• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Avatar (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    Desactivado SM
  • ▪ Abrir para Selección Múltiple

  • ▪ Cerrar Selección Múltiple

  • Actual
    (
    )

  • ▪ ADLaM Display: H33-V66

  • ▪ Akaya Kanadaka: H37-V67

  • ▪ Audiowide: H23-V50

  • ▪ Chewy: H35-V67

  • ▪ Croissant One: H35-V67

  • ▪ Delicious Handrawn: H55-V67

  • ▪ Germania One: H43-V67

  • ▪ Kavoon: H33-V67

  • ▪ Limelight: H31-V67

  • ▪ Marhey: H31-V67

  • ▪ Orbitron: H25-V55

  • ▪ Revalia: H23-V54

  • ▪ Ribeye: H33-V67

  • ▪ Saira Stencil One(s): H31-V67

  • ▪ Source Code Pro: H31-V67

  • ▪ Uncial Antiqua: H27-V58

  • CON RELLENO

  • ▪ Cabin Sketch: H31-V67

  • ▪ Fredericka the Great: H37-V67

  • ▪ Rubik Dirt: H29-V66

  • ▪ Rubik Distressed: H29-V66

  • ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V66

  • ▪ Rubik Maps: H29-V66

  • ▪ Rubik Maze: H29-V66

  • ▪ Rubik Moonrocks: H29-V66

  • DE PUNTOS

  • ▪ Codystar: H37-V68

  • ▪ Handjet: H51-V67

  • ▪ Raleway Dots: H35-V67

  • DIFERENTE

  • ▪ Barrio: H41-V67

  • ▪ Caesar Dressing: H39-V66

  • ▪ Diplomata SC: H19-V44

  • ▪ Emilys Candy: H35-V67

  • ▪ Faster One: H27-V58

  • ▪ Henny Penny: H29-V64

  • ▪ Jolly Lodger: H55-V67

  • ▪ Kablammo: H33-V66

  • ▪ Monofett: H33-V66

  • ▪ Monoton: H25-V55

  • ▪ Mystery Quest: H37-V67

  • ▪ Nabla: H39-V64

  • ▪ Reggae One: H29-V64

  • ▪ Rye: H29-V65

  • ▪ Silkscreen: H27-V62

  • ▪ Sixtyfour: H19-V46

  • ▪ Smokum: H53-V67

  • ▪ UnifrakturCook: H41-V67

  • ▪ Vast Shadow: H25-V56

  • ▪ Wallpoet: H25-V54

  • ▪ Workbench: H37-V65

  • GRUESA

  • ▪ Bagel Fat One: H32-V66

  • ▪ Bungee Inline: H27-V64

  • ▪ Chango: H23-V52

  • ▪ Coiny: H31-V67

  • ▪ Luckiest Guy : H33-V67

  • ▪ Modak: H35-V67

  • ▪ Oi: H21-V46

  • ▪ Rubik Spray Paint: H29-V65

  • ▪ Ultra: H27-V60

  • HALLOWEEN

  • ▪ Butcherman: H37-V67

  • ▪ Creepster: H47-V67

  • ▪ Eater: H35-V67

  • ▪ Freckle Face: H39-V67

  • ▪ Frijole: H27-V63

  • ▪ Irish Grover: H37-V67

  • ▪ Nosifer: H23-V50

  • ▪ Piedra: H39-V67

  • ▪ Rubik Beastly: H29-V62

  • ▪ Rubik Glitch: H29-V65

  • ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V65

  • ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

  • LÍNEA FINA

  • ▪ Almendra Display: H42-V67

  • ▪ Cute Font: H49-V75

  • ▪ Cutive Mono: H31-V67

  • ▪ Hachi Maru Pop: H25-V58

  • ▪ Life Savers: H37-V64

  • ▪ Megrim: H37-V67

  • ▪ Snowburst One: H33-V63

  • MANUSCRITA

  • ▪ Beau Rivage: H27-V55

  • ▪ Butterfly Kids: H59-V71

  • ▪ Explora: H47-V72

  • ▪ Love Light: H35-V61

  • ▪ Mea Culpa: H42-V67

  • ▪ Neonderthaw: H37-V66

  • ▪ Sonsie one: H21-V50

  • ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V68

  • ▪ Waterfall: H43-V67

  • SIN RELLENO

  • ▪ Akronim: H51-V68

  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

  • ▪ Londrina Outline: H41-V67

  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

  • ▪ Rubik Iso: H29-V64

  • ▪ Rubik Puddles: H29-V62

  • ▪ Tourney: H37-V66

  • ▪ Train One: H29-V64

  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

  • ▪ Rubik Scribble: H29-V65

  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

  • ▪ Tilt Prism: H33-V67

  • OPCIONES

  • Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    Bordes - Curvatura
    Bordes - Sombra
    Borde-Sombra Actual (
    1
    )

  • ▪ B1 (s)

  • ▪ B2

  • ▪ B3

  • ▪ B4

  • ▪ B5

  • Sombra Iquierda Superior

  • ▪ SIS1

  • ▪ SIS2

  • ▪ SIS3

  • Sombra Derecha Superior

  • ▪ SDS1

  • ▪ SDS2

  • ▪ SDS3

  • Sombra Iquierda Inferior

  • ▪ SII1

  • ▪ SII2

  • ▪ SII3

  • Sombra Derecha Inferior

  • ▪ SDI1

  • ▪ SDI2

  • ▪ SDI3

  • Sombra Superior

  • ▪ SS1

  • ▪ SS2

  • ▪ SS3

  • Sombra Inferior

  • ▪ SI1

  • ▪ SI2

  • ▪ SI3

  • Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fecha - Formato Horizontal
    Fecha - Formato Vertical
    Fecha - Opacidad
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    Fecha - Tamaño
    Fondo - Opacidad
    Imágenes de Avatar
    Imágenes para efectos
    Letra - Negrilla
    Ocultar Reloj
    No Ocultar

    Dejar Activado
    No Dejar Activado
  • ▪ Ocultar Reloj y Fecha

  • ▪ Ocultar Reloj

  • ▪ Ocultar Fecha

  • ▪ No Ocultar

  • Ocultar Reloj - 2
    Pausar Reloj
    Reloj - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj - Tamaño
    Reloj - Vertical
    Segundos - Dos Puntos
    Segundos

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Ocultar

  • ▪ Ocultar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Quitar

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)

  • Segundos - Opacidad
    Segundos - Posición
    Segundos - Tamaño
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    SEGUNDOS ACTUALES

    Avatar
    (
    seg)

    Animación
    (
    seg)

    Color Borde
    (
    seg)

    Color Fondo
    (
    seg)

    Color Fondo cada uno
    (
    seg)

    Color Reloj
    (
    seg)

    Ocultar R-F
    (
    seg)

    Ocultar R-2
    (
    seg)

    Tipos de Letra
    (
    seg)

    SEGUNDOS A ELEGIR

  • ▪ 0.3

  • ▪ 0.7

  • ▪ 1

  • ▪ 1.3

  • ▪ 1.5

  • ▪ 1.7

  • ▪ 2

  • ▪ 3 (s)

  • ▪ 5

  • ▪ 7

  • ▪ 10

  • ▪ 15

  • ▪ 20

  • ▪ 25

  • ▪ 30

  • ▪ 35

  • ▪ 40

  • ▪ 45

  • ▪ 50

  • ▪ 55

  • SECCIÓN A ELEGIR

  • ▪ Avatar

  • ▪ Animación

  • ▪ Color Borde

  • ▪ Color Fondo

  • ▪ Color Fondo cada uno

  • ▪ Color Reloj

  • ▪ Ocultar R-F

  • ▪ Ocultar R-2

  • ▪ Tipos de Letra

  • ▪ Todo

  • Animar Reloj
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Tipo de Letra
    Cambio automático Avatar
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 10

    T X


    Programar ESTILOS

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #
    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 2

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)(s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 3

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS
    1
    2
    3


    4
    5
    6
    Borrar Programación
    HORAS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EL HIJO DE LAS TINIEBLAS (John Coyne)

    Publicado en septiembre 07, 2014

    A Anita


    "Siempre he creído que el mal no queda impune", declaró Annabel Markov al enterarse de que el/los asesino/s de su marido, Georgi I. Markov, escritor búlgaro exiliado y crítico del régimen comunista, iba/n a ser aprehendido/s por el politburó nacional.


    PRÓLOGO

    El detective Nick Kardatzke entró cuidadosamente en las aguas residuales, en toda aquella inmundicia que se había abierto paso en los túneles, bajo la Gran Estación Central. Aquel mundo era una auténtica telaraña de raíles que se entrecruzaban y se conectaban para desaparecer luego en túneles oscuros, inmenso patio de maniobras que se extendía bajo la ciudad, en el corazón de Manhattan.

    A unos doce metros delante de él se hallaba la escena del crimen, iluminada como un decorado cinematográfico. Allí estaba trabajando el fotógrafo de la policía, de modo que, en la oscuridad del túnel, las brillantes explosiones del flash encandilaron al detective. Sin embargo, tuvo tiempo de ver como una rata de unos treinta centímetros se escurría a través de la vía férrea y desaparecía en la oscuridad.

    —¡Mierda! —dijo en voz alta, sorprendido por su voz.

    Odiaba estar bajo tierra. La verdad era que el Metro, todo aquel ruido y aquella violencia, todo aquel desecho del mundo, lo asustaba. Nadie en su sano juicio cogía el Metro. Él, con lo que sabía acerca de lo que ocurría debajo de las calles, no les permitiría a sus hijos utilizarlo.

    Extrajo su placa del bolsillo y la colgó de la americana, luego se acercó al círculo de policías que rodeaban el cadáver y exclamó, haciendo rebotar la voz en las paredes húmedas:

    —¿Qué habéis encontrado?

    Varios policías de paisano se apartaron y le dejaron lugar.

    —Una monada, teniente —respondió uno de los hombres, y dio un paso a un lado para que Nick pudiera ver el cadáver desnudo del muchachito.
    —¡Jesús! —susurró el detective, mientras contemplaba a la víctima.

    El muchacho desnudo estaba acurrucado, como si hubiera buscado calor en el rincón húmedo de la viga de hormigón.

    —¿Sexo? —preguntó, mirando al chico y pensando en su hijo, como hacía cada vez que se topaba con un niño muerto.
    —Sexo y drogas, ¿qué otra cosa puede ser? —dijo el mismo policía con una mueca irónica, y se agachó junto al muchacho.

    Nick vio que el policía llevaba puestos guantes de cirugía y observó como movía la mano entre las escuálidas nalgas del chico y extraía del recto un fino tubo de plástico de unos quince centímetros.

    —Al parecer, el chico ha cagado toneladas de blanca.

    Kardatzke tomó aire. Eso era nuevo para él, y ya había visto bastante.

    —¿Algo más? —preguntó.

    No le agradaba el otro policía.

    —Si quiere más, tenemos más —dijo el policía.

    Volvió a meter el tubo de plástico en el intestino del muchacho; luego levantó y giró el cuerpo rígido del chico de tal manera que Nick Kardatzke le viera el pecho.

    —Si quiere más, tenemos más —volvió a decir el policía y se apartó un poco, de modo que Nick viera la informe masa sanguinolenta de un agujero en el pecho del chico.

    El corte ancho y profundo en el cadáver del adolescente desconcertó al detective. Se adelantó hasta la escasa luz que proyectaba el equipo de emergencia.

    —¿Qué pasó? —preguntó con aire inocente.
    —Le sacaron el corazón, teniente —respondió el policía—. Eso es lo que han hecho.

    El detective cogió la linterna de un policía uniformado y la dirigió a la cavidad. El cuerpecito del chico estaba sucio de la sangre que había chorreado de la herida; los músculos y los tejidos bullían de gusanos y larvas.

    —¡Se lo arrancaron! —exclamó.
    —Ahora sí que hemos visto de todo, ¿verdad, teniente? —dijo el policía, mientras reía y miraba a su alrededor—. ¡De todo! —repitió para enfatizar.
    —No es el corte de un cuchillo —prosiguió Nick, pensando en voz alta.
    —En absoluto —confirmó el policía joven—. Lo mismo dice el personal médico auxiliar. ¡El jodido que lo hizo, sea quien sea, le arrancó el corazón a este chico! —agregó mientras su excitación aumentaba.

    Kardatzke se incorporó.

    —¿Hemos terminado con esto, teniente? —preguntó otro policía, y Nick asintió con un gesto.

    El policía joven soltó el cadáver rígido y el cuerpo cayó, aplastando la cara contra la base rocosa del muro subterráneo.

    —Sí, hemos terminado —susurró Nick y salió, pasando entre la multitud de policías uniformados y de trabajadores del Metro que se habían reunido en torno a la escena del crimen.

    En la oscuridad del túnel, más allá de las luces de emergencia, Dick miró los raíles y las mortecinas luces del Nivel Inferior de la Gran Estación Central. Se preguntaba cómo habrían llevado al muchacho a aquellas profundidades. Lo habían citado allí, pensó, a causa de las drogas que le metían por el recto. Era otro truco en el mundo de los traficantes de crack.

    Sabía lo que había que hacer después. Tomarían las huellas dactilares del muchacho y las llevarían al FBI, donde recorrerían el ordenador para tratar de averiguar quién era. Todo eso era rutina. Lo que no era rutina era lo que le había pasado al chico. Por el amor de Dios, ¿quién le había arrancado el corazón? Pero sabía, aunque formulara la pregunta, qué significaba un asesinato con mutilación, como aquél. Ya lo había visto antes. Otro asesino insaciable andaba suelto en la ciudad.


    1


    Alguien había dado al muchachito sin techo uno de los caramelos duros que Sara tenía en un bote, sobre el escritorio de la oficina. El chico lo recibió en la palma de la mano abierta mientras miraba fijamente el brillante papel amarillo. Uno de los policías, de pie en el extremo del cuarto, pidió a Greg que lo desenvolviera y explicó que el niño no sabía qué era eso. Así lo hizo Greg y volvió a colocar el caramelo en la palma de la mano del chico. Este desplazó la mirada desde Greg Schnilling, quien le decía que todo estaba en orden, hasta el caramelo; por último, el chico olió el pequeño trozo amarillo. Otro policía, un hombre bajo y regordete, exclamó:

    —¡Oh, mierda! ¿Habéis visto? ¡No sabe qué es!

    Melissa Vaughn salió de su cubículo del rincón posterior de la oficina y caminó hacia adelante, donde Sara, la recepcionista, le informó acerca del chico, de cómo lo habían encontrado los policías en los túneles bajo la Gran Estación Central, donde (había explicado en un susurro) se alimentaba de ratas. Los ojos castaños de Sara se dilataron.

    Melissa siguió avanzando a través de la multitud. Por ser quien era, los demás la dejaban desplazarse con rapidez a la vez que le pasaban más información sobre el chico. No hablaría, dijo alguien. O no podía hablar. Quizá sea autista, añadió Sara, para hablar luego de su primo Ralph a todos los presentes.

    Melissa no dijo nada, no respondió a las preguntas acerca de por qué la policía había llevado al chico a aquella oficina, ante todo el mundo, y no a la comisaría del distrito. Todos parecían ofendidos, como si, de alguna manera, su lugar de trabajo hubiera sido ultrajado. Sin embargo, era una pregunta para la que también ella deseaba respuesta. No era un procedimiento habitual ese de traer a un chico sin techo a las oficinas de la agencia municipal de recursos humanos.

    Melissa observaba a Greg, quien, sentado en el borde del escritorio de Sara, inclinado hacia adelante, seguía alentando al muchacho mientras sonreía y susurraba tras coger un segundo caramelo, desenvolverlo y llevárselo a la boca. El chico desplazó la mirada, de Greg a la bolita amarilla de caramelo que tenía en su palma sucia.

    Melissa llegó al borde del círculo, miró al muchacho y lo olió. Entonces comprendió por qué todos dejaban tanto espacio libre alrededor del chico: olía a mierda.

    No tenía pelo ni cejas. La cabeza era perfectamente redonda, suave y de un blanco lustroso. Tenía aspecto de haber salido de una exposición de monstruosidades. Era pequeño. Sentado, no llegaba al suelo con los pies. Era extremadamente flaco, y Melissa pensó en los niños que había visto en televisión, en todos los niños hambrientos de África, con el estómago hinchado y las piernas como palos. Tendría doce o trece años, calculó, aunque había aprendido que los niños sin techo solían ser mayores de lo que parecían.

    Llevaba puesta una camisa desgarrada, pantalones raídos, y ambas cosas mugrientas e imposibles de reconocer. Echó una mirada a los pies y observó que el chico había intentado envolverse el pie izquierdo con trocitos y jirones de trapos atados entre sí. En el pie derecho llevaba un zapato negro de hombre, demasiado grande para él, pero había utilizado gruesas cuerdas para sujetar el calzado viejo a su pie desnudo.

    Dios mío, pensó.

    Greg levantó la vista y dijo algo.

    Melissa sacudió la cabeza en señal de que no había comprendido la pregunta. No podía quitar los ojos del chico, quien en ese momento volvía a olfatear el caramelo con una ligera inclinación sobre su mano abierta. «Cógelo», se dijo ella para sí.

    Es lo que hizo el chico. Chupó la dura bola que tenía en la palma y se la llevó a la boca, donde por un momento abultó su rostro magro. Le brilló la cara, y Melissa oyó que en torno a ella todo el mundo reía.

    Se arrodilló para ponerse a nivel de los ojos del chico y aguardó a que éste le respondiera, que la mirara, y cuando lo hizo, chasqueó los dedos para llamarle la atención.

    El chico le lanzó una mirada: en sus ojos brilló el terror. Melissa estaba arrepentida de lo que había hecho, y sonrió para tranquilizarlo, pero el miedo no desapareció: estaba en sus ojos grises, en el rostro. Estiró los labios hacia atrás, como un perro que gruñera.

    —¡Jesús! —dijo el policía regordete, y se movieron otros varios, como preparándose para arrojarse sobre el muchacho y reducirlo.

    Ella levantó la mano sin apartar los ojos del chico, sin dejar de sonreír. Detrás de la mugre y el hollín de la ciudad se ocultaba un chico hermoso, con un rostro perfectamente formado y ojos grises, claros, muy brillantes. No tenía el aspecto de frustración que Melissa veía siempre en los rostros de los sin techo.

    También lo han lastimado, observó. Tenía sangre seca en la frente y una gran hinchazón negra debajo del ojo izquierdo, supuso que se lo habían hecho los policías al cogerlo. Estiró la mano, con la palma hacia arriba, como habría hecho con un perro extraño, y el chico reculó y se rodeó con sus propios brazos.

    —Cuidado —dijo uno de los policías, en señal de advertencia a Melissa.
    —Podría morderla —dijo otro. Y luego a los demás policías—: Recordad lo que le hizo a Keefer.
    —Un chico como éste te puede transmitir el sida —añadió el primer policía.

    El círculo se amplió alrededor del muchacho.

    Melissa hizo caso omiso de lo que los policías decían; ni por un instante apartó la mirada de aquel chico. Trataba de hallar una respuesta a las voces, de captar alguna reacción en su rostro o en sus ojos.

    Se levantó, metió suavemente la mano en el bote de caramelos de Sara, sacó otro duro chupete amarillo y lo desenvolvió, todo sin dejar de mirar al chico. En ese momento, él la miraba; mejor dicho —advirtió Melissa—, miraba el caramelo, observaba qué hacía con él. Melissa lo vio humedecerse los labios y tragar. Vio que sus ojos brillaban cuando fijaba la vista en el caramelo.

    Se puso el duro objeto en la palma de la mano y la extendió. Él lo cogió abruptamente de los dedos de Melissa y se lo llevó a la boca con un movimiento rápido. Luego volvió a acurrucarse sobre la silla de madera, como un perrito que hubiera robado comida de la mesa del comedor.

    Detrás de ella, una de las secretarias se quejaba de lo fastidioso que era tener allí un chico como ése. La cólera de la habitación se desplazó hacia los policías y varias personas preguntaban por qué habían llevado allí a aquel niño y no a cualquier otro sitio.

    Melissa dejó que la argumentación siguiera su curso por encima de ella, mientras, de rodillas junto al borde del escritorio, permanecía al alcance de los brazos del chico.

    Greg le preguntó qué debían hacer: si llamar a Bellevue o enviar el niño a un centro. Ya eran las cinco y cuarto y varios de los empleados, mirando el reloj, comenzaban a ordenar sus escritorios y se preparaban para marcharse.

    Ella siguió contemplando al niño sin techo.

    El chico había terminado el caramelo y observaba el gran bote del escritorio de Sara. Cuando Greg se acercó en busca de otro caramelo, Melissa habló.

    —¡No! —dijo a su asistente.

    La expresión de los ojos del chico pasó del miedo a la ira. La hubiera matado, advirtió Melissa; estaba muy hambriento.

    —Baja, por favor, Greg, y compra un par de perritos calientes, patatas fritas, lo que sea. Este chico está muerto de hambre —tras lo cual se puso de pie, se volvió hacia los policías y les preguntó por qué habían llevado directamente a la oficina a aquel chico sin techo.
    —Tenemos un par de travestís en las celdas. Se persiguen de mala manera —explicó el policía regordete mientras se encogía de hombros y sonreía irónicamente—. No había lugar para este chaval.
    —Vale —dijo otro policía—. ¿Qué quiere hacer con éste?
    —Déjenlo conmigo. Yo me las arreglaré con él.
    —Melissa —preguntó Sara, de pie junto al escritorio de la recepción—, ¿quieres que llame al albergue de la Cuarenta y Dos?

    Melissa negó con la cabeza y, sin responder a la mujer, dijo al chico:

    —Ven conmigo.

    Luego cogió el bote de caramelos del escritorio de Sara y pasó entre la gente, de regreso a su despacho. Sabía, por el modo en que los demás se dispersaban, que el chico había obedecido, que la seguía.

    —¡Mirad! —exclamó el regordete—. ¡Es como un perro!

    Melissa lamentó entonces no haber tomado el número de placa de aquel policía.

    En su despacho, en los estrechos confines del cubículo del rincón, el chico olía muy mal. Ella abrió la ventana e inspiró profundamente el aire de aquella fresca tarde de finales de abril. Los días ya eran más largos, de modo que a las cinco de la tarde todavía había luz solar. Pudo ver el Hudson y nubes de contaminación sobre Nueva Jersey.

    Cuando se apartó de la ventana, el niño estaba vaciando el bote de caramelos, metiéndose con furioso afán en los bolsillos las duras y amarillas bolitas. No se detuvo cuando ella lo miró, ni trató ella de detenerlo.

    Por el contrario, Melissa se sentó y aguardó, sin decir nada. El chico la ignoraba. Ya no estaba atemorizado, lo que fue agradable para Melissa, pues veía en los ojos del niño que el miedo había desaparecido. En ese momento sólo quería comer. Seguía llevándose las duras bolas amarillas a la boca, donde le abultaban las mejillas mientras chupaba los caramelos.

    Come como un animal de corral, pensaba Melissa, pero no se sentía ofendida por su desaliño. Sólo trataba de adivinar cómo haría para encontrar lo suficiente para comer en los túneles del Metro.

    —¡Aquí! —gritó Greg, irrumpiendo en la habitación. Traía dos bolsas marrones llenas de comida, que colocó sobre el escritorio de Melissa mientras añadía—: Traje un poco de todo.

    Y a continuación sacó perritos calientes, latas de Coca-Cola, un paquetito de patatas fritas y un recipiente con café. Puso en la mesilla del café los condimentos envasados. El chico dio un salto, se apoderó de los paquetitos y comenzó a metérselos en los bolsillos.

    —¡Eh, espera!
    —Déjalo solo —susurró Melissa.
    —¡Jesús! ¿Qué es esto?
    —No importa. Desenvuelve el perrito caliente, por favor.

    El chico cogía todo lo que Greg le daba. Se llenaba la boca de comida, se lamía la mostaza y el chucrut de las mejillas, desgarraba los paquetitos de plástico que contenían ketchup y los chupaba por dentro. Estaba de rodillas junto a la mesa del despacho y engullía con voracidad.

    —¿Qué quieres que haga? —preguntó Greg, mirando a Melissa.

    Se había levantado para ponerse junto a la ventana abierta.

    Melissa sacudió la cabeza. No dejaba de observar al chico.

    —¿Quieres que llame a Berdock? —preguntó luego Greg—. Puedo llevar al chico directamente a Bellevue.
    —Está bien. ¿Por qué no te vas? Es tarde. Yo me las arreglaré con él. Sólo está hambriento, no loco.
    —Eso no lo sabemos —dijo tranquilamente Greg.

    El chico no levantó la mirada de la comida.

    —Yo creo que no.

    Greg la miró un instante y luego contempló al muchacho envilecido. Cuando volvió a mirar Melissa, comprendió qué era lo que planeaba.

    —No estarás pensando hacerte cargo de este chico, ¿no, Mel?

    Melissa se encogió de hombros, sin mirar a su asistente.

    —¡Por Dios! ¡No puedes hacer eso! —exclamó mientras se pasaba la mano por el pelo corto. Era algo de lo que ella le había hablado. Siempre decía que podía dar mejor atención a un niño sin techo que la agencia municipal—. Melissa, ¡no te lo permitiré, estás violando el reglamento!
    —Es tarde, Greg. Helen se estará preguntando qué es lo que te retiene —y lo miró, sonriendo.
    —¡Melissa, estás quebrantando la ley!

    Ella volvió a encogerse de hombros.

    El chico había dejado de comer y se había repantigado junto a la mesa, dejando desparramados restos de basura, trozos de comida, papel encerado y paquetes vacíos de ketchup y de mostaza.

    —No voy a permitir que lo hagas —insistió Greg—. Quebrantarás la ley.
    —Eso es flexibilizar la ley, no quebrantarla.
    —¡De verdad, Melissa, no te creo!

    Melissa no apartó los ojos del muchacho. Este se había tranquilizado y estaba en silencio, abrumado —pensó ella— por tanta comida. De sus ojos grises había desaparecido el destello de ira. Estaba dormido y movía afirmativamente la cabeza. Ella sintió una punzada en el pecho, un tirón emocional, como si se tratara realmente de su hijo.

    Buscó en el cajón inferior de su escritorio, sacó un impreso y lo colocó en la máquina de escribir.

    Greg se había aproximado, dando un rodeo alrededor del chico, de modo que quedó frente a ella y la máquina de escribir.

    —Melissa —dijo en un susurro.
    —Vete a tu casa, Greg. Éste no es problema tuyo.
    —Melissa, en nombre de Dios, ¿por qué lo haces?
    —Tú sabes por qué —contestó ella mientras golpeaba ruidosamente las llaves.
    —Esto no va a solucionar el problema de la agencia, Mel.
    —¡No, pero puede solucionar el mío!

    Y lo miró; tenía vidriosos los ojos.

    —¿Dónde va a dormir? ¡Tienes un solo dormitorio!
    —Ya lo pensaré.
    —Mel, algo te pasa. Ya sé que hemos hablado de esto, pero...
    —Esta mañana, en el tren, había un hombre —dijo Melissa con calma y mirando hacia fuera: tenía los ojos demasiado borrosos como para escribir—. Llevaba a su hijita sobre los hombros y le explicaba a todo el mundo que había perdido el trabajo, que había perdido la mujer y que no tenía dinero para comprar comida, ni lugar donde vivir, si no era en los asilos municipales. A todo el mundo le explicaba que tenía miedo de dormir en los asilos con su hija. Tenía miedo de lo que pudiera sucederle a la pequeña. No quería que la violaran, dijo.

    Greg se acercó a Melissa, la sostuvo suavemente por los hombros y dijo:

    —Vale, de acuerdo, no llores.
    —No puedo seguir con esto —dijo ella entre sollozos—. Aquí sentada, en este despacho alto y seguro, revolviendo papeles y enviando a esa gente, a mis «clientes», de un albergue a otro. Y, ¿qué pasa con ellos? ¡Violan a las niñas pequeñas!
    —¡No violan a todas! Y, además, eso no es culpa tuya.
    —Entonces, ¿de quién es la culpa? —gritó ella.
    —Por el amor de Dios, no lo sé.

    Se soltó de Greg mientras le decía:

    —Sólo soy una persona, Greg. Una mujer sola que vive en Brooklyn. Tengo treinta y tres años y dos diplomas universitarios, y no puedo ayudar a esa pobre gente que sufre. Hay días en que los odio a todos.
    —Todos nos sentimos así a veces, Mel.

    Él mismo estaba a punto de llorar, de rodillas junto a la máquina de escribir. Deseaba levantarse, volver a cogerla entre sus brazos y apretarla hasta liberarla de todo sufrimiento.

    —Greg, puedo hacer algo. Puedo coger a este muchachito y ayudarle. Salvarlo. ¡Eso es! Salvarlo —dijo mirando fijamente a Greg mientras las lágrimas comenzaban a aflorarle en los ojos—. Ya sabes lo que le ocurrirá en un asilo. Abusarán de él. Mira lo que le han hecho los policías cuando lo cogieron. Si lo dejo marchar, terminará como prostituto, ladrón, o algo peor aún. No —anunció, sacudiendo la cabeza y reiniciando el tecleo en la máquina de escribir—, no voy a permitirlo.
    —Melissa, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó en voz baja.
    —Estoy decidida, no me hables —los dedos golpearon la vieja máquina.

    Greg desplazó la mirada, de Melissa al muchacho y de éste nuevamente a Melissa. Otra vez las lágrimas se deslizaban por las mejillas de la mujer. Greg sintió deseo de inclinarse y besar aquel rostro suave y enjugar así las lágrimas. Pensó en Helen, que le esperaba en su casa, y recordó que debían ir a cenar a la casa de su suegra.

    —Melissa...
    —Déjame sola —rogó ella.
    —De acuerdo.

    Greg se incorporo y se marchó. Sentía flojas las piernas. Tenía que irse de la oficina, pensó. Tenía que resignarse, obtener un traslado, alejarse de ella. No podía dejar de pensar que todo aquello era culpa suya. Era él quien llevaba a Melissa a tal extremo.

    —¿Quieres que te ayude? ¿Con él, naturalmente?
    —No, está bien —respondió ella sin dejar de teclear.

    En la puerta, el hombre se detuvo otra vez y dijo:

    —No puedes dejarlo todo el día solo en la casa. Si quieres, podría hablar con Helen acerca de la atención diurna, de qué disponibilidades hay en Brooklyn.
    —Creo que debería tomarme unas vacaciones —contestó.

    Acababa de ocurrírsele esa solución. Dejó de escribir mientras miraba el papel. Tenía acumulados permisos suficientes, ella lo sabía. Podía realquilar su piso, largarse, dejar Nueva York. La ciudad no era un buen lugar para pasar el verano. Podía irse a algún sitio y dedicarse a conocer al muchacho, estar todo el tiempo con él. Quizás fuera esto lo que realmente deseaba de la vida.

    —¡No puedes hacer eso, Mel! Quiero decir, ¿quién va a dirigir esta oficina?
    —¡Tú!

    Melissa se volvió para mirar al hombre, sonriente ante la maravillosa simplicidad de su idea. Era una solución que acababa de ocurrírsele y que le parecía perfectamente coherente, no sólo para el niño sin techo, sino también para ella.

    Greg se disponía a volver a la oficina. Había levantado la mano como para decir algo más cuando el muchacho sin techo se puso de pie y se acercó a Melissa como para cogerla, pero, en cambio, lanzó un sonoro eructo desde las profundidades de su cuerpo y vomitó toda la comida, el caramelo, el ketchup y la mostaza, el sandwich y el perrito caliente, todo lo que había engullido. Y todo eso lo lanzó sobre el escritorio de Melissa, a la que salpicó con la sustancia amarilla y verde de su estómago.

    El muchacho la miró con impotencia desde lo hondo de su náusea, y Melissa se acercó a él para acariciarle maternalmente el rostro encendido mientras le decía para calmarlo:

    —No te preocupes, muchacho, no tiene importancia. Yo me ocuparé de ti, yo me ocuparé de todo.


    Cogió el teléfono al tiempo que decidía cómo se las arreglaría para dejar la ciudad e ir a un sitio seguro a educar a aquel niño sin techo.


    2


    Al final del segundo día llegaron al límite occidental del Estado, después de atravesar la región de Piedmont en Carolina del Norte y las verdes montañas en el extremo sur de la larga cordillera de Blue Ridge. Habían dejado las carreteras interestatales y se hallaban en los estrechos caminos comarcales serpenteando entre las colinas de altos abetos y pinos. No había tráfico y sólo unas pocas casas, la mayoría de ellas construidas al borde del camino, sólo chozas de cartón alquitranado y granjas derruidas.

    Pero Melissa comenzó a localizar de tanto en tanto casas más grandes y más nuevas, apartadas del camino y rodeadas de bosquecillos, o bien más arriba en la ladera, con vista al largo valle de pinos que se internaba en Georgia, al sur.

    Para Melissa las casas modernas eran nuevas. Hacía ocho años que no iba a la montaña. También entonces era verano, y había estado tres semanas haciendo un curso de alfarería en la escuela de Artes y Oficios. En aquella época alentaba la vaga esperanza de abandonar su curso universitario en asistencia social, montar un estudio en la montaña y ganarse la vida con la producción de piezas de cerámica únicas.

    Sin embargo, pronto advirtió que no tenía el talento ni la vocación de hierro necesarias para convertirse en una ceramista original, pero seguía aferrada a la idea romántica de vivir una vida sencilla en algún lugar de las montañas, lejos de la ciudad de Nueva York.

    Era este sueño secreto, más que ninguna otra cosa, lo que la había decidido a llevar a Adam allí, a lo más profundo de los Apalaches. Melissa recordaba qué maravilloso había sido para ella aquel breve período en la escuela de Artes y Oficios, donde tenía la impresión de que todos sus problemas se disipaban y donde, al parecer, toda la gente se olvidaba del mundo exterior, e incluso de sí misma, para dejar simplemente transcurrir, sin más, los días cálidos del verano.

    Volvió a pensar en cuánto odiaba la vida en Nueva York, en cuánto odiaba su trabajo y la agencia. También sabía que sólo había permanecido allí a causa de Greg. No había querido dejar de verle. Pero Nueva York no era precisamente el sitio en donde deseaba pasar el resto de su vida.

    Echó una mirada a Adam, pensando que aquí, lejos del crimen, de los húmedos y peligrosos túneles bajo Manhattan, podría educarlo a salvo. Con el dinero que había retirado de su fondo de jubilación se mantendrían los dos durante un año. Ya se preocuparía de qué hacer al año siguiente. Pero, por el momento, lo único que le interesaba era ver los progresos de Adam.

    Melissa ni siquiera sabía cuál era el verdadero nombre de Adam. Ella y Greg supusieron que debía llamarse así cuando encontraron la palabra «Adam» grabada en la vieja y harapienta ropa interior del muchacho. Sin embargo, Greg dio cuenta a la policía y ésta realizó una investigación en busca de algún niño desaparecido que llevara ese nombre. Pero ninguno respondía a la descripción de Greg. Melissa había llegado a amar el nombre, pensando en que Adam era la «primera criatura» de Dios. Y si no de Dios —pensó ella en secreto—, la suya.

    Había llovido en las montañas y hacía fresco en la tarde de finales de primavera. Melissa abrió la ventanilla y olió la brisa limpia. Sonrió con placer. Por primera vez en años, se sentía libre de la suciedad y el hollín de Nueva York, libre de la tensión de su trabajo en la agencia municipal. Miró al chico y dijo:

    —Ya casi hemos llegado.

    Instintivamente se inclinó y acarició con amor la mejilla del muchacho. Con un movimiento brusco, él apartó la cabeza de la mano de Melissa.

    Melissa recordó el consejo del médico: no abrumar al niño, dejar que Adam encontrara su propia manera de confiar en ella. Y volvió a recordar cuán insistentemente le había advertido: «No cambia usted una psique dañada sólo sacándola de la ciudad. En realidad —había advertido también—, todos esos bosques y la vida rural pueden ser aún peores que los túneles de los que proviene. La verdad, señorita Vaughn, no sabemos quién es el niño. Sin embargo, lo que puedo asegurar es que no hay ninguna razón médica que le impida hablar. Pero hasta que decida hacerlo, bueno, nunca sabremos quién es».

    Melissa giró en una curva cerrada del camino de montaña y vio la escuela un kilómetro y medio más adelante. Se levantaba en el extremo de un umbroso valle de pinos y campos abiertos, contra una pequeña colina llamada Miller’s Knob. Había una media docena de edificios blancos formando racimo que se ocultaban en un bosquecillo de pinos muy altos.

    A la luz del sol los edificios brillaban en el amarillento resplandor de la tarde ya avanzada. Melissa se apartó del camino de montaña y se dirigió hacia adelante, mientras mostraba a Adam su nuevo hogar, la escuela de Artes y Oficios de Blue Ridge.

    Cogió un mapa rudimentario que le había enviado Connor Connaghan, el hombre cuya casa había alquilado para el verano. Lo abrió mientras conducía hacia la escuela, bordeando los edificios y Miller’s Knob, y adentrándose en las colinas.

    Cuando miró a Adam, el muchacho observaba pasivamente el escenario, que a ella le evocaba un bosque tropical: una densa y húmeda bóveda de árboles, y la luz amarilla y anaranjada del sol filtrándose a través de gruesas ramas. Era hermoso y fresco tras la larga jornada en que había debido conducir por aquellas carreteras sinuosas, pero le daba miedo circular de noche por ese camino, al volver de la escuela, y sin la comodidad de la iluminación de las calles de la ciudad. Recordó cuán oscura puede ser la montaña.

    Dejó atrás los árboles. Bruscamente, el vehículo llegó a una curva en la cima de otra colina, desde donde se veía, debajo, el pueblo de Beaver Creek, construido a ambas márgenes del arroyo. Era una deliciosa aldea de dos docenas de casas entre árboles, y Melissa sonrió, respondiendo al paisaje, y luego vio por el rabillo del ojo que su excitación había llamado la atención de Adam. Este la miró, repentinamente atemorizado.

    —Todo va bien, Adam —dijo ella en un susurro, mientras reducía la marcha y sonreía al chico—. ¿No es un sitio precioso? Aquí es donde viviremos —agregó sin dejar de sonreír y hablando muy lentamente, como si estuviera enseñando inglés a un niño extranjero.

    El camino de montaña llegaba a la ciudad por el extremo occidental y descendía directamente por la calle mayor. De acuerdo con el mapa de Connor Connaghan, la casa que alquilaba estaba al otro lado de la ciudad, después de Correos y la tienda de ultramarinos. Melissa tuvo que girar a la izquierda en el semáforo y avanzar unas cuantas manzanas.

    Mientras conducía despacio por la calle mayor, llamada Store Front, recordó haberse detenido una vez en la ciudad, en la última ocasión en que estuvo en la escuela. Reconoció un restaurante llamado Bonnie & Clyde’s, donde había comido una hamburguesa. Sonrió nuevamente mientras pasaba frente al cartel del escaparate de la tienda, que decía: SI BAUER’S NO LO TIENE, USTED NO LO NECESITA.

    Pues bien, eso era exactamente lo que quería. Reduciría todas sus necesidades, se prometió, a las que se podían satisfacer en la tienda de ultramarinos.

    Giró en el semáforo y se dirigió a Creek Drive, hacia donde Connor Connaghan había trazado el burdo esbozo de una casa y había escrito su nombre: El Barco Encallado.

    En la primera manzana había algunas casas grandes e irregulares. Melissa pensó que se trataba del estilo gótico del sur al advertir los envolventes porches con rejas, las altas ventanas con gablete de la segunda planta y las delatoras plataformas de observación en el techo. Cada casa se levantaba en el centro de un gran terreno verde con pequeños graneros en el fondo, tractores John Deere y otras maquinarias agrícolas. Todas las casas tenían grandes jardines, plantados de un lado de la casa y protegidos por vallas altas. Las vallas, supuso Melissa, eran para resguardarlos de los ciervos.

    Había casas con chicos, pensó al ver las combas colgadas de enormes álamos y casitas burdamente construidas en los árboles. Sonrió anticipadamente. Habría niños para que jugaran con Adam. Y ella sabía que nada podría ser mejor para Adam que relacionarse con otros chicos. Chicos normales que no han sufrido malos tratos de sus padres, ni han sido marginados por la sociedad, ni se han visto forzados a crecer en las calles.

    Al final de la primera manzana se acababa el pavimento; la furgoneta saltó sobre la dura huella y atravesó el paso de peatones vacío; Melissa disminuyó la velocidad, pero sin detenerse, al comprobar que estaba saliendo del pueblo otra vez.

    Allí no había césped cortado, ni viejos y umbrosos árboles, ni casas con gabletes. Los terrenos de las esquinas, baldíos y destinados a la siembra. El camino sin pavimentar subía otra colina y bajaba abruptamente hacia el fondo de la hondonada. Miró hacia adelante, por encima de la larga hierba amarilla. Melissa vio un techo de metal, un desvío marrón de ripio y una mancha de hierba.

    Eso debe de ser El Barco Encallado. Observó el campo en busca de otras casas, a la vez que pensaba que estarían aislados en el extremo de Creek Drive, sin vecinos ni siquiera a distancia de un disparo de fusil. Recordaba perfectamente la oscuridad de las noches en la montaña y se imaginaba sola en el bosque, con la única compañía de Adam y el aullido del viento.

    —¡Oh, mierda! —dijo entre dientes y, reduciendo la marcha, bajó por la huella de la falda hasta el arroyo y entró con la furgoneta en el patio de El Barco Encallado.

    ¿Cómo podía haber alquilado esa casa sin verla? Luego tuvo que virar a su derecha mientras otro coche, un pequeño VW Bug, salía del patio. Melissa vio los rostros delgados de dos mujeres jóvenes en el asiento delantero.

    Al otro lado del patio desnudo, la casa estaba abierta. Era pequeña, mucho más pequeña que aquellas casas góticas en la parte alta, pero perfecta para ella y Adam, pensó Melissa al verla.

    Y también pensó que debía de ser una casa hecha a mano. Una de esas casas que un artesano ha construido cuidadosamente con piezas sobrantes de madera dura. La casa era artística; concepción de artesano.

    Tenía un aire extraño y fantástico, pensó Melissa, mientras conducía lentamente a través del patio, sin poder dejar de sonreír ante su buena suerte.

    El Barco Encallado parecía la proa de una goleta del siglo XVIII; allí, en el patio, semejaba un buque de vela arando la costa en la ribera de Beaver Creek.

    —Naturalmente —dijo Melissa en voz alta—, «el barco encallado».

    La «proa» de la casa parecía encallada en un banco rocoso. Desde la angosta puerta de entrada, que se abría a un lado de la nave, una mancha de guijarros cual abanico abierto creaba una pequeña terraza junto al arroyo, sombreada por sauces negros y algodoneros.

    Del lado de arriba de la casa, la hierba estaba cortada, bien cuidada. Un suave césped verde crecía en una amplia zona alrededor de la casa-barco y trepaba por la ladera para desaparecer tan sólo en el espeso afloramiento de peñascos de pizarra que enmarcaban el sombrío valle del arroyo.

    Melissa pensó en Beaver Creek y se preguntó hasta qué punto la casa resultaría segura en caso de inundación. Pero nadie —esperaba— habría construido una casa como aquella ni la habría mantenido tan cuidadosamente ante la perspectiva de una posible inundación.

    Melissa detuvo la furgoneta y Adam le cogió el brazo, sujetándola.

    —¿Qué, Adam? —preguntó, recordando que debía tratar al chico con calma.

    Él no la miraba —advirtió Melissa—, sino que tenía los ojos fijos en la casa, atemorizado por lo que veía.

    Ella se volvió hacia la casa y vio a un hombre que salía de lo alto de ella, en la proa del barco. El hombre se volvió para saludar con la mano, como si el nuevo hogar de Melissa fuera realmente un barco. Un barco seguro, cómodo y hospitalario que del mar había llegado a aquella costa interior.

    —No pasa nada —dijo a Adam—, ése ha de ser Connor Connaghan. A él le alquilamos la casa.

    El chico no dejaba de temblar junto a ella, ni apartaba los ojos del hombre que se hallaba en la proa del barco, en la segunda planta de aquella casa de tan extraño aspecto.

    Melissa apagó el motor. El hombre había desaparecido del porche de la segunda planta.

    —¡Hemos llegado! —le dijo a Adam mientras inspiraba profundamente y sentía que la fatiga le barría el cuerpo entero.

    Miró al chico y sonrió con cierta ironía.

    Adam no había dejado un solo instante de mirar la casa, y cuando ella miró de nuevo, vio que el hombre había hecho su aparición por una puerta lateral y se acercaba rápidamente a ellos a través del patio.

    —Aguarda —ordenó Melissa a Adam con sentimiento protector, y saltó de la cabina para encontrarse con Connor Connaghan y advertir, también, que deseaba mantenerlo lejos de Adam, poner, por el momento, una valla entre el muchacho y el propietario.
    —¡Hola! Soy Melissa Vaughn. Usted es...
    —Connor. Connor Connaghan —dijo él, y sonrió.

    Al verle sonreír, Melissa supo que Connor era un buen hombre y alguien en quien podía confiar. Le tendió la mano y le dijo:

    —Es una maravilla estar en la montaña, y éste —agregó, con una grata sensación al decirlo— es Adam. Mi hijo.

    Miró hacia atrás, al muchachito calvo que todavía permanecía sentado en el asiento delantero, contemplándolos en silencio con sus grandes e inexpresivos ojos grises.


    3


    Betty Sue Yates corría. Corría por Store Front Street, esquivando las pocas personas que había en la acera y cantaba para sí misma, cantaba en voz alta: «He visto al niño... He visto al niño calvo». A su paso la gente se apartaba de un salto, maldiciendo y gritando su nombre. La anciana seguía corriendo.

    Las palabras le cantaban en la mente y corrían tan rápido como ella. Sus zapatillas eran ligeras como el aire. Las piernas volaban. Sonreía, feliz. Aun cuando se había orinado en las bragas, no le importaba. «¡No, señor, no me importa!», cantaba mientras oía que su voz se alzaba en el aire como una cometa.

    De un metro ochenta y cinco, era todo brazos y piernas. Un esqueleto humano que no llegaba a los setenta kilos de peso. Usaba tejanos debajo de un vestido corto floreado y dos andrajosos jerseys caseros sobre los hombros. Uno era rosado, el otro rojo, y ambos resultaban un abrigo excesivo para aquella tarde calurosa. Sin embargo, incluso en verano, Betty Sue tenía siempre frío y temblaba ante la menor brisa.

    Cruzó el terreno baldío de Smith justo delante de la estación de servicio de Stan, siguió por el trillado sendero entre la crecida hierba silvestre y corrió hacia Simon’s Ridge, hacia la Iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva y el reverendo Littleton.

    Sabía que su hermano menor, Rufus, iba detrás de ella y que corría lo más rápido que podía con sus piernecitas, pero ella se distanció y trepó la colina, sabiendo que estaría otra vez allí, observándola, cuando ella llegara al patio de la iglesia.

    En el borde del cerro, Betty Sue tropezó y cayó hacia adelante sobre la tierra blanda. Jadeaba y le dolía la cabeza, oh, le dolía horriblemente, como siempre que se excitaba y se ponía nerviosa. Por esa razón le había dicho Nurse Peele: «¡Oh, Betty Sue!, no te excites ahora, ¿me escuchas, encanto? Ya estás llegando a los sesenta, mujer. Mentalmente eres sólo una cría, ¿me oyes? Tu cuerpo, en cambio, se está gastando».

    «Putita estúpida», pensó Betty Sue, sonriendo para sí misma y lamiéndose la punta de la nariz con su lengua larga y fina.

    Se levantó y siguió caminando. Le dolía todo el cuerpo. Respiró entre jadeos mientras entraba en el atrio de grava de la iglesia. No podía pensar. Le dolían los ojos y tenía la vista confusa. Pensó: «Me moriré ahora mismo, cruzando el atrio, justo allí, entre las losas del clan Grayson». Miró y leyó lentamente:

    Douglas Grayson
    1912-1985
    DESCANSA EN EL REGAZO DE NUESTRO SEÑOR


    «¡El muy cabrón! —pensó, recordando como Douglas Grayson, junto con Dubby Arnold, los Yowells y Stan Turner, la habían llevado a Peppertree Fontana Village, la habían emborrachado con whiskey Doc Clark y luego la habían follado como a una vaca en el bosque, fuera de la carretera—. Bueno y muerto, ¡por fin me libré de él!», exclamó mientras asentía con la cabeza. E hizo un gesto de burla a la tumba.

    Después recordó que siempre que ella iba a su droguería, le tocaba las tetas. Y ella le escupía a la cara, llegada la ocasión, hasta que su papá le dejó las orejas amoratadas y le dijo que la encerraría en el almacén de las frutas.

    Vio la pequeña iglesia a través de los abedules blancos. Vio el remate de la elevada torre y la veleta. Vio al reverendo Littleton y sonrió, nuevamente feliz.

    El predicador estaba en el patio trasero, trabajando en el jardín. Tenía flores en la mano. Un ramo que parecía una antorcha roja. Se hallaba inclinado, cogiendo más flores, cuando ella apareció de entre la maleza, agitándose, demasiado agotada para hablar, y tropezó con los rosales, aunque siguió avanzando, ya completamente sin aliento.

    Littleton dio un salto hacia atrás, sorprendido por la presencia de la mujer en el jardín. Tras sus abultadas gafas, el rostro pequeño y contraído estaba blanco, mientras los labios se aflojaban y la boca se entreabría.

    «Cierra la boca —pensó Betty Sue—, o te entrarán las abejas y te picarán las encías.»

    —¡Betty Sue! ¿Qué haces, pequeña?

    Littleton se acercó, dejando atrás las flores. Tenía las botas negras cubiertas de arcilla roja de la montaña. Llevaba pantalones negros, camisa blanca de mangas largas, tirantes negros y pajarita. En las axilas se extendían oscuras manchas de sudor.

    Ella había caído al suelo para oler la hierba cortada y cerró los ojos, sonriendo y pensando en cómo le gustaba el olor del trébol; deseó ser otra vez una vaca. U otros animales. En un tiempo había sido un halcón y se había quebrado una pierna al saltar desde la torre de agua del pueblo. Era más joven entonces, en la treintena, le había dicho su papá. Ella no sabía qué significaba treinta. Sólo sabía contar hasta diez.

    —Betty Sue, mi niña, ¿qué haces? —el reverendo se agachó y le tocó la frente.

    Al mismo tiempo tenía miedo, se estremecía ante la cólera de la voz de aquel hombre alto, de modo que le habló con rapidez, antes de que pudiera regañarla:

    —¡Lo he visto, reverendo! ¡Lo he visto!

    Las palabras comenzaron a resonarle en la cabeza y Betty Sue cerró los ojos para no cantar. Sabía que a la gente no le gustaba su sonsonete. Pero a veces no podía refrenarse, por muchos esfuerzos que hiciese. O por mucho que la golpearan.

    —¿De qué hablas, Betty Sue? ¿Por qué has subido hasta aquí? ¿Por qué has irrumpido en mi cementerio? —preguntó mientras agitaba el ramo de flores y hendía el aire con aquella daga roja.
    —... lo he visto —respondió ella en un susurro, siempre a prudente distancia del llameante cuchillo—. El muchacho, el niño calvo...
    —¡Betty Sue, Betty Sue!

    El sacerdote la levantó, no sin esfuerzo para vencer el peso de la mujer.

    De pie junto a él, la mujer era casi tan alta como el reverendo, pero no se irguió. Se mantuvo con la espalda encorvada, la cabeza hundida y los brazos alrededor del cuerpo.

    —Vamos, Betty Sue, nadie te hará daño. ¿A quién has visto, pequeña?

