EL TRUENO Y LAS ROSAS (Theodore Sturgeon)
Publicado en
octubre 19, 2014
Rosas retorcidas y enfermas, que se mataban a sí mismas con sus propias espinas.
Y la tierra es clara y luminosa. Luces azules que llameaban en el aire contaminado.
El enemigo. La palanca de mango rojo. Bonze. «Rezan y sufren hambre y se matan y mueren en los incendios.»
¿Qué criaturas eran ésas? Criaturas corrompidas, violentas. ¿Qué derecho tenían a otra posibilidad? ¿Qué había de bueno en ellas?
Starr era buena. Starr lloraba. Sólo un ser humano podía llorar así. Starr era un ser humano.
¿Había en la humanidad algo de Starr Anthim?
Starr era un ser humano.
Peter se miró las manos en la sombra. Ningún planeta, ningún universo es más importante para un hombre que su propio yo, el yo que observa y es uno mismo. Esas manos eran las manos de toda la historia, y como las manos de todos los hombres podían con sus actos hacer la historia humana o acabar con ella. Si sus manos tenían el poder de un billón de manos, o habían concentrado en ellas ese poder... no parecía muy importante para las eternidades que ahora lo envolvían.
Se metió las manos de la humanidad en los bolsillos y caminó lentamente hacia los bancos.
—Starr.
Starr respondió con un gemido interrogativo, de niño con sueño.
—Tendrán su posibilidad, Starr. No tocaré las llaves.
Starr se enderezó. Se puso de pie, se acercó a él, sonriendo.
Peter pudo ver esa sonrisa porque los dientes de ella brillaban débilmente. Starr le puso las manos en los hombros.
—Peter.
Peter la apretó un rato. Luego a Starr se le doblaron las rodillas, y él tuvo que llevarla.
No había nadie en el club de oficiales, que era el edificio más cercano. Peter caminó tambaleándose a lo largo de una pared hasta que encontró el botón de una luz. La luz le lastimó los ojos. Llevó a Starr a un sofá y la acostó allí suavemente. Ella no se movió. Un lado de la cara de Starr estaba tan blanco como la leche.
Peter se descubrió sangre en las manos.
Se quedó contemplando estúpidamente la sangre, se la limpió en los costados de los pantalones y miró aturdido a Starr. Ella tenía sangre en la blusa.
El eco del no volvió desde las lejanas paredes de la sala antes que él supiera que había hablado. Starr no había hecho eso. ¡No podía!
Un médico. Pero no había médicos. No desde que Anders se había colgado. Busca a alguien. Haz algo.
Se dejó caer de rodillas y suavemente le desabotonó la blusa. A un costado, entre el poco femenino sujetador de las mujeres del ejército y la falda, había una mancha de sangre. Peter mojó un pañuelo limpio y se puso a secarla. No había herida, ni pinchazo. Pero abruptamente la sangre apareció otra vez. Peter la limpió con cuidado. Y de nuevo hubo sangre.
Era como tratar de secar un trozo de hielo con una toalla.
Corrió al depósito de agua fresca, lavó el pañuelo ensangrentado y volvió con rapidez junto a Starr. Le mojó la cara cuidadosamente, el pálido lado derecho, el enrojecido lado izquierdo. El pañuelo se puso rojo otra vez, con cosmético, y luego la palidez se le extendió a Starr por toda la cara, y aparecieron unas sombras azules bajo los ojos. Mientras Peter la miraba, en la mejilla izquierda de Starr asomó una mancha de sangre.
Debía de haber alguien... Corrió hacia la puerta.
—¡Peter!
Peter se volvió al oír la voz de Starr, golpeó el marco de la puerta, luchó por no perder el equilibrio y volvió junto a ella.
—¡Starr! Espere un poco. Conseguiré un médico...
Ella se tocó la mejilla izquierda.
—Lo descubrió usted. Nadie lo sabía, a excepción de Feldman. Costó ocultarlo.
Se llevó la mano al cabello.
—Starr, tengo que...
—Pete, prométame algo...
—Sí, naturalmente. Sí, Starr.
—No me toque el pelo. No es... todo mío. —La voz de Starr era como la de una niña de siete años entregada a algún juego.— Se me cayó todo este lado, ¿entiende? No quiero que me vea usted así.
Pete se había arrodillado otra vez junto a ella.
