Publicado en
septiembre 21, 2014
Uno de los episodios más heroicos de la historia del montañismo.
Por E.D. Fales, hijo (Condensado de "Popular Mechanics").
EL GUARDABOSQUES Ralph Tingey despertó al oír que llamaban con fuerza a la puerta de su cabaña, a la una de la mañana del 22 de agosto de 1967. Al acudir a abrir, se encontró con dos montañeros que daban muestras de agotamiento.
—Acabamos de bajar del pico Owen —le dijeron—. Ayer por la tarde oímos caer unas rocas desprendidas, y enseguida nos pareció escuchar gritos de alguien que pedía auxilio.
Tingey salió entre las sombras de la noche. A la luz de las estrellas resplandecían las paredes de los picos nevados de los montes Teton, del Estado de Wyoming, que se extienden hacia el norte y el sur de su cabaña, situada en la orilla del lago Jenny. Directamente hacia el oeste se levanta el monte Owen, de 3900 metros de altura. A su izquierda se alza el gigantesco Gran Teton, el monarca de la sierra, que alcanza 4196 metros sobre el nivel del mar.
—Creemos que los gritos procedían de la ladera septentrional del Gran Teton —dijo uno de los montañeros.
Tingey, hombre pelirrojo, cuya delgada figura disimula su natural vigor, lanzó una larga mirada escudriñante hacia los picos ya envueltos en las sombras. Los guardabosques del Parque Nacional del Gran Teton, en Wyoming, han salvado la vida a no pocos montañeros que se han visto en apuros, pero la ladera norte de la imponente montaña infunde especial temor, y ellos, por su parte, esperaban nunca tener que acudir en auxilio de nadie por aquella parte. En cuanto se marcharon los montañeros, Tingey se trasladó en su automóvil hasta un sitio desde el cual le era posible observar con claridad la ladera norte de la montaña, y hacia esta enfocó las luces de su vehículo. Resultaba difícil creer que hubiese alguien en aquellas alturas, pues raro es el montañero que se aventura a subir por ahí. Durante 30 minutos Tingey se estuvo allí, encendiendo y apagando sus faros. Como no viera ninguna señal, regresó a su cabaña, para preparar la busca al amanecer.
DERRUMBE EN LA MONTAÑA
Gaylord Campbell, de 26 años de edad, apodado amistosamente Gay, y Lorraine, o "Lorri", Hough, que tenía 21, se conocieron en la Universidad de Illinois, donde ella era una alumna muy querida y él cursaba estudios superiores de matemáticas. Campbell, joven vigoroso, de cabellos castaños, llevaba diez años de practicar el montañismo y era miembro del Club Alpino de Francia. Tenía en su haber el escalamiento de los grandes picos de ese país, así como los de Italia, Alemania y México. Atraídos el uno al otro por su común afición a la vida al aire libre, Gay y Lorri, menudita y animosa la última, habían escalado juntos las montañas Rocosas de los Estados Unidos y el Canadá, a mediados de 1967. Gay se proponía efectuar, en el invierno de 1968, la ascensión de la sensacional pared norte del Gran Teton. Según el reglamento de seguridad del Parque, debían efectuar un escalamiento preliminar durante el verano; y Lorri lo había acompañado.
Por tanto, el 20 de agosto de 1967 los dos jóvenes habían llegado en su ascensión hasta el glaciar del Teton, y allí habían acampado. Al amanecer del día siguiente iniciaron el ascenso de la ladera, tan vertical como un muro. A las 3 de la tarde estaban ya a unos 280 metros de la cima. Gay había alcanzado una cornisa inclinada que causaba vértigo; detrás de él, sujeta de la cuerda, subía Lorri. De súbito, escucharon el estrépito que haría un camión lleno de grava al descargar.
—¡Un derrumbe! —gritó Gay. Lorri miraba sin poder hacer nada mientras una roca dio en la cornisa en que estaba Gay, estalló como una bomba, lo derribó de cabeza y lo hizo caer en otro borde cinco o seis metros debajo de Lorri.
Un pedazo de roca, del tamaño de una bala de cañón, le destrozó la pierna izquierda. El hueso estaba roto y al descubierto, y la sangre le manaba en abundancia. Se había roto la cuerda que ataba a Gay con Lorri, pero a pesar de ello, a los pocos minutos, la valerosa muchacha estaba ya atendiendo a su compañero; se había deslizado por el risco hasta llegar al sitio donde él había caído.
Arrastrándolo, Lorri apartó a Gay del borde del abismo, y lo ató a una roca con lo que quedaba de la cuerda.
—Habrá que encasarte la pierna —declaró Lorri muy preocupada.
