
    —Nunca —digo yo—. Quiero decir, es imposible.

    Y Nico, con todo el cuerpo en tensión y machacándome con su cavidad mojada e hirviente, dice:

    —¿Está en la cárcel o en el manicomio o algo así?

    Sí, lleva allí una buena temporada.

    Pregúntale a cualquier tío por su madre mientras está follando y podrás retrasar el gran estallido para siempre.

    Nico dice:

    —¿Es que está muerta?
    —Más o menos.


    3


    Ahora, cuando voy a visitar a mi madre, ya no pretendo ser yo.

    Joder, ya ni siquiera pretendo conocerme bien.

    Ya no.

    Parece que la única ocupación de mi madre en este momento de su vida es perder peso. Lo que queda de ella está tan demacrado que parece una marioneta. Algún tipo de efecto especial. Su piel amarillenta es demasiado escasa para que dentro quepa una persona. Sus brazos flacos de marioneta flotan sobre las mantas y siempre tienen pelusas enredadas. Su cabeza consumida se colapsa en torno a la pajita que usa para beber. Cuando venía como yo mismo, como Victor, como su hijo Victor Mancini, no había visita en que al cabo de diez minutos ella no llamara a la enfermera y me dijera que estaba demasiado cansada.

    Luego llega una semana en que mi madre cree que yo soy un abogado de oficio que la ha representado un par de veces, Fred Hastings. Su cara se ilumina cuando me ve, se acomoda en su montón de almohadas y niega débilmente con la cabeza.

    —Oh, Fred —dice—. Han encontrado mis huellas dactilares en todas esas cajas de tinte para el pelo. Fue una imprudencia temeraria, está clarísimo, pero aun así fue una acción sociopolítica brillante.

    Yo le contesto que no es eso lo que parece en la película de la cámara de seguridad de la tienda.

    Además, está la acusación de secuestro. Todo está en la grabación de vídeo.

    Y ella se ríe, se ríe de verdad y me dice:

    —Fred, fuiste un tonto por intentar salvarme.

    Sigue hablando de esa forma durante media hora, la mayor parte del tiempo sobre el desafortunado incidente del tinte para el pelo. Luego me pide que le traiga un periódico de la sala de estar común.

    En el pasillo frente a su habitación hay una doctora, una mujer con una bata blanca y un sujetapapeles en las manos. Tiene una melena larga y oscura enroscada de tal forma que parece que lleve un cerebro negro en la parte trasera de la cabeza. No lleva maquillaje, así que su cara tiene la textura de la piel limpia. Del bolsillo de la bata le sobresalen unas gafas dobladas con montura negra.

    Le pregunto si está a cargo de la señora Mancini.

    La doctora mira su sujetapapeles. Abre las gafas, se las pone y vuelve a mirar, diciendo todo el tiempo: «Señora Mancini, señora Mancini, señora Mancini...».

    No para de hacer clic con el botón de un bolígrafo que lleva en la mano.

    Yo le pregunto:

    —¿Por qué sigue perdiendo peso?

    La piel que se le ve bajo la raya del pelo, la piel que la doctora tiene delante y detrás de las orejas, es tan lisa y blanca como debe de serlo la piel de las demás zonas donde no le da el sol. Si las mujeres supieran la impresión que producen sus orejas, sus rebordes firmes y carnosos, la pequeña cavidad oscura superior, esos suaves contornos retorcidos que te llevan por sus canales hasta la oscuridad interior, pues bueno, más mujeres llevarían el pelo suelto.

    —La señora Mancini —dice— necesita una sonda de estómago. Siente hambre, pero se ha olvidado de lo que significa la sensación. Así que no come.

    Yo le digo:

    —¿Cuánto va a costar esa sonda?

    Una enfermera la llama desde el otro lado del pasillo:

    —¿Paige?

    La doctora me mira las calzas y el chaleco, la peluca empolvada y los zapatos con hebilla, y me dice:

    —¿Qué se supone que es usted?

    La enfermera la llama:

    —¿Señorita Marshall?

    Mi trabajo es demasiado complicado para explicarlo aquí.

    —Resulta que soy la espina dorsal de la América de principios del periodo colonial.
    —¿Qué quiere decir? —dice ella.
    —Un siervo irlandés deportado a América.

    Ella se limita a mirarme y asiente con la cabeza. Luego mira su gráfico.

    —O le ponemos una sonda de estómago —dice la doctora— o se morirá de hambre.

    Miro las cavidades secretas de su oído y le pregunto si tal vez podríamos explorar otras opciones.

    Al otro lado del pasillo, la enfermera está plantada con los puños apoyados en las caderas y grita:

    —¡Señorita Marshall!

    Y la doctora se sobresalta. Levanta el índice para hacerme callar y dice:

    —Escuche —dice—, tengo que terminar mi ronda de visitas. Seguiremos hablando la próxima vez que venga.

    Se da media vuelta y recorre los diez o doce pasos que la separan de la enfermera:

    —Enfermera Gilman —dice con tono brusco y hablando muy deprisa—, por lo menos podría mostrar un mínimo de respeto y llamarme doctora Marshall —dice—. Sobre todo delante de una visita —dice—. Sobre todo si tiene que gritar de un lado a otro del pasillo. Un mínimo de cortesía, enfermera Gilman, creo que me lo merezco, y creo que si empieza a comportarse usted como una profesional descubrirá que todos los que la rodean se muestran más dispuestos a cooperar...

    Para cuando le llevo el periódico de la sala de estar, mi madre ya se ha dormido. Tiene sus espantosas manos amarillentas cruzadas sobre el pecho, con una pulsera de plástico del hospital sellada al calor alrededor de la muñeca.


    4


    En cuanto Denny se agacha, la peluca se le cae sobre el barro y la mierda de caballo y un par de centenares de turistas japoneses echan a reír y se adelantan todos a una para grabar en vídeo su cabeza rapada.

    —Lo siento —digo yo, y voy a recogerle la peluca. Ya no se puede decir que sea blanca y además huele mal, porque no dudes que aquí cada día echan la meada un millón de perros y pollos.

    Como está agachado, el fular le cuelga delante de la cara y no le deja ver.

    —Tío —me dice Denny—, dime qué está pasando.

    Aquí estoy yo, la espina dorsal de la América de principios del periodo colonial.

    Esta es la mierda estúpida que hacemos por dinero.

    En el extremo de la plaza del pueblo, su alteza lord Charlie, el gobernador colonial, nos está mirando, de pie con los brazos cruzados y los pies separados unos tres metros. Las lecheras van de un lado a otro transportando cubos de leche. Los zapateros martillean zapatos. El herrero aporrea el mismo trozo de metal y finge igual que el resto del mundo que no está mirando a Denny agachado en medio de la plaza del pueblo, colocándose otra vez en el cepo.

    —Me han pillado masticando chicle, tío —le dice Denny a mis pies.

    Al agacharse, la nariz empieza a moquearle y se la sorbe.

    —Está claro —dice mientras sorbe—. Esta vez su alteza se va a chivar al ayuntamiento.

    La mitad superior del cepo de madera desciende hasta aprisionarle el cuello y yo se la coloco bien, con cuidado de no pellizcarle la piel.

    —Lo siento, tío —le digo—. Vas a pasar un frío de la leche. —Luego cierro el candado. Me saco un trozo de trapo del bolsillo del chaleco.

    Un goterón de moco cuelga de la punta de la nariz de Denny, así que le pongo el trapo ahí y le digo:

    —Suénate, tío.

    Denny se marca una sonada larga y entrecortada que yo noto cómo se deposita en el trapo.

    El trapo ya está bastante guarro y cargado, pero si se me ocurre sacar un pañuelo de papel limpio seré el siguiente en la cola para recibir una sanción disciplinar. Hay un millón de maneras de cagarla en este sitio.

    Alguien le ha escrito en la nuca «Chúpamela» con rotulador rojo, así que sacudo la peluca hecha un asco y trato de tapar la pintada, pero la peluca está empapada de un agua marrón y asquerosa que le cae por los lados de la cabeza rapada y le gotea de la punta de la nariz.

    —Fijo que me destierran —dice sorbiéndose la nariz. Helado y empezando a temblar, Denny dice—: Tío, noto aire en la espalda... Me parece que se me ha salido la camisa de las calzas.

    Tiene razón, y los turistas están filmándole la raja del culo desde todos los ángulos. El gobernador colonial no pierde detalle y los turistas siguen grabando cuando yo le agarro la cintura del pantalón a Denny con las dos manos y se la subo.

    —Lo bueno de estar en el cepo —dice Denny— es que ya he acumulado tres semanas de abstinencia —dice—. Al menos así no puedo entrar en el retrete cada media hora y, ya sabes, cascármela.
    —Cuidado con ese rollo de la recuperación, tío —le digo—. Puede llegar un día en que explotes.

    Le cojo la mano izquierda y se la pongo en su sitio, luego la derecha. Este verano Denny ha pasado tanto tiempo en el cepo que se le han hecho unos aros blanquecinos en torno a las muñecas y el cuello allí donde nunca le da el sol.

    —El lunes —dice— me olvidé de quitarme el reloj.

    La peluca le resbala otra vez y aterriza con un chapoteo en el barro. El fular empapado de mocos y de mierda le cuelga delante de la cara. Los japoneses se ríen en manada, como si esto fuera un gag cómico que hubiéramos ensayado.

    El gobernador colonial no nos quita ojo a Denny y a mí en busca de huellas de conducta históricamente inapropiada para poder sacarnos a patadas por la puerta del pueblo y dejar que los salvajes nos bombardeen con sus flechas y masacren nuestros culos desempleados.

    —El martes —le dice Denny a mis zapatos—. Su alteza vio que llevaba protector de labios.

    La peluca de mierda pesa más cada vez que la recojo. Ahora la sacudo contra el costado de mi bota antes de extenderla sobre la pintada de «Chúpamela».

    —Esta mañana —dice Denny sorbiéndose la nariz y escupiendo algo marrón y asqueroso que tenía en la boca—, antes de comer, la comadre Landson me ha pillado fumando un cigarrillo detrás del templo. Luego, mientras estaba aquí metido, un mequetrefe de mierda de cuarto de primaria me ha quitado la peluca y me escrito esta mierda en la cabeza.

    Con mi trozo de trapo intento secarle como puedo la porquería de los ojos y la boca.

    Varios pollos blanquinegros, sin ojos o con una sola pata, todos deformes, vienen a picotearme las hebillas brillantes de los zapatos. El herrero sigue aporreando su trozo de metal, dos golpes rápidos y tres lentos, una y otra vez, hasta que uno se da cuenta de que es la línea de bajos de una canción vieja de Radiohead que le gusta. Por supuesto, va completamente ciego de éxtasis.

    Una lecherita a la que conozco y que se llama Ursula se me queda mirando y yo sacudo el puño delante de la entrepierna, lo que en el lenguaje internacional de los signos significa hacerse una paja. Ruborizándose debajo de su gorro blanco almidonado, Ursula saca una mano pálida y primorosa del bolsillo del delantal y me enseña el dedo en gesto obsceno. Luego se va a estrujarle las tetas a alguna vaca afortunada durante toda la tarde. Y además, sé que se deja sobar por el alguacil del rey porque una vez él me dejó olerle los dedos.

    Incluso desde aquí, y a pesar del olor a mierda de caballo, se huele la nube de humo de canutos que emana de ella.

    Ordeñar vacas, batir la manteca, está más que claro que las lecheras deben hacer buenas pajas.

    —La comadre Landson es una zorra —le digo a Denny—. El tío que hace de pastor dice que le pegó un herpes infernal.

    Sí, de nueve a cinco es una aristócrata yanqui, pero a su espalda todo el mundo sabe que fue al instituto en Springburg y que allí todo el equipo de fútbol la conocía como Douche Lamprini.

    Esta vez la peluca asquerosa se queda en su sitio. El gobernador colonial renuncia a seguir mirándonos y entra en la aduana. Los turistas se van en busca de otras oportunidades de sacar fotos. Empieza a llover.

    —Tranqui, tío —dice Denny—. No hace falta que te quedes aquí a mi lado.

    Está claro, hoy es otro día de mierda en el siglo XVIII.

    Si llevas pendientes vas a la cárcel. Si te pones un piercing en la nariz. Si te pones desodorante. Vas directo a la cárcel. No pasas turno. No ganas una mierda.

    Su alteza el lord gobernador mete a Denny en el cepo al menos dos veces por semana, por mascar tabaco, por ponerse colonia, por afeitarse la cabeza.

    Nadie llevaba perilla en la década de 1730, le alecciona su alteza a Denny.

    Y Denny le contesta con descaro:

    —A lo mejor los colonos de verdad sí.

    Y Denny vuelve al cepo.

    Nuestro chiste es que Denny y yo hemos dependido el uno del otro desde 1734. Lo nuestro viene de antiguo. Desde que nos conocimos en una reunión de adictos al sexo. Denny me enseñó un anuncio de la sección de clasificados y los dos fuimos a la misma entrevista de trabajo.

    Solamente por curiosidad, en la entrevista pregunté si ya habían contratado a la puta del pueblo.

    El ayuntamiento en pleno se me quedó mirando. El comité de contratación lo componen seis vejestorios que llevan pelucas coloniales falsas incluso cuando nadie los ve. Lo escriben todo con plumas, plumas de pájaro, mojadas en tinta. El del centro, el gobernador colonial, suspiró. Se reclinó en su asiento y me miró con sus gafas con montura metálica.

    —El Dunsboro colonial no tiene puta del pueblo —me dijo.
    —¿Y tonto del pueblo? —le dije yo.

    El gobernador negó con la cabeza.

    —¿Ratero?

    No.

    —¿Verdugo?

    Por supuesto que no.

    Este es el problema más grave de los parques temáticos históricos. Siempre dejan fuera la mejor parte. Como el tifus. O el opio. O las letras escarlatas. Hacerle el vacío a alguien. La quema de brujas.

    —Ya se les ha avisado —dijo el gobernador— de que todos los aspectos de su conducta y su apariencia deben coincidir con nuestro periodo histórico oficial.

    Mi trabajo es representar que soy un siervo irlandés deportado al Nuevo Mundo. Por seis dólares la hora, resulta increíblemente realista.

    La primera semana que estuve aquí despidieron a una chica por tararear una canción de Erasure mientras batía manteca. Es como decir: Sí, Erasure son historia, pero no lo bastante. Incluso algo tan antiguo como los Beach Boys te puede meter en problemas. Es como si ni siquiera se les hubiera ocurrido que sus estúpidas pelucas empolvadas, sus calzas y sus zapatos de hebilla son retro.

    Su alteza tiene prohibidos los tatuajes. Los piercings de la nariz tienen que quedarse en el cajón mientras uno trabaja. No se puede masticar chicle. No se puede silbar ninguna canción de los Beatles.

    —Cualquier violación del personaje —nos dijo—, y serán castigados.

    ¿Castigados?

    —Se los expulsará —nos dijo—. O podrán pasar dos horas en el cepo.

    ¿El cepo?

    —En la plaza del pueblo —nos dijo.

    Está hablando de bondage. De sadismo. De representar papeles y de humillación pública. El gobernador te hace llevar medias bordadas, calzas de lana ajustadas sin ropa interior, y a eso le llama autenticidad. Y es el mismo tipo que manda a mujeres al cepo solamente por llevar las uñas pintadas. O eso o te despiden sin subsidio de desempleo ni nada. Y con una mala referencia laboral. Y está claro que nadie quiere que en su currículum ponga que ha sido una mierda de candelero.

    Siendo dos tíos solteros de veinticinco años en el siglo XVIII, nuestras opciones eran bastante limitadas. Lacayo. Aprendiz. Enterrador. Tonelero, sea lo que sea. Limpiabotas, sea lo que sea. Limpiador de chimeneas. Granjero. En cuanto alguien dice pregonero, Denny salta:

    —Sí. De acuerdo. Eso lo sé hacer. De verdad, me paso la mitad de la vida pregonando mis rollos.

    Su alteza mira a Denny y le pregunta:

    —Esas gafas que lleva, ¿las necesita?
    —Solamente para ver —dice Denny.

    Elegí el trabajo porque hay cosas peores que trabajar con tu mejor amigo.

    Bueno, especie de mejor amigo.

    Con todo, uno esperaría que esto fuera más divertido, un trabajo divertido con un montón de gente del Club de Teatro y miembros del grupo de teatro de la comunidad. No esta cuerda de detritos humanos. Ni estos puritanos hipócritas.

    Si el ayuntamiento supiera que la comadre Plain, la costurera, se chuta. Que el molinero está cociendo metanfetaminas. Que el posadero les vende ácidos a los cargamentos de adolescentes aburridos que son arrastrados hasta aquí en excursiones de la escuela. Esos chavales se sientan embobados y miran cómo la comadre Halloway carda la lana y la convierte en hilo y mientras tanto se dedica a aleccionarlos sobre reproducción ovina y pastelillos de hachís. Esta gente, el alfarero colocado de metadona, el soplador de vidrio colocado de Percodan y el platero tragando Vicodin, todos han encontrado su lugar en la vida. El mozo de establo, escondiendo sus auriculares debajo de un tricornio, colocado de ketamina y enchufado a su propia fiesta rave privada, son todos un hatajo de colgados hippies vendiendo su rollo agrícola, pero bueno, eso es solamente mi opinión.

    Incluso el granjero Reldon tiene su parcela de hierba de calidad detrás del maíz, las judías y la porquería. Lo que pasa es que la llama cáñamo.

    Lo único divertido del Dunsboro colonial es que tal vez sea demasiado auténtico, pero por las razones incorrectas. Todo este ejército de perdedores y chiflados que se esconden aquí porque no se las pueden arreglar en el mundo real, en los trabajos reales: ¿no es por eso que nos fuimos de Inglaterra en realidad? Para establecer nuestra propia realidad alternativa. ¿Acaso los colonizadores no fueron los chiflados de su época? Está claro: en lugar de querer creer algo distinto de Dios, los perdedores con quienes trabajo buscan la salvación en las conductas compulsivas.

    O en los pequeños jueguecitos de poder y humillación. Fíjense en su alteza lord Charlie detrás de sus visillos de encaje, no es más que un proyecto frustrado de licenciado en arte dramático. Aquí él es la ley, puede observar a quien está en el cepo y se la machaca con su mano enfundada en un guante blanco. Está claro, esto no te lo enseñan en clase de historia, pero en la época colonial, la persona que se pasaba la noche en el cepo no era nada menos que un blanco legítimo para que todo el mundo se lo pasara por la piedra. Hombre o mujer, cualquiera que estuviera allí agachado no tenía forma de saber quién le estaba dando por detrás, y esta era la verdadera razón por la que nadie quería estar ahí a menos que tuviera a un amigo o pariente que se pasara todo el tiempo con uno. Para protegerlo. Para guardarle la espalda, literalmente.

    —Tío —dice Denny—, los pantalones otra vez.

    Se los vuelvo a subir.

    La lluvia ha mojado la camisa de Denny y se la ha pegado a la espalda esquelética, de forma que se le ven los omóplatos y la línea de la columna, más blancos todavía que el algodón sin blanquear de que está hecha la prenda. El barro le llega por encima de los zuecos de madera y se le mete dentro. Aunque llevo puesto el sombrero, se me está empapando la chaqueta y la humedad hace que me empiecen a picar el rabo y las pelotas que llevo embutidos en la entrepierna de mis calzas de lana. Incluso los pollos lisiados se han largado cloqueando en busca de un sitio seco.

    —Tío —dice Denny, sorbiéndose la nariz—, en serio, no hace falta que te quedes.

    Por lo que recuerdo de los diagnósticos físicos, la palidez de Denny puede deberse a tumores en el hígado.


    Véase también: leucemia.
    Véase también: edema pulmonar.



    La lluvia empieza a arreciar y las nubes son tan negras que la gente empieza a encender lámparas en el interior. El humo de las chimeneas nos cae encima. Los turistas estarán todos en la taberna bebiendo cerveza australiana en jarras de peltre hechas en Indonesia. En la carpintería, el ebanista estará inhalando pegamento de una bolsa de papel con el herrero y la comadrona mientras ella habla de liderar el grupo musical con el que siempre sueñan pero que nunca acaban de formar.

    Estamos todos atrapados. Es 1734 para siempre. Estamos todos atrapados en la misma burbuja temporal, igual que esos programas de televisión donde la misma gente permanece aislada en la misma isla desierta durante treinta temporadas y nunca envejecen ni se escapan. Simplemente llevan más maquillaje. De una forma siniestra, esos programas tal vez sean demasiado auténticos.

    De una forma siniestra, me veo aquí durante el resto de mi vida. Es reconfortante, yo y Denny quejándonos de la misma mierda para siempre. Siempre en recuperación. Sí, estoy montando guardia a su lado, pero si quieres una opinión sincera, prefiero ver a Denny en el cepo que dejar que lo destierren y quedarme solo aquí.

    No soy tanto un buen amigo como el médico que intenta arreglarte la espalda todas las semanas.

    O el camello que te vende la heroína.

    «Parásito» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    La peluca de Denny se cae al suelo otra vez. La palabra «Chúpamela» sangra bajo la lluvia, dejando churretes rosáceos por debajo de sus orejas frías y azules, formando goterones rosáceos alrededor de sus ojos y por sus mejillas y cayendo al barro en forma de agua rosácea.

    Lo único que se oye es la lluvia, el agua que cae sobre los charcos, sobre los tejados de paja y sobre nosotros, la erosión.

    No soy tanto un buen amigo como el salvador que quiere que lo adores para siempre.

    Denny vuelve a estornudar. Una madeja larga de flema amarillenta le sale de la nariz y aterriza sobre la peluca en el suelo, y dice:

    —Tío, no me vuelvas a poner ese trapo asqueroso en la cara, ¿vale? —Se sorbe la nariz. Luego tose y las gafas se le caen encima de todo el potaje.

    Las descargas nasales quieren decir rubéola.


    Véase también: tos ferina.
    Véase también: neumonía.



    Sus gafas me recuerdan a la doctora Marshall, y le digo que hay una chica nueva en mi vida, una doctora de verdad, y en serio, vale la pena trabajármela.

    —¿Sigues encallado en tu cuarto paso? —me dice—. ¿Necesitas ayuda para recordar cosas que escribir en tu cuaderno?

    La historia completa y sin concesiones de mi adicción sexual. Oh, sí. Los momentos más bajos y degradantes.

    —Todo requiere moderación, tío —le digo—. También recuperarse.

    No soy tanto un buen amigo como el padre que nunca quiere que crezcas.

    Y boca abajo, Denny dice:

    —Va bien acordarse de la primera vez de todo —dice—. La primera vez que me la casqué pensé que era algo que había inventado yo. Miré aquel puñado de porquería viscosa y pensé: Con esto me voy a hacer rico.

    La primera vez de todo. El inventario incompleto de mis crímenes. Una cosa incompleta más en mi vida llena de cosas incompletas.

    Y todavía boca abajo, sin ver nada en el mundo más que barro, Denny dice:

    —¿Tío, todavía estás ahí?

    Y yo le vuelvo a poner el trapo en la nariz y le digo:

    —Suénate.


    5


    La luz que usaba el fotógrafo era cruda y proyectaba sombras muy oscuras en la pared de bloques de cemento que tenían de fondo. Una simple pared pintada en el sótano de alguien. El mono parecía cansado y tenía manchas de sarna. El tipo estaba en mala forma, pálido y con michelines, pero estaba ahí, relajado y agachado, abrazándose las rodillas con los brazos y con la tripa de chucho colgando, mirando a la cámara por encima del hombro y sonriendo.

    «Beatífico» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    Lo que al niño le gustó primero de la pornografía no tenía que ver con el sexo. No eran las fotos de gente guapa follando entre sí, con las cabezas echadas hacia atrás y poniendo aquellas caras de orgasmo fingido. Al principio no fue eso. Ya había encontrado un montón de fotos en Internet antes de saber qué era el sexo. Tenían Internet en todas las bibliotecas. Tenían Internet en todas las escuelas.

    Igual que uno puede mudarse de una ciudad a otra y encontrar siempre una iglesia católica y una misa que es la misma en todas partes, el niño siempre pudo encontrar Internet, no importaba a qué hogar de adopción lo enviaran. Lo cierto es que si Jesucristo se hubiera reído en la cruz, o si hubiera escupido sobre los romanos, si hubiera hecho algo más que limitarse a sufrir, al niño le habría gustado mucho más la Iglesia.

    Lo cierto es que su página web favorita no era especialmente sexy, al menos no para él. En ella uno encontraba simplemente una docena de fotografías de un tío regordete vestido de Tarzán con un orangután aturdido y entrenado para ir metiendo algo que parecían cacahuetes tostados por el culo del tío.

    El tío tenía el taparrabos de piel de leopardo apartado a un lado y la goma elástica de la cintura hundida bajo los michelines de la cintura.

    El mono estaba agachado, con el siguiente cacahuete a punto.

    No tenía nada de sexy. Y, sin embargo, el contador mostraba que más de medio millón de personas habían visitado la página.

    «Peregrinaje» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    El mono y los cacahuetes eran algo que el niño no podía entender, pero en cierta forma admiraba a aquel tío. El niño era estúpido, pero se daba cuenta de que aquello era algo que se le escapaba. La verdad era que la mayoría de la gente ni siquiera se atreverían a dejar que un mono los viera desnudos. Les aterraría el aspecto que pudiera tener su ojete, que pudiera tener un aspecto demasiado rojo o acolchado. La mayor parte de la gente no tendría agallas para agacharse delante de un mono, mucho menos de un mono y una cámara y varios focos, y en caso de hacerlo primero tendrían que hacer un trillón de abdominales, ir a una cabina de bronceado y cortarse el pelo. Después pasarían horas agachados delante de un espejo intentando encontrar su mejor perfil.

    Y luego, por mucho que no fueran más que cacahuetes, uno tendría que permanecer relajado.

    La mera idea de hacer audiciones con monos era aterradora, la posibilidad de ser rechazado por un mono tras otro. Seguro que puedes pagar bastante dinero a una persona para que te meta cosas dentro o te haga fotos. Pero un mono. Un mono siempre es sincero.

    Tu única esperanza sería contratar a aquel mismo orangután, que es obvio que no era muy exigente. O eso o estaba excepcionalmente bien entrenado.

    La cuestión es que todo esto sería mucho menos interesante si uno fuera guapo y sexy.

    La cuestión es que en un mundo donde todo el mundo tiene que estar guapo todo el tiempo, aquel tío no lo era. Ni el mono tampoco. Y lo que estaban haciendo no era bonito.

    La cuestión es que el sexo no fue la parte de la pornografía que enganchó al niño estúpido. Fue la confianza. El valor. La falta total de vergüenza. La comodidad y la sinceridad genuina. La franqueza que permitía a alguien ser capaz de salir allí y contarle al mundo: Sí, así es como yo decido pasar una tarde libre. Posando aquí con un mono metiéndome cacahuetes por el culo.

    Y no me importa el aspecto que tengo. Ni lo que vosotros penséis.

    Así que apañaos como podáis.

    Al insultarse a sí mismo estaba insultando al mundo.

    Y aunque el tío no se lo estaba pasando en grande, su capacidad de sonreír y de mantener el tipo resultaba todavía más admirable.

    De la misma forma que todas las películas pomo implican a una veintena de personas fuera de plano, cosiendo, comiendo bocadillos y mirándose el reloj mientras otra gente está desnuda y tiene relaciones sexuales a unos pocos metros de distancia...

    Para el niño estúpido aquello fue una iluminación. Llegar a estar en el mundo tan cómodo y lleno de confianza sería el nirvana.

    «Libertad» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    Aquella era la clase de orgullo y seguridad en sí mismo que el niño quería tener. Algún día.

    Si fuera él el que saliese en aquellas fotos con el mono, las miraría todos los días y pensaría: Si puedo hacer esto, puedo hacer cualquier cosa. No importa a qué más te enfrentes, si puedes sonreír y reírte mientras un mono te mete cacahuetes en un sótano húmedo de cemento con alguien sacando fotos, bueno, cualquier otra situación será pan comido.

    Hasta el infierno.

    Cada vez más, para el niño estúpido, esa era la idea...

    Que si había bastante gente mirándote, nunca más ibas a necesitar la atención de nadie.

    Que si algún día te desenmascaraban y quedabas lo bastante expuesto, nunca más ibas a poder esconderte. No habría diferencia entre tu vida pública y tu vida privada.

    Que si uno adquiría bastantes cosas, si lograba bastantes cosas, ya nunca querría poseer o conseguir nada más.

    Que si uno podía comer o dormir lo bastante ya nunca necesitaría más.

    Que si te quería bastante gente, nunca más necesitarías amor.

    Que alguna vez se podía ser lo bastante listo.

    Que algún día se podía conseguir suficiente sexo.

    Todas estas se convirtieron en las nuevas metas del niño. En las ilusiones que habría de tener para el resto de su vida. Aquellas eran las promesas que vio en la sonrisa del tipo gordo.

    Así que a partir de entonces, siempre que estaba asustado, triste o solo, todas las noches que se despertaba presa del pánico en un nuevo hogar de adopción, con el corazón latiendo a toda prisa y la cama mojada, cada día que empezaba la escuela en un vecindario distinto, cada vez que la mamaíta volvía a buscarlo, en cada habitación roñosa de motel, en cada coche de alquiler, el niño se acordaba de aquellas doce mismas fotos del hombre gordo agachado. Del mono y los cacahuetes. Y aquello tranquilizaba al mocosillo de mierda. Le mostraba lo valiente, fuerte y feliz que puede llegar a ser una persona.

    Que la tortura es tortura y la humillación es humillación solamente si uno elige sufrir.

    «Salvador» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    Y es divertido ver cómo cuando alguien te salva, lo primero que quieres hacer es salvar a otra gente. A todos los demás. A todo el mundo.

    El niño nunca supo cómo se llamaba aquel tipo. Pero nunca olvidó aquella sonrisa.

    «Héroe» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.


    6


    Cuando vuelvo a visitar a mi madre soy otra vez Fred Hastings, su antiguo abogado de oficio, y me tiene de cháchara toda la tarde. Hasta que le digo que sigo soltero y ella me dice que es una pena. Entonces enciende la televisión y pone un culebrón, ya sabes, gente real fingiendo que es gente falsa con problemas inventados que son vistos por gente real para olvidar sus problemas reales...

    En la siguiente visita vuelvo a ser Fred, pero estoy casado y tengo tres hijos. Eso está mejor, pero tres hijos... Tres son demasiado. La gente debería pararse en los dos, me dice.

    En la siguiente visita tengo dos.

    En cada visita queda menos de ella bajo la manta.

    En otro sentido, cada vez hay menos de Victor Mancini sentado en la silla junto a la cama.

    Al día siguiente soy yo de nuevo y no pasan más de unos minutos antes de que mi madre llame a la enfermera para que me acompañe al vestíbulo. Permanecemos los dos sentados sin hablar hasta que recojo mi chaqueta y ella me dice:

    —¿Victor?

    Está amasando una bola de pelusa con los dedos, haciéndola cada vez más pequeña y apretada, y cuando por fin levanta la vista y me mira, dice:

    —Fred Hastings ha estado aquí. Te acuerdas de Fred, ¿no?

    Sí, me acuerdo.

    Ahora tiene una mujer y dos hijos perfectos. Es una alegría enorme, me dice mi madre, ver que la vida le va bien a una persona tan buena.

    —Le he dicho que compre tierra —dice mi madre—. Ya no la fabrican.

    Le pregunto a quién se refiere y ella aprieta otra vez el botón de la enfermera.

    Cuando salgo me encuentro a la doctora Marshall esperando en el pasillo. Está delante de la puerta de mi madre, pasando páginas de su sujetapapeles, y levanta la vista para mirarme con los ojos empequeñecidos por sus gruesas gafas. Su única mano libre no para de hacer clic con el bolígrafo, deprisa.

    —¿Señor Mancini? —dice. Se dobla las gafas, se las guarda en el bolsillo de la bata y dice—: Es importante que discutamos el caso de su madre.

    La sonda de estómago.

    —Preguntó usted por otras opciones —dice.

    En la cabina de la enfermera al otro lado del pasillo hay tres enfermeras de planta mirándonos y haciendo corro con las cabezas. Una que se llama Dina grita en nuestra dirección:

    —¿Hace falta que os hagamos de carabinas?

    La doctora Marshall les dice:

    —Métanse en sus asuntos, por favor.

    Y a mí me susurra:

    —En estas empresas pequeñas, el personal se comporta como si todavía estuviera en el instituto.

    Me lo hice con una Dina.


    Véase también: Clare, enfermera titulada.
    Véase también: Pearl, enfermera auxiliar.



    La magia del sexo es que se adquiere sin la carga de la posesión material. No importa cuántas mujeres te lleves a casa, nunca hay problemas de almacenamiento.

    Le digo a la doctora Marshall, la de las orejas y las manos temblorosas:

    —No quiero alimentarla a la fuerza.

    Con las enfermeras todavía mirándonos, la doctora Marshall me coge el brazo por detrás y me aleja de ellas, diciendo:

    —He estado hablando con su madre. Es una gran mujer. Sus acciones políticas. Sus manifestaciones. Debe usted quererla mucho.

    Y yo le digo:

    —Bueno, yo no diría tanto.

    Nos detenemos y la doctora Marshall susurra algo que me obliga a acercarme para oírla. A acercarme demasiado. Las enfermeras siguen mirando. Y respirándome en el pecho, me dice:

    —¿Y si pudiéramos restablecer por completo la mente de su madre? —Sin parar de hacer clic con el bolígrafo, me dice—: ¿Y si pudiéramos volver a convertirla en la mujer inteligente, fuerte y radiante que solía ser?

    Mi madre, tal como solía ser.

    —Tal vez sea posible —dice la doctora Marshall.

    Y sin pensar en la impresión que puedo causar, le digo:

    —Dios no lo permita.

    Luego me apresuro a decir que tal vez no sea una buena idea.

    Al otro lado del pasillo las enfermeras se están riendo, tapándose la boca con las manos. E incluso desde lejos se puede oír a Dina diciendo:

    —Le estaría bien empleado.

    En mi siguiente visita, vuelvo a ser Fred Hastings y mis dos niños sacan sobresalientes en la escuela. Esa semana, la señora Hastings está pintando el comedor de verde.

    —El azul es mejor —dice mi madre— para una habitación donde va a haber comida.

    A partir de ese día, el comedor es azul. Vivimos en East Pine Street. Somos católicos. Tenemos nuestro dinero en el City First Federal. Tenemos un Chrysler.

    Todo por sugerencia de mi madre.

    A la semana siguiente, empiezo apuntarme cosas para no olvidar quién soy de una semana a la siguiente. Los Hastings siempre vamos a pasar las vacaciones a Robson Lake, apunto. Pescamos truchas de lago. Queremos que ganen los Packers. Nunca comemos ostras. Estamos comprando tierras. Todos los sábados me siento antes en la sala de estar y estudio mis apuntes mientras la enfermera va a ver si mi madre está despierta.

    Siempre que entro en su habitación y me presento como Fred Hastings, apaga el televisor con el mando a distancia.

    No está mal plantar boj alrededor de una casa, pero está mejor el ligustro.

    Y yo me lo apunto.

    La gente como es debido bebe whisky escocés, me dice. Tiene usted que limpiar los canalones en octubre y otra vez en noviembre, me dice. Envuelva el filtro de aire de su coche en papel higiénico y así le durará más. Pode los árboles de hoja perenne solamente después de la primera helada. Y la madera de fresno es la mejor para hacer leña.

    Me lo apunto todo. Hago inventario de lo que queda de ella, de las manchas, las arrugas, el pellejo hinchado o vacío, las descamaciones y los sarpullidos, y me lo apunto a modo de recordatorio.

    Todos los días: llevar protección solar.

    Cubrirme las canas.

    No volverme loco.

    Comer menos grasas y azúcar.

    Hacer más abdominales.

    No empezar a olvidarme de las cosas.

    Cortarme los pelos de las orejas.

    Tomar calcio.

    Hidratarme la piel. Todos los días.

    Detener el tiempo para quedarse siempre igual.

    No volverme un viejo de mierda.

    —¿Sabe usted algo de mi hijo Victor? —me dice—. ¿Se acuerda de él?

    Me detengo. Noto una punzada en el corazón, pero me he olvidado de lo que significa esa sensación.

    Victor, dice mi madre, nunca viene a visitarme, y cuando lo hace nunca escucha. Victor está siempre ocupado y distraído y no le importa nada. Ha dejado la facultad de medicina y está convirtiendo su vida en un desastre.

    Se pone a arrancar las pelusas de su manta:

    —Tiene un trabajo como guía turístico o algo así ganando el salario mínimo —dice. Suspira y sus espantosas manos amarillentas encuentran el mando a distancia.

    Yo le pregunto si acaso Victor no se está haciendo cargo de ella. Si no tiene derecho a vivir su vida. Le digo que a lo mejor Victor está tan ocupado porque está fuera todas las noches, matándose literalmente a trabajar para pagar las facturas de sus cuidados hospitalarios. Son tres mil dólares cada mes solamente para empezar. A lo mejor es por eso que Victor ha dejado la facultad. Le digo, solamente por discutir un poco, que a lo mejor Victor está haciendo lo que puede.

    Le digo que a lo mejor Victor hace mucho más de lo que nadie le reconoce.

    Y mi madre sonríe y dice:

    —Oh, Fred, sigue siendo usted el defensor de los culpables recalcitrantes.

    Mi madre enciende el televisor y una mujer hermosa con un vestido de noche resplandeciente golpea a otra joven mujer hermosa en la cabeza con una botella. El botellazo ni siquiera le deshace el peinado, pero le provoca amnesia.

    A lo mejor Victor tiene sus propios problemas que afrontar, le digo.

    La mujer hermosa reprograma a la mujer amnésica para que piense que es un robot asesino que tiene que hacer lo que a ella se le antoje. El robot asesino acepta su nueva identidad con tanta facilidad que uno se pregunta si no estará fingiendo la amnesia y si no será que siempre ha buscado una buena razón para provocar una matanza.

    Después de hablar con mi madre, mi rabia y mi resentimiento se van disolviendo mientras vemos la tele.

    Mi madre servía huevos revueltos con raspaduras negras del recubrimiento antiadherente de la sartén. Cocinaba con cazos de aluminio y bebíamos limonada en tazones de aluminio refinado chupando sus bordes blandos y fríos. Usábamos desodorante para las axilas fabricado con sales de aluminio. Está claro que podríamos haber llegado a esta situación de un millón de maneras.

    Durante un anuncio, mi madre me pide que le diga una sola cosa buena de la vida de Victor. ¿Qué hace para divertirse? ¿Dónde se ve dentro de un año? ¿Dentro de un mes? ¿Y de una semana?

    De momento no tengo ni idea.

    —¿Y qué coño quiere usted decir —me pregunta— con eso de que Victor se mata todas las noches?


    7


    Después de que se haya marchado el camarero, cojo con el tenedor la mitad de mi filete de solomillo, me dispongo a metérmelo todo en la boca y Denny me dice:

    —No lo hagas aquí, tío.

    Estamos rodeados de comensales elegantes. Con velas y vajillas de cristal. Con un montón de tenedores especiales. Nadie sospecha nada.

    Los labios se me agrietan al intentar abarcar todo el trozo de filete. La carne está salada y rezuma grasa y pimienta molida. Mi lengua se retira para hacer más sitio y la boca se me encharca de saliva. Por la barbilla me caen jugo caliente y babas.

    La gente que dice que la carne roja mata no sabe de qué está hablando.

    Denny echa un vistazo rápido a su alrededor y dice entre dientes:

    —Te estás volviendo codicioso, amigo. —Niega con la cabeza—. Tío, no puedes engañar a la gente para que te quiera.

    A nuestro lado una pareja casada con anillos de boda y pelo canoso come sin levantar la mirada, los dos con la cabeza gacha, como si estuvieran leyendo el programa de una obra o de un concierto. Cuando a la mujer se le termina el vino, coge la botella y se llena el vaso. No llena el de su marido. El marido lleva un grueso reloj de pulsera de oro.

    Denny me ve observar a la pareja madura y me dice:

    —Los voy a avisar. Te lo juro.

    Mira en busca de camareros que puedan saber de nosotros. Me observa proyectando los dientes de abajo hacia Hiera.

    El trozo de filete es tan grande que no puedo juntar las mandíbulas. Tengo los carrillos hinchados. Los labios fruncidos intentan unirse y tengo que respirar por la nariz mientras intento masticar.

    Los camareros con sus chaquetas negras, cada uno con su paño blanco doblado sobre el brazo. La música de violines. La plata y la porcelana. Este no es la clase de sitio donde solemos hacer esto, pero se nos están acabando los restaurantes. Hay un número limitado de lugares para comer en una ciudad y es obvio que esta no es la clase de número que uno puede repetir en el mismo sitio.

    Bebo un poco de vino.

    En otra mesa cercana, una pareja joven se coge de la mano mientras comen.

    A lo mejor esta noche les toca a ellos.

    En otra mesa, un hombre con traje come mirando al vacío.

    A lo mejor él va a ser el héroe de la noche.

    Bebo un poco de vino e intento tragar, pero el filete es demasiado grande. Se me queda en el fondo de la garganta. Dejo de respirar.

    Al instante siguiente, mi pierna da un latigazo tan brusco que la silla sale volando detrás de mí. Me llevo las manos a la garganta. Me pongo de pie, con la boca abierta hacia el techo y los ojos en blanco. La barbilla me sobresale de la cara.

    Denny extiende un brazo sobre la mesa, me roba mi brécol con su tenedor y me dice:

    —Tío, estás sobreactuando a saco.

    No sé si será ese ayudante de camarero de dieciocho años o el tipo vestido de pana con jersey de cuello alto, pero entre toda esta gente alguien me va a recordar con cariño durante el resto de su vida.

    La mitad de la gente ya se ha levantado de sus sillas.

    A lo mejor es la mujer con el ramillete prendido en la muñeca.

    A lo mejor el hombre del cuello largo y las gafas con montura metálica.

    Este mes he recibido tres felicitaciones de cumpleaños y ni siquiera es día quince. El mes pasado recibí cuatro. El mes anterior recibí seis felicitaciones de cumpleaños. No me acuerdo de la mayor parte de la gente que las envió. Que Dios los bendiga, pero ellos nunca me olvidarán a mí.

    Se me hinchan las venas del cuello de no respirar. La cara se me pone roja y me empieza a arder. La frente se me inunda de sudor. El sudor me hace un manchón en la espalda de la camisa. Me agarro el cuello con las manos, lo cual en el lenguaje universal de signos quiere decir que me estoy muriendo de asfixia. Todavía hoy sigo recibiendo felicitaciones de cumpleaños de gente que no habla inglés.

    Durante los primeros segundos todo el mundo espera a que otro se adelante y sea el héroe.

    Denny extiende el brazo para robarme la otra mitad del filete.

    Sin dejar de cogerme el cuello con las manos, voy dando tumbos y le doy una patada en la pierna.

    Me arranco la corbata con las manos.

    Me desabrocho el botón del cuello de la camisa.

    —Eh, tío, me has hecho daño —dice Denny.

    El ayudante de camarero retrocede. No le va el heroísmo.

    El violinista y el sumiller vienen en mi dirección, hombro con hombro.

    Por otro lado, una mujer con un vestido corto y negro se abre paso entre la multitud. Viene en mi rescate.

    Por otro lado, un hombre se quita la chaqueta del esmoquin y echa a correr. En alguna otra parte, una mujer grita.

    Esto nunca se prolonga mucho. Toda la escena suele durar un minuto o dos como mucho. Eso es bueno, porque es lo máximo que puedo aguantar la respiración con un trozo de comida en la boca.

    Mi primera opción es el viejo del reloj de oro enorme, alguien que nos saque del apuro y pague la cuenta de nuestra cena. Mi opción personal es la tía del vestidito negro porque tiene buenas tetas.

    Aunque tengamos que pagarnos la cena, supongo que uno tiene que invertir dinero para conseguir dinero.

    Sin parar de engullir, Denny dice:

    —¿Por qué haces esto? Es completamente infantil.

    Me tambaleo y le doy otra patada.

    Si hago esto es para devolver la aventura a las vidas de la gente.

    Si hago esto es para crear héroes. Para poner a prueba a la gente.

    Soy hijo de mi madre.

    Si hago esto es para conseguir dinero.

    Si alguien te salva la vida te va a querer siempre. Es como si te convirtieras en su hijo. Durante el resto de sus vidas esa persona me escribirá. Me enviará tarjetas en los aniversarios. Felicitaciones de cumpleaños. Es deprimente ver a cuánta gente se le ocurre la misma idea. Te llaman por teléfono. Para saber si estás bien. Para ver si tal vez necesitas que te animen. O si te hace falta dinero.

    No me gasto el dinero llamando a chicas de compañía. Tener a mi madre en la Residencia Asistida Saint Anthony cuesta tres mil pavos al mes. Todos esos buenos samaritanos me mantienen a mí. Yo la mantengo a ella. Así de fácil.

    Uno obtiene poder fingiendo ser débil. De esa manera, haces que la gente se sienta fuerte. Uno salva a la gente dejándose salvar por ellos.

    Lo único que tienes que hacer es ser frágil y mostrarte agradecido. Mantente siempre desamparado.

    La gente necesita de verdad a alguien con quien sentirse superior. Mantente siempre oprimido.

    «Caridad» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    Eres la prueba de su valor. La prueba de que han sido héroes. El testimonio de su éxito. Si hago esto es porque todo el mundo quiere salvar una vida humana con cien personas delante.

    Con la punta afilada de su cuchillo para la carne, Denny está dibujando sobre el mantel blanco. Dibuja la arquitectura de la sala, las cornisas y los paneles, los frontones partidos que hay encima de las puertas, todo sin dejar de masticar. Se lleva el plato directamente a la boca y engulle la comida.

    Para practicar una traqueotomía, hay que localizar un punto justo debajo de la nuez y justo por encima del cricoides. Con un cuchillo para la carne, se hace una incisión horizontal de un centímetro, luego se pellizca esa incisión y se inserta el dedo para abrirla. Hay que introducir un «tubo tráquea»; una pajita para refresco o medio bolígrafo es lo que va mejor.

    No puedo ser un gran médico y salvar a centenares de pacientes, pero soy un gran paciente que crea centenares de médicos en potencia.

    Se acerca a toda velocidad un hombre con esmoquin, esquivando a los curiosos, provisto de su cuchillo para la carne y su bolígrafo.

    Asfixiándote, te conviertes en una leyenda en sus vidas que esa gente va a atesorar y repetir hasta que se mueran. Creerán que te han dado la vida. Puedes ser su único buen acto, el recuerdo que justifique toda su existencia en su lecho de muerte.

    Así pues, sé la víctima agresiva, el gran perdedor. Un fracasado profesional.

    La gente te comerá en la mano si los haces sentirse como dioses.

    Es el martirio de san Yo.

    Denny coloca mi plato encima del suyo y sigue llevándose comida a la boca.

    El sumiller ha llegado. La del vestidito negro está conmigo. Y el hombre de reloj de oro enorme.

    Dentro de un minuto alguien me estará abrazando desde detrás. Algún extraño me apretará fuerte con los brazos, me golpeará con los puños debajo de la caja torácica y me susurrará en el oído: «No pasa nada».

    Me susurrará en el oído:

    —Se pondrá bien.

    Un par de brazos te rodearán, tal vez incluso te levanten del suelo, y un extraño te susurrará:

    —¡Respire! ¡Respire, joder!

    Alguien te golpeará en la espalda igual que un médico da golpecitos a un recién nacido y tú soltarás tu bocado de fílele masticado. Al cabo de un segundo los dos estaréis desplomados en el suelo. Tú estarás sollozando y esa persona te dirá que todo va bien. Que te ha salvado. Que has estado a punto de morir. Se llevará tu cabeza al pecho y te arrullará mientras dice:

    —Échense todos hacia atrás. Hagan un poco de espacio. El espectáculo ha terminado.

    Ya te habrás convertido en su hijo. Le pertenecerás.

    Alguien te pondrá un vaso de agua en los labios y te dirá:

    —Relájese. No hable. Ya se ha terminado.

    Silencio.

    En los años por venir, esa persona te llamará y te escribirá. Recibirás cartas y a lo mejor cheques.

    Sea quien sea, esa persona te querrá.

    Sea quien sea, estará orgulloso. Por mucho que tus propios padres no lo estén. Esa persona estará orgullosa de ti porque tú le haces estar orgullosa de sí misma.

    Darás un sorbo de agua y toserás para que el héroe te pueda limpiar la barbilla con una servilleta.

    Haz cualquier cosa para reforzar ese nuevo vínculo. Esa adopción. Acuérdate de añadir detalles. Mánchale la ropa de mocos para que pueda reírse y perdonarte. Intenta agarrarte a él. Llora de verdad para que te pueda secar los ojos.

    Está bien llorar siempre que lo finjas.

    No te guardes nada. Esta va a ser la mejor historia de la vida de alguien.

    Lo más importante es que, a menos que quieras una fea cicatriz en la tráquea, es mejor que empieces a respirar antes de que alguien se te acerque con un cuchillo para la carne, una navaja o un cúter.

    Otro detalle a recordar es que, cuando escupas tu bocado de comida ensalivada, tu taco triturado de carne muerta y babas, tienes que estar mirando en dirección a Denny. Denny tiene padres y abuelos, tíos y tías y primos que le salen por las orejas, un millar de personas que irán corriendo a salvarle de todos los fregados. Por eso nunca me podrá entender.

    El resto de la gente, todos los que están en el restaurante, a veces se ponen de pie y aplauden. Lloran de alivio. Todo el mundo sale de la cocina. En cuestión de minutos, se estarán contando la historia entre ellos. Todo el mundo invitará a copas al héroe. Con los ojos brillantes por las lágrimas.

    Todos estrecharán la mano del héroe.

    Todos le darán golpecitos en la espalda.

    Se trata más de su nacimiento que del tuyo, pero en los años siguientes esa persona te enviará una felicitación de cumpleaños ese día exacto del mes. Se convertirá en otro miembro de tu familia realmente numerosa.

    Y Denny se limitará a sacudir la cabeza y pedirá la carta de postres.

    Es por eso que hago todo esto. Por eso paso tantos apuros. Para que pueda lucirse un desconocido valiente. Para salvar a una persona más del aburrimiento. No es solamente por el dinero. No es solamente por la admiración.

    Pero ninguna de ambas cosas viene mal.

    Todo es muy fácil. No es cuestión de dar buena imagen, al menos no en la superficie, pero aun así tú ganas. Limítate a dejarte quebrar y humillar. Continúa diciéndole a la gente durante toda tu vida: Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento...


    8


    Eva me sigue por el pasillo con los bolsillos llenos de pavo asado. Lleva carne picada masticada dentro de los zapatos. Su cara, el amasijo triturado y polvoriento de su piel, es un centenar de arrugas que confluyen en su boca. Echa a rodar detrás de mí diciendo:

    —Eh, no te me escapes.

    Con las manos surcadas de venas hinchadas, Eva rueda por el pasillo. Encorvada en su silla de ruedas, embarazada de su propio hastío inflado y enorme, no deja de seguirme, diciendo:

    —Me has hecho daño. Diciendo:
    —No puedes negarlo.

    Lleva un babero del color de la comida.

