EL PALADÍN DEL CABALLO CRIOLLO
Publicado en
octubre 05, 2014
Este soberbio caballo argentino estuvo en peligro de extinción por las cruzas indiscriminadas, hasta que un hombre sagaz decidió tomar las riendas de su destino.
Por Scott y Kathleen Seegers.
DELGADO, erguido en la silla de montar pese a sus 82 años, el anciano de doctoral apariencia se llevó un silbatito a los labios y sopló. Los caballos que pastaban levantaron las cabezas buscando el origen del sonido, y el jinete se puso en pie sobre los estribos y agitó su sombrero. Conducida por una vieja yegua con crines y colas al viento, la tropilla galopó en estrepitoso golpeteo de cascos a través de la pampa argentina, y se congregó en torno del anciano, resoplando y hocicando en busca del habitual puñado de avena.
Aquellos caballos eran los legendarios criollos de la Argentina, descendientes de manadas que se volvieron salvajes, y famosos por sus hazañas de inteligencia, fuerza y resistencia. El jinete era el Dr. Emilio Solanet, quien mediante 60 años de dedicación y esfuerzos, ridiculizados, al principio, por sus colegas estancieros, rescató de una extinción segura a la raza cuyas vigorosas cualidades ayudaron a forjar la historia de su país. Fueron estos caballos los que llevaron a las tropas del Libertador argentino José de San Martín, con su equipo completo de campaña, a través de los pasos andinos de 6000 metros de altura, y los condujeron a las batallas en que vencieron a los españoles. Los soldados gauchos del general Juan Manuel de Rosas iban montados en criollos cuando recorrían la áspera inmensidad de la Patagonia, durante la campaña contra los indios, allá por 1830. Los testimonios de aquellas luchas hablan de la fuerza y de la inteligencia del caballo criollo. Dos indios cautivos escaparon de un campamento de prisioneros, robaron un caballo criollo que los llevó a ambos sobre el lomo durante toda la noche, y los dejó al día siguiente en las tiendas de su tribu, a 170 kilómetros del campamento. Otro indio, que huía de las tropas de Rosas, advirtió un cambio súbito en la marcha de su criollo. Un tiro de boleadora, el arma arrojadiza de los gauchos, había trabado las patas traseras de su caballo. Este, en vez de asustarse y rodar, como la mayoría de los animales habrían hecho, comenzó a correr a saltos, como los conejos, y a ese paso recorrió los siguientes 14 kilómetros, hasta que se distanció de sus perseguidores. Cuando la pampa, el desierto y la montaña estuvieron libres de enemigos, el gaucho y su amigo el criollo se dedicaban a la ininterrumpida tarea de todos los días del año: arrear ganado vacuno y lanar, y arar los campos de trigo y lino que daban su riqueza a la Argentina.
EL DISEÑADOR DESPIADADO
Allá en las amplias pasturas de las 6600 hectáreas de la estancia El Cardal, propiedad de don Emilio, hemos observado a sus criollos ciudadosamente criados, alimentándose cada semental junto con media docena de yeguas, y quizá otros tantos potrillos y potrancas, retozando a su alrededor. No era muy impresionante su apariencia: de alzada corta y macizo, al estilo de un bulldog, de pecho muy amplio, con patas de formidable musculatura, cuello grueso, quijada pesada y una mirada plácida, ligeramente bobalicona. Aunque el criollo anda con seguridad y soltura, carece de la finura de bailarín de ballet de sus elegantes primos, los caballos de carrera, o de los pura sangre. No suele resoplar ni hacer piruetas como ellos, y es capaz de estar quizá una hora en un mismo sitio, inmóvil y con la cabeza gacha, hasta que encuentra algo mejor que hacer. Entonces es cuando entra en acción, como impulsado por un resorte. Arranca como si lo dispararan con un cañón; puede girar sobre sí mismo en plena carrera y apartar de su camino, de un paletazo, a un toro del doble de su peso, o pasar del galope tendido a la posición de parado, con dos breves saltos que dejan surcos en la tierra, quedándose allí plantado como un árbol, aguantando los salvajes tirones de una vaca lazada. También arrastrará un carro o un arado, llevará a un niño de paseo, con paso seguro y sosegado, alrededor de un prado, o a un gaucho durante todo un día, a galope tendido. Se nutre de cardos, o de nada, si llega el caso. Los estancieros argentinos llevan los caballos criollos a los pastizales más pobres de sus campos, ya que, por extraño que ello parezca, las yeguas son más fértiles cuando se alimentan con los pastos duros y silvestres, que cuando lo hacen de pasto rico y suculento. Estas admirables cualidades las desarrollaron los caballos criollos por el más duro de los medios: el de la supervivencia del más apto.
