LA INFIDELIDAD CONYUGAL A LA LUZ DE LA NUEVA MORAL
Publicado en
septiembre 14, 2014
Un examen de la infidelidad que supera el criterio de la ética tradicional y trata de medir el doble perjuicio sicológico que ocasiona el engaño.
Por el Dr. Alexander Lowen y Robert Levin (Condensado de "Redbook").
HOY, POR primera vez desde que la tradición judeocristiana se afirmó como la fuerza moral dominante en el mundo occidental, se pone seriamente en tela de juicio la validez del mandamiento que prohibe el adulterio. Algunos teólogos sostienen que, en ciertas situaciones, este se justifica y hasta puede autorizarse. Por ejemplo, si el acto responde a una auténtica preocupación por las necesidades de la otra persona, entonces se acepta que la infidelidad puede ser la mejor solución.
Además de estos defensores de la ética de circunstancias, muchos especialistas en relaciones familiares, entre los que figuran sociólogos, sicólogos, educadores y consejeros matrimoniales, creen que adoptar en la sociedad moderna una inflexible actitud contra las relaciones extramaritales constituye un error. Están convencidos, basándose en hechos prácticos, más que en los principios morales, de que la infidelidad a menudo obra como una válvula de escape y disminuye ciertas presiones, que de otra manera desbaratarían el matrimonio.
Considérese, por ejemplo, el caso de un marido que sostiene relaciones con otra mujer. Su opinión, compartida por muchas personas en circunstancias similares, es que el amor sexual y el espiritual son dos cosas diferentes, y que tiene derecho de gozar del primero, como de cualquier otro placer de la vida. Pero ama y respeta a su esposa, asigna un alto valor a su matrimonio y adora a sus hijos. Desde su punto de vista, su obligación se limita a evitar que su familia descubra la infidelidad. Por tanto, arguye, su esposa no pierde nada. Quizá hasta obtenga ventajas de su aventura, pues él vuelve a ella convertido en un hombre más agradable y tranquilo, capaz de apreciar con agradecimiento la paz que sólo puede encontrar en su hogar.
Y así, en nombre del amor, la engaña.
Un número cada vez mayor de individuos honrados, que esperan establecer valores éticos más "realistas", están adoptando actitudes análogas a esta. Tal punto de vista liberal en asuntos sexuales ejerce una gran atracción en los jóvenes, decididos a terminar con las hipocresías del pasado. La juventud desea saber por qué la infidelidad conyugal puede considerarse moralmente mala o perniciosa para la sociedad, si se procede con discreción, si no se permite que ponga en peligro la solidez del matrimonio, si nadie sufre por ella.
Pero, ¿son esos los únicos criterios para juzgarla? ¿O hay otros factores que obran más allá de la moral tradicional y de los convencionalismos sociales? Vamos a analizar por lo menos tres de estos factores, que pueden volver desastrosa la infidelidad para el futuro de cualquier matrimonio.
INVEVITABLEMENTE CAUSA DOLOR AL OTRO CONYUGE
Entendemos por matrimonio mucho más que un mero estado civil. Es una relación que existe cuando un hombre y una mujer están unidos por el amor, y no sólo por la ley; cuando abiertamente se comprometen a responsabilizarse el uno por el otro, fortificados por un sentimiento de entrega total, que se extiende desde el presente hasta el futuro. Casi todos los matrimonios comienzan basándose en la fe, lo cual quiere decir que cuando un hombre y una mujer se confían el uno al otro lo hacen en el supuesto de que ninguno de ellos tratará nunca de herir siquiera a su compañero; de que cada uno contribuirá a la felicidad del otro, y de que buscarán juntos la plenitud, la satisfacción de sus anhelos.
La primera violación de esa fe, la infidelidad básica, mental, precede a todo adulterio. Ocurre cuando uno de los esposos decide alejarse de su cónyuge en busca de relaciones íntimas, o "plenitud", y mantiene en secreto su decisión. En esto consiste el verdadero abuso de confianza.
El engaño suele manifestarse de muchas maneras, además de las relaciones sexuales. Considérese el caso del hombre que no puede o no quiere hablar con su esposa de asuntos que le afectan a él profundamente, pero luego confía sus inquietudes a otra mujer, cuya compañía le agrada. Debe mantener esa relación secreta, porque saber la verdad haría sufrir a su esposa, y esto, a su vez, ahondaría más la separación. Probablemente él alegará que lo que ella ignora no puede hacerla sufrir. Pero esto es desconocer la condición humana. Lo que el marido cuenta a la otra mujer no lo cuenta a la propia; esta advierte silencios y hostilidad en ciertas actitudes, en que los pensamientos de él la rechazan por completo.
Cuando la infidelidad toca estratos más profundos de la afectividad, el cónyuge que nada sospecha paga invariablemente un precio muy alto. El marido infiel, por ejemplo, tiene que dedicar tiempo y dinero, así como también energía física y emocional, a la otra mujer. De hecho, quita a la propia lo que da a "la otra". Acaso crea combinar la situación tan perfectamente que su esposa no se dará cuenta de que va ocupando en su vida un lugar secundario; pero esto es muy poco probable. No es menester que la esposa sea extraordinariamente intuitiva para que sospeche la existencia de la otra. Y esta sospecha siempre le ocasionará infelicidad.
