TINY Y EL MONSTRUO (Theodore Sturgeon)
Publicado en
septiembre 21, 2014
Ella tenía que estudiar a Tiny... descubrir los secretos de Tiny.
Estaban condenados a llamarlo Tiny. El nombre los había hecho reír cuando Tiny era cachorro, y luego muchas veces.
Era un gran danés, de cola demasiado larga, y pelo castaño, lustroso y liso, ajustado al pecho y los pesados músculos del lomo. Los ojos eran grandes y marrones, y los pies, grandes y negros. Tenía una voz de trueno y un corazón diez veces más grande que él mismo.
Había nacido en las islas Vírgenes, en St. Croix, una región de palmeras y azúcar, de vientos suaves y espesos matorrales que susurraban con el paso furtivo de los faisanes y las mangostas. Había ratas al pie de las lomas, en las ruinas de las antiguas fincas, con paredes levantadas por esclavos, de un metro de ancho, y grandes arcos de piedra gastada por el tiempo. Había praderas por donde corrían los ratones campesinos, y arroyos donde centelleaban unos brillantes pececitos azules.
Pero ¿dónde había aprendido en St. Croix a ser tan raro?
Cuando Tiny era cachorro, todo pies y orejas, aprendió muchas cosas. En su mayor parte estas cosas tenían relación con el respeto. Tiny aprendió a respetar esa rápida y vengativa pieza de ingeniería llamada escorpión cuando le clavaron una cola puntiaguda en la inquisitiva nariz. Aprendió a respetar la pesada calma del aire que precede al huracán, pues advirtió que todas las criaturas del estado respondían a esa calma con prisas, ajetreos y una total obediencia. Aprendió a respetar la justicia de compartir algo, pues era apartado de la ubre y el plato cada vez que aplastaba a sus hermanos. Era el más grande.
Aprendió estas cosas, todas, como cuestiones de respeto. Nunca lo golpearon, y aunque aprendió a tener cuidado, nunca aprendió a tener miedo. El dolor que le provocó el escorpión —ocurrió sólo una vez—, las manos fuertes, pero suaves, que reprimían su codicia, la terrible violencia del huracán que seguía a los nerviosos preparativos... todo esto y mucho más le enseñó la justicia del respeto. Había entendido de algún modo una moral básica: que nunca se le pediría algo, o se le impediría algo, sin algún motivo justo. Su obediencia, por lo tanto, era absoluta, pues entraba en ella un elemento de razón, y como no estaba fundada en el miedo, sino en la justicia, no impedía el ejercicio de sus propios recursos.
Todo esto, junto con su sangre, explicaba que fuese un animal tan magnífico. No explicaba cómo había aprendido a leer. No explicaba que Alee se hubiese visto obligado a venderlo... no sólo a venderlo, sino a buscar también a Alistair Forsythe y a vendérselo a ella.
Ella tenía que descubrirlo. Todo el asunto era una locura. Ella no quería un perro. Si lo hubiese querido, no habría sido un gran danés. Y si hubiese sido un gran danés, no habría sido Tiny, pues era un perro cruceño* y hubo que llevarlo en avión hasta Scardale, Nueva York.
En las series de cartas que le envió Alee había una tan maravillada persuasión como la que había mostrado el mismo Alee cuando le vendió a ella el perro. A través de estas cartas supo ella del escorpión y el huracán, la vida de cachorro de Tiny y el modo como Alee entrenaba sus perros. Era comprensible que aprendiera a la vez algo de Alee. Alee y Alistair Forsythe nunca se habían visto, pero merced a Tiny compartieron una vida más secreta que la de muchas personas que han crecido juntas.
En cuanto a por qué le he escrito a usted y no a algún otro, escribió Alee en respuesta a una pregunta directa de ella, no puedo decir que yo la haya elegido. Fue Tiny. Alguien en el barco mencionó su nombre, una tarde, mientras tomábamos unos cócteles. Era, recuerdo, un tal doctor Schwellenbach. Viejo simpático. Tan pronto como el doctor la mencionó a usted, Tiny alzó la cabeza como si yo lo hubiese llamado. Estaba echado junto a la puerta y se incorporó y fue hacia el doctor con las orejas erguidas y olfateando. Pensé primero que el viejo le había ofrecido comida, pero no... debió de haber querido oír otra vez su nombre. Así que pregunté algo de usted. Al día siguiente le conté la escena a un par de amigos, y cuando mencioné su nombre, Tiny se acercó con un gañido y hundió la nariz en mi mano. Temblaba. Eso me decidió. Le escribí a un amigo en Nueva York, que encontró su nombre y su dirección en la guía telefónica. Conoce usted el resto. Quise contarle esto al principio, pero algo me hizo sugerir una venta. De algún modo no parecía correcto esperar que se decidiera usted sin haber conocido a Tiny. Cuando me escribió usted que no podía dejar Nueva York, no parecía quedar otra solución que enviarle a Tiny. Y ahora... no sé si esto me hace demasiado feliz. De acuerdo con estas páginas y páginas de preguntas que usted me envía, me parece que se siente usted algo más que un poco perturbada por este disparatado asunto.
Por favor, no piense que estoy perturbada, respondió ella. No lo estoy. Estoy interesada, y tengo curiosidad, y siento una cierta excitación. Pero no hay nada en esta solución que pueda asustarme. Puedo aguantar esto y mucho más. Hay algo en Tiny —a veces me parece que estuviese fuera de Tiny— que es infinitamente consolador. Me siento protegida, de un modo raro, y es algo distinto y más grande que la protección que pudiera esperar de un perro fuerte e inteligente. Es raro, y también bastante misterioso; pero no tengo miedo.
Quisiera hacerle otras preguntas. ¿No recuerda qué dijo exactamente el doctor Schwellenbach la primera vez que mencionó mi nombre y Tiny actuó de un modo tan raro? ¿Recuerda usted alguna época en que algún extraño haya podido influir en Tiny, algo que haya podido darle estas raras características? ¿Qué puede decirme de su dieta de cachorro? ¿Cuántas veces...?
La carta seguía en este tenor. Y Alee respondió, en parte:
Hace tanto tiempo ahora que no puedo recordarlo con exactitud, pero me parece que el doctor Schwellenbach hablaba en ese momento de su trabajo. Como usted sabe, el doctor es profesor de metalurgia. Mencionó al profesor Nowland como el más grande especialista en aleaciones de su tiempo; dijo que Nowland podía alear cualquier cosa con cualquier cosa. Luego citó a la asistente de Nowland. Dijo que la asistente era de una notable capacidad, producto de una verdadera investigación científica y algo así como un prodigio; y a pesar de todo esto era también absolutamente femenina y más hermosa que cualquier pelirroja que haya bajado alguna vez del cielo a la tierra. Luego dijo que se llamaba Alistair Forsythe. (Espero que no se ruborice usted, señorita Forsythe; usted lo pidió.) Y fue entonces cuando Tiny corrió hacia el doctor de aquel modo extraordinario.
Sólo una vez, creo recordar, salió Tiny del fundo, y pudo haber sido influido por algún otro: el día que el viejo Debbil desapareció con el cachorro, que tenía entonces unos tres meses. Debbil es un personaje que anda de un lado a otro por la región; es un cruceño de unos sesenta años de edad, de aspecto de pirata, tuerto, y con elefantiasis. El viejo se arrastra por los campos cumpliendo pequeñas diligencias para cualquiera que le dé un poco de tabaco o un trago de ron. Bueno, una mañana lo mandé a la loma para ver si había alguna avería en la cañería que trae agua de la reserva. No podía tardar más de dos horas, y le dije que se llevara a Tiny para un paseíto.
Desaparecieron todo el día. Yo estaba solo y ocupado como una ardilla en un depósito de nueces y no tuve oportunidad de enviar a nadie a buscarlos. Pero aparecieron al caer la tarde. Los recibí a gritos. Era inútil preguntarle a Debbil dónde había estado; al fin y al cabo no es de muchas entendederas. Sólo me respondió que no podía acordarse, cosa en él bastante común. Pero en los siguientes tres días Tiny me preocupó realmente. No comía, y dormía apenas. Se pasaba las horas mirando por sobre los campos de caña hacia la loma.
No parecía querer ir allí. Fui a echar una ojeada. No hay nada en la loma sino la reserva y las ruinas del viejo palacio del gobernador, que ha estado pudriéndose al sol durante el último siglo y medio. No queda casi nada ahora, salvo unos matorrales y un par de arcos, pero se dice que el sitio está encantado. Al fin me olvidé del asunto, pues Tiny volvió a la normalidad. En realidad, parecía mejor que nunca, aunque desde entonces se quedaba petrificado a veces y miraba la loma como si estuviese escuchando algo. No le di mucha importancia hasta ahora. Y aún no se la doy. Quizá la madre de alguna mangosta persiguió a Tiny. Quizá masticó unas hierbas de ganja... marihuana la llamaría usted. Pero dudo que tenga alguna relación con su conducta actual, tanta por lo menos como pueden tenerla esas brújulas que apuntaran al oeste. ¿ Se enteró usted ? No conocí nada más raro. Ocurrió el mismo día que embarqué a Tiny, el último otoño, recuerdo. Todos los barcos y veleros y aviones de aquí a Sandy Hook informaron que sus brújulas empezaban a señalar el oeste en vez del norte magnético. Afortunadamente el efecto no duró más de dos horas, así que no hubo dificultades serias. Un crucero de vapor enfiló hacia la costa, y hubo un par de accidentes entre los pesqueros de Miami. Sólo le cito esto para recordarle que la conducta de. Tiny puede ser rara, pero no es nada excepcional en un mundo donde las brújulas enloquecen.
Y ella escribió, como respuesta:
Es usted un verdadero filósofo, ¿no es cierto? Cuide esa actitud fortiana, mi tropical amigo. Tiende a aceptar la idea de lo inexplicable hasta un extremo tal que las explicaciones, o aun las investigaciones, parecen inútiles. En cuanto al episodio de las brújulas, lo recuerdo muy bien, ciertamente. Mi jefe, el doctor Nowland —sí, es cierto, puede alear cualquier cosa—, estuvo realmente obsesionado con el fantástico suceso. Lo mismo le ocurrió a la mayoría de sus colegas en media docena de ciencias. Estos colegas encontraron pronto una explicación satisfactoria. Simplemente, algún fenómeno cuasimagnético había creado un campo resultante en ángulo recto con las influencias magnéticas de la misma tierra. La solución colmó de felicidad a los teóricos. Por supuesto, los prácticos —Nowland y sus asociados en metalurgia, por ejemplo— sólo tenían que descubrir el origen del campo. La ciencia es algo maravilloso.