    El sacerdote hablaba suavemente, con amabilidad, y la tomó por los hombros y salieron del jardín arcilloso hacia un banco de pino, a la sombra de varios robles de agua.

    —El mal está en todas partes. En las colinas. En la calle. Junto a ti, en tu asiento —dijo ella, mirando de soslayo al delgado sacerdote.

    Eso era lo que él decía siempre en la iglesia.

    Rufus, su hermano, había ido a sentarse con ellos en el banco; sonreía y hacía muecas a Betty Sue, quien no le prestaba atención. Ella sabía que el sacerdote no podía ver a Rufus. Nadie podía ver a Rufus, nadie excepto ella, desde el momento en que lo había ahogado en el pozo del establo.

    —El niño —volvió a decir, mientras miraba a su alrededor y pensaba: «No me cree. Se lo contará a la tía Mary y ella me pegará por molestar al sacerdote hablándole acerca del niño. Del niño calvo».

    Betty Sue levantó la cabeza, escuchó por un instante las palabras que se repetían en su interior, las escuchó girar salvajemente hasta que terminaron por obnubilarla. Se sacudió las orejas para acallar el cerebro.

    El cerebro era algo terrible, lo sabía. Su papá se lo había dicho muchas veces.

    —Betty Sue, vete a casa de la tía Mary Lee. Te estará buscando.

    El reverendo Littleton, inclinado hacia adelante, abrazándose las piernas flacas con sus brazos huesudos, el entrecejo fruncido y mirándola, parecía la efigie de una moneda de cinco centavos.

    —Niño —susurró ella, desafiándolo, y luego, para molestar, como diría su papá, sacó la lengua y con la punta se lamió la fosa nasal izquierda.

    Detrás de él, Rufus cayó del banco de madera, se reía, se agarraba los costados y pataleaba en el aire con sus piernas cortas.

    —Señor mío, no eres tú una loca tonada, eso es seguro.

    Betty Sue cogió al sacerdote, lo abrazó y le susurró al oído, esta vez sonriendo:

    —El niño. El niño. El niño.

    Siguió sonriendo mientras escuchaba cómo resonaba la palabra niño en su cabeza, como el vuelo de un halcón, cada vez más alto en el cielo claro. Miró hacia arriba a través de las ramas de los robles y vio la palabra navegando al viento sobre Simon’s Ridge.

    —¡Maldición, chica! —exclamó el reverendo y se soltó.

    Luego, después de trastabillar un instante, levantó la mano y pensó para sí: «Dios mío, ¿qué hago aquí, hablando con esta criatura demente? Voy a encerrar a esta criatura en Lenoir antes de que haga daño».

    —¡Lo he visto, al muchachito! —gritó Betty Sue.
    —¡Vete a casa, Betty Sue! Dile a la tía Mary Lee que venga a verme, ¿oyes? Haremos algo contigo, Betty Sue. Eres demasiado vieja para andar corriendo por esas calles como un chico salvaje y atemorizando a la gente.

    El reverendo sacudió la cabeza y volvió a su fangoso jardín. Las botas resbalaban en la hierba húmeda. Con una mano cogió el ramo de flores rojas.

    Rufus le chillaba a Mary Sue diciéndole que atacara al anciano. Era la primera vez, pensó Betty Sue, que Rufus le decía que hiciera tal cosa.

    Mary Sue tomó carrera desde atrás del sacerdote y saltó sobre su espalda, donde quedó montada con sus piernas embarradas. Le pasó los brazos alrededor del cuello y le cogió la nuez. Ahogándose a causa del ataque, el predicador dejó caer las flores rojas de la iglesia, giró sobre sí mismo y finalmente cayó bajo el peso de la anciana. Trató de liberar su cuello delgado de los brazos de la mujer, pero ésta lo sujetó con más fuerza.

    Cayeron ambos en el jardín, sobre las dragonteas y las rosas. Momentáneamente el reverendo logró soltarse; la boca llena de sangre apenas le permitía respirar; escupió y trató de hablar. Betty Sue volvió a apretar. Fuera de sí, porque él no la escuchaba, gritó:

    —El mal está en todas partes. En las colinas. En la calle. Junto a ti, en tu asiento.

    El sacerdote siguió luchando. Sacudía las piernas y trataba de zafarse, pero Betty Sue no se lo permitiría. Ella era más fuerte y no tenía miedo. Siguió apretando hasta que él dejó de luchar, como había hecho Rufus, hacía ya mucho tiempo, antes de que ella lo arrojara al agua del pozo.

    Cuando el sacerdote ya no se resistió más, Betty Sue se apartó y se puso de pie. Sonriendo, pensó en lo que diría la tía Mary Lee: que ella era rápida como un gato, rápida como un gato. El pequeño sonsonete le inundó el cerebro y Betty Sue apenas consiguió salvarse de la locura, como la tía Mary Lee decía siempre.

    El reverendo Littleton no se movió. El sacerdote yacía entre sus flores. El cuerpo alargado estaba allí desparramado como un juguete roto.

    Rufus se aproximó y ambos le patearon las piernas y le dejaron embarrados los pantalones negros.

    «Está muerto», le dijo Rufus.

    —¿Reverendo? —preguntó Betty Sue, mientras saltaba hacia adelante para sacudirle la mano, luego con otro salto se apartaba, rodeando al hombre caído, pisoteando las flores, temerosa de acercársele demasiado y volver a tocarlo.

    «Está muerto», dijo Rufus llanamente, mientras se alejaba.

    Cuando volvió a rodear el cuerpo, Betty Sue vio otra vez el rostro del reverendo Littleton. Había perdido las gafas, caídas junto a la cabeza, como si pudiera ver con las orejas, y ella sonrió pensando lo absurdo que era aquello, ¡mirar televisión con las orejas!

    Luego se olvidó del reverendo Littleton y se lanzó tras su hermano pequeño, Rufus, a quien trató de coger en el cementerio mientras éste se escabullía, corriendo enloquecido a través de las viejas lápidas caídas. Betty Sue gritaba su nuevo sonsonete detrás de su hermanito muerto:

    —¡He visto al niño! ¡He visto al niño calvo!


    4


    Connor Connaghan hablaba suavemente mientras contaba a Melissa cómo se le había ocurrido construir la casa, El Barco Encallado, allí, al borde del arroyo.

    —En realidad, el dinero no tuvo nada que ver con mi decisión. Lo que importaba era la calidad de vida. Era esto —señaló a su alrededor—, tener un gran espacio para vivir.

    Y sonrió, dando a entender que en realidad no se había tomado todo eso en serio.

    Melissa evitaba mirar al hombre.

    Lo que hacía era observar todo el tiempo la casa, que carecía por completo de sentido, como casa y como cabina de un velero. Pero, de algún modo, El Barco Encallado era vivible y Melissa se sentía profundamente conectada con el sitio. Bajo sus pies sintió el viejo suelo de madera del establo, contempló la cocina de leña en el rincón, la escalera hecha a mano que colgaba contra la pared del fondo y subía a un espacio abierto en la planta alta. (Ella dormiría allí, ya lo había decidido, cuando lo vio, al llegar allí por primera vez, a través de la puerta inclinada en la parte lateral del barco.)

    —Por supuesto, no aprobaría una inspección —rió Connor apoyado contra lo que usaba como mármol de la cocina—. Además, cuando vinieron a colocar los cables para la electricidad dije que era un estudio de alfarería.
    —¿Hace usted cerámica? —preguntó Melissa volviéndose hacia él, intrigada, y luego recordó que el director de la escuela de Artes y Oficios decía que Connor Connaghan estaba en la facultad.
    —Imparto un par de cursos, sí. Uno de una hora. ¿Pertenece usted a este mundo?

    Connor mantuvo la sonrisa mientras la observaba. Había aprendido que el secreto con las mujeres estribaba en no dejar nunca decaer la mirada. Una mujer le había dicho una vez que sentía como si se ahogara en su mirada. A él eso le gustaba.

    —Bueno, sí, quiero decir, una vez seguí un curso aquí, hace años —explicó Melissa mientras se encogía de hombros y hablaba rápidamente, consciente de que le sudaban las axilas—. ¿Qué es eso? —preguntó a la vez que señalaba, para desviar de su persona la atención del hombre.
    —Una sauna. La construí el invierno pasado. Cuando empecé aquí, sabe usted, sólo tenía esta cocina. Viví en este espacio durante dos años mientras ahorraba algo de dinero, y poco a poco fui construyendo la estructura principal a medida que la fantasía y la inspiración me movían. Una habitación aquí, otra allí, nada demasiado planificado, como puede verse —se rió—. Al principio, para decirle la verdad, esto parecía una barraca de alfarero. Luego cometí algunos errores graves, sabe, y un día, al mirar todo esto pensé: ¡Diablos, esto es un barco! Una goleta de dos palos, y seguí en esa dirección, hice como si el condenado barco hubiera encallado justo aquí, en la margen del Beaver Creek.
    —¡Es una maravilla! —sonrió Melissa volviéndose hacia él—. ¡Es perfecto! Es hermoso.

    Se quedó mirándolo directamente, con el deseo de que en ese momento se viera arrastrado por su encanto y su entusiasmo y, también, como no, por su soberbio aspecto. Sintió un trallazo de excitación sexual y buenas posibilidades de éxito al advertir un ligero desconcierto en sus ojos oscuros. Había establecido contacto.

    —No lo sé —Connor se encogió de hombros y siguió mirando a su alrededor—, seguramente es bastante raro, y eso es lo que yo quería.

    Comenzó a pasearse mientras explicaba a Melissa más cosas sobre el sitio, por qué había hecho esto, por qué había hecho aquello, y luego suspiró, dando a entender que le complacía que ella apreciase la casa.

    Para mantener la conversación, que flotaba —ella lo sabía— sobre la ola sexual en crecimiento, Melissa dijo:

    —Me parece que me voy a sentir culpable de vivir aquí. Quiero decir que lamento que tenga usted que alquilarlo —y guardó silencio, pues temía prejuzgar acerca de él y de cuánto dinero podría tener.
    —¡Oh! Estoy preparando otra casa al otro lado de la colina —hizo un gesto por encima de su hombro derecho—. Tengo que vivir en medio del polvo con tal de tener algo hecho —se apartó del mármol de la cocina, que, como advirtió Melissa, era una antigua lápida—. ¿Y sus cosas? ¿Puedo echarle una mano con el equipaje? ¿Su chico?
    —¡Adam! —gritó Melissa, asombrada de haberse olvidado del niño.

    Corrió a la ventana, un pequeño triángulo de vidrio transparente en una estructura mayor de vidrios de colores. Vio a Adam debajo de la casa-barco, al borde del arroyo. Allí estaba, sentado, con las piernas cruzadas, sobre una roca, arrojando distraídamente guijarros al agua poco profunda.

    —Está bien —anunció Melissa.

    Y sintió súbita impaciencia por estar con él, en respuesta a su necesidad de cuidarlo y con sentimiento de culpa por haberlo olvidado mientras conversaba con Connor. Hacía tan poco que tenía las responsabilidades de una madre, que en realidad no sabía qué era lo que tenía que hacer en cada instante.

    —Es hermoso —le dijo Connor, quien se había acercado a ella y observaba también por el triángulo de vidrio—. ¿Ha estado enfermo?
    —Sí —respondió Melissa, apartándose con delicadeza de la imponente proximidad del hombre, cuya cercanía la ponía tensa.
    —¿Nada grave?
    —No, gracias a Dios —repuso vagamente Melissa y se preguntó, dado el tono de la voz y el interés que él mostraba, si tendría hijos, o incluso si estaría casado. Luego pensó en Greg y, antes de que pudiera darse cuenta, se oyó decir—: ¿Está usted casado?
    —Lo estuve una vez. Me divorcié hace unos diez años. Me casé con una chica de la universidad y... —se encogió de hombros—. No lo sé, tomamos caminos diferentes, como se dice. Nunca he tenido suerte con las mujeres. Para estar casado hay que tener suerte con las mujeres.

    Se alejó de las ventanas de colores y se recostó contra un grueso tronco de árbol instalado en el centro de la habitación con el objeto de sostener la planta superior.

    Todo lo que le rodeaba era casual, casi deliberadamente casual, pensó ella, o tal vez la gente era así en el sur, en la montaña. No había brusquedades en aquel hombre. Simplemente se desenvolvía con comodidad, sin levantar nunca la voz. Era como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para hablar con ella. Luego Melissa recordó que todo el mundo era así una vez que se salía de la ciudad de Nueva York.

    Ella permanecía junto a la ventana con las manos en los bolsillos de la chaqueta anaranjada Land’s End y volvió la cabeza para mirarlo.

    Lo vio apoyado contra el tronco, los dedos metidos en los bolsillos delanteros. Llevaba puesta una camiseta que lucía la casa-goleta dibujada al pecho; el torso del hombre era amplio y musculoso, como si se hubiera pasado la vida levantando pesas.

    Llevaba el pelo rubio sucio, peinado hacia atrás y atado en una coleta corta. Esto hacía parecer aún más fina su cara, de por sí delgada, y hacía resaltar sus ojos azul claro, del color de un barniz chino.

    Los ojos de Melissa inspeccionaron el cuerpo de Connor, y luego, cuando advirtió que él lo había notado, dijo rápidamente:

    —Me parece que es mejor que vaya a ver a Adam.
    —El chico está bien. Ningún problema que pueda tener aquí un muchacho de ciudad es un gran problema. De paso, ¿y usted?
    —¿Yo qué?
    —¿Está casada?

    Melissa sacudió la cabeza.

    —En realidad, nunca lo estuve —dijo, y señaló con la cabeza en dirección al arroyo—, pero Adam es mío.

    Se apartó de la ventana y se acercó a la puerta lateral. «No hables más», se dijo a sí misma al tiempo que salía de la casa.

    «Es un chico raro», pensó Connor mientras observaba al niño calvo. Connor sabía que algo no funcionaba bien. Desplazó la atención a la mujer, a quien observó mientras se acercaba al niño, que estaba sentado en lo alto de la gran roca. Ella se deslizaba, siempre conservando la distancia, a fin de quedar frente y debajo de donde él estaba sentado. Se estiró para apoyarse contra la roca mientras se desplazaba, pero no tocó al muchacho. Guardó la distancia. Connor observó que estaba en guardia.

    Connor no podía oír la voz de Melissa, sino sólo ver la expresión tensa y preocupada de su rostro, la ansiedad en los ojos.

    Fuera de la casa-goleta parecía más joven, más como una criatura también ella, lo que se debía a que no estaba vestida adecuadamente para el clima, con los tejanos, el top de algodón y, encima, la chaqueta. Al final de la tarde refrescaba. El sol ya no daba de ese lado de la colina.

    El viento le hacía volar sobre el rostro el pelo negro corto y le realzaba los hombros y las caderas. Parecía una chica de diecisiete años, pensó, más joven y de aspecto más apacible que su hijo.

    Era igual a una alfarera. Usaba el mismo tipo de tonalidades terrosas que prefieren los alfareros, y tenía el mismo tono castaño claro en la piel y los mismos rasgos agudos. No había nada suave en ella, pero tampoco nada agostado. Era como un corredor, pensó Connor tratando de encontrar una manera de definirla, y no frágil como la otra gente de la ciudad que iba a la montaña para asistir a algún curso de artesanía.

    No, ella tenía dominio de sí misma y era fuerte. Alguien —conjeturó— que pasa mucho tiempo sola. Había una actitud en ella, como si no tuviese mejor amiga que ella misma. No era persona de muchos amigos íntimos. Era mudable, Connor lo sabía.

    Y después de haber visto a tantas mujeres llegar a la montaña y marcharse, Connor había aprendido que estas mujeres eran las mejores amantes. Tenían avidez por hacer el amor, que él adivinaba amasada en una enorme cantidad de horas de soledad. Nunca pudo saber si se trataba de emoción profunda o de simple sensualidad, pero lo cierto era que siempre apreciaba a esas mujeres.

    Melissa desplegaba una gran gestualidad ante el chico, al que animaba a bajar de la roca, y se dio cuenta de que el muchacho no había hablado, ni siquiera para quejarse, desde que habían llegado. Tal vez fuera mudo. Observó a Melissa y vio que se colocaba siempre de lleno en el campo visual del chico, de modo que éste pudiera leer sus labios.

    No estaba seguro de si era sordo, o mudo, o qué, pero no tenía ninguna duda de que no era hijo de Melissa. Ella no era la madre del chico. En absoluto, pensó Connor, y se alejó de la ventana.


    5


    Lloraba. Lloraba porque sabía que aquello no estaba bien. Lloraba porque sabía que era algo que le pertenecía íntimamente y él la obligaba a hacerlo. Lloraba porque él le había dicho que si le contaba algo a su madre, si le contaba algo a cualquiera, le cortaría la lengua con un cuchillo de cocina.


    Lloraba porque cuando él lo hizo, ella sufrió. Sufrió con todo el cuerpo. Siempre había sangre que la avergonzaba, y tenía miedo de que su madre la viera y le preguntara por la sangre de su ropa interior, y entonces ella no podría contenerse y contaría, y él la mataría.

    Sabía que la mataría. Sabía que quería matarla. Lo veía en sus ojos cuando la cogía y le bajaba las bragas y la obligaba a hacerle aquello.

    No estaba bien, ella lo sabía. Era algo malo. Era malo y él la obligaba a hacer cosas malas, y ella también era mala por hacerlas. Y no podía dejar de llorar.


    Cuando se despertó, Melissa no sabía dónde estaba. Se sentó y se golpeó la cabeza con el cielo raso oblicuo.

    —¡Ay! —exclamó, cogiéndose la frente.

    Cayó hacia atrás en la cama de la planta alta. Las lágrimas asomaban en sus ojos, un dolor terrible le nublaba la vista. Se sostuvo la frente, advirtiendo que se había lastimado ligeramente la piel, pero se sentía bien. Inspiró profundamente con una sensación de debilidad y de desamparo, a la vez que pensaba en lo estúpida que había sido para golpearse así la cabeza. Había olvidado dónde estaba, había olvidado que estaba durmiendo en el estrecho desván de la casa-goleta, hecha a mano, de Connor Connaghan. Le vino un flash de su pesadilla. Se trataba de una pesadilla habitual, de modo que se había acostumbrado a no parar mientes en su significado, en el significado que tenía para su vida. Concentró la atención en el sitio en el que se hallaba: el pequeño, estrecho espacio de aquella extraña casa-goleta.

    Volvió a moverse, esta vez sobre un codo, y espió por encima del borde, más allá del espacio que formaban la cocina-salón y la puerta abierta del dormitorio de la planta baja, donde dormía Adam. Ella le había dejado abierta la puerta y encendida la luz, por si acaso el chico se despertaba por la noche. Además, quería tenerlo permanentemente a la vista. Todavía no estaba segura de qué margen de movimiento podía darle. Tenía miedo de que, al volver a su casa, en Nueva York, quedara fuera de su vigilante mirada.

    Las primeras noches en el piso de Nueva York Melissa tampoco había podido dormir, pues Adam se revolvía constantemente en la cama y gritaba durante las pesadillas que lo asaltaban. Ella se quedaba despierta en la habitación contigua y se esforzaba por oír lo que el chico pudiera decir, por atrapar alguna información sobre su misteriosa vida. Tal vez en sueños hablara. Pero Adam rugía en forma incoherente, gemía y gritaba con chillidos muy penetrantes.

    Ahora, al contemplarlo desde su puesto de observación superior, sólo podía ver su cabeza calva, la suave redondez de su cráneo. Deseaba que comenzara a crecerle pelo, y pensó que quizá podía tratar de ponerle una peluca. Estaba segura de que el chico no llamaría la atención si tuviera un poco de pelo, si no tuviera tanto aspecto de extraterrestre.

    Apartó la atención de Adam y miró por la pequeña ventana de barco. Vio la ladera de la colina y parte del prado. En la hierba fresca pastaban los ciervos y Melissa, conmovida por el espectáculo, sonrió. Se estiró para abrir más el ventanuco, pero el ruidito de la ventana de metal alertó a los animales. Uno, sorprendido por tan ligero sonido, se quedó inmóvil, escuchando. Melissa sabía que los ciervos tienen mala vista, pero se mantuvo en absoluto silencio, a la espera de que el pequeño rebaño volviera a pacer.

    Decidió que le escribiría a Greg y le contaría lo maravilloso que era tener ciervos pastando fuera de la casa en la niebla del amanecer, y no unos pobres sin hogar hurgando en la basura de su edificio. Estudió la escena desde su ventanita. Así era ella. Quería tener claros los detalles en la mente cuando escribiera la carta y, además, quería guardarlos en la memoria para sí misma, como si algún día pudiera tener necesidad de evocar la escena para algún examen de su vida.

    Lo que vio fue la escarpada ladera a su izquierda. Los árboles estaban en plena floración y formaban un rico fondo verde, que subía hacia el cielo desbordando el marco de la ventana y el campo visual de Melissa.

    Si se miraba directamente hacia adelante a través del espeso follaje se veía el curso rápido y blanco del arroyo, que bajaba la escarpada colina saltando sobre las rocas en una pequeña cascada y se volcaba en el pequeñísimo estanque que había entre el bosque y la casa-goleta.

    La noche anterior, Connor le había dicho que tuviera cuidado con el estanque. Parecía muy calmo, había explicado mientras lo señalaba y decía que uno podía pensar en que era fácil cruzarlo, pues no tenía más de un metro veinte de ancho. Pero no sabía exactamente, le había dicho Connor, cuál era su profundidad. Él había arrojado un bloque de cemento atado a una cuerda de quince metros y no había tocado fondo.

    Connor le había enseñado el pozo también a Adam, hablándole lentamente y en voz bien alta, como se hace siempre con un niño mudo. Adam miró fijamente el agua negra, sin más, y luego a Connor, para retirarse después a arrojar guijarros a la veloz corriente que bajaba de la montaña.

    A la derecha, lejos del estanque y de la escarpada ladera de la colina, Melissa vio una extensión mayor del plano y suave prado, brillante de humedad. Todo el patio tenía más o menos la forma de un campo de fútbol, limitado en un extremo por montículos de tierra y rocas cubiertas de maleza y siempreverdes.

    Connor le había dicho que los montículos databan de la época en que excavaran el valle en busca de yeso. En otros tiempos hubo una línea férrea que entraba en Beaver Creek, con más de cien trenes diarios que iban y venían uniendo Beaver Creek con el mundo exterior y llevándose el preciado yeso.

    Pero a comienzos de los cincuenta, cuando se abrieron carreteras en las montañas y conectaron entre sí los pueblos otrora aislados, se acabó la necesidad de un sistema ferroviario y los trenes se detuvieron para siempre. Cuando se levantaron las minas de yeso, Beaver Creek perdió su única industria, y con ello toda relevancia en el resto de la región.

    Todo esto había ocurrido en tiempos de su padre, dijo Connor. Criado en la montaña, lo único que él sabía era que, al terminar la escuela, tuvo que marcharse de Beaver Creek, pues no había futuro para él en las colinas.

    —Pero regresó usted —comentó Melissa, sonriente.

    Connor trató de devolverle la sonrisa y miró hacia fuera, al pueblo que, en parte, se veía en lo alto de la colina, y dijo suave, tristemente, como si se tratara de una flaqueza de su parte:

    —Bueno, he estado en todas partes, me temo, pero nunca me sentí realmente feliz, excepto en estas colinas.

    Parecía dolido al admitirlo, y eso contrajo el corazón de Melissa. Envidió por un instante a Connor y sintió una repentina tristeza al pensar que no hubiera para ella refugio alguno, un hogar donde pudiera encontrarse con sus raíces. Ni siquiera sabía a qué podía llamarle hogar. No podía identificar un pueblo natal en ningún mapa ni en su memoria.

    Sus años de niñez estuvieron llenos de mudanzas. Fue a seis escuelas antes de terminar la secundaria. Cuando se marchó a la universidad, el primer año había vuelto a su casa durante las vacaciones de Navidad, para encontrarse con que su madre se había casado en segundas nupcias y vivía en un hogar móvil, pues viajaba de Estado en Estado vendiendo los artefactos domésticos del maletero del coche de su nuevo marido.

    Melissa había estado con ellos el tiempo suficiente como para intercambiar regalos en la mañana de Navidad. Luego, avanzado ya aquel día, cogió un autocar para regresar al dormitorio vacío de la universidad, y pasó las vacaciones con los estudiantes extranjeros que recalaban en el campus. Nunca volvió a ver a su madre, y sólo supo de ella por su padrastro, quien le escribió para decirle que la madre había muerto de un ataque cardíaco en Florida, mientras viajaban hacia el sur, de Gainesville a Ocala, por la Carretera 75.

    Había quemado sus recuerdos, «accediendo a la petición de tu madre», decía el padrastro, para agregar sólo que la madre de Melissa iba al volante del JetStream cuando sufrió el ataque y que «estuvieron a punto de morir los dos por las heridas» cuando la casa-remolque se salió de la carretera y se estrelló contra una alcantarilla. «Casi no lo cuenta», pensó Melissa mientras estrujaba la carta.

    Los ciervos se movieron bruscamente y llamaron la atención de Melissa nuevamente sobre el prado. Observó que giraban sobre sí mismos y se internaban en la colina verde, donde sus cuerpos oscuros desaparecían entre los árboles. Por un instante oyó el ruido de ramas que se quebraban. Luego, la mañana quedó silenciosa. Miró a su alrededor para comprobar si Adam estaba despierto y vio que la cama estaba vacía.

    —¡Oh, mierda! —exclamó Melissa.

    Se quitó las mantas de encima, se deslizó entre la baranda del piso superior y, descalza y sin otra vestimenta que su pijama de franela, bajó la escalera vertical de madera contra la pared. Cuando sus pies tocaron el suelo de tablas, saltó a causa de un repentino escalofrío, se puso las zapatillas y salió en busca de Adam.

    La casa-goleta —advirtió— tenía pocas ventanas posteriores, y, además, esas pocas tenían una forma rarísima y estaban en su mayor parte cubiertas de vidrieras, lo que proyectaba hermosos mosaicos de luz sobre las tablas del suelo y contra las paredes interiores de cedro, pero, fuera de eso, eran inútiles.

    Apenas abrió la puerta lateral y salió a la luz matutina, vio al muchacho. Estaba de pie, en el centro del prado; sus pies descalzos habían trazado un verdadero sendero en la humedad. Sólo llevaba puestos pantalones cortos de color caqui, los que le había comprado en Banana Republic, en la galería SeaPort, la noche que lo había llevado de la oficina a su casa.

    Tenía el torso desnudo y miraba en lontananza, hacia el montículo de rocas en el extremo del prado, o quizá a la silueta del pueblo. Melissa se le aproximó lentamente, dando un rodeo para que él pudiera verla por el rabillo del ojo antes de que ella se acercara demasiado.

    Le habló, pronunciando suavemente su nombre mientras cruzaba el prado, pues no podía estar segura de que la oyera.

    —¡Adam! ¿Qué haces?

    Él no respondió o apartó los ojos de lo que instantes antes captaba su atención, fuera lo que fuese. Allí estaba, como una estatua de jardín, completamente blanco y brillante. El sol de la mañana relucía en su piel de alabastro.

    —¿Va todo bien? —preguntó Melissa dominando su temor, mientras pensaba: «¿Cómo lo hizo para salir tan silenciosamente de la casa?».

    Luego él señaló, y ella vio, estremecida, que tenía un largo cuchillo de cocina con mango negro.

    —¡Adam! En nombre de Dios, ¿qué haces con ese cuchillo?

    Melissa se acercó, luchando contra el impulso de arrebatarle el arma al chico. El psiquiatra le había prevenido que no fuera demasiado agresiva, que no invadiera el espacio de Adam. Le había dicho: «Es un muchacho que ha vivido gracias a su ingenio, conservándose vivo por sí mismo y sin que nadie lo molestara, y sin perder jamás su espacio personal. Lo que él piensa como su “espacio” es lo que usted y yo llamaríamos nuestro hogar o nuestro piso. Es nuestro santuario, nuestro castillo. Pues bien, eso es también el espacio físico que rodea a este chico. No lo viole usted desaprensivamente, o puede resultar lastimada».

    Adam se volvió y la miró. Su rostro era una tela en blanco, vacía. No expresaba nada. Los duros ojos grises brillaban como trozos de pedernal.

    —Adam, por favor, entra. Tienes que vestirte, y ambos tenemos que desayunar —decía sin dejar de sonreír—. Ven, dame el cuchillo, por favor.

    Melissa estiró la mano con la palma hacia arriba y el muchacho volvió a mirar a lo lejos, hacia el sol naciente y la maleza, y luego entregó el cuchillo, cuidadosamente, con el mango por delante.

    —Gracias —susurró Melissa, quien sentía que se le iba el aliento.

    Cogió el cuchillo, lo bajó por un costado de su cuerpo y lo metió entre los pliegues de su pesado pijama de franela, fuera de la vista.

    Adam la siguió, obediente, de regreso a la casa. Melissa se preguntaba si habrían sido los ciervos lo que le había asustado. Tal vez nunca le habían leído cuentos infantiles de Bambi y los animales del bosque. Esta idea se apoderó momentáneamente de su espíritu y recordó haber leído que a los niños huérfanos de México nunca se los tocaba, de modo que cuando cogieran a uno de la cuna, el niño no se quedaría en brazos, ni respondería a un abrazo.

    Luego, desde detrás de Melissa, desde el otro extremo de la propiedad y en la dirección que había llamado la atención de Adam, ella oyó un ruido de ramas que se quebraban y ambos se volvieron. Melissa levantó el cuchillo de cocina como para defenderse, y rápidamente se protegió los ojos del sol de la mañana, pero no vio nada en aquella luz brillante. Luego, para su sorpresa, Adam le cogió los brazos. Era la primera vez que la tocaba. Esa repentina y desesperada reacción volvió a apartar la mirada de Melissa de las rocas del fondo de la propiedad. Se volvió hacia el muchacho, lo tocó a su vez y lo calmó con la voz y con los brazos.

    Él seguía mirando fijamente hacia las rocas con los ojos asombrados en el rostro inexpresivo. Al percibir la piel desnuda del chico, Melissa le masajeó suavemente la nuca y los delgados hombros. Sintió latir el corazón de Adam.

    —Está bien, Adam —le dijo, agradecida de tan humana reacción del muchacho, de que hubiera mostrado miedo ante lo desconocido y hubiera acudido a ella en busca de confianza—. Ven, vamos dentro, te vestirás e iremos al pueblo por el desayuno. Tendremos un día muy ocupado —agregó imprimiendo la anticipación en su voz—. Tenemos que ir a apuntarnos en la escuela de Artes y Oficios —y trató de que la rutina diaria sonara como una gran aventura.

    Siguió a Adam a través de la puerta inclinada, deteniéndose para volver a echar una mirada, a través del prado, a los montículos de rocas y lodo.

    En sus ojos brillaba el sol que iluminaba la colina y le resultaba imposible ver ninguna otra cosa a aquella distancia. Ni siquiera se distinguía entre los montículos y los pequeños siempreverdes. Nada más que un ciervo, pensó Melissa, había aplastado la maleza y había asustado al muchacho. Se volvió y entró a la casa-goleta detrás de Adam, con el convencimiento de que tenía razón y de que no tenía nada que temer. No estaba en Nueva York.


    6


    Connor se apartó de la mujer: su ronquido suave y el sol brillante lo habían despertado. El sol iluminaba directamente un trozo de la cama de su lado ya a las siete de la mañana, y lo abrasó con su calor. Connor se movió lentamente sobre la cama de agua, a sabiendas de que el movimiento del colchón podía despertar a la mujer y él no quería hablar con nadie, y menos que nadie con ella.

    Una vez en pie, miró hacia atrás y vio que la mujer se movía en busca de su cuerpo. Él contuvo la respiración, pero ella se instaló en el calor de la almohada del hombre. Lo único que Connor pudo ver fue su carita morena y una mano, que ella se había llevado a la boca como si quisiera chuparse el pulgar. La mano de la mujer era fuerte y callosa, tenía las uñas sucias de arcilla. Decidió una vez más no volver a acostarse con una alfarera.

    Las tejedoras de la escuela eran las más limpias de las artesanas, pero nunca había encontrado una que le provocara una erección. Era gente tan suave, tan cursi, pensó, y luego pasó rápidamente revista a las mujeres con las que se había acostado el último verano, identificándolas no por el nombre (no podía recordar la mayor parte de ellos), sino por su especialidad: siete alfareras, dos fotógrafas, una vidriera (¡sí que la recordaba!) y tres joyeras.

    Había sido un verano ocupado, recordó mientras pensaba como, en determinados momentos del curso había ido de la cama a clase y luego otra vez a la cama con una mujer diferente. Algunas veces había dormido con dos o tres mujeres al mismo tiempo, más por deporte que por sexo.

    Ese verano advirtió, no sin sorpresa, que se estaba cansando de todo el trabajo que implicaba llevar una chica a la cama, excitarla y alcanzar el clímax. Había mañanas en que estaba convencido de que no valía la pena.

    Como esa mañana, por ejemplo, pensó mientras volvía a mirar a la jovencita al tiempo que se agachaba para recoger sus calzoncillos deportivos. Se apoyó contra una viga a la vista y, lentamente, se puso la ropa interior. Le dolía todo el cuerpo, no por haber hecho el amor, sino por haber estado todo el día anterior limpiando la casa-goleta.

    El pensar en la casa y en su nueva inquilina le levantó el ánimo y avivó su interés. Se abrochó el cinturón de los tejanos y salió del dormitorio. Bajaría descalzo hasta la cocina, que agradeció que estuviera al otro lado de la vieja casa, donde sabía que podía hacer correr el agua, preparar el café y lavarse la cabeza sin despertar a la ceramista dormida.

    Caminó entre herramientas y el equipo energético, que había dejado en la escalera, y bajó, cerró la puerta entre ambas plantas de la casa de campo y entró en la cocina brillante de sol.

    Connor inspiró profundamente y sonrió con ironía: se sentía como si hubiera escapado a un castigo. Sabía que si la mujer se despertaba, tendría ganas de follar, y pensó que toda esa energía y excitación lo deprimían.

    Se sacudió de la mente esta idea mientras llenaba de agua el hervidor y lo ponía sobre el hornillo. Pensó otra vez en Melissa Vaughn y advirtió que todavía valía la pena excitarse por alguien.

    Había una media docena de razones para que se sintiera feliz de que ella estuviera allí. En primer lugar, le había enviado por correo urgente el alquiler de tres meses. Le había cobrado demasiado por la casa, más de lo que valía, y después de haberla conocido, se sentía un poco culpable. Melissa era una buena persona. Pensó que su hijo era raro y eso le intrigaba. Se preguntó cuán retardado sería el muchacho, y también se preguntó si él sería capaz de utilizarlo. Alguien como Adam, que era sordomudo, debía de ser seguramente imbécil.

    Connor fue a la alacena, que aún estaba sin terminar y no tenía puertas. Cogió una libra de café molido Mocha Java y filtros y volvió al fregadero.

    Se quedó todavía un momento de pie y miró por las ventanas de la cocina la carretera que subía la colina hacia la escuela de Artes y Oficios, a un kilómetro y medio de allí. Consultó el reloj, que había dejado sobre el mármol la noche anterior.

    Era más temprano de lo que pensaba, todavía no eran las siete, y no tenía que estar en la escuela hasta pasadas las diez. Se preguntó si tenía tiempo de bajar y hacer otra cochura. Dos días después tenía que hacer otro envío al norte. Pensó nuevamente en el muchacho de Melissa y se preguntó si era posible. No había nada más seguro que enviar un correo sordomudo con el caballo a Nueva York.

    Cogió un encendedor de butano del estante de la ventana y discutió consigo mismo si se pinchaba. Nunca le gustaba experimentar con drogas, al menos cuando había alguien en la casa. Ni guardaba las botellitas en el lugar donde vivía. Ésa era una de las ventajas de tener dos casas. Volvió a pensar en Melissa y dejó vagar el pensamiento en torno a la idea de hacerle el amor, luego miró el reloj de la pared para controlar la hora una vez más.

    Sabía que ella estaría a las diez en su clase. Había visto su nombre en la lista de matriculados. Se preguntó qué tendría pensado hacer con el chico, dónde lo dejaría en Ship’s Landing. Él no quería al muchacho en su clase. De eso, ni hablar.

    Sabía que los chicos siempre eran un problema, aun cuando fueran útiles. Cogió un cigarrillo y lo encendió con el encendedor de butano; luego fue a sentarse ante la mesa de la cocina mientras esperaba que hirviera el agua. Miró fijamente el desordenado montón de platos sucios, herramientas y varios gruesos libros sobre mejoras del hogar. Había llevado los libros la noche anterior y se los había mostrado a la chica mientras bebían vino y compartían un porro. Él le contó qué iba a hacer con la casa vieja y las mejoras que había pensado mientras, durante todo el tiempo, trataba de decidir si en realidad tenía o no deseos de acostarse con esa alfarera.

    Pero ésa no era una cuestión que se pudiera decidir. Cuando la mujer volvió de orinar, se sentó en su regazo, deslizó la mano por debajo de su camisa y comenzó a masajearle el pecho mientras, en voz apenas audible y con acento sureño, le preguntaba si había leído alguna vez Centering, de M. C. Richards.

    En el primer recuerdo después de aquello, la chica no llevaba ropa y ambos hacían el amor sobre el colchón que había conservado en la planta baja por si alguien se caía. Era más de medianoche, después de haber follado dos veces, cuando terminaron por subir a la planta alta y dormirse en su cama de agua.

    Connor bostezó, sacudió la cabeza y sintió el agudo dolor de cabeza provocado por el vino tinto. Tenía que dejar de beber vino tinto, se dijo. Se estaba poniendo demasiado viejo para el vino tinto. Dudó si bajar al sótano a fumarse un porro para despejarse, pero decidió no hacerlo.

    El hervidor silbó y Connor lo quitó del quemador y volcó el agua hirviendo en el filtro. Le temblaban las manos.

    —¡Mierda! —maldijo, enfadado consigo mismo por beber tanto.

    Tenía que abandonar la bebida, volvió a decirse. Tenía que recuperar el control de su vida. A demasiada gente le había permitido dominarlo, conseguir de él lo que querían.

    Una simple y pura ola de autocompasión le suavizó las aristas de la mente y, de momento, se sintió mejor, volvió a pensar en todo el trabajo que le esperaba: qué hacer con la refacción de aquella alquería, dar sus clases, producir su alfarería. Hacía dos meses que no encendía un horno, y tenía todavía que cumplir los pedidos para galerías por valor de unos dos mil dólares.

    No es que necesitara el dinero. Recordó que en el sótano tenía enterrado el suficiente como para mantenerse el resto de su vida, y de inmediato se sintió mejor.

    Pensó en otra cosa. Miró hacia fuera por la ventana de la cocina, y a través de la niebla de la mañana vio dos ciervos moverse tímidamente en la distancia.

    Los ciervos no le llamaron la atención. En la montaña, eran tan comunes como la marmota americana y tan interesantes como ésta. Connor no cazaba, ni los consideraba hermosos de mirar.

    En cambio, pensó en Melissa Vaughn, que, ella sí, le interesaba y le parecía muy bonita. Le gustaba. Lo sabía, porque, como él, había secretos en torno a ella. Uno de esos secretos era el chico. Y tenía que haber otros. Una mujer soltera no puede pasar los treinta sin una buena colección de secretos. Siempre le gustaban las mujeres con secretos.

    Llenó la taza de café y la cogió. Sus dedos experimentaban el calor del recipiente y, consciente de que aún le temblaban los dedos y de que últimamente tenía que calentarse las manos, los dejó flojos, tal como una vieja dama que sufre de artritis. Caballo, eso era lo que necesitaba, pensó mientras se volvía desde la ventana y veía entrar en la cocina a la chica. Estaba descalza y sólo llevaba puesta una sudadera con la inscripción «Yale University».

    La chica lo saludó desde la puerta con un movimiento ondulante de los dedos y bostezó al tiempo que él le tendía su humeante taza de café y decía:

    —Buenos días, bomboncito.

    En ese momento no tenía ni la más remota idea de cómo se llamaba aquella chica.


    7


    Melissa quería que Adam se pusiera la gorra de lana azul. El pretexto que usaba para ello era que la mañana estaba húmeda aún.

    —Te conservará caliente —le dijo mientras cerraba la puerta del frente de la casa-goleta y pensaba nuevamente que aquí en la montaña no tendría que cerrar las puertas con llave.

    Adam sostenía flojamente la gorra en los dedos, sin ponérsela, pero cuando llegaron a la furgoneta y Melissa encendió el motor, se dio cuenta de que había dejado la gorra detrás de él, en el asiento. No la usaría, comprobó ella con un suspiro y también con rabia por no conseguir que hiciera lo que ella quería. Recordó cómo se irritaba cuando veía a las madres chillando a sus hijos. Ahora comenzaba a comprender a esas madres.

    Volvió a decirse que no lo presionaría, aunque estaba segura de que la calvicie del chico llamaría la atención, sobre todo en Bonnie & Clyde’s, donde pensaba desayunar.

    «Bueno —pensó—, tendré que aprender a convivir con ello.» Tendrá que aprender a convivir con ello. Con su calvicie, con su silencio. Con sencilla fe, había decidido que el pueblo tendría que aceptarlos por lo que eran. No sería capaz de pasar el verano en la montaña y mantener oculto a Adam, sobre todo, pensó, si en el otoño decidía quedarse en la montaña y enviar al niño a la escuela.

    Esa idea la puso algo nerviosa. Sabía lo brutales que podían ser los chicos de una escuela en el recreo.

    Puso la primera y apretó el acelerador. La furgoneta, con el motor todavía frío y chisporroteando, salió del patio y cogió el camino de ripio que subía a la cima de Creek Drive. Una vez allí, Melissa pasó dos o tres manzanas y aparcó en la calle mayor, justo frente al pequeño restaurante del pueblo.

    Por el camino le había contado a Adam lo que sabía acerca de Beaver Creek que, como ella misma se dio cuenta, no era gran cosa. Pero no podía tolerar el silencio entre ellos. Pensó que tenía que hablar, que tenía que llenar el silencio como si se tratara de una tela en blanco, que tenía que construir pequeñas piezas de una historia en curso, como si fueran realmente una madre y un hijo con una vida que compartir.

    Melissa contó historias acerca de cómo se había criado, de lo que sabía y lo que había aprendido en la escuela. Trató, lo mejor que pudo, de imprimir alguna peculiaridad a cada acontecimiento, a fin de que resultara excitante para el muchacho. Y trataba siempre de incluir a Adam, de establecer contacto visual, de observarle la cara en busca de alguna señal de respuesta en sus vacíos ojos grisplateados.

    —Bueno —dijo Melissa apagando el motor—, vamos a tomar un buen desayuno... Se me ocurre que en un sitio como éste han de hacer unas tartas fantásticas... Y luego subiremos a la escuela de Artes y Oficios. Tengo una clase de alfarería a las diez y hemos de hablar con el director acerca de ti, de tu asistencia a las clases, o alguna otra cosa. ¿Te gustaría, Adam? ¿No sería divertido aprender a hacer cacharros?

    Melissa no aguardó la respuesta, que, como ella sabía, no vendría. Disfrazaba la decepción con actividad. Saltó del vehículo y fue del lado de Adam para abrir la puerta corredera. El muchacho estaba allí sentado, en el asiento delantero y mirando fijamente hacia delante, como si algo hubiera captado su interés. Melissa se volvió para contemplar qué era lo que podía atraerlo.

    En la Store Front Street no había nadie caminando, pero había cierto tráfico. Unas cuantas camionetas y furgonetas circulaban por la calle mayor cuando la gente salía para ir al trabajo. Los gases de los coches flotaban sobre el pueblo en el frescor de primera hora de la mañana en la montaña.

    Abrió la portezuela y aguardó a que Adam bajara de un salto, como hacía siempre, obediente como perro bien entrenado. Pero Adam no se movió.

    —Adam, vamos a desayunar —dijo Melissa con suavidad y se alejó de la furgoneta.

    Al ver la nuca lisa del muchacho, comprendió que algo le había cautivado la atención.

    Melissa pasó hacia el otro lado por delante de la furgoneta y cruzó la calle hacia las tiendas que ocupaban toda la manzana. Todas estaban cerradas. No había ninguna abierta tan pronto por la mañana. Nada se movía. En la esquina de los grandes almacenes Bauer, de ladrillo visto, Melissa se paró a mirar una falda y una pierna de mujer.

    Se alejó de la furgoneta por la calle desierta, para tener una perspectiva mejor de la esquina. Vio una mancha de hierba y un callejón entre el edificio de dos plantas y uno amarillo, que Melissa, por la placa que tenía en la puerta, supo que era el despacho de un abogado. No había nadie oculto. Sin embargo, alguien podía haber quedado fuera del campo visual, detrás de los almacenes.

    Melissa volvió a la furgoneta a la vez que caía en la cuenta de que ya era la segunda vez en la mañana que Adam se sorprendía ante algo o alguien. Era una buena señal. Pero luego reflexionó: ¿Y qué pasaría si alguien lo hubiera visto antes en la casa-goleta y ahora otra vez aquí, en medio del pueblo? La idea la inquietó. Cuando llegó a la portezuela abierta de la furgoneta, pidió a Adam que saliera enseguida de la cabina y se metiera corriendo en Bonnie & Clyde’s, como si al obrar de esta manera, el interior del restaurante del pueblo ganara en seguridad.


    Al entrar, Melissa advirtió que el local era más pequeño de lo que recordaba y que estaba lleno de hombres. Había una fila de diez taburetes contra la barra, y frente a las ventanas y la calle, seis compartimentos. Sólo había una mesa disponible, en un compartimiento cerca de la pared del fondo.

    Los compartimientos estaban equipados con asientos de vinilo verde y mesas de fórmica moteada; sobre cada mesa, un pequeño tocadiscos automático. Detrás del ruido de las conversaciones, Melissa percibió débilmente una música country.

    El suelo era de baldosas grises de linóleo y sobre las paredes, entre las ventanas, colgaban cabezas disecadas de ciervos y cuatro osos pardos. Melissa sonrió. Estaba cansada de toda la limpieza y todo el brillo de los restaurantes de Howard Johnson en los que había comido en su viaje hacia el sur. Recordaba en ese momento la rareza de aquel pequeño restaurante y se congratuló de que no hubiera cambiado.

    Dirigió a Adam hacia el compartimiento del fondo y enseguida se dio cuenta de que la gente levantaba la vista y los observaba. Vio a una o dos personas que tocaban ligeramente con el codo a sus vecinos. Pero mientras no llegó a sentarse en el último asiento y pudo tener la visión completa del local, no tomó conciencia del silencio que se había apoderado del lugar. De pronto, la música country sonó fuerte e invasora.

    Melissa miró la sala llena de clientes y los desafió con sus ojos castaños. Ninguno se acobardó, ninguno apartó tímidamente la mirada. Su expresión no era de cólera ni de hostilidad. Simplemente parecían asombrados al verles. ¿O era sólo por Adam? Miró a una camarera que se hallaba en la barra y que era la única mujer en todo el local. También ella los observaba.

    Tal vez ésa fuera la causa del silencio.

    Melissa hizo una seña a la camarera flaca, rubia y con el pelo esponjado, y la mujer dejó el cigarrillo y respondió a su llamada, aunque, antes de dirigirse rápidamente a ellos, dijo algo al hombre de la barra.

    Cuando se acercó, Melissa observó para comprobar si la mujer prestaba una atención especial a Adam primero, y así ocurrió. Adam se había acurrucado en el fondo del compartimiento, y tenía las manos entre las piernas mientras miraba intensamente un recipiente plástico de miel con la forma de un oso pardo.

    —Me parece que tomaremos tarta —dijo Melissa sin pérdida de tiempo, pidiendo para ambos—. Y un vaso de leche —señaló con la cabeza a Adam—. Y café, por favor.
    —¿Quiere maíz? —preguntó la rubia, cuyos ojos volaban del bloc de notas a Adam.
    —Sí, por favor.
    —¿Es un niño calvo? —dijo bruscamente la camarera, señalando a Adam con la cabeza.
    —¿Perdón?

    Melissa se inclinó hacia adelante para captar lo que decía la mujer, recordando lo difícil que era entender a esta gente tan ignorante de la montaña.

    —¿Han tenido ustedes un niño calvo? —dijo la camarera en voz más alta.
    —Sí, respondió Melissa mirando de lleno a la camarera.

    Se había prometido no avergonzarse ante las preguntas acerca de Adam, sino afrentarlas sin disculpas. Así incluso avergonzaría al interlocutor por formular la pregunta, por llamar la atención sobre el aspecto de Adam. Pero la camarera la sorprendió. Miró a Adam, luego a Melissa y se marchó con su bloc de notas, sonriente, como si se alegrara de que Adam fuera realmente un chico calvo.

    A Melissa se le iluminó el rostro, gratamente sorprendida por la inesperada reacción. La mujer dijo que les traería el desayuno enseguida y, aunque su voz era ruda y la pronunciación tenía el marcado gangueo de la gente de la montaña, Melissa se percató de que se trataba de alguien especial: había sido amable con Adam.

    Melissa miró al chico con el deseo de compartir su alegría y quedó perpleja al ver sonreír a Adam. Todo el rostro era una brillante sonrisa.

    Melissa advirtió que era la primera vez que le veía sonreír. Se sintió feliz.


    Cuando llegó al pueblo, Connor vio la furgoneta azul de Melissa Vaughn, disminuyó la velocidad y aparcó la camioneta frente a Bauer’s. Ninguna de las tiendas había abierto todavía y las plazas de aparcamiento de ese lado de la calle estaban libres.

    Sentada a su lado, la joven alfarera lo miró. La boca de la muchacha formó una «O» perfecta. No habló.

    —Enseguida vuelvo —dijo Connor a la vez que saltaba fuera de la camioneta y golpeaba la puerta de la cabina.

    La puerta estaba desencajada, de modo que, al golpearla, el choque del metal resonó en la calle vacía y perturbó a las golondrinas en los árboles frente a la oficina jurídica de Garrity. Los pájaros salieron en bandada de los árboles verdes en prieta formación, como si fueran perdigones.

    Luego Connor vio a Betty Sue Yates agazapada detrás de los barriles viejos que Doug Bauer usaba como planteros frente a su tienda. Betty Sue observaba el restaurante.

    —¡Mierda! —maldijo Connor, ya irritado y sabiendo que Betty Sue y la gente de la iglesia terminarían por complicar su asunto con Melissa Vaughn.

    Fue directamente a la anciana, dispuesto a sacarla de su escondite y echarla de allí antes de que la mujer y el chico terminaran el desayuno.

    No tenía ningún interés en que Betty Sue creara problemas.

    —¡Ea, Betty Sue! —gritó Connor abalanzándose sobre ella y con la intención de asustarla.

    Pero la anciana no reaccionó. No apartó la mirada del restaurante.

    ¡Vieja puta!, pensó. Sabía que lo había oído y sintió la tentación de adelantarse y darle un puntapié en el sucio culo. Connor vio a Doug Bauer girar en la esquina y dirigirse a su tienda.

    Connor habló con rapidez:

    —Betty Sue, quiero que dejes tranquila a esa gente, ¿me oyes?

    Betty Sue no se movió.

    Bauer había llegado a la tienda y saludó con un movimiento de cabeza, mientras decía, sacando un llavero del bolsillo trasero de los pantalones:

    —Ya tengo los clavos especiales que usted quería, Connor. ¿Estará más tarde en su casa? Haré que Sammy se los baje después de la una. Esta mañana está muy ocupado. ¿Sabe algo del reverendo...? —se interrumpió bruscamente al ver a Betty Sue agazapada detrás del barril—. ¡Betty Sue, no vayas a mear otra vez en mis plantas! —y se estiró para coger a la anciana, pero Betty Sue reculó como un gato arrinconado y lo golpeó.