    —Me has hecho daño y se lo voy a decir a mamá —me dice.

    En el sitio donde tienen a mi madre, los obligan a llevar pulsera. No una pulsera de joyería, sino una tira gruesa de plástico sellado al calor alrededor de su muñeca para que nunca se la pueda quitar. No se puede cortar. Tampoco se puede derretir con un cigarrillo. La gente ya ha intentado todas esas formas de salir.

    Cuando llevas la pulsera y te pones a andar por los pasillos oyes cerraduras que se cierran todo el tiempo. Hay una banda magnética o algo sellado dentro del plástico que emite una señal. Hace que las puertas del ascensor no se abran para que tú no entres. Cierra prácticamente todas las puertas si te acercas a menos de un metro. No puedes abandonar la planta a la que te han asignado. No puedes salir a la calle. Puedes ir al jardín, a la sala de estar común, a la capilla o al comedor, pero ni a un sitio más.

    Si de alguna forma consigues atravesar una puerta exterior, ten por seguro que la pulsera hace saltar la alarma.

    Esto es Saint Anthony. Las alfombras, las sábanas, las camas, prácticamente todo es ignífugo. Todo es a prueba de manchas. Uno puede hacer prácticamente cualquier cosa en cualquier sitio y lo pueden limpiar. Es lo que se llama una residencia asistida. Parece como si contarte todo esto estuviera mal. O sea, que es como estropearte la sorpresa. Ya lo verás por ti mismo, pronto. Es decir, si vives lo bastante.

    O si lo echas todo a rodar y te vuelves chiflado antes de tiempo.

    Mi madre, Eva o tú cuando te toque, todo el mundo lleva pulsera.

    No es una de esas madrigueras infectas. No huele a orina en cuanto entras por la puerta. No por tres de los grandes al mes. Hace un siglo era un convento y las monjas plantaron un precioso y vetusto jardín de rosas. Precioso y rodeado de muros y a prueba de fugas.

    Hay cámaras de seguridad vigilándote desde todos los ángulos.

    Desde el mismo momento en que uno entra por la puerta principal, hay un movimiento lento y terrorífico de internas acercándose a ti. Todas las sillas de ruedas, toda la gente con caminadores y bastones, en cuanto ven a un visitante se arrastran hacia él.

    La alta y deslumbrante señora Novak es una exhibicionista.

    La mujer de la habitación de al lado de mi madre es una ardilla.

    Las exhibicionistas se quitan la ropa a la menor oportunidad. Son la gente a quien las enfermeras visten con lo que parece un conjunto de camisa y pantalón pero que en realidad es un mono. La camisa está cosida a la cintura de los pantalones. Los botones de la camisa y la bragueta son falsos. La única forma de ponerse o quitarse la ropa es una cremallera larga que recorre la espalda. Se trata de gente anciana con los movimientos limitados, de forma que una exhibicionista, incluso lo que llaman una exhibicionista agresiva, está triplemente atrapada. Por la pulsera, por la ropa y por la residencia asistida.

    Una ardilla es alguien que mastica la comida y luego se olvida de qué hay que hacer con ella. Se olvidan de tragar. Lo que hacen es meterse todos los bocados masticados en los bolsillos del vestido. O en el bolso. Esto es menos gracioso de lo que parece.

    La señora Novak es la compañera de habitación de mi madre. La ardilla es Eva.

    En Saint Anthony, la primera planta es para las mujeres que se olvidan de sus nombres, las que corren desnudas y las que se meten comida en los bolsillos pero que por lo demás están bastante sanas. También hay algunas mujeres zumbadas por las drogas y rayadas por traumas craneales graves. Caminan y hablan, aunque lo que dicen sea un simple galimatías, un torrente constante de palabras que parece aleatorio.

    —Personajillos carretera amanece un poquito cuerda cantarina se ha ido la vena morada. —Así es como hablan.

    La segunda planta es para las pacientes que no pueden salir de la cama. La tercera planta es donde van a morirse.

    Por ahora mi madre está en la primera planta, pero nadie se queda allí para siempre.

    Eva está en Saint Anthony porque hay gente que lleva a sus padres ancianos a un sitio público y los deja allí sin identificación. Son las viejas Dorothys y Ermas que no tienen ni idea de quiénes son ni de dónde están. La gente cree que las va a recoger el estado o el gobierno o quien sea. Más o menos igual que recogen la basura.

    Es lo mismo que pasa cuando abandonas tu coche viejo quitándole la matrícula y el adhesivo del número de identificación de vehículo para que el ayuntamiento tenga que llevárselo con la grúa.

    Aunque no te lo creas, esta práctica se llama abandono de abuelitas, y Saint Anthony tiene que hacerse cargo de un número determinado de abuelitas abandonadas, niñatas zumbadas por el éxtasis y vagabundas suicidas. Lo que pasa es que no las llaman vagabundas, igual que no llaman a las chicas de la calle prostitutas infantiles. Yo sospecho que alguien redujo la velocidad del coche, tiró a Eva por la portezuela abierta y nunca lo lamentó. Más o menos lo que la gente hace con los animales de compañía a los que no consiguen adiestrar.

    Con Eva todavía siguiéndome, llego a la habitación de mi madre y me encuentro con que no está. En lugar de a mi madre, me encuentro una cama vacía y una cavidad grande y mojada en el colchón empapado de orina. Es la hora de la ducha, supongo. Una enfermera te lleva a una sala grande y embaldosada para que te rocíen con la manguera.

    Aquí en Saint Anthony proyectan todos los viernes por la noche la película El juego del pijama y cada viernes van en manada los mismos pacientes a verla por primera vez.

    Tienen bingo, manualidades y animales de compañía de visita.

    Tienen a la doctora Paige Marshall. Dondequiera que se haya metido.

    Tienen baberos incombustibles que te cubren del cuello a los tobillos para que no te quemes cuando fumas. Tienen pósters de Norman Rockwell. Un peluquero viene dos veces por semana a arreglarte el pelo. Eso se cobra aparte. La incontinencia se cobra aparte. La tintorería se cobra aparte. Controlar la producción de orina se cobra aparte. Y las sondas de estómago.

    Cada día dan clases para atarse los zapatos, para abrochar botones y para cerrar broches. Para abrochar hebillas. Alguien hace una demostración del velero. Alguien te enseña a subirte la cremallera. Te vuelven a presentar a los amigos que conoces desde hace sesenta años. Todas las mañanas.

    Esa gente que día tras día ya no se sabe subir la cremallera son médicos, abogados y líderes de la industria. No se trata tanto de enseñanza como de control de daños. Es lo mismo que intentar pintar una casa en llamas.

    Aquí en Saint Anthony, los martes quieren decir carne picada con salsa. Los miércoles quieren decir pollo con champiñones. Los jueves, espaguetis. Los viernes, pescado al horno. Los sábados, carne en conserva. Los domingos, pavo asado.

    Tienen puzzles de mil piezas para que los hagas mientras esperas a que te llegue la hora. En todo el lugar no hay un solo colchón donde no se hayan muerto una docena de personas.

    Eva ha detenido su silla de ruedas en la puerta de mi madre y se ha quedado allí, pálida y mustia, como una momia a la que alguien acabara de poner las vendas y de colocarle de nuevo su pelambrera asquerosa. Su cabeza cubierta de rizos azules nunca deja de balancearse en círculos lentos y breves, igual que los boxeadores profesionales.

    —No te me acerques —dice Eva cada vez que la miro—. La doctora Marshall no dejará que me hagas daño.

    Hasta que la enfermera vuelve, me limito a sentarme en el borde de la cama de mi madre y esperar.

    Mi madre tiene uno de esos relojes en los que cada hora viene señalada por el canto de un pájaro distinto. Pregrabado. La una en punto es el tordo. Las seis son la oropéndola.

    Mediodía es el pinzón mexicano.

    El carbonero sibilino son las ocho en punto. El saltapalo quiere decir las once.

    Ya te haces una idea.

    El problema es que asociar pájaros con horas concretas del día puede resultar confuso. Sobre todo si uno está al aire libre. Pasas de mirar el reloj a mirar a los pájaros. Cada vez que oyes el hermoso trino del gorrión gorjiblanco, piensas: ¿Ya son las diez?

    Eva entra tímidamente con su silla en la habitación de mi madre.

    —Me has hecho daño —me dice—. Y yo no se lo he dicho a mamá.

    Estos vejestorios. Estas ruinas humanas.

    Ya son más del carbonero de cresta negra y media y yo tengo que coger el autobús y estar trabajando para cuando cante la urraca.

    Eva cree que soy su hermano mayor, que abusó de ella hace más o menos un siglo. La compañera de habitación de mi madre, la señora Novak, la de los horribles pechos y orejas colgantes, cree que soy el hijo de puta de su socio, que le mangó la patente del almarrá, de la pluma estilográfica o algo así.

    Aquí lo represento todo para todas las mujeres.

    —Me has hecho daño —dice Eva, y se acerca rodando un poco más—. Y no lo he olvidado ni por un minuto.

    Cada vez que vengo de visita hay una vieja chocha de cejas espesas al otro lado del pasillo que me llama Eichmann. Otra mujer a la que le asoma un tubo de plástico para la orina por debajo de la bata me acusa de haberle robado el perro y quiere que se lo devuelva. Siempre que paso por delante de otra vieja sentada en su silla, encorvada y enfundada en un montón de jerseys de color rosa, me espeta:

    —Te vi —me dice mirándome con un ojo entelado—. ¡La noche del incendio te vi con ellos!

    No se puede ganar. Todos los hombres que han pasado por la vida de Eva han sido probablemente su hermano mayor de alguna forma. Lo sepa o no, se ha pasado la vida entera esperando y deseando que los hombres abusen de ella. En serio, incluso momificada dentro de su piel arrugada sigue teniendo ocho años. Se ha quedado ahí. Igual que la plantilla hippiosa de colgados del Dunsboro colonial, en Saint Anthony todo el mundo vive atrapado en el pasado.

    Yo no soy ninguna excepción, y tampoco creo que lo seas tú.

    Igual de atrapada que Denny en el cepo, Eva se ha quedado pillada en su fase de crecimiento.

    —Tú —dice Eva y me señala con un dedo tembloroso—. Tu me has hecho daño en el chichi.

    Estos vejestorios colgados.

    —Oh, dijiste que era nuestro juego —dice meciendo la cabeza y convirtiendo su voz en un sonsonete—. Que era nuestro juego secreto, pero luego me metiste tu cosota enorme. —Su dedo meñique esquelético continúa señalando al aire en dirección a mi entrepierna.

    En serio, la mera idea hace que mi cosota tenga ganas de salir corriendo de la habitación.

    El problema es que pasa lo mismo con todo el mundo en Saint Anthony. Otro viejo esqueleto cree que le pedí prestados quinientos dólares. Otra vieja podrida me llama el demonio.

    —Y me hiciste daño —dice Eva.

    Resulta difícil no venir aquí y asumir la culpa de todos los crímenes de la historia. Dan ganas de gritarle a todas esas caras desdentadas. Sí, yo secuestré a la criatura de los Lindbergh.

    Lo del Titanic lo hice yo.

    El rollo del asesinato de Kennedy, sí, fui yo.

    La trastada aquella de la segunda guerra mundial, aquel chisme atómico que tiraron. ¿Lo adivinas? Fui yo.

    ¿El virus del sida? Lo siento. Otra vez yo.

    La forma correcta de manejar un caso como el de Eva es desviar su atención. Distraerla mencionando el almuerzo o el tiempo o el peinado tan bonito que lleva. Su capacidad de concentración dura un paso del segundero del reloj y luego ya puedes pasar a un tema más agradable.

    Salta a la vista que así es como los hombres han estado capeando la hostilidad de Eva durante toda su vida. Simplemente distrayéndola. Dejando pasar el momento. Evitando el enfrentamiento. Escaqueándose.

    Así es en gran medida como pasamos la vida. Viendo la televisión. Fumando porquería. Automedicándonos. Desviando nuestra propia atención. Cascándonosla. Negando la realidad.

    Todo su cuerpo se inclina hacia delante y su dedo raquítico me señala temblando en el aire.

    Al carajo.

    Ya tiene un pie en el altar para casarse con la muerte.

    —Sí, Eva —le digo—. Te la hincaba. —Y bostezo—. Sí. Cada vez que tenía ocasión, te la metía y te echaba un polvazo.

    A esto lo llaman psicodrama. También se puede considerar otra modalidad de abandono de abuelita.

    Su dedo retorcido se encoge y su espalda se apoya de nuevo entre los brazos de la silla de ruedas.

    —Así que por fin lo admites —dice.
    —Pues sí, coño —digo yo—. Tienes un polvazo, hermanita.

    Ella se queda mirando un punto ciego del suelo de linóleo y dice:

    —Después de tantos años, lo admite.

    Estamos haciendo terapia de rol, lo que pasa es que Eva no sabe que es real.

    Su cabeza sigue balanceándose en círculos, pero sus ojos se vuelven hacia mí:

    —¿Y no estás arrepentido? —dice.

    En fin, si Jesucristo pudiera efectivamente morir por mis pecados, supongo que podría encajar unas cuantas en honor de los demás. Todos tendríamos la oportunidad de hacer de chivo expiatorio. De asumir la culpa.

    El martirio de san Yo.

    Los pecados de todos los hombres de la Historia aterrizando sobre mis hombros.

    —Eva —le digo—, cariño, vida mía, hermanita, amor de mi vida, por supuesto que lo siento. Fui un cerdo —le digo mirándome el reloj—. Lo que pasa es que estabas tan potente que yo no podía controlarme.

    Como si me hiciera falta aguantar esta mierda. Eva se me queda mirando con sus ojos hipertiroideos hasta que un lagrimón le brota del ojo y le resbala por la superficie empolvada de su mejilla arrugada.

    Yo pongo los ojos en blanco y le digo:

    —Muy bien, te hice daño en el chichi, pero hace ochenta puñeteros años de eso, así que supéralo de una vez. Sigue con tu vida.

    Entonces levanta sus manos horribles, demacradas y llenas de venas como raíces de árbol o zanahorias mustias, y se tapa la cara:

    —Oh, Colin —dice desde detrás de las manos—. Oh, Colin. —Aparta las manos y revela una cara empapada de lagrimones—. Oh, Colin —susurra—. Te perdono. —Deja caer la barbilla sobre el pecho, respirando de forma entrecortada y sollozando, y sus manos espantosas usan el borde del babero para secarse los ojos.

    Nos quedamos ahí sentados. Joder, ojalá tuviera un chicle. Mi reloj dice que son las doce y treinta y cinco.

    Ella se seca los ojos, se sorbe la nariz y levanta un poco la vista:

    —Colin —me dice—, ¿todavía me quieres?

    Estos vejestorios de mierda. Joder.

    Y por si te lo estás preguntando, no soy ningún monstruo.

    Y como si fuera un puto personaje de novela, voy y le digo en serio:

    —Sí, Eva —le digo—. Claro que sí. Supongo que todavía puedo quererte.

    Eva solloza con la cabeza gacha y todo el cuerpo meciéndose.

    —Me alegro mucho —dice con los ojos lagrimeando y una sustancia gris goleándole de la nariz y cayéndole en las manos vacías—. Me alegro mucho —repite, sin dejar de llorar, y puedo oler los trozos masticados de carne picada que se ha guardado como una ardilla en el zapato y el pollo con champiñones que lleva en el bolsillo de la bata. Y además la puñetera enfermera no va a traer nunca a mi madre de vuelta de la ducha, y yo tengo que volver a trabajar en el siglo XVIII a la una en punto.

    Ya es bastante duro rememorar mi pasado para poder terminar el cuarto paso de mi terapia. Ahora además se está mezclando con el pasado de toda esta gente. Hoy ya ni me acuerdo de qué abogado soy. Me miro las uñas. Le pregunto a Eva:

    —¿Sabes si está por aquí la doctora Marshall? ¿Sabes si está casada?

    La verdad sobre mí mismo, quién soy realmente y lo de mi padre. Si mi madre lo sabe, está demasiado bloqueada por los remordimientos para decírmelo.

    —¿No podrías llorar en otra parte? —le pregunto a Eva.

    Pero ya es demasiado tarde. La urraca empieza a cantar.

    Y no hay forma de que Eva se calle. Sigue llorando y meciéndose, con la cara tapada por el babero, con la pulsera de plástico temblando en la muñeca y diciendo todo el tiempo:

    —Te perdono, Colin. Te perdono. Te perdono. Oh, Colin, te perdono...


    9


    El niño estúpido y su madre adoptiva estaban pasando la tarde en un centro comercial cuando oyeron el aviso. Era verano y estaban haciendo las compras para volver a la escuela, el año que él tenía que hacer quinto de primaria. Ese año que tienes que llevar camisas a rayas para integrarte. De aquello hace un montón de años. Aquella era la primera de sus madres adoptivas.

    Rayas verticales, le estaba explicando el niño a la madre adoptiva cuando lo oyeron.

    El aviso:

    —Doctor Paul Ward —le dijo la voz a todo el mundo—, por favor, reúnase con su mujer en el departamento de cosméticos de Woolworth’s.

    Aquella fue la primera vez que su madre fue a buscarlo.

    —Doctor Ward, por favor, reúnase con su mujer en el departamento de cosméticos de Woolworth’s.

    Aquella era la señal secreta.

    De forma que el niño mintió y dijo que tenía que ir al baño, pero en cambio fue a Woolworth’s, y allí, abriendo cajas de tinte para el pelo, estaba su madre. Llevaba una peluca amarilla enorme que hacía que su cara pareciera demasiado pequeña y olía a cigarrillos. Estaba abriendo una caja de tinte usando las uñas y sacando la botella de color marrón oscuro. Luego abrió otra caja y sacó la otra botella. Puso la botella en la primera caja y la devolvió a la estantería. Luego abrió otra caja.

    —Esta es guapa —dijo la madre mirando la foto de una mujer sonriente que había en la caja. Cambió la botella de dentro por otra. Todas las botellas eran del mismo color marrón oscuro.

    Abrió otra caja y preguntó:

    —¿No crees que es guapa?

    Y el niño era tan estúpido que dijo:

    —¿Quién?
    —Ya sabes quién —dijo la madre—. Además, es joven. Os he estado viendo mientras mirabais ropa. Le estabas cogiendo la mano, así que no mientas.

    Y el niño fue tan estúpido que no supo reaccionar y marcharse corriendo. Tampoco se le ocurrió pensar en los términos concretos de la libertad bajo fianza de su madre ni en la orden de no acercarse a su hijo, ni en por qué había pasado los últimos tres meses en la cárcel.

    Y mientras metía las botellas de tinte rubio en las cajas de tinte para pelirrojas y las botellas de tinte negro en las cajas para rubias, la madre le dijo:

    —Entonces, ¿te gusta o no?
    —¿Te refieres a la señora Jenkins? —dijo el niño.

    Sin acabar de cerrarlas perfectamente, la madre volvía a colocar las cajas en la estantería de forma un poco descuidada, un poco apresurada. Y dijo:

    —¿Te gusta?

    Y como si aquello fuera a servir de algo, el pequeño bufón dijo:

    —No es más que una madre adoptiva.

    Y sin mirar al niño, mirando todavía a la mujer sonriente de la caja que tenía en la mano, la madre dijo:

    —Te he preguntado si te gusta.

    Un carro de la compra pasó traqueteando por el pasillo junto a ellos y una señora rubia extendió el brazo y cogió una caja con la foto de una rubia pero con una botella de otro color dentro. La señora metió la caja en el carro y siguió su camino.

    —Esa se cree que es rubia —dijo la madre—. Lo que tenemos que hacer es confundir los paradigmas de identidad de la gente.

    Era lo que la madre llamaba «terrorismo contra la industria cosmética».

    El niño se quedó mirando a la señora hasta que estuvo demasiado lejos para hacer nada.

    —Ya me tienes a mí —dijo la madre—, ¿Cómo llamas entonces a esa madre adoptiva?

    Señora Jenkins.

    —¿Y te cae bien? —dijo la madre, y se giró para mirarlo por primera vez.

    Y el niño fingió que se lo pensaba y dijo:

    —No.
    —¿La quieres?
    —No.
    —¿La odias?

    Y aquella sabandija cobarde dijo:

    —Sí.

    Y la madre dijo:

    —Haces bien. —Se inclinó para mirar al niño a los ojos y le dijo—: ¿Cuánto odias a la señora Jenkins?

    Y el pequeño gilipollas dijo:

    —Un montón.
    —Un montón y otro montón y otro montón —dijo la mamaíta. Le ofreció la mano para que se la cogiera y dijo—: Tenemos que darnos prisa. Tenemos que coger un tren.

    Luego lo llevó por los pasillos, tirando de su brazo blandengue hacia la luz del día que brillaba al otro lado de las puertas de cristal, y le dijo:

    —Eres mío. Mío. Ahora y siempre, y que no se te olvide nunca. —Y tirando de él a través de las puertas, le dijo—: Y por si la policía o alguien te lo pregunta en algún momento, te voy a contar todas las cosas guarras e inmundas que esa supuesta madre adoptiva te hace cada vez que te tiene a solas.


    10


    En el sitio donde vivo ahora, en la vieja casa de mi madre, me dedico a inspeccionar los papeles de mi madre, sus boletines de notas, sus hazañas, sus declaraciones, su contabilidad. Las transcripciones de sus declaraciones judiciales. Su diario, todavía cerrado con llave. Su vida entera.

    Durante la semana siguiente soy el señor Benning, el que la defendió de la acusación de secuestro después del incidente con el autobús de la escuela. La otra semana soy el abogado de oficio Thomas Welton, que consiguió negociar su sentencia hasta dejarla en seis meses después de que la acusaran de atacar a los animales del zoo. Después me convierto en el abogado especialista en libertades civiles que la representó cuando la acusaron de agravio malicioso después de su irrupción en el ballet.

    Hay un fenómeno opuesto al déjà vu. Lo llaman jamais vu. Es cuando uno se encuentra con la misma gente o visita un sitio una y otra vez pero siempre es como la primera vez. Todo el mundo es siempre extraño. Nunca hay nada familiar.

    —¿Cómo le va a Victor? —me pregunta mi madre en mi siguiente visita.

    No importa quién sea yo. El abogado de oficio que toque ese día.

    ¿Qué Victor?, me dan ganas de preguntar.

    —Mejor que no lo sepa —le digo. Le rompería el corazón. Y le pregunto—: ¿Cómo era Victor de niño? ¿Qué quería del mundo? ¿Tenía alguna meta fabulosa con la que soñaba?

    Llegado este punto, empieza a darme la impresión de que mi vida es como actuar en una telenovela vista por los personajes de una telenovela vista por los personajes de una telenovela vista por gente real en alguna parte. Cada vez que vengo de visita, inspecciono los pasillos en busca de otra oportunidad de hablar con la doctora del peinado en forma de cerebro, las orejas y las gafas.

    La doctora Paige Marshall con su sujetapapeles y su actitud. Y sus sueños aterradores de ayudar a mi madre a vivir otros diez o veinte años.

    La doctora Paige Marshall, otra dosis en potencia de anestesia sexual.


    Véase también: Nico.
    Véase también: Tanya.
    Véase también: Leeza.



    Cada vez más tengo la impresión de estar haciendo una imitación barata de mí mismo.

    Mi vida tiene tanto sentido como un koan zen.

    Se oye cantar a un chochín, pero no estoy seguro de si es un pájaro de verdad o es que son las cuatro en punto.

    —Mi memoria ya no funciona bien —dice mi madre. Se frota las sienes con el índice y el pulgar de una mano y dice—: Me pregunto si tendría que contarle a Victor la verdad sobre él. —Apoyada en el montón de almohadas, dice—: Antes de que sea demasiado tarde, me pregunto si Victor tiene derecho a saber quién es realmente.
    —Pues cuénteselo —le digo. Le he llevado comida, un cuenco de pudín de chocolate, y estoy intentando meterle la cuchara en la boca—. Puedo ir a llamarlo —le digo— y Victor vendrá en un par de minutos.

    El pudín es de un color marrón claro y su olor me llega por debajo de una capa fría de color marrón oscuro.

    —Pero es que no puedo —me dice—. La culpa es tan fuerte que no puedo afrontar hablar con él. Ni siquiera sé cómo va a reaccionar.

    Me dice:

    —Tal vez sea mejor que Victor no se entere nunca.
    —Pues dígamelo a mí —le digo—. Sáquese ese peso de encima —le digo, y le prometo no decírselo a Victor a menos que ella me lo diga.

    Ella me mira con los ojos entrecerrados, con todo el pellejo tirante alrededor de los ojos. Con las arrugas de los lados de la boca todas llenas de pudín de chocolate, me pregunta:

    —Pero ¿cómo sé que puedo confiar en usted? Ni siquiera estoy segura de quién es.

    Yo sonrío y le digo:

    —Claro que puede confiar en mí.

    Y le hinco la cuchara en la boca. El pudín oscuro se le queda en la lengua. Es mejor que una sonda de estómago. Bueno, vale, es más barato.

    Pongo el mando a distancia fuera de su alcance y le digo:

    —Trague.

    Luego le digo:

    —Tiene que escucharme. Tiene que confiar en mí.

    Le digo:

    —Soy yo. Soy el padre de Victor.

    Me mira con los ojos vidriosos muy abiertos mientras el resto de su cara, sus arrugas y su pellejo, parecen hundirse en el cuello de su camisón. Se santigua con una de sus espantosas manos amarillentas y abre la boca hasta que la barbilla le toca el pecho:

    —Oh, sois vos y habéis vuelto —dice—. Oh, padre bendito. Oh, padre sagrado —dice—. Perdonadme, os lo ruego.


    11


    Estoy hablando otra vez con Denny, encerrándolo de nuevo en el cepo, esta vez por llevar en el dorso de la mano el sello de una discoteca, y le digo:

    —Tío.

    Le digo:

    —Es muy raro.

    Denny ya tiene las dos manos colocadas para que se las sujete con el cepo. Tiene la camisa bien metida dentro de las calzas. Ha aprendido a doblar un poco las rodillas para aligerar la tensión de la espalda. Se acuerda de visitar el baño antes de que lo metan en el cepo. Nuestro Denny se ha convertido en todo un experto en ser castigado. En el viejo Dunsboro colonial, el masoquismo sigue siendo una habilidad valiosa.

    Como en la mayor parte de los trabajos.

    Ayer en Saint Anthony, le digo, era todo igual que en aquella película antigua en la que hay un tío y un cuadro, y el tío vive a lo grande y se lo monta para vivir cien años y nunca cambia de aspecto. Pero el cuadro que es su retrato no para de volverse cada vez más feo y demacrado por culpa del alcohol y la nariz se le acaba cayendo de sífilis en fase secundaria y gonorrea.

    Ahora todas las internas de Saint Anthony cierran los ojos y están radiantes. Todo el mundo sonríe y se siente honrado.

    Salvo yo. Yo soy su estúpido retrato.

    —Felicítame, tío —dice Denny—, De tanto estar en el cepo, llevo cuatro semanas de abstinencia. Es más de lo que he conseguido acumular desde que tenía trece años.

    La compañera de habitación de mi madre, le digo, la señora Novak, no para de asentir y está satisfecha de que yo haya confesado por fin que le robé la patente de la pasta de dientes.

    Otra anciana está farfullando y feliz como un loro porque he admitido que me meo en su cama todas las noches.

    Sí, les digo a todas, yo lo hice. Quemé tu casa. Bombardeé tu pueblo. Deporté a tu hermana. Te vendí un Nash Rambler de color azul metalizado en 1968. Luego, sí, maté a tu perro.

    ¡Supéralo ya!

    Se lo digo, echadme la culpa. Hacedme ser el enorme culo pasivo en vuestra orgía de culpa. Me dejaré follar por todas.

    Y después de aliviarse en mi cara, todas se quedan sonriendo y radiantes. Se ríen con las cabeza echadas hacia atrás, todas reunidas a mi alrededor, dándome golpecitos en la mano y diciendo que muy bien, que me perdonan. Empiezan a ganar peso las condenadas. El grupo entero de cotorras se dedica a darme jabón y una enfermera muy alta entra en la sala y me dice:

    —Caramba, pero si es usted el señor Popular.

    Denny se sorbe la nariz.

    —¿Necesitas un trapo para los mocos, tío? —le digo.

    Lo más extraño es que mi madre no está mejorando. No importa lo mucho que haga de flautista de Hamelin y cargue con la culpa de esta gente. No importa la cantidad de culpa que absorba, mi madre ya no se cree que sea yo, que sea Victor Mancini. Así que no desvela su gran secreto. Así que le va a hacer falta la sonda de estómago.

    —Por ahora me conformo con la abstinencia —dice Denny—, Pero un día me gustaría llevar una vida basada en hacer cosas buenas en vez de simplemente evitar las cosas malas, ¿sabes?

    Lo más raro de todo, le digo, es que estoy intentando averiguar cómo puedo convertir mi reciente popularidad en un polvo rápido en el armario de las escobas con la enfermera alta, y a lo mejor conseguir que me coma el rabo. Si una enfermera cree que eres un tipo amable y cariñoso que se muestra paciente con los viejos desahuciados ya estás a mitad de camino de tirártela.


    Véase también: Caren, enfermera titulada.
    Véase también: Nanette, enfermera auxiliar.
    Véase también: Jolene, enfermera auxiliar.



    Pero no importa con quién esté, en mi cabeza se la estoy metiendo a otra. A la doctora Paige no-sé-qué. Marshall.

    Así que no importa a quién me esté tirando, tengo que pensar en enormes animales infectados, enormes mapaches aplastados en la carretera, hinchados de gas y siendo aplastados por camiones que pasan a toda velocidad por la autopista en un día de sol abrasador. O eso o me corro en el acto, de tan buena que está en mi cabeza la doctora Marshall.

    Es gracioso que uno nunca piense en las mujeres que ha tenido. Siempre son las que pasan de ti las que no puedes olvidar.

    —Es que mi adicto interior es tan fuerte —dice Denny— que tengo miedo de no estar en el cepo. Tiene que haber algo más en mi vida que no cascármela.

    Al resto de mujeres, le digo, no importa quiénes, te las puedes imaginar siendo folladas. Ya sabes, a horcajadas en el asiento del conductor de un coche, con el punto G, la parte posterior de su esponja uretral, siendo aporreado por tu enorme salchicha. O puedes imaginártela inclinada sobre el borde de un jacuzzi haciéndoselo con el tapón. Ya sabes, en su vida privada.

    Pero es que la doctora Paige Marshall parece estar por encima de que se la folien.

    Un grupo de pájaros con pinta de buitres vuela en círculos por encima de nosotros. Según el horario de los pájaros deben de ser las dos. Una ráfaga de viento levanta el faldón del chaleco de Denny y se lo pasa por encima de los hombros. Yo se lo vuelvo a bajar.

    —A veces —dice Denny y se sorbe la nariz— me parece que quiero ser golpeado y castigado. No me importa que ya no exista Dios, pero quiero seguir respetando algo. No quiero ser el centro de mi universo.

    Con Denny toda la tarde en el cepo, tengo que partir yo toda la leña. Tengo que moler el maíz yo solo. Salar la carne de cerdo. Comprobar que los huevos sean frescos. Hay que esterilizar la nata. Limpiar la mierda de los cerdos. No te imaginas lo ajetreado que es el siglo XVIII. Ya que estoy haciendo toda la faena por él, le digo a la espalda encorvada de Denny, lo menos que podría hacer es visitar a mi madre en mi lugar y fingir que soy yo. Para oír su confesión.

    Denny suspira mirando al suelo. Desde sesenta metros de altura uno de los buitres deja caer una cagada blancuzca y asquerosa en su espalda.

    Denny dice:

    —Tío, lo que yo necesito es una misión.

    Yo le digo:

    —Pues haz esta buena obra. Ayuda a una ancianita.

    Y Denny dice:

    —¿Cómo te va el cuarto paso? —dice—. Tío, me pica el costado, ¿me puedes echar una mano?

    Y evitando la mierda de pájaro, me pongo a rascarle.


    12


    Cada vez hay más tinta roja en la guía telefónica. Cada vez hay más restaurantes tachados con rotulador rojo. Son los sitios donde he estado a punto de morir. Sitios italianos. Mexicanos. Chinos. De veras, cada noche me quedan menos sitios donde ir a cenar si quiero ganar algo de dinero. Si quiero engañar a alguien para que me quiera.

    La pregunta es siempre: ¿Con qué te quieres asfixiar esta noche?

    Está la comida francesa. La comida maya. La de las Indias Orientales.

    Si te quieres hacer una idea de dónde vivo, de la vieja casa de mi madre, imagínate una tienda de antigüedades especialmente cochambrosa. De esas donde uno tiene que caminar de lado, como la gente en los jeroglíficos egipcios, así tic atiborrada está. Todos los muebles de madera labrada, la larga mesa del comedor, las sillas, los arcones, los armarios con caras grabadas por todos sitios, los muebles embadurnados de una especie de barniz de textura espesa que se volvió negro y se resquebrajó un millón de años antes de Cristo. Los sofás enormes cubiertos de esos bordados en cañamazo a prueba de balas en los que uno no querría sentarse desnudo por nada del mundo.

    Todas las noches después del trabajo lo primero que hay que hacer es revisar las felicitaciones de cumpleaños. El recuento de los cheques. Esto se hace sobre la superficie negra gigantesca de la mesa del comedor, mi base de operaciones. Otro resguardo de ingreso a rellenar. Esta noche no hay más que una asquerosa felicitación. Una felicitación de mierda que ha llegado en el correo con un cheque de cincuenta pavos. Aun así, hay que escribir una nota de agradecimiento. Hay que enviar de todas formas una oleada más de cartas humilladas e indignas.

    No es que sea un ingrato, pero si lo único que me puedes pasar son cincuenta pavos, la próxima vez deja que me muera, ¿vale? O mejor todavía, apártate de en medio y deja que algún ricacho haga de héroe.

    Está claro, no puedo escribir eso en una nota de agradecimiento, pero estaría bien.

    Si te quieres hacer una idea de la casa de mi madre, imagínate los muebles de un castillo embutidos en una casa de recién casados con dos dormitorios. Se supone que todos estos sofás, cuadros y relojes de pared fueron su dote llegada del Viejo Mundo. De Italia. Mi madre vino aquí para ir a la universidad y después de tenerme a mí ya no volvió.

    No se le nota en nada que sea italiana. No huele a ajo ni tiene matas de pelo en los sobacos. Vino para estudiar medicina. A la puta facultad de medicina. En Iowa. La verdad es que los inmigrantes suelen ser más americanos que la gente nacida aquí.

    La verdad es que yo vine a ser su permiso de residencia.

    Después de inspeccionar la guía de teléfonos, decido que tengo que llevar mi número a un público más elegante. Hay que ir donde está el dinero y llevárselo a casa. No hay que asfixiarse hasta la muerte con alitas de pollo en una freiduría de mala muerte.

    Los ricos que comen comida francesa tienen tantas ganas de ser héroes como los demás.

    Lo que quiero decir es que hay que discriminar.

    En la guía de teléfonos todavía quedan marisquerías por probar. Braserías mongoles.

    El cheque de hoy viene de parte de una mujer que me salvó la vida el pasado mes de abril en un buffet. Uno de esos buffets donde puedes comer todo lo que quieras. ¿En qué estaría pensando? Asfixiarse en restaurantes baratos es claramente una maniobra errónea. Todo está anotado, hasta el último detalle, en el registro enorme que llevo. Aquí está todo, desde quién me salvó, dónde y cuándo hasta la suma que llevan gastada en mí. La donante de hoy se llama Brenda Munroe y firma al pie de su tarjeta de felicitación, con amor.

    «Espero que este poquito ayude», ha escrito en el dorso del cheque.

    Brenda Munroe, Brenda Munroe. Lo intento, pero no puedo recordar su cara. Nada. No se puede confiar en recordar cada experiencia próxima a la muerte. Está claro, tendría que tener un registro más detallado, por lo menos poner el color del pelo y de los ojos, pero en serio, mírame. A estas alturas ya estoy medio ahogado en papeles.

    Mi carta de agradecimiento del mes pasado explicaba mis apuros para pagar algo que he olvidado.

    Le dije a la gente que debía el alquiler o la factura del dentista. Que tenía que pagar la leche o al psicólogo. Cuando he enviado dos centenares de copias de la misma carta ya no quiero volver a leerla nunca más.

    Es una versión casera de esas obras de caridad para los niños del Tercer Mundo. Esas que por el precio de una taza de café te permiten salvar la vida de un niño. Apadrinar. El truco es que no está permitido salvar la vida una sola vez. La gente tiene que salvarme todo el tiempo. Igual que en la vida real, no hay un bonito final feliz.

    Igual que en la facultad de medicina, uno tiene que salvar la vida de alguien tantas veces como le sea posible. Es el principio de Peter de la medicina.

    Toda esa gente que envía dinero está pagando su heroísmo a plazos.

    Uno se puede asfixiar con comida marroquí. Con comida siciliana. Todas las noches.

    Después de que yo naciera, mi madre se instaló en Estados Unidos. No en esta casa. No se vino aquí hasta que la soltaron por última vez, después del juicio por robar el autobús de la escuela. Robo de automóvil y secuestro. No tengo ningún recuerdo de infancia de esta casa ni de estos muebles. Aquí está todo lo que sus padres le enviaron de Italia. Supongo. Por lo que sé, podría haberlo ganado en un concurso de la tele.

    Solamente una vez le pregunté por su familia, por mis abuelos de Italia.

    Y recuerdo que me dijo:

    —No saben nada de ti, o sea que no me causes problemas.

    Y si no sabían nada de su nieto bastardo, apuesto a que tampoco sabían nada del encarcelamiento de su hija por obscenidad, de su encarcelamiento por intento de asesinato, de su juicio por imprudencia temeraria y por malos tratos a animales. Es probable que también estén locos. Solo hay que ver sus muebles. Probablemente estén locos y muertos.

    Paso una y otra vez las páginas de la guía de teléfonos.

    La verdad es que cuesta tres mil pavos al mes tener a mi madre en la Residencia Asistida Saint Anthony. En Saint Anthony cincuenta pavos equivalen a un cambio de pañales.

    Solo Dios sabe cuántas veces voy a tener que estar a punto de morirme para pagar una sonda de estómago.

    La verdad es que a estas alturas el registro de héroes ya tiene más de trescientos nombres y sigo sin sacarme tres mil al mes. Además, todas las noches viene el camarero con la cuenta. Y está la propina. Los putos gastos indirectos me están matando.

    Igual que en cualquier buen sistema piramidal, uno siempre tiene que estar enrolando gente en la base. Igual que en la seguridad social, hay una masa de buena gente que paga por los demás. Sacarle cuatro perras a estos buenos samaritanos es mi colchón social personal.

    «Esquema de Ponzi» no es la expresión adecuada, pero es la primera que viene a la mente.

    La miserable verdad es que todas las noches me sigo viendo obligado a coger la guía de teléfonos y encontrar un sitio adecuado para estar a punto de morir.

    Lo que estoy dirigiendo es la Maratón Televisiva por Victor Mancini.

    No es peor que el gobierno. Pero en el estado del bienestar de Victor Mancini la gente que paga la factura no se queja. Están orgullosos. Se jactan de ello delante de sus amigos.

    Es un chanchullo en el que solamente yo ocupo la cima y los miembros nuevos hacen cola para inscribirse empujándome desde detrás. Se trata de exprimir a esa gente buena y generosa.

    Y no es que me gaste el dinero en drogas y en juego. Ni siquiera consigo terminar una sola cena. A mitad del primer plato tengo que irme a trabajar. Atragantarme y dar patadas. Y aun así, hay gente que nunca envía dinero. Algunos parece que se lo piensan mejor. Con el paso del tiempo, incluso la gente más generosa deja de enviar cheques.

    La parte del llanto, en la que alguien me abraza y yo doy boqueadas y lloro, esa parte me resulta cada vez más fácil. Cada vez más a menudo, lo difícil de llorar es que no puedo parar.

    Quedan sitios de fondue sin tachar en la guía. Hay tailandeses. Griegos. Etíopes. Cubanos. Sigue habiendo mil sitios a los que no he ido a morirme.

    Para aumentar el flujo de efectivo, hay que crear dos o tres héroes cada noche. Algunas noches hay que pasar por tres o cuatro sitios para poder cenar como es debido.

    Soy un artista que actúa en cenas y que se trabaja tres locales cada noche. Damas y caballeros, quiero pedir un voluntario entre el público.

    «Gracias, gracias, pero no —me gustaría decirles a mis parientes muertos—. Puedo construir una familia yo solo.»

    Pescado. Carne. Comida vegetariana. Esta noche, como la mayor parte de las noches, lo más fácil es cerrar los ojos.

    Deja el dedo suspendido sobre la guía abierta.

    Adelántense y sean héroes, damas y caballeros. Adelántense y salven una vida.

    Deja caer la mano y que el destino decida por ti.


    13


    Como hace calor, Denny se quita la chaqueta y luego el jersey. Sin desabrocharse los botones, ni siquiera los de los puños ni el del cuello, se quita la camisa por la cabeza, volviéndola del revés, de forma que la cabeza y las manos le quedan enfundadas en franela a cuadros rojos. Mientras forcejea para sacarse la camisa por la cabeza, la camiseta que lleva debajo se le sube hasta los sobacos. Su vientre desnudo está lleno de sarpullidos y hundido. Alrededor de los pezones diminutos le crecen unos pelos largos y retorcidos. Los pezones parecen irritados y agrietados.

    —Tío —dice Denny, forcejeando todavía con la camisa—, demasiadas capas. ¿Por qué tiene que hacer tanto calor aquí dentro?
    —Porque es una especie de hospital. Es una residencia de asistencia continua.

    Por debajo de los vaqueros y del cinturón le asoma el elástico desgastado de unos calzoncillos baratos. El elástico distendido tiene manchas de óxido de color naranja. Por delante le sobresalen unos cuantos pelos retorcidos. Tiene manchas de sudor amarillentas, en serio, en la piel del sobaco.

    La chica del mostrador de entrada está sentada mirando con la cara fruncida en torno a la nariz.

    Intento ponerle la camiseta en su sitio y doy fe de que tiene pelusas de varios colores en el ombligo. En el vestuario del trabajo he visto a Denny quitarse los pantalones junto con los calzoncillos igual que hacía yo cuando era niño.

    Y con la cabeza todavía enfundada en la camisa, Denny dice:

    —Tío, ¿puedes ayudarme? Hay un botón en alguna parte y no lo encuentro.

    La chica del mostrador de entrada se me queda mirando. Tiene el auricular del teléfono descolgado pero no acaba de llevárselo a la oreja.

    Con la mayor parte de su ropa en el suelo, Denny va haciéndose cada vez más flaco hasta quedarse solamente con la camiseta apestosa y los téjanos con las rodillas llenas de porquería. Tiene dobles nudos en las zapatillas de tenis y los nudos y los agujeros para los cordones emplastados perpetuamente con porquería.

    Aquí dentro estamos casi a treinta y cinco grados porque esta gente no tiene sistema de ventilación, le cuento. Está lleno de vejestorios.

    Huele a limpio, lo cual quiere decir que solamente huele a productos químicos, productos de limpieza o perfumes. Se sabe que el olor a pino tapa el olor a mierda. El limón quiere decir que alguien ha vomitado. Las rosas son para la orina. Después de una tarde en Saint Anthony, uno ya no quiere volver a oler a rosas durante el resto de su vida.

    El vestíbulo tiene muebles tapizados, plantas falsas y flores. La decoración empieza a desaparecer cuando uno atraviesa las puertas cerradas con llave.

    Denny le dice a la chica del mostrador:

    —¿Alguien me va a mangar mis cosas si las dejo por aquí? —Se refiere a su montón de ropa vieja. Y luego dice—: Soy Victor Mancini. —Me mira—. He venido a ver a mi madre, ¿verdad?

    Le digo a Denny:

    —Joder, tío, esta no es la que tiene lesiones cerebrales. —Y a la chica del mostrador—: Yo soy Victor Mancini. Vengo aquí constantemente a ver a mi madre, Ida Mancini. Está en la habitación ciento cincuenta y ocho.

    La chica pulsa un botón del teléfono y dice:

    —Llamando a la enfermera Remington. Enfermera Remington al mostrador de entrada, por favor. —Su voz sale amplificada del techo.

    Uno se pregunta si la enfermera Remington existe de verdad.

    Uno se pregunta si esta chica debe de creer que Denny es otro exhibicionista agresivo crónico.

    Denny patea su ropa hasta dejarla debajo de una silla tapizada.

    Un hombre gordo viene haciendo jogging por el pasillo con una mano aguantándose el bolsillo del pecho, lleno de bolígrafos, y otra mano en la cartuchera, donde lleva un espray de pimienta. En el otro bolsillo del pantalón le tintinean unas llaves. Le dice a la chica del mostrador:

    —A ver, ¿qué pasa aquí?

    Y Denny le dice:

    —¿Hay algún baño que pueda usar? O sea, uno para civiles.

    Lo que pasa es Denny.

    Para que Denny pueda oír la confesión de mi madre, primero tiene que conocer a lo que queda de ella. Mi plan es presentárselo como Victor Mancini.

    De esa forma Denny podrá descubrir quién soy yo realmente. De esa forma mi madre podrá encontrar un poco de paz. Ganar un poco de peso. Ahorrarme lo que cuesta la sonda. Y no morirse.

    Cuando Denny vuelve del baño, el vigilante nos acompaña a la parte viva de Saint Anthony y Denny dice:

    —No hay cerrojo en la puerta del baño. Estaba sentado en la taza y una vieja ha abierto la puerta.

    Le pregunto si quería sexo.

    —¿Cómo dices?

    Atravesamos unas puertas que el vigilante tiene que abrir con llave y luego otras. Mientras caminamos las llaves le tintinean en la cadera. Hasta en el pescuezo tiene un michelín.

    —¿Se parece a ti? —dice Denny—. Tu madre.
    —Tal vez —le digo—. Lo que pasa...

    Y Denny dice:

    —Lo que pasa es que está en los huesos y se le ha secado el seso, ¿no?

    Yo le suelto:

    —Para ya —le digo—. Vale, fue una madre de mierda, pero es la única madre que tengo.
    —Lo siento, tío —dice Denny—. ¿Pero no se dará cuenta de yo no soy tú?

    Aquí en Saint Anthony tienen que correr las cortinas antes de que anochezca porque si una interna se ve reflejada en la ventana cree que hay alguien mirándola. Lo llaman «efecto puesta de sol». Cuando todas las viejas se vuelven locas al anochecer.

    A la mayoría de esta gente las puedes poner delante de un espejo y decirles que es un programa especial de televisión sobre viejos hechos polvo que se están muriendo y se quedarán mirando durante horas.

    El problema es que mi madre no quiere hablar conmigo cuando soy Victor y tampoco quiere hablar conmigo cuando soy su abogado. Mi única esperanza es ser su abogado de oficio mientras Denny hace de mí. Yo puedo darle la tabarra. Denny puede escuchar. A lo mejor entonces habla.

    Se puede considerar una especie de emboscada gestáltica.

    Por el camino el vigilante me pregunta si no soy el tío que violó al perro de la señora Field.

    No, le digo. Es una larga historia, le digo. Hace ya unos ochenta años.

    Encontramos a mi madre en la sala de estar, sentada a una mesa con un puzzle desordenado y extendido delante de ella. Debe de tener mil piezas, pero no hay caja para ver la imagen que se tiene que componer. Podría ser cualquier cosa.

    Denny dice:

    —¿Es ella? —Y dice—: Tío, no se te parece en nada.

    Mi madre está removiendo piezas del puzzle, algunas de ellas vueltas del revés, de tal modo que solo se ve el gris del cartón, e intentando juntarlas entre sí.

    —Tía —dice Denny. Le da la vuelta a una silla y se sienta a la mesa de forma que pueda inclinarse hacia delante y apoyarse en el respaldo—. De acuerdo con mi experiencia, estos puzzles salen mejor si uno encuentra primero todas las piezas de los bordes.

    La mirada de mi madre recorre lentamente a Denny, su cara, sus labios agrietados, su cabeza afeitada y los agujeros en las costuras de su camiseta.

    —Buenos días, señora Mancini —digo yo—. Su hijo Victor ha venido a visitarla. Es este —le digo—. ¿No tiene que decirle algo importante?
    —Sí —dice Denny, asintiendo—. Soy Victor. —Empieza a apartar las piezas de los bordes—, ¿Se supone que esta parte azul es cielo o agua?

    Los viejos ojos azules de mi madre se empiezan a llenar de lágrimas.

    —¿Victor? —dice.

    Carraspea. Se queda mirando a Denny y dice:

    —Has venido.

    Denny continúa separando las piezas del puzzle con los dedos, eligiendo las que corresponden a los bordes del puzzle y apartándolas a un lado. En la barba mal afeitada se le han quedado pelusas rojas de la camisa de cuadros rojos.

    Y la mano arrugada de mi madre se arrastra sobre la mesa y se cierra en torno a la mano de Denny.

    —Me alegro de verte —dice—, ¿Cómo estás? Ha pasado tanto tiempo. —Una lágrima le resbala por el rabillo del ojo y le recorre las arrugas de la comisura de la boca.
    —Joder —dice Denny apartando la mano—, señora Mancini, tiene las manos congeladas.

    Mi madre dice:

    —Lo siento.

    Huele a algún tipo de comida de cafetería, calabaza o judías, con las que están haciendo papilla.

    Yo permanezco de pie todo el tiempo.

    Denny consigue encajar unos centímetros del borde del puzzle. Luego me dice:

    —¿Y cuando vamos a conocer a esa doctora perfecta tuya?

    Mi madre dice:

    —No te vas a ir ya, ¿verdad? —Mira a Denny con los ojos inundados de lágrimas y las cejas juntándose encima de la nariz—. Te he echado tanto de menos.

    Denny dice:

    —Eh, tía, estamos de suerte. ¡Aquí hay una esquina!

    Mi madre levanta una mano temblorosa y de aspecto hervido y quita una pelusa roja que Denny tiene en la cabeza.

    Yo le digo:

    —Perdone, señora Mancini, pero ¿no quería contarle algo a su hijo?

    Mi madre me mira a mí y luego a Denny:

    —¿Puedes quedarte, Victor? —dice—. Tenemos que hablar. Tengo tantas cosas que explicarte.
    —Explíquelas, vamos —le digo.

    Denny dice:

    —¿Se supone que esto tiene que ser una cara?

    Mi madre levanta una mano temblorosa en dirección a mí y me dice:

    —Fred, esto es entre mi hijo y yo. Son asuntos de familia importantes. Vaya a alguna parte. Vaya a ver la televisión y déjenos reunimos en privado.

    Yo digo:

    —Pero...

    Y mi madre me dice:

    —Váyase.

    Denny dice:

    —Aquí hay otra esquina —Denny reúne todas las piezas azules y las aparta a un lado. Todas las piezas tienen la misma forma básica, como cruces líquidas. Como esvásticas derretidas.
    —Vaya a intentar salvar a otro para variar —dice mi madre, sin mirarme. Luego mira a Denny—. Victor irá a buscarlo cuando hayamos terminado.

    Se me queda mirando hasta que llego al pasillo. Después le dice a Denny algo que no puedo oír. Extiende una mano temblorosa y le toca la cabeza afeitada, reluciente y azulada a Denny, justo detrás de la oreja. Allí donde acaba la manga de su pijama, su muñeca se ve correosa y de un color marrón claro como el cuello de un pavo cocido.