Pasando a otro asunto. Habrá notado mi cambio de dirección. Durante mucho tiempo quise tener una casita propia, y tuve bastante suerte en conseguir que una amiga me ofreciera ésta. Está aguas arriba del Hudson, algo lejos de Nueva York, pero no demasiado como para que no sea práctica. Traeré aquí a mi madre. Quedará encantada. Y además —y es una razón muy importante cuando uno lo piensa un poco— Tiny tiene aquí sitio para correr. No es un perro de ciudad... Casi podría decirle que Tiny encontró la casa para mí, aunque pienso a veces que estoy atribuyéndole nuevos notables poderes. Greggy Mane Weems, la pareja que ocupaba antes la casa, empezaron a sentirse perseguidos. Así dijeron, por lo menos. Algún monstruo indescriptiblemente horrible que los dos alcanzaban a vislumbrar a veces, andaba por dentro o fuera de la casa. Mane al fin no aguantó más y le suplicó a Gregg que vendieran la casa, con hipoteca o sin ella. Vinieron directamente a mí. ¿Por qué? Porque ellos —o al menos Mane, que es en cierto modo una mujer con facultades supersensibles— tenía la idea de que alguien con un perro grande estaría a salvo en la casa. Lo más raro era que ninguno de los dos sabía que yo había comprado recientemente un gran danés. Tan pronto como vieron a Tiny se me arrojaron al cuello y me rogaron que aceptara la oferta. Mane no podía explicarse claramente; ella y Gregg habían ido a mi casa a pedirme que comprara un perro y tomara la casa. ¿Por qué yo? Bueno, ella había pensado que la casa me gustaría, eso era todo. Parecía un sitio realmente adecuado para mí. Y ya que yo tenía un perro, no podía haber más dudas. En fin, puede anotarlo en su cuaderno de cosas inexplicables.
Las cartas siguieron así la mayor parte del año. Eran largas y frecuentes, y, como ocurre a veces, Alee y Alistair intimaron de veras. Casi por accidente se descubrieron escribiendo cartas donde no se mencionaba a Tiny, aunque muchas no trataban otro tema. Y, por supuesto, Tiny no desempeñaba siempre el papel de canis superior. Era un perro —totalmente perro— y actuaba de acuerdo. Sus rarezas aparecían sólo a intervalos. Al principio sólo cuando Alistair parecía estar preparada para quedarse muda de asombro... En otras palabras, cuando ella menos lo esperaba. Luego Tiny cumplía sus curiosas hazañas exactamente en las circunstancias adecuadas. Más tarde aún, se transformaba en el superperro sólo cuando ella se lo pedía...
La casa estaba en la falda de la loma, una falda tan empinada que se veía el río, y no el ferrocarril, más cercano, y los trenes retumbaban secretamente, nunca visibles. El aire era allí nuevo y limpio, y parecía respirarse una perpetua expectación, como si alguien que hubiera llegado a Nueva York por primera vez en uno de los trenes hubiera bañado el aire con su gozo anticipado, y la casa lo hubiera recogido, respirándolo, guardándolo para siempre.
Una tarde de primavera, un auto diminuto subió trabajosamente hacia la casa por el camino de horquilla. El motorcito gruñó y se quejó en los últimos empinados tramos, y una nubecita de vapor envolvió la tapa del radiador. El coche se detuvo al pie de los escalones de color parduzco del porche, y una dama diminuta apareció deslizándose entre el asiento y el volante. Si no fuera porque llevaba un traje de mecánico de aviación, y que su primera frase —unos terrestres epítetos dirigidos al motor humeante— no fue propia de una dama ni tampoco diminuta, la mujer podía haber servido de modelo para alguna bonita tarjeta del día de la madre.
Acalorada, la mujer metió medio cuerpo dentro del coche e hizo sonar el claxon. El lastimero quejido que se oyó entonces dio el resultado esperado. Fue contestado instantáneamente por el poderoso ladrido de un gran danés en la cima de una audible agonía. La puerta de la casa se abrió bruscamente y una muchacha con pantalones cortos y chaleco tejido salió corriendo al porche. Allí se detuvo con el pelo rojo encendido a la luz del sol, la boca entreabierta y los grandes ojos de avellana ligeramente entornados, protegiéndose de la luz que reflejaba el río.
—Qué... ¡Mamá! ¡Mamá querida! ¿Eres tú? ¿Ya? ¡Tiny! —exclamó la muchacha cuando el perro salió como un bólido por la puerta abierta y se lanzó escalones abajo—. ¡Ven aquí!
El perro se detuvo. La señora Forsythe extrajo una llave inglesa de detrás del asiento del conductor y la blandió en el aire.
—Déjalo que se acerque, Alistair —dijo ceñuda—. En nombre de la razón, muchacha, ¿qué haces con semejante monstruo? Me habías dicho que tenías un perro, no un pony Shetland con garras. Si se mete conmigo le sacaré una de esas patazas de doce libras y pelearemos con el mismo peso. ¿Dónde guardas la montura? Creía que había escasez de carne en esta parte de la región. Pero ¿cómo se te ocurrió compartir tu morada con este dromedario carnívoro? ¿Y qué es esto de comprar semejante granero, a cincuenta kilómetros de ninguna parte, colgado de un precipicio, con un camino escalonado y a una altura como para hervir agua a ochenta grados centígrados? Debes de tardar años en prepararte el desayuno. Veinte minutos para unos huevos, y siguen crudos. Tengo hambre. Si ese basilisco danés no se lo ha comido todo, me devoraría unos ocho sándwiches. Salami y trigo entero. Tus flores están espléndidas, criatura. Lo mismo que tú. Aunque esto no es una novedad. Lástima que tengas seso. Si no fuera así, ya te habrías casado. Una vista encantadora, querida, encantadora. Me gusta esto. Me alegra que hayas comprado la casa. Tú, ven aquí —le dijo a Tiny.
Tiny se acercó a aquel menudo y voluble espécimen con la cabeza inclinada y la cola baja. La señora Forsythe extendió una mano y dejó que Tiny se la oliera antes de golpearle levemente el lomo. Tiny movió la poco elegante cola y fue a reunirse con Alistair, que bajó corriendo los escalones.
—Mamá, eres maravillosa. —Se inclinó y besó a su madre.
— ¿Qué era ese ruido horrible?
—¿Ruido? Oh, el claxon. —La señora Forsythe estaba ahora muy ocupada en levantar la capota del coche.
— Tengo un amigo en la industria del calzado. Quise ayudarlo a estimular las ventas. Preparé esto para hacer saltar a la gente. Cuando saltan se rompen los cordones. Dejan los zapatos en la calle. Miles de peatones caminando por la calle en calcetines. La gente tendría que caminar así, por otra parte. Es bueno para el arco del pie. —La mujer señaló con un ademán. Encima y alrededor del motor había cuatro grandes bocinas. Sobre la boca de cada una había un obturador, dispuesto de tal modo que giraba alrededor de su eje en ángulo recto con la bocina. Cuatro motorcitos DC abrían y cerraban los obturadores.—Así obtengo los gorjeos. En cuanto a la nota principal los cuatro suenan con intervalos de dieciséis octavos de tono. Bonito, ¿eh?
—Bonito—reconoció Alistair sinceramente—. ¡No, por favor, no hagas otra demostración! Casi le rompiste los tímpanos al pobre Tiny la primera vez.
—Oh, ¿sí? —La mujer se acercó contrita al perro.
No lo hice a propósito, mi querido perrito, no, de veras.
—El querido perrito alzó hacia ella unos oscuros ojos castaños y golpeó el suelo con la cola.— Me gustas —dijo la señora Forsythe con decisión. Extendió valientemente una mano y tiró con cariño del flojo labio superior de Tiny—. ¡Pero mira qué colmillos! Bueno, perro, mete adentro un poco de esa lengua, o te volverás del revés, como un guante. ¿Cómo no te casaste aún, chiquilla?
—¿Y por qué no te casaste tú? —replicó Alistair.
La señora Forsythe se estiró.
—He estado casada —dijo, y Alistair advirtió que el tono casual era forzado—. De una temporada matrimonial con los caracteres de Dan Forsythe saliste tú como resultado. —La voz se hizo más suave.— Tu padre era muchas personas de calidad a la vez, nena. —La mujer se sacudió.— Vamos a comer. Quiero oír acerca de Tiny. Tus gotitas de información acerca de este perro eran más atormentadoras que el capítulo nueve de una película en serie. ¿Quién es esa criatura Alee de St. Croix? ¿Una especie de nativo... caníbal, o algo semejante? Parece simpático. Me pregunto si notaste qué simpático te parece. ¡Cielo santo, la muchacha se ruboriza! Sólo sé lo que leí en tus cartas, querida, y nunca citaste a nadie al pie de la letra salvo a Nowland, y siempre acerca de ductilidad, permeabilidad y puntos de fusión. ¡Metalurgia! ¡Una niña como tú ocupada con molibdenos y duraluminios en vez de corazones y ajuares!
—Mamá, querida, ¿no se te ocurrió nunca que quizá yo no quiera casarme? No todavía, por lo menos.
—Claro que sí. Eso no altera el hecho de que una mujer es sólo cuarenta por ciento mujer antes que alguien la quiera, y sólo ochenta por ciento mujer hasta que tiene hijos. En cuanto a ti y tu preciosa carrera, creo recordar a una cierta Marie Sklodowska a quien no le importó casarse con un tal Curie, con ciencia o sin ella.
—Querida —dijo Alistair algo exasperada mientras subían los escalones y entraban en la fresca casa—, te lo explicaré de una vez por todas. La carrera no tiene importancia. Pero sí el trabajo. Me gusta. No le encuentro sentido a casarse por el gusto de estar casada.
—Oh, por favor, criatura, yo tampoco —dijo rápidamente la señora Forsythe. En seguida, lanzándole una crítica ojeada a su hija, suspiró—. Pero es una lástima.
—¿Qué quieres decir?
La señora Forsythe sacudió la cabeza.