    El hombrecito perdió el equilibrio.

    Connor alcanzó a coger a Bauer antes de que éste cayera contra los escaparates de la tienda y luego se adelantó para protegerlo. Connor estaba nervioso ante la idea de sujetar a Betty Sue. Sabía que la mujer tenía más de cincuenta años, pero también sabía, por haberla visto correr a través de los bosques cercanos a su casa, que era más fuerte que la mayoría de los hombres, y su locura la volvía peligrosa.

    —Vale, Betty Sue —dijo suavemente; y añadió, sin aproximársele—: Vete a tu casa, con la tía Mary Lee.

    Betty Sue se abrazó al ancho tonel marrón y apretaba la cara contra el fleje de metal. Connor supo entonces que no podría echarla de allí sin una pelea.

    —Vaya a ver a Perkins y dígale que envíe uno de los coches del sheriff —le dijo a Bauer en voz lo suficientemente alta como para que Betty Sue entendiera.

    Connor sospechaba que la anciana no era tan loca como todos pensaban y sabía que no le gustaría tener que vérselas con el sheriff.

    Más allá de Doug Bauer, Connor divisó a la joven con la que había dormido la noche anterior. Salía de la camioneta e iba hacia él; la curiosidad era lo mejor que tenía. En la calle y vestida, parecía más pequeña y más joven, casi tan joven como para ser su hija. Distraído ante su visión, Connor pensó: «¡Jesús! Me estoy acostando con crías».

    Luego vio a Melissa y Adam. Ambos se detuvieron en el porche soleado del restaurante. Melissa se ponía la chaqueta y Connor quedó absorto por un momento, contemplando la tela tensa sobre sus pechos. Tenía mejor cuerpo de lo que él había juzgado. El muchacho estaba frente a ella, de pie en la acera. Mientras esperaba, con aire sombrío, había cruzado los brazos, y apoyaba los hombros en el porche. Connor, desconcertado ante tal pareja, desconcertado por ella, se preguntaba dónde lo habría encontrado. Tal vez lo único que quería él era acostarse con la mujer para descubrir qué la hacía vibrar. Tal vez el chico fuera su hermano menor y lo estuviera cuidando. Pero ¿por qué no lo diría? Connor sacudió la cabeza y luego vio a Betty Sue.

    La anciana se estaba incorporando. Gruñía y miraba fijamente al muchacho. ¡Oh Dios mío!, pensó Connor, sabiendo que no podía esperar al sheriff y sabiendo, también, que el viejo Bauer no sería de ninguna ayuda en el caso de que Betty Sue se abalanzara sobre él.

    —¡Betty Sue! —gritó Connor tratando de amedrentarla.

    Hizo un movimiento brusco y salió disparada por la acera en dirección al muchacho, precisamente en el momento en que se aproximaba la pequeña alfarera, asombrada por toda aquella conmoción en la entrada de los almacenes. Su cara morena denotaba preocupación, miraba a Connor con el entrecejo fruncido.

    Betty Sue corrió hacia la chica, le golpeó la espalda contra un lado del camión de Gerry Miller, adornado con una banda roja. La joven alfarera chilló. Presa del pánico, increpó a Betty Sue y golpeó a la anciana antes de que Connor cogiera a la Loca Sue y le sujetara los brazos contra los costados del cuerpo.

    Pero ni siquiera él podía sujetar a aquella salvaje. La mujer alcanzó a coger a Connor por los testículos y los apretó. El hombre gritó de dolor y la dejó marchar mientras él caía a la acera con las dos manos sobre los doloridos huevos.

    Betty Sue se había ido, pero no corriendo hacia el muchachito calvo, sino alrededor del edificio de ladrillo visto, para internarse en los campos abiertos que remontaban la colina hasta el pequeño cementerio y el atrio de la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva.


    8


    Lo que más le gustaba a Melissa de la escuela de Artes y Oficios era el no conocer a nadie y que nadie la conociera. El anonimato le daba seguridad. Sabía que los artesanos eran en general mucho más tolerantes que la mayoría de la gente y esperaba que la rareza de Adam no los espantara.

    El director de la escuela había dispuesto que Adam tomara una clase de arte, que, aseguró a Melissa, impartía una cualificada profesional, una mujer con un master en terapia por el arte. Durante el tiempo en que no estuviera con Melissa, Adam se hallaría bajo una buena supervisión, prometió el director, y ésta proyectó hablar con la profesora algo más tarde, ese mismo día, sobre la conveniencia de realizar trabajo adicional con Adam, tal vez encargarle algo para que hiciera en la casa-goleta. Ya había decidido emplear el dinero que retirara de su fondo de jubilación para pagar el tratamiento médico de Adam. Ahora que había asumido el cuidado del niño como si se tratase de un hijo adoptivo, tendría que atender a todas sus necesidades. Sobre todo a las psicológicas.

    Inspiró profundamente y volvió a pensar en lo abrumadoramente caro y absorbente que podía ser un hijo. En realidad, no había reparado en ello cuando tomó aquella apresurada decisión en la oficina de la agencia social.

    Y no era gran cosa el provecho que estaba obteniendo de su inversión, pensó con ironía. Ni siquiera un simple gesto de agradecimiento de Adam. Eso le dolía. Luego recordó la sonrisa, la única sonrisa brillante, aunque fugaz, y se sintió mejor, con esperanzas de que el futuro trajera tiempos mejores.

    Tiró de la cadena del inodoro de la escuela, se lavó las manos y volvió a la oficina, donde había dejado a Adam con el director.

    Adam no se había movido de donde ella le había indicado que se sentara: el taburete alto frente al mostrador que dividía la oficina y que le llegaba a la cintura. El director se hallaba detrás del mostrador con una docena de piezas geométricas de colores brillantes. Apenas vio a Melissa, dijo:

    —Melissa, ¿por qué no va usted directamente al estudio de alfarería, se instala y escoge un torno? Yo llevaré a Adam a la clase de arte y se lo presentaré a Carol Scott, ¿qué le parece?

    Adam miró sonriente a uno y a otro, mientras levantaba con sus dedos gruesos una cantidad de piezas.

    —Puedes hacer todo esto cuando termines tu clase, ¿vale? —dijo el hombre dándole unos golpecitos en el estómago.

    El director era enorme, al mismo tiempo pesado y alto, y su tamaño descomunal llenaba la oficina de la planta baja de la escuela de Artes y Oficios.

    Melissa asintió con la cabeza y preguntó a Adam:

    —¿Tú qué piensas? Ve con el señor Martin y yo me encontraré contigo dentro de una hora. ¿De acuerdo?

    Luego hizo una pausa, a la espera de respuesta, pero, como de costumbre, el chico no dio señal alguna de haber entendido, sino que se limitó a bajar del taburete, listo para cumplir órdenes.

    Gene Martin se llevó a Adam fuera de la oficina y subió la escalera hasta la habitación de arte de la planta alta sin dejar de hablar un instante. Su voz iba subiendo de tono, como si sintiera la necesidad de gritar para atraer la atención del muchacho. Desde la puerta Melissa observó un momento, esperando que Adam se diera la vuelta y mostrara alguna señal de vacilación ante el hecho de tener que separarse de ella. Nunca lo habían hecho desde que trajeran al niño a su oficina. Había hecho de todo por el chico, lo había hecho junto con él y ahora ni siquiera se volvía ni saludaba con la mano ni daba muestras de que era consciente de que se separaba de ella y se alejaba con un extraño.

    Sintió una aguda punzada de resentimiento, que luego racionalizó como hacía siempre, por lo demás, al recordar que el muchacho se había valido por sí mismo en el Metro de Nueva York. ¿Por qué habría de sentir repentinamente un fuerte apego por ella, con independencia de toda su bondad y de todo lo que había hecho por él? La necesidad de esa confirmación era una falla suya. ¿Cómo sabía él que Melissa no le abandonaría, como seguramente había hecho su madre en algún momento de su vida?

    ¿Cómo podía una madre hacer semejante cosa?, se preguntó luego, y para no enfadarse cada vez más, se alejó de la puerta y de la mirada de Adam y se encaminó al estudio de alfarería, centrándose en Connor Connaghan y admitiendo para sí misma que sentía una ligera punzada de excitación al pensar en él. Sonrió ante su estado de ánimo y no oyó en ningún momento a la secretaria que decía por teléfono, cuando ella pasaba por allí: «Piensan que el pobre hombre sufrió un ataque cardiaco, pero nunca se sabe, ¿no? ¿Por qué nos tiene tan agitados todo esto? ¿A ti no, Willy? Oh, Dios mío, ayer estuve hablando con el reverendo, y hoy...».


    Connor había reservado un torno para Melissa, junto a la ventana que daba al valle largo y poco profundo. Desde allí se veía Miller’s Ridge, al otro lado del valle, un suave promontorio de la ladera, todo cubierto de abetos y siempreverdes.

    —¿Cómo está Adam? —preguntó Connor, que se acercó a las ventanas mientras Melissa adaptaba el asiento del torno.

    Ella se dio cuenta de que estaba nerviosa ante la idea de volver a moldear cacharros, sobre todo si Connor merodeaba a su alrededor.

    —Muy bien, espero. No estoy segura —se encogió de hombros—. Gene Martin se lo llevó. Va a poner a Adam en la clase abierta de pintura. La imparte Carol Scott. ¿La conoce? Es una terapeuta por el arte, dice Martin.

    La presencia de Connor la ponía tensa, y con dificultad se sentó en el pequeño asiento del torno.

    —Tómeselo con calma —susurró Connor, acercándose más a ella—, todo irá bien —y le tocó el hombro, suave, amistosamente, dejando deslizar la mano hacia abajo hasta la región lumbar antes de retirar el brazo—. Quisiera decir algunas cosas a todos, luego cogeremos un poco de arcilla y hará usted una bola.

    Con un movimiento rápido se desplazó al centro del gran salón y dio unas palmadas, llamando la atención de todos.

    Melissa inspiró profundamente, miró por la ventana la mañana soleada, y la mera visión de la cadena montañosa y el largo valle bastó para calmarla. Había unos cuantos caballos pastando en la colina y su pelaje húmedo brillaba al sol. Volvió a inspirar profundamente, oliendo las flores silvestres que crecían bajo las ventanas y las agujas de los pinos y el heno recién cortado en el campo. Un tractor subía por la falda de la colina y dejaba un amplio rastro recto en la hierba crecida.

    No era más que una hermosa mañana en la montaña, pensó luego, y apreció la suerte que tenía de estar fuera de Nueva York, lejos del crimen y la dureza de la ciudad. Pero, entonces, por qué tenía tanto miedo. Le temblaban las manos y le faltaba el aire. No tenía sentido toda esta tensión. Se preguntó si sería a causa de Adam, de su angustia por el muchacho. Pero tuvo que admitir que la causa era Connor. Ese hombre la excitaba y Melissa pensó que eso seguramente se debía a la obligada negación de todos sus reales impulsos sexuales respecto de Greg. Sonrió irónicamente de su propia tontería. Luego, a sus espaldas, oyó la voz de Connor.

    —Esta mañana diremos algunas palabras sobre el centrado —comenzó Connor en voz alta y dirigiéndose a la habitación llena de alfareros, que se hallaban esparcidos por todo el amplio estudio, cada uno atentamente sentado ante su respectivo torno.
    —A mí me costó tres años aprender a centrar una pieza de arcilla en un torno —confesó Connor con una tímida sonrisa, moviéndose mientras hablaba, girándose lentamente como si él mismo estuviera en un torno invisible, pivotando sobre el tacón de su bota izquierda de cowboy.

    Llevaba puestos unos tejanos viejos, ajustados en los muslos y burdamente emparchados en distintos lugares. Melissa observó con satisfacción que la costura no era la de una mujer. Y llevaba otra camiseta, ésta de 5K Thanksgiving Day Trot in Red Rock, Carolina del Norte. La camiseta era azul y ceñida.

    Melissa observaba la manera en que el antebrazo del hombre se hinchaba y los músculos del tórax se expandían mientras él hablaba; siguió con la mirada la sólida chatura de su abdomen y el modo en que la camiseta se deslizaba debajo del grueso cinturón artesanal, hasta que se percató de que había dejado de respirar. Entonces volvió a contemplar por la ventana la escena pastoril que llegaba al horizonte, y se forzó a contar lentamente hasta veinte.

    —¿Cuántos de vosotros podríais lograr un centrado correcto la primera vez que os sentáis ante un torno? —preguntó Connor mientras giraba sobre sí mismo y pedía que levantara la mano quien pudiera responder afirmativamente a su pregunta.

    Melissa levantó la mano. No era verdad. No estaba segura de poder centrar ese día un trozo de arcilla, pero, con ese simple gesto de levantar la mano quería llamar sobre ella la atención de Connor. Miró en torno suyo y observó de qué manera miraban a Connor al menos la mitad de las mujeres presentes y comprendió de inmediato que tendría que competir con ellas.

    Olvidó escuchar a Connor. Se había concentrado por completo en los movimientos del hombre: le miraba la gesticulación de las manos, observaba la manera en que su cuello se curvaba y desaparecía dentro del cuello de la camiseta. Melissa advirtió la densidad del pelo en el cuello y la espalda del hombre y se preguntó si tendría todo el cuerpo cubierto de esa misma oscura masa pilosa.

    Le oyó decir:

    —Vosotros sois artistas-artesanos durante todas las horas del día, no únicamente cuando estáis en este estudio y sentados ante este torno. Vuestro trozo de arcilla no es vuestra señal para pensar: «Sí, ahora soy un alfarero». No —dijo en voz baja, acercándose al grupo y girando sobre los altos tacones de sus botas—, el impulso creador surge del mero hecho de existir, como la sangre, ¡como la vida misma! —juntó las manos ahuecadas y las bajó hasta la entrepierna y luego las levantó lentamente mientras seguía hablando—. Extraed la energía de vuestro cuerpo, la necesidad de vuestro sexo, de aquí, de lo profundo de vuestro cuerpo, de la fuente de vuestra creatividad, y dejar que el corazón hable por vosotros, que os diga cómo modelar, cómo alisar, cómo centrar este trozo de arcilla, ¡sí! Pero, lo más importante...

    Había levantado la mano para indicar otro punto mientras giraba lentamente en medio de los alumnos, como si fuera una estatua, concentraba sobre él toda su atención y potenciaba la expectativa con su pausa. Luego dijo en voy muy queda, de modo que tuvieran que esforzarse para oírle:

    —Debéis aprender a centrar vuestra vida. Si no estáis centrados como personas, nunca produciréis una pieza perfecta. ¡Oh, sí! Tal vez recibáis premios y honores por tal o cual vasija, pero yo os digo, el cilindro lo sabrá. No respirará. Morirá.

    Se irguió y recobró el control de sí mismo. Melissa observó la manera en que se le expandía el tórax y los músculos saltaban debajo de la camiseta ajustada. Luego, Connor dijo suavemente, como si le estuviera contando un cuento a un niño:

    —En la antigua China, un noble pasó a caballo por un pueblo y vio trabajar a un alfarero. Se detuvo para admirar las piezas de ese artista anónimo y observó que eran de una gran belleza y gracia, de modo que dijo al anciano: «¿Cómo haces cacharros tan bellos?». Y el alfarero respondió: «Oh, lo que vos veis es sólo la forma. Mi creación reside dentro. Lo único que me interesa es lo que queda después que el cacharro se ha roto».

    Tras una breve pausa, prosiguió:

    —Lo que tratamos de hacer en esta clase no son cacharros. Tratamos de alcanzar la belleza que reside en el cilindro. En este cilindro —se golpeó el pecho—. Tratamos de hacer vivir en perfecta belleza el cilindro de nuestras vidas.

    Dejó de hablar y bajó la cabeza. Melissa oyó la respiración de otros alumnos. Comprobó que le temblaban las manos, y el aula estaba sumida en el más profundo silencio.

    Luego Connor levantó la vista y sonrió.

    —Vale —dijo, desafiándolos—, ¡manos a la obra!

    Y de inmediato dio un paso adelante y tocó a la joven que tenía más cerca, desarreglándole el abundante pelo negro de la cabeza, luego dio unos pasos, saludó a uno de los hombres chocándole los cinco y continuó caminando por el enorme estudio, mientras, poco a poco, todos se iban liberando de solemnidad y se dejaban arrastrar por el entusiasmo y la excitación del reto de Connor. Entre los más jóvenes se produjeron explosiones de risa y gritos.

    Melissa oyó como iban colocando la arcilla húmeda en los tornos. Ella se quedó absolutamente quieta. Se le habían aflojado las rodillas. Dudó de tener la fuerza suficiente ni siquiera para patear el torno. Connor se acercaba cada vez más, rodeando la habitación, riendo con todo el mundo, más exuberante a medida que asimilaba la excitación de la clase.

    Melissa levantó las manos y las colocó, palmas hacia abajo, sobre el torno plano, consciente del frío de la superficie. No pudo levantar la vista. Tenía miedo de mirar a Connor, aunque sabía que él se aproximaba. Ya podía sentir su cuerpo, oler su piel. Al contemplar sus manos inmóviles y percatarse de su confusión, Melissa pensó, con toda la calma de que fue capaz, cuán estúpida era aquella situación, cuán inmaduro de su parte. ¿Por qué reaccionaba de esa manera ante ese hombre? Se preguntó si sería tan sólo porque hacía tiempo que no estaba con ninguno, y si ese impulso primitivo que la embargaba no sería otra cosa que lascivia. El poder de esa emoción la atemorizaba, la dejaba indefensa ante su pasión.

    —¡Hola! —dijo él, acercándosele por el lado ciego y tanto que ella sintió su respiración en la nuca.

    Era como si el hombre hubiera deslizado la mano por debajo de su blusa y le hubiera acariciado el pecho.

    Melissa perdió el aliento.

    —Tranquila —susurró mientras la rodeaba y se colocaba delante del torno, donde estaban apoyadas las manos de Melissa, con las palmas hacia abajo.

    Connor dijo algo más, otra observación susurrante, y ella sacudió la cabeza, sin comprender. No lo miraría, aunque en un instante tuvo conciencia de que en la clase había otros que les observaban, y también supuso que en ese momento las mujeres la odiarían. No era justo, pensó. Ella no había pedido nada de eso. Demasiado tenía ya con Adam y sus problemas. Tenía nuevas responsabilidades. No necesitaba en absoluto una aventura amorosa.

    Los interrumpió Gene Martin. El hombretón irrumpió en la habitación agitando las manos y con voz retumbante, y Melissa, sorprendida por esa repentina aparición, vio que el director miraba primero a Connor y luego a ella. Y en ese instante, al percatarse de la expresión de los ojos de Martin, al comprobar como éste parecía tragarse a Connor, absorberlo con la mirada, comprendió que el director de la escuela estaba enamorado de Connor Connaghan.

    Luego Gene Martin le dijo:

    —Se trata de Adam. ¿Quiere venir conmigo?

    Al oírlo, al verlo, Melissa no pudo distinguir si el director estaba atemorizado o solamente excitado.


    Melissa encontró a Adam en el estudio de bellas artes ubicado en la última planta de la casa. Los otros estudiantes habían formado un semicírculo bastante suelto en torno al chico, quien pintaba sobre la gran pared blanca del fondo de la espaciosa habitación.

    —Se le dieron pinturas y un pequeño cuaderno de bocetos. Después de eso, Carol se enteró de que el chico estaba pintando sobre pared, pintando con óleo sobre la pared blanca.
    —Es un muchacho increíble —dijo una mujer, que fue a ponerse junto a Melissa.

    Se había aproximado a ella y al director apenas aparecieron éstos en la puerta del estudio, pero ni por un instante había apartado sus ojos de Adam y de lo que el chico hacía.

    —Ésta es Carol Scott —dijo el director en un susurro—. Es la instructora de nuestra sesión abierta de pintura. Carol es la terapeuta por el arte de la que le había hablado.
    —Los túneles bajo la Gran Estación Central.

    Melissa reconoció la escena en aquella pintura surrealista de tanta vitalidad. Los túneles oscuros y húmedos eran los que Melissa conocía, pero nunca había visto. En este mundo fue donde la policía había perseguido a Adam, lo había arrinconado y finalmente lo había llevado a la luz del día y a su oficina.

    La pintura era fresca y clínicamente realizada, hasta los menores detalles estaban cuidadosamente representados, con la perfección de una fotografía. Sin embargo, tan extraño era tener aquel mundo dibujado allí, en la pared blanca del estudio, que a Melissa le resultó más vivaz que la vida misma y más terrorífico que los túneles reales.

    Era como si Adam no se hubiera marchado de Nueva York. Era como si hubiera llevado consigo a aquellas montañas verdes el recuerdo secreto de su vida pasada y tuviera necesidad de recrear su mundo de pesadilla para que lo vieran ellos y para recordarlo él.

    —¡Mire! —dijo en voz baja Carol, inclinándose hacia la pintura, excitada por aquel arte—. ¡Vea las ratas!

    Melissa las vio, docenas de enormes roedores ocultos en los oscuros rincones de la gigantesca pintura, ocultos encima de los tubos de vapor, la red de escaleras de metal y de túneles del antiguo sistema. Melissa sintió que podía pasar del calor del sol de la escuela de Artes y Oficios al oscuro interior de aquel mundo subterráneo, en las profundidades de la Gran Estación Central.

    Quiso adelantarse y detener a Adam. Quiso alejarlo de aquella pintura, de aquel mundo de pesadilla, pero había tanta furia en su acto, tal necesidad de dibujar esmeradamente la escena, de representarlo todo de manera perfectamente proporcionada, y a tal velocidad, que lo único a lo que Melissa atinó fue a quedarse inmóvil donde estaba y penetrar en las profundidades de la obra, seguir los túneles con los ojos a medida que se internaban más profundamente en el agujero negro. La pintura la abrumó. La sentía como una fuerza física que la atrajera a aquel mundo oculto. Apartó la mirada. Gene Martin la observaba atentamente, asombrados los ojos azul vidrio y con un brillo de sudor en las mejillas fofas.

    —Este chico es un idiota —anunció.
    —No, no lo es —respondió de inmediato Connor, quien de pie junto a Melissa, se había interpuesto entre ésta y el director de la escuela.

    Melissa suspiró, agradecida de que Connor estuviera allí. No quería defender a Adam ante toda aquella gente. Eso era lo que ella más temía: que pudiera correr algún rumor incontrolado acerca de Adam, de su manera de mirar o del hecho de que no hablara.

    —Seguramente el chico tiene problemas psicológicos —admitió Connor—, pero ¿quién no? ¿No es así? —preguntó sonriendo a todos—. La causa por la que no habla guarda más relación con algún grave trauma personal, pero en absoluto con una enfermedad mental. ¿No es así, Melissa? —y la miró, siempre sonriente.

    Melissa asintió con la cabeza, pero al advertir que no todos podían verla, dijo en voz alta:

    —En unos pocos días más, Adam estará muy bien.

    Prosiguió para explicar que los médicos opinaban que había que sacar a Adam de Nueva York por un tiempo y luego, abundando sobre la deliberada falsedad de Connor, habló del grave trauma personal del muchacho. Le gustaron la riqueza de implicaciones de esa frase y su vaguedad médica. Era una expresión que podía usar para camuflar los problemas reales de Adam.

    —Veamos si podemos sacarlo de allí —sugirió Connor en voz más baja—. ¿Queréis que pruebe?
    —¡No! —dijo al instante Melissa, temiendo una reacción violenta de Adam—. Dejadme a mí.

    Melissa se adelantó y se aproximó al chico, tal como lo había hecho aquella mañana en el prado, dando un amplio rodeo de modo que sus movimientos no parecieran una amenaza, y se colocó de tal manera que él pudiera verla y oír su voz.

    Adam seguía afanado en su pintura, en la que trabajaba frenéticamente, impulsado por su oculta obsesión. Melissa aguardó unos minutos más para que el chico pudiera terminar de cubrir la pared, de pintar con sus sombríos colores —azules, rojos y verdes profundos— los últimos detalles de su impresionante visión, un fresco que supuso Melissa tendría más de seis metros de ancho por tres de alto.

    Quedó asombrada por la energía que encerraba la obra. Hacía menos de una hora que Adam se había separado de ella, pero había tenido tiempo y vigor suficientes como para pintar la pared entera.

    Melissa le habló, le preguntó si había terminado. Él no respondió, pero la miró y, por primera vez, sus ojos mostraron cierta angustia, una nueva tristeza.

    La respuesta de Adam la llenó de regocijo, pues la muestra de emoción del chico significaba que estaba volviendo al mundo de los sentimientos. Por la mañana le había sonreído y ahora había en sus ojos un resplandor de su vida trágica. Melissa advirtió que Adam estaba tratando de comunicarse con ella. Finalmente le estaba mostrando lo que sentía y cómo había vivido.

    Melissa siguió sonriendo. Su estimulante sonrisa estrechó un poco más el incipiente vínculo y ella se acercó y tocó sus hombros delgados, todavía con cautela y recelo de que el muchacho diera un respingo. Pero Adam no se resistió. Comprendió lo que ella quería, dejó cuidadosamente los pinceles y fue hacia Melissa.

    Asumiendo el riesgo, Melissa le rodeó los hombros con su brazo y lo atrajo hasta abrazarlo ligeramente. Por un instante, el cuerpecito del chico se anidó contra ella. Melissa levantó la vista, rebosante de alegría ante los estudiantes, el director y Connor. Nunca se había sentido más feliz en su vida. Era como si hubiese superado un inmenso obstáculo o como si en un instante hubiera aprendido a hablar una lengua extranjera. Había llegado hasta el muchacho. No abrigaba la menor duda acerca de que su vida con Adam sería cada vez mejor.


    9


    Había olvidado cuán oscura puede ser la montaña —observó Melissa.

    Estaban los dos en el prado —Melissa y Connor—, pues Adam se había ido a la roca. Allí jugaba, sentado sobre el alto peñasco y arrojaba guijarros marrones a la oscura corriente del arroyo.

    Melissa había renunciado a adivinar qué podía haber de fascinante para Adam en aquella simple rutina de arrojar guijarros al arroyo de montaña. Estaba contenta de que el chico se divirtiera, aunque ya había decidido ir al día siguiente a Bauer’s y comprar instrumentos de pintura, a la vez que disponer un espacio en la casa-goleta para que el muchacho pudiera pintar, ahora que había dado muestras de tanto interés y talento.

    —Te acostumbras a la oscuridad —respondió Connor mientras ponía su lata de cerveza sobre la roca—. En realidad, esta oscuridad termina siendo tu amiga. Una vez estás aquí, en la montaña, encuentras que es una gran comodidad.

    Estaban más allá de la sombra de la casa y del rayo de luz. Habían dejado iluminada la casa-goleta, observó Melissa, y se congratulaba de ello. La casa, con sus bonitas ventanas de vidrios de colores y los pequeños ventanucos de formas caprichosas y trozos de vidrio, parecía cálida y como si invitara a entrar en ella. Melissa pensó nuevamente en la suerte que había tenido al encontrar esa casa y poder estar allí, en la montaña.

    De haberse encontrado en ese momento en Brooklyn, a esa hora de la noche habría estado en su casa encerrada con llave. Inspiró profundamente, aspirando los olores de la hierba, la corriente fría y el bosque de pino que bordeaba el prado y enmarcaba la propiedad.

    Por encima de los árboles, en el extremo opuesto, vio un delgado brazalete de luces del pueblo y, de vez en cuando, oía el ruido de un tractor con acoplado que subía una colina distante, pero el mundo exterior parecía muy lejano, lo cual le daba una maravillosa seguridad.

    Sonrió para sí misma.

    —Muchísima gente de la ciudad no puede llevar este tipo de vida —observó Connor, retomando la conversación—. Vienen aquí por unas semanas y dicen que es maravilloso vivir en la naturaleza y toda esa clase de tonterías, pero luego el silencio se apodera de ellos. No pueden adoptar nuestras maneras relajadas.
    —Yo puedo —respondió Melissa, sintiendo la necesidad de defenderse.
    —Bueno. Cuesta su trabajo.
    —Y es bueno para Adam —agregó Melissa bajando la voz, a la vez que señalaba con la cabeza al muchacho.

    Estaban separados por unos diez metros y hablaban en voz baja, pero Melissa se había dado cuenta de que su voz llegaba muy lejos en la noche fresca, en el silencio de las montañas.

    —Y también es bueno para ti —dijo Connor, sonriéndole.

    Connor estaba de pie cerca de Melissa, con los codos apoyados contra la roca. Ella era consciente del tamaño del hombre, aunque, en verdad, con menos de un metro ochenta de altura era más bajo que Greg, pero él daba una sensación de potencia que ella nunca había experimentado con ningún hombre de la ciudad. Supuso que se debería a sus maneras rudas. Le agradaba que no fuera suave y zalamero, como todos los hombres de la ciudad. Y luego pensó en Greg, que tampoco era un yuppies y se esforzó por no pensar más en él en absoluto.

    —En un par de días —prosiguió Connor— estarás tan relajada como el resto de nosotros.
    —No estoy tensa en absoluto —respondió ella, a sabiendas de que mentía.
    —Lo estás, pero no importa —cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna.

    Melissa oyó el roce de los tejanos y el crujir del cuero de la bota.

    Lo miró. Sintió debilidad en las rodillas y en el interior de los muslos. Algo como una oleada de sangre acudió a su vagina. Esto es ridículo, se dijo, al tiempo que el corazón le golpeaba el pecho.

    Tenía la cara sólo a unos centímetros del tórax de Connor. Él llevaba una camisa escocesa roja y debajo otra camiseta, muy ceñida. Melissa levantó la vista esperando verle sonreír o no encontrarlo tan maravilloso en la oscuridad. Connor la estaba mirando, pero lo único que Melissa pudo ver fue la vigorosa línea de su barbilla y su mandíbula, todo el resto se perdía en la oscuridad.

    —¿Fue por Adam o por ti misma por lo que dejaste Big Apple?

    Ella se encogió de hombros, agradecida por la pregunta. Al explicarse, se calmó. Le habló acerca de su trabajo en la agencia, de cómo revolvía papeles todo el día y tomaba decisiones sobre la vida de la gente, a la que nunca llegaba a ver ni a conocer por su nombre. Era pura estadística, nada más. Números, números, nada más que números, le dijo, y llegó el momento en que los números no significaron nada para ella, no hacía otra cosa que contraponer asilos a cuerpos, y nada más.

    —Entonces traté de hacer algo más. Decidí trabajar en un comedor de beneficencia o algo así, sabes. Hacer realmente algo por los sin techo. Pues bien, traté de hacer esto. Fui a la iglesia de Brooklyn un sábado por la mañana para presentarme como voluntaria, pero no pude. Quiero decir que no pude ni siquiera ayudar a esa gente. Veía a todos aquellos hombres y mujeres sin techo formando cola, esperando que la iglesia abriera las puertas a fin de beberse su miserable taza de café y su viejo donut. La cola daba la vuelta a la manzana. Hacía frío y llovía. Sin embargo, allí estaban, pacíficos y silenciosos, apiñados, ya te imaginas, envueltos en mantas o con abrigos sucios y protegiéndose con diversas capas de toda clase de materiales. Algunos llevaban consigo todas sus pertenencias, cajas de comestibles llenas de bolsas de plástico, latas y Dios sabe qué.

    El recuerdo de aquel sábado por la mañana la hizo llorar, pero siguió hablando, pues necesitaba contárselo a alguien. Hacía más de un año que había ido a la iglesia y nunca se lo había dicho a nadie en la oficina. Ni siquiera se lo había contado a Greg. Le daba vergüenza no haber tenido el coraje suficiente para ayudar a la gente sin techo.

    —No pude hacerlo —dijo—, ni siquiera pude trabajar en el comedor de beneficencia de la iglesia. Di dos vueltas a la manzana tratando de darme ánimos. Fui a la acera de enfrente y me quedé allí mirando a los sin techo. Empecé a llorar. No por los pobres sin techo, sino por mí misma, por mi falta de agallas. No pude ayudar a otro ser humano. Me sentí una mierda.

    Sollozaba. Apoyó la frente contra la roca fría y trató de ahuyentar de su mente el doloroso recuerdo.

    —¡Eh! —susurró Connor acercándosele.

    La abrazó suavemente y la cubrió por completo con sus brazos. Connor vio a Adam de pie sobre la elevada roca, no como para ir hacia ellos o ayudar a Melissa, sino para saltar, volar desde allí y remontar el arroyuelo, caer pesadamente sobre los árboles, correr como un animal del bosque y desaparecer como un ciervo.

    —¿Qué es eso? —preguntó Melissa.

    Connor sintió que un ramalazo de miedo recorría el cuerpo menudo de la mujer.

    —Nada. Es Adam.

    Melissa se soltó de los brazos de Connor. Su problema personal se había esfumado.

    —¡Adam! ¿Hacia dónde fue? —preguntó mientras apretaba el brazo de Connor.
    —Se metió en el bosque —contestó simplemente Connor, restándole importancia al asunto—. Es un chico, Melissa. Es lo que hacen los chicos. Les gusta vagar por el bosque.
    —¿En plena noche? —exclamó Melissa al tiempo que se adelantaba hasta el borde mismo del arroyo y miraba fijamente a la oscuridad de los árboles.
    —Melissa, todavía no son las nueve.
    —¿Por qué habrá hecho esto? —preguntó ella en voz alta, pues la preocupación le creaba la necesidad de hablar—. ¿Por qué se habrá ido?

    Y Melissa no tuvo ninguna duda de que la culpa era de ella, de que Adam la había visto abrazada a Connor y llorando en sus brazos. «¡Oh, Dios mío —pensó—, qué es lo que he hecho!»

    —¿Quieres que lo busque? —se ofreció Connor.

    Temió que Melissa dijera que sí, pues no tenía ningún deseo de salir en persecución del chico entre los árboles. Además, sabía que nunca lo cogería.

    —No lo sé —suspiró Melissa—. ¡Maldita sea! Debería haber...
    —Melissa, tú no deberías haber hecho nada. Mira, es un chico. Todo irá bien. ¿Qué puede pasarle aquí?
    —¡No lo sé! —dijo Melissa señalando el bosque oscuro—. No sé qué es lo que hay allí. ¡Osos! ¡Tigres! ¡Montañeses locos!
    —Si puede manejarse en los túneles de Nueva York —dijo Connor, riendo—, también podrá manejarse en estas colinas.

    Antes, un poco después de que Adam realizara su gran pintura en la pared del estudio, Melissa le había contado a Connor quién era realmente el chico y cómo lo habían encontrado en los túneles bajo la ciudad.

    Comenzó a llorar nuevamente, entonces Connor se acercó y le rodeó los hombros con el brazo. Ella no se movió. Tenía frío. Temblaba y sabía que no era a causa del frío, sino del miedo por lo que pudiera sucederle a Adam y del miedo más fundamental a no ser realmente capaz de hacerse cargo del chico. Había sido imprudente y loco de su parte llevar a Adam fuera de Nueva York, pensar que podía ser madre de un adolescente.

    —¡Ea! —susurró—. Entremos. Te haré una taza de café, ¿vale?
    —Necesito un trago —dijo ella—, y no tengo nada de alcohol.
    —Está bien. En la casa hay. En el condado no se encuentra, de modo que guardo siempre una provisión.
    —No he visto nada... —empezó a decir Melissa, dejando que Connor la guiara a través del prado, de regreso a la casa-goleta.

    Habían dejado atrás las sombras y entraban en las luces de la casa, las luces de faro que Connor había instalado y que iluminaban el patio trasero, hasta el margen del arroyo.

    A la distancia, desde donde el chico observaba, sentado en la rama alta de un arce, parecía un monstruo oscuro y giboso que se moviera alrededor del barco, de las sombras a una luz hecha de bruma. La noche traía niebla, y la humedad que subía del agua fría del arroyo cruzaba el prado y envolvía la casa.

    Luego, el monstruo de dos cabezas, o bicéfalo, desapareció detrás de la proa de la casa, y la niebla gris llenó el prado, y desdibujó los bordes de la casa-goleta. El muchacho esperó hasta asegurarse de que no lo seguirían por el bosque. Especialmente el hombre. Tenía razón acerca del hombre, lo había olido cuando entraron por primera vez en el patio, cuando captó su olor en la proa de la casa.

    El muchacho se soltó del árbol, cayó suavemente en el colchón de maleza del sotobosque y subió velozmente la colina, corriendo sin esfuerzo, como un animal del bosque, como un ciervo en la noche.


    El segundo vaso de vino tinto la puso enormemente triste y habladora. O tal vez fuera Connor el que la hacía hablar tanto. Era tan abierto con ella cuando le contaba historias de su educación, cuando le hablaba de sus sentimientos como muchacho de montaña, mientras ella, sentada sobre el mármol, le observaba hacer lo que él llamaba sus «superfamosos» spaghetti, que «pasaban de un libro de cocina a otro».

    Connor sonrió cuando Melissa se ofreció a preparar la cena, pero no hizo nada más mientras protestaba débilmente, aunque en realidad agradecía que él cocinara. Tenía hambre y se sentía desamparada. Además no quería quedarse sola, al menos mientras Adam no estuviera.

    Había experimentado un profundo dolor físico cuando advirtió que no podría correr detrás de Adam, cuando se percató de que no tenía absolutamente ninguna otra cosa que hacer salvo esperar hasta que el chico regresara. ¡Si regresaba!

    Únicamente cuando terminó el primer vaso de vino, el dolor de su corazón cedió en parte. Ahora sólo se sentía triste. Sin embargo, no era un sentimiento tan malo.

    Le gustaba sentirse desamparada, abandonada, pensar que su vida pasaba por otro trance cruel.

    Entre su mirada nebulosa, el mareo a causa de la bebida, y el cuerpo caliente gracias al calor de la estufa y también a la bebida, se sentía feliz de estar simplemente sentada sobre el mármol y contemplar el ajetreo de Connor en la cocina, la facilidad con que pasaba de una tarea a la otra: buscar ollas y peroles, cortar verduras, dorar la carne, todo ello mientras escuchaba con gran atención el relato de Melissa acerca de lo que le había llevado por primera vez a Nueva York y luego allí, a la montaña, donde abrigaba la esperanza de escapar de los crímenes de la ciudad y salvar la vida de Adam.

    —Algunas chicas tienen suerte, sabes —le dijo a Connor—. Tienen suerte en el amor; tienen suerte en la vida. Yo las he visto. Las he conocido cuando era niña. Yo nunca tuve suerte y no sé por qué, realmente. Aunque me temo que sí lo sé —agregó la misma Melissa tras una pausa—. Fue a causa de mi madre. Quiero decir que mi madre realmente me jodió.

    Melissa tenía otra vez los ojos inundados de lágrimas, pero siguió hablando, deseosa de contarle lo de su madre, Alice Gross.

    —Nunca conocí a mi padre. Tengo un vago recuerdo, que creo que es real, de él aproximándose a mi cuna. No sé si me besó o no, pero quiero creer que sí y que vi su cara antes de que me abandonara. Déjame hablarte de su rostro.

    Melissa se enderezó, dominada por el deseo de explicarse ante Connor. Se dio cuenta de que había estado actuando como una loca con su llanto, su excitación y ahora hablando sin parar, pero todo eso era comprensible, pensó. Luego prosiguió:

    —Era el hombre más guapo que he conocido jamás. La visión de su rostro en aquel momento me quedó grabada para siempre. Veo sus ojos, tenía ojos maravillosamente azules. ¡Y cejas pobladas y oscuras! Pero lo que más recuerdo es la boca. Los labios eran gruesos y la boca amplia y sonriente. Eran los mismos maravillosos labios de Warren Beatty. Cuando sonreía, todo su rostro se iluminaba. Me sonreía. Tanto era el placer que le daba mirarme, a mí, su hijita. Y luego desapareció de mi vida.

    Melissa se hundió en el mármol, repentinamente exhausta.

    Connor se acercó, se inclinó sobre el mármol y le rodeó el cuerpo con los brazos al tiempo que ponía su cara directamente frente a la de ella, a menos de treinta centímetros.

    —¿Qué pasó?
    —Se divorciaron. Entonces vivíamos en Tulsa. Yo tenía casi tres años. Mamá se casó poco tiempo después, y nació Stephie.
    —¿Tienes una hermana? —preguntó Connor, sorprendido.
    —Tenía. Murió de meningitis.
    —¡Dios mío! —susurró él.
    —Y también tengo un hermano. Un hermano mayor al que no conozco.
    —¿Qué hace?
    —Cumple condena. En alguna cárcel —explicó Melissa sacudiendo la cabeza—. Cuando estuve en Texas, eso fue después de Kansas, cumplía condena en un reformatorio. Mamá lo entregó al Estado porque decía que no podía controlar al muchacho. Y era verdad que no podía.

    Los ojos de Connor se agrandaron.

    —¿Por qué te fugaste?
    —Hay días en que no creo haberlo hecho.
    —Te fugaste —le dijo Connor.

    Parecía impresionado, lo que complació a Melissa.

    Connor había regresado al hornillo. Tenía una gran cuchara de madera en una mano; la otra se hundía profundamente en un guante de cocina acolchado. Seguía mirándola mientras sujetaba la cacerola y revolvía la espesa salsa de carne.

    —He inventado esta historia —continuó Melissa—. Se trata de un pasado ficticio. Comencé a armarlo cuando vivíamos en Kansas. Fue entonces cuando mamá vivía con un hombre llamado Davis. Roland Davis. Era conductor de camiones en viajes largos. En esa época, mamá trabajaba en una casa de cenas rápidas. Allí se encontraron. Es como un cliché, de verdad.

    Connor había dejado de revolver la salsa y miraba fijamente a Melissa con la boca abierta. Ella sabía que Connor tenía un poco de miedo y eso, por alguna razón, le daba placer.

    —¿Qué hiciste? —preguntó él, impresionado, con la sensación de estar por primera vez ante otra clase de persona, ante alguien a quien no conocía en absoluto.
    —Me convertí en Melissa. Este no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre es Mary Lee Gross. Me lo cambié. Adopté una identidad que saqué de revistas, libros, de todas partes. Creé a Melissa Vaughn de la nada.

    Melissa sonreía. Connor preguntó:

    —¡Pero estabas en la universidad! ¿Cómo hiciste eso?
    —¡Oh!, en realidad, fue fácil. Me valí de la escuela para escapar de la roulote. Me pasaba la vida en una biblioteca pública, sólo para escapar de la roulote. Había allí una mujer fantástica, la señora Butterfield, quien, por alguna razón, se interesó por mí. Me ayudó a rellenar los impresos de escolaridad. Obtuve excelentes resultados en las pruebas de aptitud.

    Volvió a encogerse de hombros y prosiguió:

    —Una vez que estuve en la universidad, tuve un hogar y otra vida. Y me había cambiado legalmente el nombre. Fue algo realmente sencillo. Siempre hay gente que desaparece. Lo único que hice fue reaparecer como otra persona. Como Melissa Vaughn.

    Volvió a sonreír, complacida de impresionar a Connor.

    —Y yo que pensaba que mi vida era interesante porque estudiaba en África —dijo Connor mientras ponía la mesa.
    —Creí que habías ido a la escuela de Diseño de Rhode Island —comentó Melissa mientras bajaba del mármol y se calmaba a sí misma antes de ir a ayudar a Connor con los cubiertos; estaba un poco mareada, pero se sentía bien.
    —Eso fue después —explicó rápidamente Connor—, pero cuando era estudiante vivía en África.
    —¿De verdad?

    Cuando dejé la montaña, me marché a la costa. Allí trabajé en barcos pesqueros de langostinos y a los dieciocho años fui a parar a Key West, donde un tío necesitaba tripulantes para un velero de sesenta pies que iba a Europa. Me emplearon, pero cuando llegamos a África, decidí quedarme y recorrer el territorio haciendo autoestop. Terminé trabajando en Rwanda para Dian Fossey. ¿La conoces? La mujer que asesinaron, la de la película Gorilas en la niebla.

    —Me estás tomando el pelo.
    —¡Oh, no! —exclamó Connor, sonriente—. Trabajé para ella como un año. Quiero decir que pude haber obtenido un doctorado en antropología.
    —Querrás decir primatología.
    —Sí, eso, lo que sea —dijo Connor, y se volvió para encender el fuego del hornillo—. ¿Quieres esperar, o salir y llamar a Adam?
    —¡Oh! —Melissa se irguió al advertir que se había olvidado de Adam—. Lo siento —susurró, como hablándose a sí misma—, supongo que debería, ¿no?

    Fue hasta la puerta del frente y cambió de idea. Lo llamaría desde el porche de la segunda planta, en la proa de la casa-goleta. Subió la escalera de caracol y, entrando en el saloncito, abrió la pequeña puerta de la proa de la casa y salió a cubierta. En la cubierta sólo había lugar para dos sillas, pero había un pasadizo estrecho que rodeaba toda la casa, al modo de la cubierta de un velero.

    Caminó alrededor de la casa para detenerse en la parte de atrás, donde la extraña forma de la casa daba al arroyo. Pensó que Adam podía haber regresado, que estaría otra vez sentado en su lugar preferido, pero en la roca no había nada y la noche estaba en calma.

    Al escudriñar el patio trasero y el bosque oscuro se disponía a gritar su nombre cuando vio una sombra en el prado. Alguien atravesaba corriendo el patio trasero, apenas un poco más allá del arco de luces. Pensó que era Adam, pero luego se dio cuenta de que la sombra era demasiado larga para un muchacho tan pequeño. Ha de ser un ciervo, pensó luego, en el instante en que veía fugazmente unas ropas y reparó en que se trataba de una mujer. Una mujer alta y delgada había atravesado rápida y sigilosamente el patio, había saltado el cauce rocoso y se había internado en el bosque como un animal salvaje.

    Melissa sintió que el corazón le latía en la garganta. Giró sobre sí misma y volvió deprisa por el estrecho pasadizo hasta el balconcito ubicado sobre la planta principal de la casa y llamó a Connor:

    —¡Connor, hay alguien fuera! Una mujer, me parece.

    Connor estaba sirviendo la pasta humeante en dos gruesos platos.

    —Se metió en el bosque.

    Connor hizo una pausa y dejó un tenedor lleno de pasta sobre el servicio azul.

    —Es la Loca Sue —dijo, despreocupado, y depositó la pasta en el plato—. Vamos a comer.
    —¿Quién es la Loca Sue?
    —Es la tonta del pueblo. Baja antes de que se enfríe todo —instó a Melissa mientras ponía los platos sobre la mesa y acercaba la botella de vino tinto.

    No demostraba la más mínima preocupación, observó Melissa. Ni siquiera se había dado cuenta de su temor hasta que levantó la vista y la vio allí arriba, en la terraza, fuertemente asida a la baranda.

    —Melissa —dijo en un susurro y dejó la botella de vino—. ¿Qué ocurre?
    —Estaba allí fuera, Connor. ¡Nos estuvo observando!
    —Melissa, es lo que hace con todo el mundo.
    —No lo sabía.
    —Dios mío, lo siento —dijo, y fue hasta el pie de la escalera artesanal—. Melissa, baja, por favor. ¿Quieres un vaso de vino?

    Melissa sacudió la cabeza mientras caminaba hacia la escalera. Sabía que no podría sostener el vaso. Le temblaban las manos y las escondió bajo la cintura de los tejanos.

    —Subí. Estaba buscando a Adam cuando vi salir de ninguna parte esa figura que se deslizaba deprisa por el patio de atrás. Me cagué de miedo, eso es todo —se explicó Melissa. Inspiró profundamente y luego, a modo de resumen de lo que sentía, agregó—: Bueno, ¡qué día!
    —¡Venga, tranquila! —dijo Connor en voz baja.

    Subió la angosta escalera y se arrodilló junto a ella. Estaba aterrorizada. Connor vio el miedo en el rostro de Melissa, en la desesperación de los ojos. Eso le daba un increíble atractivo sexual. Sintió deseos de hacer el amor con ella, en ese mismo momento y allí, en la escalera.

    Pero se quedó arrodillado junto a Melissa y siguió contando su historia africana con Dian Fossey, cómo una vez, atravesando las brumosas montañas en el campamento de ésta, fue sorprendido por un gorila.

    Todo era falso: su historia, que hubiera estado en África, que hubiera visto un gorila. Había visto la película sobre la vida de Fossey, había visto docenas de películas documentales e incluso, cuando estaba en la secundaria, había preparado un trabajo de investigación sobre África. Sabía unas cuantas cosas, de modo que podía contar una buena historia, imaginarse la mañana fría en la montaña africana, la súbita aparición de la enorme bestia negra. Se percató de que Melissa le escuchaba. Vio como se dilataban sus ojos castaños. Su historia había distraído a Melissa de la obsesión por la Loca Sue. Creyó que había estado en África con Fossey. Repentinamente, eso lo llevó a la imprudencia, de modo que estiró la increíble narración y le contó más, inventando a medida que hablaba, como alguien que está tendiendo una arriesgada trampa.

    —Sabía que no debía aparentar miedo. Ésa era la clave. Dian me había hablado mucho de eso. Me quedé absolutamente quieto e hice algún que otro gesto de gorila. Simulé rascarme la cabeza. Y el gorila —Dian lo llamaba Tío Bert— se alejó de mí, de ambos, porque Dian estaba junto a mí en el remolque. De cualquier modo, el animal sencillamente se volvió y desapareció entre la maleza húmeda y espesa. Ni siquiera se le oía moverse en la espesura mientras se marchaba.
    —¿Y tú qué hiciste? —preguntó Melissa, conteniendo la respiración.
    —Me desplomé. Y me di cuenta de que me había mojado los pantalones.
    —¿Y Dian Fossey?
    —Ella se limitó a reírse de mí y dijo que Tío Bert estaba demasiado acostumbrado a los humanos. No hubiera reaccionado ni aun cuando yo hubiese saltado a sus brazos.

    Connor se puso de pie, bebió el vino y luego se dirigió a la escalera y anunció:

    —Venga, vamos a comer.

    Melissa lo siguió escalera abajo y aspiró profundamente el rico olor de la salsa. Inmediatamente se sintió mejor.

    —Gracias —dijo a Connor.
    —¿Gracias por qué? —sonrió él, encantador.
    —Gracias por comprender que soy, ya sabes, el prototipo de tu neurótica neoyorquina, y que no debería haber salido de Brooklyn.
    —Eh, no sabías nada acerca de la Loca Sue, eso es todo —dijo Connor, gesticulando—. Eso no es problema.
    —Bueno, ¿qué debería hacer con ella?
    —Ante todo, es inofensiva. Está un poco loca. Tocada, como se dice aquí, en la montaña. Tiene, no lo sé muy bien, unos cincuenta y seis o cincuenta y siete años. Mi madre me contó que la Loca Sue iba con ella a la escuela en Simon’s Ridge, cuando no había más que una escuela de una sola habitación. Vive con una tía, del otro lado de la ciudad. La tía también es algo peculiar, diría yo. El apellido de la familia es Yates. Es una familia muy grande de aquí, de las colinas. Sea como sea, la casa-goleta le resulta increíblemente interesante —comentó Connor mientras gesticulaba con el tenedor—. Hablaré con la anciana, si quieres —y hundió el tenedor en el montón de spaghetti.

    Melissa miró hacia fuera.

    —No, no lo hagas. No quiero atemorizarla —y comenzó a enroscar lentamente un bocado de spaghetti.
    —Además, tienes otro problema —dijo Connor, suavizando la voz.
    —¿Te refieres a Adam?
    —Sí, sé que tiene un aspecto extraño —Melissa estaba cansada de inventar excusas.
    —Es algo más que eso.

    Melissa dejó quieto el tenedor.

    Connor interrumpió su comida, dejó ostensiblemente tenedor y cuchillo en el plato y se apoyó en el respaldo de su asiento. Cogió el vaso de vino e hizo una pequeña actuación antes de responder. Melissa no se había dado cuenta de que fuera tan teatral, y ahora se sentía ofendida.