—¿Qué es esto? ¿Qué le pasó? —preguntó roncamente.
—Filadelfia —murmuró Starr—. Fue al principio. El hongo se alzó a un kilómetro. El estudio se hundió. Yo pude salir al otro día. No sabía que estaba quemada. No se veía. Mi lado izquierdo. No importa, Pete. No duele, ahora.
Pete se incorporó. i
—Buscaré un médico. i
—No se vaya. Por favor, no se vaya. No me deje. —Había lágrimas en los ojos de Starr.— Espere. No tardará mucho.
Pete se arrodilló de nuevo. Starr le tomó las manos entre las suyas, se las apretó y sonrió feliz.
—Es usted muy bueno, Pete. Es usted tan bueno...
(Starr no podía oír el rugido de la sangre en los oídos de Pete, el rugido de aquel torbellino de odio y miedo y angustia que giraba dentro de él.)
Starr le habló en voz baja, y luego en un murmullo.
Aveces Pete se odiaba a sí mismo porque no podía seguirla. Ella le habló de la escuela y su primera actuación.
—Yo estaba tan asustada que había un vibrato en mi voz. Nunca lo había tenido antes. Ahora siempre me permito asustarme un poco cuando canto. Es fácil.
Hubo algo de unas macetas en una ventana cuando ella tenía cuatro años.
Luego, un largo silencio. Pete sintió que los músculos le latían, agarrotados y duros. Al fin debió dormirse un poco; despertó con una violenta sacudida, sintiendo los dedos de ella en la cara. Starr se había incorporado a medias, apoyándose en un codo.
—Quiero decirle algo —dijo ella claramente—. Déjeme levantarme y tendré todo preparado. Va a ser algo maravilloso. Haré una ensalada especial. Luego serviré un budín de chocolate.
Demasiado adormecido para entender por qué Starr estaba llorando, Pete sonrió y la abrazó sobre el diván. Ella le tomó otra vez las manos.
Cuando Pete despertó de nuevo, era de día y ella estaba muerta.
Pete volvió al cuartel y encontró a Sonny Weisse sentado en su camastro. Le dio el disco que había recogido en el campo de desfiles al regresar.
—Lo mojó el rocío. Sécalo, muchacho —graznó, y se echó boca abajo en el camastro que había sido de Bonze.
Sonny lo miró fijamente.
—¡Pete! ¿Dónde has estado? ¿Qué ocurrió? ¿Estás bien?
Pete se volvió un poco y gruñó. Sonny se encogió de hombros y sacó el disco de audiovídeo del sobre mojado. La humedad no le haría mucho daño, aunque no se podía utilizar hasta que estuviese seco. Era una fina espiral de plástico, aislada con unas láminas. Unos pick-ups electrostáticos, encima y debajo del plato giratorio, fluctuaban con los cambios de la constante dieléctrica impresa en el registro, y estos cambios eran amplificados para la imagen visual. El sonido se recogía con una púa común. Sonny se puso a secar el disco cuidadosamente.
Pete luchaba tratando de salir de un enorme sitio donde ardían unos fuegos fríos. Starr lo llamaba. Alguien estaba golpeándolo también. Pete luchaba débilmente; quería oír qué decía Starr. Pero alguien gritaba también.
Abrió los ojos. Sonny estaba sacudiéndolo, con la cara redonda, roja de excitación. El audiovídeo estaba en el aparato. Starr hablaba. Sonny se incorporó impaciente y bajó el volumen del sonido.
—¡Pete! ¡Pete! ¡Despierta! Tengo que decirte algo. ¡Escúchame! ¡Despierta!
—¿Eh?
—Al fin. Oye. Estuve escuchando a Starr Anthim...
—Está muerta —dijo Pete.
Sonny no lo oyó. Siguió hablando, explosivamente.
—Acabo de descubrirlo. Mandaron a Starr aquí, y a todas partes, a pedirle a alguien que no arrojara más bombas atómicas. Si el gobierno estuviese seguro, no se habrían tomado tantas molestias. En algún sitio, Pete, hay algún modo de bombardear a esos cobardes asesinos... y tengo una idea bastante aproximada de cómo hacerlo.
Peter se estiró pesadamente hacia el débil sonido de la voz de Starr. Sonny siguió hablando.
—Bueno, imagina que haya un control central de radio, un código automático, algo parecido a las señales de alarma de los barcos, que hacen sonar una campana en cualquier nave que pueda ser alcanzada por la radio cuando transmite cuatro señales largas.
