CIUDADANO DEL ESPACIO (Robert Sheckley)
Publicado en
octubre 12, 2014
Ahora sí que estoy en dificultades; en dificultades mayores de las que había imaginado.
Es algo complicado explicar cómo caí en este enredo. Tal vez sea mejor comenzar desde el principio.
Desde mi graduación en la escuela de comercio, en 1991, tenía un buen empleo como armador de válvulas de esfinge, en la Starling, una fábrica de naves espaciales. Yo amaba esos grandes vehículos que partían rugiendo hacia Cygnus, hacia Alfa del Centauro y todos aquellos lugares nuevos. Era un joven con futuro, tenía amigos y hasta contaba con algunas muchachas.
Pero no servía de nada.
El empleo era bueno, pero no podía trabajar bien con esas cámaras ocultas enfocadas sobre las manos. Las cámaras, en sí, no me importaban; lo malo era el ruido que hacían.
No me dejaban concentrar.
Me quejé a la oficina de Seguridad Interior. Les dije: «¿Por qué no me ponen cámaras nuevas y silenciosas, como tiene todo el mundo?» Pero estaban demasiado ocupados y no pudieron solucionarlo.
Y entonces empezaron a perturbarme mil pequeñas cosas. El grabador instalado en mi televisor, por ejemplo. El FBI no lo había instalado bien, y zumbaba toda la noche.
Presenté cientos de quejas. Decía: «Pero fíjense, a nadie le han instalado un grabador que zumbe así. ¿Por qué a mí?» Pero siempre me endilgaban aquel discurso con respecto a la necesidad de ganar la guerra fría y a la imposibilidad de complacer a todo el mundo.
Esa clase de cosas hacen que uno se sienta inferior. Empecé a sospechar que mi gobierno no se interesaba por mí.
Por ejemplo, tomemos a mi espía. Yo era un sospechoso 18-D (igual que el vicepresidente) y eso me hacía acreedor a una vigilancia parcial. Pero el espía que me habían asignado parecía creerse actor de cine, pues usaba una cazadora manchada y un sombrero gacho encasquetado hasta los ojos. Era delgado y nervioso, y al seguirme iba pisándome prácticamente los talones, por temor a perderme.
Bueno, hacía cuanto era posible. El espionaje suele ser una tarea de competencia y yo sentía un poco de lástima por él, dada su poca habilidad. Pero andar con él a la rastra era embarazoso. Mis amigos reían a carcajadas cuando yo aparecía con ese tipo respirándome sobre la nuca.
—Bill —me decían—, ¿no puedes desenvolverte mejor?
Y a las muchachas les daba escalofríos.
Naturalmente, me presenté a la Comisión Investigadora del Senado y les dije: «Oigan, ¿por qué no me ponen un espía bien entrenado, como los que siguen a tocios mis amigos?» Me respondieron que harían todo lo posible, pero mi importancia, por lo visto, no justificaba la molestia.
Todas esas cosas me ponían de mal humor. Cualquier psicólogo puede atestiguar que no hace falta gran cosa para acabar chiflado. Ya estaba harto de que me ignoraran, de que me hicieran a un lado.
Fue entonces cuando empecé a pensar en el Espacio Profundo. Había millones de kilómetros cuadrados de nada, salpicados con incontables estrellas. Había al menos un planeta similar a la Tierra por cada hombre, mujer o niño. En algún sitio debía existir un lugar para mí.
Compré una Lista Universal y un Piloto Galáctico usado. Leí entero el libro de las Mareas Gravitatorias y las Cartas del Piloto Interestelar. Por fin supe tanto como debía saber.
Invertí todos mis ahorros en un viejo coche estelar Chrysler. Esta antigüedad perdía oxígeno por todas las junturas; contaba con una pila atómica quisquillosa y un sistema de dirección que podía llevarme a cualquier parte. Era arriesgado, pero la única vida en peligro era la mía. Al menos, eso creía yo por ese entonces.
Por lo tanto, conseguí el pasaporte, el permiso azul, el permiso rojo, el certificado de números, las vacunas contra el mareo espacial y los papeles de contra—ratificación.