    —Allá arriba, en Simon’s Ridge, hay una iglesia que se llama Tabernáculo de la Tierra Nueva. Es una de esas ramas fundamentalistas que hace años se separaron de la Iglesia baptista principal en Banner Elk. No sé cuándo se establecieron por su cuenta, pero ya hace años, y el sitio donde se instalaron era muy aislado. Con el tiempo, ya sabes, lograron lo que querían, manipular serpientes.
    —¡Oh, no! —suspiró Melissa y cerró por un instante los ojos previendo por dónde iría la historia de Connor.
    —Según una vieja historia, leyenda popular o auténtica superstición —prosiguió Connor—, «en su regazo», tal como ellos dicen, «advendrá un niño». Un espíritu puro que los preparará a todos para el fin del mundo. Algo así como un nuevo Juan el Bautista, ya sabes.

    Connor observaba a Melissa. Observaba como se le contraía el entrecejo y se le ensombrecía el rostro. Cuando estaba preocupada no era bonita, pensó Connor. La preocupación le endurecía la boca y le contraía la cara como una ciruela pasa.

    Melissa sólo tenía conciencia de la voz de Connor y de lo que éste le contaba a su manera, dulce y dramática a la vez. Estaba furiosa con él por haberla hecho esperar y sintió que el corazón le latía con fuerza contra el tórax estrecho, como una pelota de tenis bajo el golpe de la raqueta.

    —No todo el mundo en el pueblo cree en esa tontería. Pero sí los de la iglesia. Y la gente mayor, por supuesto. Ellos sí creen.
    —¿En qué creen? —preguntó ella.
    —Creen que un muchacho, una «criatura elegida», como ellos dicen, vendrá un día a la montaña como anticipación del día del juicio. El fin está cerca. Esta mierda —se respaldó en su silla y volvió a prestar atención a los spaghetti, de los que cogió un bocado con el tenedor.

    Melissa se apartó de la mesa. No podía comer.

    —Y piensan que Adam es ese elegido por el aspecto que tiene.
    —Es mudo —añadió Connor.
    —No lo creo —susurró ella, con una terrible sensación de impotencia.
    —Bueno, no es algo tan malo —dijo Connor mientras cogía más pan—. Mira, vas a prestar un gran servicio a este pueblo. Todo el mundo será increíblemente amable contigo si piensa que Adam es el niño esperado, el discípulo de Dios —y sonrió.
    —No es divertido —dijo ella—. A Adam no le va a gustar que la gente lo mire embobada.
    —Están realmente embobados.
    —Sí, pero —Melissa se detuvo. Recordó el incidente de esa mañana en el restaurante. Ahora comprendía por qué todo el mundo se había quedado en silencio y por qué la camarera había sido amable con ellos—. ¡Oh, Dios mío! —susurró.
    —No es algo tan malo —le dijo Connor mientras seguía comiendo—. Mira, a ti no te importa lo que ellos piensen, ¿vale? Quiero decir que no te tocarán. ¡Mi Dios! A ti te reverenciarán de pronto. Adam es el niño de los prodigios, ¿vale? —Connor sonreía y seguía comiendo mientras cogía más spaghetti—. Prácticamente todo el mundo tratará a Adam de manera especial y eso será importantísimo para estimularle la confianza en sí mismo.

    Melissa asintió con la cabeza comprendiendo lo que Connor quería decir. Quizá no fuera tan malo, pensó luego tratando de concentrarse en las ventajas. Seguramente sería mejor eso y no que el pueblo lo tratara como un espectáculo monstruoso. Movió afirmativamente la cabeza y sonrió. La idea le había devuelto el ánimo.

    —Quizá tengas razón —admitió Melissa mientras cogía el tenedor.

    Connor limpiaba el plato con un trozo de pan integral de trigo, y, siempre concentrado en la comida, resumió la situación, recordándole que en la escuela de Artes y Oficios ya se había tenido a Adam por un prodigio y ahora, en la ciudad, se lo veía como un «segundo advenimiento, por el amor de Dios». Siguió sonriendo a Melissa mientras le decía:

    —¡Tienes suerte! ¡Éste será un gran verano!

    Melissa asintió con la cabeza, trató de convencerse a sí misma de que era mejor así, y que, después de todo, no era tan malo que consideraran a Adam como la realización de la profecía de la montaña.

    —¿Qué pasa con la Loca Sue? —preguntó Melissa.
    —Tendré una pequeña conversación con ella. Le diré que Adam ha venido para enviarla al infierno, o algo parecido.
    —¡No, no hagas eso! No la atemorices.

    A Melissa comenzó a darle mala espina aquel deseo de mantener a la mujer apartada de la propiedad. Si fuera tan inofensiva, ¿qué importaba que merodeara la casa-goleta?, se preguntó.

    Connor había terminado de comer y se repantigó en la silla de respaldo alto. Tenía las piernas cruzadas y había inclinado la silla hacia un costado de modo que su brazo izquierdo se apoyaba sobre la mesa. Tenía los ojos vidriosos.

    —Mira, Melissa —Connor imprimía mucha intencionalidad a sus palabras—, has de tener algunas cosas claras. Aquí no estás tratando con una sociedad plenamente civilizada. Quiero decir que esto no es Big Apple —explicó, y le sonrió.
    —¿Quién dice que Nueva York es civilizada?
    —¡De acuerdo! Tú sabes lo que quiero decir, ¿verdad? —con un gesto de la mano despejó las objeciones.

    Decepcionada, Melissa comprobó que Connor estaba bebido.

    —Lo que quiero decir es que aquí, en estas montañas, los nativos pueden carecer del comportamiento civilizado usual que se conoce en la sociedad propiamente dicha. ¿Entendido? —dijo Connor mirándola con ojos húmedos.

    Melissa decidió no discutir y asintió con la cabeza.

    —Traes a la gente aquí y al cabo de un tiempo se trastorna un poco. Al principio no te das cuenta, pero con toda esta endogamia y toda, bueno...

    Se encogió de hombros y miró a la lejanía moviendo afirmativamente la cabeza.

    Por un instante, Melissa pensó que estaba simplemente asintiendo. Todavía tenía el vaso de vino tinto en la mano derecha. Vio como el vaso se inclinaba hacia un lado y hacia otro, como una nave de juguete en el mar. Se esforzó por quitárselo de las manos antes de que derramara el vino y luego Connor se incorporó, se sentó erguido y se inclinó hacia adelante, concentrándose intencionadamente en Melissa.

    —Nosotros no somos así —dijo él a la defensiva, como si ella estuviera atacando a la gente de la montaña—. Ha habido personas importantes que han venido a estas colinas. Estudiosos, jugadores de baloncesto, poetas, campeones de golf, gente de todos los oficios —gesticuló con ambos brazos que agitaba desordenadamente en el aire.
    —¡Connor, no he dicho una palabra!
    —¡Lo sé! ¡Lo sé! —Connor expresaba ampulosamente su protesta y agregó con rapidez—: No, no le harán daño. En nombre de Cristo, no. Lo quieren —terminó Connor en un susurro mientras miraba fijo a Melissa, con los ojos vidriosos y brillantes y el rostro encendido.
    —¿Lo quieren? —preguntó Melissa con el corazón en la boca.

    Connor comenzó a asentir con la cabeza y luego dijo:

    —¿Has oído hablar del reverendo Littleton?

    Melissa sacudió la cabeza. Connor parecía haber perdido el sentido y, en este momento, ella volvió a tener miedo. A un Connor borracho no podría dominarlo si decidía tirársele encima.

    —Murió ayer en la iglesia, en Simon’s Ridge. Un ataque al corazón, tal vez. Pero los miembros de la iglesia del Tabernáculo piensan que el viejo Littleton fue llamado por Dios Todopoderoso. ¡Mierda! —exclamó sacudiendo la cabeza con total olvido de lo que se disponía a decir.
    —¿Qué, Connor? —preguntó ella, presionándolo.
    —La palmó, allá, en la colina, precisamente cuando en el pueblo os vieron a Adam y a ti. Así es. La gente habla, ya sabes.
    —No, no lo sé —Melissa sacudía insistentemente la cabeza negándose a aceptar cualquier nexo entre su llegada a Beaver Creek y la muerte del sacerdote.
    —Lo que se dice en el pueblo es que Adam, el niño calvo, como ellos le dicen, llamó al reverendo Littleton a recibir sus justas recompensas, y que próximamente tocará el turno a toda la buena gente de la iglesia del Tabernáculo.

    En un repentino acceso de duda, Melissa volvió a preguntarse qué ganaban ella y Adam con estar allí y por qué habría ido a aquel lugar solitario en la montaña. Había pensado que sería seguro, un retiro idílico. Pero no lo era, era tan loco y peligroso como las calles de Nueva York.

    Y luego pensó que Adam tenía dificultades. No había regresado a la casa porque algo terrible le había sucedido. Saltó de su asiento precisamente en el momento en que la puerta del frente se abría de golpe y Adam entraba corriendo, sin aliento, con los ojos desorbitados, los brazos completamente llenos de suciedad y las manos chorreando sangre.


    10


    MacCabe, el diácono, montaba la pequeña tarima frente a la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva y examinaba a la congregación. Era sábado por la mañana en Beaver Creek y la gente había subido a Simon’s Ridge para enterrar a su pastor.

    Había personas que conocía de toda la vida, familiares y amigos del pueblo y de las dos hondonadas que confluían en Beaver Creek. No había hombre ni muchacho en la iglesia que no hubiera ido a cortarse el pelo a su tienda, ni casi ninguna dama que no hubiera acudido a Elk Pine y a la extravagante nueva «cosmetóloga», como ella se autodenominaba.

    Levantó los brazos y aguardó a que la populosa congregación lo reconociera, se tranquilizara y prestara atención. Ser el centro de la atención de todos le proporcionó un momento de dulce placer, y con la voz más potente de que era capaz cantó con toda claridad: «¡Aleluya!».

    —¡Aleluya, hermano! —le respondió un coro de voces.

    Al mismo tiempo, el diácono gritó la respuesta:

    —¡Orad al Señor!
    —¡Orad al Señor! —volvió a responder la gente.

    En ese momento se estaba trasmutando, podía sentir que el espíritu divino se apoderaba de su alma.

    —Jesús, el Señor, se ha llevado a nuestro buen amigo de entre nosotros, pero Dios Todopoderoso no ha abandonado a sus hijos. ¡No señor! No nos ha dejado solos en un mundo amargo. Nos ha enviado una señal. Una señal de su juicio sempiterno. Venida del Cielo.

    El hombretón hizo una pausa. Tenía ambas manos aferradas al delgado púlpito de pino, estaba inclinado hacia adelante, estirado sobre la punta de sus botas de cowboy. El traje escocés que llevaba puesto le quedaba demasiado suelto y le colgaba como una cubierta desinflada de camión. El traje tenía ya diez años. Era el único traje que había tenido en toda la vida. Lo había comprado para el casamiento de su hija, Mary Sue, con el hijo de Berger.

    —Sabéis a qué me refiero, ¿verdad?

    Hizo una pausa, barrió la iglesia con la mirada y atrajo a todos con sus ojos brillantes, mientras sonreía con cierta ironía, como si tuviera en su poder el secreto, el eterno secreto de sus vidas.

    —¡He visto al muchacho! —gritó—. ¡Vosotros habéis visto al muchacho!

    Se alejó del púlpito estrecho y se quedó haciendo equilibrio al borde de la tarima de madera contrachapada. Luego prosiguió:

    —Estaba yo en mi casa, cortándole el pelo a Spike. ¿Recuerdas, Spike? —sonrió al hijo mayor de Crawford—. Miré por la ventana hacia la Store Front Street, vi aquella furgoneta y, dentro, vi su cara, brillante, iluminada por el sol, que me sonreía mientras el vehículo avanzaba, y yo le dije a Spike: «Dios Todopoderoso, es él. Es él. ¿No es verdad, Spike? ¡Aleluya!».

    El espíritu se apoderó de él. Las palabras cantaban en su boca y no pensaba en lo que diría luego ni en cómo lo diría. Los dones divinos le brotaban del alma.

    —Jesús, Señor Todopoderoso —gritó, y su voz resonó en la elevada bóveda de la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva.

    Se giró en redondo, se agachó, sudando, y con un movimiento rápido, como un truco fácil, se quitó la chaqueta y la hizo volar. En las axilas se veían oscuras manchas de sudor cada vez más extensas. Y también corría el sudor por los pliegues de su rostro sonrosado. Los ojos le brillaban y se sentía muy feliz. Sentía que la gente lo observaba, sentía su obediencia, sabía que su arrebato la había atrapado. Luego dijo:

    —Pueblo mío, ¿por qué murió ayer en su jardín nuestro buen amigo el reverendo Littleton? ¿En la flor de su santa vida? Yo os pregunto a vosotros, mi pueblo, ¿por qué murió? Sólo murió por una razón: ¡Para hablarnos! ¡Para mostrarnos! Su muerte fue toda una señal. Una señal divina del advenimiento de nuestro niño calvo. ¿No es verdad? ¿No es ésa la verdad?

    Caminó sobre el escenario, golpeando las botas. Le gustaba el sonido lleno de autoridad de sus botas de cowboy, mientras se movía pesadamente en aquel altar-tarima. Ese era su lugar de pertenencia, pensó. Esa era su verdadera vocación. No necesitaban otro pastor, no necesitaban pagar una buena suma a ningún pastor de fuera, puesto que él podía cumplir esa función mejor que cualquiera. Él predicaría las mañanas de domingo, él manipularía las serpientes, él casaría a los jóvenes.

    —¿Quién más lo vio? —preguntó, deteniéndose.

    En la atenta congregación se levantaron unas cuantas manos.

    MacCabe movía afirmativamente la cabeza, como alentando a otros testigos.

    —¡Bienaventurados seáis todos! ¡Bienaventurado sea yo! ¡Aleluya!

    La congregación respondió con un rugido.

    MacCabe volvió a inspirar profundamente, complacido de su poder. Sí, pensó, ése era el lugar al cual pertenecía, aquélla era su gente, su pueblo.

    Alzó ambos brazos e hizo callar al vociferante coro. Luego dijo en tono sosegado:

    —Yo traeré al niño calvo a nuestro seno. Yo lo entregaré a nuestro regazo. Pero yo os pregunto, pueblo: ¿Estamos preparados para encontrarnos con el Hacedor? ¿Hemos lavado nuestra alma en el río de la salvación? ¿Podemos ir a Nuestro Señor con el corazón puro, el alma tolerante, sin desear la mujer de nuestro prójimo, sin pecado de orgullo ni de avaricia? Recordad lo que el buen reverendo Littleton nos predicaba: «El mal nos rodea. En las colinas. En las calles. Junto a ti, en tu asiento».

    El público respondió con un coro de «síes» mientras él llamaba a renunciar al pecado. Arrastró a los presentes con el poder de su canto, con la fuerza de su voz. Estaban declarando a Dios, a él, que estaban preparados para el largo viaje al otro lado. Un viaje, gritaba MacCabe, que el reverendo Littleton ya había cumplido al cruzar el ancho río de la vida. «Más ancho que estas insignificantes montañas Apalaches», cantaba mientras gesticulaba al sol naciente. Levantó los brazos, estiró los dedos gordos y, de pie, con las piernas separadas, dijo:

    —Nosotros conocemos nuestro testamento. Conocemos nuestra salvación. Conocemos la Palabra de Dios.

    Un solo coro llegó a sus oídos, resonó a través de la pequeña iglesia de madera y finalmente flotó fuera del recinto, a la luz del sol de la hermosa mañana de verano. El diácono MacCabe comenzó a su vez a cantar:

    El amor me redimió,
    el amor me redimió.
    Cuando ninguna otra cosa podía ayudarme,
    el amoooooooooooor me re-di-miooooooó.


    Oculta en el cementerio, la Loca Sue yacía dentro de la recién cavada sepultura del reverendo Littleton, a casi dos metros de profundidad en la arcilla roja, estirada y haciéndose la muerta, mientras escuchaba el canto que le llegaba de la iglesia.

    El canto le trajo a la memoria al reverendo Littleton y, al recordarlo, pensó como su hermano, tan menudo, había atacado al anciano y lo había derribado en el jardín.

    Este recuerdo la puso nerviosa y salió de la sepultura; utilizó las raíces de árbol cortadas para subir desde lo hondo de la fosa. Cuando estuvo en la superficie, vio a Rufus que le sonreía.

    —¿Qué quieres, muchacho? —le preguntó, y extendió los largos brazos a su hermanito, muerto hacía mucho, como todos sabían, pero que no yacía en una tumba, «como una persona normal», tal como le había dicho su tía Mary Lee.

    Por un instante recordó como había colgado a Rufus sobre el pozo del granero, cuando Rufus era aun niño. No había querido darle las monedas nuevas y brillantes que había encontrado en el camino. Le había gritado, la había maldecido, ella le había dicho que jurar de esa manera era pecado, y cuando él no quiso escucharla, ella, simplemente, dejó caer al pequeño, que salpicó al golpear contra el agua de aquel profundo y oscuro agujero.

    —¡Venga, tú! —le dijo, y le arrojó barro con el pie.

    De pie en el sol brillante del cementerio, podía ver a través de las ventanas abiertas de la iglesia blanca, ver la gente, al diácono MacCabe sobre la tarima, cantando.

    Betty Sue odiaba a MacCabe. La había obligado a follar con él cuando vivía en casa de su tío Billy, antes de que la tía Mary Lee viniera desde Carolina del Sur a hacerse cargo de ella.

    Recordó como MacCabe la había cogido detrás del granero de su tío, la había empujado al estercolero y allí la había follado, de pie, contra las paredes de madera. Ella le sacó la lengua a Charlie MacCabe mientras éste iba y venía por la elevada tarima.

    —¡Culo gordo! —dijo en voz alta, gritando a los árboles y luego, al comprobar que el sonido le agradaba, que le agradaba el modo en que las palabras se unían, volvió a cantar—: ¡Culogordoculogordoculoculogordo!

    Las palabras surgieron de su lengua como miel caliente y se sintió mejor. Abandonó el cementerio, saltó el muro de piedra, no tuvo problemas con la puerta de metal y, cuando bajó al otro lado, los pies golpearon fuertemente contra el suelo y un agudo dolor le recorrió la pierna.

    —¡Ay! —gritó tropezando.

    El dolor le arrancó lágrimas de los ojos y se sentó en el aparcamiento de grava; se frotó las piernas mientras se preguntaba por qué le dolían. Algunos días, cuando se levantaba de la cama por las mañanas, no podía abrir las manos ni apretar los dedos. Tenía que sentarse junto al fuego envuelta en una manta hasta que el calor le aliviaba el dolor.

    Chupándose la boca y castañeteando los dientes, la tía Mary Lee le había dicho:

    —Betty Sue, te estás haciendo vieja, niña. Pronto estarás mirando las margaritas desde abajo.

    Betty Sue contempló las margaritas del reverendo Littleton, sabía que podía pisarlas, no verlas desde abajo. Y sólo por burla, sólo para molestar a la tía Mary Lee hizo precisamente eso, hasta que olvidó por qué saltaba de esa manera en el jardín, y luego recordó a la gente que estaba en la iglesia y corrió hacia la salida posterior del edificio cerca de una cañería de agua, donde había descubierto un pequeño agujero en la pared por el cual podía espiar, observar a la gente, observar a Charlie MacCabe y a su propia tía Mary Lee, observar a toda la gente y a MacCabe pavoneándose sobre la tarima, haciendo ondear las manos, gritando, sudando como un cerdo.

    «Ese cara de mierda», pensó Betty Sue mientras escuchaba.

    —Yo traeré nuestro niño calvo a nuestro regazo. Yo lo entregaré a nuestro seno. Pero ¿estamos con Nuestro Señor? ¿Hemos lavado nuestra alma en el río de la salvación?

    Betty Sue apartó el ojo del agujero y levantó la cabeza. ¿Por qué quería Charlie MacCabe al niño calvo?

    —Yo no tengo pelo —dijo ella en voz alta a Rufus.
    —Va a llevarnos al reino de los cielos —le explicó Rufus, quien estaba descalzo en la mañana soleada y llevaba puesto un mono deshilachado en las rodillas, pero no usaba camisa, observó Betty Sue, y por eso tenía la piel bronceada.

    Betty Sue lo miró con su ojo bueno, el derecho, pensando que, después de todo, quizá Rufus no estuviera loco, como siempre decía la tía Mary Lee.

    —Parece E.T. —dijo a Rufus.

    Se habían alejado de la iglesia blanca y habían ido al atrio donde había una higuera de la que colgaba un columpio de cuerda.

    Betty Sue se sentó en el asiento de madera y tomó impulso, sin dejar de hablar a Rufus quien se había sentado sobre la mesa de cedro para picnic.

    Apoyó los pies en el suelo y voló, tratando, como siempre, de pasar sobre la iglesia y divisar el pueblo, más allá de los árboles del cementerio. Se sentía pájaro.

    Pensando en E.T., recordó como, un domingo después del oficio, la tía Mary Lee la había llevado a Blowing Rock a ver la película, aunque advirtiéndole antes que sólo se trataba de una película, que no había ningún E.T., que todo era ficción. Pero cuando lo vio, cuando vio a aquel niño espacial supo que era verdad, y ahora sabía que E.T. era el niño calvo y que había venido a salvarla del mal y a llevarlo al cielo.

    Betty Sue sonrió y dejó que la lengua le colgara a un lado de la boca, tal como a ella le gustaba, aunque sabía que eso la volvía «casi loca» a la tía Mary Lee, como ésta siempre decía. Pero la tía Mary Lee no estaba en el atrio cuando Betty Sue bajó rauda, con el viento que le golpeaba la cara, para volver luego a remontarse cada vez más alto. Un día, pensó, se soltaría cuando estuviera a la altura del punto más alto de la iglesia y desde allí volaría sobre el cementerio y aterrizaría en el pueblo.

    Sabía que podía volar, siempre que tomara suficiente altura, que llegaría hasta donde los pájaros subían y bajaban y planeaban para posarse en las ramas delgadas y mirarla desde arriba, riendo para sí «porque ella no podía».

    —Yo sé quién es el niño calvo —dijo a Rufus, mientras pasaba a baja altura.

    Rufus levantó la cabeza esperando que ella hablara, y cuando Betty Sue volvió a pasar cerca de la mesa de picnic, le contó que el niño calvo era realmente E.T., el muchachito del espacio, y que había venido para llevarla al cielo, y ella ya no viviría nunca más en Beaver Creek.

    Pensando en eso, y sabiendo que iba a dejar a la tía Mary Lee, comenzó a llorar. No quería dejar a la tía Mary Lee, explicó a Rufus, y dejó de columpiarse arrastrando las botas pesadas por la tierra desnuda hasta que el columpio, disminuyendo la velocidad y girando, terminó por detenerse. Betty Sue lloraba histéricamente mientras se aferraba con todas sus fuerzas al columpio para que el niño calvo no pudiera robarla.


    Al detenerse en la gasolinera de Stan, al final de Store Front Street, Connor Connaghan oyó hablar del rebaño de Royce Brother antes de llegar a la escuela de Artes y Oficios.

    Glen Batts hablaba con Johnny Druke casi a gritos mientras llenaban de gasolina sus respectivos depósitos. Glen había estado allí, decía. Había oído hablar de ello en la radio esa mañana y había ido a la granja de Royce Brother.

    —El sheriff de Marión vino en persona a hacer fotos —agregó Batts mientras sacaba la manguera de su camioneta y la volvía a poner en el surtidor.

    Luego, fue hacia donde estaba Druke y a medida que se acercaba al granjero, bajaba la voz.

    Connor se desplazó al otro lado de su camioneta para oír la conversación, atareado en limpiar las ventanillas delanteras de su vehículo.

    —¿Las ovejas estaban degolladas? —preguntó Druke.
    —No, eso es lo raro del asunto. Habían descuartizado a los animales, los habían cortado en piezas —explicó Batts sonriente, gozando con el relato.

    La radio crepitó y Batts asomó la cabeza dentro de la cabina para escuchar y luego llamó a Druke.

    —Es el viejo. Me dice que mueva el culo y vaya a casa de Logan —explicó moviendo ya su camioneta roja, mientras agregaba—: Te veré más tarde, Johnny. —Y luego, al ver a Connor, le gritó—: ¿Qué tal va eso, Connaghan? ¿Qué tal es la nueva gatita que tienes en tu casa?
    —No está mal, Batts. No hay quejas —respondió Connor sin mirar al hombre.
    —¿Se chupa los dedos aún?
    —Sí, aún se chupa los dedos.

    Connor siguió atareado en la limpieza de las ventanillas hasta que Glen Batts sacó su vehículo de la gasolinera. Luego agregó, en voz baja, para sí: «¡Imbécil!».

    Habían ido juntos a la vieja escuela secundaria de High Point. Entonces Batts era un imbécil, recordó Connor, y seguía siéndolo. En la montaña nunca cambia nada, pensó Connor, y no era la primera vez que lo pensaba.

    Arrojó en la papelera la toalla usada de papel y hundió la mano en el bolsillo de sus tejanos ajustados para sacar el dinero, sujeto con un clip. Camino a la gasolinera, pasó junto a Johnny Druke, detuvo al granjero y le preguntó:

    —¿Dónde va Batts?
    —Han descuartizado diez cabezas de ganado de Royce —respondió el hombre, de elevada estatura, a la vez que levantaba el capó de su John Deere delante del rostro y dejaba ver una frente pálida—. Enseguida tuvo que ir a sus campos un granjero con una escopeta —explicó, y luego, despidiéndose con un movimiento de cabeza—: Te haces cargo, Connor, ¿verdad?

    Connor pagó su gasolina y luego se demoró unos minutos en la gasolinera conversando con Jessie George sobre el verano precoz y los días calurosos que ya tenían en la montaña. Escuchaba su aparato de radio, tratando de captar alguna información sobre la matanza de ovejas. Pero la radio no emitió sonido alguno y Jessie se cansó de observar la luz de control.

    Miró el reloj de la gasolinera y vio que ya hubiera tenido que estar en la escuela, saludó a una mujer gorda y regresó al sitio donde había dejado aparcado su vehículo. Iba de prisa, y también preocupado, pensando en la sangre que el chico tenía en las manos y preguntándose si no habría ido al campo de Royce Brother y matado las ovejas.

    Era posible, claro que lo era, pensó mientras encendía el motor y se alejaba del surtidor. Era posible cruzar la colina de detrás de Ship’s Landing y acceder por la parte más baja a la propiedad de Brother. El mismo lo había hecho durante la temporada de la caza de ciervos. Calculaba que quedaba a menos de cuarenta minutos de marcha.

    —¡Mierda! —dijo en voz alta, dejando que su voz rugiera por encima del motor—. Ese condenado chico mató a esos malditos animales.

    Apretó las palmas contra el volante, asustado de pronto, no por la mujer sino por él mismo. Luego tanteó debajo de su asiento y palpó la forma poco voluminosa de su 38. Se sintió mejor al comprobar que allí estaba la pistola. Luego tocó el freno y salió de la autopista en dirección a Wilkins Road y cogió el camino que, hacia atrás, ascendía a la escuela de Artes y Oficios en Miller’s Ridge.


    Mientras subía con Adam las tres plantas de escalera hasta el estudio de arte, Gene Martin llevaba la mano apoyada sobre los hombros suaves y pequeños del chico y sentía su carne blanda. Para acallar el placer se mordió el labio inferior.

    Ya en la escalera, comenzó a pensar cómo podía conseguir que el chico se quedara con él. Hablaba rápido, excitado ante las distintas posibilidades, explicando al chico que podía trabajar cuando quisiera y durante todo el tiempo que quisiera, y que si necesitaba algo de El Barco Encallado, pues bien, con sólo decírselo tendría a su madre con él, que él mismo iría corriendo a buscarla. Animando a Adam con una sonrisa y como jugando le apretó los delgados hombros y lo abrazó brevemente en el momento en que llegaban al estudio donde ya estaba trabajando una media docena de estudiantes estivales de arte a la brillante luz de un sábado por la mañana.

    El director se las arregló para no mirar a nadie, aunque algunos trataron de captar su atención y llamarlo para formularle alguna pregunta técnica. Sabía que sólo lo requerían para que mirara su trabajo y les dijera algo alentador, como, por ejemplo, que el óleo que estaban pintando era la composición más bella que había visto desde Gauguin.

    El director llevó a Adam junto a su pintura, en la pared del fondo del estudio, y se detuvo ante la enorme obra, que ahora, a la luz brillante de la mañana, no parecía tan deprimente.

    Martin permaneció quieto durante un momento y evaluó el trabajo con ojo experimentado. Recordaba a Edward Hopper, sus sombríos y atrevidos contrastes, aunque ahora Martin descubría una cierta suavidad en la pintura, un elemento surrealista que sugería un mundo espiritual debajo de los túneles del Metro.

    Se preguntó si el chico sería religioso, si sería uno de aquellos fundamentalistas. Pero lo que más le maravillaba era la técnica, la maravillosa habilidad del muchacho con un pincel. No se trataba de un artista sin formación que acababa de coger un pincel. En algún momento de su todavía corta vida, el chico había recibido enseñanza, y dominaba el arte.

    Adam se alejó del director. Cogió los pinceles y la pintura y un instante después estaba en plena tarea.

    Martin lo observó, pensaba que no había allí otra cosa que piel y huesos. Sin embargo, el chico no era deforme. Al director le gustaba su pulcritud, incluso el hecho de que no tuviera pelo como si fuera un bebé.

    Esa mañana estaba vestido con una camiseta azul, tejanos cortados por encima de las rodillas y un par de zapatillas de deporte nuevas. No llevaba calcetines y las zapatillas parecían grandes para sus pies.

    Martin se sentó en un taburete para observar al muchacho, para observar la manera en que su cuerpo joven se movía, e inmediatamente se acercó una estudiante. Estaba preocupada por la perspectiva de su obra, le dijo, y Martin, molesto por la interrupción, retuvo el trabajo, se alejó de Adam, se dirigió al centro del estudio y contempló el pequeño bodegón de la mujer, flores y frutos dispuestos en un bol de cerámica.

    Le explicó qué debía hacer, cómo tratar el fondo, y concentrándose en su problema le mostró con rápidas pinceladas cómo crear la ilusión, y sólo volvió a levantar la vista porque unos cuantos estudiantes cuchicheaban, alborotados. Martin miró al fondo del amplio estudio y vio que Adam estaba borrando su gigantesca pintura. Con un gran rodillo había pasado pintura blanca por encima del mundo oscuro y húmedo del Metro de Nueva York.

    —¡No! ¡No! —gritó Martin, abalanzándose para coger el brazo de Adam—. ¿Qué haces?

    Adam giró sobre sus talones y golpeó al director en la cara con el gran rodillo empapado en pintura. La pintura salpicó fuera y alcanzó a una media docena de estudiantes, que chillaron y gritaron, saltando hacia atrás para eludir la ducha de esmalte blanco.

    Martin quedó cegado por la salpicadura que le cruzaba la cara como la franja central de un camino de montaña. Tropezó, maldijo al muchacho y trató de escapar, pero Adam lo persiguió. Hundió el largo rodillo en la batea y corrió detrás de él con gesto sombrío, le dio alcance y volvió a golpearlo. Esta vez le pintó toda la espalda, haciendo desaparecer de la camiseta la foto de la escuela. El director corrió hacia la puerta, corrió para escapar.

    Los demás estudiantes estaban con él, tiraron sus caballetes mientras huían del estudio y bajaron ruidosamente las tres plantas de escalera.

    Adam no los persiguió. Se detuvo en lo alto de la escalera, escuchó un momento el chillido de las mujeres y luego volvió a entrar en el aula y cerró la puerta con llave.

    Solo, parecía el espectro de un muchacho. La pintura le había salpicado el rostro y había dejado manchas blancas sobre las mejillas y la frente. Se pasó el brazo por la cara, para desparramar el esmalte húmedo, y luego dedicó su atención a otro paño desnudo de pared.

    El gris vidrioso de sus ojos había desaparecido. Tenía aspecto de estar dolorido. El dolor le venía de las profundidades de sí mismo, de una oscura y profunda memoria. Se apretó la frente con las manos, como para sujetar el dolor. El maxilar tenso y rígido convertía la boca en una cuerda tirante.

    Fue tropezando hasta la pared y cogió otro pincel, lo metió en un cubo de pintura anaranjada y con rápidas y frenéticas pinceladas extendió la pintura sobre el yeso limpio que había entre las altas ventanas de la pared norte del estudio.

    Tan pronto como terminó con el anaranjado, cogió otro pincel y lo hundió en un cubo de azul zafiro, volvió a la pared y trabajó de prisa, aparentemente sin noción alguna de simetría ni preocupación por lo que estaba pintando.

    Únicamente se apartó del trabajo para coger un nuevo pincel y otra lata de pintura brillante para arrojar contra la pared y en un rapto siguió añadiendo nuevos colores a su enorme obra hasta llenar con su visión de pesadilla la larga pared blanca.


    Gene Martin subió a toda correr la escalera con las llaves del estudio. Se había quitado la pintura de la cara, pero sudaba por el esfuerzo. La camiseta estaba empapada de pintura y de transpiración. Mientras probaba las llaves, no dejaba de maldecir a Adam ni de decir a Melissa que el «condenado muchacho quedaría fuera de la escuela».

    Connor arrebató el manojo de llaves de las manos de Martin y abrió de par en par la puerta de dos hojas, de modo que todos pudieron ver de inmediato la creación de Adam sobre la pared norte del estudio.

    La inmensa obra les impuso silencio.

    Incluso antes de comprender el significado de esa pintura de pesadilla, Melissa quedó asombrada de que Adam hubiera podido pintarla con tal rapidez. Pensó en sus modestos intentos de modelar una vasija y volvió a percatarse, tal como lo había hecho al ver las pinturas de los túneles, de que el chico era un genio.

    —¿Qué es eso? —preguntó Carol Scott mientras lo seguía por el estudio, pero sin dejar de mirar al muchacho.

    Connor pensó no decir nada, o decir que no lo sabía, pero entonces otra estudiante, una con la que se había acostado esa semana, anunció a todo el mundo:

    —¡Es la casa de Connor! ¡Es El Barco Encallado!

    Claro que era la casa de Connor, agregaron otros. Habían asistido a fiestas en Ship’s Landing y comenzaron a reconocer la descripción abstracta de la casa-goleta, así como el prado y el arroyo. También vieron que el niño calvo había pintado una media docena de figuras humanas realistas en el fondo del prado, todas ellas masacradas de una u otra manera. Algunas degolladas, otras decapitadas, muchas más con las extremidades cortadas a hacha y esparcidas por el prado. A un muchacho rubio y muy joven le faltaba el corazón.

    Le habían arrancado el corazón del tórax, dejando una sanguinolenta confusión de tejidos y huesos, todo lo cual Adam había plasmado con precisión clínica. Incluso había pintado de verde violáceo el arroyo de montaña, ensangrentado con la sangre de los asesinatos masivos.

    —¡Dios santo! —susurró una mujer mayor.

    Se llevó una mano a la cara y se apartó bruscamente de la pared pintada, dejando atrás a una multitud de estudiantes que pugnaban por entrar en el estudio.

    Adam tomó distancia. Todo el mundo le abrió paso. De su mano derecha colgaba un gran pincel empapado en pintura roja. Miraba fijamente la pintura, la estudiaba, como si estuviera decidiendo si agregar o no un toque final.

    Melissa se le aproximó y le dijo suavemente:

    —Adam, creo que deberíamos volver a casa.

    Melissa observó al chico, sin atreverse a mirar la pintura.

    Adam no le respondió, pero dejó el pincel. Melissa deseaba tocarlo, tratar de, con un simple gesto físico, envolver entre sus brazos al pobre muchacho atormentado, pero se dio cuenta de que le tenía miedo. Adam la miró a los ojos y sonrió. Su rostro estaba calmo. Los ojos gris plata, tranquilos. Otra vez estaba en paz consigo mismo.


    11


    Poco después de las once, Melissa telefoneó a Greg desde la casa-goleta. Le telefoneó desde la cocina, usando el larguísimo cable de extensión que le permitía desplazarse por la casa y vigilar a Adam, quien jugaba en el patio. No quería que la sorprendiera hablando por teléfono ni que la oyera hablar con Greg, como en la agencia. Además, no estaba segura de lo que haría Adam y quería tenerlo a la vista. Cada vez advertía con mayor claridad que en realidad no sabía nada del chico, y esa idea, que en otra época sólo la deprimía, en ese momento le daba miedo.

    Le había prometido a Greg mantenerse en contacto, aunque no tenía deseos de hacerlo, con la esperanza de que la distancia le permitiera olvidarlo. Pero en ese momento, por desgracia, necesitaba su ayuda.

    Le contó acerca de las pinturas en las paredes de la escuela de Artes y Oficios, y acerca del regreso de Adam, muy tarde por la noche y con las manos ensangrentadas. También le contó acerca de la creencia popular del lugar, según la cual un niño calvo significaba el fin del mundo.

    —¡Dios mío! Mel, tienes que marcharte de ese sitio. Saca al chico de allí —dijo Greg apenas hizo ella una pausa.

    La voz de Greg expresaba tanto temor por Melissa que ésta se echó a llorar en el teléfono. Había llamado para tranquilizarse, para que Greg le dijera que las cosas no eran en realidad tan malas. Se deslizó hasta un rincón asida al pequeño receptor y sollozaba mientras Greg, a ochocientos kilómetros de distancia, trataba de calmarla, de sacarla del borde de la histeria.

    —Estoy completamente sola —dijo con voz apenas audible, temblorosa de temor— y no sé qué hacer.
    —Yo sí —le dijo Greg—. Deja esas condenadas montañas. ¡Ven aquí, Melissa! ¡Escúchame! No sé qué es lo que sucede, pero el chico podría hacerte daño. Quiero decir, ¿qué crees que trataba de decirte con esas pinturas?

    En el estrecho rincón de la casa-goleta, Melissa sacudía la cabeza, sin querer creer nada de aquello.

    —No puedo marcharme —susurró en el receptor.

    Y ésa era la verdad. Había realquilado su piso en Brooklyn y había dejado su trabajo en la agencia. No tenía dónde volver, no tenía un hogar al que acudir, allí donde amantes padres cuidaran de ella. Estaba completamente sola en el mundo y otra vez comenzó a sollozar. Pero esta vez Greg la dejó llorar antes de decirle:

    —Mira, tengo unos días de vacaciones. Hablaré con Helen y vendré allí por unos días y te ayudaré a enderezar las cosas, ¿de acuerdo?

    Melissa sacudió la cabeza, siempre sollozando. Cogió del bolsillo un pañuelo de papel y se sonó, luego inspiró varias veces profundamente para reanimarse. Por último, dijo:

    —No, Greg, no puedo permitir que en tu familia se cree un problema por mi causa. Yo me metí sola en esto, y haré que funcione.
    —Helen lo entendería —dijo él—. No te hagas la mártir.
    —No me hago la mártir, Greg.

    De pronto se sintió furiosa, pero rápidamente se serenó. Al recordar todo lo que él había hecho por ella y todo lo que ella cuidaba de él, dijo rápidamente:

    —Lo siento, pero tienes un bebé recién nacido. Yo estoy bien, de verdad. Puedo ocuparme yo misma de este asunto. Además, hay aquí un tío, el hombre al que alquilé la casa, y, bueno, ha sido realmente amable —trató de que su tono inspirara confianza, tanto por él como por ella misma—. Pero puedes hacerme un gran favor.
    —Lo que quieras.
    —Llamar a aquellos policías. Los que llevaron a Adam a la oficina. Pregúntales si supieron algo más de él. Tal vez, ya sabes, alguno de los sin techo de los túneles lo conociera, supiera de dónde provenía y cuándo se echó a los túneles. Por unas clases que seguí en la Universidad de Nueva York sé que entre los sin techo se desarrollan redes de apoyo.
    —Puedo hacer algo más que eso —respondió Greg—. Tengo su ficha, la que nosotros elaboramos. Sus huellas dactilares. Pediré al FBI una investigación en el ordenador para ver si encuentran algo.
    —Ya lo hicimos.
    —Sólo con niños desaparecidos. Tal vez Adam nunca fue registrado como desaparecido, ¿comprendes lo que quiero decir?
    —Sí, por supuesto. Podría venir de una institución.
    —De una institución juvenil.
    —Sí, de una institución —susurró Melissa, advirtiendo que probablemente fuera así.

    Adam se habría escapado y habría encontrado el modo de llegar a Nueva York. Melissa oyó los pasos de Adam en el sendero de grava y se dio cuenta de que el chico rodeaba la proa de la casa-goleta y entraba.

    —Greg, tengo que cortar. Ahí viene y no quiero que me vea en el teléfono. Llámame apenas sepas algo del FBI.
    —Te llamaré mañana para comprobar si estás bien. Y llámame a casa si tienes necesidad de hablar.
    —Gracias, Greg. ¡Eres una maravilla! Mis recuerdos a todos.

    Melissa colgó precisamente cuando se abría la puerta y Adam entraba en la casa. Ella le sonrió desde la cocina e inmediatamente le preguntó si tenía hambre y le ofreció hacerle un sandwich de mantequilla de cacahuete o alguna otra cosa; no dejó de hablar ni un instante, pues temía que entre ellos se instalara el silencio.

    Adam llevaba barro en las zapatillas. Melissa quiso explicarle que no entrara sucio a la casa, pero tuvo miedo de su reacción ante el intento de disciplinarlo.

    Lo miró para comprobar si captaba sus sugerencias, si asentía con la cabeza. Observó que iba hacia ella a través del salón con ambos brazos ocultos a la espalda. Escondía algo, y sonreía.

    «¡Oh, Dios mío!», pensó Melissa buscando un apoyo, que encontró en el fregadero. Tiró los brazos hacia atrás para agarrarse y sus dedos tropezaron con el mango de madera del cuchillo de la cocina.

    —Adam, ¿qué es? —preguntó, controlando la voz y sin apartar del chico la mirada.

    Adam caminó sobre las baldosas de la cocina. A través de las vidrieras, la luz del sol proyectaba cuadrados azules y rojos en la cabeza del chico y sobre la ropa. Llevaba puestos sus tejanos lavados a la piedra y la camiseta estampada con una imagen de Madonna. Era otra de las prendas de segunda mano de Melissa.

    —¿Qué escondes, Adam?

    Melissa habló con rapidez y forzó una sonrisa, tratando de dar la sensación de que la conducta de Adam la divertía. Pero el corazón le batía fuertemente en el pecho. «Este chico me va a matar», pensó. Se preguntó si tendría la fuerza suficiente como para defenderse. ¿Era más fuerte que un chico de trece años?

    Pensó en ella cuando tenía esa edad y la atacó su padrastro, y en cómo había tratado de quitárselo de encima. Todo el miedo que había reprimido le inundó el cuerpo y la dejó paralizada.

    —¡No! —dijo en voz muy baja.

    Todavía sonriente, Adam extendió de golpe el brazo y enarboló un brillante ramo de flores silvestres. Las había cogido del bosque de detrás de la casa y tenían raíces y suciedad pegadas a los tallos.

    —¡Oh, no! ¡Oh, Dios mío! —se dijo mientras caía contra el mármol de la cocina, aliviada hasta la debilidad—. ¡Oh, Adam! ¡Eres maravilloso! ¡Simplemente maravilloso! —exclamó, y por primera vez, se inclinó y lo besó en la coronilla.

    Él respondió de inmediato. La envolvió fuertemente con sus brazos. Por un momento, ambos se balancearon juntos a la coloreada luz del sol que se filtraba a través de las ventanas de vidrieras, en el lado occidental de la extraña casa.


    Ella recordó otra mañana, otro día, mucho tiempo atrás, en que el sol se filtraba a través de la ventana brillante. Recordó que había cruzado el pequeño dormitorio para ver a su hermana, para cuidar de la pequeña. Tenía trece años, la edad de Adam. Recordó la furia en su cuerpecito al comprobar que la habían privado de su muñeca de trapo. La luz del sol la cegó, la incontrolable rabia la cegó. Todo su cuerpo volvió a temblar, recordando, y se aferró al silencioso niño calvo que tenía entre los brazos.


    Los dos corredores de seguros de Winston Salem que habían compartido habitación en Duke pusieron su canoa de aluminio de cinco metros en el río Toe, aguas arriba de Bandana, y se dirigieron al sudeste, a través de Yancey County mientras bebían cervezas Coors y tomaban el sol en aquella mañana de comienzos de junio.

    Era su rito anual, como ellos lo describían. Se sentían felices de estar solos en la montaña, nada más que ellos dos, descendiendo los treinta y dos kilómetros de rápidos hasta Buck’s Landing, adonde sus novias, Sally Pierce y Patti Cally, iban a esperarlos con la comida para una cena al aire libre en la margen de la rápida corriente.

    Las chicas habían querido ir, habían querido compartir la experiencia para poner a prueba su valor, y también para mostrarse a sí mismas que eran realmente especiales para esos tíos, famosos por las mujeres con las que habían salido en Duke y en aquellos tres años posteriores a su graduación.

    Las dos mujeres ocultaban que no se querían, que ninguna aprobaba el modo de vida de la otra; los dos hombres, por su parte, ocultaban que eran amantes, que las mujeres sólo les interesaban para camuflar su secreta relación.

    A Sally Pierce la frustraba el que su hombre, Chase Hanes, no demostrara un gran interés sexual en ella; hacían el amor, sí, pero él no se excitaba mucho, y no dejaba de sugerir que los cuatro debían, «sabéis, ir juntos a la cama».

    Eso le daba celos a Sally, pues pensaba que Chase en realidad deseaba a Patti Cally, y no a ella, lo cual la ponía furiosa, pero se lo guardó todo para sí, meditó sobre ello y no dijo nada hasta que ambas, ella y Patti, se dirigieron al sudoeste por la carretera 80.

    Patti había hecho irreflexivamente un comentario que venía a equivaler a una ligera admisión de que su relación sexual con Billy Joe Ridgeway no era demasiado buena, y Sally había dicho rápidamente, antes de perder el dominio de sí misma, que Chase había sugerido que tal vez debían dormir todos juntos esa noche en la tienda, porque, había dicho, sólo conseguiría una, y si no dormían todos juntos, dos de ellos tendrían que dormir fuera.

    Sally Pierce había mirado de reojo a Patti Cally mientras conducía la gran combi de Chase por las cerradas curvas de la carretera 80. Las mujeres captaron mutuamente sus miradas y adivinaron, una y otra, la verdad. La que estalló fue Sally:

    —¡Oh, mierda, Patti! ¡Son gays!

    Patti comenzó a llorar, y chillaba diciendo que iba a coger el sida por acostarse con Billy Joe Ridgeway, y golpeaba sus puños menudos contra el tablero de piel de la combi Chevy.

    Sally se desvió de la carretera y entró en una pequeña zona de aparcamiento donde había una mesa de picnic, y cada una de las dos mujeres lloró en brazos de la otra, mientras ambas se decían una y otra vez que no era culpa de ellas, que nadie lo sabía, que nadie lo sabía en Chapel Hill.

    Por último, cuando dejaron de llorar, abrieron la nevera, sacaron dos latas de Coors, se sentaron en el asiento delantero de la Chevy y, en un primer momento, conversaron realmente.

    Patti le contó a Sally que cuando hacían el amor, a Billy Joe le gustaba que ella se pusiera sus botas de cowboy, nada más, y también que lo golpeara un poquito en el trasero con su cinturón del Oeste, y le contó que al principio ella casi no podía hacerlo, pero que en realidad era divertido, pues Billy Joe se excitaba tanto y luego era tan bueno con ella, aunque si lo pensaba bien, nunca había tenido un orgasmo con él, pero siempre se había atribuido a sí misma la responsabilidad de eso, siempre había creído que, en cierto modo, era culpa suya.

    Comenzó a llorar, histérica por el miedo a contraer el sida, y otra vez Sally Pierce tuvo que calmarla y hacerla razonar.

    Sally preguntó qué iban a hacer, y luego dijo que, a su juicio, debían imponerles un buen castigo por ser unos maricas disfrazados de viejos camaradas.

    Patti afirmaba con la cabeza al tiempo que se secaba las lágrimas y temblaba de miedo.

    Cómo, quiso saber.

    Sally no lo sabía, en absoluto. Arrancó de nuevo el coche y volvió al camino de montaña, dirigiéndose al sur, hacia el lugar de encuentro, en el embarcadero.

    No le había dicho a Patti lo que Chase le hacía cuando hacían el amor, ni se lo diría. Sally no confiaba en Patti Cally, y no quería que ésta distribuyera por todo Greensboro habladurías sobre ella y Chase Hanes y qué era lo que Sally Pierce tenía que hacer con el hombre para lograr que el hombre se corriera. Ella, por su parte, no podía creer que Patti Cally se hubiera puesto botas y hubiera azotado el culito de Billy Joe Ridgeway con el cinturón de cowboy cuando hacían el amor.

    Cuando Sally llegó a la intersección de la carretera 80 y la 19E, supo qué tenían que hacer, cómo castigarían a los dos hombres, y le contó la idea a Patti. Ambas comenzaron a reír, nerviosas, y a chillar otra vez, excitadas por el plan y previendo qué dirían los hombres cuando salieran del agua y descubrieran lo que les esperaba dentro de la tienda.

    Fueron directamente a Beaver Creek y encontraron los almacenes Bauer’s. Sally entró a toda prisa y preguntó a un empleado de rostro granujiento si tenían allí alguna de aquellas muñecas inflables «anatómicamente correctas».

    El empleado sacudió la cabeza, desconcertado, y explicó que no sabía qué significaba «anatómicamente», pero que tenían muñecas de fiesta de tamaño natural y que estaban muy bien, si eso era lo que ella quería decir. Sally respondió que sí, que era eso, y cuando el hombre sacó la caja de plástico, vio con satisfacción que desde luego eran anatómicamente correctas. Compró dos con forma de varón y un pequeño inflador de bicicleta, luego salió a la soleada tarde y levantó el paquete con sonrisa triunfal.

    Dejaron los paquetes en el coche y cruzaron la calle para ir a comer algo a Bonnie & Clyde’s. Se estaba fresco en el restaurante con aire acondicionado, y las hamburguesas, dijo Patti, eran las mejores que jamás había comido. También estaba encantada, le dijo a Sally, pues enfadarse y gritar siempre le daba hambre. Terminaron de comer, pidieron el café y fumaron sendos cigarrillos, sentadas junto a la ventana y mirando, hacia la calle.

    Fue Patti la que vio al niño calvo e invitó a Sally a que mirara, mientras susurraba a través del compartimiento que su aspecto no era extraño. Sally estuvo de acuerdo, eso era de esperar en la montaña. Al menos, pensó, su madre es bastante guapa, y más lo sería si hiciera algo con su pelo.

    Cuando entraron en el restaurante, Sally observó cuán solícitos eran todos, en especial la camarera flaca de peinado esponjado, y pensó para sí que el niño calvo y su madre debían de ser personas importantes en el pueblo.

    Al marcharse, oyó hablar a la joven mujer, quien preguntaba al niño —siempre silencioso— qué quería, y llevaba esta conversación como si el niño no pudiera hablar, o algo así. Por la voz de la mujer, Sally podía colegir que no era del lugar, ni siquiera del sur, y se preguntó qué hacían en la montaña la madre y el chico.

    Una vez fuera, en el calor del mediodía, Patti comenzó a quejarse del tiempo, y de su difícil situación, y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas, mientras se refería al morbo implícito en sus relaciones sexuales con Billy Joe para terminar descubriendo que éste era homosexual y todo lo demás. Sally la dejó llorar mientras conducía a través de la ciudad, bajaba la ladera y se acercaba en círculos al río, a la altura de Buck’s Landing. Le llevó menos de diez minutos llegar al lugar donde acamparían, y todavía no eran las dos.