Deseoso de ahorrarle sufrimiento a la muchacha, Gay le dijo:
—Sosténme la pierna, y nada más. Yo me encargaré del resto.
Aunque sufriendo indeciblemente, el joven hizo un esfuerzo, contuvo el dolor y obligó a las extremidades del hueso a volver a su sitio original. Lorri utilizó el mango del piolet para entablillarle la pierna.
Ambos empezaron a gritar, pero sus voces se perdían en el vacío. Después de un rato, por temor de que se presentara la gangrena, quitaron la tablilla. El joven tomó de su botiquín unas pastillas de tetraciclina para evitar una infección y, para contrarrestar la pérdida de sangre, unas píldoras de sal, y dio un trago de agua. Gay comprendía bien que podría perder la vida a causa del shock y que Lorri se quedaría allí sola.
Al oscurecer, los dos montañeros hicieron señales con una lámpara de mano. A sus pies, allá lejos, distinguían unas lucecitas: las de los automóviles que pasaban por la carretera de Jackson Hole. Luego, a la 1:15 de la mañana, Lorri vio las de un auto, que se encendían y se apagaban alternativamente.
—¡Nos hacen señales! —exclamó.
Pero cuando trató de contestar a aquellas señales, descubrió que se había agotado la energía de las pilas de su lámpara.
VOCES AL VIENTO
Al despuntar el día el guardabosques Tingey se dirigió de nuevo a un sitio desde el que podía ver la ladera norte del Gran Teton. Con la ayuda de un anteojo especial, examinó la ladera de la montaña. Al principio no vio nada, pero conforme los rayos de sol fueron coloreando el pico con su luz rosa, distinguió dos figuras; una se movía de un lado a otro de una cornisa y la otra estaba sentada. Tingey permaneció observando durante largo rato hasta estar seguro de que necesitaban auxilio. Se trasladó entonces en el automóvil a la caseta del guardabosques, e informó del asunto a Doug McLaren, jefe del distrito. Entre ambos organizaron un cuerpo de salvamento integrado por 12 individuos. Al mismo tiempo pidió a la ciudad de Casper un helicóptero.
Los guardabosques sabían que dos expertos montañeros, el guardabosques Bob Irvine y el ex guía Leigh Ortenburger, habían emprendido una ascensión el día anterior y que en aquel momento estaban en el Gran Teton, si bien en la ladera sur. Ambos habían partido de su campamento al amanecer y hacia mediodía habían llegado a la cumbre. Desde esa altura y en aquel hermoso día, sus miradas abarcaban hasta una distancia de más de 160 kilómetros. Emprendían ya el descenso, cuando Ortenburger preguntó a su compañero :
—¿Oíste eso?
Llegaban hasta ellos, debilitados por el viento, unas voces que parecían ser gritos que pedían auxilio. Irvine y Ortenburger treparon por una ladera desde la que podían ver hasta el pie de la pared norte. A las 2:10 de la tarde, Irvine gritó:
—¡Allá abajo están dos personas!
A 275 metros. más abajo, Lorri oyó aquellas voces y levantó la vista. Gritó, agitando los brazos desesperadamente:
—¡Tiene la pierna rota en dos partes!
Ortenburger contestó, también a gritos :
—¡No se muevan de ahí! ¡Les daremos auxilio!
En eso Ortenburger e Irvine vieron llegar el helicóptero, que se esforzaba por ganar altura en aquel aire enrarecido. En él viajaba el guardabosques Pete Sinclair. Con ayuda de un megáfono, Sin clair gritó:
—¡No se preocupen! ¡Los auxiliaremos! Agiten la mano si me oyen.
La joven, a quien el ruido del motor ensordecía, no hizo señal alguna. El helicóptero se alejó, dando un viraje. Lo que había visto había dejado a Sinclair consternado. Al parecer, el montañero que se hallaba en el borde se había desangrado tan horriblemente que se encontraba moribundo, a la vez que la muchacha daba muestras de estar próxima a sufrir un colapso de resultas del agotamiento o del pánico.
600 METROS MONTE ABAJO
El helicóptero completó varios viajes, llevando a Sinclair y a otros once guardabosques hasta un campamento establecido en la ladera sur del Gran Teton. Tingey y Sinclair, que eran montañeros, y los guardabosques Ted Wilson, Dick Reese y el ayudante de control de incendios, Mike Ermarth, todos ellos diestros en las tareas de salvamento, se reunieron a poco con Ortenburger e Irvine, que habían previsto que el helicóptero volvería con refuerzos y, por tanto, aguardaban cerca de la cima. Se pusieron a la obra a una altura de unos 4000 metros. Tendieron una traverse de 425 metros de longitud de un lado a otro de una agrietada escarpa y descendieron luego, efectuando dos rappels asegurados por una cuerda, una distancia de 50 metros. Por fin, a las 4 de la tarde, los siete salvadores bajaron, semejantes a otras tantas arañas, por la ladera norte de la montaña hasta la cornisa ensangrentada.