Cobré en la fábrica mi último día de trabajo y agité la mano ante las cámaras en señal de despedida. En el departamento, empaqué mis ropas y dije adiós a los grabadores. Ya en la calle, estreché la mano de mi pobre espía y le deseé buena suerte.
Ya había quemado las naves a mis espaldas.
Sólo me quedaba la autorización final y me dirigí de prisa a la Oficina de Autorización Final. Un empleado de manos blancas y rostro bronceado a fuerza de lámpara me echó una mirada dubitativa.
—¿Adónde quiere ir? —me preguntó.
—Al espacio —respondí.
—Por supuesto, pero ¿a qué punto del espacio?
—Todavía no lo sé —dije—. Al espacio, es todo. Al Espacio Profundo. Al Espacio Libre.
El empleado dejó escapar un suspiro fatigado.
—Tendrá que ser más explícito, si quiere una autorización. ¿Piensa instalarse en un planeta del Espacio Americano? ¿O desea emigrar al Espacio Británico? ¿O al Alemán? ¿O al Francés?
—No sabía que el espacio tenía dueños —observé.
—En ese caso, usted no está al día —me replicó, con una sonrisa de superioridad—. Los Estados Unidos han reclamado todo el espacio comprendido entre las coordenadas 2XA y D2B, con excepción de un segmento pequeño y de importancia relativa, sobre el cual México afirma tener derechos. La Unión Soviética posee todo entre las coordenadas 3DB a L02, una región muy poco hospitalaria, se lo aseguro. Además están las concesiones belga, china, ceilanesa, nigeriana…
—¿Dónde está el Espacio Libre? —pregunté
—No lo hay.
—¿Nada? ¿Hasta dónde se extienden los límites?
—Hasta el infinito —me dijo con orgullo.
Por un momento, aquello me dejó desorientado. Nunca había considerado la posibilidad de que cada fragmento del espacio infinito tuviera dueño. Pero era natural, después de todo. Alguien tenía que ser el dueño.
—Quiero ir al espacio americano —dije.
En ese momento parecía no tener importancia, aunque más tarde quedó demostrado que no era así.
El empleado asintió, malhumorado. Revisó mis antecedentes hasta la edad de cinco años (no valía la pena seguir más allá) y me otorgó la Autorización Final.
En el espaciopuerto estaba mi nave, ya preparada; logré despegar sin que estallara un solo tubo. Sólo cuando la Tierra no era ya sino una punta de alfiler a mis espaldas comprendí que estaba solo.
Cincuenta horas después, cuando efectuaba una inspección de rutina en mis provisiones, noté que uno de los sacos de hortalizas era diferente a todos los demás. Al abrirlo encontré en su interior una muchacha, en vez de los cincuenta kilos de patatas que debía haber allí.
Un polizón. La miré, boquiabierto.
—Bueno —dijo ella —¿no piensa ayudarme a salir de aquí? ¿O prefiere cerrar el saco y olvidarse de todo?
—Estos sacos de patatas están llenos de bultos —observó.
Lo mismo habría dicho yo de ella y con toda aprobación. Exceptuando ciertas zonas, era delgada, de ojos azules y melancólicos; su pelo rubio tenía el tono rojizo de un eyector encendido; el rostro impertinente mostraba huellas de polvo. En la Tierra me habría sentido feliz de caminar diez kilómetros para conocerla. Allá, en el espacio, la cosa no era tan clara.
—¿Podría darme algo de comer? —preguntó—. Desde que partimos no he comido más que zanahorias crudas.
Le preparé un emparedado. Mientras comía, le pregunté:
—¿Qué hace usted aquí?
—Usted no me comprendería —respondió, entre dos bocados.
—Créame que sí.
Se acercó a una portilla para contemplar las estrellas (estrellas americanas, en su mayoría) que brillaban en el vacío del Espacio Americano.
—Quería ser libre —dijo.
—¿Eh?
Ella se dejó caer en mi colchón, fatigada.
—Usted me tildaría de romántica —dijo, serenamente—. Pertenezco a esa clase de tontos que recitan poesías a solas en la noche oscura y que llora frente a cualquier estatuita absurda. Las hojas amarillas del otoño me hacen temblar y el rocío sobre el prado verde representa para mí las lágrimas de toda la Tierra. El psiquiatra me ha dicho que soy una inadaptada.