ENMASCARA EL VERDADERO PROBLEMA
Si bien la infidelidad suele calmar momentáneamente los síntomas superficiales de descontento en alguno de los cónyuges, como el sentirse poco atractivo o menospreciado, en realidad lo único que logra es disimular el verdadero mal y hacer que se agudice. A menudo es esto lo que ha ocurrido cuando un "matrimonio perfecto" se disuelve de pronto. Uno de los cónyuges, o ambos, ha sido incapaz de mostrar suficiente valor para reconocer que algo serio perturbaba las relaciones conyugales. Acaso temió la reacción del compañero, le dio vergüenza hablar de los problemas íntimos o exteriorizar su necesidad de ayuda o de amor. Cualquiera que sea la razón, no se atreve a decir: "Oye, no soy feliz. Me siento presa de una gran desilusión. Tú no te das cuenta de lo que me pasa".
En vez de buscar una explicación honrada, con todos sus riesgos y posibilidades, ambos aceptan la deshonesta infidelidad; y en la mayoría de los casos, uno engaña y el otro se deja engañar. Afligidos ante la perspectiva de la separación o del divorcio, fingen ser fieles, mientras buscan satisfacción fuera del matrimonio. Se aferran a lo que poseen: una casa, dinero, hijos, hasta que uno de ellos halla lo que andaba buscando, e impone el rompimiento.
Este tipo de conducta es contraproducente para los dos afectados. Y a veces tiene trágicas consecuencias. Lo más común es que el cónyuge más sano y más fuerte encuentre su satisfacción plena en otros brazos, y luego solicite el divorcio, con lo cual el otro cónyuge se sentirá desamparado, en una situación mucho más aflictiva que si hubiera habido una explicación clara, limpia y oportuna entre ambos.
TIENE UN EFECTO AUTODESTRUCTOR
Si el marido infiel supone que por el hecho de mantener secreta su conducta protege a su esposa y salva su matrimonio, es víctima del peor de los engaños: el de engañarse a sí mismo. Como la mentira y el engaño convierten en enemigo a la persona contra la cual se ejercen, quien se engaña a sí mismo es evidentemente el peor enemigo de sí mismo.
El mentiroso llega a advertir cuál es el precio que paga por su mentira: el sentimiento de culpa que aflige a su propia conciencia; el temor de ser descubierto y la inevitable vergüenza. Por si esto fuera poco, quien se engaña a sí mismo paga otro precio de orden biológico.
Compartimos con todos los seres vivientes una herencia biológica que nos impulsa en forma espontánea a buscar el placer y a apartarnos del dolor. Decir la verdad es una manera de obtener el placer de la intimidad, cosa que saben bien los amantes. Las mentiras se dicen para evitar el castigo o el dolor. Por tanto, es natural desear decir la verdad cuando existe confianza y fidelidad, y mentir en situaciones de peligro.
Cuando sentimos que debemos mentir a alguien que confía en nosotros y a quien amamos, nos vemos atrapados en lo que los sicólogos llaman un lazo doble. Hagamos lo que hagamos, perderemos siempre: En tal situación se encuentra el marido infiel cuando vuelve al lado de la esposa a la que ama de verdad. Desea revivir la sensación de intimidad, pero no puede decirle qué ha hecho. Y miente. Pero su mentira actúa como un bumerang. En vez de acercarlo a su esposa, lo aparta más de ella. Lo salvó del enojo de su mujer, de su rechazo, pero le inflige un dolor autoinducido. En estas circunstancias, cuanto mayor sea el deseo de intimar con la persona a quien se engaña, más hará sufrir la mentira que nos aparte de ella.
El que engaña experimenta un malestar agudo, no sólo porque se siente un extraño junto al ser que ama, sino porque también se siente separado de sí mismo. Habiendo mentido una vez, ya no podrá hablar con sinceridad. Se ve obligado a pesar cada pensamiento antes de expresarlo, por temor a que lo traicione una falla de la memoria. De ello resulta un malestar creciente, ya que la ansiedad se apodera de nosotros cuando mentimos, y nada de cuanto hagamos la mitigará. Sin embargo, el hecho mismo de que sintamos dolor al mentir debe confortarnos en cierta medida. Es señal de que nuestras emociones están vivas. Lo que duele es lo que nos importa. La persona a la que no le importa mucho nada ni nadie, puede caer en el error de tratar de amoldar su idea del amor a sus propósitos, y dirá, tanto a su esposa como a su amante, que las ama; creerá esta persona que esto es cierto, pero así la mentira será peor, pues gravitará en el inconsciente y, por tanto, no sentirá dolor alguno. Este sería el caso extremo de engaño de sí mismo. En vez de resolver el conflicto, lo ahonda, pues la persona vive la mentira y el engaño; es una persona enferma, y no siente la fiebre que la consume.
La única forma sensata de librarse de ese conflicto interior es resolverlo dentro de uno mismo. Para recobrar la integridad emotiva, el infiel debe comenzar por reconocer que se está engañando, y tratar de comprender lo que esto significa. Debe desechar el falso argumento de que su infidelidad protege a su esposa y a su matrimonio. No hay tal; sólo le protege del desagrado que la verdad le obligaría a afrontar.
Si el infiel quiere seguir teniendo relaciones ilícitas, a pesar de todas las mentiras y de la situación falsa que acarrean, tal decisión, por lo menos, tendrá que basarse en una honrada confrontación consigo mismo. En la vida, a veces nos vemos en la necesidad de transigir. Lo importante es que reconozcamos exactamente ese transigir como lo que es: hacer una segunda elección.
Pero el verdadero fin perseguido requiere algo más que sinceridad; exige también fidelidad hacia uno mismo. Y el hombre que así procede no puede ser feliz a menos que los lazos gemelos del amor espiritual y del sexual se entretejan armoniosamente en su vida. El hombre íntegro trata de ser fiel a la mujer que ama. Su fidelidad está basada en el amor, no en el temor; en la elección, no en el azar; y en la satisfacción del deseo, no en un sentimiento muerto.