—Si no me entiendes, significa que algo anda mal en tu sistema de valores, y en ese caso es inútil discutir. Me gustan tus muebles. Ahora, por piedad, aliméntame y háblame de tu Hércules canino.
Moviéndose hábilmente por la cocina mientras su madre se posaba como un pájaro de ojos brillantes en una escalinata al pie de la alacena, Alistair contó la historia de las cartas de Alee y la llegada de Tiny.
—Al principio era sólo un perro. Un perro maravilloso, por supuesto, y muy bien entrenado. Nos entendimos perfectamente. No había nada notable en él fuera de su historia, o por lo menos así me parecía, y ciertamente nada indicaba... algo. Quiero decir que podía haber respondido de aquel modo a mi nombre sólo porque le gustaba el sonido.
—Es posible —dijo su madre, complacida—. Dan y yo nos pasamos semanas en un laboratorio de sonido buscándote un nombre conveniente. Alistair Forsythe. Es un hallazgo. Recuérdalo cuando lo cambies.
—¡Mamá!
—Bueno, querida, sigue con la historia.
—Pensé entonces que todo era una disparatada coincidencia. Una vez aquí, Tiny no respondió particularmente al sonido de mi nombre. Parecía tener un placer canino perfectamente normal en andar alrededor de mí, y eso era todo.
«Entonces, una noche, luego de haber pasado conmigo un mes, descubrí que Tiny podía leer.
La señora Forsythe trastabilló, se tomó del borde del vertedero y se enderezó.
—¡Leer!
—Bueno, prácticamente. Yo tenía la costumbre de estudiar de noche, y Tiny se tendía frente al fuego, con el hocico entre las patas, mirándome. El asunto me divertía. Hasta tomé la costumbre de hablarle mientras estudiaba. Quiero decir, acerca del trabajo. Parecía siempre como si prestase mucha atención. Tonterías, por supuesto. O quizás era mi imaginación, pero me pareció notar que cada vez que yo me distraía o dejaba el trabajo para hacer otra cosa, Tiny se incorporaba y se acercaba a mí.
»Aquella noche particular yo trabajaba en la matemática de la permeabilidad de cierto grupo de las tierras raras. Dejé el lápiz y busqué mi Manual de física y química y sólo encontré un gran hueco en la biblioteca. El libro no estaba tampoco sobre el escritorio. Así que me volví hacia Tiny y dije, por decir algo: "Tiny, ¿qué has hecho con mi manual?"
»Tiny lanzó un gruñido sordo, como si se sintiese muy sorprendido, y fue hacia su cama. Levantó el jergón y sacó el libro. Lo tomó con los dientes —me pregunto cómo se las hubiera arreglado si fuera un scotty; es una obra bastante voluminosa— y me lo trajo.
»Yo no sabía qué hacer. Tomé el libro y lo examiné rápidamente. Estaba bastante estropeado. Aparentemente, había tratado de hojearlo con sus grandes patas. Dejé el libro y tomé a Tiny por el hocico. Lo llamé sinvergüenza de nueve modos distintos y le pregunté qué había estado buscando.
La muchacha hizo una pausa, mientras preparaba un sándwich.
—¿Y?
—Oh —dijo Alistair como si volviera de muy lejos—. No me lo dijo.
Hubo un pensativo silencio. Al fin la señora Forsythe miró hacia arriba con sus raros ojos de pájaro y dijo:
—Bromeas. Tiny no es tan inteligente.
—No me crees.
No era una pregunta.
La mujer mayor se incorporó y puso una mano en el hombro de la muchacha.
—Corderito, tu papá acostumbraba decir que sólo una cosa merecía creerse: lo que aprendes de la gente en quien confías. Te creo, por supuesto. Pero... ¿te crees tú?
—No estoy... enferma, mamá, si eso es lo que quieres decir. Deja que te cuente el resto.
—¿Pero hay más?
—Mucho más. —Alistair puso la pila de sándwiches en el aparador, al alcance de su madre. La señora Forsythe se lanzó sobre ellos con entusiasmo.— Tiny me ha estado incitando a hacer una investigación. Una investigación especial.
—¿Guiegue gasarte?
—¡Mamá! No te di esos sándwiches sólo para alimentarte. La idea era hacerte callar un poco, mientras yo hablaba.
—¡Huga! —dijo la señora alegremente.
—Bueno, Tiny no me deja trabajar en otro proyecto que no sea el que le interesa. Mamá, ¡no podré hablar si te quedas así, con la boca abierta! No... No puedo decir que no me deje hacer ningún trabajo. Pero sólo aprueba una cierta línea. Si tomo otro camino, da vueltas alrededor, me golpea el codo con el hocico, gruñe, lloriquea, y generalmente sigue así hasta que pierdo la cabeza y le digo que se vaya. Entonces va hacia la chimenea y se deja caer en el suelo. No me saca los ojos de encima. Por supuesto, se me ablanda el corazón, me arrepiento, le pido mil perdones, y luego hago lo que quiere.
La señora Forsythe tragó saliva, tosió, bebió un poco de leche y estalló.
—¡Espera un minuto, vas demasiado rápido! ¿Qué quiere que hagas? ¿Cómo sabes que él lo quiere? ¿Puede leer, o no? ¡Habla claro, criatura!
Alistair rio alegremente.
—Pobre mamá. No te acuso, querida. No, no creo que pueda leer realmente. No muestra ningún interés por los libros o las ilustraciones. El episodio con el manual fue aparentemente un experimento que no dio resultado. Pero... distingue las diferencias entre mis libros, aun libros con la misma encuadernación, aun cuando los cambie de sitio en la biblioteca. ¡Tiny!
El gran danés se incorporó pesadamente en el rincón de la cocina, resbalando sobre el linóleo encerado.
—Tráeme el Radio básica de Hoag, ¿quieres, jovencito?
Tiny se volvió y dejó la cocina, pisando con cuidado. Le oyeron subir las escaleras.
—Temía que no lo hiciera delante de ti —dijo Alistair—. Por lo general me advierte que no diga nada de sus poderes. Gruñe. Un sábado vino a almorzar conmigo el doctor Nowland. Yo empecé a hablar de Tiny y no pude seguir. Tiny estuvo horrible. Primero gruñó y luego ladró. Fue la primera vez que lo oí ladrar dentro de la casa. Pobre doctor Nowland. Estaba asustado de veras.
Se oyó el ruido blando de las patas de Tiny en la escalera y el perro entró en la cocina.
—Dáselo a mamá —dijo Alistair.
Tiny caminó lentamente hasta el banquillo y se paró frente a la asombrada señora Forsythe. La mujer le sacó el volumen de las mandíbulas.
—Radio básica —murmuró.
—Le pedí eso porque tengo un estante entero de libros técnicos arriba, todos del mismo editor, todos del mismo color, y aproximadamente del mismo tamaño —dijo Alistair con calma.
—Pero... pero... ¿cómo lo hace? .
Alistair se encogió de hombros.
—No sé. No lee los títulos. Estoy segura. No puede leer nada. He tratado de que lea de doce modos diferentes. Le he escrito instrucciones en trozos de papel y se los he mostrado... Cosas como «Ve a la puerta» y «Dame un beso». Mira los papeles y mueve la cola. Pero si yo leo los papeles antes...
—¿Si los lees en voz alta?
—No. Oh, hará cualquier cosa que yo le pida, es cierto. Pero no tengo que decírselo. Basta que yo lo lea. Así me hace estudiar lo que quiere que yo estudie.
—¿Me estás diciendo que este behemot puede leerte el pensamiento?
—¿Qué crees tú? Te mostraré. Dame el libro.
Tiny alzó las orejas.
—Hay algo aquí acerca de las corrientes eléctricas en cobre superenfriado que no recuerdo muy bien. Veamos si a Tiny le interesa.
Alistair se sentó ante la mesa de la cocina y empezó a hojear el libro. Tiny se acercó y se sentó enfrente, con la lengua fuera, y los grandes ojos castaños fijos en la muchacha. Hubo un silencio, mientras Alistair volvía las páginas, leyendo de cuando en cuando, volviendo otras páginas. Y de pronto Tiny gimió.
— ¿Entiendes ahora lo que quería decirte, mamá? Muy bien, Tiny. Lo leeré.
Silencio otra vez mientras los almendrados ojos verdes de Alistair recorrían la página. De repente Tiny se incorporó y tocó con el hocico la pierna de la muchacha.
—¿Hmmm? ¿La referencia? ¿Quieres que vuelva atrás?
Tiny se sentó otra vez, expectante.
—La referencia cita una parte de la primera sección sobre teoría de la electricidad —explicó Alistair. Alzó los ojos—. Mamá, léeselo tú. —La muchacha dejó la mesa y le alcanzó el libro a su madre.— Aquí. Sección cuarenta y cinco. ¡Tiny! Escucha a mamá. Adelante.
Empujó a Tiny hacia la señora Forsythe, que dijo con voz apagada:
—Cuando yo era niña le acostumbraba a leer cuentos de hadas a mis muñecas. Pensé que ya nunca volvería a eso, y aquí estoy, leyéndole un libro técnico a esta... esta catástrofe canina. ¿Leo en voz alta?
—No, no. Veamos si él entiende.
Pero la señora Forsythe no tuvo oportunidad de comprobarlo. Antes que hubiese leído dos líneas, Tiny se puso frenético. Corrió hacia la señora Forsythe y luego hacia Alistair. Se alzaba en dos patas como un caballo asustado, ponía los ojos en blanco, jadeaba, gemía. Hasta gruñó un poco.
—Pero ¿qué demonios pasa?
—Me parece que no puede comunicarse contigo —dijo Alistair—. Yo había pensado ya que está unido a mí de más de un modo, y esto es la prueba. Bueno, devuélveme el...
Pero antes que Alistair pudiera pedírselo, Tiny había saltado hacia la señora Forsythe, sacándole suavemente el libro de las manos, y se lo había llevado de vuelta a su dueña. Alistair le sonrió a su pálida madre, tomó el libro y leyó hasta que Tiny pareció perder todo interés. El perro volvió a su rincón junto al armario de la cocina y se echó bostezando.
—Fin —dijo Alistair cerrando el libro—. En otras palabras, la clase ha terminado. ¿Bueno, mamá?
La señora Forsythe abrió la boca, la cerró otra vez y meneó la cabeza. Alistair estalló en una carcajada.