    Con las narices todavía metidas en el puzzle, Denny se estremece.

    Me llega un olor, un olor a pañales, y una voz rota habla a mi espalda:

    —Tú eres el que me tiró todos los libros de texto de segundo al barro.

    Sin dejar de mirar a mi madre y tratando de adivinar qué está diciendo, le contesto:

    —Sí, supongo que sí.
    —Bueno, al menos eres sincero —dice la voz. Una mujer pequeña y arrugada como una pasa entrelaza su brazo esquelético con el mío—. Ven conmigo —dice—. La doctora Marshall tiene muchas ganas de hablar contigo. En algún sido donde podáis estar a solas.

    Lleva la camisa a cuadros rojos de Denny.


    14


    Echando la cabeza hacia atrás, y con ella su peinado en forma de cerebro negro, Paige Marshall señala la bóveda de color beige del techo.

    —Antes había ángeles —dice—. Cuentan que eran increíblemente hermosos, con alas de plumas azules y halos dorados con oro de verdad.

    La anciana me lleva a la vieja capilla de Saint Anthony, un sitio enorme y vacío de cuando esto era un convento. Una pared la ocupa en su totalidad una vidriera coloreada con un centenar de tonos del dorado. La otra pared solamente tiene un enorme crucifijo de madera. Entre las dos paredes está Paige Marshall con su bata blanca de laboratorio, dorada por la luz de la vidriera, debajo del cerebro negro de su peinado. Lleva sus gafas de montura negra y está mirando al techo. Toda ella en dorado y negro.

    —Siguiendo los decretos del Concilio Vaticano Segundo —dice—, taparon con pintura la mayor parte de los murales de las iglesias. Los ángeles y los frescos. Se llevaron la mayor parte de las estatuas. Todos estos maravillosos misterios de la fe. Se los llevaron.

    Me mira.

    La anciana se ha ido. La puerta de la capilla se cierra con un chasquido detrás de mí.

    —Es patético —dice Paige— que no podamos soportar las cosas que no entendemos. Que si no entendemos algo simplemente lo neguemos.

    Me dice:

    —He encontrado una forma de salvar la vida de su madre dice—. Pero a lo mejor usted no la aprueba.

    Paige Marshall empieza a desabrocharse los botones de la bata y cada vez se le ve más y más piel desnuda debajo.

    —Tal vez la idea le parezca completamente repugnante —dice.

    Se abre su bata de laboratorio.

    No lleva nada debajo. Está desnuda y tan pálida como la piel de debajo del pelo. Desnuda y pálida y a un metro y medio de mí. Y apetecible. Se quita la bata con un encogimiento de hombros de manera que le queda colgando de los codos detrás de la espalda. Sus brazos siguen dentro de las mangas.

    Tengo delante todas esas zonas peludas y sombrías a dónele me muero por ir.

    —Solo tenemos este pequeño rayo de esperanza —dice.

    Y avanza hacia mí. Sin quitarse las gafas. Sin quitarse los zapatos náuticos blancos, que aquí dentro parecen dorados.

    Yo tenía razón sobre sus orejas. Está claro, el parecido es asombroso. Otro agujero que no puede cerrar, escondido y bordeado de piel. Enmarcado en su pelo suave.

    —Si quiere usted a su madre —dice—. Si quiere que viva, tendrá que hacer esto conmigo.

    ¿Ahora?

    —Estoy a punto —dice—. Tengo la mucosa tan espesa que puede hundir una cuchara en ella.

    ¿Aquí?

    —No puedo encontrarme con usted fuera de aquí —dice.

    Su anular está tan desnudo como el resto de ella. Le pregunto si está casada.

    —¿Es una cuestión que le preocupe? —dice.

    Puedo extender el brazo y tocar la curva de su cintura en el punto en que se funde con el perfil de su culo. A la misma distancia están los arrecifes de los pechos subiendo hasta los granos oscuros de los pezones. Si extiendo el brazo puedo tocar el punto cálido donde se unen sus piernas.

    Yo le digo:

    —No. Ni hablar. Ni pensarlo.

    Sus manos se reúnen en el botón superior de mi camisa, luego en el siguiente, luego en el siguiente. Sus manos me abren la camisa y me la sacan por los hombros hasta que cae a mi espalda.

    —Solamente quiero que sepa —le digo—, ya que usted es médico y todo eso —le digo—, que soy un adicto al sexo en fase de recuperación.

    Sus manos me abren la hebilla del cinturón y me dice:

    —Entonces haga lo que le salga de forma natural.

    Paige no huele a rosas ni a pino ni a limón. A nada de eso, ni siquiera a piel.

    Huele a húmedo.

    —Usted no lo entiende —le digo—. Llevo casi dos días enteros de abstinencia.

    Bajo la luz dorada tiene un aspecto cálido y resplandeciente. Con todo, tengo la sensación de que si la besara mis labios quedarían adheridos como si hubiera besado metal congelado. Para retrasar las cosas pienso en carcinomas de células elementales. Me imagino un impétigo bacteriano de piel. Úlceras de córnea.

    Ella acerca mi cara a su oreja. Me susurra al oído:

    —Bien. Es muy noble por su parte. Pero ¿por qué no empieza su recuperación mañana?

    Me baja los pantalones por las caderas con los pulgares y dice:

    —Necesito que ponga su fe en mí.

    Y sus manos suaves y frescas se cierran en torno a mí.


    15


    Si alguna vez estás en el vestíbulo de un hotel grande y empieza a sonar el vals El Danubio azul, sal corriendo. No pienses. Corre.

    Las cosas ya no se anuncian nunca de forma directa.

    Si alguna vez estás en un hospital y llaman a la enfermera Flamingo para que vaya a oncología, no aparezcas por allí. La enfermera Flamingo no existe. Si llaman al doctor Blaze, tampoco existe nadie con ese nombre.

    En los hoteles grandes el vals quiere decir que hay que evacuar el edificio.

    En la mayor parte de los hospitales, la enfermera Flamingo quiere decir que hay un incendio. El doctor Blaze quiere decir incendio. El doctor Green quiere decir un suicidio. El doctor Blue quiere decir que alguien ha dejado de respirar.

    Estas cosas se las explicó la mamaíta al niño estúpido un día que estaban parados en un atasco de tráfico. Por entonces ella ya estaba perdiendo la chaveta.

    Ese mismo día el niño estaba sentado en clase cuando una señora de la secretaría de la escuela vino a decirle que se había cancelado su cita con el dentista. Un minuto más tarde el niño levantó la mano y pidió permiso para ir al lavabo. Nunca había existido ninguna cita con el dentista. Sí, alguien había llamado de parte del dentista, pero aquella era una nueva señal secreta. Salió por una puerta trasera junto a la cafetería y allí estaba ella en un coche dorado.

    Era la segunda vez que la mamaíta venía a buscarlo.

    Ella bajó la ventanilla y le dijo:

    —¿Sabes por qué han metido a mamaíta en la cárcel esta vez?
    —¿Por cambiar los colores del tinte para el pelo? —dijo él.


    Véase también: agravio malicioso.
    Véase también: asalto en segundo grado.



    Se inclinó para abrir la portezuela y empezó a hablar sin parar. Durante días enteros.

    Si alguna vez vas al Hard Rock Cafe, le explicó, y anuncian que «Elvis ha salido del local», quiere decir que todos los camareros tienen que ir a la cocina y averiguar qué platos especiales se han terminado.

    Esas son las cosas que la gente te dice cuando no te está diciendo la verdad.

    En los teatros de Broadway, «Elvis ha salido del local» quiere decir incendio.

    En una tienda de comestibles, llamar al señor Cash equivale llamar a un guardia jurado armado. Anunciar «Llegada de mercancías en Ropa de Señoras» quiere decir que hay alguien robando en ese departamento. Otras tiendas llaman a una mujer ficticia llamada Sheila. «Sheila a la entrada» quiere decir que alguien está robando en la entrada de la tienda. El señor Cash, Sheila y la enfermera Flamingo siempre quieren decir malas noticias.

    La mamaíta apagó el motor, se sentó con una mano aguantando el volante recto y con la otra chasqueó los dedos para que el niño le repitiera la lección. Tenía los orificios nasales llenos de sangre seca. Por el suelo del coche había pañuelos de papel arrugados y llenos de más sangre seca. La guantera tenía salpicaduras de sangre de cada vez que ella estornudaba. Había más sangre todavía en la parte de dentro del parabrisas.

    —Nada de lo que te enseñan en la escuela es tan importante como esto —le dijo ella—. Esto que estás aprendiendo aquí te va a salvar la vida.

    Chasqueó los dedos:

    —¿El señor Amond Silvestiri? —dijo ella—. Si lo llaman, ¿qué quiere decir?

    En algunos aeropuertos, llamarlo quiere decir que hay un terrorista con una bomba.

    «Señor Amond Silvestiri, por favor, reúnase con su grupo en la puerta diez del vestíbulo D» quiere decir que ahí es donde los tipos de SWAT van a encontrar a su hombre.

    La señora Pamela Ransk-Mensa quiere decir un terrorista en el aeropuerto con solamente una pistola.

    «Señor Bernard Wellis, por favor, reúnase con su grupo en la puerta dieciséis del vestíbulo F» quiere decir que alguien tiene un rehén con un cuchillo en la garganta.

    La mamaíta echó el freno de mano y chasqueó otra vez los dedos:

    —Rápido como una liebre. ¿Qué quiere decir la señorita Terrilynn Mayfield?
    —¿Gas nervioso? —dijo el niño.

    La mamaíta negó con la cabeza.

    —No me lo digas —dijo el niño—. ¿Un perro rabioso?

    La mamaíta negó con la cabeza.

    Fuera del coche, el apretado mosaico de coches los rodeaba por completo. Los helicópteros surcaban el aire sobre la autopista.

    El niño se dio un golpecito en la frente:

    —¿Un lanzallamas?

    La mamaíta dijo:

    —Ni siquiera lo estás intentando. ¿Quieres una pista?
    —¿Sospechoso de llevar drogas? —dijo, y luego—: Bueno, dame una pista.

    Y la mamaíta dijo:

    —La señorita Terrilynn Mayfield... Piensa en vacas y caballos.

    Y el niño gritó:

    —¡Ántrax! —se dio con el puño en la frente y dijo—: Ántrax. Ántrax. Ántrax. —Se dio en la cabeza y dijo—: ¿Cómo puedo olvidarlo tan deprisa?

    Con su mano libre la mamaíta le revolvió el pelo y dijo:

    —Lo estás haciendo bien. Solo con que recuerdes la mitad sobrevivirás a la mayoría de gente.

    En todas partes a donde iban, la mamaíta encontraba atascos de tráfico. Escuchaba los boletines de la radio que advertían acerca de adonde no ir y así encontraba los embotellamientos. Las detenciones totales del tráfico. Los colapsos circulatorios. Buscaba los coches incendiados o los puentes levadizos abiertos. No le gustaba conducir deprisa, pero quería parecer ocupada. En los atascos no podía hacer nada y no era culpa de ella. Quedaban atrapados. Escondidos y a salvo.

    La mamaíta dijo:

    —Ahora uno fácil. —Cerró los ojos y sonrió. Luego los abrió de nuevo y dijo—: En cualquier supermercado, ¿qué quiere decir cuando piden monedas pequeñas en la caja cinco?

    Los dos llevaban la misma ropa que el día en que ella lo había recogido en la escuela. Siempre que llegaban a un motel y él se arrastraba hasta la cama, la mamaíta chasqueaba los dedos y le pedía los pantalones, la camisa, los calcetines y los calzoncillos y él le iba pasando toda la ropa desde debajo de las mantas. Cuando se la devolvía por la mañana, a veces estaba lavada.

    Cuando un cajero pide monedas pequeñas, dijo el niño, quiere decir que hay una mujer guapa en la cola y que todo el mundo tiene que ir a mirarla.

    —Bueno, hay más que eso —dijo la mamaíta—, pero sí.

    A veces la mamaíta se quedaba dormida apoyada en la portezuela del coche y el resto de coches se marchaban dejándolos solos. Si el motor estaba encendido, en la guantera se encendían toda clase de luces rojas que el niño no había visto nunca y que alertaban de toda clase de emergencias. En aquellas ocasiones salía humo de la rejilla del capó y el motor se paraba solo. Los coches de detrás les tocaban el claxon. La radio hablaba de un atasco nuevo, de un coche averiado en el carril central de la autopista que bloqueaba el tráfico.

    Con la gente tocando el claxon y mirándolos por las ven— lanillas, y con la radio hablando de ellos, el niño estúpido se creía que aquello era ser famoso. Hasta que el claxon despertaba a la mamaíta, el niño estúpido no hacía más que saludar a la gente con la mano. Pensaba en el Tarzán gordo con su mono y sus cacahuetes. En el hecho de que el tipo pudiera seguir sonriendo. En el hecho de que la humillación solamente es humillación cuando uno elige sufrir.

    El niño respondía con sonrisas a las caras furiosas que lo miraban.

    Y les lanzaba besos.

    Cuando un camión hizo sonar el claxon la mamaíta se despertó sobresaltada. Luego se tranquilizó y se pasó un minuto apartándose el pelo de la cara. Se llevó un tubito de plástico a un orificio nasal e inhaló. Pasó otro minuto de inactividad antes de que se sacara el tubito y mirara con los ojos entrecerrados al niño que tenía sentado a su lado en el asiento del pasajero. Miró con los ojos entrecerrados todas las nuevas luces rojas que se habían encendido.

    El tubito era más pequeño que su pintalabios, con un agujero para inhalar en un extremo y algo que apestaba en el interior. Después de que ella inhalara siempre quedaba algo de sangre en el tubo.

    —¿En qué curso estás? —dijo ella—. ¿En primero? ¿En segundo?

    En quinto, dijo el niño.

    —¿Y en esta fase cuánto pesa tu cerebro? ¿Seis kilos? ¿Siete?

    En la escuela sacaba sobresalientes.

    —¿Y eso qué quiere decir? —dijo ella—. ¿Que tienes siete años?

    Nueve.

    —Bueno, Einstein, todo lo que te han dicho esos padres adoptivos tuyos —dijo la mamaíta—, puedes olvidarlo ahora mismo.

    Ella dijo:

    —Esas familias adoptivas no saben lo que es importante.

    Justo encima de ellos volaba un helicóptero y el niño se inclinó hacia delante para mirar hacia arriba a través de la franja tintada de azul en la parte superior del parabrisas.

    La radio hablaba de un Plymouth Duster dorado que estaba bloqueando el carril central de la carretera de circunvalación.

    —A la mierda la Historia. La gente más importante que tienes que conocer es toda la gente falsa —dijo la mamaíta.

    La señora Pepper Haviland quiere decir el virus Ebola. El señor Turner Anderson quiere decir que alguien acaba de vomitar.

    La radio dijo que varias patrullas de emergencia estaban de camino para apartar el coche averiado.

    —Todo ese rollo que te enseñan sobre álgebra y macro— economía, olvídalo —dijo ella—, Dime, ¿para qué te sirve ser capaz de sacar la raíz cuadrada de un triángulo si luego un terrorista te dispara en la cabeza? ¡Para nada! Esta es la verdadera educación que te hace falta.

    Los demás coches daban un rodeo alrededor del suyo, aceleraban con un chirrido y desaparecían hacia sus destinos.

    —Quiero que sepas más de lo que la gente considera que es seguro explicarte —dijo ella.

    Y el niño dijo:

    —¿Cómo qué?
    —Por ejemplo, cuando piensas en el resto de tu vida —dijo ella, y se tapó los ojos con la mano—, nunca piensas más allá de los dos próximos años.

    Y además de eso dijo:

    —Para cuando tengas treinta años, tu peor enemigo serás tú mismo.

    Y otra cosa que dijo fue:

    —La Ilustración se terminó. Ahora estamos viviendo en la Des-Ilustración.

    La radio dijo que la policía había sido alertada sobre el coche averiado.

    La mamaíta subió muy fuerte el volumen de la radio.

    —Mierda —dijo—, Dime que no somos nosotros.
    —Han dicho un Duster dorado —dijo el niño—. Es el nuestro.

    Y la mamaíta dijo:

    —Eso te demuestra lo poco que sabes.

    Abrió la portezuela y le dijo que pasara por encima del asiento y saliera por el lado de ella. Contempló los coches que pasaban a toda velocidad a su lado y desaparecían a lo lejos.

    —Este coche no es nuestro —dijo ella.

    La radio vociferó que parecía que los ocupantes estaban abandonando el vehículo.

    La mamaíta sacudió la mano para que él se la cogiera.

    —Yo no soy tu madre —dijo ella—. Ni mucho menos. —Debajo de la uña tenía sangre seca de la nariz.

    El estruendo de la radio los persiguió. La conductora del Duster dorado y un niño se habían convertido en un obstáculo peligroso mientras intentaban cruzar los cuatro carriles de la autopista esquivando los coches.

    Ella dijo:

    —Me imagino que tenemos unos treinta días para acumular una vida entera de aventuras felices. Hasta que se me acaben las tarjetas de crédito.

    Ella dijo:

    —Bueno, treinta días a menos que nos atrapen antes.

    Los coches tocaban el claxon y los esquivaban. El estruendo de la radio los perseguía. El ruido de los helicópteros sonaba más cercano que antes.

    Y la mamaíta dijo:

    —Ahora haz como si sonara el vals El Danubio azul, cógete fuerte de mi mano —dijo—. Y no pienses. Limítate a correr.


    16


    La siguiente paciente es una mujer de unos veintinueve años con un lunar en la parte interior del muslo que no tiene buen aspecto. Es difícil decirlo con esta luz, pero parece demasiado grande, asimétrico y con matices de azul y marrón. Los bordes son irregulares. La piel de alrededor está escoriada.

    Le pregunto si se lo ha estado rascando.

    Y si tiene antecedentes de cáncer de piel en la familia.

    Sentado a mi lado con su bloc amarillo de impresos sobre la mesa, Denny sostiene el extremo de un corcho justo encima de su encendedor y hace girar el corcho hasta que se pone negro. Luego dice:

    —Tío, en serio —dice—, esta noche tienes una hostilidad rara. ¿Te has portado mal?

    Dice:

    —Siempre odias al mundo después de tirarte a una tía.

    La paciente se pone de rodillas con las piernas abiertas. Se inclina hacia atrás y empieza a menearse lentamente delante de nosotros. Simplemente contrayendo los músculos del culo, proyecta hacia nosotros los hombros, los pechos y el pubis. Todo su cuerpo nos embiste rítmicamente.

    El truco para recordar los síntomas del melanoma son las letras ABCD.

    Forma Asimétrica.

    Bordes irregulares.

    Variaciones de color.

    Diámetro mayor a seis milímetros.

    Está rasurada. Perfectamente bronceada y untada de loción, no parece tanto una mujer como un sitio para meter la tarjeta de crédito. Mientras se menea delante de nuestras narices, la mezcla turbia de luz roja y negra la hace parecer más atractiva de lo que es. Las luces rojas borran las cicatrices y los moretones, los granos y una especie de tatuajes, además de las estrías y las cicatrices subcutáneas. Las luces negras hacen que los ojos y los dientes se le vean muy blancos.

    Es gracioso que la belleza del arte tenga mucho más que ver con el marco que con la obra de arte en sí misma.

    La luz engañosa hace que incluso Denny parezca sano, con sus brazos de pollo sobresaliendo de una camiseta blanca. Su bloc de impresos se ve de color amarillo brillante. Se sorbe el labio inferior y se lo muerde mientras su mirada va de la paciente a su obra y de vuelta a la paciente.

    Sin dejar de menearse delante de nuestras narices, ella grita para hacerse oír por encima de la música:

    —¿Qué?

    Parece rubia natural, lo cual es un factor de riesgo elevado, así que le pregunto si ha notado recientemente alguna pérdida de peso inexplicable.

    Sin mirarme, Denny dice:

    —Tío, ¿sabes cuánto me costaría una modelo de verdad?

    Yo le contesto:

    —Tío, no te olvides de dibujarle los pelos enquistados.

    Le pregunto a la paciente si ha notado algún cambio en el ciclo de sus movimientos intestinales.

    Arrodillada delante de nosotros, con las uñas pintadas de negro extendidas a ambos lados de su cuerpo e inclinada hacia atrás, mirándonos por encima de su propio cuerpo arqueado, dice:

    —¿Qué?

    El cáncer de piel, le grito, es el cáncer más común entre las mujeres de entre veintinueve y treinta y cuatro años.

    Le grito:

    —Necesito palparte los nódulos linfáticos.

    Y Denny dice:

    —Tío, ¿quieres saber lo que me dijo tu madre o no?

    Yo grito:

    —Déjame palparte aunque sea el bazo.

    Y haciendo un boceto rápido con el corcho quemado, Denny dice:

    —¿Noto tal vez un ciclo de vergüenza?

    La rubia se pasa los codos por detrás de las rodillas y se acuesta de espaldas, pellizcándose los pezones con los dedos índice y pulgar de cada mano. Abre mucho la boca, nos saca la lengua y la retuerce. Luego dice:

    —Daiquiri —dice—. Me llamo Cherry Daiquiri. No podéis tocarme —dice—, ¿Pero dónde está ese lunar que me dices?

    La frase «Mamá es acróbata en dos circos» sirve para recordar las ramas colaterales de la arteria axilar.

    «Mamá» se refiere a la mamaria externa.
    «Es» se refiere a la escapular inferior.
    «Acróbata» es por la acromiotorácica con sus dos ramas, acromial y torácica superior.

    Los «dos circos» son por las dos circunflejas, anterior y posterior.

    Las ramas colaterales de la arteria humeral son: rama deltoidea, arteria nutricia del húmero, arteria humeral profunda, arteria colateral cubital superior y arteria colateral cubital inferior. La ayuda mnemotécnica para aprender esto es «Adelmo se nutre profundamente con dos cubitos».

    La única forma de aprobar medicina son las ayudas mnemotécnicas.

    La chica anterior a esta, otra rubia pero con la clase de implante duro en las tetas de aquellos de los de antes, de los que podías colgarte para hacer flexiones de brazos, se estaba fumando un cigarrillo como parte de su actuación, así que le pregunté si tenía algún dolor persistente en el abdomen o en la espalda. ¿Había notado alguna pérdida de apetito, algún malestar general? Si era así como se ganaba la vida, era mejor que se hiciera frotis vaginales con regularidad.

    —Si fumas más de un paquete al día —le digo—. Quiero decir, si te lo fumas así.

    Una conización no sería mala idea, le digo, o por lo menos una dilatación y un raspado.

    Ella se pone a cuatro patas, haciendo girar a cámara lenta sus nalgas abiertas y su portezuela rosácea y arrugada, nos mira por encima del hombro y dice:

    —¿Qué es ese rollo de la «conización»?

    Y dice:

    —¿Qué es, algo nuevo que os metéis? —Y me sopla el humo en la cara.

    Bueno, sopla es un decir.

    Es cuando raspas una muestra del cuello uterino en forma de cono, le digo yo.

    Y ella se pone pálida, incluso a través del maquillaje, incluso bajo la mezcla de luz roja y negra, y cierra las piernas. Apaga el cigarrillo en mi cerveza y dice:

    —Lleváis un rollo enfermo con las tías. —Y se larga con el lío que tenemos al lado a pie de escenario.

    Yo le grito:

    —Cada mujer es un problema básicamente distinto.

    Con el tapón todavía en la mano, Denny coge mi cerveza y me dice:

    —Tío, no hay que desperdiciar nada. —Luego lo derrama lodo excepto la colilla apagada en su vaso. Me dice—: Tu madre habla mucho de un tal doctor Marshall. Dice que le ha prometido volverla joven otra vez —me dice Denny—, Pero solamente si cooperas.

    Y yo le digo:

    —Doctora. La doctora Paige Marshall. Es una mujer.

    Se presenta otra paciente, una morena con el pelo rizado de unos veinticinco años, exhibiendo una posible deficiencia de ácido fólico, con la lengua roja y de aspecto glaseado, el abdomen ligeramente distendido y los ojos vidriosos. Le pregunto si le puedo escuchar el corazón. En busca de palpitaciones. De arritmias. ¿Ha tenido alguna náusea o diarrea?

    Denny me dice:

    —¿Tío?

    El perfil del líquido cefalorraquídeo normal puede recordarse por la regla mnemotécnica de «los cincos»: la presión de apertura debe estar entre cinco y quince mmHg; las células deben de medir como máximo 5 mm³; la proteinorraquia no debe exceder los cincuenta miligramos por decilitro, y la glucorraquia no debe bajar de los cincuenta miligramos por decilitro.

    —¿Tío? —dice Denny.

    Las enfermedades que una madre puede pasar al bebé son TORCH: Toxoplasmosis, Otras (o sea, Sífilis y VIH), Rubéola, Citomegalovirus y Herpes. Va bien imaginarse a una madre pasándole la antorcha al bebé.

    Los niños salen a las madres.

    Denny me chasquea los dedos en la cara:

    —¿Qué pasa contigo? ¿Por qué te pones en este plan?

    Porque es la verdad. Es el mundo en el que vivimos. He estado allí, he hecho el examen de ingreso en la facultad de medicina. Estuve el tiempo suficiente en la facultad de medicina de la USC como para saber que un lunar nunca es un lunar. Que un simple dolor de cabeza quiere decir tumores cerebrales, quiere decir visión doble, aturdimiento, vómitos seguidos de ataques nerviosos, somnolencia y la muerte.

    Una pequeña contracción muscular quiere decir la rabia, quiere decir calambres musculares, sed, confusión y babeo, seguidos de ataques nerviosos, coma y muerte. El acné quiere decir quistes de ovario. Sentirse un poco cansado quiere decir tuberculosis. Los ojos inyectados en sangre quieren decir meningitis. La somnolencia es la primera señal de la fiebre tifoidea. Esas cosas flotantes que atraviesan tu campo de visión en los días soleados quieren decir que se te está desprendiendo la retina. Que te estás quedando ciego.

    —Fíjate en sus uñas —le digo a Denny—, Son una señal segura de cáncer de pulmón.

    Si te sientes confuso, quiere decir colapso renal, o sea, un fallo grave del riñón.

    Uno aprende todo esto en Reconocimiento Físico, en el segundo año de medicina. Uno aprende todo esto y no hay vuelta atrás.

    Ojos que no veían, corazón que no sentía.

    Un hematoma quiere decir cirrosis hepática. Un eructo quiere decir cáncer colorrectal o cáncer de esófago o por lo menos una úlcera péptica.

    La brisa al soplar parece que susurra carcinoma escamoso.

    Los pájaros en los árboles parece que pían histoplasmosis.

    A toda la gente que ves desnuda los ves como pacientes. Una bailarina puede tener unos ojos claros preciosos y unos pezones oscuros y duros, pero si le huele el aliento tiene leucemia. Una bailarina puede tener un pelo tupido, largo y limpio, pero si se rasca el cuero cabelludo es que tiene linfoma de Hodgkin.

    Página a página, Denny llena su bloc de estudios del natural, de mujeres hermosas y sonrientes, mujeres esbeltas que le lanzan besos, mujeres con la cara inclinada hacia abajo y los ojos mirando hacia arriba en dirección a él a través de una cascada de cabello.

    —Perder el sentido del gusto —le digo a Denny— quiere decir cánceres orales.

    Y sin mirarme, observando alternativamente su dibujo y a la nueva bailarina, Denny dice:

    —Tío, entonces tú hace tiempo que tienes los cánceres esos.

    Aunque mi madre se muriera no estoy seguro de querer volver y ser readmitido antes de que empiecen a caducar mis créditos. A estas alturas ya sé más de lo que me apetece.

    Después de descubrir la cantidad de cosas que pueden salir mal, tu vida ya no se basa tanto en vivir como en esperar. El cáncer. La demencia. Cada vez que te miras en el espejo buscas el sarpullido rojo que indica la aparición de un herpes.


    Véase también: tiña.
    Véase también: sarna.
    Véase también: enfermedad de Lyme, meningitis, fiebre reumática, sífilis.



    La siguiente paciente en aparecer es otra rubia, delgada, tal vez demasiado. Probablemente un tumor espinal. Si le duele la cabeza, tiene un poco de fiebre y le duele la garganta, tiene la polio.

    —Haz esto —le grita Denny, y se tapa las gafas con las manos abiertas.

    La paciente lo hace.

    —Tío —dice—, las modelos de escuela nunca están tan potentes.

    Lo único que veo es que la paciente no baila muy bien y está claro que su falta de coordinación quiere decir esclerosis amiotrópica lateral.


    Véase también: enfermedad de Lou Gehrig.
    Véase también: parálisis total.
    Véase también: dificultades respiratorias.
    Véase también: calambres, cansancio, llanto.



    Con el borde de la mano, Denny difumina las líneas trazadas con el corcho para darles profundidad y sombra. Está dibujando a la mujer del escenario tapándose los ojos con las manos y con la boca entreabierta y la esboza deprisa, mirando fugazmente de vez en cuando en busca de los detalles, el ombligo, la curva de las caderas. Mi única queja es que Denny nunca dibuja a las mujeres tal como son. En la versión de Denny, los muslos flácidos de una mujer parecen duros como la roca. Las bolsas de debajo de los ojos se aclaran y se tonifican.

    —¿Te queda algo en metálico, tío? —dice Denny—. No quiero que se vaya todavía.

    Pero yo estoy sin blanca y la chica se va con el siguiente tío a pie de escenario.

    —A ver, Picasso —le digo.

    Denny se rasca debajo del ojo y se deja un manchón de carbonilla. Luego le da la vuelta al bloc de impresos lo bastante como para mostrarme a una mujer desnuda tapándose los ojos, esbelta y con todos los músculos en tensión, sin ninguna de las alteraciones físicas provocadas por la gravedad, la luz ultravioleta o la mala nutrición. Es delgada pero suave. Está flexionada pero relajada. Es una imposibilidad física total.

    —Tío —le digo—, la has hecho demasiado joven.

    La siguiente paciente vuelve a ser Cherry Daiquiri, que regresa, esta vez sin sonreír, mordiéndose el interior de una mejilla, y me pregunta:

    —¿Estás seguro de que este lunar que tengo es canceroso? O sea, no sé, pero ¿cómo de grave crees que es...?

    Levanto un dedo sin mirarla. En el lenguaje internacional de signos, eso quiere decir Por favor, espere. El doctor la vera enseguida.

    —No tiene los tobillos tan finos ni de coña —le digo a Denny—. Y tiene el culo mucho más grande que el que has dibujado.

    Me inclino para ver qué está haciendo Denny y luego miro a la parte del escenario donde se ha ido la paciente de antes:

    —Tienes que hacerle las rodillas más abultadas —le digo.

    La bailarina de antes me fulmina con la mirada.

    Denny sigue dibujando. Le hace unos ojos enormes. Le arregla el pelo estropeado. Lo hace todo fatal.

    —Tío —le digo—, ¿sabes que no eres muy buen artista?

    Le digo:

    —En serio, tío. Yo no la veo así para nada.

    Denny dice:

    —Si te sigues cagando en todo lo que ves te va a hacer falta llamar a tu tutor, de veras —dice—. Y en caso de que te importe una mierda, tu madre dice que tienes que leer lo que pone en su diccionario.

    Le digo a Cherry, que está agachada delante de nosotros:

    —Si de verdad quieres salvar tu vida, voy a tener que hablar contigo en algún sitio privado.
    —No, diccionario no —dice Denny—. Diario. En caso de que te preguntes de dónde vienes, está todo en su diario.

    Y Cherry deja colgar una pierna por el borde del escenario y empieza a bajarse.

    Le pregunto qué hay en el diario de mi madre.

    Y sin dejar sus dibujitos, viendo lo que no existe, Denny dice:

    —Sí, eso, diario. Nada de diccionario. El rollo ese de la verdad sobre tu padre está en su diario.


    17


    La chica del mostrador de entrada de Saint Anthony se tapa la boca para bostezar y cuando le pregunto si quiere ir a tomar una taza de café me mira de reojo y dice:

    —Con usted, no.

    De verdad, no estoy intentando ligar con ella. Yo le vigilo el mostrador mientras ella se va a buscar un café. No estoy tirándole los tejos.

    De verdad.

    Le digo:

    —Tiene cara de estar cansada.

    Lo único que hace en todo el día es admitir a unas cuantas personas y dejar salir a otras tantas. Mirar el monitor de vídeo que muestra el interior de Saint Anthony, todos los pasillos, la sala de estar común, el comedor, el jardín. La pantalla cambia de un escenario a otro cada diez segundos. La imagen es borrosa y en blanco y negro. En la pantalla se ve el comedor durante diez segundos, vacío y con todas las sillas del revés encima de las mesas, las patas de acerocromo al aire. Durante los diez segundos siguientes se ve un pasillo largo con alguien encorvado en un banco pegado a la pared.

    Durante los diez segundos siguientes, la imagen borrosa en blanco y negro muestra a Paige Marshall empujando la silla de ruedas de mi madre por otro pasillo largo.

    La chica del mostrador de entrada dice:

    —Solamente tardo un minuto.

    Al lado del monitor de vídeo hay un viejo altavoz. Se trata de una especie de altavoz antiguo con un dial rodeado de números y forrado de tela de mohair con bultitos como la de los sofás. Cada número corresponde a una sala de Saint Anthony. Sobre el mostrador hay un micrófono que sirve para emitir mensajes por megafonía. Ajustando el dial al; número correspondiente se puede escuchar lo que pasa en cualquier sala del edificio.

    Y durante un momento, del altavoz sale la voz de mi madre diciendo:

    —Me he definido a mí misma, toda mi vida, por aquello a lo que me enfrentaba...

    La chica pone el dial del intercomunicador en el nueve y se oye una radio en español y el ruido metálico de ollas en la cocina, donde está el café.

    Le digo a la chica:

    —Tómese su tiempo. —Y le digo—: No soy el monstruo— que le pueden haber dicho que soy algunas amargadas que hay por aquí.

    A pesar de que yo he sido tan amable, mete su bolso en un cajón y lo cierra con llave. Me dice:

    —No tardaré más de un par de minutos, ¿de acuerdo?

    De acuerdo.

    Luego desaparece por las puertas de seguridad y yo me quedo sentado detrás del mostrador. Mirando el monitor: la sala de estar común, el jardín, un pasillo, cada sitio durante diez segundos. Buscando a Paige Marshall. Con una mano muevo el dial de un número a otro, escuchando lo que pasa en todas las habitaciones en busca de la doctora Marshall. De mi madre. En blanco y negro y casi en directo.

    La doctora Marshall con toda su piel.

    Otra pregunta del cuestionario para adictos al sexo.

    ¿Se corta el interior de los bolsillos de los pantalones para poder masturbarse en público?

    En la sala de estar hay un vejestorio enfrascado en un puzzle.

    Del altavoz salen interferencias. Ruido de fondo.

    Diez segundos más tarde, aparece la sala de manualidades y en ella una mesa llena de viejas. Mujeres a las que me he confesado, por destrozar sus coches y por destrozarles la vida. He asumido la culpa.

    Subo el volumen y pego la oreja a la tela del altavoz. Como no sé qué número corresponde a cada habitación, voy cambiando de número y escucho.

    La otra mano la tengo metida donde antes estaba el bolsillo de mis calzas.

    Mientras paso de un número a otro, me encuentro con alguien sollozando en el número tres. Sea donde sea. Con alguien soltando palabrotas en el cinco. Rezando en el ocho. Sea donde sea. De nuevo la cocina en el nueve y la música en español.

    El monitor muestra la biblioteca, otro pasillo, luego me muestra a mí, borroso y en blanco y negro, mirando fijamente el monitor. Con una mano sujetando el dial del intercomunicador. La otra mano borrosa la tengo hundida hasta el codo dentro de las calzas. Mirando. Hay una cámara observándome desde el techo del vestíbulo.

    Y yo buscando a Paige Marshall.

    Escuchando. Para averiguar dónde está.

    «Acechando» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    El monitor me muestra a una vieja tras otra. Luego, durante diez segundos, veo a Paige empujando la silla de mi madre por otro pasillo. A la doctora Paige Marshall. Y giro el dial hasta que oigo la voz de mi madre.

    —Sí —dice—, he luchado contra todo, pero cada vez me preocupa más la idea de que nunca he estado a favor de nada.

    La pantalla muestra el jardín. Viejas caminando con andadores. Encalladas en la grava.

    Sí, sé criticar y quejarme y juzgarlo todo, pero ¿adónde me lleva eso? —sigue diciendo mi madre en off mientras el monitor cambia a otras salas.

    El monitor muestra el comedor vacío.

    El monitor muestra el jardín. Más ancianas.

    Con esto se podría hacer una página web deprimente. La Cámara de la Muerte.

    Una especie de documental en blanco y negro.

    —Quejarse no equivale a crear algo —dice la voz en off de mi madre—. Rebelarse no es reconstruir. Ridiculizar no es reemplazar. —Y la voz del altavoz se desvanece.

    El monitor muestra la sala de estar y a la mujer enfrascada en el puzzle.

    Y paso de un número al otro, buscando.

    Su voz regresa en el número cinco.

    —Hemos destrozado el mundo —dice—, pero no tenemos ni idea de qué hacer con los pedazos. —Y su voz se desvanece de nuevo.

    El monitor muestra distintos pasillos vacíos perdiéndose en la oscuridad.

    Su voz regresa en el número siete:

    —Mi generación, la forma en que lo hemos ridiculizado todo, no ha hecho que el mundo sea mejor —dice—. Hemos invertido tanto tiempo en juzgar lo que otros creaban que hemos creado muy pocas cosas propias.

    Su voz sale del altavoz:

    —He usado la rebelión como una manera de ocultarme Hemos usado la crítica como una falsa participación.

    La voz en off dice:

    —Solamente parece que hayamos logrado algo.

    La voz en off dice:

    —Nunca he hecho ninguna contribución valiosa mundo.

    Y durante diez segundos, el monitor muestra a mi madre y a Paige en el pasillo justo enfrente de la sala de manualidades.

    La voz de Paige se oye chirriante y lejana en el altavoz:

    —¿Y qué hay de su hijo?

    Estoy tan cerca que tengo la nariz pegada al altavoz.

    Y ahora el monitor me muestra a mí con la oreja pegada al altavoz y una mano sacudiendo algo muy deprisa dentro de la pernera de las calzas.

    La voz en off de Paige dice:

    —¿Y qué hay de Victor?

    Y, en serio, estoy a punto de correrme.

    Y la voz de mi madre dice:

    —¿Victor? Está claro que Victor tiene su propia forma de escaparse.

    Luego su voz en off se ríe y dice:

    —¡Tener hijos es el opio del pueblo!

    Y ahora en el monitor veo a la chica del mostrador de entrada de pie a mi lado con una taza de café.


    18


    La siguiente vez que voy a verla mi madre está más flaca si cabe. El contorno de su cuello parece tan pequeño como el de mi muñeca, la piel amarillenta forma una concavidad profunda entre sus cuerdas vocales y su garganta. Su cara ya no oculta la calavera que tiene dentro. Gira la cabeza a un lado para verme en el umbral y veo que tiene una especie de jalea gris acumulada en el rabillo de los ojos.

    Las mantas cuelgan flácidas entre los huesos de sus caderas. Las únicas otras protuberancias que se ven son sus rodillas.

    Enrosca uno de sus brazos horripilantes en torno a la barandilla cromada de la cama, un brazo tan horripilante y esquelético como la pata de un pollo, lo extiende en mi dirección y traga saliva. Sus mandíbulas tragan con esfuerzo, sus labios se empastan de saliva y entonces lo dice, con el brazo extendido hacia mí, lo dice.

    —Morty —dice—. No soy una proxeneta. —Agita los puños nudosos en el aire y dice—: Estoy haciendo una declaración feminista. ¿Cómo va a ser prostitución si todas las mujeres estaban muertas?

    He venido con un bonito ramo de flores y una tarjeta deseándole que se recupere. Vengo del trabajo, así que voy con calzas y chaleco. Con los zapatos de hebillas y las medias bordadas que dejan ver mis tobillos flacos salpicados de barro.

    Y mi madre dice:

    —Morty, tienes que evitar que el caso llegue a los tribunales. —Y suspira mirando el montón de almohadas. Las babas han puesto la funda de la almohada de color azul claro justo al lado de su cara.

    Una tarjeta deseándole que se recupere no va a arreglar esto.

    Araña el aire con la mano y me dice:

    —Ah, Morty, tienes que llamar a Victor.

    Su habitación tiene ese olor, el mismo que despiden las zapatillas de tenis en septiembre después de haberlas llevado todo el verano sin calcetines.

    Un bonito ramo de flores no llega ni para empezar.

    Llevo su diario en el bolsillo del chaleco. Metida en el diario hay una factura vencida de la residencia asistida. Meto las flores en la cuña de su cama mientras voy a buscar un jarro y a lo mejor algo para darle de comer. Todo el pudín de chocolate que pueda llevar conmigo. Algo que pueda meterle en la boca con una cuchara y hacérselo tragar.

    Con el aspecto que tiene no soporto estar aquí y tampoco no estar aquí. Cuando me dispongo a salir me dice:

    —Tienes que ponerte manos a la obra y encontrar a Victor. Tienes que conseguir que ayude a la doctora Marshall. Por favor. Tiene que ayudar a la doctora Marshall a salvarme.

    Como si algo pasara alguna vez por accidente.

    Fuera, en el pasillo, está Paige Marshall, con sus gafas, leyendo algo que lleva en el sujetapapeles.

    —He pensado que le gustaría saberlo —dice. Se apoya en el pasamanos que recorre las paredes del pasillo y dice—: Esta semana su madre ha bajado hasta los cuarenta kilos.

    Sostiene el sujetapapeles detrás de la espalda y lo coge junto con la barandilla con ambas manos. Su postura hace que se le marquen los pechos. Adelanta la pelvis hacia mí. Paige Marshall se pasa la lengua por el interior del labio inferior y dice:

    —¿Ha vuelto a pensar en tomar medidas?

    Máquinas corazón-pulmón, sondas de estómago, respiradores artificiales: en medicina a estas cosas las llaman «medidas heroicas».

    No lo sé, le digo.

    Nos quedamos así, esperando que el otro mueva ficha.

    Dos ancianas sonrientes pasan a nuestro lado y una de ellas me señala y le dice a la otra:

    —Este es el joven tan simpático del que te hablé. El que estranguló a mi gatito.

    La otra señora, que lleva el jersey mal abotonado, dice:

    —No me hable —dice—. Una vez estuvo a punto de matar a mi hermana de una paliza.

    Se alejan.

    —Es maravilloso —dice la doctora Marshall—, Quiero decir, lo que usted está haciendo. Está proporcionando a esta gente satisfacción sobre las cuestiones más importantes de sus vidas.

    Su aspecto en estos momentos me obliga a pensar en accidentes múltiples de automóvil. En dos unidades móviles de extracción de sangre chocando de frente. Su aspecto en estos momentos me obliga a pensar en fosas comunes para poder aguantar treinta segundos sin correrme.

    A pensar en comida de gato estropeada y en úlceras cancerosas y en donantes de órganos después de la extracción.

    Así de preciosa está.

    Si me perdona, le digo, tengo que ir a buscar un poco de pudín.

    Ella dice:

    —¿Es porque tiene novia? ¿Es esa la razón?

    La razón de que no practicáramos el sexo hace unos días. La razón de que incluso estando ella desnuda y lista no pudiera hacerlo. La razón de que me fuera a toda prisa.

    Si quieres una lista completa de mis novias anteriores, por favor, consulta el cuarto paso de mi terapia.


    Véase también: Nico.
    Véase también: Leeza.
    Véase también: Tanya.



    La doctora Marshall adelanta la pelvis hacia mí y dice:

    —¿Sabe cómo mueren la mayor parte de los pacientes como su madre?

    Se mueren de hambre. Se olvidan de cómo hay que tragar y se inundan los pulmones de comida y bebida por accidente. Al tener los pulmones llenos de materia y líquido en putrefacción desarrollan una neumonía y se mueren.

    Le digo que sí lo sé.

    Le digo que tal vez se pueden hacer cosas peores que dejar que se muera una vieja.

    —No se trata de una vieja cualquiera —dice Paige Marshall—, Es su madre.

    Y tiene casi setenta años.

    —Tiene sesenta y dos —dice Paige—, Sí usted puede hacer algo para salvarla y no lo hace, entonces la está matando por omisión.
    —En otras palabras —le digo—, ¿tendría que hacerlo con usted?
    —Algunas de las enfermeras me han explicado sus antecedentes —dice Paige Marshall—. Sé que usted no tiene nada en contra del sexo por diversión. ¿O el problema soy yo? ¿Es que no soy su tipo? ¿Es eso?

    Los dos nos quedamos callados. Una ayudante de enfermera diplomada pasa a nuestro lado empujando un carro lleno de sábanas atadas y toallas húmedas. Sus zapatos tienen las suelas de goma y el carro tiene las ruedas de goma. El suelo tiene un revestimiento de corcho viejo que se ha puesto negro de tanto pisarlo, así que pasa sin hacer ruido, dejando únicamente un rastro de olor rancio a orines.

    —No me malinterprete —le digo—. Quiero follar con usted. Lo deseo de verdad.

    La ayudante de enfermera se para y se nos queda mirando.

    Me dice:

    —Eh, Romeo, ¿por qué no deja en paz a la doctora Marshall?

    Paige dice:

    —No pasa nada, señorita Parks. Esto es entre el señor Mancini y yo.

    Nos la quedamos mirando hasta que sonríe con petulancia y dobla la esquina del pasillo empujando su carro. Se llama Irene, Irene Parks, y sí, vale, lo hicimos en su coche en el aparcamiento el año pasado por estas fechas.


    Véase también: Caren, enfermera titulada.
    Véase también: Jenine, enfermera auxiliar.



    Por entonces, yo pensaba que con cada una de ellas iba a ser especial, pero la verdad es que sin ropa podrían haber sido cualquiera. Ahora su culo me resulta tan apetecible como un sacapuntas.

    Le digo a la doctora Paige Marshall:

    —En eso se equivoca —le digo—. Tengo tantas ganas de follar con usted que las noto en la boca —le digo—, Y no, no quiero que muera nadie, pero no quiero que mi madre vuelva a ser como ha sido siempre.

    Paige Marshall suspira. Se muerde las mejillas hasta que sus labios forman una especie de nudo y se limita a mirarme. Sostiene el sujetapapeles sobre el pecho con los brazos cruzados.

    —Así pues —dice ella—, esto no tiene nada que ver con el sexo. Simplemente no quiere que su madre se recupere. No puede soportar a las mujeres fuertes y cree que si ella muere sus problemas con ella morirán también.

    Mi madre llama desde su habitación:

    —¡Morty! ¿Para qué le pago?

    Paige Marshall dice:

    —Puede mentirles a mis pacientes y resolver los conflictos de sus vidas, pero no se mienta a sí mismo. —Luego dice—: Y no me mienta a mí.

    Paige Marshall dice:

    —Prefiere verla muerta que verla recuperarse.

    Y yo digo:

    —Sí, o sea, no. O sea, no lo sé.

    Durante toda la vida no he sido tanto el hijo de mi madre como su rehén. El objeto de sus experimentos sociales y políticos. Su rata de laboratorio privada. Ahora la tengo en mi poder y no se me va a escapar muriéndose ni recuperándose. Quiero a alguien a quien poder rescatar. Quiero a alguien que me necesite. Que no pueda vivir sin mí. Quiero ser un héroe, pero no solamente una vez. Incluso si quiere decir mantenerla inválida, quiero ser el salvador constante de alguien.

    —Ya sé, ya sé. Ya sé que suena terrible —le digo—. Pero no sé. Eso es lo que pienso.

    Ahora es cuando debería decirle a Paige Marshall lo que pienso realmente.

    Quiero decir que estoy cansado de ser siempre el malo solo porque soy un tío.

    O sea, ¿cuántas veces puede decirte todo el mundo que eres el enemigo opresor y lleno de prejuicios antes de que tires la toalla y te conviertas en el enemigo? O sea, un cerdo machista no nace, sino que se hace, y cada vez más a mentido son las mujeres quienes los hacen.

    Al cabo de bastante tiempo, uno pasa de todo y acepta el hecho de que es un idiota sexista, intolerante, insensible, ordinario y cretino. Las mujeres tienen razón. Tú estás equivocado. Te acostumbras a la idea. Eres todo lo malo que esperan.

    Aunque el zapato no encaje, tú te amoldas a él.

    O sea, en un mundo sin Dios, ¿acaso son las madres el nuevo dios? ¿El último bastión sagrado e inexpugnable? ¿No es la maternidad el último milagro mágico y perfecto? Pero un milagro que es imposible para los hombres.

    Y tal vez los hombres digan que están encantados de no poder dar a luz, con todo ese dolor y esa sangre, pero no es más que una reacción avinagrada. Está claro, los hombres no pueden hacer nada así de increíble ni de lejos. La fuerza del torso, el pensamiento abstracto, los falos: todas las ventajas que parecen tener los hombres son simples formulismos.

    No se puede clavar un clavo con el falo.

    Las mujeres ya nacen con mucha ventaja a nivel de capacidades. El día que los hombres puedan dar a luz, entonces podremos empezar a hablar de igualdad de derechos.

    Todo esto no se lo digo a Paige.

    En cambio, le digo que quiero ser el ángel de la guarda de alguien.

    «Venganza» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    —Pero no la quiero salvada del todo —le digo—. Me aterra perderla, pero si no la pierdo tal vez sea yo el que se pierda.

    Sigo teniendo el diario rojo de mi madre en el bolsillo del abrigo. Sigo teniendo que ir a buscar el pudín de chocolate.

    —No quiere usted que se muera —dice Paige—, pero tampoco quiere que se recupere. Entonces, ¿qué quiere?
    —Quiero alguien que sepa leer italiano —digo.

    Paige dice:

    —¿Como por ejemplo?
    —Esto —le digo, y le enseño el diario—. Es de mi madre. Está en italiano.

    Paige coge el diario y lo hojea. Los bordes de las orejas se le ponen rojos.

    —Hice cuatro años de italiano en la licenciatura —dice—. Le puedo decir lo que pone aquí.
    —Solamente quiero tener el control —digo—. Para variar, quiero ser yo el adulto.

    Sin dejar de hojear el diario, la doctora Paige Marshall dice:

    —Quiere mantenerla débil para poder ser siempre quien esté al mando. —Levanta la vista, me mira y dice—: Parece como si usted quisiera ser Dios.


    19


    Por el Dunsboro colonial revolotean pollos blanquinegros y pollos con la cabeza plana. Hay pollos sin alas y con una sola pata. Hay pollos sin patas, nadando con las alas maltrechas por el barro del corral. Pollos ciegos sin ojos. Sin pico. Nacidos así. Defectuosos. Nacidos con los sesitos de pollo ya revueltos.

    Hay una línea invisible que separa la ciencia del sadismo, pero aquí se hace visible.

    No es que mi cerebro vaya a salir mucho mejor parado. Mira a mi madre.

    La doctora Paige Marshall tendría que verlos a todos revoloteando. Aunque no lo entendería.