Cerró los ojos, con un cansancio que comprendí muy bien. Cualquiera se sentiría exhausto tras pasar cincuenta horas en un saco de patatas.
—La Tierra me estaba destrozando —explicó—. No podía soportar más aquello: el régimen, la disciplina, las privaciones, la guerra fría, la guerra violenta, todo. Quería reír al aire libre, correr por los prados verdes, sin ser perturbada, caminar por los bosques sombríos, cantar…
—Pero ¿por qué me eligió a mí?
—Usted iba hacia la libertad —respondió—. Pero si insiste, me marcharé.
Esa ocurrencia resultaba muy tonta, allá en las profundidades del espacio. Y no podía malgastar combustible en llevarla de regreso.
—Puede quedarse —dije.
—Gracias —murmuró—. Usted sí que me sorprende.
—Claro, claro—. Pero tendremos que aclarar unas cuantas cosas. Para empezar…
Pero se había dormido sobre mi cama, con una sonrisa confiada en los labios.
Aproveché para revisarle la cartera. Encontré cinco lápices una polvera, un frasquito de perfume Venus V, un libro de poesía de encuadernación barata y una insignia que decía: FBI, Investigador Especial.
Mis sospechas estaban confirmadas. Ninguna muchacha suele hablar de ese modo; los espías, en cambio, siempre lo hacen.
Me alegró saber que mi gobierno seguía vigilándome. El espacio parecía así menos solitario.
La nave, avanzó en las profundidades del Espacio Americano. Me vi forzado a trabajar quince horas por día para mantener entero mi equipo de dirección, las pilas razonablemente frescas y las junturas selladas. Mavis O'Day (así se llamaba mi espía) se encargaba de las comidas y de la limpieza; mientras tanto, escondía innumerables cámaras por todas partes. Zumbaban de un modo detestable, pero yo fingía no darme cuenta.
Sin embargo, dadas las circunstancias, mis relaciones con la señorita O'Day eran muy correctas.
La nave avanzaba normalmente, casi podría decir que con toda felicidad, hasta que un día ocurrió algo inesperado.
Yo estaba a cargo de los controles. De pronto, una luz intensa cruzó frente a la proa.
Salté hacia atrás y tropecé con Mavis, que estaba colocando un nuevo rollo de película en su cámara número tres.
—Perdón —dije.
—¡Oh!, no es nada, atropélleme cuanto guste.
La ayudé a levantarse. Su flexible proximidad era peligrosamente agradable, y el aroma tentador de Venus V me cosquilleó la nariz.
—Ya puede soltarme —dijo ella.
—Lo sé —respondí.
Pero no la solté. Con el alma inflamada por su proximidad, me oí decir:
—Mavis, nos conocemos desde hace muy poco tiempo, pero…
—¿Sí, Bill? —me alentó.
En la locura de aquel momento yo había olvidado que nuestra relación era la de un sospechoso con su espía. No sé qué iba a decir. Pero en ese momento, un segundo destello cruzó por delante de la nave. Solté a Mavis y corrí hacia los controles. Con gran dificultad, detuve al viejo coche Star y miré a mi alrededor.
Fuera, en el vasto vacío del espacio, se veía un solo fragmento de roca. Trepado a ella, una criatura vestida con un traje espacial sostenía en una mano una caja de señales y en la otra un perro diminuto, también vestido con ropas espaciales.
A toda prisa, lo hicimos entrar y desabrochamos su traje espacial.
—Mi perro… —dijo.
—Está bien, hijito —le aseguré.
—Siento molestarlos en esta forma —dijo el muchachito.
—No importa —dije —¿Qué hacías allí fuera?
—Señor —empezó con voz temblorosa—, tendré que empezar desde el principio.
»Mi padre era piloto espacial de pruebas y murió valientemente, tratando de quebrar la barrera de la luz. Mamá volvió a contraer matrimonio hace poco tiempo. Su esposo actual es un moreno corpulento de ojos pequeños y huidizos y labios apretados. Hasta hace poco estaba empleado como empaquetador en un gran supermercado.
»Desde el principio le molestó mi presencia. Supongo que yo le recordaba a mi padre muerto, por mis rizos rubios, mis grandes ojos almendrados y mi temperamento expansivo y alegre. Nuestra relación era una llama constante. Pero al fallecimiento de un tío suyo (bajo circunstancias muy sospechosas), heredó unas acciones sobre el Espacio Británico.