Dio entonces principio la ardua labor de salvamento. Cuatro hombres tardaron otras tantas horas en llevar a la joven hasta donde esperaba un segundo grupo procedente del campamento instalado en la base. Mientras que este grupo emprendía el descenso, llevando consigo a Lorri, los cuatro hombres de la patrulla de rescate enviaban por radio un despacho, por el que pedían morfina, una camilla de aluminio, más cuerdas y dos cables de acero provisto de una polea que se pudiera asegurar a la pared de la roca. Enseguida, se acurrucaron como pudieron para esperar el amanecer, pues el helicóptero, obligado a no llevar más peso del indispensable, no los había provisto de sacos de dormir, y sólo les había entregado unas cuantas raciones enlatadas y algunas tabletas de chocolate.
Allá abajo, en el borde, Ortenburger, Irvine y Wilson trataban de dormir, atados a la pared del risco. De vez en cuando, Campbell rechinaba los dientes y se quejaba. Los guardabosques sabían perfectamente que, con la pierna destrozada como la tenía, no lo podrían llevar a cuestas. Miraban hacia el brillante glaciar hasta donde tendrían que bajar al herido. Sería empresa difícil: ¡un descenso de unos 600 metros!
A la mañana siguiente reapareció el helicóptero, atronando el espacio. Por la portezuela abierta, McLaren se inclinó hacia afuera peligrosamente y arrojó el paquete de morfina, que fue a caer entre las piernas mismas de Ortenburger. A poco, los cuatro hombres que habían sacado a la joven montañera descendieron con ayuda de cuerdas y se reunieron con los demás; llevaban la camilla y el equipo necesario para bajarla
SOBRE EL ABISMO
Se presentaba un problema: ¿quién descendería con Campbell? Haría falta que alguien lo acompañara, para evitar que la camilla se ladeara, que chocara contra las rocas o que se trabara en alguna saliente. Wilson se ofreció. Sus compañeros lo ataron, sentado, para que pudiera proteger a Campbell. Los montañeros se dieron ánimos, sujetaron la cuerda, y bajaron a los dos hombres por la ladera.
En la primera etapa del descenso, depositaron a Campbell y a Wilson en una cornisa situada a unos 150 metros más abajo. Allí los alcanzaron los demás. En este punto, cuando todavía les faltaban por recorrer cerca de 450 metros, les salió al paso otro grave problema. Con objeto de calcular la distancia que había hasta la próxima cornisa adecuada, que era la "Grandstand", Ortenburger dejó caer una piedra y contó el tiempo transcurrido en la caída.
—Seis segundos —anunció, al ver que chocaba la piedra en la cornisa inferior. Calculando que una piedra cae a razón de 30 metros por segundo, exclamó—: ¡Son 180 metros!
Como era difícil controlar la camilla al descender, aun a la mitad de esa distancia, era preciso encontrar uno o dos bordes intermedios, pero no alcanzaban a ver ninguno.
—Bien, hay un medio de saberlo —declaró Ortenburger.
Y emprendió el descenso, haciendo rappel o columpiándose libremente con la cuerda. Transcurrió así una media hora; al cabo, a través del radiorreceptor portátil, oyeron su voz que les informaba :
—¡Aquí hay un borde estrecho!
Triunfalmente, los demás reanudaron la tarea del descenso. Sin embargo, dos horas más tarde, cuando ya todos estaban en el borde, se quedaron aterrados: el borde no pasaba de ser una delgada losa plana que sobresalía de la ladera. Bajo el peso de todos ellos podría ceder en cualquier momento. Con grandes precauciones, fijaron una clavija y, pasada una hora, habían logrado llegar hasta un borde más firme, 30 metros más abajo. Si el "Grandstand" estuviera a no más de 90 metros debajo de ellos, podrían llegar a él al siguiente intento.
Pero no les era posible estar seguros de que así fuera. Bajar la camilla sin alcanzar ningún borde, aunque sólo fuese por unos cuantos centímetros, significaría un desastre. Campbell se quedaría suspendido en el aire en la oscuridad de la noche. Y subirlo de nuevo sería poco menos que imposible.
UN MOMENTO DE SUERTE
El Sol se ponía, flameante, cuando Ortenburger inició de nuevo el descenso para explorar el camino. Sentía hambre y ya lo vencía el cansancio. Ninguno de ellos había comido más de una tableta de chocolate para restaurar sus energías. Si la cuerda de Ortenburger resultaba demasiado corta, no tendría fuerzas para trepar otra vez por ella, de regreso.