—Oh, mamá —farfulló a través de la risa—. Hoy es un día histórico. ¡Te quedaste sin habla!
—No —dijo la señora Forsythe de mal humor—. Pienso... pienso que... bueno, ¡tienes razón! ¡Sí!
Cuando recobraron el aliento —pues la señora Forsythe se unió a las risas de su hija—, Alistair recogió el libro y dijo:
—Bueno, mamá, es casi la hora de mi sesión con Tiny. Oh, sí; es algo regular, y puedo asegurarte que Tiny me está llevando por sendas fascinadoras.
— ¿Como por ejemplo?
—Como el viejo e imposible problema de moldear el tungsteno. Hay un modo.
— ¡No digas! ¿Y vas a moldearlo... como se moldea un carácter?
Alistair arrugó la recta nariz.
— ¿Has oído hablar alguna vez del hielo comprimido? ¿Agua comprimida hasta que forma un sólido a lo que es comúnmente su punto de ebullición?
—Algo recuerdo.
—Bueno, sólo necesitas bastante presión, y una cámara que pueda resistir esa presión, y un par de menudencias como un campo de alta intensidad de ene megaciclos en fase con... No me acuerdo de las cifras; de todos modos, ésa es la solución.
—«Si tuviésemos unos huevos podríamos preparar jamón con huevos, si tuviésemos jamón» —citó la señora Forsythe—. Y además recuerdo que ese hielo comprimido se funde bastante rápidamente, así —y la mujer castañeteó los dedos—. ¿Cómo sabes que tu tungsteno moldeado, pues no podría ser tungsteno fundido, no cambiaría de estado del mismo modo?
—En eso trabajo ahora —dijo Alistair serenamente—. Vamos, Tiny. Mamá, tú puedes encontrar sola el camino, ¿no es cierto? Si necesitas algo, grita sin miedo. Esto no es una sesión espiritista.
—¿No? —murmuró la señora Forsythe mientras su hija y el perro subían las escaleras.
Sacudió la cabeza, entró otra vez en la cocina, llenó de agua un cubo y lo llevó hasta el coche, que ahora hervía a fuego lento. Rociaba cuidadosamente el radiador antes de empezar a verter el agua cuando oyó de pronto las pisadas de unas botas en el empinado camino.
Alzó los ojos y vio a un joven que subía trabajosamente en la tarde calurosa. Llevaba un viejo traje de piel de tiburón, y la chaqueta le colgaba de un brazo. A pesar de su ajada apariencia, caminaba firmemente, y el pelo rubio y rizado le brillaba a la luz del sol. Se acercó a la señora Forsythe y le echó una sonrisa que era todos ojos azules y dientes blancos.
—¿La casa de los Forsythe? —preguntó con una resonante voz de barítono.
—Eso es —dijo la señora Forsythe, descubriendo que tenía que volver la cabeza de un lado a otro para ver los hombros del desconocido. Sin embargo podían haberse intercambiado los cinturones.
—Debe de sentirse como este Canguro Azul —dijo ella, palmoteando el flanco asado de su menuda cabalgadura—. Se coció en seco.
—¿Llama al coche Canguro Azul? —dijo el hombre. Colgó la chaqueta en la portezuela y se secó la frente con un pañuelo que para el experimentado ojo de la señora Forsythe era de puro hilo.
—Así es —dijo ella, dominándose para no hacer un comentario sobre el leve pero extraño acento del joven—. Es estrictamente un asunto de embrague. Suelta usted el pedal y el coche echa a correr. Lo suelta una fracción de centímetro más y se lanza adelante como un rayo. Retrocede usted a cada momento para recobrar la cabeza, que ha quedado atrás. Hay que llevar una botella de colodión y un par de tablillas para poner la cabeza en su sitio. Se muere usted de hambre y no puede comer porque le falta la cabeza. ¿Qué lo trae por aquí?
El joven sacó como respuesta un sobre amarillo, mirando solemnemente el cuello y la cabeza de la mujer, y luego el coche, con la cara inmóvil y los ojos entornados de placer.
La señora Forsythe echó una ojeada al sobre.
—Oh. Telegrama. Ella está adentro. Se lo daré. Entre y le serviré algo. No se aguanta el calor. ¡No se limpie así los zapatos! ¡Es suficiente para desarrollarle a usted un complejo de inferioridad! Invite usted a un hombre, pero con el polvo que trae en los zapatos. Es un polvo bueno y honesto y aquí no cultivamos pisos relucientes. ¿Le tiene usted miedo a los perros?
El joven rio.
—Los perros me hablan, señora.
La mujer lo miró rápidamente; iba a decir que allí por lo menos eso podía ser cierto, pero lo pensó mejor.
—Siéntese —ordenó. Trajo un espumoso vaso de cerveza y lo puso junto a él—. La haré bajar para que firme el recibo. —El hombre dejó el vaso que había llevado a la boca, empezó a hablar, descubrió que estaba solo en el cuarto, se rio francamente, se enjugó el bigote y se hundió otra vez en el vaso.
La señora Forsythe oyó la risa, sonrió con una mueca meneando la cabeza y fue directamente hacia el estudio de Alistair.
—¡Alistair!
—¡Dejemos esto de la ductilidad del tungsteno, Tiny! No seas terco. Los números son números y los hechos son hechos. Creo entender adonde quieres llevarme. Sólo puedo decirte que si esto es posible, no creo que exista el equipo necesario. Espera unos años y te alquilaré una fábrica de energía nuclear. Temo que hasta entonces...
—¡Alistair!
—... no haya simplemente... ¿Eh? ¿Sí, mamá?
—Telegrama.
—Oh. ¿De quién?
—No sé, pues mis poderes de adivinación son un cuarenta y uno por ciento menores que los de ese perro que tienes ahí. En otras palabras, no abrí el telegrama.
—Oh, mamá, eres tonta. Por supuesto que podías... Oh, bueno, dámelo.
—No lo tengo. Está abajo con el hijo del Discóbolo, que fue quien lo trajo. Nadie —dijo en éxtasis— tiene derecho a estar quemado con pelo de ese color.
—¿De qué estás hablando?
—Baja y firma el telegrama y compruébalo tú misma. Descubrirás el sueño de una doncella con la cabeza dorada metida en un vaso de cerveza, acalorado y sudoroso luego de sus nobles esfuerzos por alcanzar esta cima sin cuerdas ni picos, sin otra guía que su corazón puro y la Western Union.
—Ocurre que el sueño de esta doncella es el tratamiento del tungsteno —dijo Alistair con cierta irritación. Miró tristemente su hoja de trabajo, dejó el lápiz, y se puso de pie—. Quédate aquí, Tiny. Volveré tan pronto como triunfe sobre el último esquema de mi madre. Pretende que le salga al paso en el camino hacia el matrimonio a algún joven macho. —Se detuvo en la puerta.
— ¿No te quedas aquí, mamá?
—Sácate ese pelo de la cara —dijo su madre, ceñuda
— No. No me perderé esto por nada del mundo. Y no hagas juegos de palabras delante de ese joven. Eso es prácticamente lo único en el mundo que considero vulgar.
Alistair bajó las escaleras y caminó por el corredor que llevaba a la cocina. Su madre la seguía pisándole los talones, arreglándole el pelo, tironeándole la chaqueta. Cruzaron la puerta casi juntas. Alistair se detuvo y se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.
Pues el joven se había incorporado y, aún con las huellas de espuma en los labios, la miraba con la mandíbula inferior estúpidamente caída, la cabeza un poco echada hacia atrás, los ojos entornados como ante una luz demasiado brillante. Y durante un rato pareció como si todos en el cuarto se hubiesen olvidado de respirar.
— ¡Bueno! —estalló al fin la señora Forsythe—. Querida, has hecho una conquista. Eh, vamos, el pecho adelante, la barbilla levantada.
—Le ruego que me disculpe —dijo el joven, y la frase pareció más una expresión familiar que una afectación.
—Por favor, mamá —dijo Alistair recobrándose con rapidez.
Se adelantó y recogió el telegrama de la mesa de la cocina. Su madre la conocía bastante y advertía que a Alistair no le temblaban las manos sólo gracias a un notable esfuerzo. Saber si ese esfuerzo pretendía ocultar fastidio, embarazo o algo enteramente bioquímico podía dejarse para más tarde. Mientras tanto la señora Forsythe disfrutaba tremendamente de la situación.
—Espere, por favor —dijo Alistair fríamente—. Puede haber una respuesta.
El joven meneó simplemente la cabeza. Estaba aún un poco aturdido por la aparición de Alistair, como muchos otros jóvenes lo habían estado antes. Pero mientras miraba cómo Alistair abría el telegrama, le asomó otra vez a los labios aquella asombrosa sonrisa.
—¡Mamá! ¡Escucha! «Llegué esta mañana y espero encontrarla en su casa. El viejo Debbil murió en accidente, pero recobró memoria antes de morir. Tengo información que puede aclarar misterio... o agravarlo. Espero verla, pues no sé qué pensar. Alee.»
—¿Cuántos años tiene ese salvaje tropical? —preguntó la señora Forsythe.
—No es un salvaje y no sé cuántos años tiene y no entiendo a qué viene esto. Creo que tiene mi edad, o un poco más.
Alistair alzó unos ojos brillantes.
—Terrible rival —le dijo la señora Forsythe al mensajero, consolándolo—. No ha llegado en buena hora.
—Yo... —dijo el joven.
—Mamá, tenemos que preparar algo para comer. ¿Crees que podrá quedarse? ¿Dónde está mi vestido verde con...? Oh, no sabes. Es nuevo.
—Oh, entonces las cartas no trataban sólo del perro —dijo la señora Forsythe sonriendo y mostrando los dientes.
—Mamá, eres imposible. Esto es... es importante.
—Alee... es...
La señora Forsythe asintió.
—Importante. Es lo que yo quería decir.
—Yo...—dijo el joven.
Alistair se volvió hacia él.
—Espero que no piense que estamos totalmente locas. Siento que haya tenido que subir hasta aquí —dijo.
Fue hasta el aparador y sacó una moneda de un azucarero. El joven la tomó gravemente.
—Gracias, señora. Si no le importa, guardaré esta moneda de plata hasta el día de mi muerte.
—Es usted bien... ¿Qué?
El joven pareció todavía más alto.