    Denny está conmigo; rebusca en la parte de atrás de su pantalón y saca una página de los anuncios clasificados del periódico doblada en forma de cuadrado. Es evidente que esto es contrabando. Como su alteza real el gobernador vea esto, Denny va a ser desterrado al desempleo. En serio, ahí lucra en el corral enfrente del establo de las vacas, Denny me pasa esa página del periódico.

    Salvo por el periódico, estamos siendo tan realistas que parece que nada de lo que llevamos haya sido lavado durante el último siglo.

    La gente nos hace fotos, intenta llevarse una parte de nosotros a casa como recuerdo. La gente nos apunta con cámaras de vídeo y trata de atraparnos en sus vacaciones. Nos filman a nosotros y filman a los pollos inválidos. Todo el mundo intenta que cada minuto del presente dure para siempre. Preservar cada segundo.

    Dentro del establo de las vacas se oye el borboteo de alguien inhalando por una pipa de agua. No se los ve, pero se nota esa tensión silenciosa de un grupo de gente reunidos en círculo intentando contener la respiración. Una chica tose. Ursula, la lechera. Hay tanto humo de droga ahí dentro que una vaca tose.

    Es la época en que se supone que tenemos que estar cosechando residuos secos de vaca, ya sabes, bostas de vaca, y Denny dice:

    —Léelo, tío. El anuncio rodeado con un círculo. —Abre la página para que yo lo vea—. Ese anuncio de ahí —dice. Hay un anuncio clasificado rodeado con un círculo rojo.

    Con la lechera rondando por aquí. Y los turistas. Hay mil posibilidades de que nos pillen. De veras, Denny no puede ser más descarado.

    Noto el papel todavía caliente del trasero de Denny, y cuando le digo «Aquí no, tío», e intento devolverle el papel...

    Cuando lo hago, Denny dice:

    —Lo siento, no quería, ya sabes, incriminarte. Si quieres, te lo puedo leer.

    Los alumnos de primaria que vienen aquí, para ellos es toda una fiesta visitar el gallinero y ver cómo se incuban los huevos. Con todo, un pollo normal no es tan interesante como, digamos, un pollo con un solo ojo o un pollo sin cuello o con una pata atrofiada y paralizada, así que los niños agitan los huevos. Los agitan fuerte y los ponen a incubar otra vez.

    ¿Y qué pasa si lo que nace queda deforme o chiflado? Todo sea por la causa de la educación.

    Los que tienen suerte nacen muertos.

    Curiosidad o crueldad, está claro que yo y la doctora Marshall daríamos un montón de vueltas en torno a esta cuestión.

    Levanto unas cuantas bostas con la pala, con cuidado de que no se rompan por la mitad. Para que no salga la peste del interior fresco. Con toda esta mierda de vaca en las manos, tengo que esforzarme para no morderme las uñas.

    A mi lado, Denny lee:

    —Se regala a familia honrada varón de veintitrés años, adicto a la masturbación en vías de recuperación, con ingresos y habilidades sociales limitadas, adiestrado. —Luego lee mi número de teléfono. Es su número de teléfono.
    —Son mis padres, tío, es su número de teléfono —dice Denny—. Es una indirecta que me envían.

    Se lo encontró anoche en su cama.

    Denny dice:

    —Se refieren a mí.

    Le digo que ya he entendido esa parte. Sigo cogiendo cagarros con la pala de madera y amontonándolos en una cosa enorme de mimbre. Ya sabes. Un rollo tipo cesta.

    Denny me pregunta si se puede venir a vivir conmigo.

    —Estamos hablando del plan Z —dice Denny—. Solamente te lo pido como último recurso.

    No le pregunto si es porque no me quiere fastidiar o porque no se muere de ganas de vivir conmigo.

    A Denny le huele el aliento a nachos. Otra violación del realismo histórico. El tío es un imán para la mierda. La lechera, Ursula, sale del establo y se nos queda mirando con sus ojos de fumeta inyectados en sangre.

    —Si hubiera una chica que te gustara —le digo—, y quisiera tener relaciones sexuales para quedarse embarazada, ¿lo harías?

    Ursula se levanta los bajos de la falta y camina pisando Inerte sobre la mierda de vaca con sus zuecos de madera. Le da una patada a un pollo ciego que se cruza en su camino. Alguien le saca una foto dando la patada. Un matrimonio intenta pedirle a Ursula que se haga una fotografía con su bebé, pero luego deben de verle los ojos.

    —No sé —dice Denny—. Un hijo no es como tener perro. O sea, un hijo vive un montón de tiempo, tío.
    —¿Y si ella no planeara quedarse con el bebé? —le digo.

    Denny levanta la vista y luego vuelve a bajarla, sin mirar nada en concreto, luego me mira a mí:

    —No lo entiendo —dice—, ¿Quieres decir si quisiera vendérselo?
    —Quiero decir si quisiera sacrificarlo —le digo.

    Y Denny dice:

    —Tío.
    —Supongamos solamente —digo— que va a pasar por la batidora el cerebro del feto abortado, le va a sacar la pulpa con una aguja y luego se lo va a inyectar en la cabeza a alguien que tú sabes que tiene lesiones cerebrales, para curarlo —digo.

    Denny abre un poco la boca:

    —Tío, no te refieres a mí, ¿verdad?

    Me refiero a mi madre.

    Se llama trasplante neural. Algunos lo llaman injerto neural, y es la única forma eficaz de reconstruir el cerebro de mi madre en esta fase terminal. Sería un método más conocido si no fuera por los problemas para conseguir, ya sabes, el ingrediente principal.

    —Un bebé machacado —dice Denny.

    Le digo:

    —Un feto.

    Tejido fetal, me dijo Paige Marshall. La doctora Marshall, la de la piel y las manos.

    Ursula se detiene a nuestro lado y señala el periódico que tiene Denny en la mano.

    —A menos que eso tenga fecha de mil setecientos treinta y cuatro, has comido mierda. Es una violación del personaje.

    Los pelos de la cabeza de Denny intentan volver a crecer, pero algunos están enquistados y atrapados debajo de granos rojos o blancos.

    Ursula se aleja y luego retrocede:

    —Victor —dice—, si me necesitas, estaré batiendo manteca.

    Le digo hasta luego. Ella se va caminando con esfuerzo.

    Denny dice:

    —Tío, ¿o sea que tienes que decidir entre tu madre y tu primogénito?

    No es nada del otro mundo, según la doctora Marshall. Lo hacemos todos los días. Matamos a los que no han nacido para salvar ancianos. Bajo la luz dorada de la capilla, susurrándome sus argumentos al oído, me preguntó si acaso cada vez que quemamos un galón de petróleo o un acre de selva amazónica no estamos matando el futuro para preservar el presente.

    Es el esquema piramidal de la seguridad social.

    Con los pechos embutidos entre nuestros cuerpos me dijo que hacía aquello porque le preocupaba mi madre. Y que lo menos que yo podía hacer era aportar mi granito de arena.

    No le pregunté cuál era el granito de arena.

    Y Denny dice:

    —Bueno, pues cuéntame tu historia verdadera.

    No lo sé. No puedo hacerlo. No puedo poner el puto granito.

    —No —dice Denny—, Quiero decir si has leído ya el diario de tu madre.

    No, no puedo. Estoy un poco encallado en la cuestión esta de si matar al bebé.

    Denny me mira fijamente a los ojos y dice:

    —¿Eres como un ciborg o algo así? ¿Es ese el gran secreto de tu madre?
    —¿Un qué? —digo yo.
    —Ya sabes —dice—, un humanoide artificial creado con un lapso de vida limitado al que le han implantado recuerdos de infancia falsos para que crea que es una persona de verdad, pero que no sabe que va a morir muy pronto.

    Miro fijamente a Denny y le digo:

    —Tío, ¿mi madre te dijo que soy una especie de robot?
    —¿Es eso lo que dice su diario? —dice Denny.

    Se acercan dos mujeres con una cámara y una dice:

    —¿Les importa?
    —Digan «patata» —les digo, y les hago una foto sonriendo delante del establo de las vacas, luego se alejan con otro recuerdo evanescente que ha estado a punto de disiparse. Otro recuerdo petrificado que atesorar.
    —No, no he leído el diario —digo—. No me he follado a Paige Marshall. No puedo hacer una mierda hasta que decida sobre esto.
    —Vale, vale —me dice Denny—. ¿Entonces no eres más que un cerebro en una bandeja al que han estimulado con electricidad y productos químicos para que crea que tiene vida?
    —No —digo—. Definitivamente no soy un cerebro. Ese no es el problema.
    —Vale —dice—. Tal vez eres un programa informático de inteligencia artificial que interactúa con otros programas en un entorno de realidad simulada.

    Y yo digo:

    —¿Y entonces tú que eres?
    —Yo sería otro ordenador —dice Denny. Luego dice—: Yate entiendo, tío. No soy capaz de calcular ni las monedas para el autobús.

    Denny guiña los ojos, inclina hacia atrás la cabeza y me mira frunciendo una ceja:

    —Aquí va mi último intento —dice.

    Dice:

    —Muy bien, tal como lo imagino, eres el objeto de un experimento y el mundo que conoces es una construcción artificial poblada por actores que desempeñan los papeles de todas las personas de tu vida, y el clima está hecho con efectos especiales y el cielo está pintado de azul y el paisaje que te rodea es un decorado. ¿Es eso?

    Yo digo:

    —¿Eh?
    —Y yo soy un actor brillante con un talento enorme —dice Denny—, Y solamente estoy fingiendo que soy tu mejor amigo, el estúpido perdedor adicto a la masturbación.

    Alguien me saca una foto apretando los dientes.

    Miro a Denny y le digo:

    —Tío, tú no estás fingiendo nada.

    A mi lado aparece un turista que me sonríe:

    —Eh, Victor —dice—. O sea que aquí es donde trabajas.

    No tengo ni puñetera idea de dónde me conoce este tío.

    Facultad de medicina. Universidad. Un trabajo distinto. O puede ser que sea otro de los maníacos sexuales de mi grupo. Tiene gracia. No parece un adicto al sexo, pero es que nadie lo parece.

    —Eh, Maude —dice, y le da un codazo a la mujer que está ton él—. Este es el tío del que siempre te hablo. Yo le salvé la vida.

    Y la mujer dice:

    —Oh, cielos. Así que es verdad. —Se encoge de hombros y pone los ojos en blanco—, Reggie siempre está fanfarroneando acerca de usted. Supongo que siempre pensé que estaba exagerando.
    —Oh, sí —digo—. El viejo Reg, sí, me salvó la vida.

    Y Denny dice:

    —No me extraña, ¿quién no lo ha hecho?

    Reggie dice:

    —¿Te está yendo bien últimamente? Intenté enviar todo el dinero que pude. ¿Hubo bastante para cubrir aquella muela del juicio que te tuvieron que arrancar?

    Y Denny dice:

    —¡Oh, por el amor de Dios!

    Un pollo ciego con solamente media cabeza y sin alas, lodo cubierto de mierda, choca contra mi bota y cuando extiendo el brazo para acariciarlo, el bicho empieza a temblar bajo sus plumas. Suelta un cloqueo susurrante que parece el ronroneo de un gato.

    Es agradable ver algo más patético de lo que yo me siento ahora.

    Luego me sorprendo mordiéndome una uña, bosta de vaca, mierda de pollo.


    Véase también: histoplasmosis.
    Véase también: tenia.



    Y digo:

    —Sí, el dinero —digo—. Gracias, colega. —Y escupo. Luego vuelvo a escupir. Se oye el clic de la cámara de Reggie sacándome una foto. Otro momento estúpido que la gente tiene que hacer durar para siempre.

    Y Denny mira el periódico que tiene en la mano y dice:

    —¿Entonces qué, tío? ¿Puedo ir a vivir a casa de tu madre? ¿Sí o no?


    20


    La cita de las tres en punto de mi madre se presentó con una toalla de baño amarilla en la mano y con un surco blanco en el dedo anular donde normalmente llevaba el anillo de bodas. En cuanto la puerta se cerró hizo el gesto de darle el dinero. Empezó a quitarse los pantalones. Su apellido era Jones, le dijo a mi madre. Su nombre de pila, señor.

    Los tíos que venían a verla por primera vez eran todos iguales. Ella les decía págame después. A qué viene tanta prisa. No te quites la ropa. Tenemos tiempo.

    Ella le dijo que el registro de citas estaba lleno de señores Jones, de señores Smith, de John Does y Bob Whites, así que a ver si se buscaba un alias mejor. Le dijo que se tumbara en el diván. Cerró las persianas. Bajó la luz.

    Así es como conseguía un montón de dinero. No violaba los términos de su libertad condicional, pero solamente porque el tribunal de la condicional no tenía suficiente imaginación.

    Al tío tumbado en el diván le dijo:

    —¿Empezamos ya?

    Aunque el tío le dijera que lo que buscaba no era sexo, la mamaíta le pedía que trajera una toalla de todos modos. Había que llevar una toalla. Había que pagar en metálico. Nada de pedirle un recibo ni de pasar la factura a alguna compañía de seguros porque ella pasaba de todo eso. Había que pagar en metálico y archivar la demanda.

    Uno solamente tenía cincuenta minutos. Los tíos tenían que saber lo que querían.

    Es decir, la mujer, las posiciones, el escenario y los juguetes. No podías pedirle nada raro en el último minuto.

    Ella le dijo al señor Jones que se tumbara. Que cerrara los ojos.

    Que dejara que se le disipara toda la tensión de su cara. Primero la frente. Déjela lisa. Relaje el espacio entre los ojos. Imagine su frente lisa y relajada. Luego los músculos de alrededor de los ojos. Luego los músculos de alrededor de la cara. Lisos y relajados.

    Aunque los tíos dijeran que lo único que querían era perder peso, lo que querían era sexo. Aunque quisieran dejar de fumar. Librarse del estrés. Dejar de morderse las uñas. Curarse el hipo. Dejar de beber. Limpiarse la piel. Fuera cual fuera el problema, lo que pasaba era que no follaban. Quisieran lo que quisieran, si conseguían sexo allí el problema quedaba resuelto.

    Imposible saber si la mamaíta era un genio compasivo o una puta.

    El sexo lo cura casi todo.

    Era la mejor terapeuta del ramo o era una zorra que follaba con tu mente. No le gustaba andarse con tantas prisas con los clientes, pero es que nunca había planeado ganarse la vida así.

    Aquella clase de sesiones, las sesiones sexuales, habían empezado por accidente. Un cliente que quería dejar de fumar le había pedido que lo devolviera al día en que tenía once años y había fumado su primera calada. Para recordar lo mal que le había sabido. Para poder dejarlo regresando al principio y no empezando nunca. Aquella era la idea básica.

    En la segunda sesión, el cliente quiso reunirse con su padre, que había muerto de cáncer de pulmón, solamente para hablar. Aquello seguía siendo bastante normal. La gente quería reunirse con famosos muertos todo el tiempo, en busca de consejo, de lo que fuera. Era tan real que en la tercera sesión el cliente quiso conocer a Cleopatra.

    A todos los clientes les decía la mamaíta: Deje que toda la tensión le pase de la cara al cuello, del cuello al pecho. Relaje los hombros. Deje que le caigan hacia atrás y se apoyen en el diván. Imagine que tiene algo muy pesado apoyado sobre el cuerpo, que le hunde más y más la cabeza y los brazos en los cojines del diván.

    Relaje los brazos, los codos, las manos. Sienta la tensión corriéndole por los dedos, luego relájese e imagine la tensión saliéndole por las yemas.

    Lo que hacía era ponerlos en trance por inducción hipnótica y dirigir su experiencia. No retrocedía en el tiempo. Nada de aquello era real. Lo más importante era que el tipo quisiera que aquello sucediera.

    La mamaíta se limitaba a hacer el comentario jugada a jugada. La descripción con pelos y señales. El comentario a color. Imagina escuchar un partido de béisbol en la radio. Ahora imagina desde dentro un trance profundo de nivel theta, un trance profundo en el que puedes oír y oler. Tienes sentido del gusto y del tacto. Imagina a Cleopatra levantándose de su alfombra, desnuda y perfecta y tal como siempre has querido que fuera.

    Imagina a Salomé. Imagina a Marilyn Monroe. Que pudieras viajar a cualquier periodo de la historia y que quisieras estar con cualquier mujer, con mujeres que hicieran cualquier cosa que tú imaginaras. Mujeres increíbles. Mujeres fabulosas.

    El teatro de la mente. El burdel del subconsciente.

    Así fue como empezó.

    Seguro, lo que hacía era hipnosis, pero no era una auténtica regresión a vidas pasadas. Era más bien una especie de meditación dirigida. Le dijo al señor Jones que se concentrara en la tensión acumulada en el pecho y que la dejara disiparse. Que fluyera hacia su cintura, sus caderas y sus piernas. Imagine agua formando espirales en un desagüe. Relaje cada parte de su cuerpo y deje que la tensión fluya hacia sus rodillas, sus espinillas y sus pies.

    Imagine humo que se aleja. Déjelo disiparse. Vea cómo se desvanece. Desaparece. Se disuelve.

    En su registro de citas, junto al nombre del cliente puso Marilyn Monroe, igual que la mayor parte de los tíos que venían por primera vez. Podía ganarse la vida solo con Marilyn. Podía ganarse la vida solo con la princesa Diana.

    Al señor Jones le dijo: Imagine que está mirando un cielo azul e imagine una avioneta diminuta escribiendo en el cielo la letra Z. Luego deje que el viento borre la letra. Luego imagine el avión escribiendo la letra Y. Deje que el viento la borre. Luego la letra X. Bórrela. Luego la letra W.

    Deje que el viento la borre.

    Lo único que ella hacía era montar el escenario. Recreaba los ideales de los hombres y se los presentaba. Les preparaba una cita con su inconsciente, porque nada es tan bueno como uno lo imagina. Nadie es tan guapo como en la cabeza de uno. Nada es tan excitante como tu fantasía.

    Allí practicabas un sexo con el que antes solamente habías soñado. Ella construía el escenario y hacía las presentaciones. Durante el resto de la sesión se limitaba a mirar el reloj y tal vez a leer un libro o hacer un crucigrama.

    Allí uno nunca se quedaba decepcionado.

    Enterrado en las profundidades de su trance, el tío se tumbaba, se agitaba y se meneaba como un perro persiguiendo conejos en sueños. Cada varios tíos le salía uno que gritaba, jadeaba o gemía. Se preguntaba qué debía de pensar la gente del piso de al lado. Los tíos que estaban en la sala de espera oían el jaleo y se debían de poner a cien.

    Después de la sesión, el tío estaba empapado en sudor, con la camisa mojada y pegada a la piel y los pantalones manchados. Algunos podían sacar un chorrito de sudor de los zapatos. Podían sacudirse el sudor del pelo. El diván de su despacho tenía revestimiento antimanchas, pero nunca tenía oportunidad de secarse. Ahora está sellado dentro de una funda de plástico de color claro, más para conservar los años de actividad en el interior que para preservarlo del mundo exterior.

    Así que los tíos tenían que traer una toalla en sus maletines, sus bolsas de papel o en su bolsa de deporte, junto con una muda limpia. Entre cliente y cliente ella rociaba el aire de ambientador. Abría las ventanas.

    Al señor Jones le dijo: Deje que toda la tensión de su cuerpo se acumule en los dedos de los pies y sáquela por ahí. Toda la tensión. Imagine su cuerpo distendido. Relajado. Pesado. Relajado. Vacío. Relajado.

    Respire con el estómago en vez de con el pecho. Inspire y espire.

    Inspire y espire.

    Inspire.

    Y espire. Suave y acompasado.

    Sus piernas están cansadas y le pesan. Sus brazos están cansados y le pesan.

    Al principio, el niño estúpido recordaba que la mamaíta limpiaba casas, no pasando el aspirador ni quitando el polvo, sino haciendo limpiezas espirituales, exorcismos. La parte más difícil fue conseguir que la gente de las páginas amarillas pusiera su anuncio con el encabezamiento de «exorcista». Uno iba y quemaba salvia. Rezaba el padrenuestro y se daba una vuelta. A lo mejor tañía un timbal de arcilla. Declaraba que la casa estaba limpia. Los clientes pagaban solamente por eso.

    Rincones fríos, malos olores, sensaciones extrañas: a la mayor parte de la gente no le hace falta un exorcista. Necesitan muebles nuevos, un fontanero o un interiorista. La cuestión es que lo que tú pienses no importa. Lo que importa es que ellos están seguros de que tienen un problema. La mayoría de estos trabajos se consiguen a través de agentes inmobiliarios. En esta ciudad tenemos ley de divulgación de la propiedad inmobiliaria y la gente declara los problemas más idiotas, desde amianto y tanques de petróleo enterrados hasta fantasmas y fenómenos paranormales. Todo el mundo quiere una vida más excitante de la que nunca van a tener. Los compradores a punto de decidirse necesitan algún detallito que les dé confianza en la casa. El agente inmobiliario llama y tú montas un pequeño espectáculo, quemas un poco de salvia y todo el mundo sale ganando.

    Ellos consiguen lo que quieren y una buena historia que contar. Una experiencia.

    Luego llegó el feng shui, recordaba el niño, y los clientes querían un exorcismo y querían que ella les dijera dónde poner el sofá. Los clientes preguntaban dónde tenía que ir la cama para no interponerse en la trayectoria del chi que salía de la esquina del tocador. Dónde tenían que colgar los espejos para hacer que el flujo de chi rebotara escaleras arriba o bien lejos de las puertas abiertas. Se convirtió en esa clase de trabajo. Eso era lo que uno hacía con una licenciatura en inglés.

    Solamente su currículum ya era una prueba de la reencarnación.

    Con el señor Jones repasaron todo el alfabeto hacia atrás. Ella le dijo: Está usted de pie en un prado lleno de hierba, pero ahora las nubes van a descender, están bajando cada vez más, cerniéndose sobre usted hasta dejarlo rodeado de una niebla espesa. Una niebla espesa y brillante.

    Imagine que está de pie en medio de una niebla fresca y brillante. El futuro está a su derecha. El pasado a su izquierda. Nota la niebla fresca y húmeda en la cara.

    Gire a la izquierda y empiece a caminar.

    Imagine, le dice al señor Jones, una silueta justo delante de usted en la niebla. Siga caminando. Sienta cómo la niebla empieza a levantarse. Sienta el sol brillante y cálido sobre sus hombros.

    La silueta se acerca. Con cada paso que da, se ve más y más clara.

    Aquí, en su mente, tiene intimidad completa. Aquí no hay diferencia entre lo que es y lo que podría ser. No va a coger ninguna enfermedad. Ni ladillas. Ni a violar ninguna ley. Ni a conformarse con menos que lo mejor que pueda imaginar.

    Puede hacer todo lo que imagine.

    Le decía a todos sus clientes: inspire. Espire.

    Puede tener a quien quiera. Donde quiera.

    Inspire. Espire.

    Del feng shui pasó a hacer de médium. Dioses de la antigüedad, guerreros iluminados, mascotas muertas. De hacer de médium pasó a la hipnosis y la regresión a vidas pasadas. Y haciendo lo de las regresiones fue como llegó a esto, a los nueve clientes al día a doscientos pavos cada uno. A tíos en su sala de espera a todas horas. A las llamadas de esposas buscando a sus chavales:

    —Sé que está ahí. No sé qué le ha dicho, pero está casado.

    A las mujeres sentadas dentro de coches frente a la puerta, llamando por el teléfono del coche y diciendo:

    —No crea que no sé lo que está pasando ahí arriba. Lo he seguido.

    Tampoco es que la mamaíta hubiera planeado reunir a las mujeres más poderosas de la historia para hacer pajas, mamadas, mamada más polvo y polvos del revés.

    Se le fue de las manos. El primer tío se fue de la lengua. Llamó un amigo suyo. Llamó un amigo del segundo tío. Al principio llamaban pidiendo ayuda para dejar algún vicio legal. Fumar o mascar tabaco. Escupir en público. Robar en tiendas. Luego solamente querían sexo. Querían a Clara Bow, a Betsy Ross, a Elizabeth Tudor y a la reina de Saba.

    Y cada día ella tenía que ir a la biblioteca para investigar a las mujeres del día siguiente: Eleanor Roosevelt, Amelia Earhart, Harriet Beecher Stowe.

    Inspire y espire.

    Los tíos querían trabajarse a Helen Hayes, a Margaret Sanger y a Aimee Semple McPherson. Querían metérsela a Edith Piaf, a Sojourner Truth y a la emperatriz Teodora. Al principio a la mamaíta le preocupaba que todos aquellos tíos estuvieran obsesionados solo con mujeres muertas. Y que nunca pidieran a la misma mujer dos veces. Y no importaba cuántos detalles introdujera en una sesión, solo querían meterla y follar, hincarla, joder, copular, taladrar, cabalgar y clavar la bandera.

    Y a veces un eufemismo no lo es.

    A veces un eufemismo es más exacto que lo se supone que tiene que esconder.

    Y en realidad aquello no iba de sexo.

    Lo que pedían aquellos tíos lo querían tal cual.

    No querían conversación ni vestidos de época ni realismo histórico. Querían a Emily Dickinson desnuda en tacones con un pie en el suelo y el otro en su escritorio, inclinada hacia delante y pasándose una pluma de oca por la raja del culo.

    Pagaban doscientos pavos por entrar en trance y descubrir a Mary Cassatt llevando sujetador con relleno.

    Como no todos los hombres podían permitirse sus servicios, todos los que ella cogía eran del mismo tipo. Aparcaban sus monovolúmenes a seis manzanas de distancia e iban hasta la casa a toda prisa, andando cerca de las paredes, cada uno de ellos arrastrando su sombra. Entraban con gafas oscuras, luego esperaban detrás de periódicos y revistas desplegados hasta que los llamaban por sus nombres. O sus alias. Si la mamaíta y el niño estúpido se los encontraban alguna vez en público, aquellos hombres fingían no conocerla. En su vida pública tenían esposas. En el supermercado iban con los niños. En el parque con el perro. Y tenían nombres de verdad.

    Le pagaban con billetes mojados de veinte y de cincuenta salidos de carteras empapadas llenas de fotos sudadas, tarjetas de la biblioteca, tarjetas de crédito, acreditaciones de clubes, permisos y monedas. Obligaciones. Responsabilidades. Realidad.

    Imagine, le decía ella a todos sus clientes, el sol sobre su piel. Sienta que el sol se vuelve más y más cálido con cada soplo de aire que espira. El sol brillante y cálido sobre su cara, su pecho, sus hombros.

    Inspire. Espire.

    Inspire. Espire.

    Luego todos sus clientes reincidentes querían números lésbicos, querían parejas de chicas, Indira Gandhi y Carol Lombard. Margaret Mead, Audrey Hepburn y Dorothea Dix. Los clientes reincidentes ya ni siquiera querían ser ellos. Los calvos pedían matas tupidas de pelo. Los gordos pedían músculos. Los pálidos pedían bronceados. Después de unas cuantas sesiones todos pedían fastuosas erecciones de treinta centímetros.

    Así que no era una verdadera regresión a vidas anteriores. Ni tampoco era amor. No era historia y no era realidad. No era televisión, pero tenía lugar dentro de la cabeza. Era una emisión y ella era la emisora.

    No era sexo. Ella era simplemente la guía turística de un sueño húmedo. Una bailarina erótica por hipnotismo.

    Los tipos se dejaban los pantalones puestos para evitar desperfectos. A modo de contención. Aquello iba mucho más allá del simple rollo sexual. Y se ganaba una fortuna.

    El señor Jones estaba recibiendo la experiencia estándar con Marilyn. Se quedó rígido en el diván, sudando y moviendo los labios. Con los ojos en blanco. La camisa se le oscureció en las axilas. La entrepierna se le abultó.

    Ya la tiene aquí, le dijo la mamaíta al señor Jones.

    La niebla se ha ido y hace un día caluroso y lleno de luz. Sienta el aire en la piel desnuda, en los brazos y piernas desnudos. Note cada vez más calor a medida que expulsa el aire. Siéntase cada vez más largo y grueso, más morado y latiendo más que nunca.

    Su reloj decía que le faltaban todavía cuarenta minutos para el próximo cliente.

    La niebla se ha ido, señor Jones, y la silueta que tiene delante es Marilyn Monroe con un vestido de satén ajustado. Rubia y sonriente, con los ojos medio cerrados, inclina la cabeza hacia atrás. Está de pie en un campo de florecillas y levanta los brazos, y a medida que usted se le acerca su vestido se desliza hasta el suelo.

    La mamaíta solía decirle al niño estúpido que aquello no era sexo. Que no eran mujeres de verdad sino símbolos. Proyecciones. Símbolos sexuales.

    El poder de la sugestión.

    La mamaíta le dijo al señor Jones:

    —Tómela.

    Le dijo:

    —Es toda suya.


    21


    En su primera noche, Denny aparece delante de la puerta principal sosteniendo algo envuelto en una manta de bebé de color rosa. Es lo único que se ve por la mirilla de la puerta de mi madre: a Denny con su enorme chaqueta a cuadros, acunando a un bebé en su regazo, con la nariz protuberante, los ojos protuberantes, todo protuberante por culpa de la lente de la mirilla. Todo distorsionado. Las manos con las que sostiene el bulto están blancas por culpa del esfuerzo.

    Y Denny dice:

    —¡Abre la puerta, tío!

    Y yo abro la puerta tanto como me lo permite la cadenilla. Le digo:

    —¿Qué tienes ahí?

    Y Denny cubre el fardo con la manta y dice:

    —¿Qué parece?
    —Parece un bebé, tío —le digo.

    Y Denny dice:

    —Bien. —Levanta el bulto rosa y dice—: Déjame entrar, tío, esto pesa una tonelada.

    Abro la cadenilla. Me hago a un lado. Denny entra a toda prisa, va hasta una esquina del salón y deja al bebé en el sofá cubierto con plástico.

    La manta rosa se desenvuelve y de ella sale una piedra, gris y del color del granito, pulida y de aspecto suave. No hay ningún bebé, solamente esa piedra.

    —Gracias por la idea que me diste del bebé —dice Denny—. Si la gente ve a un joven con un bebé te tratan con amabilidad —dice—. Si ven a un tío con una piedra grande se ponen en guardia. Sobre todo si la quieres subir al autobús.

    Coge una punta de la manta rosa entre la barbilla y el pecho y empieza doblarla sobre el torso:

    —Además, con un bebé siempre consigues asiento. Y si te olvidas el dinero no te echan de una patada.

    Denny se echa la manta doblada encima del hombro y dice:

    —¿Esta es la casa de tu madre?

    La mesa del comedor está cubierta de felicitaciones de cumpleaños y de los cheques de hoy, de mis cartas de agradecimiento y del gran registro de lugares e individuos. Además está la vieja calculadora de diez teclas de mi madre, de esas que tienen a un lado una manivela larga como las de las tragaperras. Me siento de nuevo, empiezo a hacer el resguardo de ingreso de hoy y digo:

    —Sí, es su casa hasta que los del impuesto sobre la propiedad inmobiliaria me den la patada dentro de unos meses.

    Denny dice:

    —Está bien que tengas toda una casa, porque mis padres quieren que todas mis piedras se trasladen conmigo.
    —Tío —le digo—, ¿cuántas tienes?

    Tiene una piedra por cada día de abstinencia, dice Denny. Es lo que hace por las noches para mantenerse ocupado. Recoge piedras. Las lava. Se las lleva a casa. De esa forma su recuperación consistirá en hacer algo importante y bueno en vez de no pegar golpe.

    —Es para no portarme mal, tío —dice—. No tienes ni idea de lo duro que es encontrar buenas piedras en una ciudad. O sea, que no sean esos cachos de cemento ni esas piedras de plástico donde la gente esconde la copia de las llaves.

    Los cheques de hoy suman un total de setenta y cinco pavos. Todos son de extraños que me practicaron la maniobra de Heimlich en un restaurante. No se acerca a lo que sospecho que debe de valer una sonda de estómago.

    Le digo a Denny:

    —¿Y cuántos días tienes ya?
    —Tengo ciento veintisiete días en piedras —dice Denny. Viene a mi lado de la mesa, mira las tarjetas de felicitación, mira los cheques y dice—: ¿Y dónde está el famoso diario de tu madre?

    Coge una tarjeta de felicitación.

    —No se puede leer —le digo.

    Denny dice:

    —Lo siento, tío.

    No, le explico. El diario. Está escrito en un idioma extranjero. Por eso no puede leerlo. Ni yo tampoco. Sabiendo cómo piensa mi madre es probable que lo escribiera así para que yo nunca pudiera curiosear en él de niño.

    —Tío —le digo—, creo que está en italiano.

    Y Denny dice:

    —¿Italiano?
    —Sí —le digo—. Ya sabes, como los espaguetis.

    Sin quitarse la chaqueta a cuadros, Denny dice:

    —¿Ya has comido?

    Todavía no. Cierro el sobre del ingreso.

    Denny dice:

    —¿Crees que mañana me van a desterrar?

    Sí, no, probablemente. Ursula lo vio con el periódico.

    El resguardo de ingreso está listo para llevarlo al banco mañana. Todas las cartas de agradecimiento, las cartas de humillación, están firmadas, selladas y listas para el correo. Cojo la chaqueta del sofá. Al lado, la piedra de Denny está aplastando los muelles.

    —¿Y qué tienen estas piedras? —digo.

    Denny ha abierto la puerta principal y me espera de pie mientras apago algunas luces. En el umbral, me dice:

    —No lo sé. Pero las piedras son, ya sabes, como la tierra. Esas piedras son un kit para montar. Es tierra, pero tienes que montarla. Ya sabes, tierras en propiedad pero de momento dentro de casa.

    Yo digo:

    —Claro.

    Salimos y cierro la puerta con llave. El cielo nocturno está rebozado de estrellas. Todas desenfocadas. No hay luna.

    Fuera, en la acera, Denny levanta la vista y dice:

    —Lo que creo que pasó es que cuando Dios quiso crear la Tierra a partir del caos, lo primero que hizo fue juntar un montón de piedras.

    Mientras caminamos, su nueva obsesión compulsiva me impulsa a examinar todos los solares y sitios por donde pasamos en busca de piedras que recoger.

    Caminando a mi lado hacia la parada del autobús, todavía con la manta rosa echada al hombro, Denny dice:

    —Solo cojo las piedras que nadie quiere —dice—. Solo cojo una piedra cada noche. Supongo que luego ya se me ocurrirá qué hacer a continuación, ya sabes, después.

    La idea es espeluznante. Llevarnos piedras a casa. Reunir tierra.

    —¿Te acuerdas de aquella chica, de Daiquiri? —dice Denny—. La bailarina del lunar canceroso —dice—. No dormiste con ella, ¿verdad?

    Estamos robando propiedad. Haciendo contrabando de tierra firme.

    Y yo digo:

    —¿Por qué no?

    Somos una pareja de forajidos y cuatreros de tierra.

    Y Denny dice:

    —Su nombre verdadero es Beth.

    Sabiendo cómo piensa Denny, probablemente tiene planes para fundar su propio planeta.


    22


    La doctora Paige Marshall extiende un hilo de algo blanco con sus manos enguantadas. Está de pie junto a una anciana desinflada sobre un asiento abatible. La doctora Marshall dice:

    —Señora Wintower, necesito que abra la boca todo lo que pueda.

    El aspecto amarillento que tienen las manos de uno cuando lleva guantes de látex es idéntico al aspecto de la piel de un cadáver. Los cadáveres del primer año de anatomía con sus cabezas afeitadas y su vello púbico. Los brotes de pelo. La piel podría ser piel de pollo, pollo barato estofado, volviéndose amarilla y llenándose de agujeros donde estaban los folículos. Plumas o pelo, es todo queratina. Los músculos del muslo humano tienen el mismo aspecto que la carne oscura del pavo. Durante el primer año de anatomía, uno no puede comer pollo ni pavo sin estar comiéndose un cadáver.

    La mujer inclina la cabeza hacia atrás y enseña los dientes incrustados en la curva de sus encías marrones. La lengua cubierta de sustancia blanca. Tiene los ojos cerrados. Tiene el típico aspecto que tienen las viejas en la comunión, en la misa católica, cuando eres monaguillo y tienes que acompañar al cura cuando pone la hostia en todas esas lenguas viejas. La Iglesia dice que uno puede tomar la hostia con la mano y luego ponérsela en la boca, pero esas mujeres mayores no lo hacen. Si vas a la iglesia y miras la hilera de los comulgantes sigues viendo doscientas bocas abiertas, doscientas viejas extendiendo la lengua hacia la salvación.

    Paige Marshall se inclina y le mete el hilo blanco entre los dientes a la vieja. Estira, y cuando el hilo sale vibrando de la boca, saca varios trocitos de sustancia gris. Vuelve a pasarle el hilo entre los dientes y el hilo sale rojo.


    En caso de encías sangrantes, véase también: cánceres orales.
    Véase también: gingivitis ulcerativa necrotizante.



    Lo único bueno de ser monaguillo es que puedes sostener la patena debajo de la barbilla de todas las personas que reciben la comunión. Se trata de un plato dorado con un pie que se usa para recoger la hostia en caso de que se caiga. Aunque una hostia se caiga al suelo hay que comérsela. En ese momento está consagrada. Se ha convertido en el cuerpo de Cristo. En la carne encarnada.

    Observo desde detrás mientras Paige Marshall vuelve a meter una y otra vez el hilo ensangrentado en la boca de la vieja. La bata blanca de Paige va quedando salpicada de trozos blancos y grises de porquería. De manchitas rosáceas.

    Una enfermera aparece en el umbral y dice:

    —¿Todo el mundo bien por aquí? —le dice a la anciana de la silla—, Paige no le está haciendo daño, ¿verdad?

    La mujer responde con una gárgara.

    La enfermera dice:

    —¿Cómo dice?

    La vieja traga y dice:

    —La doctora Marshall es muy delicada. Más delicada que usted cuando me limpia los dientes.
    —Ya casi está —dice la doctora Marshall—, Se está portando muy bien, señora Wintower.

    La enfermera se encoge de hombros y se marcha.

    Lo bueno de ser monaguillo es darle a alguien en el cuello con la patena. La gente de rodillas con las manos unidas para rezar, las arcadas que sufren justo en el momento en que están siendo tan divinos. Me encantaba.

    Cuando el cura les pone la hostia en la lengua, dice: «El cuerpo de Cristo».

    Y la persona que recibe la comunión de rodillas dice «Amén».

    Lo mejor es darles en la garganta y que el «Amén» les salga como el balbuceo de un bebé. O que graznen como un pato. O que cloqueen como un pollo. Aun así, tienes que fingir que es un accidente. Y no reírte.

    —Ya está —dice la doctora Marshall. Se pone de pie y cuando va a tirar el hilo ensangrentado en la papelera me ve.
    —No quiero interrumpir —digo.

    Está ayudando a la vieja a levantarse de la silla abatible y dice:

    —¿Señora Wintower? ¿Puede decir a la señora Tsunimitsu que venga a verme?

    La señora Wintower asiente. A través de las mejillas se le ve la lengua palpando el interior de la boca, se tantea los dientes y se succiona los labios hasta convertirlos en una arruga tensa. Antes de salir al pasillo, me mira y dice:

    —Howard, ya te he perdonado por serme infiel. No hace falta que sigas viniendo.
    —Acuérdese de avisar a la señora Tsunimitsu —dice la doctora Marshall.

    Y yo digo:

    —¿Y bien?

    Y Paige Marshall dice:

    —Pues que tengo que hacer higiene dental todo el día. ¿Qué quería?

    Necesito saber lo que dice en el diario de mi madre.

    —Ah, eso —dice. Se quita los guantes de látex y los mete en una lata de residuos peligrosos—. Lo único que demuestra ese diario es que su madre tenía delirios desde antes de que usted naciera.

    ¿Qué delirios?

    Paige Marshall mira el reloj de la pared. Hace un gesto en dirección a la silla abatible de vinilo de la que acaba de levantarse la señora Wintower y dice:

    —Siéntese. —Se pone un par nuevo de guantes de látex.

    ¿Me quiere pasar el hilo dental?

    —Le irá bien para el mal aliento —dice. Desenrolla un trozo de hilo dental—. Siéntese y le diré lo que pone en el diario.

    Cuando me siento, el peso de mi cuerpo levanta una nube de mal olor de la silla abatible.

    —No he sido yo —digo—. Me refiero al mal olor. No lo he causado yo.

    Y Paige Marshall dice:

    —Antes de que usted naciera su madre pasó un tiempo en Italia, ¿verdad?
    —¿Ese es el gran secreto? —digo.

    Y Paige dice:

    —¿Qué?

    ¿Que soy italiano?

    —No —dice Paige. Se inclina sobre mi boca—. Pero su madre es católica, ¿verdad?

    El hilo me hace daño al introducirse entre los dientes.

    —Por favor, dígame que es broma —le digo. Con sus dedos en la boca le digo—: ¡No puedo ser italiano y católico! Es demasiado.

    Le digo que eso ya lo sabía.

    Y Paige dice:

    —Cállese. —Se inclina hacia atrás.
    —¿Y entonces quién es mi padre?

    Se inclina sobre mi boca y el hilo restalla entre dos muelas. El sabor de la sangre se acumula en torno a la base de mi lengua. Ella mira atentamente mi boca con los ojos entrecerrados y dice:

    —Bueno, si cree en la Santísima Trinidad, entonces usted es su propio padre.

    ¿Yo soy mi padre?

    Paige dice:

    —Lo que quiero decir es que la demencia de su madre parece remontarse a antes de que usted naciera. De acuerdo con lo que pone en su diario, ha tenido delirios por lo menos desde los treinta y cinco años.

    Ella saca el hilo y varios trocitos de comida le salpican la bata.

    Yo le pregunto qué quiere decir con eso de la Santísima Trinidad.

    —Ya sabe —dice Paige—, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tres en uno. San Patricio y el Trébol —dice—. ¿Puede abrir la boca un poco más?

    Entonces dígame de una puñetera vez, sin más, le digo, ¿qué dice el diario de mi madre sobre mí?

    Ella mira el hilo ensangrentado que acaba de sacarme de la boca, luego mira las salpicaduras de sangre y comida que le han quedado en la bata y dice:

    —Es un delirio bastante común entre las madres. —Se inclina con el hilo y lo pasa alrededor de otra muela.

    No paran de soltarse y salir trozos de materia a medio digerir que yo no imaginaba que estuvieran ahí dentro. Mientras ella me tira de la cabeza con el hilo, me siento como un caballo con arnés de los que hay en el Dunsboro colonial.

    —Su pobre madre —dice Paige Marshall mirando a través de las salpicaduras de sangre de los cristales de sus gafas— delira tanto que realmente cree que usted es la segunda encarnación de Cristo.


    23


    Siempre que alguien con un coche nuevo se ofrecía para llevarlos, la mamaíta le decía al conductor que no.

    Se quedaban en el arcén de la carretera y miraban cómo desaparecía el Cadillac nuevo, el Buick o el Toyota, y la mamaíta decía:

    —El olor de un coche nuevo es el olor de la muerte.

    Era la tercera o la cuarta vez que volvía a buscarlo.

    El olor a pegamento y resina de los coches muertos es olor a formaldehído, le dijo ella, la misma sustancia que usan para conservar los cadáveres. Está en las casas nuevas y los muebles nuevos. Se llaman gases residuales. Puedes inhalar formaldehído en la ropa nueva. Si inhalas mucho te provoca dolores de estómago, vómitos y diarrea.


    Véase también: colapso hepático.
    Véase también: shock.
    Véase también: muerte.



    Si uno busca iluminación, decía la mamaíta, un coche nuevo no es la respuesta.

    A lo largo del arcén florecían las dedaleras, tallos altos de flores blancas y purpúreas.

    —Digitales —dijo la mamaíta—. Tampoco funcionan.

    Comer flores de dedalera provoca náuseas, delirios y visión borrosa.

    Delante de ellos, una montaña se erguía contra el cielo, rodeada de nubes y cubierta de pinos y de un poco de nieve en la cima. Era tan grande que seguía en el mismo sitio por mucho que caminaran.

    La mamaíta sacó el tubito blanco del bolso. Se apoyó en el hombro del niño estúpido para no perder el equilibrio y esnifó con fuerza con el tubo metido en una ventana de la nariz. Luego el tubito se le cayó en la grava del arcén y ella se quedó mirando la montaña.

    Era una montaña tan grande que iban a tardar una vida entera en llegar al otro lado.

    Después de que a la mamaíta se le cayera, el niño estúpido recogió el tubito. Limpió la sangre con el faldón de la camisa y se lo volvió a dar.

    —Tricloroetano —dijo la mamaíta, enseñándole el tubito—. Todas las pruebas que he hecho me han demostrado que se trata del mejor tratamiento para el exceso peligroso de conocimiento humano.

    Volvió a meter el tubito en el bolso.

    —Esa montaña, por ejemplo —dijo. Cogió la barbilla del niño entre el índice y el pulgar y le hizo mirar en la misma dirección que ella—. Esa montaña enorme y gloriosa. Durante un momento fugaz creo haberla visto realmente.

    Otro coche frenó, un trasto marrón de cuatro puertas, un modelo demasiado nuevo, así que la mamaíta le hizo un gesto para que siguiera su camino.

    Durante un instante la mamaíta había visto la montaña sin pensar en explotaciones madereras, pistas de esquí ni avalanchas, vida natural controlada, geología de placas tectónicas, microclimas, efecto sombra de lluvia ni lugares yin-yang. Había visto la montaña sin el marco del lenguaje. Sin la cárcel de las asociaciones. La había visto sin mirar a través de la lente de todo lo que sabía acerca de las montañas.

    Lo que había visto en aquel instante ni siquiera era una «montaña». No era un recurso natural. No tenía nombre.

    —Esa es la gran meta —dijo—. Encontrar una cura para el conocimiento.

    Para la educación. Para la vida interior de la cabeza.

    Los coches pasaban por la carretera y la mamaíta y el niño seguían caminando con la montaña delante.

    Ya desde la historia de Adán y Eva de la Biblia, la humanidad había sido un poco más listilla de lo que le convenía, dijo la mamaíta. Ya desde que se comieron aquella manzana. Su meta ahora era encontrar, si no una cura, sí al menos un tratamiento que le devolviera a la gente su inocencia.

    El formaldehído no funcionaba. Las digitales no funcionaban.

    Ninguna de las drogas naturales parecía arreglar nada, ni fumar macis ni nuez moscada ni cáscaras de cacahuete. Ni el eneldo ni las hojas de hortensia ni el jugo de lechuga.

    Por las noches, la mamaíta solía colarse con el niño en los jardines ajenos. Se bebía la cerveza que la gente dejaba fuera para las orugas y los caracoles y mordisqueaba el estramonio, el solano y la nébeda. Se metía entre los coches aparcados y olía el interior de sus depósitos. Destornillaba el tapón de las cortadoras de césped y olía el aceite.

    —Me imagino que si Eva pudo meternos en este marrón, yo puedo sacarnos —dijo la mamaíta—. A Dios le gusta ver gente emprendedora.

    Otros coches frenaron, coches ocupados por familias, llenos de maletas y perros, pero la mamaíta les hizo señal de que siguieran.

    —La corteza cerebral, el cerebelo —dijo—. Ahí está el problema.

    Si pudiera entrenarse para usar solamente el tronco cerebral estaría curada.

    Estaría en algún lugar más allá de la felicidad y la tristeza.

    No se ven peces agonizando por cambios salvajes de estado de ánimo.

    Las esponjas nunca tienen un mal día.

    La grava crujía y se movía bajo sus pies. Los coches que pasaban a su lado creaban ráfagas calientes.

    —Mi meta —dijo la mamaíta— no es hacerme la vida más sencilla.

    Dijo:

    —Mi meta es hacerme más sencilla a mí misma.

    Le dijo al niño estúpido que las semillas de campanilla no funcionaban. Ya las había probado. El efecto no duraba. Las hojas de boniato no funcionaban. Tampoco el pelitre extraído de los crisantemos. Tampoco inhalar propano. Tampoco las hojas de ruibarbo ni las azaleas.

    Después de pasar la noche en un patio ajeno, la mamaíta dejaba un bocado de cada planta para que la gente los descubriera.

    Todas las drogas cosméticas, dijo, todos los estabilizadores del ánimo y antidepresivos, solamente tratan los síntomas de los grandes problemas.

    Todas las adicciones, le contó, no eran más que formas de tratar un mismo problema. Las drogas, el exceso de comida, el alcohol o el sexo, todo era una simple forma de encontrar la paz. De escapar de lo que conocemos. De nuestra educación. Eran nuestro mordisco a la manzana.

    El lenguaje, le dijo, no es más que nuestra forma de disipar con explicaciones la maravilla y la gloria del mundo. De deconstruirlo. De desdeñarlo. Le explicó que la gente no puede soportar toda la belleza del mundo. El hecho de que no pueda ser explicado ni comprendido.

    Delante de ellos en la carretera apareció un restaurante rodeado de camiones aparcados más grandes que el propio restaurante. Había aparcados algunos de los coches nuevos que la mamaíta no quería. Uno podía notar el olor de muchas comidas distintas siendo fritas en el mismo aceite caliente. Uno podía oler los motores apagados de los camiones.

    —Ya no vivimos en el mundo real —dijo ella—. Vivimos en un mundo de símbolos.

    La mamaíta se detuvo y metió la mano en el bolso. Agarró al chico del hombro y se quedó mirando la montaña.

    —Un último vistacito a la realidad —dijo—, Y nos vamos a comer.

    Luego se metió el tubito blanco e inhaló.


    24


    De acuerdo con Paige Marshall, mi madre volvió de Italia ya embarazada de mí. Fue el año después de que alguien entrara usando la fuerza en una iglesia del norte de Italia. Todo eso estaba en el diario de mi madre.

    Según Paige Marshall.

    Mi madre se había arriesgado a probar un tratamiento de fertilidad nuevo. Tenía casi cuarenta años. No estaba casada, no quería tener marido, pero alguien le había prometido un milagro.

    Aquella misma persona conocía a alguien que había robado una caja de zapatos de debajo de la cama de un sacerdote. En aquella caja de zapatos había los últimos restos terrenales de un hombre. De alguien famoso.

    Era su prepucio.

    Era una reliquia religiosa, la clase de anzuelo que se usaba para atraer multitudes a las iglesias en la Edad Media. Era solamente uno de los penes famosos que siguen en circulación. En 1977, un urólogo americano compró el pene disecado de tres centímetros de Napoleón Bonaparte por unos cuatro mil dólares. El pene de treinta centímetros de Rasputín se supone que está sobre un cojín de terciopelo en una caja de madera barnizada en París. Se supone que el monstruo de medio metro de John Dillinger está embotellado en formaldehído en el Walter Reed Army Medical Center.

    Según Paige Marshall, en el diario de mi madre pone que a seis mujeres les ofrecieron embriones creados con ese material genético. Cinco de ellos no llegaron a término.

    El sexto era yo. Y el prepucio era de Jesucristo.

    Así de chiflada estaba mi madre. Incluso hace veinticinco años ya estaba como una cabra.

    Paige se ríe y se inclina para pasarle el hilo dental a otra anciana.

    —Tiene que reconocerle a su madre que es original —dice.

    De acuerdo con la Iglesia católica, Jesucristo se reunió con su prepucio en el momento de su resurrección y ascensión. De acuerdo con la historia de santa Teresa de Ávila, cuando Jesucristo se le apareció y la tomó en matrimonio, usó su prepucio como anillo de bodas.