Imagina que haya un mecanismo automático para lanzar bombas desde todo el país. ¿Qué sería realmente? Sólo una palanca, nada más. ¿Dónde estaría escondida? Entre otros aparatos, en algún lugar donde uno piensa que hay enrevesados dispositivos secretos. Como una estación experimental. Como este sitio. ¿Empiezas a entender?
—Cállate. No me dejas oír.
—¡Al diablo con ella! Puedes oírla en otra ocasión. ¡No oíste una palabra de lo que te dije!
—Starr está muerta.
—Sí. Bueno, ¿qué ocurriría si empujo esa palanca? ¿Qué puedo perder? Le daré a esos asesinos... ¿Qué?
—Está muerta.
—¿Muerta? ¿Starr Anthim? —A Sonny se le retorció la cara. Se dejó caer en el camastro.— Estás medio dormido. No sabes lo que dices.
—Está muerta —dijo Pete roncamente—. La quemó una de las primeras bombas. Yo estaba con ella... cuando... Calla, y vete, ¡y déjame escuchar!
Sonny se incorporó lentamente.
—La mataron a ella también. La mataron. Esto decide la cuestión. No hay más que discutir.
Sonny había palidecido. Se alejó.
Pete se puso de pie. Las piernas no le obedecían. Trastabilló. Tropezó ruidosamente con el aparato de radio y televisión, y el pick-up cruzó el disco. Lo puso otra vez y se tendió a escuchar.
Se le confundían los pensamientos. Sonny hablaba demasiado. Plataformas de lanzamiento, máquinas automáticas...
—Me diste tu corazón —cantó Starr—. Me diste tu corazón. Me diste tu corazón. Me...
Pete se levantó y movió el pick-up. Sintió furia, no hacia sí mismo, sino hacia Sonny, por haberle hecho estropear el disco de ese modo.
Starr hablaba ahora, estúpidamente, siempre con la misma expresión repitiendo las mismas palabras.
—Nos golpearon desde el este y el... Nos golpearon desde el este y el...
Se levantó otra vez, lentamente, y movió el pick-up.
—Me diste tu corazón. Me diste tu...
Pete emitió un sonido de agonía que no era una palabra, se inclinó, empujó e hizo caer el aparato. Siguió un duro silencio.
—Yo también lo hice —dijo, y en seguida—: Sonny.
Esperó.
—¡Sonny!
Abrió los ojos, lanzó un juramento y se precipitó al corredor.
Cuando Peter llegó, el panel estaba cerrado. Lo pateó. El panel se abrió a la oscuridad.
—¡Eh! —gritó Sonny—. ¡Cierra! ¡Apagaste las luces!
Pete cerró detrás de él. Las luces se encendieron.
—¡Pete! ¿Qué pasa?
—Nada, Son —gruñó Pete.
—¿Qué miras? —refunfuñó Sonny intranquilo.
—Lo siento —dijo Pete con toda la suavidad posible—. Sólo quería descubrir algo, nada más. ¿No le hablaste a nadie de esto?
Señaló la palanca.
—No, no. Se me ocurrió mientras dormías, hace un momento.
Pete miró alrededor cuidadosamente y se acercó a un estante de herramientas.
—Hay algo aquí que no notaste todavía, Sonny —dijo suavemente, y apuntó con la mano—. Ahí arriba, en la pared detrás de ti. Arriba. ¿Ves?
Sonny se volvió. Con un fluido movimiento, Pete tomó una llave de tuerca y golpeó a Sonny.
Luego se puso a trabajar sistemáticamente en los dispositivos de energía. Sacó los obturadores de los motores de gas y rompió los cilindros a martillazos. Arrancó las tuberías del diésel —los tanques dejaron escapar sus fluidos con violencia— y cortó todos los cables con unas pinzas. Luego destrozó los relevadores y la palanca. Cuando terminó su tarea, dejó a un lado las herramientas, se inclinó y acarició el pelo cortado al rape de Sonny.
Salió y cerró con cuidado la puerta. Era, sin duda, un maravilloso ejemplo de camuflaje. Se sentó pesadamente en una mesa de trabajo cercana.
—Tendrás tu oportunidad —le dijo al lejano futuro—. Y será mejor que la aproveches.
Luego se dispuso a esperar.
Fin