—Agradezco de veras su hospitalidad, señora Forsythe. Pero está usted en desventaja y debo corregir la situación.
Se puso entre los labios un índice doblado y emitió un increíble silbido.
—¡Tiny! —rugió—. ¡Ven aquí y preséntame!
Del piso alto vino la respuesta de un rugido, y Tiny bajó atropellándose, pataleó desordenadamente al girar al pie de las escaleras y se precipitó por el piso pulido para caer alegremente sobre el joven.
—Ah, bestia —canturreó él, sacudiendo feliz la cabeza del perro, y añadió con una voz más grave
—Has prosperado aquí con las señoras, estúpido caballo. Me alegro, me alegro de veras. —Sonrió con una mueca a las dos asombradas mujeres. — Perdónenme —dijo mientras aporreaba a Tiny, le tiraba de las orejas, lo apartaba, le apretaba las mandíbulas—. Ante todo, la señora Forsythe no me dio oportunidad de hablar al principio, y luego me dejé arrastrar por el equívoco. Alee es mi nombre, y el telegrama me lo dio el verdadero mensajero, a quien encontré al pie de la loma, sudoroso y suspirando.
Alistair se cubrió la cara con las manos.
—!Oh —dijo.
La señora Forsythe chillaba de risa. Cuando recobró la voz preguntó:
—¿Cuál es su apellido, joven?
—Sandersen, señora.
—¡Mamá! ¿Por qué le preguntaste eso?
—Por razones de eufonía —dijo la señora Forsythe guiñando un ojo—. Alexander Sandersen. Muy bien, Alistair...
—¡Basta! Mamá, no te atreverás...
—Iba a decir, Alistair, que si tú y tu huésped me disculpan, volveré a mi tejido.
La mujer fue hacia la puerta. Alistair lanzó a Alee una mirada aterrada y exclamó:
—¡Mamá! ¿Qué estás tejiendo?
—Mis planes, querida. Te veré luego.
La señora Forsythe rio entre dientes y desapareció.
Alee tardó casi una semana en enterarse de las últimas hazañas de Tiny, pues Alistair le contó todo muy minuciosamente. Nunca parecía haber bastante tiempo para explicaciones y anécdotas, tan rápidas volaban las horas cuando él y Alistair estaban juntos. Algunos días iba a la ciudad, y salía con Alistair por la mañana y se pasaban el día comprando herramientas y equipos para la plantación. Nueva York le parecía una ciudad maravillosa —había estado allí sólo una vez— y Alistair descubrió que se sentía como dueña del lugar, y le mostraba todo como si sacase tesoros de un cofre. Después de estas salidas Alee se quedaba en la casa un par de días. Se ganó para siempre el cariño de la señora Forsythe quitando, limpiando y arreglando el embrague del Canguro Azul, simplificando los controles del refrigerador de gasolina de modo que se lo pudiese calentar sin complicadas operaciones, y poniendo una viga bajo el rincón del porche que amenazaba derrumbarse.
Y las sesiones con Tiny fueron recomenzadas e intensificadas. Alee asistió a una y al principio el perro pareció algo incómodo, pero antes de media hora ya se había tranquilizado. Desde entonces interrumpió cada vez más a Alistair para volverse hacia Alee. Aunque aparentemente no podía leerle los pensamientos a Alee, daba muestras de entender perfectamente cuando Alee hablaba con Alistair. Y al cabo de unos pocos días ella aprendió a aceptar estas interrupciones, pues aceleraban evidentemente la investigación. Alee ignoraba casi totalmente la teoría con que trabajaba Alistair, pero tenía una mente clara, rápida y eficiente. No era un teórico, y eso ayudaba. Era en verdad uno de esos raros ingenios que parecen intuir certeramente las leyes de causa y efecto. La reacción de Tiny era de aprobación. Por lo menos las ocasiones en que Alistair perdía el rastro de las intenciones de Tiny eran cada vez más raras. Alee sabía instintivamente hasta qué punto debían retroceder, y luego cómo localizar el punto donde se habían extraviado. Y poco a poco empezaron a entender qué buscaba Tiny. Y también el porqué y el cómo de esa búsqueda. La experiencia de Alee con el viejo Debbil fue una buena pista. Fue por lo menos suficiente para que Alee siguiese buscando una posible solución a la extraña necesidad del extraño animal.
—Ocurrió junto al molino de azúcar —le dijo a Alistair, luego de haberse enterado de la increíble conducta del perro y mientras intentaban determinar el porqué y el cómo—. Debbil me llamó desde el canal que lleva la caña a los transportadores.
—Patrón —me dijo—, eso no es nada seguro. —Y me señaló los engranajes que mueven el transportador. La máquina tiene unos dientes bastante largos, señorita Alistair, de unos veinticinco centímetros, que trabajan con unos piñones. Es una máquina vieja, pero fuerte y adecuada. Debbil había notado que el eje de los piñones oscilaba un poco.
—Eres un viejo maniático, Debbil —le dije.
—No, patrón —me contestó—. Mire, esa cosa de los dientes. No es nada seguro. Le mostraré. —Y antes que pudiera moverme, o pensar, alzó la cubierta y metió la mano. Los engranajes le arrastraron el brazo y se lo arrancaron casi, a la altura del hombro. Le pido humildemente perdón, señorita Alistair.
—S—siga —dijo Alistair, a través de su pañuelo.
—Bueno, Debbil era un viejo idiota, ciertamente, y murió como había vivido, en paz descanse. Era viejo y lo habían devorado la malaria y la elefantiasis y otras cosas parecidas, y ni siquiera el doctor Thetford pudo salvarlo. Pero ocurrió algo extraño. Agonizaba, y toda la aldea se había reunido en la puerta haciendo planes para el velatorio, cuando me mandó llamar. Corrí, y debería haber visto usted cómo me sonrió cuando crucé el umbral.
Alee se vio otra vez en la casa de paredes de adobe, con el aire enrarecido bajo el techo de hojas de palmera, y el resplandor de la lámpara de petróleo que habían puesto en el alféizar para que el viejo muriese junto a la luz. Alee continuó con una voz grave:
—¿Cómo se siente, Debbil? —le pregunté.
—Patrón, estoy perdido —me dijo—, pero se me iluminó la cabeza.
—Bueno, cuénteme, Debbil.
—Patrón, la gente dice que el viejo Debbil no puede recordar el sabor de un mango mientras lo pela. Dicen que ni recuerda su propia casa si falta de ella tres días.
—Chismes, Debbil.
—Verdades, patrón. Nadie da un centavo por mi cabeza. Pero, patrón, recuerdo algo ahora, muy claro, y usted tiene que saberlo. Patrón, el día que fui al agua vi un aparecido en las piedras del palacio del gobernador.
—¿Un aparecido? —preguntó la señora Forsythe.
—Sí, un fantasma, señora. Los crúcenos son muy supersticiosos. ¡Tiny! ¿Qué te pasa, chico?
Tiny gruñó otra vez. Alee y Alistair se miraron.
—No quiere que usted siga hablando.
—Escúcheme. Quiero que Tiny entienda esto. Soy su amigo. Quiero ayudarla a usted a que lo ayude. Tiny quiere que se entere tan poca gente como sea posible. No le diré nada a nadie sin su permiso.
—¿Y bien, Tiny?
El perro, de pie, movía inquieto la cabeza, mirando primero a Alistair y luego a Alee. Al fin emitió un sonido, que podía ser la traducción sonora de un encogerse de hombros, y se volvió hacia la señora Forsythe.
—Mamá es parte de mí —dijo Alistair firmemente—. Y así ha de ser. No hay otra alternativa. —Se inclinó hacia adelante.
— No puedes hablar con nosotros. Sólo puedes indicarnos lo que quieres decir y hacer. Creo que la historia de Alee nos ayudará a saber lo que quieres y a conseguirlo más rápidamente. ¿Entiendes?
Tiny la miró largo rato, dijo: «Guff» y se echó en el suelo con el hocico entre las patas y los ojos clavados en Alee.
—Creo que al fin vamos a alguna parte —dijo la señora Forsythe—. Y debo añadir que esto se debe principalmente a la convicción que tiene mi hija de que es usted un hombre maravilloso.
—¡Mamá!
—Bueno, atrévete a negarlo. ¡Están ruborizados los dos!
—exclamó la señora Forsythe.
—Continúe, Alee —dijo Alistair con voz ahogada.
—Gracias. El viejo Debbil me contó una hermosa historia de las cosas que había visto en las ruinas. Una gran bestia, sí, y sin forma, y con una cara tan fea como para enloquecerlo a uno. Pero por algún motivo uno se «sentía bien» junto a la bestia. Debbil dijo que fue un milagro, pero no tuvo miedo. «Era todo húmedo, patrón», me dijo Debbil, «como una babosa, y el ojo que tenía daba vueltas y temblaba, y yo estaba allí sintiéndome como una novia en el altar, sin ningún miedo». Bueno, pensé que el viejo deliraba, y además siempre lo habíamos considerado un poco loco. Pero la historia era muy clara, y en ningún momento se detuvo a pensar. Me pareció que todo era cierto.
«Debbil dijo que Tiny se acercó a la bestia y que la bestia se dobló sobre él como una gran ola marina. Se cerró sobre él, y Debbil se quedó allí como clavado a la tierra todo el día, sin miedo, y sin sentir ningún deseo de irse. Ni siquiera aquella cosa que estaba en los matorrales entre las piedras lo sorprendía.
»Dijo que era un submarino, grande como la casa de la plantación, y sin ninguna marca en la superficie salvo la parte de vidrio, en el sitio donde tienen la boca los tiburones.
»Y cuando el sol empezó a caer la bestia se estremeció y retrocedió, y apareció Tiny. Se acercó a Debbil, y la bestia se sacudió, y el aire pesaba con los esfuerzos del monstruo, que trataba de hablar. Una nube se le formó en el cerebro a Debbil y oyó una voz. "Una voz sin palabras, patrón, sin sonidos, pero decía que me olvidase. Decía que me fuera y olvidase." Y lo último que vio el viejo Debbil mientras se volvía para irse fue que la bestia se derrumbaba, como muerta por el esfuerzo que había hecho. "Y la nube me siguió en la cabeza, patrón, desde ese día. Estoy perdido ahora, pero la nube se fue y Debbil recuerda la historia." —Alee se reclinó en la silla y se miró las manos.— Eso fue todo. Debió de haber ocurrido hace unos quince meses, poco antes que Tiny empezara a mostrarse raro. —Respiró con fuerza y alzó los ojos.— Quizá yo sea muy crédulo. Pero conocía muy bien al viejo Debbil. Nunca en su vida pudo inventar una historia semejante. Me molesté en ir yo mismo hasta el palacio del gobernador, después del entierro. Puedo haberme equivocado, pero algo grande estuvo posado en aquellos matorrales, pues estaban aplastados en un diámetro de unos treinta metros. Bueno, ésta es la historia. La historia de un hombre supersticioso e ignorante, que murió a causa de un terrible accidente y de muchos años de enfermedad.