En 1541, cuando los indios forzaron a los españoles a abandonar y quemar su pequeña aldea de Buenos Aires, los caballos de origen árabe y berberisco que dejaron tras de sí se volvieron salvajes. Los suficientemente rápidos y astutos para evitar ser devorados por los indios o por los pumas, y resistentes para sobrevivir a los inviernos, emigraron lentamente hacia el sur, y se adentraron en la Patagonia. Durante los 400 años siguientes, el más despiadado de los diseñadores, la Naturaleza, llevó a cabo su trabajo. La pelambre sedosa se hizo áspera, pero mucho más abrigada y de color menos vistoso: gateado, overo o manchado; los delgados remos se hicieron más gruesos y fuertes; la nerviosa arrogancia se convirtió en dureza y resistencia.
La criatura producto de esa evolución estaba tan perfectamente adaptada al medio que la rodeaba, que cuando los españoles regresaron y se establecieron definitivamente en las nuevas tierras, los caballos salvajes vagaban en manadas de centenares de millares. Tanto el indio como el blanco, los cazaban, los domaban y utilizaban en las faenas del campo. Sin embargo, las máquinas sustituyeron gran parte de la labor equina en las estancias de la pampa, y al comenzar a enriquecerse, los estancieros comenzaron a importar de Europa caballos de silla de mayor belleza.
Como la cruza constante había mejorado sus ganados vacunos y lanares, también cruzaron a los criollos con ejemplares de otras razas. Obtuvieron un animal inferior, con pocas de las buenas cualidades del padre o de la yegua y, cuando fueron dándose cuenta de ello, los criollos casi habían dejado de existir. Las pocas tropillas de sangre pura que quedaban, eran propiedad de los seminómadas indios tehuelches, de la Patagonia.
Rebaño de criollos puros, en Patagonia, fotografiados en 1911 mientras los conducían a la estancia de Solanet.
FOTO: SOLANET
SE PERFECCIONA LA RAZA
Así estaban las cosas en 1908 cuando el joven Emilio Solanet, que acababa de obtener su título con altas calificaciones en la facultad de agronomía y veterinaria de la Universidad de Buenos Aires, e hijo de un acaudalado estanciero de origen francés, recibió una partida de ganado vacuno que había sido arreado a través de 1600 kilómetros, desde la Patagonia. Advirtió que los fornidos caballitos de pelambre áspera, montados por gauchos que tenían en parte sangre india, parecían frescos y vivaces tras un viaje tan largo. Los gauchos contestaron a sus preguntas con un encogimiento de hombros, y citando un proverbio campero: "Gateado (criollo) muere antes de cansarse".
Con la escasa información que los gauchos pudieron darle, Emilio comenzó a investigar el origen del animal. A medida que se sumergía en el estudio de viejos libros y documentos, pudo comprobar, con excitación creciente, que se hallaba sobre la pista de una raza distinta, producida por selección natural. Solanet pasó el verano siguiente cabalgando por la Patagonia, recorriendo centenares de kilómetros en busca de las tiendas de los tehuelches, eligiendo cuidadosamente este animal y aquel, y sentado pacientemente durante regateos interminables. Fue la suya una busca lenta, hasta que desmontó un día ante la tienda del jefe tehuelche Juan Shakmatr, quien orgullosamente le dijo que él hablaba "cristiano".