    Paige saca el hilo de entre los dientes de la mujer y se salpica de sangre y restos de comida los cristales de las gafas de montura negra. El cerebro negro de su peinado se inclina a un lado y al otro mientras ella intenta ver la hilera superior de dientes de la anciana.

    Ella me dice:

    —Aunque la historia de su madre fuera cierta, no hay pruebas de que el material genético procediera de la figura histórica. Es más probable que su padre fuera un pobre don nadie judío.

    La mujer recostada en la silla abatible, con las manos de la doctora Marshall en la boca abierta, gira los ojos para mirarme.

    Y Paige Marshall dice:

    —Esto ya tendría que bastar para que usted cooperara.

    ¿Cooperara?

    —Con mi plan de tratamiento para su madre —dice.

    Matar a un bebé nonato. Le digo que incluso si yo no soy él, no creo que Jesucristo lo aprobara.

    —Por supuesto que sí —dice Paige. Saca el hilo de golpe y me salpica con un trozo de pasta de comida—. ¿Acaso Dios no sacrificó a su propio hijo para salvar a la gente? ¿No es esa la historia?

    Aquí está de nuevo, la delgada línea entre ciencia y sadismo. Entre crimen y sacrificio. Entre asesinar a tu propio hijo y lo que Abraham estuvo a punto de hacerle a Isaac en la Biblia.

    La anciana aparta la cara de la doctora Marshall y se saca de la boca con la lengua el hilo y los trozos ensangrentados de comida. Me mira y con su voz graznante me dice:

    —Yo le conozco.

    De forma tan automática como cuando uno estornuda, le digo que lo siento. Siento haberme follado a su gato. Siento haber pasado con el coche por encima de sus flores. Siento haber tirado a su hámster al retrete. Suspiro y le digo:

    —¿Me he dejado algo?

    Paige dice:

    —Señora Tsunimitsu, necesito que abra más la boca.

    Y la señora Tsunimitsu dice:

    —Yo estaba con la familia de mi hijo cenando en un restaurante y usted casi se asfixia —dice—. Mi hijo le salvó la vida.

    Ella dice:

    —Me sentí orgullosa de él. Todavía le cuenta la historia a la gente.

    Paige Marshall me mira.

    —Es un secreto —dice la señora Tsunimitsu—, pero creo que mi hijo Paul siempre se había sentido cobarde hasta aquella noche.

    Paige se sienta y mira alternativamente a la anciana y a mí.

    La señora Tsunimitsu junta las manos debajo de la barbilla, cierra los ojos y sonríe. Dice:

    —Mi nuera quería divorciarse, pero después de ver cómo Paul lo salvaba a usted, volvió a enamorarse.

    Ella dice:

    —Yo me di cuenta de que usted estaba fingiendo. Los demás vieron lo que quisieron ver.

    Ella dice:

    —Tiene en su interior una capacidad enorme para amar.

    La anciana permanece sentada, sonriendo, y dice:

    —Me doy cuenta de que tiene un corazón lleno de generosidad.

    Tan deprisa como cuando uno estornuda, le digo:

    —Es usted un puto vejestorio lunático.

    Y Paige se estremece.

    Se lo voy diciendo a todo el mundo, estoy harto de que jueguen conmigo. ¿Vale? Así que no finjamos. No tengo corazón ni puñetera falta que me hace. No vais a conseguir hacerme sentir nada. No vais a conseguir afectarme.

    Soy un cabrón estúpido, insensible y calculador. Fin de la historia.

    Esta vieja señora Tsunimitsu. Paige Marshall. Ursula. Nico, Tanya, Leeza. Mi madre. Hay días en que la vida parece ser yo contra todas las tías estúpidas del puñetero mundo.

    Con una mano agarro a Paige Marshall por el brazo y tiro de ella hacia la puerta.

    Nadie me va a engañar para que me crea Jesucristo.

    —Escúcheme —le digo. Le grito—: ¡Si quisiera sentir algo me iría a ver una puta película!

    Y la vieja señora Tsunimitsu sonríe y dice:

    —No puede negar la bondad de su verdadera naturaleza. Es tan luminosa que cualquiera puede verla.

    A ella le digo que cierre la boca. A Paige Marshall le digo:

    —Vamos.

    Le voy a demostrar que no soy Jesucristo. La verdadera naturaleza de las personas es una chorrada. El alma humana no existe. Las emociones son una chorrada. El amor es una chorrada. Y me pongo a arrastrar a Paige por el pasillo.

    Vivimos y nos morimos y todo lo demás es una ilusión. Son chorradas típicas de tías pasivas sobre los sentimientos y la sensibilidad. Mierda emocional subjetiva inventada. El alma no existe. Dios no existe. Solamente existen las decisiones, la enfermedad y la muerte.

    Lo que yo soy de verdad es un inmundo, sucio y recalcitrante adicto al sexo, y no puedo cambiar y no puedo parar, y eso es lo que voy a ser siempre.

    Y lo voy a demostrar.

    —¿Adónde me lleva? —dice Paige, tropezando, con las gafas y la bata de laboratorio todavía salpicadas de comida y de sangre.

    Ya me estoy imaginando porquerías para no correrme demasiado deprisa, cosas como mascotas empapadas en gasolina e incendiadas. Me imagino al Tarzán regordete y a su chimpancé adiestrado. Pienso que esto no es más que otro capítulo estúpido en el cuarto paso de mi terapia.

    Para que el tiempo se detenga. Para fosilizar este momento. Para hacer que esto dure una puta eternidad.

    La voy a tomar en la capilla, le digo a Paige. Soy el hijo de una lunática, no el hijo de Dios.

    Si me equivoco, que Dios lo demuestre. Que me envíe un rayo.

    La voy a poseer en el puto altar.


    25


    Aquella vez había sido imprudencia maliciosa o abandono temerario o negligencia criminal. Había tantas leyes que el niño no lograba distinguirlas.

    Había sido acoso en tercer grado o indiferencia en segundo grado o desprecio en primer grado o incordio en segundo grado, y había llegado un punto en que al niño estúpido le aterraba hacer cualquier cosa que no hicieran los demás. Probablemente cualquier cosa nueva o distinta u original iba contra la ley.

    Cualquier cosa arriesgada o excitante te llevaba a la cárcel.

    Por eso todo el mundo tenía tantas ganas de hablar con la mamaíta.

    Aquella vez solamente llevaba dos semanas fuera de la cárcel y ya habían empezado a suceder cosas.

    Había un montón de leyes y una infinidad de formas de cagarla.

    Primero la policía preguntó por los cupones.

    Alguien había ido a una copistería del centro y había usado un ordenador para diseñar e imprimir cientos de cupones que prometían una comida gratis para dos personas por valor de setenta y cinco dólares y sin fecha de caducidad. Todos los cupones iban doblados dentro de una carta comercial que daba las gracias por ser tan buen cliente y explicaba que el cupón de dentro era una promoción especial.

    Lo único que tenías que hacer era ir a cenar al restaurante Clover Inn.

    Cuando el camarero te trajera la cuenta simplemente tenías que pagar con el cupón. La propina estaba incluida.

    Alguien hizo todo aquello. Envió por correo cientos de aquellos cupones.

    Tenía toda la pinta de una maniobra Ida Mancini.

    La mamaíta había sido camarera en el Clover Inn durante la primera semana que había pasado fuera del centro de reinserción, pero la habían despedido por decirle a la gente cosas sobre la comida que no querían saber.

    Luego había desaparecido. Unos días más tarde, una mujer sin identificar se había puesto a correr y a gritar por el pasillo central de un teatro durante la parte más tranquila y aburrida de un majestuoso ballet.

    Por eso un día la policía había sacado al niño estúpido de la escuela y lo había llevado al centro de la ciudad. Para ver si tenía noticias de ella. De la mamaíta. Si sabía dónde estaba escondida.

    Por aquella misma época, varios cientos de clientes enojados invadieron una peletería llevando cupones del cincuenta por ciento de descuento que habían recibido por correo.

    Por aquella misma época, un millar de personas muy asustadas llegaron a la clínica de enfermedades de transmisión sexual del condado exigiendo que les hicieran una prueba después de haber recibido cartas con el sello del condado advirtiéndoles que a una antigua pareja sexual le habían diagnosticado una enfermedad infecciosa.

    Los detectives de la policía se llevaron al mequetrefe al centro de la ciudad en un coche de paisano, luego le hicieron subir las escaleras de un edificio feo, se sentaron con él y su madre adoptiva y le preguntaron: ¿Ha intentado Ida Mancini contactar contigo?

    ¿Tienes alguna idea de dónde saca el dinero?

    ¿Por qué crees que hace esas cosas tan horribles?

    Y el niño se limitó a esperar.

    Pronto llegaría ayuda.

    La mamaíta solía decirle que lo sentía. La gente llevaba muchos años trabajando para convertir el mundo en un sitio seguro y organizado. Nadie se daba cuenta de lo aburrido que se iba a volver. Con el mundo entero dividido en propiedades privadas, con límites de velocidad, zonas, impuestos y regulaciones, con todo el mundo sometido a exámenes, registrado, con dirección conocida y figurando en los registros. Nadie había dejado mucho espacio para la aventura, salvo tal vez la que uno podía comprar. En una montaña rusa. En una película. Sin embargo, no dejaba de ser una excitación falsa. Uno ya sabía que los dinosaurios no se iban a comer a los niños. El público de los pases de prueba ha descartado con su voto cualquier posibilidad de un falso desastre importante, de un riesgo real, no nos queda ninguna posibilidad de salvación real. De euforia real. De excitación real. De diversión. De descubrimiento. De invención.

    Las mismas leyes que nos mantienen a salvo nos condenan al aburrimiento.

    Sin acceso al caos verdadero, nunca lograremos la paz verdadera.

    A menos que todo empeore, nada puede mejorar.

    Todas estas cosas le decía la mamaíta.

    Le decía:

    —La única frontera que te queda es el mundo de lo intangible. Todo lo demás es demasiado restrictivo.

    Está aprisionado por demasiadas leyes.

    Cuando decía lo intangible se refería a Internet, las películas, la música, los relatos, el arte, los rumores, los programas informáticos, cualquier cosa que no fuera real. Las realidades virtuales. Los rollos fantásticos. La cultura.

    Lo irreal es más poderoso que lo real.

    Porque nada es tan perfecto como uno lo imagina.

    Porque solamente duran las ideas intangibles, los conceptos, las creencias y las fantasías. La piedra se resquebraja. La madera se pudre. La gente, en fin, se muere.

    Pero las cosas tan frágiles como un pensamiento, un sueño, una leyenda, pueden continuar para siempre.

    Si puedes cambiar la manera en que piensa la gente, le decía. La forma en que se ven a sí mimos. La forma en que ven el mundo. Si lo haces, puedes cambiar la forma en que la gente vive su vida. Y esa es la única cosa duradera que puedes crear.

    Además, en algún momento, solía decirle la mamaíta, tus recuerdos, tus relatos y tus aventuras serán lo único que te quede.

    En su último juicio, antes de ir a la cárcel por última vez, la mamaíta se puso en pie ante el juez y dijo:

    —Mi meta es ser un motor de excitación en las vidas de la gente.

    Se quedó mirando fijamente a los ojos del niño estúpido Y dijo:

    —Mi propósito es darle a la gente historias gloriosas que explicar.

    Antes de que los guardias se la llevaran por la puerta de atrás de la sala, con las manos esposadas, gritó:

    —Encerrarme sería redundante. Nuestra burocracia y nuestras leyes han convertido el mundo en un campo de trabajos forzados limpio y seguro.

    Y luego gritó:

    —Estamos criando una generación de esclavos.

    E Ida Mancini volvió una vez más a la cárcel.

    «Incorregible» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    La mujer sin identificar, la que echó a correr por el pasillo durante el ballet, había gritado:

    —Estamos enseñando a nuestros hijos a no poder defenderse.

    Mientras corría por el pasillo y salía por una salida de incendios, había gritado:

    —Estamos tan estructurados y microgestionados que esto ya no es un mundo, es un puto crucero de placer.

    Sentado, esperando con los detectives de la policía, el niño estúpido, cara de culo y tocahuevos les preguntó si podía venir el abogado defensor Fred Hastings.

    Y un detective murmuró una palabrota.

    Y justo entonces, la alarma de incendios se disparó.

    Y aun con la alarma sonando, los detectives siguieron preguntando:

    —¿TIENES ALGUNA IDEA DE CÓMO PONERNOS EN CONTACTO CON TU MADRE?

    Le preguntaron a gritos para hacerse oír por encima de la alarma:

    —¿PUEDES DECIRNOS POR LO MENOS QUIÉNES SON SUS PRÓXIMOS OBJETIVOS?

    La madre adoptiva le gritó para hacerse oír por encima de la alarma:

    —¿NO QUIERES AYUDARNOS A QUE LA AYUDEMOS?

    Y la alarma se detuvo.

    Una señora asomó la cabeza por la puerta y dijo:

    —Que no cunda el pánico, chicos. Parece otra falsa alarma.

    Una alarma de incendios ya nunca indica un incendio.

    Y aquel pequeño gilipollas dijo:

    —¿Puedo usar el baño?


    26


    La medialuna nos mira, reflejada en una lata plateada llena de cerveza. Denny y yo estamos de rodillas en un jardín ajeno y Denny aparta los caracoles y babosas dando golpecitos con el dedo índice. Denny levanta la lata llena hasta arriba, acercando cada vez más su reflejo y su cara de verdad hasta que sus labios falsos tocan sus labios de verdad.

    Denny se bebe la mitad de la cerveza y dice:

    —Así es como beben cerveza en Europa, tío.

    ¿En trampas para babosas?

    —No, tío —dice Denny. Me pasa la lata y dice—: Desbravada y caliente.

    Beso mi reflejo y bebo, con la luna mirándome por encima del hombro.

    Esperándonos en la acera hay un carrito de bebé con las ruedas más separadas en la parte trasera que en la delantera. La parte trasera del carrito toca el suelo y envuelta en la manta rosa de bebé hay una roca de arenisca demasiado grande para que Denny o yo la levantemos. En el extremo superior de la manta hay colocada una cabeza de bebé de goma rosácea.

    —Eso de practicar el sexo en una iglesia —dice Denny—, dime que no lo hiciste.

    No es que no lo hiciera. Es que no pude.

    No pude follar, taladrar, perforar, meterla, hincarla. Todos esos eufemismos que no lo son.

    Denny y yo somos dos tíos normales que sacan a su bebé a dar un paseo a medianoche. Un par de simpáticos jóvenes de este bonito vecindario de casas grandes, cada una rodeada de su respectivo jardín. Todas estas casas con sus petulantes espejismos de seguridad autocontenida y climáticamente controlada.

    Denny y yo, tan inocentes como un tumor.

    Tan inofensivos como un hongo de psilocibina.

    Es un vecindario con tanta clase que incluso la cerveza que dejan para los animales es importada de Alemania o de México. Saltamos la verja hasta el siguiente jardín y husmeamos bajo las plantas en busca de la siguiente ronda.

    Agachado para mirar debajo de las hojas y los matorrales, digo:

    —Tío —digo—, a ti no te parece que tengo un buen corazón, ¿verdad?

    Y Denny dice:

    —Qué va, tío.

    Después de unas cuantas calles, de la cerveza de todos estos jardines, sé que Denny está siendo sincero. Le digo:

    —¿No crees que yo en realidad sea una manifestación sensible y cristiana del amor perfecto, verdad?
    —Ni en coña, tío —dice Denny—. Eres un capullo.

    Y yo le digo:

    —Gracias. Solamente me estaba asegurando.

    Y Denny se pone de pie moviendo las piernas a cámara lenta. En las manos sostiene una lata redonda en la que se ve otra vez reflejado el cielo nocturno, y me dice:

    —Bingo, tío.

    Acerca de lo de la iglesia, le cuento que estoy más decepcionado con Dios que conmigo mismo. Tendría que haberme fulminado con un rayo. Quiero decir que Dios es Dios. Yo soy un capullo. Ni siquiera le quité la ropa a Paige Marshall. Con su estetoscopio colgando del cuello, balanceándose entre sus pechos, la empujé sobre el altar. Ni siquiera le quité la bata.

    Con el estetoscopio colgando sobre el pecho, me dijo:

    —Vaya rápido —dijo—. Quiero que sincronice sus movimientos con mi corazón.

    No es justo que las mujeres no tengan que pensar cosas para no correrse enseguida.

    Y yo no pude. Aquella idea de Jesucristo fulminó mi erección.

    Denny me pasa la cerveza y yo bebo. Denny escupe una babosa muerta y me dice:

    —Es mejor que bebas con los dientes cerrados, tío.

    Ni siquiera en una iglesia, ni siquiera tumbada sobre un altar y sin ropa, no quise que Paige Marshall, la doctora Paige Marshall, se convirtiera en un polvo más.

    Porque nada es tan perfecto como lo que uno imagina.

    Porque nada es tan excitante como tu fantasía.

    Inspire. Espire.

    —Tío —dice Denny—, esta es la última para mí. Cojamos la piedra y volvamos a casa.

    Y yo digo: Una manzana más, ¿vale? Una ronda de jardines más. No estoy lo bastante borracho para olvidar el día que he tenido.

    Este es un vecindario con clase. Salto la verja del siguiente jardín y aterrizo de cabeza sobre un rosal. En alguna parte ladra un perro.

    Todo el tiempo que pasamos encima del altar, yo intentando que el rabo se me pusiera duro, aquella cruz de madera clara y barnizada nos estuvo mirando. Sin hombre torturado. Sin corona de espinas. Sin moscas volando alrededor ni sudor. Sin hedor. Nada de sangre ni sufrimiento, no en aquella iglesia. Nada de lluvia de sangre. Nada de plaga de langostas.

    Sin quitarse el estetoscopio de las orejas, Paige escuchaba los latidos de su corazón.

    Los ángeles del techo estaban tapados con pintura. La luz que entraba por la vidriera coloreada era densa, dorada e inundada de polvo. La luz entraba en un haz denso, un haz cálido y espeso que nos enfocaba a nosotros.

    Atención, por favor, que el doctor Freud haga el favor de coger el teléfono blanco de las visitas.

    Un mundo de símbolos, no un mundo real.

    Denny me ve enredado y sangrando por culpa de las espinas, con la ropa rasgada y caído encima del rosal, y dice:

    —Vale, lo digo en serio —dice—. Dejémoslo estar por hoy.

    El olor a rosas, el olor a incontinencia en Saint Anthony.

    Un perro ladra y rasca con las uñas en la puerta trasera de la casa. Una luz se enciende en la cocina y alguien aparece en la ventana. Luego se enciende la luz del porche trasero y es asombroso lo deprisa que desprendo el culo del rosal y corro hasta la calle.

    En la dirección opuesta por la acera viene una pareja, arrimados y rodeándose con el brazo mientras caminan. La mujer frota la mejilla en la solapa del hombre y el hombre le da un beso en la coronilla.

    Denny empuja el carrito tan deprisa que las ruedas delanteras se quedan encalladas en un agujero de la acera y la cabeza de goma del bebé sale despedida. Mirándolo todo con los ojos de cristal muy abiertos, la cabeza rosácea rebota al lado de la pareja feliz y cae en la alcantarilla.

    Denny me dice:

    —¿Tío, me la puedes coger?

    Con la ropa hecha jirones y pringosa de sangre y la cara llena de espinas clavadas, paso al lado de la pareja y pesco la cabeza de entre las hojas y la porquería.

    El hombre da un grito y retrocede.

    Y la mujer dice:

    —¿Victor? Victor Mancini. Oh, Dios mío.

    Debe de haberme salvado la vida, porque no sé quién coño es.

    En la capilla, después de haber renunciado, mientras nos estábamos abrochando los botones de la ropa, le dije a Paige:

    —Olvídese del tejido fetal. Olvídese del resentimiento hacia las mujeres fuertes —le digo—, ¿Quiere saber la verdadera razón por la que no quiero follar con usted?

    Mientras me abrocho los botones de las calzas, le dije:

    —Tal vez la verdad es que quiero que me guste.

    Y con ambas manos en la cabeza, tensando de nuevo el cerebro de pelo negro, Paige dijo:

    —Tal vez el sexo y el afecto no son mutuamente excluyen tes.

    Y yo me reí. Atándome el fular con las manos, le dije que sí. Que sí que lo son.

    Denny yo llegamos al número setecientos de la calle que el letrero identifica como Birch Street. Le digo a Denny, que va empujando el carrito:

    —Nos equivocamos de dirección, tío. —Señalo a nuestra espalda y digo—. La casa de mi madre está por ahí.

    Denny sigue empujando. La parte posterior del carrito chirría contra el suelo. La pareja feliz permanece boquiabierta, mirándonos todavía un par de casas por detrás de nosotros.

    Yo camino a su lado, pasándome la cabeza rosácea del muñeco de una mano a otra:

    —Tío —le digo—, volvamos atrás.

    Denny dice:

    —Primero tenemos que ver el número ochocientos.

    ¿Qué hay ahí?

    —Se supone que nada —dice Denny—, Mi tío Don era el propietario.

    Las casas se terminan y el ochocientos es un solar vacío con más casas en la manzana siguiente. Hay hierba alta plantada en los contornos del terreno y manzanos viejos con la corteza arrugada y los troncos retorciéndose en la oscuridad. Más allá de la maleza, de las zarzamoras y los matorrales con las ramas atiborradas de espinas, el centro del solar está limpio.

    En la esquina hay un letrero de contrachapado pintado de blanco con una foto en la parte superior de casas adosadas de ladrillo rojo y gente saludando con la mano desde ventanas con macetas de flores. Debajo de las casas pone en letras negras: «Próximamente casas unifamiliares Menningtown Country». Debajo del letrero, el suelo está nevado de virutas de pintura blanca. De cerca se ve que el letrero está doblado y que las casas unifamiliares de ladrillo están resquebrajadas y descoloridas.

    Denny empuja la piedra fuera del carrito y la piedra aterriza sobre la hierba alta junto a la acera. Sacude la manta rosa y me da dos esquinas de la misma. Entre los dos la doblamos y Denny dice:

    —Si quieres lo contrario a un modelo de conducta, ese sería mi tío Don.

    Denny deja caer la manta doblada en el carrito y empieza a empujarlo en dirección a casa.

    Yo lo llamo:

    —Tío, ¿ya no quieres esta piedra?

    Y Denny dice:

    —Esas madres que protestan contra los que conducen bebidos, te aseguro que hicieron una fiesta cuando supieron que se había muerto el viejo Don Menning.

    Se levanta un poco de viento y dobla la hierba. Aquí no vive nadie más que las plantas, y al otro lado del corazón a oscuras de la manzana se ven las luces de los porches de las casas del otro lado. En medio se ven las siluetas negras zigzagueantes de los viejos manzanos.

    —¿Entonces esto es un parque? —digo.

    Y Denny dice:

    —En realidad, no. —Sin dejar de caminar, me dice—: Es mío.

    Le tiro la cabeza del muñeco y digo:

    —¿De verdad?
    —Desde que hace dos días me llamaron mis padres —dice. Coge la cabeza y la mete en el carrito. Caminamos bajo las farolas, frente a las casas a oscuras.

    Con las hebillas de los zapatos relucientes y las manos en los bolsillos, digo:

    —Tío —digo—, tú no crees que yo sea Jesucristo ni nada parecido, ¿verdad?

    Le digo:

    —Di que no, por favor.

    Seguimos caminando.

    Y mientras empuja el carrito vacío, Denny dice:

    —Afróntalo, tío. Casi practicaste el sexo sobre el altar de Dios. Ya eres una vergüenza de primera magnitud.

    Seguimos caminando y el efecto de la cerveza se disipa. El aire nocturno está sorprendentemente frío.

    Y yo digo:

    —Por favor, tío, dime la verdad.

    No soy bueno ni amable ni cariñoso ni ninguna de esas mierdas felices.

    No soy más que un perdedor inconsciente y descerebrado. Puedo vivir con eso. Es lo que soy realmente. Un puto adicto al sexo recalcitrante perseguidor de agujeros, meneador de rabo y taladrador de chichis.

    Le digo:

    —Dime otra vez que soy un cabrón insensible.


    27


    Lo que tengo que hacer esta noche es esconderme en el armario del dormitorio mientras la chica se da una ducha. Luego, cuando ella salga reluciente de sudor, en medio de la atmósfera impregnada de vapor, laca y colonia, saldrá desnuda salvo por un albornoz de encaje. Entonces yo salgo con una media tapándome la cara y unas gafas de sol puestas. La tiro encima de la cama. Le pongo un cuchillo en la garganta. Luego la violo.

    Así de simple. La espiral de vergüenza continúa.

    Solamente hay que preguntarse todo el tiempo: ¿Qué NO haría Jesucristo?

    Lo que pasa es que no la puedo violar en la cama, me dice, porque la colcha es de seda rosa clarito y se puede manchar. En el suelo tampoco porque la alfombra le rasca la piel. Acordamos hacerlo en el suelo, pero sobre una toalla. No una toalla buena para los invitados, me ha dicho. Me ha dejado una toalla vieja en el tocador y yo tengo que extenderla en el suelo previamente para no romper la atmósfera.

    Me deja la ventana del dormitorio abierta antes de meterse en la ducha.

    Así que me escondo en el armario, desnudo y con toda su ropa del tinte pegándose a mí, con la cabeza enfundada en la media, las gafas de sol y llevando en la mano el cuchillo menos afilado que he encontrado, esperando. La toalla extendida en el suelo. La media da tanto calor que se me llena la cara de sudor. El pelo pegado al cráneo me empieza a picar.

    Junto a la ventana no, me ha dicho. Y tampoco cerca de la chimenea. Me ha dicho que la viole cerca del ropero, pero no demasiado cerca. Que intente extender la toalla en una zona de paso frecuente donde la alfombra no se vea tan gastada.

    Ella es una chica llamada Gwen que he conocido en la sección de autoayuda de una librería. Es difícil decir quién ligó con quién, pero ella estaba fingiendo que leía un libro de terapia de doce pasos sobre la adicción sexual y yo llevaba mis pantalones de camuflaje de la suerte, rondaba a su alrededor con un ejemplar del mismo libro y me estaba preguntando qué más daba otra relación peligrosa.

    Los pájaros lo hacen. Las abejas lo hacen.

    Necesito el subidón de endorfinas. Para tranquilizarme. Me muero por la péptido feniletilamina. Eso es lo que soy. Un adicto. Porque, a ver, ¿quién lleva la cuenta?

    En la cafetería de la librería, Gwen me dice que consiga una cuerda, pero no una cuerda de nailon porque hace daño. El cáñamo le produce sarpullido. La cinta aislante negra también sirve, pero no en la boca, y que no sea cinta de aluminio para tuberías.

    —Que te arranquen cinta de aluminio —me explica— es tan erótico como que te depilen las piernas.

    Consultamos nuestras agendas y el jueves queda descartado. El viernes tengo mi reunión de adictos al sexo. Esta semana nada de recibos. El sábado lo paso en Saint Anthony. Casi todos los domingos por la noche ella ayuda en el bingo de su parroquia, así que quedamos el lunes. El lunes a las nueve, no a las ocho porque ella trabaja hasta tarde y a las diez tampoco porque yo tengo que trabajar temprano por la mañana.

    Y llega el lunes. La cinta aislante está lista. La toalla extendida, pero cuando salto encima de ella con el cuchillo va y me dice:

    —¿Esas medias que llevas son mías?

    Le retuerzo un brazo detrás de la espalda y le pongo el filo helado en la garganta.

    —¡Por el amor de Dios! —dice—. Esto es demasiado. Te dije que podías violarme. No te dije que pudieras estropearme las medias.

    Con la mano del cuchillo le agarro la parte de delante del albornoz e intento desnudarle los hombros.

    —Para, para, para —dice, y me da una palmada en la mano—. Déjame que lo haga yo. Te lo vas a cargar. —Se aparta.

    Le pregunto si me puedo quitar las gafas de sol.

    —No —dice, y se quita el albornoz. Luego va al armario abierto y lo cuelga de una percha acolchada.

    Pero es que casi no veo.

    —No seas egoísta —me dice. Desnuda, me coge la mano y me la cierra en torno a una de sus muñecas. Luego se coloca el brazo detrás de la espalda y se gira para apretar la espalda desnuda contra mí. El rabo se me pone más y más duro y la raja cálida y resbaladiza de su culo se me pega. Y me dice—: Necesito que seas un atacante sin rostro.

    Le digo que me da demasiada vergüenza comprar un par de medias. Un tío que compra medias es un criminal o un pervertido. En cualquiera de los dos casos, es difícil que la cajera te acepte el dinero.

    —Joder, deja de quejarte —dice—. Todos los violadores con los que he estado se compraban sus medias.

    Además, le digo, cuando miras la estantería de las medias resulta que las tienen de todos los tamaños y colores. Color carne, negro, beige, castaño, negro mate, cobalto, y ninguna es de la «Talla cabeza».

    Ella frunce la cara y gime:

    —¿Te puedo decir algo? ¿Te puedo decir una sola cosa?

    Le pregunto qué.

    Y ella dice:

    —El aliento te huele fatal.

    En la cafetería de la librería, mientras elaborábamos el guión, me dijo:

    —Acuérdate de meter el cuchillo en la nevera antes. Necesito que esté realmente frío.

    Yo le pregunté si no podíamos usar un cuchillo de goma.

    Y ella me dijo:

    —El cuchillo es muy importante para mi experiencia total.

    Y me dijo:

    —Lo mejor es que me pongas el filo del cuchillo en la garganta antes de que esté a la temperatura ambiente.

    Y dijo:

    —Pero ten cuidado, porque si me cortas por accidente —se inclinó hacia mí por encima de la mesa, adelantando la barbilla—, si se te ocurre hacerme un arañazo, te juro que estás en la cárcel antes de que te puedas poner otra vez los pantalones.

    Tomó un sorbo de su chai de hierbas, volvió a poner la taza en el platillo y dijo:

    —Mis fosas nasales te agradecerían que no usaras ninguna clase de colonia, aftershave ni desodorante de olor fuerte. Soy muy sensible.

    Estas adictas al sexo tan salidas tienen una tolerancia altísima. Todo les está bien con tal de que se las folien. No pueden parar, no importa lo degradante que se vuelva el rollo.

    Dios, cómo me gusta ser codependiente.

    En la cafetería, Gwen se puso el bolso sobre el regazo y buscó en el interior:

    —Ten —me dijo, y desenrolló una lista fotocopiada de los detalles que quería incluir. Encima de la lista ponía:

    La violación es una cuestión de poder. No es algo romántico. No te enamores de mí. No me beses en la boca. No esperes quedarte después del acto. No uses mi cuarto de baño.

    El lunes por la noche en su dormitorio, desnuda y apretada contra mí, me dice:

    —Quiero que me pegues —dice—. Pero ni demasiado fuerte ni demasiado flojo. Lo justo para que me corra.

    Con una mano le sujeto el brazo detrás de la espalda. Ella frota el culo contra mí. Tiene un cuerpecillo superbronceado, pero su cara está pálida y tiene textura de cera por culpa del exceso de crema hidratante. En el espejo de la puerta del armario la veo por delante y veo mi cara asomando por encima de su hombro. El pelo y el sudor se le acumulan en el espacio donde están pegados mi pecho y su espalda. Su piel tiene ese olor a plástico caliente de las camas de rayos UVA. Con la otra mano sostengo el cuchillo, así que le pregunto si quiere que la golpee con el cuchillo.

    —No —dice—. Eso sería apuñalamiento. Pegar a alguien con un cuchillo es apuñalamiento —dice—. Deja el cuchillo y usa la mano abierta.

    Y yo tiro el cuchillo.

    Y Gwen dice:

    —En la cama no.

    Así que dejo el cuchillo en el cajón. Luego levanto la mano para pegarle. Me resulta muy raro desde atrás.

    Y ella dice:

    —Pero en la cara no.

    Así que bajo un poco la mano.

    Y ella dice:

    —Y no me des en los pechos, porque luego salen bultos.


    Véase también: mastitis quística.


    Me dice:

    —¿Por qué no me abofeteas el culo?

    Y yo le digo que por qué no se calla y me deja violarla a mi modo.

    —Si eso es lo que te apetece, ya puedes coger tu picha diminuta y largarte corriendo a casa.

    Como acaba de salir de la ducha, tiene el vello púbico suave y tupido, no aplastado como cuando le quitas la ropa interior a una mujer. La mano libre se la meto entre las piernas y le noto un tacto falso, como de goma y plástico. Demasiado liso. Un poco grasiento.

    Le digo:

    —¿Que le pasa a tu vagina?

    Gwen se mira y dice:

    —¿Qué? —dice—, Ah, eso. Es un femidón, un condón femenino. Los bordes sobresalen así. No quiero que me contagies nada.

    Debo equivocarme, le digo, pero yo pensaba que la violación era más espontánea, ya sabes, un crimen pasional.

    —Eso demuestra que no sabes ni una palabra sobre violar a la gente —dice—. Un buen violador planea su crimen meticulosamente. Ritualiza hasta los pequeños detalles. Esto tendría que ser casi una experiencia religiosa.

    Lo que sucede aquí, dice Gwen, es sagrado.

    En la cafetería de la librería me pasó la hoja fotocopiada y me dijo:

    —¿Puedes aceptar todas estas condiciones?

    La hoja decía: No me preguntes dónde trabajo.

    No me preguntes si me estás haciendo daño.

    No fumes en mi casa.

    No esperes quedarte a pasar la noche.

    La hoja decía: La palabra de seguridad es GARBEO.

    Le pregunté qué quería decir «palabra de seguridad».

    —Si la escena se vuelve demasiado fuerte o no funciona para alguno de los dos —dice—, uno dice «garbeo» y la acción se detiene.

    Le pregunté si podía correrme.

    —Si es tan importante para ti... —dijo ella.

    Estas patéticas adictas al sexo. Todas hambrientas de polla.

    Sin ropa está un poco flaca. Tiene la piel caliente y húmeda y parece que al apretarla vaya a salir agua caliente con jabón. Tiene las piernas tan delgadas que no se tocan hasta llegar al culo. Sus pechos diminutos parecen adherirse a su caja torácica. Sujetándole todavía el brazo detrás de la espalda y viéndonos en el espejo de la puerta del armario, ella tiene el cuello largo y los hombros caídos, como una botella de vino.

    —Para, por favor —dice—. Me haces daño. Por favor, te daré dinero.

    Le pregunto cuánto.

    —Para, por favor —dice—. O gritaré.

    Le suelto el brazo y retrocedo.

    —No grites —digo—. Haz el favor de no gritar.

    Gwen suspira, toma impulso y me da un puñetazo en el pecho.

    —¡Imbécil! —dice—. No he dicho «garbeo».

    Es el equivalente sexual de «Simón dice».

    Se da la vuelta para que la agarre otra vez. Luego camina sin soltarse de mí hasta la toalla y dice:

    —Espera. —Va al cajón y vuelve con un vibrador de plástico rosa.
    —Eh —le digo—, no intentes usar eso conmigo.

    Gwen se estremece y dice:

    —Claro que no. Es el mío.

    Y yo digo:

    —¿Y qué pasa conmigo?

    Y ella dice:

    —Lo siento, la próxima vez tráete un vibrador para ti.
    —No —le digo—. ¿Qué pasa con mi pene?

    Y ella dice:

    —¿Qué pasa con tu pene?

    Yo digo:

    —¿Cómo encaja en todo esto?

    Sentándose en la toalla, Gwen niega con la cabeza y dice:

    —¿Por qué hago esto? ¿Por qué siempre elijo a tíos que lo único que quieren es ser amables y convencionales? Lo siguiente que querrás hacer es casarte conmigo —dice—. Por una sola vez me gustaría tener una relación violenta. ¡Por una vez!

    Ella dice:

    —Puedes masturbarte mientras me violas. Pero solo en la toalla y solo si no me salpicas.

    Ella extiende la toalla alrededor de su culo y da unas palmadas en una zona de toalla que tiene al lado:

    —Cuando llegue el momento —dice—, puedes dejar tu orgasmo aquí.

    Su mano da unas palmaditas.

    Ah, vale, le digo, ¿y ahora qué?

    Gwen suspira y me planta el vibrador en la cara:

    —¡Úsame! —dice—, ¡Degrádame, estúpido! ¡Ultrájame, subnormal! ¡Humíllame!

    No tengo muy claro donde está el interruptor, así que ella me tiene que enseñar cómo encenderlo. Luego vibra tan fuerte que lo suelto. Luego se pone a saltar por el suelo y tengo que atrapar el puto chisme.

    Gwen levanta las rodillas en el aire y las deja caer a los lados igual que se abre un libro. Yo me arrodillo en el borde de la toalla y meto la punta zumbante dentro de los bordes de plástico de su vagina. Con la otra mano me acaricio el rabo. Sus tobillos están afeitados y desembocan en unos pies curvados con pintauñas azul. Está tumbada de espaldas con los ojos cerrados y las piernas abiertas. Con las manos unidas y extendidas por encima de la cabeza de forma que sus pechos forman cúpulas perfectas, dice:

    —No, Dennis, no. No quiero esto, Dennis. No. No, no puedes tomarme.

    Yo le digo:

    —Me llamo Victor.

    Ella me dice que me calle y la deje concentrarse.

    Yo intento que los dos nos lo pasemos bien, pero ese es el equivalente sexual de frotarse el estómago y rascarse la cabeza. O me concentro en mí mismo o me concentro en ella. En cualquier caso el resultado es tan malo como un trío que no funciona: siempre hay uno que se queda fuera. Además el vibrador resbala y es difícil sujetarlo. Se está recalentando y empieza a despedir un olor acre a humo como si algo se estuviera quemando dentro.

    Gwen abre un ojo solamente un poco, me ve cascarme el rabo y dice:

    —¡Yo primero!

    Me sacudo el rabo. Hurgo dentro de Gwen. Hurgo dentro de Gwen. Me siento menos un violador que un fontanero. Los bordes del femidón no paran de meterse dentro y tengo que pararme y sacarlos con dos dedos.

    Gwen dice:

    —Dennis, no. Dennis, para, Dennis. —La voz le sale de las profundidades de la garganta. Se tira del pelo y traga saliva. El femidón se vuelve a meter dentro y yo ya paso de él. El vibrador lo hunde más y más. Ella me dice que juegue con sus pezones con la otra mano.

    Le digo que necesito la otra mano. Mis pelotas se tensan, listas para disparar y digo:

    —Oh, sí. Sí. Oh, sí.

    Y Gwen dice:

    —No te atrevas. —Y se chupa dos dedos. Clava su mirada en la mía y se mete los dedos húmedos entre las piernas, desafiándome.

    Lo único que tengo que hacer es imaginarme a Paige Marshall, mi arma secreta, y la carrera se termina.

    Un segundo antes de correrme, en ese momento en que sientes que el ojete empieza a tensarse, justo entonces me vuelvo hacia el lugar de la toalla que me ha indicado Gwen. Sintiéndose estúpidos y tratados como perros amaestrados para hacer sus necesidades, mis soldaditos blancos salen despedidos y, tal vez por accidente, equivocan la trayectoria y aterrizan sobre la colcha rosa. Sobre su enorme y suave paisaje mullido de color rosa. Formando un arco después de otro, llueven goterones calientes de todos los tamaños sobre la colcha, los cubrealmohadas y los faldones de seda rosa de la cama.

    ¿Qué NO haría Jesucristo?

    Grafitis de semen.

    «Vandalismo» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    Gwen está tumbada en la toalla, jadeando con los ojos cerrados y el vibrador zumbando a su lado. Con los ojos en blanco, chorrea entre los dedos y murmura:

    —Te he ganado...

    Murmura:

    —Hijo de puta, te he ganado...

    Me pongo los pantalones y cojo la chaqueta. Hay soldaditos blancos por toda la cama, las cortinas y el papel de la pared, y Gwen está ahí tumbada, jadeando, con el vibrador sobresaliéndole en ángulo oblicuo entre las piernas. Un segundo más tarde, se le sale y cae en el suelo como un pescado mojado y gordezuelo. Es entonces cuando Gwen abre los ojos. Empieza a incorporarse apoyándose en los codos antes de ver los desperfectos.

    Ya tengo medio cuerpo fuera de la ventana cuando digo:

    —Ah, por cierto...

    Digo «garbeo» y oigo a mi espalda su primer grito de verdad.


    28


    En el verano de 1642 en Plymouth, Massachusetts, un adolescente fue acusado de sodomizar a una yegua, una vaca, dos cabras, cinco ovejas, dos terneros y un pavo. Está en los libros de Historia. De acuerdo con las leyes bíblicas del Levítico, después de que el chico confesara fue obligado a ver cómo los animales eran sacrificados. Luego lo mataron y su cuerpo fue enterrado junto con los animales muertos en una fosa sin lápida.

    Aquello fue antes de que hubiera reuniones de terapia oral para adictos al sexo.

    El cuarto paso de la terapia de aquel chaval habría sido un reportaje sensacionalista sobre el corral.

    Pregunto:

    —¿Alguien tiene alguna pregunta?

    Los alumnos de cuarto se me quedan mirando. Una niña de la segunda fila dice:

    —¿Qué es sodomizar?

    Le digo que se lo pregunte a su profesora.

    Cada media hora se supone que tengo que dar clase a otro rebaño de alumnos de cuarto acerca de una mierda que nadie quiere aprender, como, por ejemplo, la manera de encender un fuego. Cómo hacer muñecos con manzanas. Cómo hacer tintura de nogal negro. Como si todo eso les fuera a ayudar a conseguir plaza en una buena universidad.

    Además de deformar a los pobres pollos, estos alumnos de cuarto se dedican a pasear por aquí sus microbios. No es un misterio que Denny siempre se esté sonando la nariz y tosiendo. Piojos, lombrices intestinales, clamidiasis, tiña: en serio, estos niños de excursión son los jinetes en miniatura del apocalipsis.

    En lugar de los rollos útiles de la época de los pioneros, les cuento que su juego del corro de la patata está basado en la epidemia de peste bubónica de 1665. La Peste Negra le causaba a la gente unos puntos negros duros e hinchados conocidos como «bubas» y rodeados de un círculo de color claro. Por eso se llama «bubónica». A la gente infectada se la encerraba en su casa para que se muriera. En seis meses, cien mil personas fueron enterradas en enormes fosas comunes.

    Los «ramilletes en el bolsillo» era lo que la gente de Londres llevaba para no oler los cadáveres.

    Para encender un fuego, hay que amontonar palos y hierba seca. Se consigue una chispa con un pedernal. Luego se le da al fuelle. Ni siquiera sueñes que este método de encender fuegos consigue iluminarles los ojos. A nadie le impresiona una chispa. La primera fila se compone de niños en cuclillas, apiñados en torno a sus videojuegos. Te bostezan en las narices. Se ríen y se pellizcan entre ellos y ponen los ojos en blanco cuando ven mis calzas y mi suciedad.

    En cambio, les cuento que en 1672 la Peste Negra llegó a Nápoles, Italia, y mató a unas cuatrocientas mil personas.

    En 1711, en el Sacro Imperio Romano, la Peste Negra mató a quinientas mil personas. En 1781, la gripe mató a millones de personas de todo el mundo. En 1792, otra plaga mató a ochocientas mil personas en Egipto. En 1793, los mosquitos llevaron la fiebre amarilla a Filadelfia y murieron miles de personas.

    Un niño de las últimas filas murmura:

    —Esto es peor que la rueca.

    Otros niños abren las fiambreras y miran el interior de sus bocadillos.

    Al otro lado de la ventana, Denny está en el cepo. Esta vez por pura costumbre. El ayuntamiento ha anunciado que lo van a desterrar después de la hora de comer. El cepo es el sitio donde se siente más a salvo de sí mismo. No está cerrado y los candados están abiertos, pero está ahí inclinado con las manos y el cuello metidos donde han estado durante los últimos nueve meses.

    Mientras venían de casa del tejedor a aquí, un niño le ha metido un palo a Denny por la nariz y luego ha intentado metérselo en la boca. Otros niños le han frotado la cabeza afeitada para que les diera suerte.

    Encender un fuego solamente mata quince minutos, así que después se supone que tengo que enseñarle a todos los rebaños de niños las ollas enormes, las escobas de paja, las colchas y mierdas por el estilo.

    Los niños siempre parecen más grandes en una habitación con el techo de dos metros de altura. Un niño de las filas del fondo dice:

    —Nos han vuelto poner la puta ensalada de huevo.

    Aquí, en el siglo XVIII, estoy sentado junto a la enorme chimenea abierta equipada con las habituales reliquias de cámara de torturas, los ganchos de hierro para las ollas, los atizadores, los morillos y los hierros de marcar el ganado. Mi enorme fuego está ardiendo. Es un momento perfecto para sacar las tenazas de hierro de las brasas y fingir que examino su punta al rojo vivo. Todos los niños retroceden.

    Y yo les pregunto: Eh, niños, ¿alguien puede explicarme cómo la gente del siglo XVIII violaba a niños desnudos hasta matarlos?

    Esto siempre consigue llamarles la atención.

    Nadie levanta la mano.

    Sin dejar de examinar las tenazas, digo:

    —¿Nadie?

    Sigue sin haber manos en alto.

    —De verdad —les digo, y empiezo a abrir y cerrar las tenazas—, seguro que vuestra profesora os ha contado que por entonces mataban a los niños.

    La profesora está esperando fuera. Lo que ha pasado es que hace un par de horas, mientras su clase estaba cardando lana, esa profesora y yo hemos intercambiado un poco de semen en el ahumadero y me temo que ella se ha creído que esto iba a acabar en algo romántico, pero alto. Con mi cara hundida en la blandura maravillosa de su culo, es asombroso lo que una mujer puede entender cuando dices por accidente «Te quiero».

    Diez veces de diez, lo que el tío quiere decir es: «Esto me encanta».

    Te pones una camisa de lino con chorreras, un fular y unas calzas y el mundo entero se quiere sentar en tu cara. Mientras compartíamos mi salchicha gorda y caliente, podríamos haber sido la portada de alguna novelita erótica barata. Yo le he dicho:

    —Oh, nena, hendid vuestra carne con la mía. Oh, sí, hendidla, nena.

    Guarradas del siglo XVIII.

    La profesora se llama Amanda o Allison o Amy. Algún nombre con una vocal.

    No hay que parar de preguntarse: «¿Qué no haría Jesucristo?».

    Ahora delante de la clase de ella, con las manos todas negras, devuelvo las tenazas al fuego, y luego hago una señal con dos dedos negros a los niños, lo cual en el lenguaje internacional de signos quiere decir acercaos.

    Los niños de las últimas filas empujan a los de las primeras. Los de las primeras miran a su alrededor y un niño dice:

    —¿Señorita Lacey?

    Una sombra en la ventana indica que la señorita Lacey está mirando, pero en cuanto miro en su dirección ella desaparece.

    Les hago otra señal a los niños para que se acerquen más. La vieja canción sobre Georgie Porgie, les cuento, trata del rey de Inglaterra Jorge IV, que nunca tenía bastante.

    —¿Bastante de qué? —pregunta un niño.
    —Preguntadle a vuestra maestra.

    La señorita Lacey sigue merodeando.

    Les digo:

    —¿Os gusta este fuego que tengo aquí? —Y señalo las llamas con la cabeza—. Pues hay que limpiar la chimenea todo el tiempo, lo que pasa es que las chimeneas son muy pequeñas por dentro y lo manchan todo, así que la gente obligaba a los niños a trepar por el interior y rascar las paredes.

    Y como los tiros eran tan estrechos, les digo, los niños se quedaban encallados si llevaban ropa.

    —Así que igual que Santa Claus... —les digo—, trepaban por la chimenea... —digo, y levanto un atizador calentado por el fuego— desnudos.

    Escupo en el extremo al rojo vivo del atizador y la saliva chisporrotea haciendo mucho ruido en la habitación en silencio.

    —¿Y sabéis cómo se morían? —les digo—. ¿Alguien lo sabe?

    Nadie levanta la mano.

    Les digo:

    —¿Sabéis lo que es el escroto?

    Nadie dice que sí ni siquiera asiente, así que les digo:

    —Preguntad a la señorita Lacey.

    Durante la mañana que pasamos en el ahumadero, la señorita Lacey se dedicó a masajearme el rabo con un buen montón de saliva. Luego nos chupamos las lenguas, sudando mucho e intercambiando saliva, y ella se apartó para echarme un vistazo. Bajo aquella luz tenue, estábamos rodeados por completo de jamones falsos de plástico. Ella estaba toda empapada y montada encima de mi mano, con fuerza, y jadeando entre palabra y palabra. Se secó la boca y me preguntó si tenía protección.

    —Tranqui —le dije—. Es mil setecientos treinta y cuatro, ¿te acuerdas? El cincuenta por ciento de los niños mueren al nacer.

    Ella sopló para apartarse un mechón rebelde de la cara y dijo:

    —No me refiero a eso.

    La lamí entre los pechos, subí por su garganta y luego abrí la boca alrededor de su oreja. Sin dejar de masturbarla con los dedos empapados, le dije:

    —¿Es que tenéis alguna afección maligna que yo deba conocer?

    Ella me apartó, se metió un dedo en la boca para humedecerlo y dijo:

    —Creo en protegerme a mí misma.

    Y yo dije:

    —Mola.

    Le dije:

    —Me pueden echar por esto. —Y me puse un condón en el rabo.

    Ella me metió el dedo por el ojete, con la otra mano me dio una palmada en el trasero y me dijo:

    —¿Cómo crees que me siento?

    Para evitar correrme, me puse a pensar en ratas muertas, calabazas podridas y letrinas. Le dije:

    —Es porque todavía falta un siglo para que inventen el látex.

    Ahora señalo a los alumnos de cuarto con el atizador y les digo:

    —Aquellos niñitos salían de las chimeneas cubiertos de hollín. Y el hollín se les metía en las manos, las rodillas y los codos, y como no tenían jabón estaban negros todo el tiempo.

    Así era como vivían por entonces. Todos los días alguien les obligaba a trepar por una chimenea y se pasaban el día entero reptando en la oscuridad con el hollín metiéndoseles por la boca y la nariz y nunca iban a la escuela y no tenían televisión ni videojuegos ni cartones de zumo de mango y papaya. Y no tenían música ni chismes con mando a distancia ni zapatos y todos sus días eran iguales.

    —Aquellos niños —les digo, y señalo con el atizador de un lado a otro del grupo de niños— eran niños como vosotros. Exactamente como vosotros.

    Mi mirada va de un niño a otro y busca las miradas de todos ellos.

    —Y un día los niños se despertaban sintiendo un dolor en sus partes íntimas. Y aquellos dolores no se curaban. Luego se metastatizaban y subían por la vesícula seminal hasta el abdomen de los niños, y entonces... —les digo— ya era demasiado tarde.

    He aquí los desechos de mi educación en la facultad de medicina.

    Y les cuento que a veces intentaban salvar a los niños cortándoles el escroto, pero aquello era antes de que hubiera hospitales y medicinas. En el siglo XVIII seguían llamando a aquella clase de tumores «verrugas del hollín».

    —Y aquellas verrugas del hollín —les digo a los niños— fueron la primera forma de cáncer que se inventó.

    Luego les pregunto si alguien sabe por qué lo llaman cáncer.

    Ninguna mano en alto.

    Les digo:

    —No me obliguéis a elegir a uno.