Transcurrió casi una hora antes de que Ortenburger anunciara por radio:
—¡Ya encontré otra cornisa!
Pero al poner el pie allí, pudo ver que el extremo de su cuerda de 90 metros de longitud, pendía junto a él, a la altura de su pecho. La cuerda le había alcanzado, ¡pero apenas lo suficiente!
Mientras Ortenburger arreglaba un lugar para acomodar la camilla, apareció allá arriba una débil luz: la de una lámpara eléctrica que bajaba por el risco. Sus compañeros estaban bajando a Campbell, con quien venía Sinclair. Sinclair hacía esfuerzos con pies y manos para evitar que la camilla golpeara contra la pared u oscilara sin control. Trataba, con su sola fuerza física, de llevar la camilla por el risco hacia el oeste, ya que el borde se inclinaba hacia abajo (y posiblemente estaba fuera del alcance de la cuerda) en su lado oriental. Ya parecía haberlo conseguido, cuando algo cedió, y la camilla empezó a columpiarse como un péndulo, azotando a sus dos ocupantes contra la ladera de la montaña.
En eso, con una sacudida, la cuerda se quedó enganchada en una roca, y la camilla dejó de columpiarse. El rayo de luz de la lámpara de Ortenburger rasgó las tinieblas. La cuerda, al extremo occidental de su movimiento pendular, se había trabado en una minúscula saliente de unos cuantos centímetros de espesor: ¡increíble momento de suerte! Allí se asió precariamente, pronta a soltarse. Sin embargo, en un fugaz instante, Sinclair se estiró, sujetó la camilla y la colocó en un lugar seguro.
EL DESCENSO FINAL
De momento, era evidente que aquella noche nadie podría bajar de la montaña. El grupo se había dividido: dos de los hombres estaban en el "Grandstand", con Gay Campbell, 90 metros abajo; otros cuatro en la cornisa de arriba. En medio de la oscuridad, todos se dispusieron a pasar su segunda noche en el Gran Teton.
Al llegar la mañana, aún les quedaban tres etapas por descender, para salvar una distancia de más de 250 metros. Todos los que componían el grupo estaban a punto de caer rendidos de cansancio. Y entonces se enfrentaban a un nuevo problema: los cuatro hombres que aguardaban arriba de Campbell y de sus compañeros tenían que unir las últimas dos cuerdas que les quedaban. Tendrían que sujetar un extremo de ella a la montaña y deslizarse por la ladera sin disponer de brakebars que frenaran su descenso. Así pues, comenzaron a bajar, con la certidumbre de que iban a sufrir terribles quemaduras en piernas y manos, por el terrible roce.
Tingey fue el primero que bajó. Al deslizarse suavemente, con la cuerda atada a la cintura, sentía que un fuego lento le quemaba a través de la ropa. Cuando hubo descendido 90 metros, había sufrido quemaduras que le dejarían cicatrices permanentes. Eran las 10 de la mañana cuando todos se encontraron reunidos al fin en el "Grandstand"; casi todos habían sufrido dolorosas quemaduras.
A mediodía, la partida había efectuado las siguientes dos etapas del descenso, de 90 y 60 metros respectivamente, e iba llevando la camilla por un muro de piedra, de 100 metros, a un ángulo de 45 grados. Por fin, vieron a sus pies el helicóptero. A media tarde efectuaron el descenso final entre roca y nieve, hasta llegar a la aeronave, que allí los esperaba.
Aún quedaba por vencer otro peligroso obstáculo. El helicóptero se había posado en un cañón estrecho y sin salida en forma de U. Las paredes rocosas, en algunos lugares separadas sólo 60 metros entre sí, eran demasiado altas para intentar remontarlas volando. El piloto tuvo que hacer virar el aparato en ese espacio limitado, para salir por donde había entrado. Si uno de los rotores hubiera chocado contra la pared, se habría producido un desastre. Aceleró al máximo; el aparato se meció un momento como un péndulo, y se elevó hacia el firmamento.
Los hombres llevaron a Campbell, que había sabido conservar su entereza, al hospital de Jackson, donde, durante las semanas que siguieron, mientras Gay sanaba de las fracturas que sufrió en la pierna, Lorri lo visitaba con frecuencia y ambos hablaban de sus futuras ascensiones. Campbell, apoyado en un par de muletas, abandonó el hospital a mediados de septiembre y, para el siguiente verano, ya estaba escalando de nuevo las montañas... Esta vez en la Colombia Británica (Canadá).
Los guardabosques del Parque Nacional de Teton todavía hablan con asombro del valor de Lorri y de la entereza de Campbell.
—Buenos montañeros, y con muchas agallas —asegura el guardabosques Tingey.