Hubo un largo silencio, y al fin Alistair se echó hacia atrás el rojo pelo brillante y dijo:
—No es Tiny, de ningún modo. Es... es algo fuera de Tiny. —Miró al perro, con los ojos muy abiertos.— Y no me importa.
—Tampoco le importó a Debbil, cuando lo vio —le dijo Alee gravemente.
La señora Forsythe estalló.
—¿Qué hacemos aquí sentados mirándonos como tontos? No me contesten; yo les explicaré. Todos nosotros podemos imaginar una historia que ordene los hechos, y todos callamos por miedo al ridículo. Una historia que se acomodase a estos hechos sería realmente una sorpresa.
—Bien dicho —dijo Alee con una sonrisa—. ¿Quiere explicarnos su idea?
—Pobre víctima —murmuró Alistair.
—Niña, no seas impertinente. Por supuesto, me complacerá mucho explicársela, Alee. Pienso que el buen Señor, en su infinita misericordia, ha decidido que es hora de que Alistair recobre el sentido, y sabiendo que sería necesario un milagro cuasi científico, preparó éste...
—Un día —dijo Alistair fríamente—, barreré tu verbosidad y tu sentido del humor de un solo golpe.
La señora Forsythe sonrió con una mueca.
—Hay momentos buenos para chistes, querida, y éste es uno. Odio ver a gente solemne solemnemente sentada y abrumada. ¿Qué piensa de todo esto, Alee?
Alee se tironeó una oreja y dijo:
—Sugiero que Tiny decida. Es asunto suyo. Sigamos trabajando y no olvidemos lo que hemos aprendido.
Ante el asombro de todos, Tiny se precipitó sobre Alee y le lamió la mano.
La explosión llegó seis semanas después de la llegada de Alee. (Oh, sí, se quedó seis semanas y aún más. Tardó bastante en idear algunos trámites que debía hacer en Nueva
York para quedarse tanto tiempo, pero después de seis semanas era casi un miembro de la familia y no necesitaba excusas.) Había inventado un código de señales para Tiny, de modo que el perro pudiese añadir algo a las conversaciones. «Ahí está, señora —explicó—. Como una mosca en la pared viéndolo todo y oyéndolo todo, y sin decir una palabra. Imagínese en esa situación, tan interesada como está usted en la charla.» Para la señora Forsythe realmente la imagen mental era demasiado vivida. De modo que la investigación propiciada por Tiny quedó postergada cuatro días mientras buscaban un código. Pronto abandonaron la idea de un guante con un lápiz de bolsillo, para que Tiny pudiese escribir un poco, y otros dispositivos similares. El perro no estaba organizado simplemente para esos trabajos minuciosos; y además no daba muestras de entender los símbolos escritos o impresos. Sólo los entendía a través del pensamiento de Alistair.
El plan de Alee era más simple. Cortó algunas formas de madera: un disco, un cuadrado, un triángulo. El disco significaba «sí», o cualquier otra afirmación, según el contexto. El cuadrado era «no», o cualquier negación. El triángulo indicaba una pregunta o un cambio de tema. La cantidad de información que Tiny podía proporcionar moviendo una u otra de estas formas era asombrosa. Una vez determinado el tema de discusión, Tiny se instalaba entre el disco y el cuadrado de modo que bastaba que moviera la cabeza a un lado o a otro para indicar «sí» o «no». Se habían acabado las exasperantes sesiones en que perdían la pista de la investigación y había que volver atrás. Las conversaciones eran ahora así:
—Tiny, quiero hacerte una pregunta. Espero que no la juzgues demasiado personal. ¿Puedo?
Así hablaba Alee, infinitamente cortés con los perros. Siempre había reconocido la innata dignidad de estos animales.
Tiny respondía sí moviendo la cabeza hacia el disco.
—¿Tenemos razón al suponer que tú, el perro, no eres quien se comunica con nosotros, que eres sólo un médium?
Tiny señaló el triángulo.
—¿Quieres cambiar de tema?
Tiny titubeó, luego fue hacia el cuadrado.
—No.
—Indudablemente, quiere algo de nosotros antes de discutir el asunto. ¿No es así, Tiny? —dijo Alee.
—Sí.
—Ya le dimos de cenar, y no fuma—dijo la señora Forsythe—. Pienso que quiere asegurarse de que guardaremos el secreto.
—Sí.
—Bien, Alee, es usted maravilloso —dijo Alistair—. Mamá, deja de sonreír. Sólo quería decir...
—No digas más, criatura. Cualquier explicación será una desilusión para Alee.
—Gracias, señora —respondió Alee gravemente, con aquella expresión divertida en los ojos. Se volvió hacia Tiny—. Bueno, ¿qué dices? ¿Eres un superperro?
—No.
— ¿Quién...? No, no contestará a eso. Retrocedamos un poco. ¿Es cierta la historia del viejo Debbil?
Sí.
—Ah. —Alee, Alistair y su madre se miraron.— ¿Dónde está ese... monstruo? ¿Aún en St. Croix?
—No.
—¿Aquí?
—Sí
—¿Quieres decir aquí, en la casa?
—No.
—¿Cerca?
—Sí.
—¿Cómo podemos descubrir dónde sin nombrar todos los lugares de los alrededores? —preguntó Alistair.
—Ya sé —dijo la señora Forsythe—. Alee, de acuerdo con Debbil, ese «submarino» era bastante grande, ¿no es cierto?
—Sí, señora.
—Bien. Tiny, ¿tiene él... eso... la nave aquí también?
—Sí.
La señora Forsythe extendió las manos.
—No hay dudas, entonces. Sólo hay un lugar donde puede ocultarse un objeto como ése.
Señaló con la cabeza la pared oeste de la casa.
—¡El río! —exclamó Alistair—. ¿Es así, Tiny?
Sí. Y Tiny señaló inmediatamente el triángulo.
—¡Espera! —dijo Alee—. Tiny, perdón, pero quiero hacerte otra pregunta. Poco después de que salieras para Nueva York, ocurrió algo con las brújulas, todas apuntaron al oeste. ¿Fue a causa de la nave?
—Sí.
—¿En el agua? : No.
—¡Pero esto es pura ciencia ficción! —dijo Alistair—. Alee, ¿la ciencia ficción llega a los trópicos?
—Ah, señorita Alistair, no bastante a menudo, ciertamente. Pero la conozco bien. Las naves del espacio son como un cuento de Mi madre la Oca para mí. Pero hay aquí una diferencia. En todas las historias que he leído, cuando una bestia viene del espacio, es para matar y conquistar; y sin embargo... no sé por qué, pero sé que esta criatura no intenta nada parecido. Más aún, nos desea bien.
—Siento lo mismo —dijo la señora Forsythe pensativamente—. Hay algo así como una nube protectora que parece rodearnos. ¿Tiene esto sentido para ti, Alistair?
—Sí, y desde hace tiempo —dijo Alistair con convicción. Miró reflexivamente a Tiny—. Me pregunto por qué... no se muestra. Y por qué sólo puede comunicarse por mi intermedio. ¿Y por qué yo?
—Diría, señorita Alistair, que usted fue elegida a causa de la metalurgia. En cuanto a por qué nunca vemos a la bestia, bueno, ella tendrá sus razones. Y éstas deben de ser bastante buenas.
Día tras día, y fragmento tras fragmento, consiguieron y dieron información. Muchas cosas siguieron siendo un misterio, pero, extrañamente, no parecía haber mucha necesidad de hacerle a Tiny demasiadas preguntas. La atmósfera de confianza y buena voluntad que los rodeaba no sólo hacía que las preguntas pareciesen innecesarias, sino hasta rudas.
Y día tras días, poco a poco, una imagen empezó a formarse entre las hábiles manos de Alee. Era una pieza metálica, de forma bastante simple, pero con unos conductos y una cámara en su interior. Había sido diseñada aparentemente para sostener y proteger un eje metálico. No había ninguna abertura en la cámara central; sólo la del eje. El eje giraba; lo movía algo que había dentro de la cámara. Este punto fue muy discutido, una y otra vez.
—¿Por qué los conductos? —se quejó Alistair, mesándose los cabellos llameantes—. ¿Por qué carboloy? ¿Y por qué, en nombre de Nemo, tungsteno?
Alee se quedó mirando largo rato el dibujo. De pronto se golpeó la frente.
—Tiny, ¿hay radiación dentro de la cámara? Quiero decir: ¿material peligroso?
—Sí.
—Ésa es la solución entonces —dijo Alee—. Tungsteno para proteger la radiación. Metal fundido, uniforme. Los conductos en las aberturas del eje... Mire, hay unas placas en el eje que deben de insertarse entre los conductos.
—Y nada que vaya a ninguna parte, y ninguna parte a donde pueda ir algo, excepto el eje por supuesto. ¡Y además es imposible moldear de ese modo el tungsteno! Quizá pueda hacerlo el monstruo de Tiny, pero no nosotros. Quizá con un fundente adecuado y suficiente energía... pero es absurdo. El tungsteno no se funde.
—Y no podemos construir una nave del espacio. ¡Debe de haber un modo!
—No con la técnica de hoy, y no con el tungsteno —dijo Alistair—. Tiny nos da simplemente indicaciones como las que daríamos nosotros a la panadería de la esquina si quisiésemos una tarta de boda.
—¿Por qué dijo «una tarta de boda»?
—¿Usted también, Alee? ¿No basta con mamá? —Pero Alistair no dejó de sonreír.— En cuanto al fundido... me parece que nuestro misterioso amigo está en la situación de un aficionado a la radio que conoce todas las partes de su aparato, cómo está hecho, cómo y por qué funciona. De pronto una lámpara estalla, y descubre que no puede comprar otra. Y la única solución es fabricarla él mismo. Aparentemente la bestia de Tiny se encuentra ante ese problema. ¿Qué dices, Tiny? ¿Le falta a tu amigo una parte que él nunca fabricó?