    En el ahumadero, la señorita Lacey se peinó los nudos del pelo mojado con los dedos y me dijo:

    —Así pues —y como si fuera una pregunta inocente, dijo—: ¿tienes una vida fuera de aquí?

    Estaba enrollando sus medias como hacen las mujeres para meter las piernas dentro y me dijo:

    —Este tipo de sexo es síntoma de un adicto al sexo.

    Prefiero pensar en mí mismo como un playboy estilo James Bond.

    Y la señorita Lacey dijo:

    —Bueno, tal vez James Bond era un adicto al sexo.

    Se suponía que debía decirle la verdad. Admiro a los adictos. En un mundo en el que todo el mundo espera un desastre ciego y arbitrario o una enfermedad repentina, el adicto tiene la tranquilidad de saber con toda probabilidad lo que le espera al final del camino. Ha asumido cierto control sobre su destino final y su adicción evita que la causa de su muerte sea una sorpresa total.

    En cierta forma, elimina la incertidumbre de la muerte. Uno puede en efecto planificar su propia despedida.


    Véase también: doctora Paige Marshall.
    Véase también: Ida Mancini.



    La verdad es que el sexo no es sexo a menos que uno tenga una pareja nueva cada vez. La primera vez es la única sesión en que están presentes tanto la cabeza como el cuerpo. Incluso en la segunda hora de esa primera vez, la cabeza te puede empezar a devanear. Ya no se consigue la cualidad plenamente anestésica del buen sexo anónimo cuando se tiene por primera vez.

    ¿Qué NO haría Jesucristo?

    Pero en vez de decirle todo eso, mentí a la señorita Lacey y le dije:

    —¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?

    Ahora les cuento a los alumnos de cuarto que se llama cáncer porque cuando empieza a crecer dentro de ti, cuando te atraviesa la piel, parece un enorme cangrejo rojo. Luego el cangrejo se abre y por dentro es todo sangriento y blanco.

    —No importaba lo que intentaran los médicos —les cuento a los niños callados—. Todos los niños terminaban sucios, enfermos y dando unos gritos de dolor terribles. ¿Y quién puede decirme que pasaba después?

    Nadie levanta la mano.

    —Está claro —digo—. Se morían, claro.

    Y vuelvo a poner el atizador en el fuego.

    —Así pues —digo—. ¿Alguna pregunta?

    Nadie levanta la mano, así que les cuento aquellas investigaciones prácticamente falsas en las cuales los científicos afeitaban a ratones y los impregnaban con esmegma de caballo. Aquello debía demostrar supuestamente que los prepucios causaban el cáncer.

    Se levanta una docena de manos y yo digo:

    —Preguntadle a vuestra maestra.

    Qué trabajo de mierda debía de ser afeitar a aquellos pobres ratones. Y luego encontrar un montón de caballos sin circuncidar.

    El reloj de la chimenea dice que nuestra media hora ya casi se ha terminado. Al otro lado de la ventana, Denny sigue en el cepo. Solamente le queda hasta la una. Un perro perdido del pueblo se detiene a su lado, levanta la pata y el chorro de líquido amarillento y humeante va directo al zapato de madera de Denny.

    —Y además —les digo—, George Washington tenía esclavos y nunca cortó ningún cerezo y en realidad era una mujer.

    Mientras se dirigen a empujones hacia la puerta les digo:

    —Y no os metáis más con el tío del cepo —les grito—. Y dejad de agitar los putos huevos de las gallinas.

    Solamente para revolver el patio, les digo que vayan a preguntarle a la quesera por qué tiene los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas. Que le pregunten al herrero qué son esas líneas asquerosas que le suben y le bajan por la parte interior de los brazos. Les grito a esos pequeños monstruos infecciosos que todos los lunares y pecas que tienen son un cáncer que está esperando para salir. Les grito:

    —El sol es vuestro enemigo. Evitad la parte de la calle donde da el sol.


    29


    Después de que Denny se haya instalado en casa, encuentro un bloque de granito blanquinegro en la nevera. Denny arrastra a casa bloques de basalto y las manos se le quedan manchadas de rojo del óxido de hierro. Con su manta rosa de bebé envuelve adoquines de granito negro y piedras de río de superficie lisa y suave y losas de cuarcita con mica centelleante y se las lleva a casa en el autobús.

    Todos esos bebés que Denny adopta. Se van amontonando como una generación de niños.

    Denny lleva a casa arenisca y caliza a razón de una brazada de color rosa pálido cada vez. En la entrada les quita el barro con la manguera. Las amontona detrás del sofá de la sala de estar. Las amontona en los rincones de la cocina.

    Todos los días llego a casa después de un día duro en el siglo XVIII y me encuentro una roca de lava enorme en la encimera del baño, junto al lavamanos. En el segundo estante de la nevera empezando por abajo hay una roca pequeña y gris.

    —Tío —le digo—, ¿por qué hay una piedra en la nevera?

    Denny está aquí en la cocina, sacando piedras limpias y tibias del lavavajillas y secándolas con un trapo para la vajilla, y me dice:

    —Porque ese es mi estante, tú lo dijiste —dice—. Y no es una simple piedra, es granito.
    —Pero ¿por qué en la nevera? —le digo.

    Y Denny dice:

    —Porque el horno ya está lleno.

    El horno está lleno de piedras. El congelador está lleno. Los armarios de la cocina están tan llenos que se están desprendiendo de las paredes.

    El plan era solo una piedra al día, pero Denny tiene una personalidad completamente adictiva. Ahora tiene que llevar a casa media docena de piedras a diario solo para mantener el hábito. Todos los días pone a funcionar el lavavajillas y extiende sobre la encimera de la cocina las toallas de baño de mi madre para poner encima las piedras y dejarlas secar. Piedras grises y redondas. Piedras negras y cuadradas. Piedras de color marrón cuarteado y amarillo a rayas. Caliza de color travertino. Cada nuevo cargamento que Denny trae a casa lo mete en el lavavajillas y lleva las piedras limpias y secas del día anterior al sótano.

    Al principio no se puede ver el suelo del sótano por culpa de las piedras. Después las piedras se amontonan alrededor del escalón de abajo. Después el sótano está lleno hasta la mitad de las escaleras. Ahora abres la puerta del sótano y las piedras amontonadas dentro se caen en la cocina. En realidad ya no hay sótano.

    —Tío, la casa se está llenando —le digo—. Es como si viviéramos en la parte de abajo de un reloj de arena.

    Como si se nos estuviera terminando el tiempo.

    Como ser enterrados vivos.

    Denny con su ropa sucia, con su chaleco deshaciéndose debajo de los brazos y su fular raído y deshilachado, espera en las paradas del autobús meciendo los fardos de color rosa. Cuando los músculos de los brazos se le empiezan a dormir cambia las piedras de posición. Una vez en el autobús, Denny ronca con las mejillas llenas de roña y apoyado en la pared de metal traqueteante del autobús, sin soltar a su bebé.

    A la hora del desayuno le digo:

    —Tío, dijiste que tu plan era una piedra al día.

    Y Denny dice:

    —Es lo que hago. Solamente una.

    Yo le digo:

    —Tío, eres un yonqui del copón —le digo—. No me mientas. Sé que estás trayendo al menos diez piedras cada día.

    Colocando una piedra en el baño, en el armario de las medicinas, Denny dice:

    —Vale, voy un poco adelantado.

    Hay piedras escondidas en la cisterna del baño, le digo.

    Y le digo:

    —Solamente porque sean piedras no quiere decir que esto no sea abuso de sustancias.

    Denny con la nariz moqueando, y con su cabeza afeitada, con su manta de bebé mojada por la lluvia, espera en las paradas del autobús, tosiendo. Se pasa el fardo de un brazo a otro. Con la cara inclinada hacia abajo, tira del borde satinado de color rosa de la manta. Parece que es para llevar más protegido a su bebé, pero en realidad es para esconder el hecho de que es toba volcánica.

    La lluvia le cae por la parte trasera del tricornio. Las piedras le desgarran el interior de los bolsillos.

    Dentro de la ropa sudada, cargado con todo eso peso, Denny está cada vez más flaco.

    Si se pasa todo el tiempo llevando algo que parece un bebé, es cuestión de tiempo que alguien del vecindario lo denuncie por malos tratos y abandono de menores. La gente se muere de ganas de declarar que alguien es un padre incapaz y de enviar a un niño a un hogar de adopción; bueno, esa es mi experiencia.

    Todas las noches llego a casa después de una larga velada de asfixiarme hasta morir y me encuentro a Denny con una piedra nueva. Cuarzo o ágata o mármol. Feldespato u obsidiana o argilita.

    Todas las noches llego a casa después de forjar héroes donde solamente había don nadies y el lavavajillas está funcionando. Sigo teniendo que sentarme para hacer la contabilidad del día, sumar todos los cheques y enviar las cartas de agradecimiento del día. En mi silla hay una piedra. Mis papeles y mis cosas están sobre la mesa del comedor y cubiertos de piedras.

    Al principio le digo a Denny que no quiero piedras en mi habitación. Puede ponerlas en cualquier otra parte. Puede ponerlas en los pasillos. En los armarios. Después le acabo diciendo:

    —No me pongas piedras en la cama.
    —Pero si nunca duermes en ese lado —dice Denny.

    Yo le digo:

    —Esa no es la cuestión. No quiero piedras en mi cama, esa es la cuestión.

    Llego a casa después de un par de horas de terapia de grupo con Nico, Leeza o Tanya y me encuentro piedras en el microondas. Hay piedras en la secadora de ropa. Piedras dentro de la lavadora.

    A veces son las tres o las cuatro de la mañana cuando Denny se pone a limpiar con la manguera una piedra nueva en el jardín, y algunas noches se trata de piedras tan grandes que tiene que meterlas en casa rodando. Luego la amontona encima de las otras piedras en el baño, en el sótano, en la habitación de mi madre.

    Es la ocupación a jornada completa de Denny, llevar piedras a casa.

    El último día de trabajo de Denny, en el momento de su destierro, su alteza el gobernador colonial se plantó en la puerta de la aduana y se puso a leer un librito con las tapas de cuero. Sus manos casi tapaban por completo el librito, pero vi que era de cuero negro, que las páginas tenían los bordes dorados y que de la parte superior del lomo colgaban varias cintas, una negra, una verde y otra roja.

    —Igual que el humo se desvanece, así los dispersaréis y como la cera los fundiréis en el fuego —leyó—, para que los impíos perezcan en presencia de Dios.

    Denny se acercó a mí y me dijo:

    —La parte del humo y la cera —dijo Denny—, creo que se refiere a mí.

    A la una en punto en la plaza del pueblo, su alteza real lord Charlie, el gobernador colonial, leyó para nosotros, de pie y con la cara inclinada sobre su librito. Un viento frío desviaba hacia un lado el humo de todas las chimeneas. Las lecheras estaba presentes. Los zapateros estaban presentes. El herrero estaba presente. Todos ellos, con la ropa, el pelo y el aliento oliendo a hachís. Oliendo a canuto. Con los ojos rojos y vidriosos.

    La comadre Landson y la doncella Plain lloraron tapándose la cara con los delantales, pero solamente porque plañir entraba en la descripción de sus trabajos. Una guardia de soldados permanecía de pie con los mosquetes cogidos con las dos manos, listos para escoltar a Denny afuera hasta el yermo del aparcamiento. La bandera colonial se agitaba, arriada a media asta en lo más alto del techo de la aduana. Estaban comiendo palomitas de la caja con los pollos imitantes picoteando a sus pies. Estaban comiendo algodón de azúcar con los dedos.

    —En lugar de desterrarme —gritó Denny—, ¿por qué no me dejáis colocarme? —dijo—, O sea, las piedras serían un regalo de despedida fantástico.

    Todos los colonos drogados tuvieron un sobresalto cuando Denny dijo «colocarme». Miraron al gobernador colonial y luego se miraron los zapatos y el rubor tardó un poco en retirarse de sus mejillas.

    —Y, por tanto, encomendamos su cuerpo a la tierra, a fin de que sufra corrupción... —Y mientras el gobernador estaba leyendo un avión a reacción pasó volando bajo, preparándose para aterrizar, y le ahogó el discursito.

    La guardia escoltó a Denny hasta las puertas del Dunsboro colonial, dos hileras de hombres con armas desfilando con Denny entre ellos. Cruzaron las puertas, cruzaron el aparcamiento e hicieron desfilar a Denny hasta la parada de autobús en los límites del siglo XXI.

    —Eh, tío —le grité desde las puertas de la colonia—, ahora que has muerto, ¿qué vas a hacer con todo tu tiempo libre?
    —Más bien qué no voy a hacer —dijo Denny—. Estoy puñeteramente seguro de que no voy a portarme mal.

    Eso quería decir recoger piedras en vez de cascársela. Permanecer siempre tan ocupado, hambriento, cansado y pobre que no le quedara ninguna energía para buscar pornografía y darle al manubrio.

    La noche después de ser desterrado, Denny se presentó en casa de mi madre con una piedra en los brazos y un policía detrás. Denny se secó la nariz con la mano.

    El poli dijo:

    —Perdone, ¿conoce a este hombre?

    Luego el poli dijo:

    —¿Victor? ¿Victor Mancini? Eh, Victor, ¿cómo te va? O sea, ¿cómo te va la vida? —Y levantó una mano con la palma lisa y enorme en dirección a mí.

    Me imaginé que el poli quería que chocara los cinco con él, y lo hice, pero era tan alto que tuve que dar un saltito. Con todo, mi mano no acertó a darle a la suya. Luego le dije:

    —Sí, es Denny. No pasa nada. Vive aquí.

    El poli se dirigió a Denny y dijo:

    —Fíjate: le salvo la vida a un tío y ni siquiera se acuerda de mí.

    Claro.

    —¡Aquella vez que estuve a punto de asfixiarme! —dije.

    Y el poli dijo:

    —¡Te acuerdas!
    —Bueno —dije—, gracias por traer al bueno de Denny a casa sano y salvo. —Empujé a Denny adentro y me dispuse a cerrar la puerta.

    Y el poli dijo:

    —¿Va todo bien, Victor? ¿Necesitas algo?

    Fui a la mesa del comedor y escribí un nombre en un trozo de papel. Se lo di al poli y le dije:

    —¿Puedes conseguir que la vida de este tío sea un puto infierno? A lo mejor puedes mover unos cuantos hilos y conseguir que le hagan un registro de la cavidad rectal.

    El nombre escrito en el papel era su alteza lord Charlie, el gobernador colonial.

    ¿Qué NO haría Jesucristo?

    Y el poli sonrió y dijo:

    —Veré lo que puedo hacer.

    Y le cerré la puerta en las narices.

    Ahora Denny deja la piedra en el suelo y me pregunta si me sobran un par de pavos. Ha encontrado un sillar de granito en una cantera. Es piedra de calidad para la construcción, tiene una buena fuerza de compresión y se vende por toneladas, pero Denny cree que puede conseguir esa roca por solo diez pavos.

    —Una piedra es una piedra —dice—, pero una piedra cuadrada es una bendición.

    La sala de estar parece haber quedado cegada por una avalancha. Primero las piedras rodeaban la parte inferior del sofá. Luego las mesillas quedaron enterradas y solamente las lamparillas sobresalían por encima de las piedras. Granito y arenisca. Piedras grises y azules y negras y marrones. En algunas habitaciones caminamos con la cabeza gacha para no dar con el techo.

    Le pregunto qué quiere construir.

    Y Denny dice:

    —Dame los diez pavos —dice— y te dejaré ayudar.
    —Toda esta estupidez de las piedras —le digo—, ¿Cuál es tu meta?
    —No se trata de hacer nada —dice Denny—, es el hecho de hacer, ya sabes, el proceso.
    —Pero ¿qué vas a hacer con todas estas piedras?

    Y Denny dice:

    —No lo sabré hasta que haya recogido bastantes.
    —Pero ¿cuántas son bastantes? —le digo.
    —No lo sé, tío —dice Denny—. Solamente quiero que mi vida sirva para algo.

    Así como todos los días de tu vida, así como la vida puede desaparecer delante de la televisión, Denny dice que quiere poder mostrar una piedra por cada día. Algo tangible. Una sola cosa. Un pequeño monumento que señale el final de cada día. De cada día que no pase cascándosela.

    «Lápida» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    —De esa forma, así tal vez mi vida tenga un sentido —dice—. Algo que pueda durar.

    Le digo que tendría que haber un programa de doce pasos para adictos a las piedras.

    Y Denny dice:

    —¿Y de qué iba a servir? —dice—, ¿Cuándo fue la última vez que pensaste en tu cuarto paso?


    30


    La mamaíta y el capullín del niño estúpido pararon una vez en un zoo. Era un zoo tan famoso que estaba rodeado de acres enteros de aparcamientos. Era una ciudad a la que se podía llegar en coche, y había una fila de niños y madres esperando para entrar con su dinero.

    Aquello fue después de la falsa alarma en la comisaría, cuando los detectives dejaron que el niño fuera solo al lavabo y resultó que la mamaíta había aparcado en la acera y le dijo:

    —¿Quieres ayudarme a liberar a los animales?

    Era la cuarta o quinta vez que regresaba a buscarlo.

    Fue el episodio que los tribunales llamarían más tarde «malos tratos recalcitrantes a la propiedad municipal».

    Aquel día, la cara de la mamaíta era idéntica a la de esos perros a los que el rabillo de los ojos se les cae hacia abajo y el exceso de piel hace que sus miradas parezcan soñolientas.

    —Un puto san bernardo —dijo mirándose en el retrovisor.

    Tenía una camiseta blanca que había empezado a llevar en algún momento y que decía Camorrista. Era nueva, pero ya tenía un poco de sangre de la nariz en la manga.

    El resto de madres y niños hablaban entre ellos.

    La cola era muy, pero que muy larga. No había ningún policía a la vista.

    Mientras esperaban, la mamaíta le dijo que si alguna vez quería ser la primera persona en subir a un avión o si quería viajar con su mascota, podía hacer ambas cosas con facilidad. Las compañías aéreas tienen que permitir a las personas desequilibradas llevar sus animales en el regazo. Lo dice el gobierno.

    Más información importante para la vida.

    Mientras esperaban en la cola, ella le dio unos cuantos sobres y etiquetas con direcciones para pegar. Luego le dio unos cupones y cartas para doblar y meter dentro.

    —Puedes llamar a la gente de las compañías aéreas —le dijo— y decirles que tienes que llevar a tu «animal tranquilizador».

    Así es como las líneas aéreas los llaman, de verdad. Puede ser un perro, un mono o un conejo, pero nunca un gato. El gobierno no considera que un gato pueda tranquilizar a nadie.

    La compañía aérea no puede pedirte que demuestres que estás loco, dijo la mamaíta. Sería discriminación. No se puede pedir a un ciego que demuestre que es ciego.

    —Cuando estás loco —dijo ella— tu aspecto o tu comportamiento no son culpa tuya.

    Los cupones decían: «Vale por una comida gratis en el Clover Inn».

    Ella le dijo que los locos y los inválidos pueden elegir asiento en los aviones, así que tú y tu mono podéis ir delante del todo sin importar cuánta gente llegue antes que vosotros. Torció la boca a un lado y esnifó con fuerza por el orificio nasal de ese lado, luego la torció al otro lado y volvió a esnifar. Siempre tenía una mano en la nariz y se la estaba tocando y frotando. Se pellizcó la punta. Olisqueó por debajo de sus uñas postizas nuevas. Miró al cielo y se sorbió una gota de sangre de vuelta al interior de la nariz. Los locos, dijo, tienen todo el poder.

    Le dio sellos para lamer y pegar en los sobres.

    La cola se iba moviendo poco a poco y en la ventanilla la mamaíta dijo:

    —¿Me podría dar un pañuelo de papel, por favor? —Dejó los sobres con los sellos en la ventanilla y dijo—: ¿Le importaría echarnos esto al buzón?

    Dentro del zoo habían animales detrás de barrotes, detrás de plástico de seguridad, al otro lado de anchas zanjas llenas de agua, y todos ellos se dedicaban básicamente a despatarrarse en el suelo y sacudirse la entrepierna.

    —Por el amor de Dios —dijo la mamaíta muy alto—. Le das a un animal salvaje un sitio seguro donde vivir, le das un montón de comida sana —dijo—, y así es como te lo agradece.

    Las otras madres se inclinaron para hablar con sus niños, luego se alejaron para ir a ver otros animales.

    Delante de ellos los monos se la sacudían y lanzaban chorros de porquería blanca. La porquería se escurría por el interior de las ventanas de plástico. Ya había restos de porquería blanca antigua, adherida a las ventanas y tan seca que ya casi era transparente.

    —Eliminas su lucha por la supervivencia y esto es lo que obtienes a cambio —dijo la mamaíta.

    ¿Sabes cómo se alivian los puercoespines? Se follan un palo de madera. Igual las brujas cabalgan en escobas, los puercoespines se frotan con un palo hasta dejarlo pringoso y pegajoso con su orina y con los jugos de sus glándulas. Cuando ya apesta lo suficiente, nunca lo abandonan por otro palo.

    Sin dejar de mirar cómo el puercoespín se lo montaba con su palo, la mamaíta dijo:

    —Qué metáfora tan sutil.

    El niño se imaginó que soltaban a todos los animales. Se imaginó a los tigres y los pingüinos peleándose. A los leopardos y los rinocerontes mordiéndose entre sí. Al cabroncete le ponía la idea.

    —Lo único que nos separa de los animales —dijo ella— es que nosotros tenemos pornografía. —Y le contó que se trataba de más símbolos. No estaba segura de si aquello nos hacía mejores o peores que los animales.

    Los elefantes, dijo la mamaíta, pueden usar la trompa.

    Los monos araña pueden usar la cola.

    El niño tenía ganas de ver cómo algo peligroso se salía de madre.

    —La masturbación —dijo la mamaíta— es su única vía de escape.

    Hasta llegar nosotros, pensó el niño.

    Aquellos animales tristes y extasiados, todos aquellos osos, gorilas y nutrias bizqueando y encogidos sobre sí mismos, con los ojos vidriosos casi cerrados, casi sin respirar. Tenían las patitas cansadas y pringosas. Los ojos llenos de legañas.

    Los delfines y las ballenas se frotan contra las paredes lisas de sus piscinas, dijo la mamaíta.

    Los ciervos se frotan la cornamenta en la hierba, le dijo, hasta que tienen un orgasmo.

    Justo enfrente de ellos, un oso malayo eyaculó su carga diminuta sobre las piedras. Luego se echó hacia atrás despatarrado con los ojos cerrados. Su charquito se quedó secándose al sol.

    El niño preguntó en voz baja si aquello era triste.

    —Peor aún —dijo la mamaíta.

    Le habló de una famosa ballena asesina que salía en una película y a la que luego trasladaron a un acuario nuevo y lujoso, pero no paraba de ensuciar su piscina. Sus cuidadores estaban avergonzados. Aquello había durado tanto tiempo que ahora estaban intentando dejarla en libertad.

    —Se ganó la libertad a base de masturbarse —dijo la mamaíta—, A Michel Foucault le habría encantado.

    Le contó que cuando un perro chico y un perro chica copulan, el glande del chico se infla y los músculos vaginales de la chica se contraen. Incluso acabado el sexo, los dos perros permanecen entrelazados, impotentes y tristes durante un periodo breve de tiempo.

    La mamaíta dijo que aquella misma situación describía a la mayor parte de los matrimonios.

    Para entonces, las últimas madres que quedaban se habían llevado a sus hijos. Cuando los dos se quedaron solos, el niño preguntó en voz baja cómo podían conseguir las llaves para soltar a todos los animales.

    Y la mamaíta dijo:

    —Las tengo aquí.

    Enfrente de la jaula de los monos, la mamaíta rebuscó en su bolso y sacó un montón de pastillas, unas pastillitas redondas de color púrpura. Las echó entre los barrotes y las pastillas salieron rodando y se desperdigaron. Algunos monos fueron a mirar de qué se trataba.

    Durante un momento de terror, sin bajar la voz, el niño dijo:

    —¿Es veneno?

    Y la mamaíta se rió:

    —Menuda idea —dijo—. No, cariño. No queremos liberar demasiado a los monitos.

    Los monos se estaban agolpando y comiéndose las pastillas.

    Y la mamaíta dijo:

    —Relájate, chaval. —Hurgó en su bolso y sacó el tubito blanco, el tricloroetano—. ¿Esto? —dijo ella, y le puso una de las pastillas púrpura en la lengua—. Esto es LSD del de toda la vida.

    Luego se metió el tubo de tricloroetano por un orificio nasal. O a lo mejor no lo hizo. A lo mejor no fue de este modo en absoluto.


    31


    Denny ya está sentado en primera fila a oscuras, dibujando en el bloc amarillo que tiene sobre el regazo, con tres botellas de cerveza vacías y una a medias en la mesa a su lado. No levanta la vista para mirar a la bailarina, una morena con el pelo liso y negro que está a cuatro patas. Sacude la cabeza a un lado y a otro para azotar el escenario con el pelo y su pelo parece púrpura bajo la luz roja. Con las manos se aparta el pelo de la cara y gatea hasta el borde del escenario.

    La música es tecno de baile muy alto mezclado con sampleados de perros ladrando, alarmas de coches y mítines de Hitler a las juventudes nazis. Se oyen ruidos de cristales rotos y tiroteos. Se oyen mujeres gritando y sirenas de bomberos en la música.

    —Eh, Picasso —dice la bailarina, y menea el pie delante de Denny.

    Sin levantar la vista del bloc, Denny se saca un dólar del bolsillo de los pantalones y se lo pone a la bailarina entre los dedos del pie. En la silla junto a la suya hay otra piedra envuelta en la manta rosa.

    En serio, el mundo se ha vuelto loco si bailamos al son de alarmas de incendios. Las alarmas de incendios ya no indican incendios.

    Si hubiera un incendio de verdad, se limitarían a hacer que alguien con voz agradable anunciara: «Camioneta Buick con matrícula BRK 773, tiene las luces encendidas». En caso de un ataque nuclear real, se limitarían a gritar: «Llamada telefónica en el bar para Austin Letterman. Llamada para Austin Letterman».

    El mundo no se va a terminar con una explosión ni con un gemido, sino con un anuncio discreto y de buen gusto por megafonía: «Bill Rivervale, llamada en espera en la línea dos». Luego, la nada.

    Con una mano, la bailarina se coge el dinero de Denny de entre los dedos del pie. Se tumba boca abajo, con los codos apoyados en el borde del escenario, apretando los pechos juntos, y dice:

    —A ver cómo te sale.

    Denny traza un par de líneas rápidas y gira el bloc para que ella lo vea.

    Ella dice:

    —¿Se supone que esa soy yo?
    —No —dice Denny, y gira otra vez el bloc para examinarlo—. Se supone que es una columna de orden compuesto como las que hacían los romanos —dice, y señala algo con el dedo manchado de carbonilla—. Fíjate en que los romanos combinaban las volutas del orden jónico con las hojas de acanto del orden corintio, pero mantenían las proporciones intactas.

    La bailarina es Cherry Daiquiri, la misma que en nuestra última visita, pero ahora se ha teñido el pelo rubio de negro. En el interior del muslo tiene un apósito pequeño y redondo.

    Para entonces ya me he acercado lo suficiente como para ver por encima del hombro de Denny y le digo:

    —Tío.

    Y Denny dice:

    —Tío.

    Y yo digo:

    —Parece que has vuelto a visitar la biblioteca.

    A Cherry le digo:

    —Está bien que te hayas quitado aquel lunar.

    Cherry Daiquiri hace girar el pelo alrededor de la cabeza como si fuera un ventilador. Se inclina hacia delante y arroja su larga melena negra por encima de los hombros.

    —Y me he teñido el pelo —dice. Con una mano se coge unos mechones y me los enseña, frotándolos entre dos dedos—, Ahora es negro —dice—. Me imaginé que sería más seguro —dice—, porque me dijiste que las rubias tienen más probabilidades de coger cáncer de piel.

    Yo me dedico a agitar todas las botellas de la mesa en busca de alguna donde quede un poco de cerveza, y miro a Denny.

    Denny está dibujando, no escucha, ni siquiera está aquí.

    Arquitrabes compuestos toscano-corintios de entablamento... A alguna gente solamente la tendrían que dejar entrar en la biblioteca con receta médica. En serio, los libros sobre arquitectura se han convertido en la pornografía de Denny. Sí, al principio eran un puñado de piedras. Luego bóvedas de tracería. Lo que quiero decir es que esto es América. Uno empieza con las pajas y llega a las orgías. Uno fuma un poco de hierba y acaba metiéndose caballo. Es esta cultura nuestra de lo más grande, lo más fuerte, lo más rápido y lo mejor. La palabra clave es progresar.

    En América, si tu adicción no se renueva y mejora constantemente, eres un perdedor.

    Me doy unos golpecitos en la cabeza mirando a Cherry. Luego la señalo. Le guiño el ojo y digo:

    —Chica lista.

    Ella intenta pasarse un pie por detrás de la cabeza y dice:

    —Siempre va bien prevenir. —Su pubis sigue rasurado, su piel sigue siendo de color rosa pecoso. La música da paso a una ráfaga de fuego de ametralladoras, luego al silbido de bombas cayendo, y Cherry dice—: Llegó el descanso. —Encuentra la raja de la cortina y desaparece entre bastidores.
    —Míranos, tío —digo. Encuentro la última botella con cerveza y está caliente. Digo—: Lo único que tienen que hacer las mujeres es desnudarse y les damos todo nuestro dinero. O sea, ¿por qué tenemos que ser tan esclavos?

    Denny pasa la página de su bloc y empieza un dibujo nuevo.

    Dejo su piedra en el suelo y me siento.

    Estoy cansado, le digo. Parece que las mujeres siempre están dándome órdenes. Primero mi madre y ahora la doctora Marshall. Entretanto hay que hacer felices a Nico, Leeza y Tanya. Y Gwen, que ni siquiera me dejó violarla. Solamente miran por sus intereses. Todas creen que los hombres son algo obsoleto. Inservible. Como si no fuéramos más que un apéndice sexual.

    El simple sistema de soporte vital de una erección. O una cartera.

    De ahora en adelante, le digo, ya no voy a ceder ni un centímetro.

    Me declaro en huelga.

    En adelante, que las mujeres se abran la puerta ellas solas.

    Que paguen ellas la cuenta de sus comidas.

    Ya nunca más voy a moverle el sofá a nadie.

    Ni tampoco voy a abrir más tapas de frascos.

    Y nunca más voy a levantar otra tapa de retrete.

    Coño, en adelante me voy a mear encima de todas las tapas.

    Levanto dos dedos para hacerle a la camarera la señal que en el lenguaje internacional de los signos quiere decir dos. Dos cervezas más, por favor.

    Digo:

    —Dejemos que las mujeres se las apañen sin mí. Veamos cómo se colapsa su pequeño mundo femenino.

    La cerveza caliente sabe a la boca de Denny, a sus dientes y su protector labial, tanta es la necesidad que tengo de beber cerveza.

    —Y en serio —digo—, si estoy en un barco que se hunde, yo seré el primero en subirme al bote salvavidas.

    No necesitamos a las mujeres. Hay muchas otras cosas en el mundo con las que tener relaciones sexuales: ve a una reunión de adictos al sexo y toma apuntes. Están las sandías pasadas por el microondas. Está el mango vibrador del cortacésped colocado a la altura de la entrepierna. Están las aspiradoras y los sillones de bolas de poliestireno. Las páginas web. Todos esos maníacos sexuales que fingen ser chicas de dieciséis años en los chats. En serio, los viejos del FBI son las ciberchatis más sexy.

    Por favor, enseñadme una sola cosa en el mundo que sea lo que parece.

    A Denny le digo, voy y le digo:

    —Las mujeres no quieren igualdad de derechos. Tienen más poder cuando están oprimidas. Necesitan que los hombres sean la inmensa conspiración enemiga. Toda su identidad se basa en ello.

    Y Denny gira la cabeza como un búho, me mira con los ojos fruncidos bajo las cejas y dice:

    —Tío, estás perdiendo el control.
    —No, lo digo en serio —digo.

    Le digo que me dan ganas de matar al hombre que inventó el consolador. En serio que me dan ganas.

    La música se convierte en una alarma de bombardeo. Luego una bailarina nueva sale pavoneándose. Su cuerpo es de color rosa brillante debajo de un camisoncito de lo más potente, que casi le deja ver el matorral y los pechos.

    Deja caer uno de sus tirantes. Se chupa el dedo índice. El otro tirante cae también y únicamente sus pechos impiden que la prenda le caiga hasta los pies.

    Mientras Denny y yo la estamos mirando, la prenda acaba de caer.


    32


    Cuando llega la grúa del club automovilístico, la chica del mostrador delantero tiene que salir y yo le digo que le vigilo el mostrador.

    En serio, cuando el autobús me ha dejado hoy en Saint Anthony he visto que su coche tenía dos neumáticos deshinchados. Tenía las dos ruedas de atrás apoyadas en las llantas, le digo, y me obligo a mí mismo a mirarla a los ojos todo el tiempo.

    El monitor de seguridad muestra el comedor, donde un montón de viejas están comiendo diferentes tonos de papilla gris para almorzar.

    El dial del intercomunicador está colocado en el uno y se oye música de ascensor y agua corriente procedente de alguna parte.

    El monitor muestra la sala de manualidades vacía. Luego la sala de estar comunal, con el televisor apagado. Diez segundos más tarde, la biblioteca, donde Paige está empujando la silla de ruedas de mi madre entre las estanterías de libros viejos y ajados.

    Hago girar el control del intercomunicador hasta que las oigo en el número seis.

    —Ojalá tuviera el valor para dejar de luchar contra todo y dudar de todo —dice mi madre. Extiende un brazo y toca el lomo de un libro, diciendo—: Ojalá, una sola vez, pudiera decir: «Esto. Esto ya me está bien. Porque yo lo he elegido».

    Saca el libro, mira la portada y lo devuelve a la estantería negando con la cabeza.

    Y su voz se oye chirriante y amortiguada en el altavoz:

    —¿Cómo decidió hacerse médico?

    Paige se encoge de hombros.

    —Una tiene que cambiar su juventud por algo...

    El monitor da paso a la imagen de una zona de carga y descarga vacía detrás de Saint Anthony.

    Ahora la voz en off de mi madre dice:

    —Pero ¿cómo aceptó ese compromiso?

    Y la voz en off de Paige dice:

    —No lo sé. Simplemente un día quise ser médico... —Y luego se desvanece al pasar a otra sala.

    El monitor da paso a una imagen del aparcamiento de la entrada, donde están la grúa aparcada y el conductor arrodillado al lado de un coche azul. La chica del mostrador de entrada está de pie a un lado con los brazos cruzados.

    Muevo el dial de un número a otro y escucho.

    El monitor cambia y me muestra a mí sentado con la oreja pegada al altavoz del intercomunicador.

    En el número cinco se oye el tableteo de alguien escribiendo a máquina. En el ocho se oye el zumbido de un secador de pelo. En el dos, oigo la voz de mi madre diciendo:

    —¿Conoce esa vieja frase que dice «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo»? Bueno, creo que aquellos que recuerdan el pasado están peor todavía.

    La voz en off de Paige dice:

    —Los que recuerdan el pasado tienden a no entender una mierda de la historia.

    El monitor cambia y las muestra a ellas dos yendo por un pasillo y a mi madre con un libro abierto en el regazo. Está leyéndolo y sonriendo.

    Vuelve la vista atrás en dirección a Paige, que va empujando su silla, y dice:

    —En mi opinión, aquellos que recuerdan el pasado viven paralizados por él.

    Paige empuja su silla y dice:

    —¿Qué le parece: «Aquellos que pueden olvidar el pasado van muy por delante del resto de nosotros»?

    Y sus voces se desvanecen de nuevo.

    Alguien está roncando en el número tres. En el diez se oye el chirrido de una silla de ruedas.

    El monitor pasa a enseñar el aparcamiento de la entrada, donde la chica está firmando algo sobre un sujetapapeles.

    Antes de que yo pueda encontrar otra vez a Paige, la chica del mostrador de entrada habrá vuelto y estará diciendo que a sus neumáticos no les pasa nada. Y me mirará de reojo otra vez.

    ¿Qué NO haría Jesucristo?

    Resulta que algún gilipollas se los ha deshinchado.


    33


    Los miércoles quieren decir Nico.

    Los viernes quieren decir Tanya.

    Los domingos quieren decir Leeza, a quien pillo en el aparcamiento del centro cívico. A dos puertas de la reunión de adictos al sexo, intercambiamos un poco de semen en un armario de los trastos con una fregona a nuestro lado, metida en un cubo de agua gris. Hay paquetes de papel higiénico para que Leeza se apoye en ellos y yo le bombeo el culo con tanta fuerza que a cada golpe de caderas su cabeza golpea contra una estantería llena de trapos doblados. Le chupo el sudor de la espalda para colocarme de nicotina.

    Así era la vida en la Tierra tal como yo la conocía. Esa clase de sexo sucio y basto en el que primero quieres colocar unas cuantas hojas de papel de periódico. Aquí estoy yo intentando devolver las cosas al estado en que estaban antes de Paige Marshall. Recrear aquella época. Yo intentando reconstruir el funcionamiento de mi vida tal como era hasta hace unas semanas. El bonito funcionamiento de mi disfuncionalidad.

    Me dirijo al pelo revuelto de la nuca de Leeza y digo:

    —¿Si me estuviera volviendo demasiado cariñoso me lo dirías, verdad?

    La embisto a un ritmo regular y continuo, preguntándole:

    —¿No te parece que me estoy volviendo blando, verdad?

    Para evitar correrme, me imagino escenarios de accidentes aéreos y el acto de pisar mierda.

    Con la polla a punto de estallar, me imagino fotos policiales de accidentes de coches y heridas de disparos a quemarropa. Para evitar sentir algo, me limito a clavarla una y otra vez.

    Clavar la polla, tapar los sentimientos. Cuando eres un adicto al sexo está claro que es lo mismo.

    Hundido en su interior, la tanteo con los brazos. Metido en sus entrañas, extiendo los brazos por debajo de ella para retorcerle los pezones duros y puntiagudos con las manos.

    Y con su sombra oscura proyectándose sobre el paquete marrón claro de papel higiénico, Leeza me dice:

    —Tranquilízate —dice—, ¿Qué estás intentando demostrar?

    Que soy un mamón sin sentimientos.

    Que me importa un pito.

    ¿Qué NO haría Jesucristo?

    Leeza, Leeza la del impreso de salida por tres horas, agarra el paquete de papel higiénico y empieza a toser, y siento los espasmos de sus abdominales duros como la piedra ondulando entre mis dedos. Los músculos de la base de su pelvis, los músculos pubococcígeos, llamados los músculos PC para abreviar, sufren unos espasmos que provocan un efecto constrictivo increíble en mi rabo.


    Véase también: Punto de Gräfenberg.
    Véase también: Punto de la Diosa.
    Véase también: Punto tántrico sagrado.
    Véase también: Perla negra taoísta.



    Leeza apoya las manos abiertas en la pared y empuja con el cuerpo hacia atrás.

    Todos esos nombres para el mismo lugar, todos esos símbolos para lo mejor de todo. La Federación de Centros Sanitarios Feministas lo llama la esponja uretral. Regnier de Graaf llamó a esa masa de tejido eréctil, nervios y glándulas la próstata femenina. Todos esos nombres para las dos pulgadas de uretra que uno puede palpar a lo largo de la pared delantera de su vagina. La pared anterior de la vagina. Lo que algunos llaman el cuello de la vejiga.

    Todo esto designa el mismo territorio en forma de judía al que todo el mundo quiere poner nombre.

    A la hoguera con su bandera. Con su símbolo.

    Para evitar correrme, me imagino la clase de primero de anatomía y la disección de las dos ramas del clítoris, los crura, cada una de ellas tan larga como el dedo índice. Imagínate la disección del cuerpo cavernoso, esos dos cilindros de tejido eréctil del pene. Cortamos los ovarios. Extirpamos los testículos. Aprendes a cortar todos los nervios y a dejarlos a un lado. Los cadáveres apestando a formol, a formaldehído. Ese olor a coche nuevo.

    Teniendo en mente este rollo de los cadáveres, uno puede cabalgar durante horas sin llegar a ninguna parte.

    Cuando eres un adicto puedes pasarte la vida sin sentir nada más que la borrachera, el colocón de la droga o el hambre. Y sin embargo, cuando comparas esto con otros sentimientos, como la tristeza, la furia, el miedo, la preocupación, la desesperación o la depresión, pues bueno, la adicción ya no pinta tan mal. Parece una opción muy viable.

    El lunes me quedo en casa después del trabajo y registro las cintas viejas de las sesiones de terapia de mi madre. Dos mil años de mujeres en una sola estantería. La voz de mi madre, tranquila y profunda como cuando yo era un renacuajo de mierda.

    El burdel del inconsciente.

    Historias para irse a dormir.

    Imagínese un peso enorme sobre su cuerpo, inmovilizándole la cabeza y los brazos, hundiéndolo cada vez más en los cojines del diván. Ponga la cinta en los auriculares, acuérdese de quedarse dormido encima de su toalla.

    Aparece el nombre Mary Todd Lincoln en una de las sesiones grabadas.

    Imposible. Demasiado fea.


    Véase también: la sesión de Wallis Simpson.
    Véase también: la sesión de Martha Ray.



    Aparecen las tres hermanas Brontë. No son mujeres reales sino símbolos, simples nombres y armazones vacíos donde uno puede proyectarse. Que uno puede llenar de estereotipos y clichés antiguos, de piel blanca como la leche y polisones, de zapatos con botones y miriñaques. Vestidas únicamente con corsés de ballena y redecillas de ganchillo, Emily y Charlotte y Anne Brontë aparecen reclinadas, desnudas y aburridas en sofás forrados de pelo de caballo, una tarde calurosa y fétida en el salón. Símbolos sexuales. Usted llena lo que falta, el atrezzo y las posturas, el escritorio de tapa de persiana, el órgano de pedales. Póngase en el papel de Heathcliff o del señor Rochester. Ponga la cinta y relájese.

    Nos resulta imposible imaginar el pasado. El pasado, el futuro, la vida en otros planetas, todo son extensiones, proyecciones de la vida tal como la conocemos.

    Yo estoy encerrado en mi habitación. Denny va y viene.

    Como si fuera un accidente inocente, me sorprendo a mí mismo hojeando la guía de teléfonos en busca del apellido Marshall. Su nombre no está en la guía. Algunas noches después del trabajo cojo el autobús que pasa por delante de Saint Anthony. Nunca la veo en ninguna ventana. Desde el autobús no se puede saber cuál es su coche en el aparcamiento. No me bajo.

    No sé si rajarle los neumáticos o dejarle una nota de amor.

    Denny va y viene y cada vez hay menos piedras en la casa. Y si dejas de ver a alguien todos los días, lo ves cambiar. Yo miro desde una ventana del piso de arriba y Denny va de un lado a otro cargando piedras cada vez más grandes en un carrito de la compra. Y cada día parece un poco más grande debajo de su vieja camisa a cuadros. Su cara se pone morena, su pecho y sus hombros se vuelven lo bastante grandes como para llenar la tela a cuadros y que no cuelgue vacía. No está enorme pero sí grande, para ser Denny.

    Cuando veo a Denny desde la ventana soy una piedra, soy una isla.

    Le grito si necesita ayuda.

    En la acera, Denny mira a su alrededor, cargando una piedra en los brazos.

    —Aquí arriba —le digo—. ¿Necesitas que te ayude?

    Denny deja caer la piedra en el carrito y se encoge de hombros. Niega con la cabeza y me mira haciendo visera con la mano.

    —No necesito ayuda —dice—. Pero puedes ayudarme si quieres.

    Déjalo.

    Lo que yo quiero es que me necesiten.

    Lo que necesito es ser indispensable para alguien. Necesito a alguien que ocupe todo mi tiempo libre, mi ego y mi atención. Alguien adicto a mí. Una adicción mutua.


    Véase también: Paige Marshall.


    Es lo mismo que cuando dices que una droga puede ser buena o mala.

    No comes. No duermes. Chupar a Leeza no se parece a comer. Si duermes con Sarah Bernhardt no estás dormido de verdad.

    La magia de la adicción es que uno nunca tiene hambre ni está cansado ni aburrido ni se siente solo.

    En la mesa del comedor se amontonan todas las tarjetas nuevas. Todos los cheques y las felicitaciones de un montón de extraños que quieren pensar que son héroes para alguien. Que creen que alguien los necesita, Una mujer me cuenta que ha empezado una cadena de oraciones por mí. Un esquema piramidal espiritual. Como si uno pudiera confabularse contra Dios. Intimidarlo.

    La delgada línea entre rezar y molestar.

    El martes por la noche, una voz en el contestador me pide permiso para trasladar a mi madre a la tercera planta de Saint Anthony, la planta donde la gente va a morir. Lo primero que oigo es que no es la voz de la doctora Marshall.

    Le grito al contestador que sí, que claro. Que trasladen a esa zorra chiflada al piso de arriba. Que la pongan cómoda, pero que no voy a pagar ninguna medida heroica. Sondas de estómago. Respiradores. Sé que podría reaccionar de una forma más amable, pero la suavidad con que me habla la administradora, la sordina de su voz. La forma en que asume que soy una persona agradable.

    Le digo a su dulce vocecilla grabada que no me vuelva a llamar hasta que la señora Mancini esté bien muerta.

    A menos que esté estafándolos para conseguir dinero, prefiero que la gente me odie a que me compadezca.

    Oigo el mensaje y no me siento furioso. Ni triste. Ya solamente puedo sentirme cachondo.

    Y los miércoles quieren decir Nico.

    En el lavabo de mujeres, con el puño acolchado de su hueso púbico aporreándome la nariz, Nico se restriega contra mi cara y me la pringa. Durante dos horas, Nico mantiene sus dedos entrelazados detrás de mi cabeza y hunde mi cara en su interior hasta que me asfixio con su vello público.

    Cuando lamo sus labios menores, estoy recorriendo con la lengua los pliegues de la oreja de la doctora Marshall. Respiro con la nariz y extiendo la lengua hacia la salvación.

    El martes toca en primer lugar Virginia Woolf. Luego Anaïs Nin. Luego hay el tiempo justo para una sesión con Sacajawea antes de que se haga de día y me tenga que ir a trabajar a 1734.

    En el tiempo que me queda, voy apuntando mi pasado en un cuaderno. En eso consiste el cuarto paso de mi terapia, en mi inventario moral completo y sin miedo.

    Los viernes quieren decir Tanya.

    Para el viernes ya no quedan piedras en casa de mi madre.

    Tanya viene a casa y Tanya quiere decir sexo anal.

    La magia de hacerlo por el culo es que siempre la encuentro prieta como una virgen. Y Tanya trae juguetes. Cuentas y barras y sondas, todas oliendo a lejía, que transporta de tapadillo en una bolsa de cuero negro que guarda en el maletero. Tanya se trabaja mi rabo con una mano y con la boca mientras me aprieta la primera bola de una larga ristra de bolas de goma rojas y grasientas contra el ojete.

    Cierro los ojos e intento estar lo bastante relajado.

    Inspire. Y espire.

    Piense en el mono y en los cacahuetes.

    Lento y suave, inspire y espire.

    Tanya retuerce la primera bola contra mi ojete y yo le digo:

    —Si empezara a resultar pesado me lo dirías, ¿verdad?

    Y la primera bola entra.

    —¿Por qué la gente no me cree —digo— cuando les digo que todo me da igual?

    Y la segunda bola entra.

    —Nunca más nadie me va a hacer daño —le digo.

    Algo más entra en mí.

    Sin dejar de comerme el rabo, Tanya cierra la mano en torno a la cuerda y estira.

    Imagina a una mujer sacándote las tripas de un tirón.


    Véase también: mi madre agonizante.
    Véase también: la doctora Paige Marshall.



    Tanya da otro tirón y me corro. Los soldaditos blancos se estrellan contra el papel de la pared del dormitorio junto a su cara. Ella da otro tirón y mi rabo ya no suelta nada, pero sigue jadeando.

    Y mientras me corro en seco, le digo:

    —Joder. En serio, he notado eso.

    ¿Qué NO haría Jesucristo?

    Inclinado hacia delante con las manos abiertas apoyadas en la pared y las rodillas temblando un poco, le digo:

    —Tranqui, ¿vale? —le digo a Tanya—. No estás arrancando una cortadora de césped.

    Y Tanya se arrodilla a mi lado, mirando las bolas grasientas y apestosas que hay en el suelo, y dice:

    —Oh, tío. —Levanta la ristra de bolas de goma roja para enseñármela y dice—: Se supone que hay diez.

    Solamente hay ocho y lo que parece un trozo de cuerda vacía.

    Me duele tanto el culo que me toco con el dedo y luego me miro los dedos en busca de sangre. Ahora mismo me duele tanto que es asombroso que no haya sangre por todas partes.

    Con los dientes rechinando, le digo:

    —Ha sido divertido, ¿no?

    Y Tanya dice:

    —Necesito que me firmes el impreso de salida para poder volver a la cárcel. —Mete la ristra de bolas en la bolsa negra y dice—: Vas a tener que pasar por urgencias.


    Véase también: atasco de colon.
    Véase también: bloqueo intestinal.
    Véase también: dolores, fiebre, shock séptico, paro cardíaco.



    Hace cinco días de la última vez que recuerdo haber sentido bastante hambre para comer. No me he sentido cansado. Ni preocupado ni furioso ni con miedo ni sediento. Si el aire de aquí dentro huele mal no me doy cuenta. Solamente sé que es viernes porque ha venido Tanya.

    Paige y su hilo dental. Tanya y sus juguetes. Gwen y su palabra de seguridad. Todas estas mujeres tirando de mí como de una marioneta.

    —No, en serio —le digo a Tanya. Firmo el impreso, debajo de «Avalador», y le digo—: En serio, no me pasa nada. No siento que se me haya quedado nada dentro.

    Tanya coge el impreso y dice:

    —No me lo puedo creer.

    Lo gracioso es que yo tampoco estoy seguro de creérmelo.


    34


    Como no tengo seguro ni permiso de conducir, llamo a un taxi para que venga a ayudarme a arrancar el viejo coche de mi madre. En la radio explican dónde se puede encontrar atascos: ha habido un accidente de dos coches en la carretera de circunvalación y hay un camión con remolque averiado en la autopista que va al aeropuerto. Después de llenar el depósito de gasolina, encuentro un accidente y me pongo en la cola de coches. Solamente para sentir que formo parte de algo.

    Sentado en medio del atasco, mi corazón late a un ritmo regular. No estoy solo. Atrapado aquí, puedo ser una persona normal que va a reunirse con una esposa, unos hijos y una casa. Puedo fingir que mi vida es algo más que esperar al siguiente desastre. Que puedo funcionar. De la misma forma que los niños juegan a tener una casa, yo puedo jugar a que hago mi viaje diario del trabajo a casa.

    Después del trabajo voy a visitar a Denny al solar vacío donde ha dejado todas sus piedras, al viejo solar de las Casas Unifamiliares Mennington Country donde ha ido juntando filas de piedras con argamasa hasta tener un muro, y le digo:

    —Eh.

    Y Denny dice:

    —Tío.

    Denny dice:

    —¿Qué tal tu madre?

    Le digo que me da igual.

