Publicado en
octubre 19, 2014
Mi tía Eulogia se vio frente al espejo, con 45 años, desempleada y con un marido inexistente. Fue entonces cuando decidió crear su famosa ¡y original! empresa...
Por Elizabeth Subercaseaux.
A los 45 años, mi tía Eulogia se miró al espejo, se puso a pensar en lo que había sido su matrimonio y sacó la cuenta de que Roberto llevaba tres flacas de la esquina, una rubia platinada con quien se arrancó a Brasil y dos crespas de la oficina que le duraron una, tres meses, y la otra, todavía no se sabía por qué aún estaban juntos... El panorama no era nada de auspicioso, para qué estamos con cuentos, de todas sus hermanas se consideraba con peor matrimonio.
En ese momento de su vida y como si fueran pocas las cosas que le estaban pasando, perdió el trabajo. Y así se vio aquella mañana frente al espejo; con 45 años recién cumplidos, cesante y con un marido inexistente. Fue entonces cuando decidió crear su famosa empresa —realmente llegó a ser una de las más famosas y lucrativas del país— para facilitarles las cosas a los amantes.
La empresa en cuestión se llamaba APA (Ayuda Para Amantes) y consistía en una completa red de apoyo para todo tipo de amantes: mujeres que engañaban a sus maridos, maridos que engañaban a sus mujeres, amantes que engañaban a sus amantes. Cualquier cosa que se necesitara para proporcionar una adecuada cobertura a los amantes, APA le proporcionaba: amables señoritas entrenadas para atender el teléfono y decirle a la señora que el marido (el señor Torres) y su secretaria (la señorita Mirta) se encontraban en medio de una reunión importantísima y luego ubicaban a los dos amantes, y les avisaban que la señora los andaba buscando; cartas de invitación a congresos que no existían; citas a realizar trabajos urgentes en medio de la noche; jefes inventados que ubicaban a su empleado requiriéndolo en Río de Janeiro cuanto antes; operadoras de moteles especializadas en contestar que no había nadie con ese nombre registrado en ese hotel; discretos pasajes que permitían a los amantes volar en distintos vuelos y encontrarse en el aeropuerto del país de al lado, sin que nadie se diera cuenta; reservaciones en hoteles en el extranjero bajo nombres falsos; pasaportes con las identidades cambiadas. En fin, no había nada que un amante necesitara para no ser sorprendido, que APA no le proporcionara.
Cuando recién creó su empresa, mi tía Eulogia estaba convencida de que los clientes serían todos varones, y en el fondo de su atribulado corazón abrigaba la esperanza de que un día cualquiera, entre esos varones, apareciera el propio Roberto. Sin embargo, se llevó varias sorpresas. La primera fue que a los tres meses de funcionar la empresa, luego de ser profusamente anunciada en la prensa, la clientela se componía de trescientas mujeres y dos hombres: un viejo patichueco que llegó diciendo que después de 50 años de matrimonio, no daba más con su vieja y quería un pasaporte con nombre falso para viajar con su secretaria a Panamá, y un empresario deprimido que quería que le consiguieran una pistola para suicidarse, porque había descubierto a su mujer besándose con el flaco de la moto en el sótano de la Bolsa de Comercio. El resto eran mujeres; casadas, divorciadas, viudas y solteras; todo tipo de mujeres regias, que por un motivo u otro, engañaban a sus maridos, vivos o muertos, a sus amantes y a sus novios. Nadie se escapaba.
Mi tía Eulogia no podía creerlo. ¿Cómo se explicaba que hubiese más esposas engañando a sus maridos, que maridos engañando a sus esposas? ¿No decían que el adulterio era cosa de varones y que las víctimas eran las pobres viejas que tenían que tragarse a las flacas y a las crespas, como quien se traga una cucharada de jarabe para la tos?
—Eso era antes, señora Eulogia —le aclaró una clienta, que mandó a imprimir una tarjeta de invitación a un congreso de dentistas inexistente (ella era dentista) en Tegucigalpa.
—¿Y usted —quiso saber mi tía Eulogia— a quién está engañando?
—A mi marido, pues, ¿a quién otro? —respondió la dentista.
—¿Y por qué lo engaña?
—Por nada en especial —dijo la dentista— porque me da la gana, para que se me arregle el cutis, tal vez, por endurecer los músculos del estómago... Bueno, usted sabe...
Mi tía se quedó mirándola estupefacta. Así que así era como se estaban dando las cosas a fines del siglo XX: las adúlteras eran las mujeres y lo hacían para que se les arreglara el cutis, ¡increíble!
Al día siguiente de esa conversación, y para ponerse a la altura de los tiempos, mi tía decidió crear una nueva empresa que se llamó APME (Apoyo Para Maridos Engañados).
APME ofrecía pañuelos como sábanas, para que los engañados lloraran su pena; un completo fichero de mujeres regias y disponibles para que ellos se enamoraran de otra; curas para consolar y aconsejar al engañado; pastillas para borrar la memoria de la adúltera.
La exitosa empresa llevaba un mes en funcionamiento cuando apareció Roberto, quien al ver a mi tía en la recepción casi sufre un colapso.
—¿Y tú qué haces aquí? —le preguntó Roberto atónito.
—Más vale que me digas qué es lo que tú haces aquí, porque hasta donde alcanzo a darme cuenta, no te estoy engañando con nadie —respondió mi tía.
No sirvió de nada que Roberto le inventara que ella era sonámbula y tenía amores con un tal Rosauro, y que él andaba buscando alguna fórmula para consolarse de su pena.
—¡No seas ridículo, Roberto!
La cosa es que de algo sirvieron estas empresas, porque esa misma mañana nació el Instituto que mi tía creó con Roberto, el famoso Instituto de Rescate de Matrimonios Con Remedio (IRMCR) cuya primera norma fue: "NO IMPORTA QUE NO SEA FIEL, LO QUE IMPORTA ES QUE NO SEA LEAL".
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, SEPTIEMBRE 21 DE 1999