—Sí
—¿Y la necesita para salir de la Tierra?
—¡Sí!.
—¿Cuál es la dificultad? —preguntó Alee—. ¿No puede alcanzar la velocidad necesaria?
Tiny titubeó, y señaló el triángulo.
—O no quiere hablar de eso, o no tiene relación con el asunto —dijo Alistair—. No importa. Nuestro problema principal es el fundido. No puede hacerse. Nadie puede hacerlo, por lo menos en este planeta, me parece, y estoy bastante informada. ¿Tiene que ser tungsteno, Tiny?
—Sí
—¿Tungsteno para qué? —preguntó Alee—. ¿Cómo coraza para la radiación?
—Sí.
Alee se volvió a Alistair.
—¿No hay algo con qué reemplazarlo?
Alistair meditó un rato mirando el dibujo.
—Sí, varias cosas —dijo pensativamente. Tiny la miraba, inmóvil. Pareció derrumbarse cuando la muchacha se encogió de hombros y dijo—: Pero no nada con paredes tan delgadas. Una pared de plomo de un metro de ancho podría servir, y tendría la resistencia mecánica necesaria. Pero sería indudablemente demasiado grande. Berilio...
Al oír la palabra Tiny se incorporó y pisó el cuadrado. Un enfático no.
—¿Y alguna aleación?—preguntó Alee.
—¿Bueno, Tiny?
Tiny fue hacia el triángulo. Alistair meneó la cabeza.
—No sé. No se me ocurre ninguna. Le preguntaré al doctor Nowland. Quizás...
Al día siguiente, Alee se quedó en la casa y se pasó el día discutiendo alegremente con la señora Forsythe y construyendo un emparrado. Fue una radiante Alistair la que volvió a la casa aquel atardecer.
—¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos! —canturreó mientras entraba bailando en la casa—. ¡Alee! ¡Tiny! ¡Vengan!
Corrieron al estudio. Sin quitarse la boina verde con la pluma anaranjada casi del color de su pelo, Alistair amontonó cuatro libros y se puso a hablar animadamente.
—Molibdeno áureo. Tiny, ¿qué te parece? ¡Oro y molibdeno III pueden ser la solución! ¡Escucha!
Y se puso a enumerar datos espectrales, fórmulas en letras griegas y comparaciones de resistencias de material. Alee, mareado, se quedó mirándola, sin escuchar. Mirarla era un placer cada vez mayor.
Cuando Alistair calló, Tiny se alejó de ella y se echó en el piso con la mirada clavada en el espacio.
—¡Bueno! —dijo Alee—. Mire, señorita Alistair. La primera vez que lo veo pensar algo.
—Calle. No lo molestemos entonces. Si ésta es la respuesta, y nunca lo pensó antes, tiene bastante trabajo. Vaya a saber con qué ciencia fantástica tendrá que comparar mis datos.
—Comprendo. Por ejemplo... bueno, suponga que destrozamos un avión en la selva brasileña y necesitamos un nuevo cilindro hidráulico para el tren de aterrizaje. Entonces uno de los nativos nos muestra un trozo de palo hacha y tenemos que averiguar si puede servirnos.
—Algo parecido —susurró Alistair—. Yo...
Tiny la interrumpió. Saltó de pronto y corrió hacia ella, y le besó las manos, cometiendo luego la prohibida enormidad de ponerle las patas en los hombros, volviendo de prisa a las formas de madera y moviendo el disco con el hocico, el símbolo de sí. Movía la cola como un metrónomo.
La señora Forsythe entró en pleno alboroto y preguntó:
—¿Qué pasa aquí? ¿Quién transformó a Tiny en un derviche? ¿Qué le dieron de comer? No me lo digan. Déjenme... No le habrán solucionado el problema. ¿Qué van a hacer? ¿Le comprarán una varita mágica?
—Oh, mamá. ¡Lo conseguimos! Una aleación de molibdeno y oro. Puedo encargar la aleación y hacerla fundir en poco tiempo.
—Bueno, criatura, bueno. ¿Vas a fundir todo? —preguntó la mujer señalando el dibujo.
—Claro, sí.
—Hum.
—¡Mamá! ¿Puedo preguntarte por qué dijiste «hum» en ese tono?
—Puedes preguntarlo, querida. ¿Quién va a pagar?
—Pero eso... yo... oh. ¡Oh!—dijo horrorizada, y corrió hacia el dibujo.
Alee se acercó y miró por encima del hombro de Alistair. La muchacha hizo unas cuentas en un rincón del dibujo, emitió otro «oh» y se sentó compungida.
—¿Cuánto? —preguntó Alee. —Lo sabré mañana —respondió Alistair con un suspiro—. Conozco mucha gente. Puedo obtenerlo al costo... quizá. —Miró tristemente a Tiny. El perro se acercó y le puso la cabeza sobre las rodillas y ella le tironeó las orejas.— No te abandonaré, mi querido —murmuró.
Averiguó el precio a la mañana siguiente. Algo más de trece mil dólares.
—Quizá puedas indicarnos dónde conseguir el dinero —dijo Alistair como si esperara que el perro extrajera una billetera.
Tiny gimió, lamió la mano de Alistair, miró a Alee, y se echó en el suelo.
—¿Y ahora? —preguntó Alee.
—Ahora prepararemos algo de comer —dijo la señora Forsythe alejándose hacia la puerta.
Los otros iban a seguirla cuando Tiny se incorporó de un salto y corrió ante ellos. Se detuvo en el umbral y lloriqueó. Cuando Alistair se acercó, se puso a ladrar.
—Calla, ¿qué pasa, Tiny? ¿Quieres que nos quedemos aquí un rato?
—Eh, ¿quién manda aquí? —quiso saber la señora Forsythe.
—Él manda —dijo Alee, y supo que había hablado por todos.
Se sentaron. La señora Forsythe en el sofá del estudio, Alistair a su escritorio, Alee ante la mesa de dibujo. Pero Tiny no aprobaba aparentemente la distribución. Sumamente excitado corrió hacia Alee, lo empujó con la cabeza, se precipitó hacia Alistair, tomándola suavemente por la muñeca y tironeando de ella hacia Alee.
—¿Qué ocurre, amigo?
—Parece un casamentero —señaló la señora Forsythe.
—Tonterías, mamá —dijo Alistair ruborizándose—.
Quiere que Alee y yo cambiemos de lugar. Eso es todo.
—Oh —dijo Alee y fue a sentarse junto a la señora Forsythe. Alistair se sentó a la mesa de dibujo. Tiny puso una pata sobre la mesa señalando el bloc de papel. Alistair miró al perro con curiosidad, y arrancó la hoja superior. Tiny tomó un lápiz con la boca.
Los otros esperaron. De algún modo nadie quería hablar. Quizá ninguno podía, pero no había por qué hacerlo. Y gradualmente la tensión fue subiendo en la habitación. Tiny estaba de pie muy tieso, en el centro. Le brillaban los ojos, y cuando cayó flojamente nadie fue a auxiliarlo.
Alistair tomó el lápiz lentamente. Mirándole la mano, Alee recordó el movimiento del punzón en las tablillas de los espiritistas. El lápiz se movió firmemente, con pequeños impulsos, hasta alcanzar la hoja blanca, y quedó suspendido sobre ella. Alistair estaba muy pálida.
Luego, nadie supo qué ocurrió exactamente. Podían ver, pero no les importaba. Y el lápiz de Alistair empezó a moverse. Algo, en alguna parte, estaba dirigiendo su mente... no su mano. El lápiz corrió más y más rápidamente, y escribió lo que más tarde se llamaría la fórmula Forsythe.
No hubo señal entonces, por supuesto, del furor que causaría esa fórmula, de los millones de conjeturas que se plantearían al descubrirse que la muchacha que había escrito la fórmula no podía tener, de ningún modo, los necesarios conocimientos matemáticos. Nadie la entendió al principio, y muy pocos después. Alistair ciertamente no sabía qué significaba.
El editor de una revista popular explicó de un modo asombrosamente cercano la verdadera naturaleza de la fórmula cuando escribió: «La fórmula Forsythe, que describe lo que los suplementos dominicales llaman "algo por nada", y el dibujo que la acompaña, significan poco para el hombre común. Pero hasta donde puede determinarse, la fórmula es la descripción de un dispositivo y sus principios de funcionamiento. El dispositivo parece poder fabricar energía de alguna naturaleza, y si alguna vez se lo entiende, la energía atómica irá a parar al desván con las lámparas de gas.
»E1 dispositivo consistiría esencialmente en una esfera de energía encerrada en una cápsula que absorbe neutrones. La esfera tiene "capas" internas y externas. La atraviesa un eje. Aparentemente un campo magnético se mueve alrededor de la cubierta exterior del dispositivo. La esfera de energía se alinea a su vez en este campo. La esfera interior gira con la exterior y mueve el eje. Si la heterodoxa matemática de la fórmula no es falsa —y nadie parece haber intentado probarlo— el efecto de alineación entre el campo rotativo y las dos esferas concéntricas, como también el eje, es totalmente independiente de la carga. En otras palabras, si el original campo magnético gira a 3.000 r.p.m., el eje girará a 3.000 r.p.m., aunque no se emplee más de 1/16 caballo de fuerza en hacer rotar el campo y la potencia del eje sea de 10.000 caballos.
«¿Ridículo? Quizá. Y quizá no es más ridículo que la aparente imposibilidad de que 15 vatios de energía entren en la antena de una estación de radio y nada baje. La clave de todo el problema reside en la naturaleza de esas esferas encerradas unas en otras dentro de una
cápsula. Su energía es aparentemente inherente y consiste en la capacidad de alineamiento, así como la utilidad del vapor depende de su capacidad de expansión. Si, como sugiere Reinhardt en El empleo del símbolo fi en la fórmula Forsythe, estas esferas no son más que concentraciones estables de energía de cohesión nuclear, tenemos aquí una fuente de energía que la humanidad nunca soñó. Tengamos o no éxito en construir tal dispositivo, no puede negarse que cualquiera que sea su misterioso origen, la fórmula Forsythe señala una época para varias ciencias, incluso la filosofía».