    Denny usa la paleta para colocar una capa de barro gris y arenoso encima de la fila superior de piedras. Con la punta metálica de la paleta remueve la argamasa hasta que está igualada. Usa un palo para pulir las junturas entre las piedras que ya ha colocado.

    Hay una chica sentada bajo un manzano lo bastante cerca de nosotros como para ver que es Cherry Daiquiri, la del club de striptease. Está sentada encima de una manta, sacando paquetes blancos de comida para llevar de una bolsa de la compra marrón y abriéndolos.

    Denny empieza a colocar piedras sobre la nueva capa de mortero.

    Le digo:

    —¿Qué estás construyendo?

    Denny se encoge de hombros. Hace girar una piedra cuadrada y marrón para hundirla más profundamente en la argamasa. Dando golpecitos con la paleta, coloca argamasa entre dos piedras. Está ensamblando toda su generación de bebés para formar algo más grande.

    Y Denny dice:

    —¿Cómo dices?

    Mueve unas cuantas piedras con el pie hasta encontrar la mejor y la coloca en su sitio. No hace falta licencia para pintar un cuadro, dice. No necesitas un expediente para proyectar un libro. Hay libros que hacen más daño del que él podría hacer nunca. No hace falta que tus poemas pasen una inspección. Existe una cosa llamada libertad de expresión.

    Denny dice:

    —No hace falta licencia para tener un bebé. Entonces, ¿por qué hay que comprar una licencia para construir una casa?

    Y yo digo:

    —¿Y qué pasa si construyes una casa fea y peligrosa?

    Y Denny dice:

    —Bueno, ¿y qué pasa si crías a un niño peligroso y agilipollado?

    Yo levanto un puño en dirección a él y digo:

    —Espero que no te refieras a mí, tío.

    Denny mira a Cherry Daiquiri sentada en la hierba y dice:

    —Se llama Beth.
    —No pienses ni por asomo que el municipio va a aceptar tu lógica a lo Primera Enmienda —digo.

    Y le digo:

    —En realidad no es tan atractiva como tú crees.

    Denny se seca el sudor de la cara con el faldón de la camisa. Sus abdominales parecen una coraza ondulada. Dice:

    —Tienes que ir a verla.

    Ya la veo desde aquí.

    —Me refiero a tu madre —me dice.

    Ya no me reconoce. No me va a echar de menos.

    —No es por ella —dice Denny—. Tienes que hacerlo para ti mismo.

    Los brazos de Denny se llenan de sombras cuando se le flexionan los músculos. Se le han quedado pequeñas las mangas de su camiseta vieja. A sus brazos flacos parece haberles crecido el contorno. Sus hombros caídos se han ensanchado. Con cada fila de piedras que pone parece volverse más fuerte. Denny dice:

    —¿Quieres quedarte y comer comida china? —dice—. Pareces hecho polvo.

    Le pregunto si está viviendo con esta tal Beth.

    Le pregunto si la ha dejado embarazada o algo así.

    Sosteniendo una piedra gris enorme con ambos brazos a la altura de la cintura, Denny se encoge de hombros. Hace un mes, entre los dos apenas podíamos levantar esa piedra.

    Por si acaso lo necesita, le digo que he hecho funcionar el coche viejo de mi madre.

    —Ve a ver cómo está tu madre —dice Denny—, Luego ven a ayudar.

    Todo el mundo en el Dunsboro colonial te manda saludos, le digo.

    Y Denny dice:

    —No me mientas, tío. No soy yo el que necesita que lo animen.


    35


    Paso deprisa los mensajes del contestador de mi madre y me encuentro todo el tiempo la misma voz mortecina, apagada y comprensiva, diciendo: «Su estado se deteriora». Diciendo: «Crítico...». Diciendo: «Madre...». Diciendo: «Intervenir...».

    Me limito a pulsar el botón de pasar deprisa.

    En la estantería tengo a Collen Moore reservada para esta noche, sea quien sea. Está Constance Lloyd, sea quien sea. Está Judy Garland. Está Eva Braun. Está claro que lo que queda es la segunda división.

    La voz del contestador automático se interrumpe y empieza de nuevo.

    —... estado llamando a algunas de las clínicas de fertilidad que salen en el diario de su madre... —dice.

    Es Paige Marshall.

    Rebobino.

    —Hola, soy la doctora Marshall —dice—. Necesito hablar con Victor Mancini. Por favor, dígale al señor Mancini que he estado llamando a algunas de las clínicas de fertilidad que salen en el diario de su madre y resulta que todas son auténticas. Incluso los médicos son reales —dice—. Lo más extraño es que se ponen muy nerviosos cuando les pregunto por Ida Mancini.

    Dice:

    —Esto parece ser algo más que una simple fantasía de la señora Mancini.

    Una voz de fondo dice:

    —¿Paige?

    Una voz de hombre.

    —Escuche —dice ella—. Ha llegado mi marido, así que, ¿podría Victor Mancini pasar a verme, por favor, lo antes posible a Saint Anthony?

    La voz del hombre dice:

    —¿Paige? ¿Qué estás haciendo? ¿Y por qué hablas en voz baja...?

    La comunicación se corta.


    36


    Así pues, el sábado toca visitar a mi madre.

    En el vestíbulo de Saint Anthony, le digo a la chica del mostrador de entrada que soy Victor Mancini y que he venido a ver a mi madre, Ida Mancini.

    Le digo:

    —A menos, claro, que se haya muerto.

    La chica del mostrador de entrada me mira de esa forma, bajando la barbilla y mirándome como si lo sintiera mucho, pero mucho, por mí. Se trata de inclinar la cabeza de forma que tengas que mirar hacia arriba para ver a la persona que tienes delante. Esa mirada de sumisión. Acercando las cejas al cuero cabelludo cuando miras hacia arriba. Esa mirada de compasión infinita. Frunce la boca hacia abajo con la cara ceñuda y sabrás exactamente cómo me está mirando la chica del mostrador de entrada.

    Y luego dice:

    —Por supuesto que su madre sigue con nosotros.

    Y yo digo:

    —No me entienda mal, pero en cierta manera desearía que no fuera así.

    Su cara se olvida durante un segundo de cuánto lo siente y sus labios se retraen para mostrar los dientes. La forma de hacer que la mayor parte de las mujeres dejen de mirarte a los ojos es pasarte la lengua por los labios. Si no apartan la mirada, va en serio, bingo.

    Vaya al fondo, me dice, la señora Mancini sigue en el primer piso.

    Es señorita, le digo. Mi madre no está casada, a menos que piense en mí de esa repulsiva forma edípica.

    Le pregunto si está Paige Marshall.

    —Por supuesto que está —dice la chica del mostrador de entrada, ahora con la cara ligeramente apartada, mirándome con el rabillo del ojo. La mirada de desconfianza.

    Al otro lado de las puertas de seguridad, todas las viejas Irmas y Lavernes locas, todas las Violets y Olives inician su lenta migración de andadores y sillas de ruedas hacia mí. Todas las exhibicionistas crónicas, todas las abuelitas abandonadas y las ardillas con los bolsillos llenos de comida masticada, las que se han olvidado de cómo tragar y tienen los pulmones llenos de comida y bebida.

    Todas sonriéndome. Mirando. Todas llevando esas pulseras de plástico que mantienen las puertas cerradas, pero a pesar de todo, si hay que juzgar por su aspecto, están mejor que yo.

    En la sala de estar común, el olor a rosas, limones y pino. El mundo pequeño y ruidoso que suplica atención desde dentro de la televisión. Los puzzles desperdigados. Nadie ha trasladado todavía a mi madre a la tercera planta, la planta de la muerte, y en su habitación me encuentro a Paige Marshall sentada en una silla abatible de tweed, leyendo con las gafas puestas las hojas que lleva en el sujetapapeles. Cuando me ve, me dice:

    —Mírese —dice—. Su madre no es la única que necesita una sonda de estómago.

    Le digo que ya he entendido el mensaje.

    Mi madre sí que está. Está en la cama. Durmiendo. Su estómago es un montículo inflado debajo de las sábanas. Los huesos son lo único que le queda en los brazos y las piernas. Tiene la cabeza hundida en la almohada y los ojos cerrados con fuerza. Las comisuras de la boca se le hinchan cuando aprieta los dientes durante un instante y frunce la cara entera para tragar saliva.

    Se le abren los ojos y extiende los dedos de color gris verdoso hacia mí con un movimiento extraño, como si estuviera bajo el agua, una especie de brazada de natación a cámara lenta, temblando igual que tiembla la luz en el fondo de una piscina cuando eres pequeño y te quedas a pasar la noche en un motel de carretera. Con la pulsera de plástico colgando de la muñeca, me dice:

    —Fred.

    Traga saliva una vez más, con la cara entera contraída por el esfuerzo, y dice:

    —Fred Hastings.

    Su mirada se desvía a un lado y sonríe en dirección a Paige:

    —Tammy —dice—, Fred y Tammy Hastings.

    Su antiguo abogado defensor y esposa.

    Me he dejado en casa mis apuntes para ser Fred Hastings. No me acuerdo de si tengo un Ford o un Dodge. De cuántos niños se supone que tengo. Ni de qué color pintamos finalmente el comedor. No me acuerdo de un solo detalle acerca de cómo se supone que vivo la vida.

    Me acerco a Paige, que sigue sentada en la silla abatible, le pongo una mano en el hombro de la bata y le digo a mi madre:

    —¿Cómo se siente, señora Mancini?

    Mi madre levanta su mano espantosa de color gris verdoso y la balancea de un lado a otro, lo cual en el lenguaje internacional de signos quiere decir «Así, así». Luego cierra los ojos, sonríe y dice:

    —Confiaba en que fueras Victor.

    Paige se quita de encima mi mano con un movimiento del hombro.

    Y yo le digo:

    —Pensaba que te caía mejor.

    Digo:

    —Victor no le cae muy bien a nadie.

    Mi madre extiende los dedos hacia Paige y dice:

    —¿Lo ama usted?

    Paige me mira.

    —A Fred —dice mi madre—. ¿Lo ama usted?

    Paige empieza a hacer clic a toda velocidad con el botón del bolígrafo. Sin mirarme, mirando el sujetapapeles que tiene en el regazo, dice:

    —Sí, lo amo.

    Mi madre sonríe. Y extendiendo los dedos hacia mí, me dice:

    —¿Y usted la ama a ella?

    Tal vez de la misma forma que un puercoespín piensa en su palo apestoso, si es que eso se puede llamar amor.

    Tal vez de la forma en que un delfín ama las paredes lisas de su piscina.

    Y digo:

    —Supongo que sí.

    Mi madre hunde la barbilla en el cuello en ángulo oblicuo, mirándome de arriba a abajo, y dice:

    —Fred.

    Y yo digo:

    —Vale, sí —le digo—. La amo.

    Ella deja que sus dedos espantosos de color gris verdoso descansen sobre el montículo de su vientre y dice:

    —Ustedes son dos personas afortunadas. —Cierra los ojos y dice—: A Victor no se le da muy bien querer a la gente.

    Y dice:

    —Lo que más miedo me da es que cuando yo me vaya no quedará nadie en el mundo que quiera a Victor.

    Estos putos vejestorios. Estas ruinas humanas.

    El amor es una chorrada. Las emociones son una chorrada. Soy una piedra. Un gilipollas. Soy un cabrón sin sentimientos y estoy orgulloso de serlo.

    ¿Qué NO haría Jesucristo?

    Si se plantea la opción entre que no te quiera nadie o bien ser vulnerable, sensible y emocional, entonces quedaos vuestro amor.

    No sé si lo que acabo de decir acerca de que amo a Paige es mentira o es un juramento. Pero es un truco. No son más que más vulgares chorradas. El alma humana no existe y estoy absolutamente convencido de que no voy a llorar.

    Los ojos de mi madre permanecen cerrados y su pecho se infla y se desinfla en ciclos largos y profundos.

    Inspire. Espire. Imagine un peso encima de su cuerpo, hundiendo cada vez más su cabeza y sus brazos.

    Y está dormida.

    Paige se levanta de la silla abatible y dice:

    —¿Quiere ir a la capilla?

    La verdad, no estoy de humor.

    —Para hablar —dice.

    Le digo que vale. Camino a su lado y le digo:

    —Gracias por lo que ha hecho. Por mentir.

    Y Paige dice:

    —¿Quién dice que estaba mintiendo?

    ¿Quiere eso decir que me quiere? Es imposible.

    —Vale —dice—, A lo mejor dije una mentirijilla. Pero me gusta. Un poco.

    Inspire. Espire.

    Una vez en la capilla, Paige cierra la puerta detrás de nosotros y dice:

    —Toque. —Lleva mi mano a su vientre plano y dice—: Me he tomado la temperatura. Y tengo un retraso.

    Con la carga acumulándose ya en alguna parte de mis tripas, le digo:

    —¿Sí? —digo—. Bueno, a lo mejor me adelanto a usted.

    Tanya y sus bolas de goma.

    Paige se gira, se aleja de mí lentamente y sin mirarme me dice:

    —No sé cómo hablarle de esto.

    El sol a través de las vidrieras, toda una pared desplegando un centenar de matices del dorado. La cruz de madera dorada. Símbolos. El altar y la barandilla de la comunión, todo está aquí. Paige va a sentarse en uno de los bancos y suspira. Con una mano sujeta la parte superior del sujetapapeles y con la otra mano levanta algunas hojas de papel revelando algo rojo que hay debajo.

    El diario de mi madre.

    Me da el diario y dice:

    —Puede comprobar los hechos por usted mismo. Le recomiendo que lo haga. Aunque sea para quedarse en paz.

    Cojo el libro, sigue siendo un galimatías. Bueno, un galimatías italiano.

    Y Paige dice:

    —Lo único bueno es que no hay garantía absoluta de que el material genético que usaron perteneciera a la figura histórica auténtica.

    Todo lo demás cuadra, dice. Las fechas, las clínicas, los especialistas. Incluso la gente de la Iglesia con quienes he hablado han insistido en que el material robado, el tejido que la clínica cultivó, era el único prepucio autentificado. Dice que este asunto ha destapado la caja de los truenos política en Roma.

    —La única otra cosa buena —dice—, es que no le he dicho a nadie quién es usted.

    Jesucristo, digo yo.

    —No, me refiero a quién es usted ahora —dice.

    Me siento como si me estuvieran notificando los resultados adversos de una biopsia. Ella señala con la cabeza el diario que tengo en la mano y dice:

    —A menos que quiera arruinar su vida, le recomiendo que queme eso.

    Le pregunto cómo nos afecta todo esto a ella y a mí.

    —No tenemos que volver a vernos —dice ella—, si se refiere a eso.

    Le pregunto si se cree de verdad todas esas memeces.

    Y Paige dice:

    —Lo he visto a usted con las pacientes de aquí, he visto la forma en que alcanzan la paz después de hablar con usted. —Sentada ahí, se inclina hacia delante con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en la mano y dice—: Simplemente no puedo aceptar la posibilidad de que su madre tenga razón. No puede ser que todo el mundo con quien hablé en Italia sufra alucinaciones. O sea, ¿qué pasaría si usted fuera el hermoso y divino hijo de Dios?

    La bendita y perfecta manifestación mortal de Dios.

    Me sube un eructo del bloqueo intestinal y noto un sabor ácido en la boca.

    «Náuseas matinales» no es la expresión correcta, pero es la primera expresión que viene a la mente.

    —¿Lo que trata de decirme es que usted solamente se acuesta con mortales? —le digo.

    Paige se inclina hacia delante y me dirige esa mirada de compasión, la que la chica del mostrador de entrada sabe hacer tan bien hundiendo la barbilla en el pecho y acercando las cejas al cuero cabelludo, y dice:

    —Siento haberme inmiscuido. Le prometo que no se lo diré a nadie.

    ¿Y qué pasa con mi madre?

    Paige suspira y se encoge de hombros.

    —Eso es fácil. Delira. Nadie la creería.

    No, quiero decir que si se va a morir pronto.

    —Probablemente —dice Paige—, A menos que haya un milagro.


    37


    Ursula se detiene para recobrar el aliento y me mira. Sacude los dedos de una mano, se oprime la muñeca con la otra mano y dice:

    —Si fueras una mantequera, ya hace media hora que tendríamos mantequilla.

    Le digo que lo siento.

    Ella se escupe en la mano, la cierra en torno a mi rabo y dice:

    —Esto no es propio de ti.

    Ya ni siquiera pretendo saber cómo soy.

    Hoy es otro día tranquilo de 1734, así que nos hemos tumbado en un montón de heno en el establo. Yo con los brazos cruzados detrás de la cabeza y Ursula acurrucada encima de mí. No nos movemos mucho para que el heno no nos pinche a través de la ropa. Los dos miramos hacia el techo, hacia las vigas de madera y la parte inferior entretejida del techo de paja. Las arañas cuelgan de los filamentos de sus telas.

    Ursula empieza a machacármela y dice:

    —¿Has visto a Denny en la televisión?

    ¿Cuándo?

    —Anoche.

    ¿Por qué?

    Ursula niega con la cabeza.

    —Por construir algo. La gente se ha quejado. La gente cree que es una especie de iglesia y él no quiere decir de qué clase.

    Es patético que no podamos vivir con las cosas que no entendemos. Que necesitemos que todo esté etiquetado y explicado y deconstruido. Aunque sea del todo inexplicable. Aunque sea Dios.

    «Desactivado» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

    Le digo que no es una iglesia. Me echo el fular hacia atrás por encima del hombro y me saco la parte delantera de la camisa de las calzas.

    Y Ursula dice:

    —En la tele creen que es una iglesia.

    Con las yemas de los dedos de la mano me aprieto en torno al ombligo, el umbilicus, pero la palpación digital no ofrece conclusiones seguras. Doy unos golpecitos y escucho en busca de cambios en el ruido que pueden indicar una masa sólida, pero la percusión es un método poco concluyente.

    Al enorme músculo que hace de trampilla y mantiene la mierda en tu interior los médicos lo denominan balda rectal, y si metes algo más grande que esa balda está claro que no saldrá sin un montón de ayuda. En las salas de urgencias de los hospitales a esa clase de ayuda la llaman manejo de cuerpos extraños colorrectales.

    A Ursula le pregunto si puede ponerme la oreja sobre el vientre desnudo y decirme si oye algo.

    —Denny nunca ha estado muy bien de la azotea —dice, y se inclina para apoyar la oreja caliente en mi ombligo. Mi centro. Mi umbilicus, como lo llaman los médicos.

    Un paciente típico con problemas de cuerpos extraños colorrectales es un varón de entre cuarenta y cincuenta años. El cuerpo extraño es casi siempre lo que los médicos llaman autoadministrado.

    Y Ursula dice:

    —¿Qué tengo que oír?

    Ruidos intestinales positivos.

    —Gorgoteos, ruidos de tripas, ronroneos, lo que sea —le digo. Cualquier cosa que indique que en algún momento voy a tener un movimiento de tripas y que la deposición no se está acumulando detrás de alguna obstrucción.

    Como entidad clínica, la incidencia de cuerpos extraños colorrectales aumenta cada año de forma dramática. Hay informes de cuerpos extraños que han permanecido en el mismo lugar durante años sin perforar el intestino ni causar complicaciones de salud importantes. Aunque Ursula oyera algo, no sería una prueba concluyente. En realidad harían falta un roentgenograma y una proctosigmoidoscopia.

    Imagínate ti mismo en la mesa de reconocimiento con las rodillas pegadas al pecho en lo que llaman la postura de la navaja. Tienes las nalgas abiertas y separadas con cinta adhesiva. Alguien te aplica presión periabdominal mientras alguien más te inserta un par de fórceps para tejido y trata de manipular y extraer transanalmente el cuerpo extraño. Por supuesto, todo esto se hace con anestesia local. Por supuesto, nadie se ríe ni saca fotos, pero aun así.

    Aun así. Estamos hablando de uno mismo.

    Imagina la perspectiva del sigmoidoscopio en una pantalla de televisión, una luz brillante penetrando por un túnel prieto de tejido mucoso, húmedo y rosáceo, penetrando la oscuridad arrugada hasta que el objeto aparece en televisión a la vista de todos: el hámster muerto.


    Véase también: la cabeza de la muñeca Barbie.
    Véase también: la bola de goma roja.



    Ursula ha detenido el movimiento ascendente y descendente de su mano y me dice:

    —Oigo los latidos de tu corazón —dice—. Pareces bastante asustado.

    No. De ninguna manera, le digo. Me lo estoy pasando bien.

    —No lo parece —dice, y noto su aliento cálido en mi región periabdominal—. Noto túneles carpianos.
    —Quieres decir síndrome del túnel carpiano —le digo—. Y no puedes notarlo porque no se inventará hasta la revolución industrial.

    Para evitar que el cuerpo extraño siga ascendiendo por el colon, uno puede suministrar tracción usando un catéter de Foley e insertar un globo en el colon dirigido al cuerpo extraño. Luego se infla el globo. Es más común crear un vacío dirigido al cuerpo extraño. Esto es lo que se suele hace en caso de botellas de vino o cerveza autoadministradas.

    Con la oreja todavía pegada a mi vientre, Ursula dice:

    —¿Sabes de quién es?

    Le digo que no tiene gracia.

    Con las botellas autoadministradas con la boca hacia dentro, hay que insertar un catéter de Robinson alrededor de la botella y dejar que entre aire y se rompa el vacío. Con las botellas autoadministradas con la boca hacia afuera, se inserta un retractor en la boca de la botella y luego se llena la botella de yeso. Una vez el yeso se compacta alrededor del retractor se retira la botella.

    Los enemas son otro método, pero son menos fiables.

    Mientras estoy aquí con Ursula en el establo, oímos que fuera empieza a llover. La lluvia tamborilea sobre el techo de paja y el agua corre por las calles. La luz de las ventanas se vuelve más tenue, de color gris oscuro, y se oye el chapoteo rápido y repetitivo de alguien que corre para ponerse a cubierto. Los pollos deformes y blanquinegros se escurren por un tablón abierto de la pared y agitan las plumas para sacudirse el agua.

    Y yo digo:

    —¿Qué más dice la tele sobre Denny?

    Denny y Beth.

    Le digo:

    —¿Crees que Jesucristo supo automáticamente que era Jesucristo desde el principio o tal vez se lo dijo su madre o alguien y entonces se convirtió en Jesucristo?

    Un ronroneo sordo viene de mi regazo, pero no de mi interior.

    Ursula espira y luego vuelve a roncar. Su mano se vuelve flácida en torno a mi polla. Se arrastra sobre mí. Su pelo me cae sobre las piernas. Su oreja suave y cálida se me hunde en el vientre.

    A través de la espalda de mi camisa me pica el heno.

    Los pollos arañan el polvo y el heno. Las arañas dan vueltas.


    38


    Para hacer una chimenea de cera hay que coger un trozo de papel normal y enrollarlo en forma de tubo fino. No es muy milagroso. Pero bueno, hay que empezar con las cosas que uno sabe hacer.

    Se trata de más desechos que me han quedado de la facultad de medicina y que ahora les enseño a los niños que vienen de excursión al Dunsboro colonial.

    Tal vez hay que aprender para hacer los milagros genuinos.

    Denny viene a verme después de pasarse todo el día amontonando piedras bajo la lluvia y me dice que tiene tanta cera en los oídos que no oye nada. Se sienta en una silla en la cocina de mi madre y Beth se queda de pie junto a la puerta trasera, con el culo ligeramente apoyado en el borde de la encimera. Denny está sentado con la silla colocada de lado y uno de los brazos descansando en la mesa.

    Y le digo que se quede quieto.

    Enrollo el papel en forma de tubo fino y le digo:

    —Pongamos por caso —digo— que Jesucristo tuvo que practicar el hecho de ser hijo de Dios para llegar a hacerlo bien.

    Le digo a Beth que apague las luces de la cocina y retuerzo un extremo del tubo de papel para introducirlo en el túnel oscuro del oído de Denny. Le ha crecido un poco el pelo, pero seguimos hablando de un riesgo de incendio menor que el del resto de la gente. Le hago girar el tubo dentro de la oreja, no demasiado dentro, solo lo suficiente para que se quede sujeto cuando yo lo suelte.

    A fin de concentrarme, intento no pensar en la oreja de Paige Marshall.

    —¿Y si Jesucristo hubiera pasado toda su etapa de crecimiento equivocado —digo— o no hubiera conseguido apañar ningún milagro hasta pasados los treinta?

    Beth adelanta en mi dirección la entrepierna de sus vaqueros ajustados, yo uso su bragueta para encender una cerilla de la cocina y transporto la llamita de un lado a otro de la habitación hasta la cabeza de Denny. Uso la cerilla para encender el tubo de papel.

    Después de encender la cerilla la habitación huele a azufre.

    Sale humo del extremo encendido del tubo y Denny dice:

    —No vas a dejar que me duela, ¿verdad?

    La llama se acerca a su cabeza. El extremo encendido del tubo se abre y se deshace. Papel negro bordeado de gusanitos incandescentes de color naranja. Pedacitos de papel elevándose hacia el techo. Algunas cenizas de papel negro revolotean y caen al suelo.

    Así es como se llama de verdad. Chimenea de cera.

    Y yo digo:

    —¿Y si Jesucristo empezó haciendo cosas por la gente, ya sabes, ayudando a ancianitas a cruzar la calle o avisando a la gente de que se había dejado los faros encendidos? —le digo—. Bueno, no exactamente eso, pero ya te haces una idea.

    Miro cómo el fuego se acerca cada vez más al oído de Denny y le digo:

    —¿Y si Jesucristo se pasó años practicando para conseguir que le saliera el rollo aquel de los panes y los peces? O sea, a lo mejor el rollo aquel de Lázaro también se lo tuvo que currar, ¿no?

    Denny mira con el rabillo del ojo para intentar ver si el fuego ya está muy cerca y dice:

    —Beth, ¿me va a quemar esto?

    Beth me mira a mí y dice:

    —¿Victor?

    Yo digo:

    —No pasa nada.

    Apoyándose un poco más en la encimera, Beth tuerce la cara para no ver y dice:

    —Parece alguna clase de tortura extraña.
    —Tal vez —digo—, tal vez Jesucristo ni siquiera creía en sí mismo al principio.

    Me inclino encima de la cara de Denny y apago la llama de un soplido. Cogiéndole la mandíbula con una mano para evitar que se mueva le saco lo que queda del tubo de papel. Cuando se lo enseño, el papel está oscuro y pringoso de la cera que le he sacado.

    Beth enciende la luz de la cocina.

    Denny le enseña el tubito quemado, Beth lo huele y dice:

    —Apesta.

    Yo le digo:

    —A lo mejor los milagros son una habilidad y tienes que empezar por las cosas pequeñas.

    Denny se tapa la oreja limpia con la mano y se la destapa. Se la tapa y se la destapa una y otra vez y dice:

    —Definitivamente mejor.
    —No quiero decir que Jesucristo hiciera juegos de manos —digo—. Pero no hacer daño a la gente ya es un buen comienzo.

    Beth se acerca y se retira el pelo con una mano para poder mirar dentro de la oreja de Denny. Guiña los ojos y mueve la cabeza para mirar desde distintos ángulos.

    Hago otro rollo bien fino con otra hoja de papel y le digo:

    —Me han dicho que el otro día saliste en la tele.

    Le digo:

    —Lo siento. —Enrollo el papel para hacer el tubo cada vez más fino y le digo—. Fue culpa mía.

    Beth se me queda mirando. Se suelta el pelo otra vez. Denny se mete un dedo en la oreja limpia, hurga y se huele el dedo.

    Y sosteniendo el tubo de papel, digo:

    —De ahora en adelante quiero ser mejor persona.

    Asfixiarse en restaurantes, engañar a la gente, ya no voy a hacer más esas mierdas. Acostarme con cualquiera, el sexo casual, esa clase de porquerías.

    Le digo:

    —Llamé al ayuntamiento y me quejé de ti. Llamé a la cadena de televisión y les conté un montón de cosas.

    Me duele el estómago, pero no sabría decir si es la culpa o la deposición atascada.

    En cualquier caso estoy de mierda hasta el cuello.

    Durante un segundo me resulta más fácil mirar la ventana oscura que hay encima del fregadero de la cocina y la noche que se extiende al otro lado. Me veo reflejado en la ventana y me encuentro tan flaco y hecho polvo como mi madre. El nuevo san Yo beatífico y tal vez divino. Veo a Beth mirándome con los brazos cruzados. Y veo a Denny sentado junto a la mesa de la cocina, hurgándose en la oreja sucia con la uña. Luego se mira debajo de la uña.

    —Solamente quería que necesitaras mi ayuda —digo—. Quería que me la tuvieras que pedir.

    Beth y Denny me miran muy serios y yo miro el reflejo de nosotros tres en la ventana.

    —Sí, claro —dice Denny—. Necesito tu ayuda. —Luego le dice a Beth—: ¿Qué es eso de que salimos en la tele?

    Beth se encoge de hombros y dice:

    —Me parece que fue el martes —dice—. No, espera. ¿Qué día es hoy?

    Sentado en la silla, Denny señala con la cabeza el tubo de papel que tengo listo. Levanta la oreja sucia hacia mí y dice:

    —Tío, hazlo otra vez. Mola. Límpiame la otra oreja.


    39


    Ya está oscuro y empieza a llover cuando llego a la iglesia y me encuentro a Nico esperándome en el aparcamiento. Se pone a forcejear con su abrigo y durante un momento deja que una manga cuelgue vacía, luego vuelve a meter el brazo en ella. Por fin mete los dedos en el puño de la otra manga y saca algo blanco y con encajes.

    —Aguántame esto —dice, y me pasa un amasijo caliente de elásticos y encaje.

    Es su sujetador.

    —Solamente un par de horas —me dice—. No tengo bolsillos. —Sonríe con la comisura de la boca y con los dientes de arriba mordiendo ligeramente el labio inferior. La lluvia y las farolas le centellean en los ojos.

    No le voy a coger sus cosas, le digo, no puedo. Ya no.

    Nico se encoge de hombros y se vuelve a meter el sujetador en la manga del abrigo. Todos los adictos al sexo han entrado ya en la sala 234. Los pasillos están vacíos, con sus suelos relucientes de linóleo encerado y sus tablones de anuncios en las paredes. Hay noticias de la iglesia y proyectos artísticos infantiles colgados por todas partes. Retratos de Jesucristo y los apóstoles pintados con los dedos. De Jesucristo y María Magdalena.

    Voy caminando un paso por delante de Nico en dirección a la sala 234 cuando ella me agarra de la parte de atrás del cinturón y me empuja contra un tablón de anuncios.

    Las punzadas en las tripas, la hinchazón y los calambres cuando me estira del cinturón, el dolor me provoca un eructo ácido en el fondo de la garganta. Tengo la espalda contra la pared, ella me mete una pierna entre las mías y me rodea la cabeza con los brazos. Sus pechos se interponen blancos y cálidos entre nuestros cuerpos. La boca de Nico se encaja en la mía y los dos respiramos su aroma. Tiene más lengua dentro de mi boca que dentro de la suya. Su pierna no está frotando mi erección, sino mi intestino atascado.

    Los calambres podrían significar cáncer colorrectal. Podrían significar apendicitis aguda. Hiperparatiroidismo. Insuficiencia adrenal.


    Véase también: obstrucción intestinal.
    Véase también: cuerpos extraños colorrectales.



    Fumar cigarrillos. Morderse las uñas. Mi cura para todo solía ser el sexo, pero ahora tengo a Nico magreándome y no puedo hacer nada.

    Nico dice:

    —Vale, busquemos otro sitio.

    Ella retrocede y el dolor en las tripas me hace doblarme por la mitad. Me alejo tambaleándome hacia la sala 234 con Nico hablándome entre dientes.

    —¡No! —dice entre dientes.

    En la sala 234, el líder del grupo está diciendo:

    —Esta noche vamos a trabajar en el cuarto paso.
    —Aquí dentro no —dice Nico hasta que los dos estamos de pie en el umbral a la vista del grupo de gente sentada a la mesa grande y baja, manchada de pintura y pringada de arcilla seca. Las sillas son miniaturas de plástico tan bajas que todo el mundo tiene las rodillas delante del pecho. Todos se nos quedan mirando. Todos esos hombres y mujeres. Esas leyendas urbanas. Esos adictos al sexo.

    El líder del grupo dice:

    —¿Hay alguien aquí que todavía esté trabajando en el cuarto paso?

    Nico se pega a mí y me susurra en el oído, me susurra:

    —Si entras ahí con todos esos perdedores —dice Nico—, nunca más volveré contigo.


    Véase también: Leeza.
    Véase también: Tanya.



    Y yo me acerco a la mesa y me dejo caer en una sillita de plástico.

    Con todo el mundo mirándome, digo:

    —Hola, soy Victor.

    Mirando a los ojos de Nico, digo:

    —Me llamo Victor Mancini y soy un adicto al sexo.

    Y les cuento que llevo algo así como una eternidad atascado en el cuarto paso.

    No me siento tanto al final de algo como en un nuevo principio.

    Y sin moverse del umbral, ya no con lágrimas en los ojos sino con lagrimones, lagrimones negros de rímel cayéndole por la cara, Nico se restriega los ojos con una mano. Luego grita:

    —¡Pues yo no! —Y el sujetador se le sale de la manga del abrigo y se le cae al suelo.

    La señalo con la cabeza y digo:

    —Y esta es Nico.

    Y Nico dice:

    —Por mí que os folien a todos. —Recoge el sujetador y se marcha.

    Es entonces cuando todos dicen hola, Victor.

    Y el líder del grupo dice:

    —Muy bien.

    Y dice:

    —Como estaba diciendo, la mejor forma de exploraros a vosotros mismos es recordar dónde perdisteis la virginidad...


    40


    En algún lugar al norte-nordeste de Los Ángeles empiezo a sentir dolor, así que le pido a Tracy si lo puede dejar estar un momento. De esto hace otra eternidad.

    Con una madeja enorme de baba blanquecina colgando entre mi picha y su labio inferior, con toda la cara ardiendo y ruborizada por la falta de aire y sin dejar de agarrarme el rabo dolorido con el puño, Tracy se apoya en los tacones y me cuenta que en el Kama Sutra dice que para conseguir unos labios bien rojos tienes que frotártelos con sudor de los testículos de un semental blanco.

    —En serio —me dice.

    Noto un sabor extraño en la boca y le miro fijamente los labios. Sus labios y mi rabo son del mismo color morado. Le digo:

    —Tú no haces esas cosas, ¿verdad?

    El pomo de la puerta traquetea y los dos echamos un vistazo rápido para asegurarnos de que está pasado el pestillo.

    Esta es esa primera vez a la que toda adicción se retrotrae. Esa primera vez de la cual no está a la altura ninguna vez posterior.

    No hay nada peor que cuando un niño abre la puerta. La siguiente cosa peor es cuando un hombre abre la puerta y no entiende qué está pasando. Aunque todavía no estés con nadie, cuando un niño abre la puerta lo que tienes que hacer es cerrar deprisa las piernas. Fingir que es un accidente. Un adulto cerrará de un portazo y a lo mejor grita:

    —La próxima vez pasa el pestillo, imbécil.

    Pero él es el único que se ruboriza.

    Después de eso, dice Tracy, lo peor es ser una de esas mujeres que el Kama Sutra llama mujeres elefante. Sobre todo si estás con lo que se llama un hombre liebre.

    El rollo de los animales se refiere al tamaño de los genitales.

    Luego dice:

    —No quería que pareciera una indirecta.

    Si la persona incorrecta abre la puerta, vas a aparecer en sus pesadillas durante una semana.

    Tu mejor defensa es que, a menos que te encuentres con alguien dispuesto, no importa quién abra la puerta y te vea allí sentado, siempre dan por hecho que el error es de ellos. Que es culpa suya.

    Yo siempre lo di por hecho. Siempre abría la puerta y me encontraba hombres o mujeres montados en el retrete de los trenes, en los autobuses Greyhound o en esos lavabos de restaurante con una sola taza donde tienes que elegir tu género. Abría la puerta y me encontraba a una extraña sentada, una rubia todo ojos azules y dientes con un anillo en el ombligo y zapatos de tacón alto, con el tanga bajado a la altura de las rodillas y el resto de la ropa y el sujetador doblado en la pequeña encimera del lavabo. Cada vez que esto me pasaba yo me preguntaba, ¿por qué coño la gente no se molesta en pasar el pestillo?

    Como si aquello pasara por accidente.

    En el circuito nunca pasa nada por accidente.

    Puede pasar que en el tren yendo del trabajo a casa abras la puerta de un lavabo y te encuentres a una morena con el pelo recogido y solamente unos pendientes largos temblando junto a su cuello liso y blanco, y que esté sentada dentro con la ropa de la cintura para abajo en el suelo. La blusa abierta sin nada debajo más que las manos sujetando los pechos. Las uñas de las manos, los labios y los pezones del mismo tono entre marrón y rojo. Las piernas tan blancas como el cuello y lisas como un coche que podrías conducir a doscientos cincuenta por hora, y su pelo igual de moreno en todas partes. Y ella se lame los labios.

    Cierras de un portazo y dices:

    —Lo siento.

    Y del interior sale una voz que dice:

    —No lo sientas.

    Y ella continúa sin pasar el pestillo. El letrerito sigue diciendo: «Libre».

    Pues sucedió que yo solía volar de vuelta de la Costa Este a Los Ángeles cuando todavía estaba en la facultad de medicina de la USC. Durante las vacaciones del curso escolar. Seis veces seguidas abrí la puerta y las seis veces me encuentro a la misma pelirroja haciendo yoga y desnuda de cintura para abajo, sentada en el retrete con las piernas delgadas cruzadas, limándose las uñas con la lija de una caja de cerillas, como si estuviera intentando encenderse a sí misma, vestida únicamente con una blusa de seda anudada por encima de los pechos, y las seis veces ella se mira el cuerpo rosáceo y pecoso rodeado por la alfombra del mismo color naranja que la ropa de los trabajadores de carreteras, luego levanta la vista hacia mí con unos ojos del mismo tono de gris que la hojalata y siempre me dice lo mismo:

    —Si no le importa —dice—, está ocupado.

    Y las seis veces le cierro la puerta en las narices.

    Lo único que se me ocurre decir es:

    —¿Es que no habla inglés?

    Seis veces.

    Todo esto no dura más que un momento. No hay tiempo para pensar.

    Pero cada vez pasa más a menudo.

    En algún otro viaje, tal vez yendo a altitud de crucero entre Los Ángeles y Seattle, abres la puerta y te encuentras a un surfista rubio con las dos manos bronceadas agarrándose el enorme rabo morado entre las piernas. Y entonces el señor Chachi se sacude el pelo greñudo de delante de la cara, se señala el rabo, que está todo mojado y constreñido dentro de un condón reluciente, te señala a ti con el miembro y dice:

    —Eh, tío, cierra de una vez...

    Llega un punto en que cada vez que vas al lavabo el letrerito dice que está vacío, pero siempre hay alguien.

    Otra mujer, con dos nudillos metidos y el resto de la mano desapareciendo en su interior.

    Un hombre distinto con sus diez centímetros bailando entre el índice y el pulgar, preparado para expulsar a los soldaditos blancos.

    Uno empieza a preguntarse qué quieren decir con lo de libre.

    Incluso en el lavabo vacío notas el olor a espuma espermicida. Las toallas de papel siempre están gastadas. Te encuentras la huella de un pie descalzo en el espejo del baño, a un metro ochenta de altura, en la parte superior del espejo, la huella pequeña y arqueada del pie de una mujer, las cinco manchitas redondas dejadas por los dedos, y te preguntas: ¿qué ha pasado aquí?

    Como en los anuncios públicos codificados, el vals El Danubio azul o la enfermera Flamingo, uno se pregunta: ¿Qué está sucediendo?

    Uno ve una mancha de pintalabios en la pared, casi a la altura del suelo, y únicamente puede imaginarse lo que ha estado sucediendo. Ves las hileras blancas del momento final de alivio en que el rabo de alguien ha lanzado sus soldaditos blancos contra las paredes de plástico.

    En algunos vuelos las paredes todavía están húmedas y el espejo empañado. La alfombra pegajosa. El lavabo está atascado y el agujero del desagüe taponado con pelos púbicos de todos los colores. En la encimera, al lado del lavabo, queda la huella perfectamente redonda del diafragma que alguien ha dejado allí, trazada con gelatina anticonceptiva y secreciones vaginales. En algunos vuelos hay huellas perfectamente redondas de dos o tres tamaños distintos.

    Esta es la versión doméstica de los vuelos más largos, los vuelos transpacíficos o los que sobrevuelan el polo. Los vuelos de diez a dieciséis horas. Los vuelos directos de Los Ángeles a París. O de cualquier parte a Sydney.

    En mi séptimo viaje a Los Ángeles, la yogui pelirroja recoge su falda del suelo y sale corriendo detrás de mí. Todavía abrochándose la cremallera de atrás, me sigue hasta mi asiento, se sienta a mi lado y me dice:

    —Si lo que se proponía era herir mis sentimientos, podría usted dar lecciones.

    Tiene un peinado reluciente como los de las telenovelas. Ahora tiene la blusa abrochada con un lazo enorme y desmadejado en la parte de delante, sujeto con un broche de joyería.

    Yo vuelvo a decir:

    —Lo siento.

    Vamos hacia el oeste, estamos en algún lugar al norte— noroeste por encima de Atlanta.

    —Escuche —dice—, trabajo demasiado duro para que me traten así, ¿me oye?

    Yo digo:

    —Lo siento.
    —Viajo durante tres semanas de cada mes —dice—. Estoy pagando una casa que no veo nunca... Las colonias de fútbol para mis niños... Solamente el precio de la residencia donde tengo a mi padre es increíble. ¿No me merezco algo? No soy fea. Lo menos que puede hacer usted es no cerrarme la puerta en las narices.

    En serio, eso es lo que ella dice.

    Ella inclina la cabeza y la interpone entre mi cuerpo y la revista que estoy fingiendo leer.

    —No finja que no lo sabe —dice ella—. El sexo no es ningún secreto.

    Y yo digo:

    —¿El sexo?

    Y ella se tapa la boca con la mano y se reclina en su asiento.

    Ella dice:

    —Oh, cielos, lo siento mucho. Creí... —Y extiende la mano para pulsar el botón rojo que llama a la azafata.

    Una azafata pasa a nuestro lado y la pelirroja le pide dos bourbons dobles.

    Yo le digo:

    —Espero que tenga intención de beberse los dos.

    Y ella dice:

    —En realidad son los dos para usted.

    Aquella fue mi primera vez. Esa primera vez de la que nunca están a la altura todas las veces posteriores.

    —No nos peleemos —me dice, y me ofrece su mano blanca y fresca—. Soy Tracy.

    Un sitio más apropiado para que esto sucediera sería el Lockheed TriStar 500 con su complejo de cinco baños enormes aislados al fondo de la cabina de clase turista. Espaciosos. Insonorizados. A espaldas de todo el mundo, donde nadie puede ver quién va y quién viene.

    En comparación, hay que preguntarse qué clase de animal diseñó el Boeing 747-400, donde parece que todas las puertas de los baños dan a los asientos. Para conseguir cierta discreción hay que ir hasta los baños del fondo de la cabina de clase turista. Olvídate del lavabo lateral que hay en business class, a menos que quieras que todo el mundo sepa lo que estás haciendo.

    Es simple.

    Si eres un tío, lo que haces es sentarte en el baño con tu tío Charlie fuera, ya sabes, el gran panda rojo, y lo hinchas para que llame la atención, ya sabes, lo pones en posición de firmes, luego solamente hay que sentarse en el cuartito de plástico y esperar que haya suerte.

    Piensa que es como ir a pescar.

    Si eres católico, es la misma sensación que sentarse en un confesionario. La espera, el alivio, la redención.

    Piensa en ello como en pescar y dejar escapar a la presa. Lo que la gente llama «pesca deportiva».

    La otra forma de hacerlo es dejar la puerta abierta hasta que encuentras a alguien que te gusta. Es lo mismo que aquel viejo concurso en que eligieras la puerta que eligieras, aquel era el premio que te llevabas a casa. Es lo mismo que aquella fábula oriental de la dama y el tigre.

    Detrás de algunas puertas hay mujeres elegantes venidas de primera clase para visitar los barrios bajos, un pequeño cambio de cabina en busca de tipos rudos. Y menos probabilidades de encontrar a alguien conocido. Detrás de otras puertas te encuentras a tipos maduros con la corbata marrón echada por encima del hombro, las rodillas peludas abiertas hasta tocar las paredes, acariciando su serpiente muerta de cuero y diciendo:

    —Lo siento, amigo, no es nada personal.

    En esos momentos te sientes demasiado revuelto incluso para decir:

    —Estás de broma.

    O:

    —En tus sueños, amigo.

    Con todo, la tasa de éxito es lo bastante alta como que uno siga probando suerte.

    El espacio diminuto, el retrete y doscientos extraños a pocos centímetros de distancia, todo resulta rematadamente excitante. Con la falta de sitio para moverse, va bien tener articulaciones dobles. Usa la imaginación. Un poco de creatividad y unos cuantos ejercicios de estiramiento y pronto puedes estar llamando a las puertas del cielo. Te asombraría lo rápido que pasa el tiempo.

    La mitad de la excitación la proporciona el desafío. El peligro y el riesgo.

    No es la Conquista del Oeste Americano ni la carrera al Polo Sur ni el primer hombre que pisa la Luna.

    Es una clase distinta de exploración espacial.

    Estás descubriendo una clase distinta de páramo. Tu enorme paisaje interior.

    Es la última frontera a conquistar, gente nueva, extraños, la selva de sus brazos y piernas, de su pelo y su piel, los olores y los gemidos de todo el mundo que no te has tirado. Esos grandes desconocidos. Los últimos bosques a arrasar. Aquí está todo lo que solamente habías imaginado.

    Eres Cristóbal Colón sobrevolando el horizonte.

    Eres el primer troglodita que se arriesga a comerse una ostra. Tal vez esta ostra en concreto no sea nueva, pero sí lo es para ti.

    Suspendido en medio de la nada, a medio camino en el trayecto de catorce horas entre Heathrow y Johannesburgo, uno puede vivir diez aventuras reales. Doce si la peli es mala. Más si el vuelo va lleno, menos si hay turbulencias. Más si no te importa que sea la boca de un tío la que haga el trabajo, menos si regresas a tu asiento cuando sirven la comida.

    Lo que no es tan divertido de esa primera vez es que cuando estoy borracho y estoy siendo follado por la pelirroja, por Tracy, sucede que damos con una bolsa de aire. Agarrado al retrete, yo desciendo junto con el avión, pero ella sale despedida hacia arriba, el champán sale de mí con el condón todavía dentro de ella y el cabello de ella golpea el techo de plástico. Yo me corro en ese mismo instante y mi semen queda flotando en el aire: una legión de soldaditos blancos en animación suspendida a medio camino entre ella, que está pegada al techo, y yo, que sigo en la taza. Luego, plaf, nos volvemos a juntar, ella, el condón, mi semen y yo, y todo me cae otra vez encima, el semen ensamblado en forma de collar de cuentas y los cincuenta y pico kilos que pesa ella.

    Después de unos buenos tiempos como aquellos, es una maravilla que no tenga que llevar braguero.

    Y Tracy se ríe y dice:

    —¡Me encanta cuando pasa esto!

    Después ya solamente hay turbulencias normales que me mandan su pelo a la cara y sus pezones a la boca. Que hacen rebotar las perlas de su collar. La cadena de oro en torno a mi cuello. Que hacen que mis pelotas salten dentro del escroto extendido sobre la taza vacía.

    De vez en cuando uno aprende trucos para hacerlo mejor. Aquellos viejos súper Caravelles franceses, por ejemplo, los de las ventanillas triangulares y las cortinas de verdad, no tienen baño de primera clase, sino solo dos al fondo de clase turista, así que es mejor no intentar nada sofisticado. La postura básica tántrica funciona bien. Los dos de pie uno mirando al otro, la mujer levanta una pierna a la altura de tu muslo. Luego seguís igual que en «partir la caña» o la postura clásica de flanco. Escribe tu propio Kama Sutra. Invéntate las cosas.

    Venga. Sabes que lo estás deseando.

    Esto dando por sentado que los dos sois de la misma estatura. En caso contrario, no me responsabilizo de lo que pase.

    Y no esperes que te lo den todo masticado. Doy por sentado que tienes algunos conocimientos propios.

    Por mucho que estés metido en un Boeing 757-200, por mucho que estés en el diminuto lavabo delantero, aun así puedes apañar una posición china modificada en la que tú estés sentado en el retrete y la mujer esté sentada encima de ti mirando en dirección contraria.

    En algún lugar al norte-nordeste por encima de Little Rock, Tracy me dice:

    —Con el pompoir esto sería un juego de niños. Es cuando las mujeres albanesas te hacen correrte usando solamente los músculos constrictores de su vagina.

    ¿Te follan con las tripas?

    Tracy dice:

    —Sí.

    ¿Las mujeres albanesas?

    —Sí.

    Yo digo:

    —¿Tienen líneas aéreas?

    Otra cosa que uno aprende es que cuando una azafata llama a la puerta, se puede terminar deprisa usando el método Florentino, en el cual la mujer agarra al hombre por la base del pene y retrae la piel con fuerza para aumentar la sensibilidad. Esto acelera considerablemente el proceso.

    Para postergar el momento hay que apretar con fuerza la parte inferior de la base del pene. Aunque esto no evite la eyaculación, el semen se retrae hasta la vejiga y uno se ahorra gran parte de la limpieza. Los expertos llaman a esto «saxonus».

    Mientras la pelirroja y yo estamos en el enorme baño trasero de un McDonell Douglas DC-20 serie 30CF, ella me enseña la posición de la negra, en la que ella apoya las rodillas a ambos lados del lavabo y yo apoyo las manos abiertas en la parte trasera de sus hombros blancos.

    Con su aliento empañando el espejo y con la cara ruborizada de estar en cuclillas, Tracy dice:

    —En el Kama Sutra dice que si un hombre se da masajes con zumo de granada, calabaza y semillas de pepino, se empalmará y permanecerá así durante seis meses.

    La recomendación tiene una especie de fecha límite a lo Cenicienta.

    Ella ve mi mirada reflejada en el espejo y dice:

    —Coño, no te lo tomes todo de forma tan personal.

    En algún sitio al norte por encima de Dallas, intento reunir más saliva mientras ella me cuenta que para que una mujer no te deje nunca tienes que cubrirle la cabeza de espinas de ortiga y boñiga de mono.

    Y yo pregunto: ¿En serio?

    Y si bañas a tu mujer en leche de búfalo y bilis de vaca, todos los hombres que la usen se volverán impotentes.

    Yo le digo que no me extraña.

    Si una mujer unta un hueso de camello enjugo de caléndulas y se aplica el líquido en las pestañas, todos los hombres a los que mire se quedarán embrujados. Si fuera necesario, se pueden usar huesos de pavo real, halcón o buitre.

    —Échale un vistazo —dice—. Todo está en el gran libro.

    En algún lugar al sur-sudeste por encima de Alburquerque, con mi cara cubierta de una pasta blanca y espesa como el huevo de tanto lamerla y las mejillas raspadas por su vello, Tracy me explica que los testículos de carnero hervidos en leche con azúcar restauran tu virilidad.

    Luego dice:

    —No quería que pareciera una indirecta.