    Aparcaron a la sombra y observaron la rápida corriente de agua. El río estaba crecido, marrón y lleno de troncos y desechos que flotaban, incluso palomillas. Chase había dicho que, gracias a las tormentas de la noche anterior, sería un buen día para recorrer los rápidos en canoa. Sally se sentó a observar el agua, pensaba en Chase, en cómo le decía adiós con la mano, sonriente, cuando se iban los dos solos, balanceándose en la rápida corriente aguas arriba de Bandana.

    Comenzó a llorar en silencio, siempre sentada detrás del volante de la combi de Chase. Se sentía una mierda. Se sentía insignificante y humillada, y le preocupaba, no como a Patti, haber cogido el sida por acostarse con un gay, sino haber invertido más de nueve meses de su vida en Chase Hanes para que todo terminara en un completo fracaso. ¡Por Dios que le haría pagar por ello!

    Se turnaron para inflar los muñecos, riendo de su propia picardía. Estaban medio borrachas por haber bebido a pleno sol, y agotadas por el largo viaje. Cuando terminaron, admiradas de que alguien fabricara muñecos inflables con erecciones gigantescas, los pusieron en la tienda caliente, dentro de sacos de dormir, y como si estuvieran abrazándose, «follando como los perros», como dijo Patti.

    Luego bautizaron a los muñecos, inscribieron en la frente de cada uno los nombres de Chase y Billy Joe y discutieron cuál de los dos sería el «macho» y cuál la «hembra». Cuando finalmente lo decidieron, les cambió el humor. Patti volvió a enfadarse y a deprimirse, y decía que si tenía el sida mataría personalmente a Billy Joe Ridgeway, pero antes le cortaría la «pichita».

    Oyeron ruidos fuera de la tienda, como si alguien se acercara. Sally pidió a Patti que se callara, pues no podía oír bien. No podían ser los muchachos, habrían gritado desde el río, habrían venido corriendo del embarcadero con latas de cerveza frías.

    No había por qué preocuparse, pensó, la zona de aparcamiento estaba a la vista, y a escasos metros de distancia había mesas de picnic de madera de fresno. Toda la tarde se había detenido allí gente para comer al borde del río. Sin embargo, no querían que nadie las viera, a ellas, dos mujeres, dentro de la tienda caliente con muñecos inflables de tamaño natural. Hizo un gesto a Patti para que saliera y en ese momento se abrió la puerta de la gran tienda. Por un momento ambas quedaron encandiladas por el sol.

    Primero Sally pensó: ¿qué diablos hace esta persona aquí? Había comenzado a saludar amistosamente cuando vio el cuchillo de cocina, el reflejo del sol en la hoja de acero brillante y con qué velocidad se alzaba el arma.

    Gritó, protegiéndose detrás de sus manos menudas, y pensó en la película Psicosis y en el sangriento ataque a la pobre Janet Leigh en la ducha.


    Billy Joe y Chase se habían quitado las camisas y estaban descalzos en las canoas plateadas. Además, llegaban con una hora de retraso a Buck’s Landing, pues se habían alejado varios kilómetros de la costa. Habían ido a la espesura del bosque a comer y a hacer el amor en un claro musgoso de suelo plano. Luego habían nadado desnudos en el río. En aquel lejano paraje del Toe no había nadie más.

    Chase guió la canoa alrededor de la plancha de hormigón y la dirigió a tierra, hundiendo el remo por detrás. La ligera embarcación metálica pasó a través de las largas espadañas y malezas de los márgenes para ir a chocar contra la musgosa orilla justo frente al lugar de acampada, donde las mujeres habían instalado la tienda.

    —¡Hola, Pat! —gritó Billy Joe desde la canoa.

    Saltó de la embarcación, chapoteó hasta la tierra seca y tiró del extremo delantero de la ligera canoa hasta la orilla, mientras Chase saltaba a su vez.

    —¿Dónde están esas putas? —preguntó Chase bajando la voz. Inspeccionó la zona de aparcamiento y la media docena de mesas de picnic, bajo un bosquecillo—. Se han ido a dar un paseo, ¿no te parece, Billy?
    —¡No, qué mierda! Patti Cally no ha caminado una milla en toda su vida, salvo, quizá, alrededor de Greensboro Mall. —Y luego, mirando a su alrededor, gritó en dirección a la silenciosa tienda verde—: ¿Tenéis un par de bebidas frías?

    Los dos hombres se detuvieron mirando fijamente la tienda, un poco más elevada sobre la orilla: la puerta estaba abierta y la brisa la batía. Del interior no surgía sonido alguno. Por la autopista pasó un coche, luego un camión, pero los sonidos llegaron débilmente hasta allí en aquel día cálido. Chase era consciente del silencio. Pensó que algo extraño había en todo aquello: la tienda y todos los enseres de camping instalados y el coche aparcado bajo los siempreverdes.

    —Putas —dijo Billy Joe en voz alta, mientras trepaba por el talud.

    Estaba disgustado con las mujeres y no dejaba de hablar mientras se acercaba, quejándose de que se pusieran a jugar con él y con Chase, que venían cansados como perros tras un largo día en el río.

    No se detuvo ante la puerta de la tienda. Se agachó y se deslizó a través de la oscura abertura.

    Chase miró hacia abajo para arrojar dentro de la canoa la corta cuerda de remolque y vio una huella en la orilla musgosa. Era la huella de un muchacho pequeño o de una mujer, no estaba seguro. Era reciente, y muy extraña, pues se trataba de una única y perfecta impresión en la húmeda arcilla roja. Se preguntó de quién sería. ¿De las chicas? ¿Se habrían ido a nadar? ¿O había habido otros campistas por la mañana? Quizá un muchacho que había estado pescando barbos en la orilla cubierta de cañas. Luego, Billy Joe lanzó un grito.

    Chase giró sobre sí mismo y lo vio salir trastabillando por la misma abertura oscura por donde había entrado; tropezó en la estaca de la tienda.

    —¡Por Dios, Billy Joe! ¿Qué coño pasa? —aulló Chase, adivinando que algo terrible había sucedido y que algo espantoso les había ocurrido a las chicas.

    Cogió a Billy Joe por los hombros y retuvo a su amante, que trataba de escapar.

    —¡Maldita sea, Billy Joe! ¿Qué hay?

    A pesar de que su piel estaba roja y ampollada después de ese día al sol, Billy Joe estaba pálido como leche batida. En los ojos tenía una expresión de espanto.

    —¡Son ellas, Chase! ¡Son ellas! —dijo antes de volver la cabeza hacia un lado y vomitar en el césped verde de la zona de picnic.

    Chase corrió hacia la tienda semiabierta. Oyó como, detrás de él, Billy Joe le advertía que no entrara y decía que tenían que llamar a la policía. Se volvió y vio a Billy Joe de rodillas, temblando a la luz del último rayo de sol del atardecer.

    Chase se acercó para mirar dentro de la tienda y olió a las mujeres.

    Al comienzo era un olor dulce. El dulce olor a fruta madura en una habitación cerrada. Le recordada al trópico, a la papaya y a la piña, y luego pensó en un viaje que había hecho con Billy Joe a un club Mediterráneo de América del Sur, en las mañanas cálidas, en sus mutuos abrazos, en los penetrantes olores a fruta silvestre.

    Luego, aquel olor dulce le recordó el coño de Sally, y los coños de todas las mujeres con las que se había acostado, por una u otra razón, pero casi siempre para demostrar a los otros tíos que, después de todo, no era marica.

    Y luego olió los cuerpos muertos de las dos mujeres. El olor se le enroscó en la nariz y lo sofocó como si se tratara de gas. Chase retrocedió y se desplazó hacia un lado para evitar el fétido olor que le perseguía. No había pensado que la muerte oliera así, pero entonces se dio cuenta de que la tienda cerrada había calcinado los cadáveres. Era como si las dos mujeres fueran dos hogazas que se hubieran dejado en el antepecho de la ventana para que leudaran.

    Necesitaba verlas. Necesitaba saber qué había pasado. Se acercó, se apretó la nariz con el pulgar y el índice y, agachándose, tanteó el borde de la puerta. La abrió bien y luego tiró hacia atrás la tela gruesa para dejar a la vista el interior oscuro y caliente.

    Al comienzo, los muñecos lo distrajeron. ¿De dónde salían? Después distinguió las espaldas de Sally y Patti y las vio, desnudas, tendidas sobre los sacos de dormir, y vio como el asesino había dispuesto los muñecos de tamaño natural de tal manera que parecían estar realizando sendos cunnilingus a las chicas acuchilladas.


    Mientras bajaba el sinuoso camino hacia Beaver Creek, pasadas ya las siete, con una pesada provisión de cerámica, Connor Connaghan vio el convoy de coches de la patrulla de caminos en Buck’s Landing y aminoró la velocidad mientras cogía la cerrada curva de Miller’s Ridge. Habían retirado hasta el borde de la autovía otra media docena de camionetas y coches y estaban aparcados al azar sobre la hierba crecida y la maleza seca junto a la carretera 80.

    Mientras disminuía la velocidad miró hacia delante en busca del accidente, algún camión o coche volcado, pero la carretera estaba expedita y no había ningún policía dirigiendo el tráfico. Luego vio a los policías cerca de Buck’s Landing y la ambulancia del hospital del condado con la parte posterior contra una tienda del ejército.

    Frenó y se salió del camino para subir la escarpada cuesta de Miller’s Ridge. Apagó el motor y saltó de la cabina. Cruzó la autovía y bajó el talud hasta el rincón de hierba donde se apiñaban unos doce hombres.

    A muchos los conocía de nombre o de vista, y saludó con la cabeza. Luego ajustó el capó de su John Deere y saludó al grupo de policías y hombres del sheriff del condado.

    —¿Qué ha ocurrido? ¿Algún ahogado? —preguntó a todos en general, pero miró a Glen Batts.
    —Unas yuppies destrozadas —dijo Batts, sonriendo con aire burlón—. Dicen que dos mujeres de Piedmont. El sheriff de Marión no puede dejar el culo quieto; primero las ovejas de Royce, ahora esto —explicó, y señaló hacia la tienda mientras, con el mismo movimiento, sacaba un paquete de cigarrillos de la manga ajustada de su camiseta blanca y cogía uno, todo eso con una sola mano, como si fuera un prestidigitador realizando un truco.

    De pie entre los demás, Batts parecía pequeño; un bonsai de hombre, con pelo largo y suelto a lo hippie y una gorra con inscripciones que parecía un anuncio de los grandes almacenes Bauer’s. Connor se acercó más a él y a los otros granjeros sin pronunciar una palabra más. Vio a Bobby Lee Clemente, que conducía la ambulancia del condado y que una vez le había alquilado una casa, cuando Bobby se separó de su segunda mujer.

    El conductor de la ambulancia reconoció a Connor y saludó sin decir nada. También él sostenía un cigarrillo en el hueco de sus dedos teñidos de amarillo.

    —¿Qué coño ha pasado, Bobby Lee? —preguntó Connor mientras apoyaba la bota sobre la mesa de picnic y se inclinaba hacia adelante rodeándose la rodilla con un brazo.
    —Homicidio doble. Dos chicas. Esos son sus amigos.

    El conductor, algo gordo, se alisó con una mano el pelo grasiento y señaló con la cabeza al aparcamiento, al sitio donde los dos hombres estaban sentados, uno junto al otro, conversando con un detective del condado que parecía conocido. El detective llevaba ropa de paisano y corbata verde, demasiado ancha y demasiado larga. Tiraba de la ajustada chaqueta del traje mientras, sentado, interrogaba a los hombres en las densas sombras de la noche ya inminente.

    Connor estudió al detective y a los dos hombres, mientras Bobby Lee explicaba como los amigos habían ido a la casa de George y habían llamado al despacho del sheriff. También le contó a Connor lo que había visto en el interior de la tienda. Le contó como las mujeres habían sido mutiladas con piñas.

    —Los cuerpos todavía están allí —dijo Bobby Lee, mirando su reloj—. Yo libro dentro de una hora. Es imposible volver a Marión, al menos mientras esté aquí el FBI.
    —¿El FBI?

    Connor lanzó una mirada a Bobby Lee, nervioso por la información que acababa de recibir. Los policías locales no le preocupaban, pero siempre que los federales aparecían en la montaña había que alarmarse. Siempre había peligro de lo que pudieran llevarse.

    —¡Joder! Yo tampoco sé por qué —respondió Bobby sacudiendo la cabeza—. Algo muy raro; eso, seguro.

    Entonces habló de los muñecos de tamaño natural y de como éstos estaban en actitud «de chupar los coños de las mujeres». Pero lo peor, agregó con creciente excitación a medida que describía lo que había sucedido dentro de la tienda, era cómo habían despedazado a las mujeres, cómo les habían arrancado el corazón.

    —¡Eh, más despacio! —protestó Connor, cambiando de posición—. Ya he visto esta película.
    —¡Ésta no!

    De la tienda salieron dos hombres con máscaras de cirugía puestas. Eso impresionó a Connor. Vio como se quitaban las máscaras blancas, las metían en el bolsillo de la chaqueta y permanecían uno junto al otro, conversando en voz baja. Uno de los policías uniformados llamó a Bobby Lee y con la mano le indicó que fuera a la tienda.

    —¡Al fin! —protestó Bobby Lee mientras tiraba el cigarrillo—. ¡Mira, oye! —le dijo a Connor mientras se alejó.

    También Connor se movió, pero se mantuvo a cierta distancia de la tienda verde. Se colocó de tal manera que pudiera ver por la puerta abierta de la tienda y se encontró al otro lado de la mesa de picnic donde los dos hombres aún seguían conversando con el detective del sheriff.

    No podía oír lo que decían, pero los observó. Estaban sentados frente al detective, uno junto al otro, y mientras Connor los miraba, vio que se cogían las manos por debajo de la mesa. Se preguntó quiénes eran, y qué significado podía tener que dos mujeres, de campamento con dos homosexuales, hubieran sido asesinadas en una tarde luminosa y soleada, despedazadas en Buck’s Landing.

    Se levantó la gorra y se secó el sudor de la frente con el antebrazo, luego volvió a encasquetarse la gorra y pensó de inmediato en Adam.

    —Mierda —dijo en voz alta—, ¡no es posible!

    Pero a pesar de la negación expresa, la idea se instaló en un rincón de su imaginación. Era posible. Todo era posible.

    Connor se estremeció.

    Se movió, nervioso por los pensamientos que lo habían asaltado, y se alejó del campamento. Se dirigió a la autovía, al sitio donde había dejado aparcada la camioneta en la hierba alta.

    Bobby Lee, con ayuda de dos hombres de la fuerza del Estado, sacaron el primero de los cadáveres, completamente envuelto en un gran saco negro.

    Connor se detuvo y volvió a mirar a los amigos, siempre sentados ante la mesa de picnic. Observaban como se llevaban los cadáveres a la ambulancia. Ambos miraban fijamente el saco negro. No había lágrimas en sus ojos, ni brotaban gritos histéricos de sus gargantas.

    Fueron ellos, se convenció Connor. Ellos habían venido río abajo en su pequeña canoa plateada de aluminio para encontrarse con las mujeres, luego las mataron en la tienda e hicieron que todo pareciera obra de algún asesino loco que anduviera suelto por las colinas.

    O tal vez fuera peor aún. Tal vez habían tenido en la tienda una ruda tarde de sexo y tal vez se les había escapado de las manos. Las chicas pudieron haber comenzado a protestar.

    Se le llenó de saliva la boca y advirtió que tenía una ligera erección. Dejó atrás la escena, se alejó de todos los otros hombres y cruzó el pavimento caliente. Caminaba rápidamente y sudaba, convencido de que tenía que largarse de allí, mientras sentía que los tejanos le tiraban sobre el bulto de la picha, aterrorizado por la idea de que alguien se diera cuenta de su erección y adivinara la verdad acerca de él.

    —¡Mierda! —dijo en voz alta, enfadado consigo mismo, y atemorizado, como siempre lo estaba, por sus pensamientos secretos, por su vida secreta.


    12


    Melissa estaba levantada antes del alba, vestida, y había bajado a la cocina, donde preparaba el desayuno. No se preocupaba por no hacer ruido. Quería despertar a Adam. Después de medianoche, sin poder dormir, había decidido que enfrentaría al chico con su nueva pintura de la pared de la escuela.

    Pero antes tenía que comer. Estaba tan excitada por la tensión y el café, que le temblaban las manos. Tenía un agudo dolor en un costado de la frente.

    Se llevó un bollo y el café a la galería que Connor había construido junto a la cocina. Allí había sillas de hierro forjado, pero Melissa no se sentó. Las sillas estaban húmedas y Melissa sintió un frío que le recorría el cuerpo. Tiritó y cogió la taza caliente de café con ambas manos. A aquel lado de la casa el sol no daba hasta bien avanzada la tarde, y el patio daba al arroyo y a la ladera verde de la colina, los cuales desprendían la humedad de toda la noche. Melissa sintió como si hubiera entrado en un frío diorama verde y no en una soleada mañana de junio.

    Pensó si no le convenía ir al otro lado de la casa, donde el sol daba antes sobre las colinas y llegaba a la propiedad. Pero de ese lado no había terraza, y se preguntó por qué Connor habría construido su extraña casa sin tener en cuenta las ventajas del sol de la mañana, y luego conjeturó que se debería a que la casa-goleta estaba orientada con el fin de aprovechar el sol del invierno para abastecer su sistema de calefacción solar casero.

    Por último, cuando el frío que venía del arroyo fue demasiado incómodo, se dirigió al otro lado de la casa para ponerse al calor del sol. Llevaba tejanos, una camisa de lana y zuecos. Sabía que tendría que cambiarse antes de ir a la escuela. Hasta podía decir que sería un día caluroso de montaña. Melissa comenzó a programar lo que tenía que hacer aquel día, desde comprar lo necesario para hacer algunos arreglos para Adam mientras ella estaba en la escuela. Estaba decidida a no llevarlo otra vez allí, pero comenzaba a preocuparle el hecho de dejarlo solo en la casa. Suspiró, al tiempo que se preguntaba cuál sería la próxima hazaña de Adam.

    Tendría que dejar la montaña, pensó, y hacer lo que Greg decía, es decir, volver a Nueva York con Adam y reintegrar al niño a la ciudad. Pero ¿dónde viviría, puesto que había realquilado su piso? ¿Y de qué viviría? Sólo pensar en el apuro en que se hallaba la ponía nerviosa. Caminó por el patio del frente de la casa, hasta el callejón sin salida donde había aparcado su furgoneta y donde Connor había colgado de la rama alta de un nogal negro un columpio de soga.

    Se sentó en el columpio para terminar el bollo y el resto del café. Dejó la taza en el suelo, junto a ella, y se meció en las largas cuerdas del columpio casero. Por un instante, el nuevo movimiento la mareó, pero cerró los ojos y gozó con el calor del sol en el rostro. Dejó de preocuparse por sus problemas y por Adam. Su memoria se remontó a la época en que vivía en Benton Place, St. Louis. Tendría siete u ocho años entonces, no estaba segura, y su madre se hallaba entre un hombre y otro; trabajaba por las noches en el hospital, donde cuidaba ancianos.

    Recordaba que fue uno de los períodos felices de su vida, porque tenía a su madre toda para ella. Después de la escuela, iban al parque y ella se columpiaba en enormes columpios. La madre utilizaba una mano sola para lanzarla cada vez más alto mientras fumaba y conversaba con las otras madres.

    Nunca tenía miedo. Cuando estaba allá arriba, por encima de los árboles, se imaginaba que podía volar, que, si quería, podía irse volando y encontrar a su papá. Y una vez, mientras volaba por encima de los árboles creyó ver a su papá caminando por el parque enorme, creyó ver que la observaba y la saludaba con la mano desde detrás de la cerca de hierro que rodeaba el parque. Comenzó a gritar, pidiéndole a su madre que dejara de columpiarla, que le permitiera bajar, que se diera prisa, porque su padre estaba allí, detrás del parque.

    La madre cogió el columpio y lo detuvo. La maldijo porque chillaba de aquella manera y, cuando ella trató de zafarse del asiento del columpio para correr detrás de su padre, la madre le dio una bofetada y le dijo que se reportara, que dejara de «inventar» y de «mentir» porque «tu padre se largó, niña, y no volverá».

    Se había alejado de su madre, tambaleándose y gritando a causa del golpe y de la humillación, y corrió hacia la cerca de hierro. Su papá no estaba esperándola. Vio a un hombre que cruzaba la calle y caminaba por la acera de enfrente. Le gritó y corrió a lo largo de la cerca tratando de que su voz volara por encima del agitado tráfico de la esquina, pero el hombre nunca miró hacia atrás.

    La madre la alcanzó y la cogió por segunda vez, le dijo que se calmara y que volverían a casa. La tomó del brazo, la sacó del parque y cruzaron la calle hasta Benton Place, donde vivían en dos habitaciones de la tercera planta en la pensión del señor Montesi.

    Melissa lloraba, agotada por la larga noche y las tensiones a causa de Adam, lloraba a causa de lo vivido de sus tristes recuerdos. Todavía conservaba la secreta esperanza de que, algún día, volvería su padre. Y cuando regresara todo su mundo sería mejor, y ella volvería a ser feliz.

    Detuvo el columpio y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Del bolsillo de los tejanos sacó el pañuelo de papel para sonarse la nariz. Miraba hacia abajo, los ojos fijos en el duro y desnudo suelo bajo sus pies, siempre limpiándose nariz, ojos y cara. Recobró el control cuando vio unos pesados zapatos negros y dos piernas robustas. Piernas de una dama entrada en años. No había oído llegar a la mujer y sintió que se caía hacia atrás en el asiento de madera, pero en el último momento pudo conservar el equilibrio.

    —¿Sí? —preguntó Melissa, levantó la vista y se abrazó al árbol.

    La anciana le sonrió.

    —¿Quién es usted? —dijo Melissa, esta vez en tono más suave y con conciencia de que no debía tener miedo.

    La mujer delgada que tenía ante sí había pasado ya los cincuenta años. Tenía el aspecto desgreñado y sucio de una pordiosera de Nueva York. Pero aquello no era Nueva York, y la mujer no era una de las sin techo. Además, por la mirada dura y extraviada de la mujer, Melissa sabía que se trataba de una loca. Entonces se dio cuenta de quién era.

    —Rufus dice que tú eres la mamá del niño calvo —dijo la mujer.

    A Melissa le llevó un momento descifrar el marcado acento montañés. Luego contestó lentamente para que la mujer entendiera.

    —Se llama Adam.

    La anciana seguía sonriéndole.

    Melissa bajó del columpio y se dirigió a la casa. La anciana fue tras ella, saltando sobre la punta de los pies, como una niña que juega. Parecía no ser sino brazos y piernas, se movía y gesticulaba con rapidez, con los movimientos torpes y bruscos de una muñeca de trapo. No era débil, advirtió Melissa, quien descubrió incluso un brillo saludable en su rostro curtido.

    —¿Eres tú la mamá? —preguntó la mujer, al tiempo que señalaba la casa-goleta.
    —Sí —dijo Melissa con toda naturalidad—. Y tú, ¿quién eres? —sonrió, pero guardó la distancia.

    Observó la crispación de los dedos de la mujer, lo que daba a sus toscas manos marrones el aspecto de garras de pollo.

    —Soy la Loca Sue —respondió con orgullo la anciana, quien se cogió los bordes del vestido de algodón e hizo una rápida y torpe reverencia.

    Melissa sonrió y dijo:

    —Pues bien. ¡Hola, Loca Sue! Me alegro de conocerte.
    —Él mató a Glen Batts —dijo de inmediato la anciana, bajando la voz—. Anoche. Me lo dijo Rufus —agregó, con un gesto que señalaba al niño imaginario, a sus espaldas.

    Melissa había llegado a la puerta de la casa-goleta y se detuvo. Ya tenía la mano en el picaporte de cobre, pero no abrió la puerta.

    —Adam no ha hecho daño a nadie —respondió.

    No sabía a qué se refería la Loca Sue. La miró. Del rostro de la mujer había desaparecido la sonrisa.

    —Él lo mató. Me lo dijo Rufus. Rufus lo vio.

    Betty Sue apretó los labios. Como no tenía dientes, la boca se le metía hacia dentro y daba aspecto de caverna al rostro horrible.

    —Mejor es que te vayas a tu casa, Sue —le dijo Melissa mientras abría la puerta.
    —Rufus y yo queremos jugar con él.

    Los ojos de la anciana saltaron de Melissa a la puerta abierta. Ella había estado merodeando para poder echar una mirada al interior de la casa.

    —¡Vete a tu casa! —ordenó Melissa.
    —¿Dónde está el chico?
    —¡Te he dicho que te vayas! —insistió Melissa, con los gestos y el trato que se dispensan a una criatura—. Llamaré a la policía.
    —Yo no hago nada. Rufus no hace nada.

    Melissa cerró los ojos y apretó los párpados. Le dolían las sienes. Estaba a punto de gritarle a aquella mujer, de ponerse histérica, y eso empeoraría las cosas.

    —Por favor, ¡vete a tu casa! —ordenó Melissa, en voz más alta y con gran seriedad, aunque sabía que aquella mujer no tenía miedo, que toda la vida la habrían estado echando de otras propiedades. Melissa se metió la mano en el bolsillo trasero de los tejanos—. Sue, ¿no querríais un helado, tú y Rufus?

    Los ojos turbios de la mujer brillaron y se fijaron en Melissa.

    Melissa advirtió que la había cogido, y agregó rápidamente:

    —Ve al pueblo y compra un helado —dijo, al tiempo que cogía del bolsillo un billete plegado de cinco dólares y se lo mostraba a la mujer, pero sin entregárselo aún—. Llévate este dinero y ve a Bonnie & Clyde’s. ¿Me oyes? Compras un helado y te vas a tu casa. ¿Entendido?

    La anciana asintió, los ojos clavados en el billete de cinco dólares.

    Melissa le tendió el dinero y contuvo el aliento. No tenía idea de lo que podía hacer aquella mujer, ni de si, para su mente tan simple, el dinero tenía algún significado. La Loca Sue le arrebató el billete de la mano y salió deprisa por el prado, hacia Creek Drive y luego colina arriba, hacia la ciudad. Al correr, sus piernas largas levantaban polvo.

    —¡Dios mío! —susurró Melissa, abrió la puerta y entró en la fría casa-goleta.

    Se detuvo lo suficiente como para cerrar la puerta con llave, mientras pensaba que la cosa se estaba poniendo tan mala como en Nueva York. Pero al menos en Nueva York sabía cómo mantener a los locos al margen de su vida. Allí, en la montaña, no estaba segura de que eso fuera posible. Además, pensó irritada, no estaba seguro de quién estaba loco y quién no.


    Mientras pasaba por Beaver Creek en su vehículo, Connor vio seis coches blancos de policía en fila frente a Bonnie & Clyde’s. Aparcó su camioneta al final de la manzana y volvió andando al restaurante. Algo pasaba.

    El interior del pequeño restaurante estaba lleno con los clientes de la mañana y con la policía estatal, que había ocupado tres compartimientos y media docena de taburetes de la barra.

    Se deslizó hasta un taburete próximo al lugar de la camarera. Hacía calor en el restaurante —era demasiado pronto para el aire acondicionado—, pero el olor a tocino, maíz y pan caliente le sentaron bien y le abrieron el apetito.

    —¿Qué pasa aquí, Clyde? ¿Una convención sobre delito? —preguntó al hombre que estaba en la barra, y sonrió, ya consciente de que la proximidad de los policías estatales lo ponían nervioso.
    —Se trata de Glen Batts —dijo Clyde con suavidad mientras servía un vaso de agua a Connor y le ponía sobre la barra un pequeño menú de plástico rojo—. Parece que el tonto masacró anoche a su familia y luego se hizo un tremendo agujero en el pecho con su escopeta.

    Clyde estaba inclinado sobre la barra, con los brazos cruzados, de modo que Connor pudo ver de cerca el tatuaje que llevaba en el brazo derecho: «Cristo en la cruz y con una corona de espinas».

    —¡Batts!

    Clyde asentía con la cabeza.

    —Estos tíos han estado toda la maldita noche en su casa —explicó el hombretón, que llevaba todavía el pelo corto, como cuando regresó de Corea y se hizo cargo del restaurante de su madre.
    —¿A quién mató? —preguntó Connor representándose a la familia de Glen Batts, a la que recordaba haber visto sentada frente al porche de la vieja casa de la granja.

    Habían sacado tres sofás acolchados, comprados por correo en Sears, y aún con el plástico transparente sobre el dibujo en color.

    —A once. Sally es la única con vida, porque estaba en casa de Grubb. Ella y Grubb se traen algo entre manos.

    Clyde se irguió y se ajustó el delantal. Luego prestó atención a la camarera, que había regresado de los compartimientos y todavía seguía escribiendo en su pequeño bloc de notas.

    —¿Qué quieres, Lucy?
    —Dame dos huevos, tocino, un par de tostadas de trigo y maíz tostado alrededor —dejó el bloc de notas en el bolsillo de la cintura y se estiró para coger la jarra plástica de agua helada—. ¿Qué tal, Connor? —preguntó, sin mirar al aludido—. ¿Te has enterado de lo que ha hecho a su familia tu bueno y viejo compinche?
    —No es mi compinche, Lucy, y tú lo sabes muy bien.

    Se miraron a los ojos y Lucy asintió con la cabeza, pues sabía lo que Connor quería decir. En una época, cuando Connor estaba en la escuela secundaria, habían sido amantes. Luego ella rompió —Connor ya cursaba estudios universitarios— y se sintió muy atraída por Glen Batts. El romance entre Batts y Lucy sólo duró un otoño, la temporada de fútbol, mientras Connor jugaba en el Consolidated y no tenía tiempo para salir con Lucy, que ya había abandonado la escuela y trabajaba en la sección de zapatería de Bauer’s.

    —Siempre fue un poco hijo de puta, ¿no, Connor? —dijo Lucy con calma, confesando la verdad acerca del hombre que ambos detestaban.

    Connor recorrió con la vista la barra llena de policías estatales, todos iguales con sus brillantes uniformes verdes y sus sombreros de alas brillantes. Connor odiaba a los policías. Detestaba simplemente pensar en ellos. Dijo a Lucy, en voz baja:

    —En este pueblo hay un montón de pequeños hijos de puta, Lucy, pero no van y se cargan a toda su gente.
    —Ésa no es la verdad —comentó Lucy haciendo chasquear el chicle.

    Clyde se apartó de la cocina, cogió dos pesados platos con una mano y les dijo en tono confidencial mientras sacaba los huevos de la sartén:

    —El pequeño Batts no mató a sus parientes, ¡de ninguna manera! —se volvió y tendió los platos a Lucy, recalcando sus palabras con la espátula de hierro—. Es verdad que es un tipejo, que no es una buena persona. Pero no tenía balas suficientes para liquidar a toda su familia —sacudió negativamente la cabeza y volvió a la cocina mientras agregaba por encima del hombro—: ¡Algo raro, algo muy raro está sucediendo aquí, Connaghan!
    —¿Qué es lo que pasa, Clyde?

    Connor se inclinó, cogió el paquete de cigarrillos de Lucy y se sirvió uno sin preguntar nada a la camarera, quien había terminado de poner mantequilla en la tostada y levantaba el plato de huevos y tocino con una mano, mientras con la otra cogía una jarra de café.

    —¡Cuídate, Connaghan!
    —Gracias, lo haré.
    —Creí que lo habías dejado —dijo ella mientras acudía a los compartimientos del frente.
    —Dejé el amor, Lucy, no los cigarrillos.
    —Eso lo harás en las calendas griegas, al menos mientras sigan viniendo cada verano todas esas chicas a la escuela.
    —¿Sabes algo de las dos de Buck’s Landing? —preguntó Clyde, pasando por alto la pulla de Lucy—. ¿Has oído algo acerca de ellas?

    Connor asintió con la cabeza mientras encendía el cigarrillo.

    —¿Sabes lo que ocurrió? —el hombretón abrió los ojos y su rostro mostró por un instante un ligero pero innegable brillo de alegría, como si poseyera información secreta.
    —Pasé por allí por casualidad, pero no vi gran cosa, ni quise ver demasiado, dado lo que había oído decir.

    Connor se dio cuenta de que el policía de carretera más próximo escuchaba atentamente el relato de Clyde.

    —Las chicas tenían el coño rajado —susurró Clyde.
    —¡Dios mío!

    La noticia sobresaltó a Connor, quien se echó hacia atrás en el taburete, pensando en aquellos dos rubios que se cogían las manos bajo la mesa de picnic.

    —Algún loco tuvo que hacerlo, ya sabes.

    Clyde se enderezó, se remetió la camisa blanca y luego se alzó los pantalones. Miró la fila de policías de patrulla y anunció, con voz que llegaba al extremo de la barra:

    —Vosotros, muchachos, estáis sacando las cosas de quicio —y sonrió.

    Connor bajó la cabeza, miró fijamente su café, ese líquido oscuro en la gruesa taza blanca. Trató de distanciarse de la conversación que de pronto lo circundaba. Sabía detrás de qué iba Clyde.

    Clyde era el único de los hijos de Barnes que había regresado a la montaña a trabajar con su madre, Bonnie Barnes. Eso ocurrió después de que lo rechazara la oficina del sheriff, donde le dijeron que no era lo suficientemente listo para ser policía, y ahora se vengaba tomándoselas con esos hombres pulcramente vestidos de la policía de carretera.

    Clyde se movió lentamente a lo largo de la barra, preguntó a los policías por las ovejas de Brother y les dijo que eso no era raro tratándose del reverendo Littleton, de la iglesia del Tabernáculo. No dejaba de acribillarlos a preguntas, sonriente, como si él poseyera la respuesta, algo oculto para ellos, algo que ellos no podían comprender porque eran demasiado tontos para eso.

    Connor se concentró en la taza de café y los platos toscos, mientras pensaba en lo fea que era la vajilla común y se preguntaba si no valdría la pena tratar de vender a Clyde un juego bonito de la escuela. Podían hacer un buen negocio, ofrecerle un descuento por permitirles que dejaran allí panfletos relativos a la escuela para conocimiento de los turistas.

    Connor ahuyentó expresamente el terrible pensamiento que le punzaba la nuca. Sin embargo, no pudo dejar de pensar en el niño calvo, de recordar la sangre en sus brazos, la mirada extraviada en sus ojos cuando Melissa se le acercaba, preocupada por que el chico se hubiera cortado de alguna manera, que se hubiera lastimado arrastrándose entre los arbustos, o al pasar bajo la alambrada de espinos, pero el chico no tenía heridas. La sangre no era de él.

    —¿No hay nadie que me pregunte cómo sigue esta historia? —declaró Clyde Barnes, de pie detrás de la barra, las piernas abiertas, los gruesos brazos cruzados sobre el pecho, mirando a los policías en actitud desafiante.
    —Eso es, Clyde —dijo uno de los hombres, bajando del taburete—. Nadie te pregunta nada. —El policía tenía un palillo entre los dientes y el sombrero marrón de ala ancha en las manos. Ahora les tocaba a ellos, de modo que, arrojando el cambio sobre la barra, siguió hablando—: ¡Nosotros sabemos quién mató a las mujeres en Buck’s Landing!

    Connor aguardó a que el policía continuara. La habitación se calmó. Hasta los otros hombres del sheriff parecían sorprendidos por aquel anuncio.

    —¿Quién fue, Jake? —preguntó Clyde mientras caminaba hacia el final de la barra, donde estaba instalada la caja registradora.

    La habitación estaba en silencio.

    —No estoy en libertad de decirlo —replicó el hombre.

    Sostenía el sombrero marrón con ambas manos.

    —¡Mierda! —dijo Clyde, al tiempo que tecleaba la caja y abría el cajón.

    Connor, con la mirada perdida hacia delante, sonreía por encima de su taza de café.

    Los otros hombres del equipo de patrulla ya estaban de pie y recogían la cuenta de la barra. Connor echó una mirada y comprobó que varios de los hombres que ocupaban los compartimientos de delante también eran policías. Vio al detective de Buck’s Landing.

    —Tenemos un niño loco aquí, en estas colinas —contó Clyde a todo el mundo, irritado porque no se lo tomaba en serio—. Ni siquiera es humano.
    —¿Quién es, Clyde? —preguntó el policía, que devolvía la sonrisa al gigantón—. ¿Uno de tus parientes?

    Todos rieron mientras arrojaban más monedas sobre la barra de mármol.

    —¡Cierra el pico, Clyde! —ordenó Lucy.

    Connor no pudo ver a Lucy detrás de la fila de policías, pero su voz acalló la risa.

    —¡No te metas en nuestras cosas, Clyde! ¿Me oyes? —agregó la camarera, que hizo su aparición en la barra.
    —Esos locos de la iglesia, ellos tienen un niño calvo. No es humano —dijo Clyde, que hablaba con precipitación.

    Junto a Connor, Lucy golpeó los platos mientras maldecía a Clyde y, al mismo tiempo, pasaba por encima de la barra y decía a Connor mientras se lanzaba sobre Clyde:

    —Le he dicho a este jodido que no se meta con nuestra gente. ¡Clyde! —agregó a los gritos—. ¡Cierra el pico! ¿Me oyes? —y cogió un gran cuchillo de mango negro.
    —¡Lucy! ¡Eh! ¿Qué mierda te pasa? —saltó Connor y trató en vano de detener a aquella mujer flaca.

    Clyde seguía hablando, y seguía riendo, mientras contaba a los policías quién era el niño calvo.

    —¡Los de la iglesia creen que es un maldito extraterrestre! ¡Un E.T.! Y Lucy Webster, ésta, fichó para volar con ellos. Dadles, además, una semana de salario. ¡Todos subirán al cielo en un maldito carro de fuego!

    Eran amantes, pensó Connor. Lucy se acostaba con el grandote Clyde, y pensó en Sally Barnes, que había sido amiga de su madre y que todavía vivía en Church Street, en la casa de ladrillo visto que le había dejado Bonnie, la madre de Clyde. Y recordó cuando tenía trece años e hizo el amor por primera vez con Lucy Webster, y como ella, con gran seriedad, le había enseñado cómo tenía que meterle la picha.

    —¡Maldita sea! ¡Cuidado, Clyde! —gritó Connor, saltando otra vez hacia adelante.

    En su afán de aprehender a Lucy, tiró al suelo la bandeja de las tartas que se hallaba en la barra.

    Clyde nunca llegó a ver el cuchillo de cocina. Lucy lo llevaba oculto a un lado, aplastado contra su uniforme blanco almidonado, parcialmente oculto entre los pliegues de la falda, y cuando hizo una pausa lo suficientemente larga en su ridículo sonreír, ella estaba tan cerca que le bastó dar un paso adelante, como si quisiera pasarle los brazos por la enorme cintura y abrazarlo. Entonces balanceó la mano derecha y, desde abajo, hundió la gran hoja del cuchillo en su costado, precisamente por encima del cinturón. Empujó con firmeza el cuchillo hasta introducir unos veinte centímetros de hoja antes de empezar el llanto, soltar el cuchillo y golpear con los pequeños puños la cara perpleja de Clyde.

    Los policías no advirtieron el ataque, al menos hasta que se vieron salpicados por la sangre caliente de Clyde, quien danzaba delante de la estrecha barra, tratando de arrancar de su costado el cuchillo de cocina de mango negro.

    Uno de los policías saltó por encima de la barra y se zambulló sobre Lucy, la golpeó y dio en el suelo con ella y Clyde, en el estrecho rincón bajo la caja registradora. Había sangre por doquier. Sobre Lucy, sobre los policías, sobre la barra de mármol, pero lo único que Connor pudo ver fue la sangre que comenzaba a brotar de la boca de Clyde, abierta de asombro.

    Esa visión le hizo retroceder. Se golpeó contra la pared y los otros policías comenzaron a gritar, maldecir, correr para coger a Lucy, atrapada en el suelo del restaurante.

    Connor giró el picaporte de la puerta trasera y entró en el salón del fondo, lleno de cajas de comida y otras provisiones. Tropezó entre las cajas, sabiendo que allí había una salida, pues él mismo la había usado cuando aparcaba detrás del restaurante. Abrió la puerta e inspiró rápida y profundamente el aire fresco al tiempo que sentía el calor del sol en el rostro.

    —¡Maldita sea! —maldijo, mientras trastabillaba sobre los escalones de madera y avanzaba a trompicones por la grava del terreno de aparcamiento.

    Vio a la Loca Sue que cruzaba la calle, corriendo, y se dirigía al restaurante.

    —¡Betty Sue! —gritó—. ¡No!

    Ella se detuvo, desconcertada por la orden.

    —¿Adónde vas? —preguntó Connor, incapaz de concentrarse.

    Pensaba en sí mismo, cuando sólo era un niño enamorado de Lucy Webster, de quien él había pensado que era la chica más hermosa del mundo.

    —Voy por un helado —respondió Betty, de inmediato preocupada.
    —No —susurró Connor, al tiempo que se sentaba en el borde de un bloque de madera—. No, por favor —y continuó sacudiendo la cabeza.
    —Voy a comprar helados para mí y para Rufus —explicó Betty Sue—. La señora me dijo que comprara un helado.

    Connor vio los cinco dólares en el puño cerrado de la mujer y comprendió de inmediato quién le había dado el dinero.

    —Betty Sue —Connor suavizó la voz y habló con dulzura—, ¿quién mató a aquellas chicas en Buck’s Landing?
    —El niño calvo —respondió, satisfecha de sí misma.
    —¿Cómo las mató?
    —Les comió los coños —explicó Betty Sue, mientras subía la escalera y entraba a toda prisa en Bonnie & Clyde’s por la entrada de atrás.

    Connor la dejó ir.


    13


    Esa misma mañana, más tarde, Melissa, con ayuda de Adam, limpió un rincón del salón de la casa-goleta y lo convirtió en estudio para el muchacho. Este ya no volvería a la escuela de Artes y Oficios, ya no se expondría a los deseos de Gene Martin: así lo había decidido Melissa. Pero no quería que Adam dejara de pintar.

    Instaló el caballete que había comprado en Bauer’s y fijó con chinchetas varias hojas gruesas a la pared, de modo que si Adam necesitaba más espacio, podía continuar en aquel papel blanco.

    El chico necesitaba espacio para producir sus pinturas de pesadilla, pensó Melissa. Y sabía que sólo a través de la pintura podría ir ella aprendiendo algo acerca del chico. Melissa había tomado suficientes clases de terapia por el arte como para saber cómo interpretar una pieza creativa. Pero, además, podía llamar a Carol Scott a la escuela y llevarla a que viera la pintura de Adam. La mujer era una profesional, recordaba las palabras de Martin. Esta idea infundió a Melissa un renovado sentimiento de seguridad.

    Sin embargo, aun cuando tomaba estas decisiones lógicas, sabía de sí lo bastante como para percatarse de que estaba reprimiendo sus sospechas acerca de Adam. El hecho de que el chico necesitara realizar esas pinturas y el hecho de que dos noches atrás hubiera regresado a casa con los brazos manchados de sangre eran dos incidentes con los que no se enfrentaba.

    Tembló al recordar la mirada de Adam. Ella le había pedido a Connor que averiguara si había sucedido algo en el pueblo, o en las colinas, pero él se había limitado a sacudir la cabeza cuando le preguntó al respecto y contestó vagamente que no había oído decir nada en el pueblo. Melissa se preguntó si Connor le mentía por alguna razón. Hubiera deseado conocer a alguien del pueblo a quien dirigirse, alguien ajeno al propietario de aquella casa. Él era su único vínculo con la comunidad aislada.

    Melissa dejó escapar una burbuja de miedo e inspiró profundamente, al tiempo que trataba de convencerse de la necesidad de evitar la paranoia. Luego volvió a sumergirse en el trabajo, con la esperanza de apartar de su mente el extraño comportamiento de Adam. No podía perder la confianza en él, se dijo una vez más. Ya el sistema se había despreocupado de él, lo había dejado sin techo y en los túneles. Pues bien, volvió a decirse, ella no iba a desentenderse de él. Iba a demostrarle que era mejor que las agencias sociales de la ciudad de Nueva York.

    Se sentó ante el torno de pedal de Connor, cogió un trozo de arcilla y lo arrojó sobre el torno húmedo y suave. Había encontrado el torno portátil en un desván de la planta baja y lo había instalado para poder trabajar en el salón, con vista al bosque y al arroyo y, a la vez, con la posibilidad de vigilar a Adam mientras pintaba. Necesitaba tenerlo a la vista en todo momento, recordó. Sabía que había sido una madre demasiado permisiva; pero ¿cómo podía uno aprender a manejar a un adolescente?

    Accionó con el pie el torno de Connor y se concentró en su trabajo de alfarera con el deseo de demostrar a Adam que podían trabajar juntos en silencio y en la misma habitación. Ella no le estaría constantemente encima. Lo que el muchacho necesitaba era aliento, no crítica.

    Apartó la atención de sus dibujos mientras hacía tacitas, docenas de tacitas, no para conservar, sino simplemente para aprender a darles una forma simple y atractiva. Al cabo de un rato levantó la vista para echar una mirada al exterior, a aquella hermosa tarde, para contemplar los esbeltos árboles que enmarcaban la casa, observar por un momento el arroyo que caía en cascada por la falda rocosa salpicada de puntos brillantes, allí donde el sol atravesaba las ramas y llegaba a la impetuosa corriente.

    Pensó que no podía haber un sitio más bonito en toda la montaña, idea que le levantó el espíritu. Quizá, después de todo, tuviera razón. Para Adam debía ser mejor esas montañas que la vida en la ciudad.

    Pensó en el crimen urbano, en las dificultades que allí tendría para vigilar al chico. Pero allí, en la montaña, Adam no tenía más que caminar hasta la puerta del frente y salir a jugar en el bosque, y en las colinas, volvió a decirse, no podía sucederle nada que no fuese bueno. No había drogas, ni sitio donde pudiera meterse en problemas. Sin embargo, se recordó a sí misma, había regresado del bosque con ambos brazos ensangrentados.

    Miró hacia donde se hallaba Adam para ver cómo iba la pintura, y se encontró con que había llenado casi una pared de papel con un paisaje al óleo.

    A diferencia de sus pinturas anteriores, ésta era deliciosa, sobrecogedora en sus detalles y, nuevamente, de perfecta factura. Los colores de este paisaje eran cálidos y estimulantes, y al mirarlos, Melissa se estremeció, excitada tanto por la pintura misma como por el hecho de que Adam hubiera representado aquella escena tan plácida de un río de corriente rápida, rodeado de altos farallones cubiertos de árboles de follaje perenne, en un día sin nubes y de inmaculada belleza. Melissa comprobó que Adam había captado la atmósfera de un día de verano en la montaña. Llegaba casi a sentir el frescor del aire y el calor del sol de mediodía.

    —¡Es hermoso, Adam! —le dijo, mientras bajaba de su taburete de alfarera.

    Adam no dejó de pintar. Estaba acuclillado en el rincón izquierdo de la inmensa hoja blanca, lo que obstaculizaba la visión de Melissa. Ella no se acercó a la pintura, por no quitar al chico espacio para trabajar. Se dirigió a la cocina, encendió el gas bajo el hervidor y buscó el café en grano. Sin embargo, no dejó de mirar a Adam, para ver si había terminado.

    Hizo el café, llenó una taza y se quedó donde estaba, sentada en un alto taburete ante el mármol, desde donde tenía una visión completa de la pared del fondo y de la pintura de Adam.

    Vio que el chico se alejaba de su obra, siempre observando la gran pintura, siempre buscando sitios que pudieran requerir retoques. Finalmente, habló. Le dijo a Adam cuán encantadora era su pintura.

    —¿Qué es? ¿Toe River o Buck’s Landing? —preguntó, y sorbió el café, sin quitar los ojos de la obra, para desplazarse luego ligeramente a la derecha de modo que pudiera ver bien el rincón más alejado.
    —Oh, no —dijo en un susurro, perpleja ante lo que veía, y todas sus esperanzas, su fugaz sensación de seguridad y de bienestar se disolvió. Otra vez un ramalazo de temor oscuro y frío le sacudió el corazón y le congeló el cuerpo entero—. Oh, no —volvió a susurrar al ver lo que Adam había dibujado y al ver, además, que el chico sonreía al captar la mirada de Melissa ante su pintura.

    A Adam le brillaban los felinos ojos de color gris plateado.


    —Lo que dibujó —le contó más tarde Melissa a Connor— eran dos mujeres desnudas. Estaban en la margen del río, sabes, como si el agua las hubiera arrastrado hasta allí. Y estaban abrazadas... —inspiró profundamente, y prosiguió—: O al menos tenían juntos los brazos; eso no estaba muy claro. Pero lo que estaba claro, y muy vividamente representado, era cómo habían sido cortadas, no precisamente descuartizadas, sino troceadas y acuchilladas, y tenían el cuerpo lleno de agujeros.

    Hizo una breve pausa en su relato, para asegurarse de que Connor lo asimilaba todo correctamente.

    —Los cuerpos de las mujeres eran pálidos, como mármol fino, y también hermosos —continuó explicando Melissa—. Al volver a mirar la pintura, después de mi conmoción inicial, pensé en Salvador Dalí, en una de sus terribles imágenes oníricas surrealistas. Si no fuera por su trasfondo —añadió en tono de disculpa tras encogerse de hombros—, por quién es o fue Adam, estos ejemplos extremos de violencia no me afectarían tanto. Es evidente que es un chico con dotes. Un genio, tal vez —y, alzándose nuevamente de hombros, miró a Connor como si esperara de él una solución.

    Estaban solos en el estudio de Connor en la escuela de Artes y Oficios. Era apenas un poco más de las seis y el grupo de estudiantes había cruzado el patio para cenar en el comedor principal. Connor recordaba lo que Bobby Lee había dicho acerca de las mujeres de Buck’s Landing y en lo que la Loca Sue le había contado esa mañana en el exterior de Bonnie & Clyde’s.

    Quizá lo hubiera hecho el muchacho. Tal vez los gays aquellos dijeran la verdad. Según ellos, a las mujeres las habían matado dentro de la tienda cuando ellos desembarcaban. Pero Adam había dibujado a las mujeres abrazadas fuera, en la costa, como si hubieran sido acuchilladas allí, a pleno sol.

    —Oh, hay otro aspecto de la pintura que es realmente importante —dijo Melissa rápidamente, haciendo memoria, mientras subrayaba con la expresión del rostro su disgusto por semejante olvido—. Cuando miré la pintura estaba yo sentada en la cocina, bebiendo café, y en ese momento creí que sólo había pintado un paisaje, el Toe River. Vi que el agua estaba pintada de rojo brillante. Pensé que se trataba del reflejo de las vidrieras, de la luz del sol a través de un cristal rojo. Luego comprobé que había pintado de otro color el agua del río, para mostrar que era la sangre de las mujeres la que, derramada en el río, teñía a éste de rojo.

    Connor estaba de pie y se paseaba por el estudio vacío. No miraba a Melissa, pero ésta adivinó de inmediato que en todo aquello había algo malo. El corazón le palpitaba en la garganta. Pensó como, cuando la situación se ponía muy tensa, ella siempre se paralizaba. En ese momento se dio cuenta de que no podría ponerse de pie, aun cuando lo deseara.

    —¿Qué es eso? —alcanzó a decir.
    —¿Estuviste ayer con Adam, después que os fuisteis de la escuela?
    —Bueno, sí y no. ¿Por qué?
    —¿No salió corriendo en ningún momento?
    —¡No, no desapareció nunca de mi vista! —respondió Melissa, molesta por el tono de Connor—. Estuvo rondando por la casa. Ya sabes cómo le gusta arrojar guijarros durante horas.
    —¿Cuándo fue eso?
    —Ayer, después que regresamos, pero antes de mediodía. Yo llamé por teléfono a un amigo en Nueva York. Me fui al pueblo.