»Por lo tanto, partimos en nuestra nave espacial. No bien hubimos llegado a nuestra zona desierta, él dijo a mi madre: «Raquel, tu hijo es lo bastante mayor como para defenderse por sí mismo.» Mi madre respondió: «¡Es tan jovencito, Dirk!» Pero esa mujer tierna y riente no era adversario digno de ese hombre de voluntad férrea, a quien jamás podré llamar padre. Me lanzó dentro del traje espacial, dándome una caja de señales y puso a Flicker en el suyo. «Un muchacho puede arreglarse muy bien solo en el espacio, en estos tiempos.», dijo. «Señor», observé, «no hay planeta alguno en doscientos años-luz a la redonda.» «Ya verás qué haces», dijo, con una amplia sonrisa y me arrojó sobre este fragmento de roca.
El niño hizo una pausa para tomar aliento y Flicker, su perro, me miró con sus ojos ovales y húmedos. Di al perro un tazón de leche y pan y contemplé al muchacho, que comía un emparedado de manteca de maní y mermelada. Mavis llevó al pequeño al camarote y lo acostó tiernamente.
Yo volví a los controles, puse la nave en marcha y encendí el intercomunicador.
—¡Despierta pequeño idiota! —oí decir a Mavis.
—Déjeme dormir —farfulló el muchacho.
—¡Despierta! ¿Por qué te envió aquí la Investigación del Congreso? ¿No saben que es un caso del FBI?
—Lo han reclasificado como Sospechoso 10-F —dijo el muchacho—. Eso requiere vigilancia permanente.
—Para eso estoy yo aquí —exclamó Mavis.
—Usted no se desempeñó muy bien en el último caso —observó el niño—. Lo siento señora, pero la Seguridad está antes que nada.
—Así te enviaron a ti —sollozó Mavis—. Un chico de doce años.
—Dentro de siete meses tendré trece.
—¡Un chico de doce años! ¡Con lo mucho que me he esforzado! He estudiado, he leído libros y tomado clases nocturnas, he asistido a conferencias…
—Es difícil —dijo el muchacho, en tono de simpatía—. Por mi parte, quiero ser piloto de pruebas. A mi edad, ésta es la única forma de conseguir horas de vuelo. ¿Cree que él me dejará conducir la nave?
Apagué el intercomunicador. Podía sentirme muy orgulloso. Tenía dos espías de jornada completa dedicados a mí. Eso significaba que yo era alguien importante; alguien a quien debía vigilarse.
Empero, mis espías eran sólo una muchacha y un niño de doce años. El gobierno debía estar tocando fondo para haber enviado a esos dos.
El gobierno, a su modo, seguía ignorándome..
Nos fue bastante bien en el resto del vuelo. El joven Roy (así se llamaba el niño) se hizo cargo de la conducción de la nave, mientras el perro ocupaba el asiento del copiloto, siempre alerta. Mavis siguió cocinando y haciendo la limpieza. Yo pasaba el tiempo emparchando junturas. Éramos el grupo más feliz de sospechoso y espías que se puede encontrar.
Encontramos un planeta deshabitado, muy similar a la Tierra. A Mavis le gustó porque era pequeño y bonito, lleno de praderas verdes y bosques sombríos como los que describían sus libros de poesía. A Roy le agradaron sus lagos transparentes y las montañas, que eran perfectas para escalar. Aterrizamos y comenzamos a instalarnos. El joven Roy se interesó inmediatamente por los animales que saqué del Congelador. Se designó a sí mismo guardián de vacas y caballos, protector de patos y gansos, defensor de cerdos y pollos. Eso lo mantuvo tan ocupado que fue espaciando más y más sus informes al Senado, hasta que dejó de enviarlos. ¿Qué otra cosa cabe esperar en un espía de su edad?
Una vez que hube instalado las cúpulas y sembrado unos cuantos acres, Mavis y yo dimos en pasear largamente por los bosques sombríos y por las praderas verdes y amarillas que los bordeaban.