Shakmatr le vendió a Emilio varios animales e hizo arreglos para que llevaran otros a su campamento. Cuando el regateo no adelantaba Shakmatr oficiaba de intérprete. Como resultado de ese viaje a la Patagonia (y de otros dos posteriores), Emilio llevó a El Cardal 84 caballos criollos, antecesores de todos los actualmente registrados en la Argentina.
Con paciencia de científico, Emilio comenzó a observar cuáles de sus caballos trabajaban más y mejor, cuáles tenían temperamento más uniforme y cuáles tenían ese brío que mantiene a un animal vivo, mientras otro cede y muere. "Yo no traté de modificarlos", explica Solanet. "Cuatrocientos años de selección natural habían producido un animal soberbio al cual nadie podría mejorar. Todo lo que hice fue criarlos, de modo que se conservaran y afirmaran en ellos las características de los mejores caballos".
La recreación de la raza pasó a ser la pasión dominante de Emilio ("El criollo corre por su sangre como si fuera un virus", comentaba un viejo amigo suyo), aunque necesariamente esa ocupación sólo podía absorber parte de su tiempo. Emilio era ya profesor de zootecnia (la ciencia de cruzar animales para aprovechar sus mejores cualidades) en la Universidad de Buenos Aires, y su padre había dejado en sus manos otro trabajo que exigía una entrega total: el manejo de El Cardal. Se había casado, y su esposa le había dado cuatro hermosos hijos, tres niñas y un varón. Pasaban los inviernos en Buenos Aires, mientras los niños iban a la escuela, y Emilio enseñaba, dando formación científica a toda una generación de veterinarios y zootécnicos, quienes todavía lo recuerdan con nostalgia. "Era un maestro perfecto", recuerda uno de ellos. "Invitaba a la pregunta, y aun a la discusión, pero podía probar cada una de sus afirmaciones".
Después de su última clase de los viernes, Emilio solía recorrer, guiando su automóvil, los 320 kilómetros hasta su estancia, donde pasaba el fin de semana ocupado en tareas administrativas y comprobando los adelantos de sus amados criollos. En esos fines de semana se celebraba el asado de rigor a la típica manera gaucha, con gran afluencia de parientes y amigos, que daban buena cuenta de los costillares de vacunos y de los corderos al asador.
EPOPEYA HIPICA
Emilio, que era antiguo socio de la selecta y poderosa Sociedad Rural Argentina, había ido preparando con mucho tacto el ánimo de su Junta Directiva, pensando en la fecha en que presentaría los antecedentes de la raza criolla y pediría su reconocimiento oficial.
Aunque la mayoría de los directores enarcaron las aristocráticas cejas y mascullaron alguna evasiva, en 1920 Emilio tenía la certeza de que sus criollos estaban ya preparados. Presentó 15 animales en la prestigiosa exposición caballar de los jardines de Palermo, a la que concurre toda la alta sociedad argentina. Mientras sus robustos criollos desfilaban ante los jueces, un murmullo de sorpresa y desaprobación se elevó desde los palcos. Los caballos de Emilio ganaron los primeros premios, pero él fue criticado con rigor por los otros criadores de caballos, por "degradar deliberadamente" la cría de equinos en la Argentina. Sin embargo, dos años más tarde, la Sociedad Rural le otorgó el reconocimiento por el que tanto había pugnado, registrando oficialmente la raza criolla.
Después la popularidad del criollo creció en forma continua al probar una y otra vez su capacidad para superar a los demás caballos. Para 1923 la admiración por el caballo criollo se había traducido en valor monetario. El campeón de ese año, Atuel Cardal, alcanzó una cifra récord de alrededor de 5500 pesos (1910 dólares), y otros estancieros comenzaron a criar criollos. El ingeniero civil Abelardo Piovano, montado en un criollo de 14 años, Lunarejo Cardal, ganó una carrera agotadora de 1380 kilómetros de Buenos Aires a Mendoza, al pie de la cordillera de los Andes. Llevando un total de 95 kilos de carga, Lunarejo recorrió un promedio de 80 kilómetros diarios durante 17 días consecutivos. Solamente otros dos caballos finalizaron la carrera, cojeando y a un día de marcha detrás de Lunarejo.