    Y yo pienso que lo estoy haciendo bastante bien. Teniendo en cuenta que me he tomado dos bourbons y que llevo tres horas de pie.

    En algún lugar al sur-sudoeste por encima de Las Vegas, y con las piernas temblándonos ya a los dos como si tuviéramos la gripe, ella me enseña a hacer lo que el Kama Sutra llama «pacer». Luego a «chupar el mango». Luego a «devorar».

    Forcejeando en nuestra cabina de plástico diminuta y limpiada en seco, suspendidos en el tiempo y el espacio donde todo vale, esto no es bondage, pero se le acerca.

    Ya han desaparecido aquellos viejos Lockheed súper Constellations en donde todos los lavabos de babor y de estribor eran suites de dos habitaciones: un camerino y un lavabo separados por una puerta.

    El sudor le cae por sus músculos firmes. Mientras nos movemos rítmicamente, somos dos máquinas perfectas haciendo un trabajo para el que fuimos diseñados. Hay momentos en los que solo nos tocamos con la parte deslizante de mí y con los labios de ella vagamente irritados y retraídos, yo apoyo los hombros en la pared de plástico y el resto de mi cuerpo de cintura para abajo se sacude rítmicamente. Tracy está de pie en el suelo, luego pone un pie encima del lavabo y se apoya en la rodilla levantada.

    Resulta fácil vernos a nosotros mismos en el espejo, bidimensionales y atrapados en el cristal, como actores en una película, en una página de Internet, en una foto de una revista, como si no fuéramos nosotros, como si fuéramos gente guapa sin vida ni futuro más allá de este momento.

    El mejor sitio en un Boeing 767 es el lavabo central que hay al fondo de la cabina de clase turista. Las pasas canutas en el Concorde, donde los lavabos son minúsculos, pero esa es simplemente mi opinión. Si lo único que tienes que hacer es orinar o quitarte las lentillas o cepillarte los dientes, seguro que hay sitio de sobra.

    Pero si lo que ambicionas es lo que el Kama Sutra llama el «Cuervo» o la «Cuissade», o cualquier cosa para la que necesites más de cinco centímetros de movilidad hacia atrás y hacia delante, te alegrarás de estar en un Airbus 300/310 europeo con sus lavabos del fondo de clase turista lo bastante grandes para montar fiestas. Si buscas el mismo espacio de encimera y sitio para mover las piernas, no encontrarás nada mejor a nivel de lujo que los dos lavabos traseros de un British Aerospace One-Eleven.

    En algún lugar al norte-nordeste por encima de Los Ángeles, me empieza a doler, así que le pido a Tracy que lo deje estar.

    Y le pregunto:

    —¿Por qué haces esto?

    Y ella dice:

    —¿El qué?

    Esto.

    Y Tracy sonríe.

    La gente a la que se conoce detrás de puertas sin pasar el pestillo está cansada de hablar del tiempo. Está cansada de la seguridad. Es gente que ha remodelado demasiadas casas. Es gente bronceada que ha dejado de fumar, ha dejado el azúcar blanco y la sal, la grasa y la carne de ternera. Es gente que ha visto estudiar y trabajar a sus padres y abuelos durante toda su vida solamente para acabar perdiéndolo todo. Gastándolo todo solamente para acabar viviendo con una sonda de estómago. Olvidándose incluso de cómo masticar y tragar.

    —Mi padre era médico —dice Tracy—. En el sitio donde está ahora ya no se acuerda ni de cómo se llama.

    Estos hombres y mujeres sentados detrás de puertas sin cerrar saben que una casa más grande no es la respuesta. Ni tampoco un cambio de marido o de mujer ni más dinero ni una piel más tersa.

    —Cualquier cosa que puedas adquirir —dice ella— es otra cosa que acabarás perdiendo.

    La respuesta es que no hay respuesta.

    En serio, este es un momento muy fuerte.

    —No —digo, y le paso un dedo entre los muslos—. Me refería a esto. ¿Por qué te rasuras el pubis?
    —Ah, eso —dice, y pone los ojos en blanco, sonriendo—. Es para poder llevar tanga.

    Mientras me siento para descansar en el retrete, Tracy examina el espejo, no tanto viéndose a sí misma como comprobando lo que queda de su maquillaje, y se limpia con un dedo mojado los restos del pintalabios corrido. Se frota con los dedos las marcas de mordiscos de alrededor de los pezones. Lo que el Kama Sutra llama Nubes Dispersas.

    Hablando con el espejo, dice:

    —La razón de que haga el circuito es que, si lo piensas, no hay una buena razón para hacer nada.

    No hay sentido.

    Es gente que no quiere tanto un orgasmo como olvidar. Olvidarlo todo. Durante un par de minutos, diez minutos, media hora.

    O tal vez es la manera en que la gente reacciona cuando la tratas como a ganado. O tal vez todo esto son excusas. Tal vez simplemente están aburridos. Tal vez es que nadie está hecho para pasarse el día sentado en un cajón de embalaje diminuto rodeado de otra gente y sin mover un músculo.

    —Somos gente sana, joven, despierta y viva —dice Tracy—, Si te paras a pensarlo, ¿qué es lo más antinatural?

    Se está poniendo otra vez la blusa, subiéndose las medias.

    —¿Por qué hago nada? —dice—. Tengo suficiente educación como para disuadirme a mí misma de hacer cualquier cosa. Para deconstruir cualquier fantasía. Para convencerme de abandonar cualquier meta. Soy tan lista que puedo negarme cualquier sueño.

    Conmigo aquí todavía sentado y agotado, la tripulación anuncia el descenso, que nos aproximamos al área de Los Ángeles; luego dicen la hora y la temperatura y por fin la información sobre las conexiones de vuelos.

    Y durante un momento, esta mujer y yo nos quedamos de pie escuchando, mirando a ninguna parte.

    —Hago esto, esto, porque es agradable —dice, y se abotona la blusa—, A lo mejor no sé por qué lo hago en realidad. En cierta forma, es la razón de que ejecuten a los asesinos. Porque una vez has cruzado ciertas líneas, nunca dejas de cruzarlas.

    Con ambas manos detrás de la espalda, abrochándose la cremallera de la falda, dice:

    —La verdad es que no quiero saber por qué practico el sexo con desconocidos. Lo sigo haciendo —dice—, porque en cuanto te des a ti misma una buena razón empezarás a abandonarlo.

    Se vuelve a poner los zapatos, se atusa el pelo a los lados de la cabeza y dice:

    —Por favor, no pienses que esto ha sido algo especial.

    Abre la puerta y dice:

    —Relájate. Algún día todo lo que hemos hecho te parecerá una nimiedad.

    Sale la primera a la cabina del pasaje y dice:

    —Hoy es simplemente la primera vez que cruzas esta línea en concreto. —Y dejándome desnudo y solo, dice—: No te olvides de pasar el pestillo ahora. —Luego se ríe y dice—: Bueno, si es que quieres volver a pasarlo alguna vez.


    41


    La chica del mostrador de entrada no quiere café.

    No quiere ir al aparcamiento a ver su coche.

    Me dice:

    —Si le pasa algo a mi coche ya sé a quién echar la culpa.

    Y yo le digo:

    —Chiiist.

    Le digo que he oído algo importante, un escape de gas o un bebé llorando en alguna parte.

    Es la voz de mi madre, apagada y fatigada, que se oye en el altavoz procedente de alguna sala desconocida.

    De pie en el mostrador del vestíbulo de Saint Anthony, escuchamos cómo mi madre dice:

    —El eslogan de América es «Nada es bastante bueno». Nada va lo bastante deprisa. Nada es lo bastante grande. Nunca estamos satisfechos. Siempre estamos mejorando...

    La chica del mostrador de entrada dice:

    —Yo no oigo ningún escape de gas.

    La voz débil y cansada dice:

    —Me he pasado la vida atacándolo todo porque me daba demasiado miedo arriesgarme a crear algo...

    Y la chica del mostrador de entrada corta la transmisión. Pulsa el micrófono y dice:

    —Enfermera Remington. Enfermera Remington al mostrador de entrada inmediatamente.

    El guarda de seguridad gordo, el del bolsillo lleno de bolígrafos.

    Pero cuando deja de pulsar el botón la voz del intercomunicador regresa, débil como un murmullo.

    —Nunca nada estaba bien —dice mi madre—, o sea que al final de mi vida no me queda nada.

    Y su voz se desvanece.

    No queda nada. Solamente ruido de fondo. Interferencias.

    Y ahora se va a morir.

    A menos que haya un milagro.

    El guarda cruza las puertas de seguridad, mira a la chica del mostrador y dice:

    —A ver, ¿qué pasa aquí?

    Y en el monitor, la imagen borrosa y en blanco y negro la muestra a ella señalándome a mí, doblado por la cintura por culpa del dolor de tripas, agarrándome la barriga hinchada con las manos. Y ella dice:

    —Él.

    Ella dice:

    —A este hombre hay que prohibirle la entrada en nuestras instalaciones. A partir de ya.


    42


    Lo que apareció anoche en las noticias fuimos yo gritando y agitando los brazos delante de la cámara, Denny a poca distancia detrás de mí, trabajando para colocar una piedra en la pared, y Beth a poca distancia detrás de él, golpeando un bloque de piedra con un martillo e intentando esculpir una estatua.

    En la tele salgo amarillento como si tuviera ictericia y encorvado por culpa de la hinchazón y la inflamación de mis tripas, que se me están descomponiendo por dentro. Inclinado hacia delante, levanto la vista para mirar a la cámara y el cuello se me dobla entre la cabeza y el cuello de la camisa. Con el cuello tan flaco como un brazo, la nuez de Adán me sobresale como si fuera un codo. Esto tuvo lugar ayer después del trabajo, de modo que todavía llevaba mi camisa de lino del Dunsboro colonial parecida a una blusa y las calzas. Ni los zapatos de hebilla ni el fular ayudan en estas situaciones.

    —Tío —dice Denny, sentado junto a Beth en el apartamento de Beth donde estamos viéndonos a nosotros mismos en la tele—, no tienes muy buena pinta.

    Me parezco al Tarzán regordete del cuarto paso de mi terapia, el que estaba agachado con el mono y los cacahuetes tostados. El salvador gordezuelo de la sonrisa beatífica. El héroe a quien no le quedaba nada que ocultar.

    Lo único que yo intentaba en la tele era explicar a todo el mundo que no había ninguna controversia. Convencer a la gente que yo había llamado al ayuntamiento diciendo que vivía al lado y que un chiflado estaba construyendo sin permiso, no sabía el qué. Y que la zona de obras representaba un peligro para los niños del vecindario. Y que el tío que estaba construyendo no parecía muy sano. Y que sin duda estaba construyendo una iglesia satánica.

    Luego llamé a los de la cadena de televisión y les expliqué lo mismo.

    Y así fue como empezó todo.

    Lo de que hice todo aquello para conseguir que Denny me necesitara, eso no lo expliqué. No en la televisión.

    En serio, todas mis explicaciones se quedaron en la sala de montaje, porque en la tele parezco simplemente un maníaco sudoroso e inflado que intenta tapar la lente de la cámara con la mano, que le grita al reportero que se largue y que le da manotazos al micrófono de jirafa que cuelga durante toda la toma.

    —Tío —dice Denny.

    Beth ha grabado en vídeo mi pequeño momento fosilizado y lo miramos una y otra vez.

    Denny dice:

    —Tío, pareces poseído por el demonio o algo así.

    La verdad es que he sido poseído por una deidad distinta. Estoy intentando hacer el bien. Estoy intentando hacer algunos milagros pequeñitos para poder pasar después a los grandes.

    Sentado aquí con un termómetro en la boca, me lo saco y veo que pone treinta y ocho grados y medio. No paro de sudar y le digo a Beth:

    —Lo siento por tu sofá.

    Beth coge el termómetro para echarle un vistazo y luego me pone la mano fría en la frente.

    Y le digo:

    —Siento haber creído que eras una pedorra estúpida y cabeza hueca.

    Ser Jesucristo comporta ser sincero.

    Y Beth dice:

    —No pasa nada. Nunca me ha importado lo que pensaras tú. Solamente me importa Denny. —Agita el termómetro y me lo vuelve a poner debajo de la lengua.

    Denny rebobina la cinta y vuelvo a aparecer yo.

    Esta noche me duelen los brazos y tengo las manos despellejadas de trabajar con la cal en el mortero. Le pregunto a Denny qué se siente al ser famoso.

    Detrás de mí en la pantalla, las paredes de piedra ascienden y se extienden formando la base de una torre. En el interior del amplio portal se ve una escalera ancha que sube. En otras direcciones arrancan más paredes, sugiriendo los cimientos de otras alas, otras torres, otros claustros, columnatas, estanques elevados y patios hundidos.

    La voz del reportero pregunta:

    —¿Esta estructura que están construyendo es una casa?

    Le digo que no lo sabemos.

    —¿Es alguna clase de iglesia?

    No lo sabemos.

    El reportero entra en el plano, es un tipo con el pelo castaño peinado en una onda rígida por encima de la frente. Me acerca el micrófono de mano a la boca y pregunta:

    —Entonces, ¿qué están construyendo?

    No lo sabremos hasta que hayamos puesto la última piedra.

    —¿Y cuándo será eso?

    No lo sabemos.

    Después de tanto tiempo viviendo solo, es agradable poder hablar en plural.

    Denny me observa mientras digo esto por la tele, me señala y dice:

    —Perfecto.

    Denny dice que cuanto más tiempo podamos aguantar construyendo, más podremos permanecer creando y más cosas serán posibles. Más tiempo podremos soportar el hecho de ser incompletos. Postergar la recompensa.

    Imagina la idea de una Arquitectura Tántrica.

    En la tele, le digo al reportero:

    —Lo importante es el proceso. No se trata de terminar nada.

    Lo gracioso es que realmente creo estar ayudando a Denny.

    Cada piedra es un día que Denny no desperdicia. El granito liso de río. Los bloques de basalto negro. Cada piedra es una pequeña lápida, un pequeño monumento a cada día en que el trabajo de la mayor parte de la gente simplemente se evapora o expira o caduca instantáneamente en el momento de hacerse. No le menciono estas cosas al reportero ni le pregunto qué pasa con su trabajo en el momento en que está en el aire. En el aire. Es emitido. Se evapora. Queda borrado. En un mundo donde trabajamos por escrito, donde hacemos ejercicio con máquinas, donde el tiempo, el esfuerzo y el dinero pasan por nuestras manos sin que podamos conservar casi nada, el hecho de que Denny ensamble piedras parece normal.

    No le cuento todo esto al reportero.

    Ahí estoy yo, saludando con la mano y diciendo que nos hacen falta más piedras. Si la gente nos trae piedras se lo agradeceremos. Con el pelo rígido y pringado de sudor y la barriga hinchada en la parte delantera de las calzas, explico que lo único que no sabemos es lo que acabará siendo. Y además, no lo queremos saber.

    Beth entra en la cocina americana para hacer palomitas.

    Me muero de hambre, pero no me atrevo a comer.

    En la tele aparece un último plano de los muros, las bases para una larga columnata que algún día soportarán un techo. Pedestales de estatuas. Pilones de fuentes. Las paredes se levantan trazando perfiles de contrafuertes, gabletes, chapiteles y cúpulas. Se levantan arcos que algún día soportarán bóvedas. Torretas. Algún día. Ya están creciendo algunos de los matorrales y los árboles que algún día esconderán y sepultarán nuestra construcción. Las ramas penetran por las ventanas. La hierba y los matojos crecen hasta la altura de la cintura en algunas salas. Todo esto aparece ante la cámara, he ahí los cimientos de algo que tal vez no veamos terminado en toda la vida.

    Eso no se lo digo al reportero.

    Desde fuera de plano se oye gritar al cámara:

    —¡Eh, Victor! ¿Te acuerdas de mí? ¿Del Chez Buffet? Aquella vez que estuviste a punto de asfixiarte...

    El teléfono suena y Beth va a cogerlo.

    —Tío —dice Denny, y vuelve a rebobinar la cinta—, lo que les has dicho va a volver loca a alguna gente.

    Y Beth dice:

    —Victor, son los del hospital de tu madre. Han estado buscándote.

    Yo grito:

    —Un minuto.

    Le digo a Denny que vuelva a pasar la cinta. Ya estoy casi listo para hablar con mi madre.


    43


    Para mi siguiente milagro compro pudín. Pudín de chocolate, vainilla y pistachos, pudín de caramelo de mantequilla, todo ello lleno de grasa y azúcar y conservantes y sellado dentro de envases de plástico. Solamente hay que levantar la tapa y meter la cucharilla.

    Los conservantes son lo que ella necesita. Cuantos más conservantes, mejor.

    Con una bolsa llena de pudín en las manos, voy a Saint Anthony.

    Es tan temprano que la chica del mostrador de entrada no ha llegado.

    Sepultada en la cama, mi madre levanta la vista y dice:

    —¿Quién es?

    Soy yo, le digo.

    Y ella dice:

    —¿Victor? ¿Eres tú?

    Y yo digo:

    —Sí, creo que sí.

    Paige no está. No hay nadie a primera hora de un domingo por la mañana. El sol acaba de salir al otro lado de la persiana. Incluso el televisor de la sala de estar común está apagado. La compañera de habitación de mi madre, la señora Novak, la exhibicionista, está encogida de lado en su cama, dormida, o sea que hablo en susurros.

    Le quito la tapa al primer envase de pudín de chocolate y encuentro una cucharilla de plástico en la bolsa. Pongo una silla al lado de su cama, le acerco la primera cucharada de pudín y le digo:

    —He venido a salvarte.

    Le digo que por fin conozco mi verdadera historia. Que nací siendo una buena persona. Una manifestación del amor perfecto. Que puedo ser bueno, otra vez, pero tengo que empezar por las pequeñas cosas. La cucharada se mete entre sus labios y deja dentro las primeras cincuenta calorías.

    Con la siguiente cucharada le digo:

    —Sé lo que tuviste que hacer para tenerme.

    El pudín se queda ahí, marrón brillante sobre su lengua. Ella parpadea bruscamente y empuja el pudín con la lengua hacia el interior de las mejillas para poder hablar:

    —Oh, Victor, ¿lo sabes?

    Le meto cincuenta calorías más en la boca y digo:

    —No te avergüences. Tú come.

    A través de la masa de chocolate, me dice:

    —No puedo parar de pensar que lo que hice es terrible.
    —Me diste la vida —digo.

    Y apartando la cara de la siguiente cucharada, apartando la cara de mí, me dice:

    —Necesitaba la ciudadanía de Estados Unidos.

    El prepucio robado. La reliquia.

    Le digo que no importa.

    Cojo otra cucharada y se la meto en la boca.

    Denny suele decirme que la segunda venida de Cristo no será algo que Dios vaya a decidir. Tal vez Dios ha permitido que la gente desarrolle la capacidad de devolver a Cristo a sus vidas. Tal vez Dios ha querido que inventemos a nuestro salvador cuando estemos listos. Cuando lo necesitemos de verdad. Dennis dice que tal vez nos toque a nosotros crear a nuestro propio mesías.

    Salvarnos a nosotros mismos.

    Otras cincuenta calorías entran en su boca.

    Ella me da la espalda, frunciendo la piel arrugada de alrededor de los ojos. Con la lengua se empuja el pudín hacia el interior de las mejillas. Le sale pudín de chocolate por las comisuras de la boca. Y dice:

    —¿De qué demonios hablas?

    Y yo le digo:

    —Sé que soy Jesucristo.

    Ella abre mucho los ojos y yo le meto más pudín en la boca.

    —Sé que viniste de Italia embarazada del sagrado prepucio.

    Más pudín a su boca.

    —Sé que escribiste todo esto en italiano para que yo no pudiera leerlo.

    Y le digo:

    —Ahora conozco mi verdadera naturaleza. Sé que soy una persona llena de amor.

    Más pudín a su boca.

    —Y sé que puedo salvarte —le digo.

    Mi madre se me queda mirando. Con los ojos llenos de una comprensión y una piedad sin límites, me dice:

    —¿Pero de qué cojones estás hablando?

    Y me dice:

    —Te robé de un carrito de bebé en Waterloo, Iowa. Te quería salvar de la vida que te esperaba.

    Porque tener hijos es el opio del pueblo.


    Véase también: Denny con su carrito de bebé cargado de arenisca robada.


    Ella dice:

    —Te rapté.

    La pobre mujer demente y delirante no sabe lo que dice.

    Le meto otras cincuenta calorías.

    —No pasa nada —le digo—. La doctora Marshall ha leído tu diario y me ha contado la verdad.

    Le meto más pudín marrón.

    Ella abre la boca para hablar y yo le meto más pudín.

    Los ojos se le salen de las órbitas y le empiezan a caer lágrimas por la cara.

    —No pasa nada. Te perdono —le digo—. Te quiero y he venido a salvarte.

    Le acerco otra cucharada a la boca y le digo:

    —Tú solamente tienes que tragarte esto.

    Su pecho sufre una sacudida y le salen burbujas marrones de pudín por la nariz. Pone los ojos en blanco. La piel se le está poniendo azul. Su pecho sufre otra sacudida.

    Y yo digo:

    —¿Mamá?

    Le tiemblan los brazos y las manos, y la cabeza se le hunde más en la almohada. Las sacudidas continúan y el bocado de pasta marrón desaparece en su garganta.

    La cara y las manos se le ponen más azules. Los ojos se le ponen en blanco. Todo huele a chocolate.

    Pulso el botón de llamada a la enfermera.

    Le digo:

    —Tranquilízate.

    Le digo:

    —Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento...

    Agita los brazos, los sacude y se agarra la garganta con las manos. Este debe de ser el aspecto que tengo yo cuando me asfixio en público.

    La doctora Marshall aparece al otro lado de la cama y le inclina la cabeza a mi madre con una mano. Con la otra mano empieza a sacarle pudín de la boca. Me pregunta:

    —¿Qué ha pasado?

    Yo estaba intentando salvarla. Ella deliraba. No se acordaba de que yo era el mesías. He venido a salvarla.

    Paige se inclina y sopla en la boca de mi madre. Se vuelve a poner de pie. Sopla otra vez en la boca de mi madre y cada vez que se incorpora de nuevo tiene más pudín de chocolate por la cara. Más chocolate. Solamente huele a chocolate.

    Sosteniendo todavía el envase de pudín con una mano y la cucharilla con la otra, le digo:

    —No pasa nada. Yo lo arreglo. Como hice con Lázaro —le digo—. Ya lo he hecho antes.

    Y le pongo las palmas de mis manos en el pecho.

    Y digo:

    —Ida Mancini. Te ordeno que vivas.

    Paige se inclina sobre la cama y pone las manos al lado de las mías. Aprieta con todas sus fuerzas, una y otra vez. Masaje cardíaco.

    Y yo le digo:

    —Eso no es necesario —le digo—. Yo soy Jesucristo.

    Y Paige dice entre dientes:

    —¡Respira! ¡Respira, joder!

    Y procedente de la parte superior del antebrazo de Paige, donde permanecía hasta ahora escondida en el interior de su manga, una pulsera de paciente aparece en su muñeca.

    Y es entonces cuando las convulsiones, las sacudidas, las manos en torno al cuello y los jadeos, es entonces cuando todo se detiene.

    «Viudo» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.


    44


    Mi madre ha muerto. Mi madre ha muerto y Paige Marshall es una lunática. Todo lo que me dijo era inventado. Incluyendo la idea de que yo era, oh, no puedo ni decirlo: Él. Incluyendo lo de que me amaba.

    Bueno, vale, le gusto.

    Incluyendo la idea de que soy una persona de naturaleza bondadosa. No lo soy.

    Y si la maternidad es el nuevo Dios, lo único sagrado que nos quedaba, entonces he matado a Dios.

    Es el jamais vu. Lo contrario en francés al déjà vu, en donde todo el mundo es un extraño sin importar lo mucho que creas conocerlo.

    Lo único que puedo hacer es ir a trabajar y deambular por el Dunsboro colonial, reviviendo el pasado una y otra vez en mi mente. Oliendo el pudín de chocolate que sigo teniendo en las manos. Estoy atrapado en el momento en que el corazón de mi madre dejó de dar sacudidas y la pulsera de plástico de Paige me reveló que era una interna. Era Paige y no mi madre quien deliraba.

    Era yo el que deliraba.

    En aquel preciso momento, Paige levantó la vista de la pasta de chocolate que había por toda la cama. Me miró y dijo:

    —Corra. Váyase. Salga de aquí.


    Véase también: el vals El Danubio azul.


    Y lo único que yo pude hacer fue mirarle la pulsera.

    Paige vino a mi lado de la cama, me agarró el brazo y me dijo:

    —Que piensen que lo he hecho yo. —Me arrastró hasta la puerta y me dijo—: Que piensen que lo ha hecho ella sola. —Miró a un lado y otro del pasillo y dijo—: Borraré sus huellas de la cucharilla y se la pondré en la mano. Le diré a la gente que usted dejó aquí el pudín ayer.

    Al acercarnos a las puertas se fueron cerrando automáticamente. Era por su pulsera.

    Paige me señaló una puerta exterior y me dijo que no se podía acercar más o no se abriría para dejarme salir.

    Y me dijo:

    —Usted no ha estado aquí hoy, ¿lo entiende?

    Dijo un montón de cosas más, pero ahora no importan.

    Nadie me quiere. No tengo un alma hermosa. No soy una persona generosa y de naturaleza bondadosa. No soy el salvador de nadie.

    Todo es falso ahora que ella está loca.

    —La he asesinado —le dije.

    La mujer muerta, a quien asfixié con chocolate, ni siquiera era mi madre.

    —Fue un accidente —dijo Paige.

    Y yo le dije:

    —¿Cómo puedo estar seguro de eso?

    Detrás de mí, mientras salía, alguien debió de encontrar el cuerpo, porque se pusieron a anunciar una y otra vez:

    —Enfermera Remington a la sala ciento cincuenta y ocho. Enfermera Remington, por favor, venga de inmediato a la sala ciento cincuenta y ocho.

    Ni siquiera soy italiano.

    Soy huérfano.

    Deambulo por el Dunsboro colonial con los pollos deformes de nacimiento, los ciudadanos drogadictos y los niños de excursión que creen que este jaleo tiene algo que ver con el pasado real. Uno puede fingir. Uno puede engañarse, pero no se puede recrear lo que ya terminó.

    El cepo en medio de la plaza del pueblo está vacío. Ursula pasa a mi lado llevando una vaca lechera. Las dos huelen a humo de porro. Hasta la vaca tiene los ojos dilatados e inyectados en sangre.

    Aquí siempre es el mismo día, todos los días, y eso debería resultar reconfortante. Igual que en esos programas de televisión en los que la misma gente está atrapada en la misma isla desierta temporada tras temporada y nunca envejecen ni los rescatan, solamente llevan más maquillaje.

    Esto es el resto de tu vida.

    Un rebaño de niños de cuarto de primaria pasa corriendo y gritando. Detrás de ellos van un hombre y una mujer. El hombre lleva en la mano un cuaderno amarillo y dice:

    —¿Es usted Victor Mancini?

    La mujer dice:

    —Es él.

    El hombre me enseña el cuaderno y dice:

    —¿Es esto suyo?

    Es el cuarto paso de mi terapia con el grupo de adictos al sexo, mi inventario moral completo e implacable. El diario de mi vida sexual. Todos mis pecados recogidos.

    Y la mujer dice:

    —¿Y bien? —le dice al hombre del cuaderno—. Arréstelo ya.

    El hombre dice:

    —¿Conoce a una interna de la Residencia Asistida Saint Anthony llamada Eva Muehler?

    Eva la ardilla. Debe de haberme visto esta mañana y les ha contado lo que he hecho. He matado a mi madre. Bueno, a mi madre no. A esa anciana.

    El hombre dice:

    —Victor Mancini, está usted arrestado por sospechoso de violación.

    La chica de la fantasía. Debe de haber presentado denuncia. La chica a quien le estropeé la colcha de seda rosa. Gwen.

    —Eh —digo yo—, fue ella quien quiso que la violara. Fue idea suya.

    Y la mujer dice:

    —Miente. Es mi madre a quien está insultando.

    El hombre empieza a recitar la advertencia Miranda. Mis derechos.

    Y yo digo:

    —¿Gwen es su madre?

    Viendo su piel, se nota que esta mujer es como unos diez años mayor que Gwen.

    Hoy el mundo entero debe de estar delirando.

    Y la mujer grita:

    —¡Eva Muehler es mi madre! Y dice que usted la hizo callar y le dijo que era un juego secreto.

    Ahí está.

    —Ah, ella —le digo—. Pensé que se refería a otra violación.

    El hombre interrumpe la advertencia Miranda y me dice:

    —¿Está usted escuchando sus derechos?

    Está todo en el cuaderno amarillo, les digo. Lo que hice. Simplemente estaba asumiendo la responsabilidad de todos los pecados del mundo.

    —Verán —digo—, durante un tiempo creí realmente que yo era Jesucristo.

    El tipo se saca unas esposas de detrás de la espalda.

    La mujer dice:

    —Cualquier hombre que quiera violar a una anciana de noventa años tiene que estar loco.

    Yo pongo cara de asco y digo:

    —No me diga.

    Y ella dice:

    —Ah, así que ahora está diciendo que mi madre no es atractiva, ¿no?

    Y el hombre me cierra las esposas en torno a la muñeca. Me hace darme la vuelta, me junta las manos detrás de la espalda y dice:

    —¿Y si vamos a algún sitio y aclaramos todo esto?

    Delante de todos los perdedores del Dunsboro colonial, delante de los drogatas y los pollos lisiados y de los niños que creen que están recibiendo una educación y de su alteza real lord Charlie el gobernador colonial, soy detenido. Igual que a Denny en el cepo, pero de verdad.

    Y en otro sentido, quiero decirles que no se crean que son distintos.

    Aquí todo el mundo está detenido.


    45


    Un momento antes de salir de Saint Anthony por última vez, un momento antes de salir corriendo por la puerta, Paige intentó darme una explicación.

    Era verdad que era médico. Me habló a toda prisa, atropellándose al hablar. Era verdad que era una interna. Haciendo clic con su bolígrafo a toda velocidad. En realidad era una genetista y solo estaba interna allí dentro por decir la verdad. No tenía intención de hacerme daño. Todavía tenía la boca manchada de pudín. Solamente intentaba hacer su trabajo.

    En el pasillo, en nuestro último momento juntos, Paige me agarró de la manga para que la mirara y me dijo:

    —Tiene que creer esto.

    Tenía los ojos muy abiertos de forma que se le veía todo el blanco de alrededor del iris y se le estaba deshaciendo el peinado en forma de cerebro negro.

    Era médico, me contó, especialista en genética. Venía del año 2556. Y había viajado hacia atrás en el tiempo para quedarse embarazada de un varón típico de este periodo de la Historia. Para poder obtener y documentar una muestra genética, me dijo. Necesitaban aquella muestra para ayudar a curar una epidemia. En el año 2556. No era un viaje fácil ni barato. Me contó que viajar en el tiempo era el equivalente de lo que ahora eran los viajes espaciales. Era una jugada cara y arriesgada, y a menos que volviera embarazada con un feto intacto, todas las misiones del futuro iban a ser canceladas.

    Vestido con mi disfraz de 1734 y encogido por culpa de mis tripas atascadas, no me pasó por alto su idea del varón típico.

    —Estoy encerrada aquí simplemente por haberle contado a la gente la verdad sobre mí —dice—. Usted era el único varón disponible para la reproducción.

    Ah, le digo. Esto lo arregla todo, claro. Ahora todo tiene sentido.

    Ella solo quería decirme que esa noche la iban a transportar de vuelta al año 2556. Aquella era la última vez que nos veríamos y solo quería darme las gracias.

    —Estoy profundamente agradecida —dijo—. Y sí que le quiero.

    Y allí en el pasillo, a la luz potente del sol que entraba por las ventanas, le cogí un rotulador negro que llevaba en el bolsillo de la bata.

    Tal como estaba, con su sombra proyectada en la pared a su espalda por última vez, empecé a dibujar su perfil.

    Y Paige Marshall dijo:

    —¿Para qué hace esto?

    Así es como se inventó el arte.

    Y yo le dije:

    —Solamente por si acaso. Por si acaso no está usted loca.


    46


    En la mayor parte de los programas de rehabilitación en doce pasos, el cuarto paso te obliga a escribir una historia completa e implacable de tu vida de adicto. Tienes que recopilarlo todo, hasta el último detalle patético y vergonzoso de tu vida, y apuntarlo en un cuaderno. Un inventario completo de tus crímenes. De esa forma siempre eres consciente de él. Y entonces tienes que arreglarlo. Esto sirve para los alcohólicos, los drogadictos, los bulímicos y también para los adictos al sexo.

    De esa forma uno puede retroceder y valorar lo peor de su vida cuando quiera.

    Con todo, a los que recuerdan el pasado no les va necesariamente mejor.

    En mi cuaderno amarillo tenía toda mi historia y me lo han requisado con una orden judicial. Lo de Paige y lo de Denny y Beth. Lo de Nico y Leeza y Tanya. Los detectives se lo han leído todo, sentados al otro lado de una mesa enorme de madera en una sala insonorizada y cerrada con llave. En una pared hay un espejo y está claro que al otro lado tienen una cámara de vídeo.

    Y los detectives me preguntan qué estaba intentando conseguir al asumir la responsabilidad por los crímenes ajenos.

    Me pregunta qué intentaba hacer.

    Completar el pasado, les digo.

    Se pasan la noche leyendo mi inventario y preguntándome qué quiere decir todo lo que he puesto.

    La enfermera Flamingo. El doctor Blaze. El vals El Danubio azul.

    Lo que decimos cuando no podemos decir la verdad. Ya no sé qué quieren decir las cosas.

    Los detectives de policía me preguntan si conozco el paradero de una paciente llamada Paige Marshall. Se la busca para interrogarla por la presunta muerte por asfixia de una paciente llamada Ida Mancini. Mi presunta madre.

    La señorita Marshall desapareció anoche de un pabellón de seguridad. No hay señales visibles de fuga con violencia. No hay testigos. Nada. Simplemente se ha desvanecido.

    El personal de Saint Anthony le seguía la corriente con sus delirios, me cuenta la policía, le dejaban creer que era médico. Le dejaban llevar una bata vieja de laboratorio. Aquello hacía que cooperara más.

    El personal dice que ella y yo éramos bastante amiguitos.

    —En realidad no —les digo—. La veía por ahí, pero en realidad no sé nada de ella.

    Los detectives me dicen que tengo un montón de amigas entre el personal femenino.


    Véase también: Clare, enfermera titulada.
    Véase también: Pearl, enfermera auxiliar.
    Véase también: Dunsboro colonial.
    Véase también: los adictos al sexo.



    No les pregunto si se han molestado en buscar a Paige Marshall en el año 2556.

    Escarbo en mi bolsillo y encuentro una moneda de diez centavos. Me la trago y se va para abajo.

    Luego encuentro un clip en el bolsillo. Pero también se va para abajo.

    Mientras los detectives hojean el diario rojo de mi madre, busco algo más grande a mi alrededor. Algo demasiado grande para tragármelo.

    Llevo años asfixiándome hasta la muerte. A estas alturas tendría que resultarme fácil.

    Después de llamar a la puerta, entran con mi comida en una bandeja. Una hamburguesa en un plato. Una servilleta. Un bote de ketchup. La obstrucción de mis tripas, la hinchazón y el dolor, me muero de hambre pero no puedo comer.

    Me preguntan:

    —¿Qué hay en este diario?

    Abro la hamburguesa. Abro el bote de ketchup. Necesito comer para sobrevivir, pero estoy lleno de mi propia mierda.

    Es italiano, les digo.

    Los detectives siguen leyendo y me preguntan:

    —¿Qué es todo esto que parecen mapas? ¿Todas estas páginas con dibujos?

    Es gracioso, pero me había olvidado. Son mapas. Mapas que yo hacía cuando era un niño, cuando era un mamoncillo estúpido y crédulo. Verán, mi madre me dijo que yo podía reinventar el mundo entero. Que yo tenía ese poder. Que no tenía por qué aceptar el mundo tal como era, todo microgestionado y parcelado. Que podía hacer lo que me diera la gana.

    Así de loca estaba.

    Y yo la creía.

    Y me meto el tapón del bote de ketchup en la boca. Y me lo trago.

    Al instante siguiente, mi pierna da un latigazo tan brusco que la silla sale volando detrás de mí. Me llevo las manos a la garganta. Me pongo de pie, con la boca abierta hacia el techo y los ojos en blanco. La barbilla me sobresale de la cara.

    Los detectives ya se están levantando de sus sillas.

    Se me hinchan las venas del cuello de no respirar. La cara se me pone roja y me empieza a arder. La frente se me inunda de sudor. El sudor me hace un manchón en la espalda de la camisa. Me agarro el cuello con las manos.

    Porque no puedo salvar a nadie, ni como médico ni como hijo. Y como no puedo salvar a nadie, no me puedo salvar a mí mismo.

    Porque ahora soy huérfano. No tengo trabajo ni a nadie que me quiera. Y me duelen las tripas y me estoy muriendo desde dentro hacia fuera.

    Porque uno tiene que planear su final.

    Porque después de haber cruzado ciertas líneas ya nunca dejas de cruzarlas.

    Y no hay posibilidad de escape de la evasión continua. De distraernos. De evitar la confrontación. De huir hacia delante. De cascársela. De la televisión. De la denegación.

    Los detectives levantan la vista del diario y uno de ellos dice:

    —Tranquilos. Es igual que lo que cuenta en el cuaderno amarillo. Está fingiendo.

    Se quedan de pie mirándome.

    Me agarro la garganta con las manos, pero no consigo respirar. El niño estúpido que gritaba que viene el lobo.

    Como aquella mujer con la boca llena de chocolate. Aquella mujer que no era su mamaíta.

    Por primera vez desde que me alcanza la memoria, me siento en paz. No contento. Ni triste. Ni angustiado. Ni voy caliente. Simplemente las partes superiores de mi cerebro están cerrando la persiana. La corteza cerebral. El cerebelo. Ahí está mi problema.

    Me estoy simplificando a mí mismo.

    Estoy buscando el equilibrio perfecto entre la felicidad y la tristeza.

    Porque las esponjas nunca tienen un mal día.


    47


    Una mañana el autobús de la escuela se detuvo en la acera y mientras su madre adoptiva se despedía de él con la mano, el niño estúpido se subió. Era el único pasajero y el autobús pasó de largo de la escuela a cien kilómetros por hora. La conductora era la Mamaíta.

    Aquella fue la última vez que volvió a buscarlo.

    Sentada detrás del enorme volante y mirándolo por el retrovisor, ella le dijo:

    —Te asombraría lo fácil que es alquilar un trasto de estos.

    Ella cogió una vía de acceso de la autopista y dijo:

    —Eso nos da seis horas largas de ventaja antes de que la compañía de autobuses notifique el robo de este cacharro.

    El autobús entró en la autopista y la ciudad quedó atrás, y cuando las casas empezaron a desaparecer, la Mamaíta le dijo que fuera a sentarse a su lado. Sacó un diario rojo de una bolsa y luego sacó un mapa doblado.

    Con una mano, la Mamaíta abrió el mapa encima del volante y con la otra bajó la ventanilla. Hacía girar el volante con las rodillas. Sin mover la cabeza, iba mirando alternativamente el mapa y la carretera.

    Luego arrugó el mapa y lo tiró por la ventanilla.

    Todo ese tiempo, el niño estúpido estuvo sentado sin hacer nada.

    Ella le dijo que cogiera el diario rojo.

    Cuando él hizo el gesto de dárselo, ella dijo:

    —No. Ábrelo por la página siguiente. —Ella le dijo que buscara un bolígrafo en la guantera y que se diera prisa porque se acercaba un río.
    —Rápido —dijo la Mamaíta—, Dibuja el río.

    Y como si el niño hubiera descubierto aquel río, como si hubiera descubierto el mundo entero, ella le dijo que dibujara un mapa nuevo, un mapa del mundo que fuera suyo. Su mapa personal.

    —No quiero que aceptes el mundo tal como es —le dijo.

    Y le dijo:

    —Quiero que lo inventes. Quiero que tengas ese talento. Crear tu propia realidad. Tus propias normas. Quiero intentar enseñarte eso.

    Ahora el niño tenía un bolígrafo y ella le dijo que dibujara el río en el diario. Dibuja el río y dibuja esas montañas de delante. Y ponles nombre. Dijo ella. No con palabras que ya conociera, sino inventando palabras nuevas que no quisieran decir ya un montón de cosas.

    Creando sus propios símbolos.

    El niño se quedó pensando con el bolígrafo en la boca y el diario abierto en su regazo y al cabo de un momento se puso a dibujar.

    Y lo más estúpido es que el niño se olvidó de todo aquello. No fue hasta años más tarde que los detectives de policía encontraron aquel mapa. Que recordó haber hecho aquello. Que era capaz de aquello. Que tenía aquel poder.

    Y la Mamaíta miró el mapa por el retrovisor y dijo:

    —Perfecto.

    Se miró el reloj de pulsera y pisó el acelerador y aumentó la velocidad y dijo:

    —Ahora ponle nombre. Dibuja el río en nuestro mapa nuevo. Y prepárate, se acercan un montón de cosas más que necesitan nombre.

    Y dijo:

    —Porque la única frontera que queda es el mundo de lo intangible, las ideas, los relatos, la música, el arte.

    Y dijo:

    —Porque nada es tan perfecto como uno lo imagina.

    Y dijo:

    —Porque no voy a estar siempre viniendo a molestarte.

    Pero la verdad era que el niño no quería ser responsable de sí mismo ni del mundo. La verdad era que el niño estúpido siempre estaba planeando montar una escena en el siguiente restaurante, conseguir que a su madre la detuvieran y la hicieran salir de su vida para siempre. Porque estaba cansado de aventuras y creía que su querida vida estúpida y aburrida iba a durar para siempre.

    Ya estaba eligiendo entre la seguridad, la confianza, la satisfacción y ella.

    Conduciendo el autobús con las rodillas, la Mamaíta extendió el brazo, le estrujó el hombro y le dijo:

    —¿Qué quieres para comer?

    Y como si fuera una respuesta inocente, el niño dijo:

    —Salchichas rebozadas de maíz.


    48


    Un momento más tarde, me abrazan por detrás. Un detective de policía me está estrujando con fuerza, me oprime con los puños por debajo de la caja torácica y me dice entre dientes al oído:

    —¡Respire! ¡Respire, joder!

    Me dice al oído:

    —No pasa nada.

    Los brazos me enlazan, me levantan del suelo y un desconocido murmura:

    —Se pondrá bien.

    Presión periabdominal.

    Alguien me da un golpe en la espalda del mismo modo que el médico golpea a un recién nacido y yo escupo el tapón. Las tripas se me sueltan por la pernera del pantalón, seguidas de las dos bolas de goma y toda la mierda amontonada detrás de ellas.

    Mi vida entera hecha pública.

    Nada más que ocultar.

    El mono y los cacahuetes.

    Un segundo más tarde me desplomo en el suelo. Rompo a llorar y alguien me dice que no pasa nada. Que estoy vivo. Me han salvado. He estado a punto de morir. Alguien me abraza la cabeza contra su pecho, me acuna y me dice:

    —Relájese.

    Me ponen un vaso de agua en los labios y me dicen:

    —No diga nada.

    Me dicen que todo ha terminado.


    49


    Agolpados alrededor del castillo de Denny hay un millar de personas que yo no recuerdo, pero que no me van a olvidar nunca.

    Es casi medianoche. Apestando y huérfano y sin trabajo y sin que nadie me quiera, me abro paso entre la multitud hasta que me reúno con Denny, de pie en el centro de la multitud, y le digo:

    —Tío.

    Y Denny me dice:

    —Tío.

    Mirando a la muchedumbre armada con piedras.

    Y me dice:

    —Definitivamente no tendrías que estar aquí.

    Después de que saliéramos por la tele, dice Denny que esta gente sonriente no ha parado de venir durante todo el día y de traer piedras. Piedras formidables. Unas piedras que no te lo creerías. Granito de cantera y sillares de basalto. Bloques pulidos de caliza y arenisca. Vienen uno detrás de otro, traen argamasa, palas y paletas.

    Y todos preguntan, sin excepción:

    —¿Dónde está Victor?

    Hay tanta gente que han llenado la manzana y ahora ya no se puede trabajar. Todos querían darme su piedra en persona. Todos estos hombres y mujeres no han parado de preguntarle a Denny y Beth si estoy bien.

    Les han dicho que yo tenía un aspecto horrible en la televisión.

    Lo único que hace falta es que una persona se jacte de ser un héroe. De ser un salvador y de haber salvado la vida de Victor en un restaurante.

    De haber salvado mi vida.

    La palabra «polvorín» viene que ni pintada.

    En el margen de la escena, un héroe ha dado que hablar a todo el mundo. Incluso en la oscuridad, uno ve que la revelación se va extendiendo entre la multitud. Es la línea invisible entre la gente que todavía sonríe y la gente que ya no lo hace.

    Entre la gente que siguen siendo héroes y los que conocen la verdad.

    Y despojados de su momento de mayor orgullo, todos empiezan a mirar a su alrededor. Toda esta gente que han pasado de salvadores a tontos en un solo instante empiezan a perder un poco la cabeza.

    —Tienes que largarte, tío —dice Denny.

    La multitud es tan densa que ya no se ve la obra de Denny, las columnas y las paredes, las estatuas ni las escalinatas. Y alguien grita:

    —¿Dónde está Victor?

    Y otra persona grita:

    —¡Entregadnos a Victor Mancini!

    Y está claro que me merezco esto. Un pelotón de fusilamiento. Todo mi clan de adopción.

    Alguien enciende los faros de un coche y yo quedo iluminado contra una pared.

    Mi sombra se cierne horriblemente sobre todos nosotros.

    Yo, aquel palurdín ignorante que creía que se podía ganar lo suficiente, aprender lo suficiente, poseer lo suficiente, correr lo suficiente, esconderse lo suficiente. Follar lo suficiente.

    Entre los faros y yo se interponen los contornos de un millar de personas sin cara. Toda esas personas que pensaban que me querían. Que pensaban que me habían devuelto la vida. La leyenda de sus vidas, evaporada. Luego una mano levanta una piedra y yo cierro los ojos.

    Las venas del cuello se me hinchan de no respirar. La cara se me ruboriza y me empieza a arder.

    Algo golpea a mis pies. Una piedra. Luego otra. Y una docena más. Un centenar de golpes. Caen las piedras y el suelo tiembla. Las piedras se amontonan a mi alrededor y todo el mundo grita.

    Es el martirio de san Yo.

    Con los ojos cerrados e inundados de lágrimas, veo la luz de los faros roja a través de mis párpados, de mi carne y de mi sangre. De mis lágrimas.

    Más golpes en el suelo. El suelo tiembla y la gente grita con dificultad. Más temblores y estruendo. Más palabrotas. Y luego todo queda en silencio.

    Le digo a Denny:

    —Tío.

    Sin abrir los ojos, me sorbo la nariz y digo:

    —Dime qué está pasando.

    Y algo blando de algodón y no muy limpio se cierra en torno a mi nariz y me dice:

    —Suénate, tío.

    Y luego todo el mundo se ha ido. Casi todo el mundo.

    El castillo de Denny. Los muros han quedado tumbados, las piedras abatidas y desperdigadas pese a lo bien colocadas que estaban. Las columnas derrocadas. Las columnatas. Los pedestales volcados. Las estatuas hechas pedazos. Piedras rotas y argamasa, los escombros llenan los patios y las fuentes. Incluso los árboles han quedado astillados y abatidos bajo la lluvia de piedras. Las escaleras destruidas no llevan a ninguna parte.

    Beth está sentada en una piedra, mirando una estatua rota que Denny hizo de ella. No de su aspecto real, sino de cómo él la veía. Tan hermosa como él creía. Perfecta. Y ahora destruida.

    Pregunto si ha habido un terremoto.

    Y Denny dice:

    —Te acercas, pero este ha sido otra clase de acto divino.

    No queda una piedra encima de otra.

    Denny olisquea y dice:

    —Hueles a mierda, tío.

    Se supone que no puedo salir de la ciudad hasta nuevo aviso, le digo. Me lo ha dicho la policía.

    Solamente queda una silueta recortándose contra los faros. Un único contorno negro y encorvado hasta que los faros se desvían y el coche aparcado se marcha.

    A la luz de la luna Denny, Beth y yo miramos para ver quién hay ahí.

    Es Paige Marshall. Con la bata blanca de laboratorio sucia y remangada. Con la pulsera de plástico en la muñeca. Tiene los zapatos náuticos mojados y embarrados.

    Denny avanza un paso y dice:

    —Lo sentimos, pero ha habido un terrible malentendido.

    Y yo le digo, no, tranquilo. No es lo que crees.

    Paige se acerca y dice:

    —Bueno, he venido. —Tiene el peinado negro deshecho, su moño en forma de cerebro negro. Con los ojos hinchados e inyectados en sangre, se sorbe la nariz, se encoge de hombros y dice—: Supongo que eso quiere decir que estoy loca.

    Todos miramos las piedras desperdigadas, simples piedras, pedazos marrones de nada en especial.

    Tengo una pernera de los pantalones sucia de mierda y pegada a la pierna. Y digo:

    —Bueno —digo—. Supongo que no voy a salvar a nadie.
    —Sí, bueno. —Paige levanta la mano y dice—: ¿Crees que me puedes quitar esta pulsera?

    Le digo que sí. Que lo podemos intentar.

    Denny está pateando las piedras caídas, haciéndolas girar con el pie hasta que se agacha para recoger una. Beth va a ayudarlo.

    Paige y yo nos quedamos mirándonos, viéndonos tal como somos de verdad. Por primera vez. Podemos pasarnos la vida dejando que el mundo nos diga quiénes somos. Si estamos locos o cuerdos. Si somos santos o adictos al sexo. Héroes o víctimas. Dejando que la Historia nos diga si somos buenos o malos.

    Dejando que nuestro pasado decida nuestro futuro.

    O podemos decidir por nosotros mismos.

    Y tal vez nuestro trabajo sea inventar algo mejor.

    En los árboles se oye cantar a una paloma torcaz. Debe de ser medianoche.

    Y Denny dice:

    —Eh, nos iría bien un poco de ayuda.

    Paige se acerca y yo también. Los cuatro intentamos meter los dedos por debajo de la piedra. En la oscuridad, la piedra está fría y dura y cuesta una eternidad levantarla, y los cuatro juntos nos dejamos la piel solamente para colocar una piedra encima de otra.

    —¿Conoces a aquella chica de la antigua Grecia? —dice Paige.

    ¿La que dibujó la silueta de su amante perdido? Le digo que sí.

    Y ella dice:

    —¿Sabías que más tarde se olvidó de él e inventó el papel pintado?

    Es grotesco, pero aquí estamos, los pioneros, los zumbados de nuestra época, intentando construir nuestra realidad alternativa. Construir un mundo a partir de piedras y caos.

    No tengo ni idea de cómo saldrá.

    Incluso después de tanto ajetreo, hemos terminado en mitad de la noche en medio de ninguna parte.

    Y tal vez la cuestión no sea saber.

    El sitio donde estamos ahora, unas ruinas a oscuras, y lo que construimos, podrían ser cualquier cosa.


    Fin

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    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

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