Un día preparamos un cesto con provisiones y almorzamos a la orina de una pequeña cascada. El pelo suelto de Mavis caía sobre sus hombros y en los ojos se le veía una mirada distante y encantada. En verdad, su aspecto no era en absoluto el de un espía y tuve que forzarme para recordar nuestros respectivos papeles.
—Bill —dijo, después de un rato.
—¿Sí?
—Nada.
Arrancó una brizna de pasto. No supe qué hacer. Pero su mano estaba cerca de la mía y nuestros dedos se rozaron, entrelazándose de inmediato. Por largo rato guardamos silencio; nunca me había sentido más feliz.
—¿Bill?
—¿Sí?
—Querido Bill, ¿podrías?…
Jamás sabré qué iba a decirme, ni qué pude haberle contestado. En ese momento, el silencio se quebró en un rugir de cohetes y una nave espacial descendió desde el cielo.
Ed Wallace, el piloto, era un anciano de cabellos blancos; vestía una cazadora manchada y un sombrero gacho. Era vendedor de Clear-Flo, artefacto para purificar el agua de todo el planeta. Puesto que no lo necesitábamos, me dio las gracias y se marchó.
Pero no llegó muy lejos. Casi de inmediato, sus motores se detuvieron irremediablemente.
Al revisar el mecanismo de dirección, descubrí que había estallado una válvula de esfinge. Me llevaría un mes fabricar una nueva con herramientas comunes.
—Qué cosa molesta —murmuró. Tendré que quedarme.
—Así parece —dije.
—No me explico cómo pudo suceder —balbuceó, contemplando con pena la nave.
—Tal vez la válvula se debilitó cuando usted la cortó con la sierra —dije, mientras me alejaba.
Había visto las marcas. El señor Wallace fingió no oírme. Esa noche, desde lejos, pude oír el informe que pasaba por la radio interestelar; ésta funcionaba perfectamente. Cosa extraña, no trabajaba a las órdenes de Clear-Flo, sino de la CIA.
El señor Wallace se convirtió en un buen horticultor, aunque pasaba la mayor parte del tiempo trajinando con su cámara y su anotador. Ante su presencia, el joven Roy se vio forzado a esmerarse. Mavis y yo dejamos de caminar por los bosques sombríos y no tuvimos tiempo de volver a los prados amarillos y verdes, para concluir algunas frases empezadas.
Pero nuestra pequeña colonia prosperaba. Tuvimos otros visitantes. Llegó un matrimonio enviado por Inteligencia Regional, haciéndose pasar por recolectores de fruta.
Los siguieron dos muchachas fotógrafas, secretas representantes de la Oficina de Informaciones del Ejecutivo y después un joven periodista, que pertenecía en realidad al Consejo de Moral en el Espacio, originario de Idaho.
Cada uno de ellos sufrió el estallido de una válvula de esfinge en el momento de partir.
Yo no sabía si sentirme avergonzado u orgulloso. Tenía a mis talones seis espías; pero todos eran de segundo orden. Invariablemente, tras pasar unas pocas semanas en mi planeta, se dedicaban a las labores de granja y olvidaban sus esfuerzos como espías.
Hubo momentos amargos para mí. A veces creía ser un ejemplar de ensayo para novicios, un caso sobre el cual afilar los dientes. Era el sospechoso que se asignaba a los espías demasiado ancianos o demasiado jóvenes, poco eficientes, medio aturdidos o simplemente inútiles. Tal vez se me consideraba como una especie de semijubilación, el sustituto de una pensión por retiro.
Pero eso no me preocupaba demasiado. Al fin y al cabo, tenía cierta posición, aunque difícil de definir. Me sentía más feliz de lo que había sido nunca en la Tierra y mis espías eran gentes agradables y dispuestas a cooperar.
Nuestra pequeña colonia progresaba en paz y felicidad. Creí que sería para siempre.
Pero una noche fatal se produjo una actividad inusitada. Todas las radios funcionaron al mismo tiempo, como si estuvieran recibiendo mensajes muy importantes. Fue necesario pedir a los espías que compartieran sus aparatos, a fin de no quemar el generador.
Por fin, todas las radios se apagaron y los espías se dedicaron a conferenciar. Los oí susurrar hasta las primeras horas de la madrugada. A la mañana siguiente los encontré reunidos en la sala, carilargos y sombríos. Mavis se adelantó, a modo de delegada.