    Connor se acercó a donde Melissa permanecía sentada, ante su torno de alfarería.

    —¿Fuiste sola al pueblo?
    —¡No! ¡Fuimos los dos! Yo no lo dejo solo. Bueno, acabo de dejarlo solo. Pero necesitaba hablar contigo, y no podía hacerlo en su presencia. Lo dejé en la casa; otra vez estaba pintando. Le dije que no podía marcharse —se detuvo y miró a Connor antes de proseguir—. ¿Qué es todo esto? —preguntó con plena conciencia de que la voz delataba miedo.
    —Ayer por la tarde, ¿fuiste con Adam al pueblo? —preguntó Connor, sin prestar atención a la pregunta de Melissa.
    —¿Y ahora por qué ese aire de fiscal?
    —Lo siento —dijo, y gesticuló—. Me temo que sólo trataba de establecer con precisión dónde estabas ayer por la tarde. Eso es todo —explicó a la vez que retrocedía, pues no quería hablarle de las dos mujeres que habían encontrado en Buck’s Landing.
    —Cuando volvió de la roca, traía un ramillete de flores silvestres que había recogido para mí —contó Melissa, y sonrió, como si eso le diera confianza.
    —¿Cuándo fue eso?
    —Alrededor del mediodía. Luego fui al pueblo...
    —¿Sola?
    —¡Que no! ¡Ya te lo dije! —gritó Melissa.

    Connor había comenzado otra vez a pasearse y sus botas resonaban en el suelo de tablas sueltas del estudio de alfarería. Algo muy malo sucedía, Melissa lo sabía. Ya había observado como a Connor se le ponía tenso el rostro y rígida la mandíbula cuando se irritaba. Cuando estaba preocupado parecía mayor, como si se tratara de un antiguo gran bebedor. En ese momento le recordaba a Robert Davis, su padrastro. Connor tenía la misma cara angulosa, gastada de estar expuesta a la intemperie, ruda y vulgar, producto de años de endogamia cultural en la montaña. Apartó la mirada, molesta consigo misma por pensar de esa manera en Connor. Desde que había llegado a Beaver Creek él sólo había mostrado amabilidad y bondad hacia ella.

    —Entonces, ¿Adam estuvo contigo? —dijo, aliviado.
    —Sí. Fuimos al pueblo, comimos en Bonnie & Clyde’s, compramos algo en la tienda de comestibles y regresamos a casa... —Y mientras trataba de recordar cómo había pasado la tarde, observaba a Connor—. Saqué las cosas de la bolsa, y...
    —¿... y Adam?
    —Adam hizo lo que suele hacer. Se fue a jugar fuera.

    Melissa seguía observando a Connor con los ojos bien abiertos. Sentía como si la estuviera sometiendo a un interrogatorio secreto, en que ninguna respuesta fuera totalmente correcta. La irritaba tener que responder a ese interrogatorio.

    —¿Por cuánto tiempo se fue Adam?
    —¡No se fue! Estuvo jugando ahí atrás. Yo dormí una siesta... Connor, ¿qué pasa?

    Él se encogió de hombros.

    —Soy curioso. Eso es todo.
    —¡Mentira! Algo ha pasado y no quieres decírmelo. Pero ¿es que piensas que Ada...?

    La voz de Melissa era uniforme y no expresaba la rabia que ella encerraba en su interior. Sólo los ojos desafiaban a Connor. El corazón le latía con fuerza en el pecho.

    —Algo sucedió ayer por la tarde. En Toe River. En Buck’s Landing.

    Ella recordaba la pintura de Adam mientras Connor, lenta y elípticamente, la informaba acerca de las dos mujeres, de cómo las habían encontrado dentro de la tienda, de que los dos hombres que estaban con ellas eran gays, y sugería, dejaba entender, que ellos podían haber hecho aquello, que podían haberse extralimitado el algún extraño ritual sadomasoquista.

    Melissa escuchó sin ponerse histérica. Tratando desesperadamente de ser profesional, de demostrar que era una asistenta social con experiencia. Asentía con la cabeza, abrumada por lo que Connor contaba, con clara conciencia de que estaba completamente indefensa y de que tendría que marcharse de la montaña y llevarse a Adam consigo a Nueva York, y también con la dolorosa conciencia de que tal vez tuviera ella su parte de responsabilidad por lo que les había sucedido a las mujeres en Buck’s Landing.

    Connor, observando a Melissa, advirtió que se iba hundiendo en sí misma, que se encogía cada vez más y desaparecía.

    —¡Venga! —susurró, acercándosele—. ¡Tranquila!

    Melissa sacudió la cabeza. Luego, incapaz de controlarse, comenzó a llorar. Se cubrió la cara con ambas manos y levantó las rodillas para ocultar su explosión, pero no pudo contener el llanto. Un instante y las lágrimas caían en cascada y el cuerpo se sacudía íntegramente.

    Connor se acercó a donde Melissa estaba sentada, ante su torno, y la abrazó. Ella hundió su rostro en la camiseta del hombre. Había hecho grandes esfuerzos por mostrarse valiente respecto a Adam, de demostrarse a sí misma, de demostrar a Greg y a todo el mundo en Nueva York, que no era una locura llevarse al niño y educarlo como propio.

    Le dijo esto a Connor entre sollozos y mientras se secaba las lágrimas en las mangas de su camisa de algodón azul, antes de que encontrara unos pañuelos de papel en el bolso. Necesitó unos minutos más para serenarse. Luego comenzaron a entrar en el estudio, ya de regreso, algunos de los estudiantes que se habían retirado a comer.

    —Vamos a beber una taza de café —sugirió Connor—. No tengo clase hasta las ocho.

    Melissa asintió con la cabeza, pues necesitaba seguir conversando con Connor, y pensó que eso era precisamente lo que echaba en falta, un grupo de personas con quienes comunicarse. Y mientras cruzaban el patio le explicó a Connor que eso no le habría ocurrido de haber estado en Nueva York, que no se habría sentido tan perdida respecto a Adam, que habría contado con su red de amigos para que le dieran apoyo, que le prestaran ayuda. Habría tenido a Greg como confidente, y a la gente de la agencia. Y el pensar en todos ellos sólo le recordó lo sola que estaba y que parecía hallarse en el extremo mismo del mundo.

    —¿Quién es Greg? —preguntó Connor cuando llegaron al comedor—. ¿Tu novio?
    —Oh, no, Greg no. Trabajamos juntos, eso es todo. En realidad, es..., era mi asistente. Greg está casado y tiene una familia —se sentía mejor con sólo hablar de Greg y mencionar su nombre.
    —¿Y él no estaba de acuerdo con esa decisión tuya de quedarte con Adam?

    Melissa sacudió la cabeza. No le había contado a Connor que necesitaba salir de Nueva York a causa de Greg, y que, cuando era completamente franca consigo misma, se daba cuenta de que en parte estaba usando a Adam para escapar de su propia confusión sentimental.

    Llevaron el café fuera del comedor y fueron a sentarse en los escalones de piedra del viejo edificio, el cual, a esa hora, estaba desierto. Desde allí se veía bien el valle y la puesta de sol, y estaban solos en los escalones de losa del edificio.

    —Yo no creo que debieras dejar de confiar en Adam —dijo Connor una vez que ella terminó de explicar cómo había encontrado a Adam—. Ni creo que debieras dejar de confiar en ti misma —agregó mirándola.

    Estaban sentados uno al lado del otro sobre los escalones de piedra. Melissa sostenía su taza con ambas manos, con plena conciencia de su calor y de su peso, y miraba a Connor dejando que el rostro expresara sus sentimientos.

    Pensó que podía hacer el amor con ese hombre, si él quería, y sabía que su decisión se le traslucía en la cara. Y también se percataba de que él sabía lo que ella pensaba. No le importaba. Estaba cansada de fingir emociones, de ser prudente y contenida. Se preguntó por qué no podía tener un poco de amor y de afecto. Todo el mes se había consagrado a Adam, le había entregado toda su energía, y eso la dejaba con una sensación de vacío. Si no podía tener a Greg, pensó luego, necesitaba a algún otro que la quisiera. Además, se dijo, Connor le prestaba una ayuda increíble.

    —¿Qué debería hacer? —preguntó Melissa, con la esperanza de que Connor le quitara de la espalda la carga de Adam.
    —Ante todo, tienes que confiar en Adam. No sabemos si está involucrado en todo esto.
    —¿Pero tú piensas que lo está?...

    Melissa observó los ojos azules de Connor, su rostro flaco de halcón. Connor luchaba por encontrar una respuesta. Ella se preguntó si era algo que Connor no quería decirle, o si también él tenía miedo de Adam.

    —No estoy seguro —dijo, tratando de ser franco y sabiendo, además, que la franqueza era lo único que daría resultado con esta mujer.

    Ella era una de esas personas que responden a la confianza. Si confiaba en él, no se iría, y él estaba seguro de que si se quedaba en la montaña, terminaría por acostarse con él. Serían amantes durante todo el verano.

    —Es posible, supongo. Nunca sabes lo que puede hacer la gente, incluso los chicos. ¿Quieres ir a la policía, hablar con el sheriff? —pero antes de que terminara de hablar, Melissa sacudía la cabeza.
    —De acuerdo. No creo que debieras hacerlo. Lo que tenemos que hacer es averiguar acerca de Adam, enterarnos de quién es —dijo Connor, tratando de dar a su voz un tono positivo.
    —Es lo que he tratado de hacer.
    —Las pinturas —prosiguió suavemente Connor, mirando fijo a través del prado abierto, observando como el fresco de la primera hora del atardecer se convertía poco a poco en bruma—. ¡Ahí está la respuesta! Trata de decirnos algo. Trata de hablarnos.

    Sólo entonces, cuando Connor mencionó los dibujos del muchacho, se dio cuenta de que tenía razón. El chico necesitaba hablar. El no había matado a aquellas mujeres. Él sólo había visto los cadáveres en Buck’s Landing, o tal vez había visto cómo las mataban. Connor se sintió mejor.

    —¡Tienes razón, por supuesto! —exclamó Melissa, y se levantó de un salto. La cara le brillaba de excitación; había tenido miedo de aquellas pinturas, y no debía tenerlo—. Me he bloqueado ante ellas —explicó a Connor, con el deseo de marcharse de una vez, ir a casa y comprobar si Adam estaba bien.
    —Iré a verte más tarde —ofreció Connor mientras se ponía de pie como ella.
    —Sí, ve, ¡por favor!

    Melissa estaba excitada por lo que las pinturas pudieran querer decirle, y también quiso que Connor supiera que ella deseaba que fuera a verla, que le ayudara, y que más tarde, fantaseaba, hiciera el amor con ella.

    En un instante desaparecieron del rostro de Melissa la mirada y la invitación, pero ya había llegado a Connor, clara como un gesto, como si se hubiese estirado y lo hubiese tocado.

    —¡Muy bien! —el hombre sonrió para ocultar su placer y añadió—: Quizá deberías comenzar a interrogarlo sobre su pintura. Dale un bloc de notas o algo así. Podría dibujar para ti lo que ha visto.

    Melissa asintió con la cabeza. Ya había pensado en aquello. Había bajado los escalones de piedra y había ido hacia el terreno de aparcamiento con las llaves del coche en la mano.

    Connor se inclinó, recogió la taza de Melissa, arrojó a los arbustos lo que quedaba de café, que cayó describiendo un arco marrón, y le dijo:

    —Iré más o menos a las diez.

    Luego hizo chasquear los dedos y la saludó con el pulgar en alto.

    Ella sonrió como una niña que se fuera a jugar.

    Connor la siguió con la mirada, observándole los muslos debajo de los tejanos cortados sobre la rodilla, así como la forma de su apretado culito. Ya sentía sus manos sobre la curva de la espalda de la mujer, el calor de la piel tras un día al sol, el brillo resbaladizo de las nalgas. Se le secó la boca. Cuando ella desapareció detrás de los arbustos de lilas tuvo una erección, la contrarrestó volviendo a la escuela, en ese momento ya iluminada, pues en lo alto de la colina había terminado por caer la noche.


    MacCabe había encontrado al niño calvo y lo había llevado a los servicios vespertinos de la iglesia del Tabernáculo de la Nueva Tierra. Resultó más fácil de lo que hubiera pensado, pero no se lo contó a los otros, mientras conducía a Adam por el pasillo central del silencioso edificio. Sus brazos grandes y gordos rodeaban de manera protectora los delgados hombros del muchacho.

    Las cosas habían sucedido de esta manera: Después de cerrar la tienda, fue en su coche hasta la casa de Connor y allí encontró al chico. Había pensado invitar a éste y a la madre a la iglesia, para darles la bienvenida a la comunidad, pero el niño calvo estaba solo, sentado en una roca y arrojando guijarros al arroyo.

    MacCabe había llevado unos caramelos para atraer al chico a su Chevy, pero no fue necesario recurrir a ellos, porque acudió de inmediato, con una sonrisa brillante y sin una sola objeción. MacCabe sólo dijo a Adam que irían a encontrarse con «gente fantástica» en la iglesia, y cuando le preguntó su nombre, el muchacho escribió las letras ADAM en el tablero polvoriento del viejo coche.

    Ante esto MacCabe sonrió y luego dijo en voz alta:

    —¡No es verdad, muchacho! ¡No es verdad! ¡Aleluya!

    El chico devolvió la sonrisa, mostrando una dentadura perfecta. MacCabe quedó maravillado ante esos dientes y se preguntó si eran dientes humanos, para terminar decidiendo que no lo eran. Sólo el elegido podía tener dientes tan maravillosos, hermosos y brillantes. Mientras iban a la iglesia le dio una bolsa de golosinas.

    Cuando MacCabe y Adam llegaron a la tarima, Janna Tewell comenzó a tocar Ángeles del cielo en el órgano, y a dirigir el coro. Hasta MacCabe se unió en el versículo final.

    Los brazos sagrados de Dios encontramos.
    Señor, sálvanos a los que buscamos.


    MacCabe levantó la mano izquierda, mientras seguía abrazando al chico, luego bajó lentamente el brazo estirado para poner fin al canto y llamó la atención de la congregación. Todo el mundo observaba al niño calvo y le sonreía a él y a MacCabe. El diácono se tomó su tiempo, gozaba de su importancia.

    —¡Dios nos ama a todos —exclamó en la iglesia silenciosa, y su voz resonó en la bóveda—, pues Él nos ha traído la salvación! ¡Os digo Amén!
    —¡Amén! —le respondió un coro de voces.
    —Hemos creído en Nuestro Señor Jesucristo. Hemos esperado nuestra salvación tal como se nos ha dicho. Y el buen Dios Todopoderoso ha creído en nosotros.

    Movió el brazo en dirección a Adam e hizo que el chico se adelantara. Por un momento, Adam se quedó solo en el rayo de luz del farol que iluminaba la tarima del altar.

    MacCabe caminaba alrededor, sin dejar de hablar. La congregación había centrado la atención en el chico, quien permanecía de pie, absolutamente inmóvil y los observaba con sus grandes ojos de color gris plateado y una sonrisa suave.

    —Y nuestro Libro Sagrado nos dice: «Un niño vendrá a nuestro seno y nos llevará a la tierra prometida» —entonó MacCabe—. Yo os digo, contemplad al niño.
    —¡Amén! —respondió la grey silenciosa con una única palabra de aceptación.
    —Somos el pueblo elegido —les dijo MacCabe.
    —¡Amén!
    —¡Aleluya! —les dijo Sam MacCabe—. ¡Aleluya!

    El diácono llegó al rincón de la pequeña tarima donde se hallaba Hilda-Jo Crawford, que sostenía el gran libro de huéspedes marrón con cubierta de vinilo y una capa de terciopelo azul plegado que ella había confeccionado para el niño calvo.

    MacCabe sonrió a Hilda-Jo y cogió la capa. Habían hecho el amor esa tarde en casa de ella, después de que su marido, Treat, se hubiese marchado con su carruaje fuera de Beaver Creek. Desde entonces no se había lavado, de modo que aun llevaba en las yemas de los dedos el olor de la mujer.

    Cogió la capa de terciopelo que ella había adornado con un lazo para el servicio vespertino y la desplegó, para hacerla luego volar por el aire como si fuera un ave. La capa cayó exactamente sobre los hombros delgados del niño calvo y flotó alrededor de su cuerpo frágil.

    El niño miró a MacCabe desde abajo. En sus ojos helados y detrás del mísero calor de su sonrisa se notaba una nueva frialdad. Sam apartó la vista mientras pensaba: «Dios mío, era verdad. El niño ha venido a llamar a las almas de Beaver Creek». Se volvió hacia Hilda-Jo, que se adelantaba hacia la congregación con el libro abierto, tal como habían ensayado, y dijo:

    —¡Subid aquí, gentes! Apuntaos ahora para montar al carro de fuego. Si vais a ver a Dios, pues bien, benditos seáis, y firmad el libro. ¡Firmad el Libro de la Justicia!

    Dejó de hablar, pues no sabía cuándo los llamaría el Señor. Pero, por haber observado a todos los predicadores que habían ido a Beaver Creek sabía que, en cualquier caso, necesitarían dinero. Levantó una cesta de mimbre, que él mismo había sembrado ya con una media docena de billetes de cinco y de diez, a fin de que todos supieran qué era lo que se esperaba, y dijo a los presentes:

    —Hacen falta provisiones. Emprendemos un viaje celestial y necesitamos comida y bebida para llevar a las estrellas.

    Echó una mirada de conjunto a la grey que se agolpaba en los estrechos pasillos y se acercaba al altar, ya buscando la billetera, ya abriendo sus pequeños bolsos. Unos pocos se quedaron sentados, no los conocía. Se miraban entre sí y sonreían.

    Luego reconoció a Betty Sue Yates. Avanzaba por el pasillo tratando de ocultarse detrás de la gente, pero era demasiado alta y demasiado decidida. El diácono vio como también ella sonreía, mientras se hablaba a sí misma. Se preguntó por qué no estaba Mary Lee en la iglesia para contenerla. ¡Maldición!, pensó, era lo único que le faltaba, Betty Sue en la iglesia.

    Trató de captar la mirada de Ralph Yates, pero el viejo granjero caminaba delante de Betty Sue, paso a paso, los ojos bajos. Lo único que Sam MacCabe pudo ver fue la pálida luna de la cabeza abovedada de aquel hombre enorme.

    La fila se apretaba para firmar el libro de vinilo marrón.

    —Es el momento de firmar en el nombre de Dios —continuó MacCabe— y cuando llegue la hora, hermanas y hermanos, que todos estemos juntos aquí, en la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva.
    —¡Amén! —contestó un coro.

    Sam MacCabe no apartó la mirada de Betty Sue, pensando cómo podía hacer para sujetarla. No quería que firmara el libro, pero no estaba seguro de que supiera escribir. Recordó que en la escuela primaria los maestros le daban muñecas para que jugara, la ponían en un rincón de la única habitación de la escuela, o la dejaban que fuera a jugar al campo, a perseguir ardillas.

    «¡Maldita sea la muy estúpida!», maldijo. No le gustaba tener aquella puta loca rondándole. Por mirarla, por observarla, había olvidado su cepillo y cuando volvió a él los ojos vio el dinero suelto, todos los billetes de cinco, de diez y de veinte. Se le aceleró el pulso, excitado ante la visión de todo aquel dinero.

    El niño calvo lo miró nuevamente con aquellos ojos tan fríos como el cristal. MacCabe se volvió. Vio nuevamente a Betty Sue. La anciana ya estaba delante. Sonreía y hablaba en voz alta. Hablaba con su hermanito, Rufus, el hermano al que había matado a los seis años, arrojándolo al pozo de la granja.

    —¡Maldita sea! —dijo MacCabe en un susurro.

    Soltó al chico y se adelantó para interceptar a Betty Sue Yates, para impedir que se aproximara al Libro de la Justicia.

    El chico le cogió el brazo y le hizo daño. Se le doblaron las rodillas a causa del dolor. Adam no había hecho más que cogerle el codo, apresarle el brazo con toda la fuerza de sus dedos.

    —¡Jesús Todopoderoso! —murmuró MacCabe, esforzándose por respirar y asombrado ante la fuerza del muchacho.

    Adam caminó alrededor del diácono, movió a aquel hombre gordo hacia un costado y se acercó a Hilda-Jo mientras la Loca Sue llegaba a la tarima.

    Hilda-Jo quedó desconcertada ante la acción del niño calvo. Miró hacia atrás y vio que Sam MacCabe se aferraba al púlpito. El diácono giraba sobre sí mismo y caía lentamente como una peonza gigantesca. Ella creyó que el niño calvo la estaba alertando, que el hombre había enfermado repentinamente, que era víctima de un ataque cardíaco.

    —¡Sam! —Hilda-Jo dejó el libro de vinilo marrón en brazos de Adam y corrió hacia su amante.

    Adam levantó la vista, se encontró con los ojos de Betty Sue y sonrió.

    Por un momento, la marea de gente que llegaba al altar para asegurar su salvación se sintió perturbada por la conmoción. Algunos hombres se abrieron paso a empujones, saltaron a la tarima de madera y se precipitaron sobre Sam MacCabe, quien, al caer, se había cogido del pulpito hasta el final, tratando de salvarse. Pero finalmente se desplomó, de tal suerte que el único ruido que se oyó en la iglesia fue el estrépito del púlpito que se derrumbaba.

    Un grito, un coro de voces se elevó de la multitud, azorada ante el espectáculo que se le presentaba: un nuevo hermano que moría justo antes de su salvación.


    Cuando Melissa regresó a la casa-goleta y comprobó que Adam se había marchado, telefoneó a Connor a la escuela y se lo contó. Melissa creía haber dominado su miedo en relación con el chico, pero aquella ausencia la sacaba de quicio. Se paseaba sin pausa por la cocina, estirando el largo cable, mientras Connor trataba de razonar con ella.

    —Ya ha salido antes —le recordó.
    —Lo sé, pero le dije que sólo iba por una media hora a la escuela. Le dije que no saliera de la casa.
    —Volverá.
    —¡Eso no lo sé! —gritó Melissa.
    —Sí que lo sabes.
    —¿Por qué?
    —¿Ha desaparecido algo de su habitación?

    Estirando el cable, Melissa corrió al dormitorio de Adam y examinó la habitación.

    —No, me parece que no —respondió, de pie en la puerta del dormitorio.
    —Vale, es una buena señal.
    —¿Adónde ha ido? —preguntó Melissa de inmediato.
    —Al bosque, es lo más probable —dijo seriamente Connor—. Calmémonos. No te servirá de nada ponerte histérica.
    —¡No estoy histérica!
    —Vale, lo siento, lo que quiero decir...
    —Apuesto algo a que está con esa Loca Sue —dijo Melissa, cuya mente saltaba de un pensamiento a otro sin parar.
    —No lo sé. Le he pedido que se alejara de él. —Connor guardó silencio por un instante y agregó—: Trata de tranquilizarte. Llegaré en menos de una hora. Acortaré esta clase.
    —Gracias —musitó Melissa, que se sentía abrumada y desesperada.
    —Bebe una copa, o algo. Trata de conservar la calma. No puedes hacer ninguna otra cosa, ¿de acuerdo?

    Melissa asintió con la cabeza.

    —¿Estás bien? —preguntó Connor, cuya voz delataba el interés de la pregunta.
    —Creo que sí.
    —Te veré dentro de cuarenta y cinco minutos.
    —Connor, me está volviendo loca.
    —Ya lo sé —y suspiró antes de continuar—. Pero todo mejorará.
    —No lo sé —respondió Melissa—. No lo sé.

    Melissa colgó y se alejó de la columna de tronco; se quedó atónita al ver a Adam, quien, como siempre, había entrado en la casa sin hacer ningún ruido.

    —¿Dónde has estado? —preguntó Melissa, aún temblando del susto y emocionada de verlo otra vez sano y salvo en casa.

    Él miró a la lejanía y se encogió de hombros.

    —Adam, sabes que no me gusta que te marches de esta manera, a correr por el bosque. Sobre todo cuando está oscuro.

    Adam no se apartó de Melissa, ni asintió en señal de comprensión, pero ella sabía que le había entendido.

    —No quiero tener miedo por ti, ni pensar que algo pudiera sucederte, y no voy a seguirte a todas partes... Pero tú bien podrías no escaparte, no irte sin decirme una palabra. Yo te dije adónde iba, ¿no es verdad?

    Melissa esperó respuesta, y él respondió sacudiendo la cabeza.

    —Muy bien —le dijo, e inspiró profundamente; sabía que tenía que dejar de reprenderlo—. Nos entendemos. ¿Qué te parece si comemos algo? —agregó con voz más ligera—. ¿Qué tal una hamburguesa y unas patatas fritas caseras?

    Ambos estaban de pie en la cocina, y él le sonrió.

    Ella lo miró fijo, siempre sonriendo, y pensó que en la montaña se había hecho más niño. Cuando lo vio con sus tejanos nuevos, que ya había desgarrado y ensuciado, y vio como la camiseta de la escuela de Artes y Oficios colgaba suelta alrededor de su magro cuerpecito, se sintió feliz.

    —¡Dios mío! Ve a lavarte mientras yo hago mis famosas hamburguesas MacMelissa.

    Al pasar junto al chico, le tocó los hombros. Era el único gesto, tímido y constante, con el que Melissa alimentaba el contacto físico, y se sintió tranquila al comprobar que la relación mejoraba. Él no se espantó y le permitió actuar como madre.

    Melissa reprimió una sonrisa mientras se dirigía al hornillo, complacida de la respuesta tan infantil de Adam, que la hizo sentir muy bien mientras se enfrascaba en la preparación de la comida. Melissa no llegó a ver la mueca taimada que apareció en la boca de Adam, ni la frialdad en su rostro pálido.


    Mientras Adam comía, Melissa se duchó y se afeitó las piernas, aunque sabía que las alfareras de la escuela nunca se afeitaban las piernas. Ella también había adoptado esa posición cuando era más joven y pensaba que las mujeres no debían desplumarse como si fueran pollos.

    Todavía creía lo mismo, y durante el invierno se pasaba a veces sin depilarse, pero en ese momento era verano, hacía calor e incluso tenía que admitir que no encontraba agradable el pelo en las axilas y las piernas de las mujeres.

    Se dijo que afeitarse las piernas la tranquilizaba, pero sabía que se estaba engañando, así como se estaba engañando al ponerse una falda de verano, una blusa blanca y pintarse los labios. Su excusa era que quería sentirse una mujer atractiva, no tan sólo madre o alfarera. Se repitió una y otra vez que eso no tenía nada que ver con que más tarde fuera Connor a beber una copa y a cenar, y a lo que fuere. Ella ya sabía que harían el amor, pero no se permitía pensar en ello, pues estaba segura de que la expectativa podía llegar a aturdiría.

    Terminó de vestirse, se miró en el único espejo de la casa, en el botiquín de la planta baja. Para mirarse de cuerpo entero tenía que ponerse en el vano de la puerta del cuarto de baño. La pequeñez del espejo le demostraba que en esa casa-goleta nunca había vivido una mujer con Connor. Y eso le produjo una satisfacción no exenta de perversidad.

    También con satisfacción se encontró bien, incluso bonita. Estaba contenta de haberse cortado el pelo antes de emprender el viaje al sur, pues sabía que no tenía tiempo para ocuparse de él. Se lo esponjó y dejó que tomara su curva natural. Sonrió para sí misma.

    Luego fue al salón amplio y despejado para ordenar algo la habitación y mudó de lugar dos lámparas de pie, para colocarlas de tal modo que iluminaran la gran pintura de Buck’s Landing. Quería que Connor viera la pintura completa, y además estaba secretamente impresionada por la obra de Adam, cuyo logro le producía una satisfacción de índole maternal.

    La obra era impresionante, sobre todo por el dominio del óleo. El chico había captado el ambiente local de la zona de aparcamiento y los sentimientos que despertaba. Podía casi sentir el frío del río de montaña, el olor de la sucia orilla, donde crecían silvestres la juncia, la cicuta y otras plantas acuáticas. Fácilmente podía identificar las flores, pues en la universidad había hecho un curso de ecología. Se preguntaba cómo había podido Adam representar tan fielmente la ribera.

    Nuevamente pensó en cuánto le gustaba al chico sentarse sobre la roca y arrojar piedras a la corriente. Después de todo no se trataba simplemente de que fuera un perezoso, y eso le gustaba y le transmitía confianza en él.

    Volvió a su dormitorio de la planta alta y puso sábanas limpias en la cama, quitó toda la ropa interior que estaba desordenada y colgó los tejanos y los bermudas. Sonrió ante su manía, pero se sentía más segura si tenía la casa limpia y ordenada.

    Antes de bajar, abrió la portilla y buscó con la vista a Adam. Suspiró, aliviada al verle. En eso consistía realmente ser madre, pensó, pasarse todo el tiempo esperando que el hijo vuelva, asegurarse de que el hijo ha vivido un minuto más de su vida joven.

    Luego pensó en su madre. ¡Qué diferente había sido su vida con Alice Gross! Había sido ella, Melissa, la que esperaba y observaba. Tuvo un recuerdo tan vivo y angustioso que la sorprendió; recordó cuánto miedo tenía siempre cuando su madre se iba a trabajar o cuando la dejaba con una canguro. Siempre pensaba que su madre la abandonaba. Incluso recordó cómo, siendo ya adolescente, seguía mirando a su madre, cómo guardaba silencio y escuchaba una amonestación, con el deseo y la esperanza de que la madre desapareciera de su vida para siempre. Y, naturalmente, tenía razón.


    Después de la cena, Connor sirvió una bebida para ambos y se sentaron juntos en el sofá a conversar acerca de los grandes maestros de cerámica que Connor conocía. Le contó historias sobre M. C. Richards, Bob Turner y Bernard Leach, de Inglaterra, que fueron los primeros que le enseñaron a centrar y a modelar un cacharro.

    No era cierto, naturalmente. Connor nunca había estado en Inglaterra ni había conocido nunca a Leach, pero contó lo que una vez había leído en un libro, y dijo que Leach le había hecho hacer miles de vasijas antes de aceptar una.

    —E incluso ésa —dijo en voz muy baja, inclinándose, con una sonrisa irónica, de tal modo que Melissa sólo tuviera conciencia de sus ojos—, no era nada buena. Me parece que Leach simplemente se cansó de decirme que no.

    Melissa sonreía incapaz de moverse y sin el deseo de moverse. Estaba acurrucada, se sentía segura y caliente, y pensó que podía escuchar a Connor durante toda la vida, que cada vez que le contaba una nueva historia, más sabía ella de él, por dónde había viajado, qué había hecho.

    —Tienes una vida maravillosa —dijo—. Estoy celosa de tus aventuras. Me siento con carencias. Me da vergüenza, ya sabes, no haber hecho algo mejor con mi vida.
    —Tienes tiempo —dijo Connor—. Pero debes darte cuenta de que ahora mismo tu genio está ahogado por las ambiciones y el egoísmo, e incluso por la ignorancia y el miedo. Primero has de superar todo esto. No debes envidiarme, ni sentirte defraudada por la vida. Si quieres producir el cacharro perfecto, debes convertirte en una persona perfecta. Hasta conseguirlo, nunca estarás satisfecha ni te sentirás feliz. La gran alfarería surge de un gran corazón.

    Melissa había perdido el hilo de la conversación. No podía concentrar la atención. Sólo era consciente de la voz de Connor y de su propia serena felicidad. De pronto se sorprendieron estirados y con las piernas entrecruzadas. Connor movió el pie cubierto con un calcetín y lo alojó entre los muslos de Melissa.

    Ella se acordó de Adam y levantó la vista. Estaba al otro lado de la larga habitación, pintando otra vez y ajeno a ellos.

    —Adam —dijo ella suavemente—, me parece que es hora de que pienses en ir a la cama.

    Adam la miró por encima del caballete. Melissa sólo pudo ver la bola redonda de su cabeza calva y la forma suave de la frente, que a la luz de la lámpara eran de un blanco leve y reluciente.

    El chico no dio señal alguna de haber captado la orden, pero comenzó a limpiar los pinceles y a separar de la pintura las lámparas, que apagó. De pronto, el salón de la casa-goleta quedó en sombras, únicamente iluminado por la luz de la luna que se filtraba a través de las vidrieras.

    Adam iba y venía por la casa, ocupado en todas sus rutinas nocturnas. Fue primero a la cocina y se sirvió un vaso de agua para llevar a la cama, luego se detuvo en el cuarto de baño. Sentados en el sofá, Melissa y Connor lo oían orinar. Ella sonrió mientras decía en voz baja a Connor: «Chicos». Adam dejó correr el agua del inodoro y, sin saludar, se dirigió a su dormitorio de la planta alta.

    —Buenas noches, Adam —dijo Melissa.

    El chico cerró la puerta de su habitación y dejó a ambos en las sombras del salón.

    Estaban sentados uno junto al otro y en silencio. Melissa había reclinado la cabeza contra el respaldo del sofá y observaba a Connor en el otro extremo del sofá. Era consciente de cada uno de sus movimientos, de su presencia física. No había nada como un hombre, reflexionó, pensando en esos cuerpos, en cómo se movían sus músculos, recordando cómo modelaba un enorme cacharro en el torno, recordando como se había inclinado hacia adelante con todo su cuerpo y había quitado la arcilla húmeda con la fuerza de sus manos y sus brazos.

    Volvió a pensar en los músculos del antebrazo, que se hinchaban contra la camiseta ajustada. Melissa sintió que su cuerpo comenzaba a excitarse, que la sangre le bombeaba en el centro de la vagina. Jesús, pensó, cerrando los ojos. Debería levantarse y coger un vaso de agua fría de la montaña para serenarse. Sentía que la sangre le afluía dulcemente a todo el cuerpo. Connor movió el pie, volvió a presionarlo suavemente contra ella y bajó los dedos buscando su abertura. Ella cambió de posición, abrió las piernas, le dio espacio.

    Connor se acercó más.

    Lo hizo con extraordinaria naturalidad. Se estiró a través del sofá, la cogió de los hombros con ambas manos y la atrajo hacia él. Las piernas de Melissa no entorpecieron el movimiento, se deslizó en su abrazo y quedó encima del hombre mientras éste volvía a acomodarse sobre el largo sofá.

    Ella sintió contra la entrepierna el bulto de su erección y sonrió, soñadora, muy junto al rostro de Connor, para besarlo luego en los labios y dejar que la lengua del hombre entrara como saeta en su boca. Sostuvo la cara del hombre entre las manos y palpó los suaves hoyuelos detrás de las orejas. Él la acercó más aún y estiró ambas manos para cogerle las nalgas, pero luego deslizó la mano por debajo de la cintura de la falda, bajo la seda de las bragas, y dejó correr el índice rápidamente entre las nalgas y lo introdujo.

    Ella jadeó cuando él irrumpió en su ano y, frenéticamente, pasó su mano libre por el cuerpo del hombre, presionó con los dedos para abrir la hebilla del cinturón, desabrochó el botón superior de los tejanos y hundió la mano por debajo del calzoncillo hasta apresar su picha erecta en el puño apretado.

    Connor trataba de llegar a ella desesperadamente. Melissa se sentó, apartó la mano del pene y comenzó a desvestirse. Él le cogió la blusa blanca de algodón y se la quitó por encima de la cabeza. Melissa llevaba sostén, y cuando él se acercó para besarle los pechos, una ola de perfume le llenó las fosas nasales. Él inspiró profundamente y se llenó la boca con su seno izquierdo.

    Melissa estaba sentada a horcajadas sobre él, lo tenía apretado entre las piernas y estaba desnuda de la cintura para arriba. Ya no había ninguna luz encendida en el abierto espacio del salón, de modo que lo que uno podía ver del otro se debía únicamente a la luz de la luna, que entraba por las ventanas altas e inundaba toda la casa de un blanco fantasmal. Ella misma se daba cuenta de que su cuerpo parecía extraño. Eso la irritó, pues le recordó una ocasión en que había visto un cadáver desnudo en una camilla de autopsias. Luego pensó en la pintura de Adam de las dos mujeres abrazadas en la margen del río.

    Hubiera deseado quedar fuera de la luz de la luna, salir del sofá. Adam podía despertarse, entrar en el salón y encontrarlos haciendo el amor.

    —Aguarda, vamos allá —dijo en un susurro mientras señalaba con la cabeza en dirección a su dormitorio de la planta alta, contra el cielo raso de la catedral.

    Connor movió afirmativamente la cabeza, en señal de acuerdo, y se movió.

    Melissa se incorporó del sofá y recogió la blusa blanca. A la luz de la luna, la blusa blanca de algodón parecía misteriosa.

    Llevaba la blusa en las manos, apretada contra los pechos y sin saber qué hacer. Luego pensó que aquello era ridículo. Estaba a punto de hacer el amor con aquel hombre. Quería que él le hiciera el amor.

    Dejó caer la blusa en el respaldo de una mecedora, luego se bajó la cremallera de la falda y se la quitó. Llevaba puestas bragas negras, que —había pensado— resultarían eróticas a la luz de la luna. Miró a Connor, con el deseo de que observara su strip-tease y luego se volvió lentamente, de modo que el hombre pudo verla de perfil. El se había quitado la camisa y Melissa observó como los hombros le daban a su cuerpo un aspecto cuadrado. El verle en parte desnudo le paralizó la respiración. Su único deseo era entregársele, dejarle hacer con ella lo que quisiera.

    Se quitó las bragas y se alejó de él a fin de dejar ante su vista espalda y trasero, sabiendo que tenía un culo en forma perfecta de pera y que era su único capital verdaderamente agradable. Fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. El vino tinto le había secado la boca, bebió un vaso lleno para saciar la sed y sirvió otro, que llevó consigo a donde se encontraba Connor observando, mientras ella regresaba silenciosamente junto a él a través de la borrosa luz de la luna.

    Sólo cuando volvía desnuda y pensaba que, dado que Connor la observaba con la misma mirada de deslumbramiento, debía de resultarle hermosa e incitante, echó una mirada al más reciente óleo de Adam, todavía en el caballete.

    Vio que Adam los había pintado a ella y a Connor en pleno acto sexual. Y que no los había pintado con un pincel, sino con una espátula y pintura espesa. Era una pintura impresionante, pero era evidente que Adam había querido mostrarlos copulando sobre el sofá. Ella estaba desnuda y sobre Connor; ambos se manoseaban con manos que tenían la forma de la pezuña de un asno.

    —¿Qué es eso? —preguntó Connor, al advertir la cara asombrada de Melissa, y se acercó rápidamente a contemplar la obra de Adam.
    —¡Pero no estábamos haciendo el amor! —exclamó Melissa—. ¡Maldito sea!

    Iba y venía frente a la puerta cerrada de Adam. Luego recordó que estaba desnuda, corrió a la mecedora y cogió su ropa interior. Lloraba de rabia y de humillación.

    —Voy a despertarle —le dijo a Connor mientras se ponía la blusa y se abotonaba camino del dormitorio del chico—. ¿Quién se cree que es? Yo lo salvé...
    —Tranquila, tranquila —le dijo en voz muy baja Connor. La cogió de un brazo y le habló para calmarla—. No es nada personal, Melissa.

    Eso la detuvo.

    —¿De qué hablas? —Melissa no bajó la voz.

    No le importaba si Adam estaba detrás de la puerta con el oído pegado al ojo de la cerradura.

    —¡El chico es un genio! —dijo Connor—. ¡Esa pintura! ¡Todo su arte! Son obras de un genio. No estás tratando con un chico común.
    —¡Tienes toda la razón! ¡Yo no lo soy! De modo que no puedo quedarme con él. Fue un error. Mi error. De acuerdo. Asumo la responsabilidad, pero se va a su casa..., nos vamos los dos a casa, a Nueva York, y lo devuelvo a la agencia, que le busquen un hogar de adopción, que lo dejen otra vez libre en la calle, o que lo devuelvan a la institución de donde salió. ¡Yo no lo aguanto más!
    —Melissa, Melissa —rogó Connor, siempre en voz susurrante.
    —¡Maldición, deja ya de susurrar! ¿O crees que no está escuchando?

    Melissa se soltó de la mano de Connor, se abotonó la blusa, cogió la falda y se la puso. Otra vez estaba llorando, pero esa vez a causa de su humillación.

    Connor aguardó un momento; la dejó que se vistiera. Había aprendido que las mujeres eran menos histéricas después de vestirse.

    No le permitiría que se marchase de Beaver Creek, al menos no antes de hacer el amor con él. Estaba furioso con el chico por haberlo echado todo a perder. Si no hubiera ido ella a buscar un vaso de agua, en aquel momento habrían estado follando.

    Y luego estaban las pinturas. Miró atentamente una, la de ellos haciendo el amor. No se había equivocado acerca del talento de Adam. Tenía encima los cursos de arte suficientes como para darse cuenta de que el muchacho poseía dotes naturales. Lo que debía hacer era conservar todos los dibujos de Adam. Tenía un contacto en Washington. Llamaría a esa mujer y la haría volar hasta allí para que viese lo que había hecho el chico.

    Melissa terminó de vestirse y se volvió para mirarlo. Las lágrimas habían desaparecido. Estaba demasiado enfadada para seguir llorando.

    Connor, adoptando otra táctica, dijo rápidamente:

    —Melissa, tienes una responsabilidad respecto del chico.
    —Ya no. El chico está loco —replicó ella, aceptando el hecho—. Y yo estoy loca por tratar de ocuparme de él —esta vez bajó la voz.
    —Ya te dije que podemos saber de él a través de su pintura. El chico está tratando de comunicarse con nosotros.
    —Connor, no me importa —se alejó, caminó hasta la pared, accionó el interruptor y se encendieron las luces altas del centro de la habitación. De inmediato se disipó la sombría bruma que proyectaba la luna—. ¿Quieres una copa?

    Sin esperar respuesta, fue a donde había quedado abierta una botella de vino tinto, sobre el mármol. Sabía que por la mañana le dolería la cabeza, pero necesitaba algo para beber.

    Se estiró para coger un vaso del estante y vio que le temblaba la mano. No podría servirse la copa.

    —Connor, ¿querrías darme un vaso de vino, por favor?

    Melissa comenzó a pasearse por el salón, pasando delante de la puerta del dormitorio de Adam, deliberando consigo misma si quería enfrentarse con él, para pasar luego junto al mármol de la cocina y caminar a lo largo de las grandes ventanas que daban al arroyo. Caminaba rápido con una sensación de rigidez en el estómago.

    En momentos de tensión nunca podía hacer nada bueno. Se paralizaba. Ni siquiera podía dominar la tensión. Y además sabía por qué. Era a causa de su infancia; de todos aquellos años, cuando su madre la llevaba de un lugar a otro, en que nunca sabía cuál sería la residencia siguiente, o quién sería su próximo hermanastro o su próxima hermanastra. Incluso en ese momento, al pensar en su infancia, comenzó a temblar. Sintió que empezaba a dolerle la cabeza y se apretó la frente con la mano derecha, tratando de liberarse del dolor.

    —Aquí —dijo Connor, interrumpiéndola frente a la chimenea y obligándola a detenerse—. ¡Mira! ¡Escúchame!

    Melissa cogió el vaso de vino que él le alcanzaba y abrió mucho los ojos, como señal de que lo escucharía.

    —Dejemos de lado por un momento tus sentimientos para con él, ¿vale? —dijo él, siempre de pie—. Te sientes herida, te sientes ofendida, traicionada incluso por la pintura. De acuerdo, pero lo sorprendente es que tú y yo sólo estuviéramos sentados uno junto al otro en el sofá cuando él pintaba, ¿no es eso? Quiero decir que él imaginó, tú y yo, ya sabes.
    —No hace falta ser un genio para saber lo que iba a pasar. Adam pudo haberlo percibido en el aire. Mira, la gente de la calle, y sobre todo los chicos de la calle, son condenadamente listos para interpretar una situación. Así es como se mantienen vivos en los refugios de la ciudad, donde la vida puede ser realmente peligrosa. No hablo de lo que comprende. Mi reacción se debe a cómo me describe, a cómo nos describe, en su pintura. ¡No tiene derecho...!
    —¿Qué es lo que pasa?
    —Que yo soy una burra, eso es lo que pasa.
    —Tú sabes qué es el surrealismo. Permítele al chico un margen de licencia artística.

    Melissa seguía sacudiendo la cabeza. Había dejado el vaso de vino tinto sobre la repisa del hogar, a sus espaldas, y tenía los brazos cruzados sobre el pecho. No miraba a Connor, sino que miraba fijo hacia otro sitio. Vigilaba la puerta cerrada de Adam. Tenía apretados los labios y los movía hacia atrás y hacia adelante, como si se masticara las mejillas por dentro.

    Connor comenzó a hablar. Le explicó que estaba convencido de dos cosas: de que Adam era un genio artístico y de que había que estimularlo y ayudarle a desarrollar su creatividad. Que ése era el único modo de que encontrara un sitio en el mundo, que la pintura de Adam les daría información sobre la vida oculta del chico, y que sería incluso a través de esa obra como Adam revelaría su identidad.

    —Estás al borde de una gran ruptura —le dijo Connor, otra vez en un susurro, recostado contra la repisa del hogar—. No sólo estás salvando la vida del chico, sino que también le estás dando un futuro. Yo te ayudaré. Tengo ciertos contactos en el mundo del arte. Marchantes, ya sabes. Voy a pedirle a una mujer que conozco que venga hasta aquí y mire este material. Veremos si tengo razón. Pero sé que la tengo —terminó con una sonrisa encantadora.
    —No quiero que me convierta en una loca.
    —No te convirtió en una loca, Melissa. Mira, tú misma has dicho que había una cierta tensión sexual entre nosotros. Pues bien, él captó esa tensión, de la misma manera en que supo acerca de los asesinatos de Buck’s Landing. Es vidente.

    Melissa asintió con la cabeza, pero no respondió. Connor podía ser brillante. El niño podía tener facultades telepáticas. Ella había leído algo sobre ese tipo de personas. Eso volvía a irritarla. Se alejó del hogar, como si caminando pudiera liberarse de su angustia. Seguía mirando la puerta cerrada del dormitorio y no dejaba de interrogarse acerca de Adam. Ella no podía vivir así, pensó, con la mente permanentemente ocupada por el pensamiento del chico, preguntándose eternamente qué estaría pensando. Terminaría loca.

    Detrás de ella, Connor decía algo más acerca de su amiga del mundo artístico, alguien a quien podía telefonear y hablarle de las pinturas de Adam. Melissa decidió llamar a Greg a primera hora de la mañana y preguntarle qué pensaba.

    —De acuerdo —dijo Melissa, volviéndose hacia Connor, ella misma sorprendida ante su rápida decisión—, hablaremos de eso mañana.

    De inmediato se sintió mejor, sabiendo que hablaría de su problema con Greg.

    Después dio un paso hacia el caballete y miró atentamente la pintura de Adam, la examinó bien iluminada y comprobó que ella se había equivocado.

    No eran ella y Connor haciendo el amor en el sofá. Adam la había pintado a ella, advirtió Melissa, pero cuando tenía trece años y Roland Davis la obligaba a acostarse con él.

    Giró sobre sí misma y salió corriendo al dormitorio de Adam, abrió la puerta y encendió las luces. La habitación estaba vacía; la cama, hecha. Melissa vio que Adam había salido sigilosamente de la casa por la ventana lateral y había desaparecido en la noche de la montaña.

    Lo que Melissa no sabía era cómo sabía Adam que se había visto forzada a hacer el amor con el marido de su madre, allá en Kansas, hacía mucho tiempo, cuando no era más que una niña aterrorizada por el hombre que la amenazaba con cortarle el cuello si alguna vez le contaba a la madre lo que él le hacía cuando ésta se iba a trabajar a Sears y ambos se quedaban solos en la casa alquilada de la avenida Jefferson.


    14


    Gerry Lee Walkins se desvió de la carretera de Blue Ridge con su vehículo de la policía estatal y entró en la zona de aparcamiento con vista panorámica que quedaba al sudoeste de Beaver Creek. Tenía necesidad de orinar y también de buscar un lugar sombreado donde pudiera aparcar el coche y dormir una media hora.

    La visión estaba expedita. Ni siquiera los turistas del norte con su cargamento de niños estaban allí comiendo, o bien sentados sobre la cerca de piedra haciéndose una foto con las Great Smoky Mountains al fondo.

    Echó una mirada al oeste y distinguió Asheville a lo lejos, en el otro extremo del largo valle. El sol brillante del mediodía reflejaba cristal y acero, y mucho más allá de la ciudad, cortando el horizonte, se veía la estrecha cadena de montañas, coronada por nubes.

    Era una vista hermosa, pero ya estaba harto de eso. Tenía cincuenta y seis años y estaba cansado de la montaña. Todas las colinas lo aburrían. No entendía cómo podía la gente ir hasta allí arriba y quedarse extasiada, con la boca abierta. Después pensó en las dos mujeres que habían encontrado en Buck’s Landing. Pues bien, esos dos homosexuales no volverán otra vez al norte, eso es seguro. Cerró con un golpe la puerta del coche. Se ajustó el grueso cinturón del que colgaban revólver, porra y linterna, y caminó por la piedra angosta hasta una pequeña abertura de la que salía una senda para que la gente pudiera llegar a las mesas de picnic instaladas en la falda, sobre la hierba.

    Ese día el personal de carretera había segado la falda, de manera que Gerry Lee percibió el fresco olor a hierba recién cortada. Era casi lo único que le gustaba del aire libre, eso y el olor de las piñas. Pero no creía que jamás pudiera volver a gustarle la visión de las piñas.

    —No, señor —dijo, en voz alta y sorprendiéndose a sí mismo con su voz.

    No podía dejar de pensar en las piñas, en cómo las habían visto metidas en los cuerpos de las mujeres, en Buck’s Landing.

    —¡Maldita sea! —dijo en voz más alta, con lo que espantó a unos cuantos pájaros de la densa maleza.

    Se bajó la cremallera y sacó el pene mirando hacia abajo, a fin de que la orina no lo salpicara. Luego inspiró profundamente, se tiró un pedo y se dejó ir, los ojos cerrados y gozando de la meada. Cuando volvió a abrir los ojos, vio a la vieja sonriéndole.

    —¡Hostia! —maldijo mientras trataba de cortar el chorro.

    La mujer estaba más abajo en la colina, a menos de seis metros, erguida, con las manos sobre las caderas. Tenía hierba en el pelo gris, y más hierba aún en el delgado vestido amarillo y en sus rodillas huesudas. No dejaba de sonreír, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado.

    —¿De dónde mierda sales? —masculló el hombre, irritado al verla, pues la mujer lo había estado observando y él no la había visto.

    Ella se levantó el vestido, sin dejar de sonreír, y se exhibió.

    —¡Ea, tú! ¡Maldita sea! ¡Bájate el vestido! —le gritó, y se volvió para ocultar su pene laxo, que no podía meter en los pantalones ajustados; en ese momento vio que se había mojado con su propia orina, de modo que una mancha húmeda le cubría el lado interior de la pierna izquierda del pantalón.
    —¡Me cago en la hostia puta! —maldijo, y cuando se disponía a subir la colina se le enganchó el pie derecho en una rama enterrada y trastabilló en el suelo desigual.

    Trató de restablecer el equilibrio, pero resbaló sobre la tierra húmeda, aquella espesa capa de hierba recién cortada.

    Trató de agarrarse de algo en la resbaladiza pendiente, pero no encontró nada y bajó rodando por la falda, cada vez a mayor velocidad. Unos quince metros más abajo chocó con un árbol, que lo detuvo. El golpe le cortó la respiración.

    —¡Mierda! —exclamó mientras se agarraba el estómago.