Cuando Alistair acabó de escribir la fórmula, la terrible tensión empezó a desaparecer. Los tres seres humanos siguieron un rato en feliz estado de coma, y Tiny, desmayado en el piso. La primera que se movió fue la señora Forsythe, que se incorporó bruscamente.
—¡Bueno! —dijo.
Pareció como si la exclamación rompiese un encantamiento. Todo fue de pronto normal. Nada de dolores de cabeza, ninguna impresión extraña, ningún temor. Se quedaron mirando las columnas de minúsculos símbolos.
—No sé —murmuró Alistair, y la frase tuvo muchos significados. En seguida añadió—: Alee... esa aleación. Tenemos que conseguirla. Estamos obligados, ¡no importa lo que nos cueste!
—Me gustaría —dijo Alee—. Pero ¿por qué estamos obligados?
Alistair señaló con un ademán la mesa de dibujo.
—Nos dieron eso.
—¡Caramba! —dijo la señora Forsythe—. ¿Y qué es eso?
Alistair se llevó la mano a la cabeza, y miró la pared con unos ojos raros y nublados Esa mirada fue lo único de todo el asunto que preocupó realmente a Alee. Alistair había alcanzado algún otro mundo, en parte al menos, y él supo que podían ocurrir muchas cosas, pero que nunca podría ir allá con ella.
—Me... ha estado hablando —dijo Alistair—. No puede discutirse, ¿verdad? No me engaño. Alee... Mamá.
—Te creo, criatura —dijo su madre suavemente—. ¿Qué quieres decirnos?
—Me llegó en conceptos. No es algo que pueda realmente repetirse. Pero la idea es que él no podía darnos nada. Su nave es enteramente funcional, y no hay nada allí que pueda ofrecernos por lo que quiere que hagamos. Pero nos dio algo de gran valor... —La voz de Alistair murió arrastrándose. Pareció escuchar un rato, y al fin dijo:— De valor en varios sentidos. Una nueva ciencia, un nuevo modo de entender la ciencia. Nuevas herramientas, una nueva matemática.
—¿Pero qué es? ¿Qué puede hacer? ¿Y cómo va a ayudarnos a pagar la aleación? —preguntó la señora Forsythe.
—No puede, de momento —dijo Alistair sin titubear—. Es algo demasiado grande. Ni siquiera sabemos qué es. ¿Por qué argumentar? ¿No entiendes que no podía darnos ningún aparato? ¿Que no tenemos sus técnicas, sus materiales, sus herramientas, y que no podríamos fabricar ninguna de sus máquinas? Nos ha dado lo único que podía darnos: una nueva ciencia, y los medios para investigarla.
—Es cierto —dijo Alee gravemente—. O por lo menos lo siento así. Y yo... confío en él. ¿Usted, señora?
—Sí, por supuesto. Creo que es... buena gente. Creo que tiene sentido del humor y sentido de la justicia —dijo firmemente la señora Forsythe—. Trabajemos juntos. Tiene que haber una solución. ¿Y por qué no hacerlo realmente? ¿No tendremos algo de que hablar el resto de nuestras vidas?
Trabajaron juntos.
Ésta es la carta que llegó dos meses más tarde a St. Croix:
Mi querida:
Quédate tranquila. Todo ha terminado. Llegó la aleación. Te extrañé más que nunca, pero tenías que irte... y sabes que me alegró. De todos modos hice como me indicaste. Los hombres que me alquilaron la barca y me llevaron allá pensaron que estaba loca, y así me lo dijeron. ¿ Sabes que ya en el río, con la pieza de metal, cuando Tiny se puso a gruñir y lloriquear para indicarme el lugar exacto, y yo les dije a los hombres que arrojaran la carga por encima de la borda, tuvieron el atrevimiento colosal de insistir en que abriéramos el cajón ? Estuvieron realmente impertinentes. No querían ser cómplices de nada sucio. Era contra mis principios, pero les dejé hacer, sólo para apresurar las cosas. ¡Estaban seguros de que había un cadáver en el cajón! Cuando vieron qué era, yo ya estaba a punto de romperles mi sombrilla en las tontas cabezas, pero tenían una expresión tan graciosa que me eché a reír. Fue entonces cuando el hombre me dijo que yo estaba loca.
De todos modos, allá fue por sobre la borda, al río. Un bonito chapuzón. Aproximadamente un minuto más tarde sentí algo... me gustaría poder describírtelo. Estaba como abrumada por una sensación de total satisfacción y gratitud, y, oh, no sé, era simplemente algo bueno. Miré a Tiny y estaba temblando. Creo que él también lo sintió. Yo lo llamaría un gracias, en gran escala mental. Pienso que puedes estar segura de que el monstruo de Tiny recibió lo que deseaba.
Pero eso no fue el fin. Pagé a los barqueros y eché a caminar orilla arriba. Algo me detuvo entonces, y volvía la orilla.
Era ya la tarde, una tarde muy serena. Yo me sentía como dominada por algo, pero no era nada desagradable, sólo un lazo indestructible. Me senté en la arena y miré el agua. No había nadie alrededor —la barca se había ido— excepto uno de esos veleros de paseo anclado unos pocos metros río arriba. Recuerdo lo tranquila que era la tarde porque una niña estaba jugando en la cubierta del velero, y yo podía oír el ruido de sus pisadas cuando corría de un lado a otro.
De pronto noté algo en el agua. No sé por qué, pero no sentí miedo. La criatura, o lo que fuese, era grande, gris, viscosa e informe. Y de algún modo me pareció que era la fuente de esa aura de bienestar y protección que yo sentía entonces. Me miraba. Supe qué era antes de ver que tenía un ojo... un ojo grande, con algo que giraba en el interior. No sé. Me gustaría escribir mejor, y poder describirte cómo era. Sé que de acuerdo con las normas humanas era inmensamente repulsivo. Si aquél era el monstruo de Tiny, puedo » entender que temiera desagradarnos. Erróneamente, pues yo podía sentir en mi interior que la criatura era buena.
Me guiñó el ojo, sí, no parpadeó, me guiñó el ojo. Y luego todo ocurrió muy rápidamente.
La criatura desapareció, y segundos más tarde el agua se agitó junto al velero. Algo gris y húmedo salió del río, y vi que se acercaba a la niña, una mocosa de no más de tres años. Pelirroja, como tú. Y la cosa que había salido del río tocó la espalda de la niña y la empujó con suavidad, lo suficiente para hacerla caer al agua.
¿Y puedes creerlo? Yo estaba allí mirando y no dije una palabra. No pensé que aquella niña pudiera salvarse, ¡pero sin embargo no me pareció mal!
Bueno, antes de que yo recuperara el buen sentido, Tiny se había lanzado al agua como una bala peluda. Yo me había preguntado muchas veces por qué tiene unos pies tan grandes; ahora lo sé. ¡La mitad inferior de Tiny es una rueda de paletas! En un instante estaba junto a la niña y la tomaba por el cuello del vestido y la traía a la orilla. ¡Nadie había visto cómo habían empujado a la niña, Alistair! Nadie sino yo. Pero un hombre en el velero debió de haberla visto caer. Subió corriendo a la cubierta dando órdenes y tropezando con las cosas, y cuando al fin logró bajar un bote al agua, Tiny ya estaba a mi lado. La niña no parecía asustada, ¡pensaba que todo había sido muy divertido! Un criatura maravillosa.
El hombre llegó a la costa, todo agradecimiento y lágrimas, y quiso bañar en oro a Tiny o algo parecido. Entonces me vio. «¿Es su perro?», me preguntó. Le dije que era de mi hija, que estaba en St. Croix en luna de miel. Antes que pudiera detenerlo, había sacado una libreta de cheques y escribía algo. Dijo que sabía qué clase de persona era yo. Que nunca aceptaría nada para mí, pero que no : rechazaría nada que fuese para mi hija. Me guardé el cheque. Nunca sabré por qué el hombre escribió trece mil dólares. De todos modos, será para ti una ayuda. Y como en realidad el dinero viene del monstruo de Tiny, sé que lo usarás. Supongo que ahora puedo confesar. La idea de permitir que Alee aportase el dinero sólo si era miembro de la familia fue sólo mía. Pues aunque tuviese que recurrir a sus ahorros e hipotecar la plantación te tendría a ti. A veces, sin embargo, pienso si yo tenía realmente que haber trabajado tanto para veros casados.
Bueno, imagino que esto cierra la historia del monstruo de Tiny. Hay muchas cosas que quizá no sepamos nunca. Puedo imaginar algunas sin embargo. El monstruo podía comunicarse con un perro, pero no con un ser humano. Los perros, en apariencia, les leen el pensamiento a los hombres, hasta cierto punto, aunque probablemente no entienden la mitad de lo que reciben. Yo no hablo francés, pero probablemente podría transcribir francés frenéticamente bastante bien como para que un francés pudiese leerlo. Tiny transcribía nuestros pensamientos de ese modo. El monstruo podía transmitir a través de él, y dominaba totalmente su mente. Sin duda había adoctrinado al perro —si puedo usar esa palabra— el día que el viejo Debbil lo llevó a la represa. Y cuando el monstruo , tuvo una imagen mental de ti, a través de Tiny cuando te nombró el doctor Schwellenbach, trató, a través del perro, de hacerte trabajar en su problema. Imágenes mentales... eso es quizá lo que empleaba el monstruo. Así distinguía Tiny un libro de otro sin poder leer. Uno visualiza todo lo que piensa. ¿ Qué te parece? Creo que mi explicación es tan buena como cualquiera.
Te divertirá saber que anoche todas las brújulas de la vecindad apuntaron al oeste durante un par de horas. Hasta luego, hija. Sigue siendo feliz.
Todo mi cariño y un beso para Alee,
Mamá
P.S. ¿ St. Croix es realmente un buen sitio para una luna de miel, el que firmó el cheque, se está poniendo muy sentimental. Se parece mucho a tu padre. Una viuda y un... bueno, no sé. Dice que nos unió el destino, o algo. Dice que no había planeado hacer ese viaje río arriba con su nieta, pero algo lo impulsó. No puede imaginar por qué ancló justo allí. Le pareció una buena idea. Quizá fue el destino. Es un hombre muy amable. Quisiera poder olvidar aquel guiño que vi en el agua.
Fin