—Ha ocurrido algo terrible —me dijo—. Pero en primer lugar debo revelarte algo, Bill: ninguno de nosotros es lo que aparenta ser. Todos somos espías enviados por el gobierno.
—¿Eh? —balbuceé, por no herir sus sentimientos.
—Es verdad —insistió—. Te hemos estado espiando, Bill.
—¿Eh? —repetí —¿Tú también?
—También yo —afirmó Mavis, en tono desdichado.
—Y ahora se terminó —intervino el joven Roy. Eso me sorprendió de veras.
—¿Por qué? —pregunté.
Se miraron entre sí. Por último, El señor Wallace explicó, doblando el ala de su sombrero con las manos callosas:
—Bill, una investigación acaba de revelar que este sector del espacio no es propiedad de los Estados Unidos.
—¿Y de qué países?
—Ten calma —dijo Mavis—. Trata de comprender. Todo este sector fue pasado por alto cuando se hizo la investigación internacional y ahora ningún país puede reclamarlo.
Como has sido el primero en establecerte aquí, este planeta y los millones de kilómetros que lo rodean te pertenecen, Bill. Me sentí demasiado atónito como para responder.
—Dadas las circunstancias —continuó Mavis—, no tenemos autorización para permanecer aquí y nos iremos en seguida.
—¡No podrán! —exclamé —¡Todavía no he reparado las válvulas de esfinge!
—Todos los espías llevamos válvulas de esfinge y hojas de sierra de repuesto —dijo ella con suavidad.
Mientras los veía salir en tropel hacia las naves, pude imaginar la soledad que me aguardaba. Ningún gobierno me vigilaría. Ya no escucharía ruido de pasos en mitad de la noche, ni vería al volverme el abnegado rostro de un espía detrás de mí. No volvería a oír el zumbido de una cámara vieja controlando mi trabajo, ni me dormiría con el siseo de un grabador defectuoso.
Sin embargo, me sentía apenado aún por ellos mismos. Esos pobres espías, entusiastas, torpes, chapuceros, debían volver a un mundo veloz, eficiente, competitivo.
¿Dónde encontrarían otro sospechoso como yo, otro sitio como mi planeta?
—Adiós Bill —dijo Mavis, tendiéndome la mano. Se marchó hacia la nave del señor Wallace. Sólo entonces comprendí que ya no era mi espía.
—¡Mavis! —grité, corriendo tras ella. Mavis apretó el paso hacia la nave, pero la tomé por el brazo.
—Espera. En la nave empecé a decirte algo. Quise decirlo otra vez el día del picnic.
Ella trató de alejarse. En el tono menos romántico que se pueda imaginar, grazné:
—Mavis, te amo.
Cayó en mis brazos. Nos besamos y le dije que nuestro hogar era ése, todo ese planeta con sus bosques sombríos y sus praderas verdes y amarillas. Allí, conmigo.
Su felicidad era demasiado grande, y no respondió.
Puesto que Mavis se quedaba, Roy también se echó atrás. Las hortalizas del señor Wallace empezaron a madurar y él quería atenderlas. Y todos los otros tenían algo entre manos que no deseaban abandonar.
Y aquí estoy: gobernante, rey, dictador, presidente, lo que quiera ser. Los espías han empezado a llegar provenientes de otros países y no sólo de los Estados Unidos. Para alimentar a todos mis súbditos, pronto me veré forzado a importar comida. Pero los otros gobernantes han dado en rehusarme ayuda. Creen que he sobornado a sus espías para que abandonen sus puestos.
Juro que no es así. Vienen, eso es todo. Y no puedo renunciar, pues soy el dueño de todo esto. Podría enviarlos de regreso, pero me da pena. Ya no sé qué hacer.
Puesto que toda mi población consiste en ex-espías; gubernamentales, cualquiera imaginaría que me será muy difícil formar un gobierno propio. Pero no, ninguno se presta a cooperar Soy el gobernante absoluto de un planeta habitado por granjeros, pastores, criadores de ganado y horticultores, supongo que después de todo, no moriremos de hambre. Pero no es el problema. El problema. El problema es cómo diablos gobernar.
Porque ninguno quiere ser espía a mis órdenes.
Fin