    El dolor ya le había llegado a la espalda. Se había hecho daño, estaba seriamente lastimado, y se dio cuenta de que no sería capaz de regresar al coche para pedir ayuda.

    Abrió los ojos, levantó la vista al sol brillante y procuró protegerse el rostro, pero no pudo y, en consecuencia, no vio quién se aproximaba, de pie sobre su cuerpo postrado, aunque sí sabía que no se trataba de la vieja.

    La miró por el rabillo del ojo. Allí estaba, quieta, un poco más abajo, de modo que tenían los ojos casi en el mismo nivel y a unos doce metros de distancia. Gerry Lee vio como se bajaba el vestido y dejaba de sonreír. Tenía el entrecejo fruncido, como si algo la desconcertara.

    Él apartó el rostro y quedó momentáneamente cegado por el sol. Luego distinguió quién estaba de rodillas junto a él, quién había ido a consolarlo, allí, en la hierba alta, con la espalda dolorida e incapaz de moverse.

    —Ayúdame —rogó.


    Mimi Segal lloraba. No dejaba de llorar, ni de pedir a su papá que parara.

    —Me duele el culo —le dijo a su madre, doblándose en dos.
    —Alan, ¿quieres parar este puto coche?
    —¿Dónde? —les gritó a las dos al tiempo que levantaba las manos.

    Entonces vio la señal de vista panorámica y desvió la furgoneta por el camino interior, interrumpiendo el paso de un tractor con remolque, que, al frenar, le arrojó un chorro de aire.

    —¡Basta, callaos! —exclamó Alan, harto de todo el mundo, pero sobre todo de su hija de cuatro años.

    No hacía todavía una hora que habían parado en un restaurante en Bristol y Mimi no había querido ir al servicio.

    Cogió la rampa de entrada al parking panorámico a cerca de noventa kilómetros por hora. Todavía iba demasiado rápido cuando la furgoneta entró en el área de aparcamiento y el hombre divisó el coche blanco de la patrulla de caminos.

    —¡Maldita sea! —maldijo en voz apenas audible al ver el coche de la policía. A su espalda, la criatura lloraba histéricamente.
    —¡Para el puto coche! —le gritó la mujer.

    Apretó el freno y los tres se fueron hacia adelante, sólo contenidos por los cinturones de seguridad.

    —¡Vale, vale! —y luego, dirigiéndose a su hija, que ya comenzaba a manosear la puerta de atrás—. ¡La próxima vez vas al servicio cuando yo te lo diga! ¡Joder!
    —¡No le hables de esa manera! —ordenó la mujer mientras abría la puerta del lado del pasajero.

    Alan sintió una ráfaga de aire caliente contra el interior frío. Se estiró y trató de cerrar la puerta, pero no alcanzó.

    Cuando levantó la vista, su mujer y su hija habían desaparecido, y una vez más, como tantas otras en que había soñado despierto en esos viajes de familia, pensó en perderlas, en arrancar y marcharse por la carretera, irse antes de que terminaran de orinar en el bosque.

    De inmediato, la breve fantasía le hizo sentirse mejor. Se quedó mirando el coche policial aparcado, hasta que, finalmente, su mente registró la realidad del coche. No, no funcionaría. Ella lo seguiría con los policías, quienes avisarían por radio para que bloquearan el paso más adelante.

    Luego, al advertir que el vehículo estaba vacío, se preguntó dónde habría ido el policía. Estiró el brazo hacia abajo, pulsó un botón y bajó la ventanilla. Todo estaba en silencio.

    Miró el muro de roca al tiempo que se preguntaba por Crystal y Mimi y sentía una punzada de aprehensión. Se estaban demorando demasiado, pensó, y por un momento estuvo a punto de bajar del coche e ir a buscarlas. Pero la idea de levantarse y de salir al calor del día lo detuvo, y pensó en cómo orinaba Crystal siempre que él le metía prisa.

    —¡Mierda! —gritó, con necesidad de expresar la triple frustración, de su vida, de ese día y de haber tenido que parar en medio del desierto sólo cuarenta minutos después del almuerzo.
    —¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —dijo rápidamente.

    Las palabras desaparecieron en el calor del día, el suave olor a alquitrán blando, el rumor distante del tráfico, un zumbido permanente y luego el latigazo de un coche que pasaba a toda velocidad por la autovía.

    —¡Mierda! —susurró por última vez, y decidió salir del estrecho asiento.

    Abrió la puerta, volvió a sentir otra oleada de calor estival y miró hacia el lugar por donde habían desaparecido las chicas. Vio algo. El breve destello de una persona. Son ellas que vuelven, pensó, y se quedó a la espera de ver aparecer el pelo rojo de Crystal.

    Después, un poco más a la derecha, vislumbró otra persona.

    —¿Qué carajo...?

    Mantuvo la mirada fija en el muro bajo, que inspeccionó en toda su longitud. Alguien estaba jugando con él. «Es Mimi», pensó, y sonrió.

    Pero no era su hija.

    —¡Oh, mierda! —dijo mientras luchaba por salir del coche.

    Advirtió que tenía todavía el cinturón abrochado. Manipuló torpemente el cinturón al tiempo que se preguntaba quién sería aquella anciana con un sombrero de policía en la cabeza.

    Con un puntapié abrió bien la puerta del lado del conductor y se aferró al volante para incorporarse en el hondo asiento de piel, pero es todo lo que alcanzó a hacer.

    Crystal Segal no tenía que orinar con su hija, pero tenía que llevar a Mimi a la ladera de hierba recién cortada y entre los siempreverdes porque la niña tenía miedo de que la viese alguien que pasara en coche.

    Crystal simpatizaba con su hija. Cuando iba a un servicio público, se ponía casi tan nerviosa como Mimi.

    Sin embargo, no le gustaba tener que pasar entre malezas y flores silvestres para encontrar un lugar oculto. Crystal seguía buscando hiedra venenosa, no tenía idea de dónde buscar, y además temía que a Mimi la picara una garrapata de ciervo, aunque en realidad no sabía a ciencia cierta si la enfermedad de Lyme había llegado tan al sur.

    Era lo único que le faltaba, pensó.

    —Ya está —anunció Mimi mientras se subía las bragas, sonriendo.
    —Tu padre tiene razón —dijo a su vez Crystal—. La próxima vez quiero que vayas al servicio antes de salir de un restaurante. Basta de este capricho, ¿entendido?

    Mimi, que se sentía mejor y quería escapar a la voz de la madre, corrió hacia adelante y trepó con facilidad la escarpada colina.

    —¡Ten cuidado, cariño, no corras! —gritó Crystal a su hija, y corrió detrás de ella, que había llegado al muro bajo y había entrado por la abertura, desapareciendo del campo visual.

    Crystal se detuvo a tomar aliento. Le dolía la cabeza por el esfuerzo.

    —¡Mimi, condenada! —gritó detrás de su hija, pero concentrada en la subida que la obligaba a moverse permanentemente.

    Sólo se detendría en lo alto del talud, se dijo, donde se sentaría a respirar.

    Lo hizo de un tirón, sin parar, y se agarró al muro bajo de piedra. Mimi ya corría a través del aparcamiento vacío, en dirección a la furgoneta.

    Crystal vio que Alan había abierto la puerta. Luego meditó por qué habría hecho tal cosa con aquel calor de la tarde. Mimi comenzó a gritar. Chilló, se cogió la cara y retrocedió de golpe, sin perder de vista ni un solo instante algo que Crystal no podía ver.

    —¡Oh, Dios mío! —dijo en un susurro mientras corría hacia el coche.

    Alan estaba muerto. Había sufrido un ataque al corazón. Entonces pensó en dónde buscar ayuda. Al ver el blanco coche solitario de la policía se sintió más segura.

    Mimi seguía gritando. Sus gritos llenaban el día, su voz se oía por encima del tráfico rápido de la autovía. Los gritos tenían vida por sí mismos. Y siguieron sin parar, cada vez más estridentes, hasta que de pronto Mimi dejó de chillar y Crystal, corriendo a través del pavimento caliente, vio como su hija vomitaba en el asfalto negro.

    Crystal cayó hacia adelante y llegó a la furgoneta. Golpeó el capó con las manos y se quemó las palmas con el metal caliente.

    —¡Ay! —gritó, se apartó y trastabilló frente al enorme coche.

    Temblaba de cansancio y de miedo, y se cogió a la puerta del conductor para ver qué le había sucedido a su marido.

    Alan estaba tirado sobre el asiento delantero. Su cuerpo corto y gordo estaba encajado entre el volante y el suelo; el pie izquierdo mantenía abierta la puerta. Las piernas levantadas de los pantalones dejaban ver la pierna blanca con delgados calcetines de seda.

    Crystal observó desde sus zapatos marrones adornados con borlas hasta los nuevos pantalones escoceses de verano, luego la enorme hebilla del cinturón enganchada en el volante y una mancha en la parte delantera de la ropa, que había oscurecido su Lacoste rosado y la bragueta abierta.

    No llegó a ver el rostro, ni las mejillas lechosas.

    Vio el cuello, vio que le habían abierto la garganta y que allí yacía como vientre de salmón húmedo, con las entrañas fuera y un grueso bulto de carne de aspecto gredoso y empapada en la sangre que seguía brotando a borbotones desde lo más hondo de su cuerpo, como agua sucia que manara por la cañería rota de un desagüe de cloaca.


    15


    Dime, ¿qué es lo que me atemorizó de pequeña? —preguntó Melissa.

    Estaban solos en la casa. Era ya la tarde avanzada y hacía calor en la casa. Melissa había abierto todas las ventanas y encendido el único ventilador que tenía Connor, pero el calor del día estaba atrapado en el alto cielo raso. Connor había cometido muchísimos errores de construcción, advirtió Melissa, y ése era uno más. Se había olvidado de ventilar el alero, de modo que en las tardes calurosas la casa era directamente un horno.

    Adam cogió un rotulador negro y trazó unas cuantas líneas sobre el papel, luego eligió otro color y destapó el rotulador. Estaba sentado frente a Melissa, en un extremo del sofá. Usaba el gran bloc de papel que ella le había dado, y se lo había apoyado en las rodillas desnudas. Llevaba puestos unos pantalones cortos que Melissa le había comprado en Banana Republic, y una camiseta suelta de la escuela de Artes y Oficios. Estaba descalzo. Ella tomó nota de que nunca usaba zapatos cuando hacía calor, ni en la casa ni fuera. Adam era hijo de la naturaleza, pensó con satisfacción. Estar fuera, tostándose, correr descalzo entre los árboles, jugar en la hierba del prado, con todo eso se sentía inmensamente mejor. Y Melissa pensó que ella estaba respondiendo como una madre.

    Melissa quería ver qué estaba bosquejando Adam, pero el acuerdo tácito entre ellos era que Adam debía terminar su dibujo antes de mostrarlo. Durante los últimos días, desde que había dibujado los pensamientos secretos de Melissa, ambos jugaron el juego según el cual el chico representaba escenas de la infancia de la mujer, aunque ahora, y ella lo sabía, ya no se trataba de un juego.

    De alguna manera, él conocía los secretos de su corazón y podía representar con fuerza su vida secreta, todos sus sueños y pasiones. Era como si Melissa hojeara su diario perdido. Él le recordaba la infancia, todas las pesadillas que ella mantenía reprimidas en su subconsciente.

    Y eso era al mismo tiempo emocionante y amenazante. Melissa tenía demasiado miedo de preguntarse por qué sondeaba así a aquel chico, por qué necesitaba que él le contara los secretos de su propia vida.

    Adam levantó el dibujo y giró el bloc, de manera que ella pudiera verlo desde donde estaba sentada, al otro lado del trozo de madera que la corriente había depositado en la playa y Connor había pulido y convertido en una mesa de café. En ese momento, Melissa apoyaba sus pies desnudos contra la mesa y tenía en una mano una taza de té frío.

    Melissa miró atentamente el dibujo. Era un simple esbozo lineal: una ventana abierta con cortinas blancas y triviales que flotaban agitadas por una brisa de verano. Más allá de la ventana había dibujado una luna, varias estrellitas y había sugerido un campo abierto. Ella no sabía a ciencia cierta qué representaba. Pero le recordó al primer Picasso, algo que el artista podía haber hecho de pequeño.

    Del dibujo, Melissa desplazó la mirada a Adam. Él la miraba con sus mismos grandes ojos color gris plateados. Sonrió. A ella le sorprendió verle sonreír y mostrar una dentadura perfecta. Volvió a girar el dibujo y comenzó a dibujar otra vez. Melissa bebió el té frío.

    Estaba ansiosa. Bebió tratando de disimular su nerviosidad. Se preguntaba si era algo deliberado. ¿Estaba jugando con ella al imponerle esta deliberada rutina de adivinar para ver si Melissa recordaba los secretos de su vida?

    Melissa trató de recordar esa ventana, algún incidente de su infancia, pero... ¡había vivido en tantos sitios! Su madre recogía sus cosas y se mudaba cada vez que encontraba un nuevo tío que entraba en sus vidas por un corto período, para luego desaparecer. Sabía muy bien cuándo su madre rompería con un tipo. Había aprendido a reconocer los signos en los sonidos de sus voces, cómo se ponían quejosos e intolerantes entre sí y también con ella, y sabía además, incluso antes que su madre, cuándo el tío pasaba cada vez menos tiempo con ellas. Eso le hacía tanto daño a ella como a la madre, pero, a diferencia de ésta, ella nunca se permitía una amistad excesiva, nunca era demasiado amable con el nuevo hombre, pues desde el primer momento sabía que no permanecería mucho tiempo en su vida. Y ninguno permaneció mucho tiempo.

    Sentada en la mecedora y con los pies levantados y apoyados contra la madera suave, Melissa sintió una tensión en el estómago al verse otra vez niña, una niña que sabía lo que iba a ocurrir, cómo tendría que abandonar la escuela, los nuevos amigos, hacer las maletas a toda prisa, junto a su madre que, deshecha en lágrimas, le gritaba, maldecía y fumaba, para terminar en una pelea, a veces en plena noche y salir disparadas de la ciudad, ellas dos solas, en el viejo Ford.

    Se recordaba sentada y silenciosa en el asiento delantero y mirando hacia delante, a la oscuridad de la noche, mientras los insectos del verano golpeaban contra las ventanillas del coche en movimiento. Estaban en Oklahoma o en algún otro sitio, en uno de esos miserables estados llanos del Medio Oeste, huyendo. Junto a ella, su madre lloraba, sollozaba inclinada hacia adelante y aferrada al volante y se enjugaba las lágrimas cuando se concentraba en la blanca y lechosa banda central de la carretera negra. Ella sabía que su madre odiaba conducir de noche. Sentía ganas de preguntar por qué no habían esperado hasta la mañana. Pero, cuando se peleaba con un amante, su madre nunca se mostraba amable. De manera que Melissa se quedaba en silencio, aferrada al único juguete que amaba profundamente, el osito marrón que le había regalado, según le habían contado, su verdadero padre.

    Se acurrucó en el asiento y se durmió. Cuando despertó, el sol brillaba y calentaba el coche. La madre estiró el brazo para acariciarle la mejilla y le dijo que estaban en Texas y que tenían que encontrar un motel y conseguir algo para comer. Entonces supo que se quedaría sola, encerrada con llave en la pequeña habitación mirando todo el día la televisión, mientras la madre salía a buscar trabajo y se disponía a comenzar una nueva vida en otra ciudad.

    Adam dejó de dibujar y giró el enorme bloc para que Melissa pudiera verlo. Había terminado el esbozo. Había empleado los otros rotuladores: el verde, el rojo y el azul, y había agregado color al primer dibujo, había añadido sombra y profundidad de campo. Melissa volvió a maravillarse ante el talento del chico, luego se concentró en la obra y buscó el significado de aquella inocente representación de una ventana abierta y una cálida brisa de primavera que agitaba las cortinas blancas. Se acercó y vio que Adam había esbozado un prado verde detrás de la ventana. Ella miraba hacia fuera, tal vez como si fuera una niña que se despertaba pronto para correr a la ventana a ver cómo sería el día.

    Luego se percató de que lo que había detrás de la ventana no era un prado verde, sino una piscina vista por la noche, iluminada por fantasmales luces verdes que subían desde lo más profundo. Era la piscina del motel y en el agua serena había una sombra oscura y profunda.

    Melissa buscó algún detalle que le desencadenara la memoria. ¡Eran tantos los recuerdos que tenía encerrados en la profundidad de su subconsciente, sellados y olvidados!

    —¿Qué es eso?

    Él se quedó mirándolo. Era como si su única intención fuera reconstruir el recuerdo. Ese extraño vínculo entre ellos —la memoria que tenía él del pasado de ella— era todo lo que los unía. Quien tenía que recordar y comprender su propia vida era ella.

    Melissa miró atentamente el rompecabezas, con especial atención a las oscuras profundidades de la piscina. La línea parecía temblar en el agua de color turquesa. Ella era una nadadora —comenzó a ver poco a poco—, estaba sola y era tarde por la noche. Recordó que se había escapado de su habitación, y había ido a darse un baño nocturno en la piscina desierta.

    Todo el día había hecho calor, ese calor seco del sudoeste. ¿Dónde vivían entonces? ¿Todavía en Texas? En ese caso debía de tener nueve años, casi diez. Había aprendido a seguir la pista de su ciclo vital relacionando distintos Estados con sus cumpleaños. ¡Era tan difícil recordar ese tiempo en que era tan pequeña! Su madre se mudaba constantemente. Un año pasó por seis escuelas, por seis ciudades. Para su madre no había nada que estuviera bien por mucho tiempo. Llegó el momento en que Melissa se negó a desempacar. Guardaba sus ropas en una maleta y cuando un vestido ya no le gustaba o cuando se cansaba de usar unos tejanos, los tiraba. Nunca abrigó el pensamiento de guardar nada. No tenía sitio para conservar nada viejo o valioso. Vivían de las maletas que guardaban en el maletero del Ford.

    Sí, era Texas. Amarillo, Texas. Su madre había encontrado trabajo en el despacho de una compañía ilegal de petróleo y comenzó a verse con Ralph. Recordó el olor de aquel hombre cuando iba al hotel a recoger a su madre. Estaba bien afeitado, usaba botas brillantes y tejanos, y olía a petróleo.

    En Amarillo, Texas, todo olía a petróleo. Ella detestaba ese olor. Únicamente cuando estuvo en lo más profundo de la piscina, cerca de las luces verdes del fondo, sintió que podía respirar aire fresco.

    Tenía a la sazón nueve años y vivían en dos habitaciones del Bushland Motel, que poseía una piscina, dos televisores en color y un pequeño restaurante donde, a la salida de la escuela, iba ella y encargaba Coca-Cola y hamburguesas.

    Melissa sonrió. Todo eso acudía en tropel a su memoria. Se preguntó por qué habría hecho Adam ese esbozo, pero no tuvo ninguna sensación anticipada de miedo.

    Se centró en sí misma nadando en la piscina. Entonces le encantaba nadar. Era la única manera que había encontrado de escapar del calor del oeste de Texas. Pasaba día y noche en la piscina. No había salvavidas, nadie que la mirara, ni cuando la madre se iba a trabajar ni cuando salía «en busca de algún admirador», como ella decía sonriendo a Melissa, mientras pestañeaba con sus pestañas falsas y preguntaba: «¿No estoy preciosa, cariño?». Se detendría en la puerta abierta de la habitación del motel y le enviaría un beso a Melissa para luego desaparecer y dejarla encerrada en las pequeñas habitaciones con las flores de plástico, los dos grabados de veleros, los televisores en color.

    Melissa aprendió a escuchar los tacones de su madre en la acera, a oír el ruido de sus pies sobre la grava del aparcamiento y luego el rugido del motor del Ford cuando lo encendía, se despedía con el claxon y se marchaba hacia las luces de Texas, desaparecía en la noche oscura y distante.

    Incluso antes de que su madre arrancara en busca de un amante, tal vez de un marido, Melissa se había quitado el vestido de algodón y, con el bañador puesto, se escapaba por la ventana del baño, al fondo del ruinoso motel, caía en el suelo duro y corría descalza a la piscina. Después de las nueve nunca había nadie en la piscina. Mientras nadaba sola jugaba a que era un delfín que se zambullía profundamente hasta el fondo verde donde la pintura estaba descascarillada, y desde donde, cuando se volvía y miraba hacia arriba a través de sus propias burbujas, veía la superficie lejana y acristalada, la luz de color turquesa y la noche de la Texas del oeste. Una vez trató de suicidarse en la profundidad de la pequeña piscina. Luchó consigo misma para abrir la boca, tragar, dejar que sus pulmones se llenaran de aquella agua con olor a cloro y luego, aterrorizada, se abrió camino hacia la superficie, irrumpió en la noche cálida, tosió y se aferró a la escalera de la piscina. No pudo suicidarse. No podía escapar a la soledad de su vida, y se agarró al borde de la piscina, llorando desesperadamente, sin entender por qué era tan desgraciada, con la idea de que no había nadie en el mundo que la amara.

    Fue el comienzo de su nueva vida. Subió al borde de cemento de la piscina, todavía caliente. Y se sentó en la oscuridad, dejando que el agua goteara a lo largo de su cuerpo delgado. Estaba sola en el mundo. Esta idea surgió en su mente y era perfectamente lógica, como la solución de un problema de matemáticas en la escuela. Instantáneamente se sintió mejor.

    Ahora se daba cuenta de que precisamente en aquel momento había terminado su infancia. Salió de la piscina y volvió a la habitación, otra vez a ver televisión, otra vez a la cama, otra vez a leer El principito. Sabía que nadie le haría de pronto más fácil la vida. Entonces lo vio todo claro. Ya no volvería a esperar nunca más que alguien —presumiblemente su papá— fuera a salvarla.

    No perdería el tiempo buscando ayuda. Su madre no podía ayudarla, Melissa estaba sola y ésa era su vida. No tenía por qué llorar por otro amante asqueroso, como decía su madre cada vez que hacían las maletas y se marchaban, dejando atrás otro hombre, otro empleo, y tomaban, como también decía siempre entre lágrimas, «el camino más rápido para salir de esta puta ciudad».

    Melissa se había olvidado de Adam. Su atención había volado muy lejos de la piscina, de la ventana abierta. Sentía que su memoria era como una cámara fotográfica que se alejaba.

    Melissa era otra vez consciente del salón de la casa-goleta, de dónde estaba sentada con la taza de té en la mano. Sintió el calor del día y la humedad del arroyo. Vio a Adam. Había recomenzado sus esbozos y ella le habló, le dijo que lo dejara. Adam la miró por encima del dibujo; Melissa sacudió la cabeza y dijo:

    —Adam, por favor, no dibujes nada más, ¿vale?

    Melissa forzó una sonrisa y se puso de pie pues necesitaba moverse para alejarse de sus recuerdos.

    —¡Oh, Dios! —suspiró—. ¿Por qué no vas fuera a jugar? —sugirió, alejándose de Adam, y comprobando que, como siempre, el chico obedecía sus órdenes.
    —Me parece que voy a empezar a preparar la comida —trató de que el tono fuera entusiasta, aunque lo único que quería en realidad era ir a su dormitorio pequeño de la planta alta, acurrucarse en las almohadas y pasarse así el resto de la tarde, sumida en la autocompasión.

    Pero no lo hizo. Tenía treinta y tres años, no era una adolescente. Y tenía que ocuparse de un hijo. Abrió la puerta de la nevera y se quedó un momento recibiendo el aire frío mientras observaba los restos de alimentos.

    Otra vez echó en falta un restaurante chino en la montaña. ¿Qué clase de pueblo era ése que no tenía un restaurante chino? Compraría un wok y haría comida china en su casa.

    —¿Qué tal un pastel de carne? —preguntó al muchacho, mientras estiraba el brazo para coger la carne, para dirigir luego la vista al espacio abierto hacia donde había visto ir a Adam.

    Pero allí no había nadie.

    —¿Adam?

    Pensó que aquel chico era como un fantasma.

    Sonó el teléfono. Melissa se sobresaltó y corrió a atender, molesta porque el timbre de un teléfono fuera a perturbar el silencio de la casa-goleta.

    —Diga —dijo Melissa, sin ocultar su malestar.
    —¿Melissa? Soy yo..., Connor... Lo siento. ¿Te desperté?
    —No, lo siento. Estoy... un poco asustada —explicó, y miró a su alrededor, como si Adam pudiera estar acercándosele a hurtadillas.
    —¿Qué sucede?
    —¡No sucede nada! Solo que estoy... un poco asustada. Eso es todo.

    Melissa se interrumpió. ¿Cómo le explicaría todo aquello a Connor? Los dibujos de Adam, los recuerdos de ella. Además, no estaba segura de querer que Connor lo supiera. Cambiando de conversación, preguntó:

    —¿Y allá arriba, qué tal?
    —¿Dónde está Adam?
    —No lo sé.
    —¡Mierda!
    —Quiero decir que no sé dónde está en este preciso instante —dijo Melissa mientras recorría la habitación con la mirada y se sentía culpable, como si fuera una mala madre—. Estaba aquí hace un minuto. Le dije que saliera a jugar fuera mientras yo preparaba algo para comer —se explicó a sí misma.
    —¿Estuvo contigo?
    —Sí, así es. Cuando volví de la escuela, esta tarde, estaba aquí, o, mejor dicho, fuera. ¿Por qué? ¿Qué pasa? —sintió rigidez en los costados.
    —Acabo de escuchar en la radio, mientras volvía a casa, que habían matado a unas personas en el mirador de la carretera del parque. No dijeron gran cosa. Una era un policía.
    —¡Oh, Dios mío! —Melissa se inclinó contra la barra de madera que separaba la cocina del salón. Pudo haber sido él, pensó. Estuvo toda la tarde completamente solo—. ¿Piensas que fue él? —preguntó con voz apenas audible.

    Todos sus recuerdos de la piscina de Texas desaparecieron, borrados por el pensamiento de que Adam era realmente un asesino.

    —No lo sé...
    —Es lo que estás dando a entender —Melissa estaba furiosa con Connor, enfadada consigo misma por haberse dejado arrastrar a dudar del muchacho.
    —Vamos Melissa, algo sabemos de Adam. Conocemos sus dibujos. ¿Qué sacas tú en limpio de ellos?

    Melissa pensó en los dibujos, en sí misma de pequeña, nadando en la piscina de Texas. Volvió a la cocina y estiró el cable para ver adonde se había ido Adam.

    —Trata de enterarte de algo más —pidió ella.
    —De acuerdo. Te llamaré.
    —¡Connor, aguarda! ¿Qué tienes que hacer más tarde..., esta noche, quiero decir? ¿Querrías venir a cenar? Tendremos pastel de carne —trataba de darse ánimos, pero era perfectamente consciente de que invitaba a Connor porque tenía miedo de quedarse a solas con Adam.
    —Por supuesto, ¿a qué hora?
    —Oh, no sé, cuando termines la clase, tal vez. ¿A las ocho?

    Echó una mirada al reloj de pared y vio que ya eran las cinco. En pleno verano, la luz del sol la despistaba. No podía calcular la hora.

    —A las ocho, pues.

    Connor colgó y encendió el aparato de radio que tenía en el mármol de la cocina. Durante un momento observó la luz que recorría las frecuencias, en busca de una voz. Pero la radio permanecía extrañamente silenciosa, y eso le interesó. Algo estaba sucediendo y se preguntó si debía hacer el largo camino a la escuela de Artes y Oficios e inspeccionar el mirador. Mientras reflexionaba, la chica llamó desde el dormitorio para saber si él había regresado, y entonces Connor recordó la presencia de la mujer, abrió la nevera, cogió un botecito del congelador y fue al dormitorio. De paso cogió una cuchara de té.

    —¿Qué estabas haciendo? —preguntó al tiempo que se sentaba.

    La cama de agua estaba sobre el suelo, en un dormitorio lleno de muebles de segunda mano y herramientas de construcción. Sobre una mesa sin terminar que, apoyada en dos caballetes, hacía las veces de escritorio, había un nuevo ordenador IBM. El ordenador y una sierra eléctrica Black and Decker eran las piezas más caras del equipamiento de la habitación.

    La mujer tenía los pechos descubiertos y Connor los miró sin interés, pensando que apenas una hora antes no podía retirar su boca de ellos.

    Se sentó en la cama, pero lejos de la mujer.

    —Estaba escuchando la radio —dijo mientras desenroscaba la tapa del bote.

    Al ver el bote, los ojos de la mujer se dilataron enormemente.

    —Mi amigo —dijo, sonriendo.
    —Ha habido otro asesinato —le informó Connor, sin dar mayor importancia a la cuestión.

    Los ojos de la chica no se apartaron un solo instante de la cocaína.

    Él sabía que los estudiantes de la escuela de Artes y Oficios habían oído hablar de las mujeres de Buck’s Landing y de lo que había sucedido con Glen Batts y con el ganado de Royce Brother.

    Le contó más cosas acerca de Glen Batts mientras esparcía dos rayas. Le relató cómo Glen había matado a su familia, y observó los ojos de la chica. Advirtió que el miedo se apoderaba de ella. Le gustaba darle miedo. Luego le amplió la información acerca de las mujeres de Buck’s Landing. No le contó cómo habían sido mutiladas, ni cómo habían sido despedazadas las ovejas de Roy Brother. Cuando terminó, ella tenía apretada entre sus manos la sábana encimera.

    —¿Acabas de decir que mataron a alguien más?

    Connor hizo una seña con la cabeza en dirección a la cocina y dijo:

    —Lo he oído por radio. Un policía y un turista asesinados. Se había parado con su familia a contemplar el paisaje —aspiró la raya de cocaína y tiró la cabeza hacia atrás, en espera del efecto.
    —¡Oh, Dios mío! —musitó ella con los ojos brillantes.
    —Está bien —dijo él rápidamente.

    Sabía que esa noche toda la escuela estaría enterada de los asesinatos. Se preguntó por qué se lo habría contado.

    —¿Estamos a salvo?
    —Naturalmente —respondió Connor con una sonrisa mientras sentía el placer de la cocaína que le invadía el cerebro. La tocó por debajo de la sábana. Quería follar otra vez y le ofreció la segunda raya—. ¡Deprisa!
    —Un maniático está matando a la gente —comentó ella mirando fijamente por las ventanas.

    No se veía otra cosa sino árboles. Connor había construido la casa en un bosquecillo de abedules blancos, había salvado todos los árboles que había podido y había orientado la casa de tal manera que pareciera una enorme roca que hubiera ido a descansar entre los árboles.

    —No, no tienen nada que ver uno con otro. Pura coincidencia, eso es todo —y serpenteó a su lado mientras pensaba que podía haber sido un error contárselo.

    Le contó otra historia, esta vez acerca de la época en que vivía él en Japón, donde estudiaba alfarería con un viejo maestro. No era verdad, sino una historia que iba inventando sobre la marcha, la historia de un pueblo que era íntegramente asesinado por un pueblo rival, a causa de que su maestro alfarero había robado la fórmula de un antiguo barniz. La mujer era alfarera y sabía apreciar el valor de una receta rara de barniz.

    Mientras contaba, Connor no sabía cómo terminaría el relato. Se echó de espaldas sobre el colchón y, con la mirada fija en las vigas sin acabado del cielo raso del dormitorio y contemplando las formas que la luz del atardecer dibujaba en el yeso alto y a la vista, iba tejiendo el relato a medida que hablaba. La cocaína le había vuelto locuaz, creativo, y recordó que esa semana tenía un nuevo cargamento, y que con el próximo cargamento de cacharros tenía que enviar el «helado» al norte. Pensó en todos los policías que patrullaban las colinas, en busca del asesino, y la idea lo puso nervioso. Para no entrar en paranoia, se sumergió de lleno en su historia.

    La chica se había tirado a su lado y lo observaba intensamente con sus ojos de color chocolate. Él prolongó la historia, la rellenó con pequeños detalles y referencias informativas sobre Japón, de modo que pareciera verosímil, y no una burda patraña.

    Le contó como habían acusado públicamente al anciano, que había regresado a su taller y se había suicidado, por la vergüenza que había llevado a la aldea.

    —Un día, sabes, debería suicidarme yo también, pues he sido su discípulo —murmuró Connor.

    Se miraban mutuamente sobre la almohada. Prestaba atención sobre todo a la boca pequeña de la mujer, en cómo la abría como un agujero perfectamente redondo, y luego la tocó, dejando que los dedos le acariciaran las mejillas. Bajó la mano, apartó la sábana y encontró los pechos.

    —¿De veras hizo eso? —preguntó la chica, los ojos ensanchados por la droga y por el modo como él la acariciaba.
    —¿Qué?
    —¿Robó de verdad la receta de esmalte?

    Connor negó con la cabeza.

    —Pero ¿a pesar de eso, se suicidó?
    —Es la tradición.
    —¡Oh, querido! —susurró la chica.

    Cerró los ojos. Sentía los dedos del hombre sobre su cuerpo.

    A menudo se preguntaba Connor si lo que rendía a las mujeres eran sus historias o sólo su voz. ¿Cómo lo hacía para que se sintieran cómodas y se mostraran dóciles? ¿Era ésa su única habilidad? Descubrió que podía hacer suya a cualquier mujer que deseara con sólo centrar un trozo de arcilla húmeda en un torno. La facilidad con que seducía a las mujeres había comenzado a resultarle aburrida.

    Estiró el brazo y con una mano deslizó a la chica bajo su cuerpo, mientras con la otra quitaba la sábana.

    —¡Oh! —exclamó ella.

    Connor ya tenía las dos manos en las caderas de la muchacha y la acomodaba debajo de él.

    —Por favor —dijo ella en un susurro.

    Él apartó la vista para no reírse en su propia cara y pensó en Melissa y en lo que haría con ella esa noche. Eso lo excitó y aumentó su interés por la mujer que tenía debajo. En ese momento la deseó.


    Tyler Donaldson había llevado su guitarra eléctrica y, tras enchufarla, comenzó a tocar, aun cuando en la pequeña iglesia blanca de madera el público no llegaba ni a la mitad y todavía faltaba más de una hora para el ocaso.

    El reverendo Littleton nunca comenzaba los servicios antes de que cayera la noche, pero el reverendo Littleton se había ido para siempre lo mismo que Sam MacCabe, pensó Tyler, y allí ya no había nadie que dirigiera, ni a él ni a la congregación. Él asumió la responsabilidad, pues esa noche al entrar en el atrio de la iglesia supo que el Señor estaba con él.

    Los médicos de Asheville le habían dicho que Sam MacCabe había muerto del corazón, le habían hablado de una arteria reventada, pero Tyler sabía más, todo el mundo sabía más en la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva.

    Tyler tocaba suavemente mientras miraba a la congregación que iba llenando los bancos y saludaba a amigos y vecinos. Tyler era un hombre feliz. Esa noche, Dios mediante, saldrían todos a encontrarse con su Hacedor. Miró la vieja guitarra y cantó:

    ¡Hermanos, preparaos pues Él os llama,
    y niños, preparaos, pues Él os llama,
    mujeres, preparaos, pues Él os llama
    a sentaros en el trono de JE-sús!


    En la congregación, un coro suave de voces recogió el viejo himno y cantó:

    ¡Allá en el Dulce Cielo,
    allá en el Dulce Cielo,
    hermanas y hermanos, preparaos cuando Él os llama
    a sentaros en el trono con JE-sús!


    Tyler apresuró el ritmo de la melodía montañesa. Vio que su primo Ralph llegaba con la caja de madera y la dejaba delante del pequeño pulpito. Vio que la congregación contemplaba fijamente la vieja caja y cantó en voz más alta para llamar la atención.

    ¡Este mundo no es más que problemas,
    este mundo no es más que penas,
    este mundo no es más que problemas y penas,
    pero mañana estaremos en el cielo con JE-sús!


    Tyler se puso de pie, dejó su sitio al fondo de la pequeña tarima y se aproximó a la multitud. Sintió el calor de la congregación, sintió el pulso de su pueblo. Era como cantar en Bayler’s, allá en Asheville, pensó, aunque aquí no había olor a cerveza rancia. Aquí el aire del atardecer era limpio y fresco, una brisa que llegaba de la montaña.

    Los otros se habían unido en el canto y él tocaba cada vez más rápido y con más vigor.

    Cantaremos por la mañana, hermanas,
    cantaremos por la mañana, hermanos,
    cantaremos por la mañana, todos juntos
    sentados en el trono con JE-sús.


    Jeannie McCallister se levantó del banco y, deslizándose sobre el suelo suave y pulido ante la tarima del altar, comenzó a danzar. Por un momento estuvo sola, se balanceaba suavemente al ritmo de la dulce canción. Se había levantado el borde del vestido y, cuando se acercaba a la caja de madera, hacía una reverencia, para alejarse luego danzando.

    En un momento determinado se le unió Sara Henning y ambas mujeres bailaron abrazadas. Bailaron como niñas que estuvieran en el salón comedor de la escuela secundaria. Jeannie era más alta y más joven que Sara, pero no aminoró la velocidad de su danza ni abrió los ojos.

    Tyler se acercó al micrófono que se había instalado en el pulpito, y cantó un último versículo:

    ¡Madre, prepárate cuando Él te llame,
    madre, prepárate cuando Él te llame,
    madre, prepárate cuando Él te llame
    a sentarte en el trono de JE-sús!


    Tyler miró a su primo Ralph e indicó al hombrecito que le alcanzara la jarra de agua y estricnina para proseguir con el servicio, ahora que Jeannie McCallister se entregaba a Dios.

    Sacó su Biblia del bolsillo de atrás de los pantalones, lo abrió en el Evangelio de Marcos y leyó en el micrófono:

    —En mi nombre expulsarán los demonios, hablarán con nuevas lenguas; cogerán serpientes; y si beben algo mortal no les hará daño.

    La jarra de estricnina pasó rápidamente de mano en mano en el seno de la congregación. Cada uno de los fieles bebía un sorbo confiados en la palabra de la Biblia.

    —Estamos aquí sin nuestro hermano Littleton, sin nuestro hermano MacCabe —dijo Tyler a la iglesia repleta—, pero Dios está con todos nosotros.
    —¡Señor ten piedad! —gritaron los fieles.

    Tyler seguía rasgueando el instrumento mientras hablaba, un ojo fijo en las dos mujeres que bailaban, y volvió a gritar en el micrófono:

    —Estamos preparados para ir al cielo, querido Jesús, ven a llevarnos de este mundo ruin.
    —¡Rogad a JE-sús! —exclamó el coro de los fieles.
    —¡El Espíritu está con nosotros! —dijo Tyler al pueblo reunido.
    —¡Amén!
    —¡Y nosotros estamos con el Espíritu! ¡La hermana Jeannie está con el Espíritu!
    —¡Amén! —gritaron los fieles.

    Tyler hizo una seña con la cabeza a su primo para que quitara la caja de madera. El hombrecito empujó la caja y ésta rodó por el suelo pulido hasta el centro de la iglesia.

    De inmediato Jeannie McCallister se unió a ella, mareada de tanto girar, y con la sensación del poder del Señor. Se soltó de la mano de Sara y se arrodilló detrás de la caja; levantó la tapa de madera y sonrió, pues era la primera vez que veía a la sierva del Señor.

    Detrás de ella, en la tarima, Tyler comenzaba una nueva melodía rápida de danza, esta vez más vivaz, y mientras tocaba, exclamó:

    —¡Ved que el Señor Dios Todopoderoso está entre nosotros!
    —Sííí —fue la respuesta.
    —¿Podéis sentir al Señor Dios Todopoderoso? —con un rugido en el pequeño micrófono, que chirrió con su voz.
    —¡Sííí!
    —¡Lo veo! —exclamó Sara Henning, quien bailaba en círculo cerrado alrededor de la caja de madera, con los ojos cerrados y los brazos estirados sobre la cabeza.
    —¿Estamos salvos y preparados para el viaje? —preguntó Tyler a los miembros de la iglesia, todo los cuales se hallaban a sus pies zapateando al ritmo vigoroso e incansable de su guitarra eléctrica.
    —¡Sííí! —fue la respuesta.
    —Jesucristo es nuestro Dios y ha preparado un sitio para todos nosotros —les dijo Tyler—. Mirad al sol. Nuestro Señor viene en un rayo de fuego.

    El sol del atardecer inundaba las ventanas laterales de la cima de la colina. Era de color anaranjado brillante y rojo, e irrumpía a través de las ventanas hasta alcanzar a la congregación.

    —Todos somos pecadores —gritó Tyler—, y si vosotros pensáis que no lo sois, no vendréis al cielo con nosotros.
    —¡Amén, Amén!
    —Todos aquellos de vosotros que no habéis pecado, sois locos y mentirosos y conoceréis la justicia divina —les dijo Tyler.

    Había dejado de tocar la guitarra pero su voz había cogido el ritmo de la música, de modo que parecía estar aún cantando a la congregación.

    —Algunos de vosotros decís no tener buenas ropas. Algunos de vosotros decís no tener suficiente comida. Pero todos aquellos de vosotros que habéis confesado que habéis bebido el agua amarga, estáis preparados para encontraros con Dios. El mal nos rodea —gritó Tyler— en las colinas. En la calle. Junto a ti, en tu asiento.
    —¡Sííí! ¡Amén! ¡Amén!
    —¡Hermana Jeannie! —ordenó Tyler—. Coge las serpientes y expulsa los demonios de nuestra vida.

    Tyler Donaldson pulsó una cuerda profunda de su guitarra que resonó en la pequeña iglesia y llegó a todos los oídos. Se estiró y giró el botón del volumen, notó que el amplificador se retroalimentaba.

    Jeannie McCallister levantó la pesada tapa de madera de la vieja caja y expuso a las luces brillantes de la iglesia un nido de serpientes de cascabel. Había más de doce, entrecruzadas como una bola de tejido prieto hecho con hebras bonitas y gruesas.

    —¡Rogad a JE-sús! —gritó Tyler.
    —Señor, ten piedad —replicó el coro.
    —Venid y salvaos —ordenó Tyler reiniciando el rasgueo a medida que las serpientes se movían, levantaban la delicada cabeza y, una tras otra, con movimientos lentos y gráciles, sacaban de la caja cálida y profunda su cuerpo de hasta un metro y medio de longitud, para caer luego sonoramente en el suelo encerado.

    Un grito surgió del centro de la congregación. Era un grito de éxtasis que conmovía al creyente. Otros también comenzaron a gritar, a golpear los pies sobre el piso duro de madera.

    Más voces se alzaron en un rumor colectivo, como si llamaran a las serpientes de cascabel. Nadie las observaba. En la congregación todos tenían los brazos levantados, los ojos cerrados y se balanceaban al son de la música de Tyler, que en ese momento se hacía rápida y vigorosa al punto de sacudir la iglesia de madera mientras cantaba:

    Cantaremos por la mañana, hermanas,
    cantaremos por la mañana, hermanos,
    cantaremos por la mañana, todos juntos
    sentados en el trono con JE-sús.


    Las serpientes reptaron por el suelo encerado. Se movían rápidamente entre las piernas de los fieles, se enroscaban por las paredes, hacían sonar los cascabeles. Algunas recorrían todo el pasillo central en busca de la tierra blanda, fría y húmeda del exterior. La mayoría se movía dentro de los bancos, como si buscaran algo contra lo cual golpear, culebreaban sobre los zapatos, se frotaban contra los pantalones y los monos, se deslizaban sobre los pies desnudos de los chicos y las piernas desnudas de las mujeres.

    Jeannie McCallister cogió la última serpiente de la caja. Su peso la sorprendió, al igual que el espesor del cuerpo. También le asombró la frialdad de su piel, suave y ornamentada con una banda de uves. Nunca había tenido una serpiente en la mano hasta ese momento, ni siquiera de niña.

    La serpiente se enroscó y se arqueó, el largo cuerpo cogido alrededor de la muñeca y el brazo de Jeannie. Giró la pequeña cabeza diamantina y se balanceó en un esfuerzo por mantenerse erguida, y abrió la boca rosada. La mandíbula inferior parecía a punto de desarticularse mientras la cascabel exhibía sus encías blancas e hinchadas. La lengua roja se alzó y la serpiente atacó, hundiendo los colmillos en la bonita mejilla de la mujer.

    Jeannie McCallister cayó de rodillas, con la larga serpiente todavía arrollada en su brazo derecho. Atacó por segunda vez, alcanzó a Jeannie en la boca, en cuyo labio inferior los dientes del ofidio se clavaron como grapas.

    La mujer cayó al suelo sin emitir sonido alguno, como si la cascabel al retirarse le hubiese dejado un gran clavo incrustado en la cara. La serpiente reptó por el brazo y por el suave arco del cuello hasta deslizar luego su sedosa piel brillante a través del pelo rubio, largo y suelto de Jeannie con la rapidez de un pájaro en vuelo.

    Adam cogió a la serpiente cuando ésta tocaba el suelo y la congregación vio por primera vez al niño calvo.

    Sostuvo la serpiente detrás de su cabeza y le apretó la carne con el pulgar y el índice, como para extraerle la vida. La presión dejó al descubierto la garganta y la boca rosada del reptil. La serpiente se alzó y de su mandíbula abierta surgió un chorro de veneno que cayó inofensivamente al suelo.

    Dejó a la larga cascabel en la honda caja de madera, donde se enroscó a la defensiva, formando una bola apretada. Luego, de rodillas, golpeó suavemente el suelo de madera de la iglesia y, convocadas por la misteriosa señal, las serpientes acudieron desde toda la habitación, desde los oscuros y fríos extremos del edificio de madera, de entre los bancos llenos de gente. Se enroscaron alrededor de la alta caja de madera y luego, una detrás de otra, las serpientes volvieron a la caja, reptando por encima del borde, se dejaron caer dentro y se retorcieron hasta formar un verdadero nido de víboras.

    Adam cerró ruidosamente la caja y pasó el tosco cerrojo.

    La música había cesado. Tyler Donaldson estaba detrás de él, había soltado la guitarra y se aferraba al vacilante púlpito con la mano izquierda. Los fieles habían dejado de canturrear. Tenían los brazos caídos y los ojos muy abiertos. Miraban maravillados al muchacho.

    Entonces, de un rincón oscuro de la iglesia salió una última serpiente. Cruzó velozmente el suelo lustroso al tiempo que hacía sonar los cascabeles como cuando saliera de la caja. Era más corta que las otras y delgada, delgada como un lápiz.

    Adam se agachó cuando la serpiente tomó contacto con la caja de madera y levantó unos centímetros la hermosa cabeza, buscando la abertura. La cogió con el pulgar y el índice, pero en lugar de meter el último reptil en la caja, se lo puso en la boca. Luego, con sus dientes perfectos, mordió la carne resbaladiza, le cortó la cabeza de una sola vez, arrojó la serpiente sangrante y escupió la boca venenosa. La pequeña boca cayó junto a Jeannie McCallister, quien todavía padecía la rigidez producida por el veneno fatal.


    16


    Greg Schnilling encontró el mensaje telefónico al regresar con el almuerzo. Había un número y un nombre, detective Nick Kardatzke. La palabra importante estaba especialmente enfatizada y su secretaria había agregado que Greg llamara lo antes posible.

    —¡Mierda! —dijo Greg, mientras miraba la nota.

    Luego levantó el auricular y llamó al policía, que no estaba. Dejó su nombre y colgó.

    Greg abrió el paquete del lunch y comenzó a comer mientras leía en el News la columna de Katz sobre el partido de la noche anterior con el Philly, partido que él había visto con su hijito. Al pensar en la criatura, en el partido, y en cómo se había excitado el niño por estar a solas con su padre hasta avanzada hora de la noche, Greg sonrió. Cuando mordía su sandwich, sonó el teléfono.

    Era Nick Kardatzke, quien gritaba por encima del estruendo del tráfico del Metro.

    —Lo siento, pero no le oigo —dijo Greg después de unos minutos de intentos inútiles—. Me parece que hemos cogido una mala conexión.
    —No, no es eso. No cuelgue, ¿quiere?

    Greg oyó que Nick le gritaba a alguien, pidiéndole que cerrara la «puta puerta de mierda».

    Greg volvió a su sandwich, y ya estaba terminando un encurtido agridulce cuando Nick volvió al teléfono. El ruido del Metro había desaparecido.

    —¡Mire usted! Aquí tenemos un problema —dijo Kardatzke.
    —Tenemos... ¿Quiénes? ¿Y con quién estoy hablando? —preguntó Greg, enfadado ante la actitud del hombre.

    Nunca se acostumbraría a los neoyorquinos.

    —¿Es ése el Centro de Acogida de Menores? —preguntó Kardatzke, que parecía al mismo tiempo preocupado y aburrido.
    —Está hablando con Greg Schnilling. Soy el delegado en funciones, sí, sí.
    —Ustedes recibieron ahí, hace un mes, un muchacho. Un tal John Doe. No hablaba, ¿no es así? —Greg oyó que el hombre revolvía papeles—. Hablé con alguien de apellido Vaughn, ¿Melissa Vaughn?
    —Correcto —dijo Greg con calma.

    Se echó hacia atrás en la silla y apoyó las piernas sobre el escritorio. Miraba por la ventana hacia fuera, donde veía una franja de cielo y las ventanas brillantes de un edificio muy alto que estaba en la acera de enfrente. Estaba pensando en que todo parecía a punto de derrumbarse en torno a Melissa.

    —Ya no trabaja en la agencia, ¿no es verdad?
    —Está con excedencia —respondió Greg midiendo las palabras.
    —¿Y que pasa con el chico..., con John Doe?
    —¿Perdón? —Greg tragó saliva.
    —¿Qué pasó con el chico? La ciudad no tiene su documentación. Yo mismo llamé a Bienestar. No hay archivo, nada en los archivos, salvo en los de Metro-Norte.

    Greg sabía lo que tenía que decir, sabía que tenía que conseguir un número en el ordenador y decirle a la policía que el chico salvaje había sido destinado a un hogar adoptivo temporario, y que luego lo habían trasladado a una dependencia del Estado. Tenía que poder dar al policía un número de expediente y la pista de una documentación a fin de que el hombre se encaminara en esa dirección, en el supuesto caso de que se hubieran hecho las cosas en orden, en el caso de que Melissa no hubiera enloquecido con el chico.

    —Bueno, tenía un nombre —respondió Greg en tono convincente—. Encontramos el nombre «Adam». Alguien, supongo que su madre, le había cosido una etiqueta con este nombre en la camiseta. Pusimos una foto en el ordenador y no nos salió nada. Entonces, ¿de qué se trata? ¿Ha encontrado usted otro chico? —Greg se echó hacia atrás en la silla y se pasó la mano por el pelo, mientras sentía que el sudor le corría por las axilas.
    —No, creo que no —dijo lentamente el detective.

    Greg sintió una tensión en los costados y trató de adivinar si la deliberada lentitud del hombre no formaba parte de una táctica policial.