Sin embargo, la reacción pública fue adversa cuando, en 1925, un maestro de escuela suizo llamado Aimé Tschiffely se propuso recorrer más de 16.000 kilómetros, de Buenos Aires a Washington, empleando dos de los criollos de don Emilio: Mancha, de 14 años, y Gato,de 15, usándolos alternativamente como animal de silla y de carga. Don Emilio fue criticado por enviar a dos venerables caballitos criollos a una muerte segura. Pero a medida que los meses pasaban y comenzaban a llegar noticias a Buenos Aires sobre la marcha de Tschiffely a través de desiertos y pantanos palúdicos de los Andes imponentes, la desaprobación se transformó en asombro, y finalmente, cuando el trío llegó a Washington, dos años y medio más tarde, el entusiasmo fue indecible. Gato y Mancha pasaron a ser héroes nacionales, y la fe y el trabajo de don Emilio fueron reivindicados por esa epopeya de resistencia equina.
El Dr. Solanet montando uno de sus sementales premiados. Esta fotografía fue tomada hace 40 años.
LA TAREA DE MI CORAZON
Hoy Emilio Solanet, cargado de años y honores, se ha retirado a El Cardal después de 40 años de enseñanza y de distinguida carrera parlamentaria. Podría dormirse en sus laureles, pero todavía atiende todos los detalles del manejo de su estancia, la supervisión de la esquila y los rodeos, y selecciona personalmente los animales para la venta y los que se han de reservar para la cría. Lleva escrupulosos registros de la genealogía de sus equinos y vacunos. Doma a sus criollos lentamente, sometiéndolos a la silla sólo a los cuatro años de edad (la mayoría de los caballos son domados entre los dos y los tres años), y en vez de domarlos en dos días mediante la fuerza bruta, exige que sus gauchos pasen tres meses sobándolos y palmeándolos, hasta que es casi una consecuencia natural que el animal soporte por primera vez silla y jinete.
Sin embargo, acerca del mantenimiento de la pureza de la raza, don Emilio es tan inexorable como las leyes que crearon el criollo. En octubre de cada año todos los criadores de criollos llevan unos cuantos de sus mejores caballos hasta una estancia cercana a Buenos Aires. Allí, y durante un período de varios días, cada animal debe recorrer 725 kilómetros a diferentes ritmos de marcha, observado por jueces elegidos entre criadores, veterinarios y oficiales de caballería. Los animales que no se distinguen por su resistencia, fuerza y voluntad, no pueden ser cruzados ni registrados. Son castrados o esterilizados, y se utilizan como bestias de trabajo. "Ninguna otra raza de caballos está sometida a prueba semejante", nos dijo.
Aun así, 40.000 criollos están hoy registrados en los libros de la Sociedad Rural Argentina. Son propiedad de estancieros de un confín a otro de la Argentina, y don Emilio ha exportado criollos a cerca de doce países de América y de Europa. Los que alguna vez se burlaron de sus esfuerzos, ya no se burlan. En 1968, en la exposición ganadera anual de los jardines de Palermo, tres sementales criollos se vendieron en 800.000 pesos (2300 dólares) cada uno (más de tres veces el precio más alto pagado jamás por animales anglo-normando-argentinos de cría local). Son criollos los animales de trabajo empleados en las 300.000 hectáreas de la Mate Larangeira, gigantesca empresa de explotación agrícola del Paraguay tropical. "Ningún otro caballo podría vivir alimentándose con pastos ordinarios, resistir el calor y las garrapatas, y seguir trabajando como el criollo", nos dijo un director de la companía.
Como el animal que él ha recreado ha probado su valor, don Emilio no teme que sus reglamentos sean desechados alguna vez. Con un ademán en dirección de los rebaños de ovejas de lana espesa y de los enormes y plácidos vacunos Aberdeen Angus, mientras cabalgábamos con él por sus campos, nos dijo: "Estos traen el dinero, pero esta", y afectuosamente palmeó el pelaje bayo de su montura, "esta es la tarea de mi corazón".