    —Tenemos en la morgue los restos de un cuerpo desnudo. Lo encontramos hace un rato en los túneles, bajo la estación Central.
    —¿Sí?
    —Un chico de unos quince años, tal vez más.
    —No le entiendo muy bien, teniente —dijo Greg con el entrecejo fruncido sacudido por la pregunta del policía.
    —Hemos hecho una averiguación en el ordenador..., a partir de los dientes. Saltó un archivo —el hombre hablaba lentamente, con prudencia, como si se acercara verbalmente a Greg—. Al parecer, tiene un largo prontuario. Prostitución masculina, drogas. Le hemos encontrado unos veinticinco gramos de crack metidos en el culo. Probablemente pertenezca a un grupo de chavales que hemos encontrado así. Alguno muerto, alguno loco. Todos sin nombre.
    —Excepto este chico —agregó luego—. Supongo que hace unos años, cuando estaba en la escuela, le tomaron las impresiones digitales. Hemos encontrado a quién corresponden —el policía hizo una pausa, como para dar dramatismo a su relato—. Su nombre es Adam Chandler. Nació en Tom’s River, Nueva Jersey. El padre vino hace más o menos una hora a reclamar su cadáver.
    —¡Dios mío! —exclamó Greg en un susurro.
    —Así es —prosiguió el detective con el mismo tono frío e indiferente—. Pero entonces, ¿quién es el «Adam» de ustedes? ¿Dónde está? Me gustaría tener una charla con él.
    —No lo sé —dijo en voz baja Greg, quien pensó de inmediato en Melissa, en su voz en el teléfono, llorando—. ¡Dios mío! —repitió, era absolutamente necesario que colgara y llamara enseguida a Melissa.
    —Me gustaría hablar con ese chaval —volvió a decir el policía.
    —¡Espere un segundo! —dijo Greg, ya incorporado en su silla—. ¿Cree usted que nuestro «Adam» mató a ese chaval por la camiseta?
    —He visto hacerlo por menos.
    —El chaval no habla.
    —Ya veremos. ¿Dónde está? —preguntó el policía.
    —Pues bien, nos ha cogido usted en un mal momento. Un par de personas de vacaciones —dijo Greg rápidamente—. Nuestros ordenadores están averiados. Quiero decir que tendré que hacer una pesquisa documental. Lo llamaré más tarde.
    —Iré. Tal vez podamos reparar el sistema.
    —¿Quién es usted? —preguntó Greg al advertir que ese policía no hablaba como los policías de Nueva York.
    —Estupefacientes —respondió bruscamente Kardatzke—. Tenemos un equipo especial trabajando con esta mierda interestatal. Vea qué puede usted saber sobre este «Adam». Enviaré un agente.
    —¡Un momento...! —comenzó a decir Greg, pero se dio cuenta de que el policía ya había colgado.

    Se quedó sentado, todavía con el sonido de desconexión en el oído. Colgó y se respaldó mientras miraba por la ventana, asombrado de lo que el policía acababa de decirle. Sabía que debía telefonear a Melissa para advertirla. Pero ¿de qué tenía que advertirla? ¿De que la policía de Nueva York quería interrogarla acerca de Adam, o de que tenía consigo un muchacho que había estado matando chavales bajo la Gran Estación Central?


    Melissa cogió el teléfono y llamó a Nueva York. Llamaba a Greg por la línea directa de éste. Comunicaba, de modo que colgó mientras se decía que estaba loca por llamarlo tan tarde un viernes. Ya eran más de las seis.

    Echaba de menos no tenerlo al lado, no poder contarle qué la preocupaba. Sabía que nunca alejaría a Greg de su mujer —nunca destruiría una familia, sobre todo después de lo que había sido su vida—, pero a veces le daba rabia, en especial durante los largos fines de semana en la ciudad, saber que sólo vivía a diez calles de distancia y que estaba casado. Felizmente casado y con una familia.

    —¡No! —dijo en voz alta.

    No preocuparía a Greg. No podía estar llamando a Nueva York cada vez que se sentía tensa o irritada con Adam y la vida en la montaña. Fue decisión suya, se recordó por enésima vez, la de abandonar la ciudad y marcharse con Adam.

    Al pensar en Adam echó un vistazo al esbozo que había realizado esa tarde, uno que la representaba en la piscina de Texas. Melissa lo había clavado con chinchetas en la pared del salón, agregando así a su extraña colección el dibujo en rotulador. Recordó que, después de la llamada de Connor, el muchacho se había llevado consigo el bloc de dibujo cuando fue a sentarse en la roca del patio trasero. Fue a la habitación de Adam y buscó con la vista el bloc. Vio entonces que lo había dejado sobre la cama. Se quedó en la puerta mirando el bloc y cavilando si tendría valor para abrirlo, para ver qué otra cosa había dibujado el muchacho.

    Tenía miedo de que Adam la sorprendiera, de que se enterara de que ella, como una madre cualquiera, se metía en sus cosas personales para averiguar su vida secreta. Se sintió despreciable, pero no podía evitarlo. Se justificaba diciendo que necesitaba comprenderlo, que el muchacho estaba perturbado.

    Entró en el dormitorio sombrío y, sin alterar la posición del bloc de esbozos, levantó la cubierta de cartón. La hoja interior estaba en blanco. Melissa sonrió, divertida ante su propia reacción nerviosa y ante el temblor de sus dedos. Adam no había dibujado nada mientras estuvo en la roca, pensó, pero, para asegurarse, pasó con el pulgar las hojas del bloc hasta que descubrió otro dibujo.

    Melissa deslizó el índice entre las gruesas hojas y abrió el bloc. El esbozo estaba al revés y no quiso cambiar la posición del bloc sobre la cama, de modo que se dirigió al otro lado de la cama para ver qué había dibujado mientras estuvo sentado detrás de la casa.

    En este apresurado esbozo había empleado carbonilla, y Melissa supuso que la intención de Adam era terminarlo más tarde, cuando estuviera de nuevo en la casa. Al marcharse, sólo había dado a entender —en el crudo lenguaje de señas que habían desarrollado entre ellos— que se iba al bosque.

    Como siempre, el hecho de que el chico desapareciera de la casa la ponía nerviosa. No sabía cómo manejar un adolescente, y menos aún, éste. Connor le había dicho que era completamente natural que Adam quisiera explorar el bosque, pero desde la noche en que había regresado con las manos ensangrentadas y sin explicación posible, no sabía qué hacer con él.

    Si fuera una madre de verdad, pensó con sentimiento de culpa, eso no constituiría problema. En tal caso, sabría cómo manejarlo. Habría estado con ella desde el embarazo.

    Miró el dibujo y vio que era el apunte de la Loca Sue, aunque las líneas eran mínimas y sólo sugerían el retrato de una anciana. Melissa se estiró y encendió la lámpara, a cuya débil luz vio que también había dibujado una iglesia rural detrás de la mujer, y advirtió que la figura femenina, la de la Loca Sue, estaba de pie en un cementerio.

    Suspiró, agradecida de que no se tratara de otro de sus esbozos lascivos. Cerró el gran cuaderno, apagó la lámpara y volvió al salón de la casa-goleta, desde donde oyó la camioneta de Connor y luego su amistoso saludo con el claxon mientras aparcaba.

    Melissa sonrió, se sintió inmediatamente cálida y especial y, espontáneamente, para sorpresa de ella misma, levantó las manos y bailó sobre el suave y pulido suelo de madera, girando sobre los pies descalzos, precisamente antes de que Connor llamara a la puerta lateral y lanzara un sonoro «¡Hola!».


    —Adam ha estado haciendo esbozos con un tema: mi persona —dijo Melissa cuando vio que Connor observaba los dibujos que ella había fijado a la pared.

    Había pensado hablarle a Connor de los dibujos y también de ella misma, de cuando era una niña que vivía en dos habitaciones de un motel en el oeste de Texas.

    —Es otra de sus formidables inmersiones en mi mente —explicó sonriendo y hasta divertida por aceptar que Adam fuera capaz de leerle la mente, de conocer sus más íntimos pensamientos.

    Le explicó a Connor el significado de las pinturas, y le mostró la oscura línea ondeada en el fondo del agua verdiazul. Y luego le habló de sí misma, de cómo su madre la dejaba sola por la noche y de cómo ella se sumergía en el agua fría de la piscina, para escapar al calor del oeste de Texas, para escapar también de su terrible infancia.

    —Ese verano crecí como no lo hace ninguna niña que esté rodeada de una familia grande y amante. Me hice dura, y por un tiempo tuve muchísimos problemas. Una vez me detuvieron en Bushland. En esa ciudad vivíamos. Me cogieron robando revistas en Snyder’s.

    Melissa frunció el entrecejo, repentinamente deprimida, y pestañeó para contener el llanto.

    —¿No le has contado nada de esto a Adam? —preguntó Connor—. Quiero decir si estás segura de que estos pocos trazos apenas esbozados te representan.

    Desplazó la mirada del dibujo a Melissa con una expresión grave ante las conclusiones de ella. Connor no podía asegurar ni siquiera que se tratara de una piscina de Texas, y mucho menos de la joven Melissa Vaughn nadando sola a altas horas de la noche.

    —Éste era el color que por la noche tenía la piscina aquel verano —respondió Melissa recordando el aspecto que tenía el agua desde la ventana del motel.
    —¿Y tú aceptas todo eso? —preguntó Connor, en cuya voz se percibía el desconcierto—. Quiero decir, ¿aceptas que Adam sea capaz de evocar tu vida?

    Dos días antes, cuando Adam pintó un óleo con gente haciendo el amor, ella se había puesto histérica y había llorado ante el recuerdo de la violación de la que le había hecho objeto su padrastro. Ahora Connor tenía la súbita percepción de que ella había fantaseado ese recuerdo, que Melissa se había inventado su implicación en un complicado psicodrama con el chico.

    —Ha hecho otros —dijo ella con calma, sin responder a la incredulidad de Connor—. Ha evocado otros acontecimientos de mi vida. No puedo explicarlo —dijo mientras señalaba el óleo en color sobre Buck’s Landing— y, por supuesto, de alguna manera él sabía cómo esas mujeres habían sido asesinadas por sus compañeros.
    —No es una gran pintura para tener colgada.
    —¿Por qué? —y Melissa lo miró.
    —Quiero decir que allí hubo un doble asesinato y que este chico tiene un óleo que lo describe —señaló el óleo con el dedo y levantó la voz—. Incluso pintó el río rojo de sangre.
    —No hace falta gritar.
    —Sólo quiero...

    Connor gesticuló dando a entender que todo aquello lo superaba, que nada tenía sentido. Tenía la sensación de que esa noche no terminaría como la había planeado. No llevaría a Melissa Vaughn a la cama, ni estaba seguro de desearlo. Una vez se había visto envuelto por una loca y había llegado casi al suicidio.

    —Connor, no estoy loca —dijo Melissa que leyó la expresión en el rostro del hombre y se sintió irritada por sus sospechas.
    —Nunca dije que lo estuvieras.
    —Lo veo en tu rostro. ¡Mira! Admito que Adam es un niño extraño, que tiene un aspecto extraño, incluso que actúe de manera extraña, todo eso lo sé. Pero también supe, cuando lo vi por primera vez en Nueva York, que era un chico maravilloso al que le habían jodido la vida, y que merecía una oportunidad. Y también sé, y si no lo creyera no estaría aquí, que Adam no es un asesino.

    Melissa siguió hablando. Tenía necesidad de defender a Adam, de defenderse a sí misma, de persuadir a Connor de que Adam no tenía nada que ver con la muerte de las dos mujeres en Buck’s Landing.

    —Es un chico extraordinario —dijo Melissa—. Tiene dones telepáticos.

    Connor fue hacia Melissa y la rodeó con el brazo mientras ella seguía defendiendo a Adam, en voz cada vez más alta. La abrazó con fuerza. Era consciente del cuerpo de la mujer, de la ternura de su cuerpo. Pero debajo de la carne, Connor sintió el vigor de la mujer. En la distancia, parecía pequeña, frágil, pero al abrazarla se dio cuenta de cuán fuerte era en realidad. También se percató de que la estaba comparando con la joven estudiante de alfarería con la que se había acostado esa tarde. Tenía dieciocho o diecinueve años y el cuerpo de una niña.

    —Melissa, no intentaba sugerir nada —le dijo—. Sólo quería asegurar que no recayera una excesiva e innecesaria atención sobre ti y sobre Adam a causa de su pintura. Eso es todo —y sonrió, a sabiendas de que la sonrisa siempre daba buen resultado con las mujeres.

    Melissa asintió con la cabeza y dijo:

    —Me parece que tienes razón. Quizás debería guardarlas..., pero no sé por qué.
    —Porque quieres proteger a Adam. Por eso —explicó Connor, e inmediatamente pensó en lo mal que podían ir las cosas si los policías y la patrulla de caminos entraran en su propiedad en busca del chico y descubrieran la marihuana que cultivaba atrás, entre las filas de hortalizas.
    —De acuerdo, las guardaré —convino Melissa—. Pero nadie viene a esta casa bajo ningún concepto.
    —Nunca se sabe. Alguno podría venir a buscarme —dijo él, tratando de que todo aquello pareciera racional.
    —No hay nada contra Adam.
    —No dije que lo hubiera.
    —Tú crees que sí —se soltó de sus brazos y lo midió con la mirada, escrutando su rostro.
    —Tú misma sabes que tiene un aspecto un poco raro.
    —Hay una camarera en Bonnie & Clyde’s que se desvive por él. ¡Cree que Adam es maravilloso!
    —¿Te refieres a Lucy?
    —La flaca con el peinado esponjado teñido de rubio.
    —Acaban de arrestarla por tratar de matar a Clyde. ¿No te has enterado?
    —¿Cómo podría haberme enterado? —preguntó a su vez Melissa asombrada por la información—. ¿Qué ha sucedido?
    —Bueno —explicó Connor tras encogerse de hombros, apartando la mirada—, los policías estuvieron allí ayer por la mañana y Clyde les habló de Adam, esa especie de mierda de «niño calvo». Lucy se abalanzó sobre él y, presa de un ataque, saltó por encima de la barra y atacó a Clyde con un cuchillo de cocina.
    —¡Dios mío! —comentó Melissa en un susurro mientras pensaba cuánta violencia había en la montaña.
    —Clyde hablaba de la iglesia del Tabernáculo a los policías —prosiguió Connor— y de como sus miembros esperaban este «elegido» para que los llevara al Reino de los Cielos.

    Melissa se quedó sin aliento. Conservaba una imagen muy clara del elementalísimo esbozo en carbonilla que había hecho Adam de la iglesia.

    —Connor, ven aquí.
    —¿Para qué?
    —Podría haber estado con la gente de esa iglesia. Encontré este esbozo. Muestra a la Loca Sue, o como quiera que se llame, de pie en un cementerio y detrás de ella hay una iglesia y...

    Se interrumpió y se alejó del mármol de la cocina dirigiéndose a la habitación de Adam, donde cogió el gran bloc de dibujo que estaba sobre la cama, lo llevó a la cocina y lo abrió.

    —Es éste —dijo Connor con frialdad—, la iglesia del Tabernáculo.
    —¡Maldita sea! —exclamó Melissa mientras el dolor le presionaba los ojos—. ¿Tú qué piensas? —preguntó y, por primera vez desde que había llegado a la montaña tuvo una enorme sensación de desamparo.
    —Vamos a buscarlo.
    —¿Dónde? —preguntó Melissa mirando por las ventanas de la cocina que daban a la colina de detrás de la casa, y descubrió con sorpresa que la oscuridad había caído sobre el valle.

    Connor tamborileó sobre el esbozo de carbonilla.

    —Aquí —dijo—. Esta iglesia tiene servicios nocturnos.


    Connor dirigió su camioneta hacia Simon’s Ridge. El viejo vehículo rugía al trepar la parte final de la colina y se acercaba a la cumbre donde había coches y camiones aparcados al azar en el atrio enlodado de la blanca iglesia de madera.

    Apenas Connor apagó el motor, oyeron música. Se quedaron un momento sentados mirando la pequeña iglesia blanca al otro lado del atrio, completamente iluminada: una mancha brillante contra una ladera de árboles. Melissa dijo con un asomo de sorpresa:

    —Es preciosa.
    —Es una iglesia donde manipulan serpientes —explicó Connor.
    —¡Estás bromeando!
    —No, no estoy bromeando.

    Connor cogió la manecilla de la puerta para salir y Melissa, estirándose, lo agarró de un brazo, mientras le hablaba del miedo que tenía a las serpientes.

    —Bueno, no importa, no veremos ninguna.
    —¿Qué quiere decir que no veremos ninguna? —en Melissa la alarma predominaba sobre la curiosidad.
    —Guardan serpientes de cascabel y cabeza de cobre en una caja, según recuerdo..., sólo he estado un par de veces. Hace años tuve una tía y un tío que eran miembros de esta iglesia. La Biblia dice que eres salvo cuando coges serpientes y bebes su veneno, o cosas por el estilo.
    —Me pareció que decías que creían en un elegido que vendría a salvarlos.
    —Pues, sí, ésa es la historia local. No sé si encontraron esto en la Biblia, también; pero eso es lo que creen. Mira, están todos chalados. Vamos.

    Melissa cerró con un golpe la puerta de la camioneta.

    —¿Estará él aquí? —preguntó Melissa para que Connor la oyera por encima de la guitarra eléctrica.

    Habían cruzado el área de aparcamiento y estaban en los escalones de la iglesia contemplando la habitación llena de gente.

    —¡Sí, allí! —señaló Connor, luego tomó a Melissa por el brazo y la hizo avanzar.

    Melissa sacudió la cabeza.

    —No hay problema —dijo Connor—. Yo estoy relacionado con la mitad de esta gente, recuérdalo.

    Ella se acercó y le dijo:

    —No me lleves cerca de las serpientes.
    —No lo haré. Yo también les tengo miedo. Yo tampoco me salvaré.

    Los bancos estaban vacíos. La congregación se apiñaba sobre la tarima del altar y bailaba en los pasillos. Melissa no quiso sentarse. Se sentía nerviosa en la iglesia. Era una extraña y no deseaba interferir en la religión de aquella gente.

    Melissa buscó a Adam. Trató de identificar su cabeza calva entre los bailarines, pero había más de dos docenas de personas, hombres, mujeres y niños, bailando al ritmo rápido de la música. En un rincón vio a una mujer desplomada, a la que atendían varias mujeres.

    —¡Van a soltar las serpientes! —exclamó Melissa apretando el brazo de Connor mientras veía que un hombre se inclinaba para abrir una caja.

    El hombre, con calma, levantó una serpiente brillante.

    Melissa retrocedió y Connor le puso protectoramente el brazo sobre los hombros. El hombre cogió de la caja otras cuatro serpientes, que colgaban de sus manos a medida que avanzaba hacia el centro de la congregación que bailaba.

    Entonces Melissa vio a Adam.

    La multitud se había apartado para que el hombre pudiera llegar hasta Adam, y Melissa vio como Adam aceptaba las serpientes y las dejaba que se enroscaran a su cuello desnudo.

    —¡Connor! —Melissa trató de liberarse.
    —Tranquila, todo va bien.
    —Le morderán. Morirá —trató de soltarse de las manos de Connor e ir hacia Adam.
    —No, no morirá, no pasará nada —Connor la sostenía por los hombros.

    Era demasiado tarde, pensó Melissa. Adam había aceptado las serpientes y había comenzado a danzar al son de la guitarra eléctrica. No se movía de su lugar y zapateaba rápidamente al ritmo de la música country. Las serpientes habían descendido por sus brazos, habían tejido un grueso y apretado collar y se le aferraban al cuerpo cuando levantaban las pequeñas cabezas diamantinas y silbaban a los danzarines que se movían alrededor de Adam, ya todos en comunión con los mocasines de agua y las serpientes de cascabel.

    Melissa se alejó del círculo de bailarines y, sin explicárselo, dio la espalda a la música y a la danza y salió corriendo de la pequeña iglesia blanca de madera dejando a Adam con su nueva familia de manipuladores de serpientes.


    La Loca Sue había comenzado a bailar en el pasillo cuando el niño calvo levantó las serpientes. Estaba de pie, al fondo de la iglesia y marcaba con los pies el ritmo de la música de Tyler Donaldson. Con la excitación se había meado y la orina le corría por la cara interna del muslo, pero no dejaba de bailar.

    Le encantaba llevar el ritmo con los pies, le encantaba el constante golpear de zapatos pesados sobre el suelo viejo, que sacudía la estructura de madera. Había otras personas bailando en el pasillo y aún más sobre la tarima.

    Tyler había intensificado el ritmo de su guitarra eléctrica y la señora Conley comenzó con sus tamboriles. Betty Sue sintió deseos de tocar los tamboriles, pero sabía que no se lo permitirían, y también sabía que podía considerarse afortunada con estar dentro de la iglesia, bailando en la parte de atrás.

    Y luego, pensando en eso, miró hacia atrás para ver si también Rufus se había introducido, si había abandonado el lugar donde siempre se sentaba durante las reuniones de la iglesia.

    Allí estaba, sonriéndole a través de la ventana abierta y Betty Sue le sacó la lengua. Luego miró otra vez hacia delante donde, en medio del suelo y rodeado de docenas de personas, estaba el niño calvo.

    Bailaba con las serpientes. En una mano, una cascabel; en la otra, una cabeza de cobre. Las cabezas de las serpientes estaban levantadas y tenían la boca abierta. Betty Sue sonrió al niño calvo y, levantándose los bordes del vestido, saltó para unirse al círculo.

    Betty Sue no podía dejar de bailar, ni los otros tampoco. Llegó hasta el círculo interior, en torno al niño calvo, quien también bailaba y sonreía a todo el mundo. El niño levantó las manos y dejó que las serpientes se enroscaran a lo largo de sus brazos blancos.

    Betty Sue odiaba a las serpientes. Toda la vida había odiado a las serpientes. Cuando estaba en la escuela, los muchachos la perseguían con serpientes de cascabel que encontraban enroscadas bajo las rocas.

    Le ponían las serpientes bajo el vestido, o le metían una gruesa serpiente inofensiva entre las piernas, hasta el día en que los persiguió y golpeó a Davy Berlew y a Jim Thompson en la cabeza con una pala que había encontrado apoyada contra la letrina.

    De la boca y la nariz de ambos manó la sangre, eso la asustó más y tuvo que huir con Rufus al bosque, donde permaneció tres días hasta que el viejo Armstrong la cogió robando hortalizas de su huerto.

    Después de eso, la tía Mary Lee dijo que no tenía que ir a la escuela, y no fue, aunque echaba de menos cantar con los chicos. Cuando lloró y le contó a la tía como los muchachos la perseguían con serpientes, Mary Lee la regañó y le dijo que era demasiado grande para andar por ahí corriendo con criaturas.

    En ese momento, mientras bailaba con el niño calvo, no tenía miedo de las serpientes. Siguió sonriéndole con la esperanza de que él la viera, de que le sonriera a su vez, o algo así. Nadie le sonreía nunca, y Rufus le había explicado que eso se debía a que ella era demasiado fea. Eso no era cierto. La tía Mary Lee le había dicho que Dios la amaba, y que a Él no le importaba si tenía o no cerebro.

    Betty Sue tenía cerebro, ella lo sabía, y cuando la gente se burlaba de ella, cuando se reía de ella en la iglesia o cuando bajaba al valle a comprar con su tía, le bastaba con sacudir la cabeza para que todo el mundo oyera cómo le sonaba el cerebro, de la misma manera como sonaba una serpiente de cascabel antes de levantar su horrible cabeza y atacar.

    Betty Sue sabía que las serpientes que el niño calvo tenía envueltas como gruesos cordeles alrededor de los bracitos blancos eran serpientes sagradas y que no le harían daño tampoco a ella. Cerró los ojos y escuchó la música, el sonido de todos los zapatones que golpeaban al mismo ritmo el suelo de madera.

    En su casa no le permitían bailar, aun cuando en la radio sonara una música realmente alegre. Su tía le pegaba si la veía bailando. A veces bailaba cuando estaba en el bosque, detrás de la casa-goleta que había hecho Connor Connaghan.

    Allí bailaba en la oscuridad y observaba cómo él y sus mujeres follaban sobre el suelo de madera. Betty Sue sonrió pensando cómo bailaba ella fuera, en la oscuridad, mientras los observaba sacudirse desnudos sobre el suelo de madera.

    Abrió los ojos. El niño calvo se le acercaba, sonriendo, al tiempo que cogía de sus brazos blancos una de las serpientes de cascabel.

    Detrás de ella, en la puerta del pequeño edificio, por encima del alegre sonido de toda la música, oyó la voz de Rufus que le decía a gritos que, si quería volar al cielo en el carro de fuego del niño calvo, tenía que tocar aquellas repugnantes serpientes.

    El niño calvo levantó el reptil. Betty Sue no miró la cabeza diamantina, pero no apartó los ojos del lechoso vientre de la sierpe.

    Nadie dejó de bailar ni de cantar. Betty Sue se concentró en la música con la intención de refugiarse en el sonido, de desaparecer bajo su ruido encantador, pero el niño calvo no se iba, y cuando volvió a mirarlo, había dejado de sonreír.

    La mujer vio que el chico la miraba realmente como si ella hubiera hecho algo malo, y adivinó que el paso siguiente sería pegarle, como siempre hacía la gente. No quería que le pegaran ni que la echaran de la iglesia. Se sentía bien, bailando, cantando, con la excitación que le producía toda aquella gente alrededor de ella, se sentía bien al estar junto con toda la gente y no sentada fuera, en la oscuridad, con Rufus y limitada a observar las oraciones y a cantar desde el frío exterior.

    Cerró los ojos, estiró el brazo hacia el repugnante ofidio y sintió el blando vientre del animal. El largo reptil le cogió la mano y la muñeca y le enroscó su cuerpo escamoso alrededor del brazo.

    Betty Sue gritó.

    La tía Mary Lee gritó.

    Betty Sue se acordó de que una vez, en el bosque, había dado una patada a una roca y una serpiente había levantado la cabeza y le había escupido.

    Trató de quitarse de encima la serpiente arrollada al brazo. Abrió los ojos y la cascabel volvió a saltar. Vio la boca ancha y la lengua roja y relampagueante, sintió en la cara un dolor que la abrasaba. Chilló y trató de golpear el cuerpo blando y grueso con la mano libre, de agarrarlo. La serpiente la mordió en la mano, hundió sus colmillos en la brillante palma.

    Adam cogió a la anciana por el pelo, le hizo perder el equilibrio y con la otra mano la agarró del brazo y la obligó a que dejara de maltratar a la cascabel. El chico apretó a la serpiente por debajo de la mandíbula abierta y ésta se abrió del todo al tiempo que los finos colmillos se retiraban como agujas de la carne de la anciana. De las heridas que produjeron los dientes manaron dos pequeñas corrientes de sangre, que corrieron por la mano abierta de Betty Sue.

    Adam soltó el pelo largo y enmarañado y la anciana cayó. Él permaneció de pie y se llevó la serpiente a los brazos. La larga serpiente buscó el calor del cuerpo del chico y encontró un nido en sus brazos plegados.

    Con los ojos, Adam ordenó que alguien atendiera a la Loca Sue. La congregación dejó de bailar y la tía Mary Lee se abrió paso a través del público apiñado.

    Spike Harlem, en cuclillas junto a Betty Sue, anunció:

    —No hay nada que hacer.
    —¡No! —gritó Mary Lee, y abofeteó a su sobrina—. ¡Levántate, niña! —ordenó.

    Adam colocó la serpiente en la caja y cerró ésta con la tapa, luego volvió a Betty Sue y se arrodilló junto a su rostro. Apoyó los labios en la boca de la anciana e insufló aire en sus pulmones. Lo hizo dos veces en rápida sucesión y la mujer sacudió las piernas. Pateó y agitó los brazos, como si todavía tratara de liberarse de la serpiente.

    —¡Jesús Todopoderoso! —gritó Tyler Donaldson desde la tarima—. ¡Jesús Todopoderoso, Jesús está con nosotros! —y comenzó a tocar, obsesionado por llenar de música la pequeña iglesia de madera en honor al espíritu divino.

    ¡Oh, Jesús, mi amado Señor, sé Tú mi sostén!
    ¡Oh, mi amado Dios Todopoderoso, sé Tú mi sostén!


    En toda la iglesia, los fieles se unieron y bailaron al ritmo de la música de Tyler. Formaron un círculo en torno a Betty Sue y Adam, cogiéndose de las manos mientras seguían zapateando y moviéndose a gran velocidad en el estrecho espacio que quedaba frente a los bancos.

    Adam sostuvo entre sus manos la cabeza de Betty Sue. La levantó del suelo y presionó sus pulgares contra los altos pómulos de la mujer. Ésta abrió los ojos de golpe y sacó la lengua, sonriendo.

    —¡Amén! —gritó Tyler en el micrófono—. ¡Amén, y que Dios os ame!

    Betty Sue seguía sonriendo sin apartar la mirada del niño calvo. Se le había ido el dolor de la cara, y pensaba que ahora sí que iría al cielo con el niño en su carro de fuego. Golpeó los talones y, por un momento, volvió la cabeza hacia Rufus, que seguía mirando por la ventana abierta, pero se había apoderado de las serpientes, las cascabeles y los mocasines, y había hecho con ellas un grueso nido redondo.

    Betty Sue gritó a su hermano. La voz se elevó por encima de la música eléctrica, se soltó del niño calvo, atravesó el círculo de danzarines y corrió tras su hermanito, que había desaparecido por la ventana abierta y corría hacia los bosques, llevándose bajo el brazo, como una pelota de fútbol, el grueso nido de serpientes de montaña.


    —Cuando tenía trece años, pasé por una de esas experiencias religiosas —le dijo Melissa a Connor—. Ya sabes, como Jimmy Carter. Fue como nacer de nuevo.

    Estaban de regreso en la casa-goleta, sentados uno junto al otro en el salón oscuro. Connor tenía las luces de la casa apagadas, pero había encendido los faroles exteriores, de modo que podían ver el bosque de detrás de la casa, el arroyo y la inmensa roca donde le gustaba a Adam sentarse.

    —Me salvé —prosiguió Melissa—, o lo que quiera que digan los baptistas. Hasta me bautizaron en un lago. Toda la bola de cera. Durante dos o tres meses, me sentí simplemente grandiosa. Tenía entonces esa familia nueva, esa gran familia formada por los fieles de la Segunda Iglesia Baptista del sur de Kansas City. Ellos eran mi pueblo. Ellos eran mis hermanos.

    »Luego empecé a enloquecer. Tenía escrúpulos por todo. Los domingos, me quedaba de pie en la iglesia y confesaba mis pecados y todos mis deseos secretos. Cuanto más me confesaba, más pecados tenía. Me estaba volviendo loca.
    »Recuerdo que el sacerdote, el reverendo Jim McCaffery, trataba de consolarme. Y también había mujeres en la iglesia. Iban a ver a mi madre en la roulotte. Vivíamos otra vez en Kansas City, esto fue después de Texas, después de la época que corresponde al dibujo que Adam me hizo en la piscina.
    »Mamá vivía con Roland Davis, con quien tenía pensado casarse. Por eso nunca creyó que él abusara de mí. Quiero decir que no podía creer tal cosa, pues, de lo contrario, ¿cómo se casaría con el tío aquel?, y ya sabes, ya se estaba haciendo vieja y cuando él apareció ya no salía con nadie. Era una mujer preciosa y desesperada. Eso me parece cuando pienso en todo aquello.

    —Pues no pienses en eso —sugirió Connor.

    Melissa lo miró fijo durante un momento y luego, con calma, dijo:

    —Todo el tiempo pienso en aquello. Es mi vida. ¿Cómo puedo no pensar en ello?
    —Puedes pensar en tu futuro, ¡joder! —dijo Connor, y suspiró, cansado del histrionismo de Melissa.
    —Siento aburrirte —dijo ella, y se puso de pie.
    —¡Melissa, oye, lo siento! No quise decir eso. Sólo que no me parece que debas deprimirte por acontecimientos que has vivido hace tanto tiempo y que has superado, realmente —Connor trató de sonreír, de volver a seducirla con su mirada.
    —Lo que trato de decir es que comprendo esa necesidad de Adam —dijo a Connor, mientras se dirigía a la cocina—. Su necesidad de alguna clase de religión, por extraña que sea. Quiere pertenecer a una familia, ¿lo ves?, a cualquier clase de familia. Lo mismo me ocurría a mí. Fui a la iglesia y confesé que el compañero de mi madre abusaba de mí. Por supuesto que yo creía que era culpa mía. Que era yo quien arrastraba al pecado a aquel hijo de puta.

    Se detuvo ante el mármol de la cocina para servirse más vino tinto, y cruzó el salón para quedar frente al hogar apagado. Se reclinó contra la repisa de madera con la copa de vino en las manos y miró por las ventanas. Desde cualquier lugar donde estuviese podía ver el angosto arroyo de montaña.

    Connor había enfocado un faro precisamente donde el agua salía de entre los árboles. En la oscuridad, el agua burbujeante era plateada, como miles de pececitos que cayeran en cascada por la falda de la colina y desaparecieran en un pozo negro al pie de la misma.

    —Lo único que hacía era buscar ayuda —continuó—. Quería que aquella gente de la iglesia baptista fuera mi familia, que me sacaran de aquel aparcamiento de roulottes, que me liberaran de Roland Davis. Pero no me creyeron cuando conté lo que me hacía Davis... —Melissa levantó la vista y miró a Connor; sus ojos brillaban—. Crecí. En Texas aprendí que estaba sola, completamente sola. El comprender tal cosa fue un alivio para mí. Al menos no tenía que simular ni soñar que llevaba una vida normal. En Kansas City aprendí también que no tenía una familia. Ni en el aparcamiento de roulottes, ni con mi madre, ni en la iglesia baptista. Lo comprendes, ¿verdad?

    Connor no podía apartar los ojos del cuerpo de la mujer. Todo el tiempo que ella había estado recostada contra la repisa de la chimenea, él había pensado en su cuerpo, había observado el modo en que se movían sus pechos bajo el delgado top de tela. Connor tenía la boca seca de deseo, ansiaba hacer el amor con ella.

    —Connor, ¿me estás escuchando?
    —Te estoy escuchando, te estoy escuchando —se incorporó, como para prestar atención, al tiempo que agregaba—: Estoy tratando de entender por qué te altera tanto lo que concierne a ese chico. Mira, todos tenemos vidas de mierda.
    —¿Tan insensible eres? —preguntó ella desde la repisa, y luego continuó, mientras se acercaba a Connor—. ¿Cómo te sentirías si alguien de quien eres responsable, tu hijo o tu hija, estuviera manipulando serpientes, saltando como un loco? —se derramó vino en las manos y entonces se percató de que todo su cuerpo temblaba.
    —Melissa, eh, esa gente puede parecerte loca a ti, pero son serios, créeme.

    Melissa se inclinó sobre la cara de Connor y le dijo:

    —¡Matarán a Adam!
    —Hace siglos que manipulan serpientes. No es una moda, tú lo sabes. Es su manera de demostrar que Dios los ama y los protegerá. Es un acto de fe.
    —Adam no cree esas patrañas.
    —¿Cómo lo sabes? —la desafió Connor—. Tú crees que son todos unos paletos, unos campesinos brutos, blancos pobres y despreciables, inútiles, ¿no es eso? Pues bien, déjame decirte algo, hermana. Ellos saben cómo se los denomina en libros de sociología. Los «pobres indeseables». ¡Eso es! Y saben que no tienen educación, viven en la miseria y meten la nariz y lo que sea en las partes más bellas del país, de las que no son dignos en absoluto. Pero también se sacan esta carta de la manga. Creen en el Espíritu Santo. Creen que pueden salvarse e ir al cielo, lo mismo que el vecino. También a los pobres indeseables les espera el cielo.
    —Sí, ya lo sé —Melissa cogió su vaso de vino—. Irán todos al cielo en un carro de fuego —agregó, decidida a no ceder.
    —¡Dame una tregua! ¡Dame una maldita jodida tregua! ¿Qué hay de malo en que manipulen serpientes o en que crean que algún día un «elegido» vendrá a Beaver Creek y se los llevará de esta podrida montaña?
    —Que lo están haciendo con mi Adam. Que creen que él es el conductor del maldito carro de fuego. Eso es lo que hay de malo.
    —¡Eh! ¿Es que estamos hablando de otra cosa aquí? —dijo Connor, quien, con un salto, se puso de pie.

    Melissa tomó distancia, atemorizada por la súbita ira de Connor.

    —¡Ante todo, no es tu hijo! —dijo él, señalando con el dedo—. En segundo lugar, tú estás fastidiada por otra razón. Tú estás enfadada porque Adam se ha ido y ha encontrado unos amigos que lo han adoptado. Estás celosa de esa gente, Melissa.
    —¡Tonterías! —le dio la espalda y caminó deliberadamente hacia las ventanas.

    Connor siguió su amonestación:

    —Tú ves en esta situación un paralelismo con tu vida, cómo fuiste tú a una maldita iglesia baptista en Kansas para encontrar una familia y ellos no te ayudaron con el tal Roland Davis. Estás loca porque Adam está haciendo lo mismo, sólo que él ha encontrado una familia fiel. ¡No tú!
    —Eso es injusto y falso.

    Connor pensó en algo más que decir, que para un adolescente era completamente natural que deseara algo más que ella, que podía ser que el chico no sintiese otra cosa que curiosidad por ese mundo que los rodeaba en la montaña, pero guardó silencio.

    Melissa volvió de las ventanas.

    —Por supuesto que pienso que en esa iglesia son todos extraños —le dijo a Connor en voz más baja—, con su manipulación de serpientes, su ingesta de estricnina o lo que sea, y su creencia en que ha llegado un niño «elegido» para llevárselos al cielo. ¿Quién no pensaría tal cosa? Pero Adam, yo lo sé, ha vivido en peores condiciones que esa gente. Sólo puedo imaginar lo que habrá pasado en aquellos túneles de Nueva York.

    Apretó los labios, movió afirmativamente la cabeza y regresó al sofá, donde Connor permanecía sentado. Se sentó junto a él, cansada de argumentar. Dijo:

    —Estoy preocupada por algo más, y esto es lo que me ha sacado de quicio.

    Connor se acomodó y puso su bebida en la mesa de café. Otra vez sentía curiosidad.

    —Él sabe cosas, Adam sabe cosas. Sabe cosas de mí. No sé cómo ni por qué. Y sabe de esa gente que murió asesinada en el río —sacudió la cabeza—. ¡Es tan raro! Me tiene miedo —susurraba y su voz dejaba transparentar el miedo—. Al observarlo en la iglesia me di cuenta de qué poco he sabido de él, pero al mismo tiempo él sabe mucho de mí. Sabe todo lo que no debería saber.

    Melissa sacudió la cabeza y volvió a apretar los labios.

    —Tal vez sea el «elegido». ¡Yo qué sé! —comentó sonriendo y en tono de desamparo.

    Sonó el teléfono. Ambos se sobresaltaron.

    —¿Lo cojo yo? —preguntó Connor.
    —Lo cogeré yo —dijo Melissa, que necesitaba mostrar a Connor que era capaz de cuidar de sí misma. Cuando levantó el auricular y dijo «Diga», advirtió que contenía el aliento en espera de lo peor: que alguien llamara para decir que Adam había sido mordido por una de las serpientes y estaba muriendo. Pero no eran más problemas. Era Greg, que la llamaba desde Nueva York muy tarde por la noche.

    Melissa sonrió a Connor, como para indicar que no había problema, y mantuvo la sonrisa.

    Pero Connor, que la observaba, vio como desaparecía la sonrisa del rostro de Melissa. Pensó en lo distinta que era cuando sonreía. Se preguntó si sólo sería que la naturaleza la ponía de mal humor, o si el haberse hecho cargo de Adam la había trastornado emocionalmente.

    Melissa quedó muda ante el teléfono, con la mirada fija y absolutamente concentrada en lo que él tenía que decirle, sin hablar, sin moverse. Tenía el teléfono en una mano y se había enroscado el cable a los dedos de la otra mano. Pero no se movía. Era como si la información que escuchaba la hubiera paralizado.

    Connor pensó levantarse e ir al mármol de la cocina, estar al menos cerca de ella, pero no pudo moverse. Se quedó sentado, observando, mientras ella se hundía en sí misma. Parecía apaleada y derrotada por lo que oía.

    Incapaz de permanecer en silencio, dijo:

    —¿Qué hay?

    Ella no respondió. Miró hacia fuera, al bosque y se pasó la mano por el pelo negro corto. Apoyó el codo contra el tronco que servía de columna y se puso la palma de la mano sobre la frente.

    —Entiendo —dijo finalmente en voz suficientemente alta como para que Connor oyera—. Te veré, sí —agregó mientras se estiraba al máximo para coger un lápiz y anotar unos números.

    Se despidió y colgó. Luego terminó de escribir.

    —¿Qué hay? —volvió a preguntar Connor.

    Melissa no levantó la vista del papel en que escribía.

    —Era Greg Schnilling. Mi amigo del trabajo. La policía lo llamó hoy y preguntó por Adam.
    —¿Y?
    —Encontraron un cadáver en el Metro.

    Connor seguía con el entrecejo fruncido, a la espera de explicación.

    —Cuando encontraron a Adam en el Metro, lo único que sabíamos de él era su nombre. Adam. Y eso lo sabíamos gracias a la inscripción que hallamos en su camiseta. No pudimos encontrar ninguna prueba de que tuviera una familia. Ni en los refugios de la ciudad ni en el Metro.

    Melissa señaló el teléfono con la cabeza.

    —Greg acaba de decirme que la policía encontró los restos de otro cadáver. Un chico llamado Adam. Encontraron el cadáver en el Metro, también. Un cadáver desnudo. El cuerpo del chico ocultaba droga. Le habían metido en el culo un artilugio lleno de crack.
    —¡Oh, mierda! —dijo en voz baja Connor, quien repentinamente había comenzado a sudar, y estaba asombrado por la frialdad con que Melissa le hablaba.
    —Pudieron identificarlo —continuó Melissa con calma—, porque cuando hicieron una investigación de sus huellas digitales, en el ordenador saltó un nombre. Es Adam Chandler, originario de un lugar llamado Tom’s River, en Nueva Jersey.
    —Entonces, ¿quién es este Adam? ¿Tu Adam? —preguntó Connor mientras sentía que la piel le tiraba.

    Melissa sacudió negativamente la cabeza.

    —No es Adam Chandler. Eso, seguro. Nos equivocamos. —Retrocedió hasta el centro del gran salón y se detuvo, como si no supiera hacia dónde debía dirigirse. Entonces dijo suavemente, con resignación, como si hablara consigo misma—: No, yo me equivoqué.
    —¿Qué es lo que va a hacer ese amigo tuyo, Greg?
    —Vendrá mañana por la mañana en avión. Tengo que ir a Asheville a recogerlo.
    —¿Y?

    A Connor se le cruzó un pensamiento: que todo eso era un truco, una manera de provocarlo. Adam, ella, toda esa mentira acerca de las pinturas. ¡Lo estaban provocando!

    —Greg viene para ayudarme —respondió Melisa con calma y una gran sensación de alivio—. Viene para llevarme a casa.

    Luego sonrió y comenzó a sollozar.


    17


    La fiesta a la que cada uno debía llevarse su botella tenía lugar los viernes por la tarde después de la última clase del curso bisemanal y llevaba ya seis horas. Comenzada con un partido de voleibol antes de la cena, proseguía con el encendido del horno de cochura, y culminaba en la casa de Gene Martin, que quedaba más abajo de los edificios de la escuela, en la misma calle, y donde se ponían cintas y discos, y donde todo el mundo se emborrachaba, se drogaba y bailaba.

    A las dos de la madrugada, la fiesta estaba terminando. Sólo quedaba una media docena de personas en el porche de la casa de Martin. Sentadas en la oscuridad, bebían lo que quedaba de las bebidas fuertes, compartían porros y se contaban historias de veranos anteriores en la montaña. Trent Rhodes no quería estar allí. Trent quería irse a su casa, a la cama, pero quería ir con Lesley Moyers. Sin embargo, hasta ese momento ella no había dado muestra alguna de interés por marcharse.

    Ya había hecho una sugerencia mientras bailaban cuando le dijo que la acompañaría al dormitorio de la escuela. Ella se limitó a sonreír y dijo alguna vaguedad acerca de su deseo de quedarse y de divertirse.

    A la mañana siguiente, Lesley volvía a su casa en Ohio. Haría la maleta después del desayuno y conduciría a través de la montaña hacia el oeste. Bien temprano saldría de la escuela de Artes y Oficios una caravana de coches y él tendría que volver al trabajo, a la limpieza de los dormitorios para el próximo grupo de estudiantes de verano.

    Era el primer año de Trent en la montaña. No podía permitirse tomar clases en la escuela, a no ser en calidad de estudiante/trabajador encargado de la limpieza del dormitorio.

    Además, había sido el mejor verano de su vida, pues se había enamorado de Lesley Moyers. A sus dieciséis años, nunca había conocido a nadie como ella. Era seis años mayor que él y tenía un novio en Ohio, según decía. Se lo había dicho cuando él le había declarado su amor.

    Lesley no se rió, como pensó Trent que podía haber hecho ante su explosión. Estaban sentados uno junto al otro al lado de la pista de voleibol improvisada, esperando que empezara el partido. Lesley estaba sentada con las rodillas levantadas y al aire, la cabeza recostada en sus brazos cruzados. Entonces dijo con suavidad:

    —Gracias, Trent, creo que es verdad lo que dices.

    Estiró el brazo para acariciarle la cara con la palma de la mano. A Trent, el contacto le perforó el corazón.

    Ahora, Trent estaba sentado en la oscuridad del porche y pensaba en hacer el amor con Lesley Moyers. Al levantar la vista comprobó que no había estrellas, pero, como se sentaba fuera todas las noches, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Veía con claridad el porche. Veía a Lesley, sentada en el banco de madera con las piernas recogidas, que era como le gustaba sentarse, y la cabeza inclinada hacia un costado para observarlo. Tenía una cara muy pequeña y delgada, labios de forma perfecta y dientes pequeñísimos. El pelo, castaño y lacio, le caía siempre libremente, excepto cuando trabajaba en el torno, o cuando necesitaba un lavado. Trent pensó que sabía prácticamente todo acerca de ella.

    Levantó la cabeza por encima de las rodillas, lo miró directamente y, con toda delicadeza, hizo una seña que indicaba que quería irse y que quería que él la acompañara.

    En su excitación, Trent saltó y volcó una botella de cerveza.

    —Tranquilo, Trent, estás derramando la bebida —advirtió alguien.
    —Me voy —anunció sin mirar a Lesley.

    Se oyó un coro de adioses y luego Lesley dijo:

    —Permíteme ir contigo, Trent —y se incorporó lentamente del banco mientras saludaba.
    —Nos vemos en el comedor a las ocho en punto, Trent —gritó Martin—. Es el cambio de turno, recuerda.
    —¡Lo sé! ¡Lo sé! —en la senda oscura Trent ya sonreía.
    —Buenas noches a todos —dijo Lesley, y se fue saltando detrás de Trent, deprisa, como si también ella estuviera ansiosa por estar a solas con él—. ¿Conoces el camino? —preguntó inocentemente al tiempo que se aproximaba.
    —No hay problema —replicó él con voz excitada.
    —Ella se puso a su lado y, sin decir una palabra, lo tomó del brazo y se inclinó sobre él, sonriéndole muy cerca de su rostro.
    —Muy bien —dijo ella suavemente—, demuéstramelo.

    Y siempre con la misma amabilidad lo arrastró tras ella, internándose entre los árboles que se extendían a lo largo de casi un kilómetro entre la casa del director y la escuela.

    Trent sólo tenía conciencia de la presión del cuerpo de la chica contra el suyo, del modo en que los muslos de ambos se frotaban. Olía la humedad de la foresta mezclada con la fragancia del perfume de Lesley. Tenía las fosas nasales llenas de la dulzura de la mujer. Respiraba con dificultad.

    —¿Te encuentras bien? —preguntó ella.
    —¡Claro que sí! Me siento muy bien. Me siento formidable —y rió.

    Lesley había deslizado la mano por el brazo de Trent y le había cogido la suya para entrelazar los dedos de ambos.

    —¿Cómo sabes por dónde vas? —preguntó Lesley impresionada—. Yo no veo nada.
    —Lo sé —respondió él, inflado de orgullo—. Mira la casa de la escuela —agregó señalando, al tiempo que no podía distinguir su propia mano ante su rostro.
    —¡Mierda, qué oscuro está aquí!

    Lesley rió tontamente como una niña y agachó la cabeza hacia Trent, de tal modo que la cara del muchacho se llenó del suave pelo de la chica. Respiró profundamente y la fragancia del champú de Lesley le inundó las fosas nasales.

    Trent le rodeó la cintura con ambos brazos, la atrajo hacia sí y la abrazó. Agachó la cabeza a fin de que sus labios encontraran el rostro de Lesley. Ella respondió con un arrebato, le cogió la cara con ambas palmas y hundió la lengua entre los dientes de él.

    —¡Oh, Dios! —dijo ella en un susurro apartándose—. No debería hacer esto. Trent, eres un...

    La interrumpió al abrazarla, la volvió a besar y la retuvo entre sus brazos.

    Él era cinco centímetros más alto, y también más fuerte, de modo que su tamaño y su fuerza la superaron y la sorprendieron. Jadeó en sus brazos, debilitada por el vigor del muchacho y la fuerza de su beso.

    Lesley retiró los labios y dejó caer la cabeza contra el pecho mientras preguntaba con voz tierna:

    —¿Quién te ha enseñado a besar?
    —Vamos —dijo él, con seguridad.

    Ella lo siguió en silencio mientras caminaron otros cien metros y luego se apartaron de la senda, se abrieron paso entre los arbustos y se detuvieron en un claro natural de mullida hierba.

    —¡Eres maravilloso! —dijo Lesley hundiéndose con él en la espesa alfombra de hierba—. ¿Cómo has encontrado este sitio? —y volvió a preguntar, sonriendo a sólo unos centímetros de la cara de Trent—. ¿Aquí es donde traes a todas tus chicas, Rhodes?

    Trent no podía hablar. Tenía miedo de hablar. Sólo quería quitarle toda la ropa. Quería tocar su cuerpo. Mirarla. Lamentaba que no hubiera más luz. Un cuarto de luna para poder ver cuán encantadora era desnuda.

    Volvió a abrazarla, pero ella impidió que la besara.

    —¿Es un lugar seguro éste? —preguntó Lesley mirando a su alrededor, a la oscuridad, al bosque profundo.
    —¡Por supuesto! Estamos fuera de la senda, nadie nos verá.
    —Quiero decir..., ¿te has enterado del asunto de las dos mujeres...?

    De pronto, la idea de lo que les había ocurrido a las mujeres en Buck’s Landing la puso nerviosa y trató de no pensar en ellas, por miedo de asustarse demasiado.

    Luego, más lejos, en la profundidad de lo oscuro, oyó agua.

    Sobre el sonido del agua percibió un arrastrar de hojas secas y se agarró de la camisa de Trent hundiéndole las uñas en la piel.

    —Es una ardilla —le dijo él—, o tal vez un conejo. No es nada. Yo soy de estas montañas, Les. Yo sé —hablaba con calma—. ¡Escucha!

    Se quedaron ambos en silencio y, tan repentinamente como antes se oyó un crujir de hojas.

    —¡Mira! —dijo Trent—. Cuando estás caminando o conversando no oyes el bosque, pero las ardillas y los conejos están ahí. No hay por qué inquietarse. No son osos —Trent le volvió la cara hacia él y la besó en los labios.

    Ella se relajó con el segundo beso y dejó que su cuerpo vibrara contra el suyo. Le permitió que la cogiera, y cuando la besó una vez más, con más fuerza y avidez, abrió los labios y preguntó:

    —¿Has hecho alguna vez el amor con alguien, Trent?

    La expresión del rostro de Trent le hizo saber que no y Lesley sacudió la cabeza mientras decía:

    —No debería hacer esto si tuviera dos dedos de frente. No quiero que me arresten por corrupción de menores.
    —¡Yo no soy una criatura!
    —Shhh —susurró Lesley mientras le presionaba los labios con el dedo—. Ya sé que no. Lo siento. Pero tú sabes lo que quiero decir. Soy seis años mayor que tú.
    —Te amo, Lesley —confesó Trent.
    —Ya sé que me amas, Trent. Eres un chico tan, tan dulce —y lo besó con una gran ternura, para luego apartarse y mirarlo a la cara.

    Lesley no habló, simplemente se desabrochó la camisa azul, sin quitar los ojos de él mientras sacaba los faldones de la camisa de la cintura de sus shorts de tejano. No llevaba sostén y sus pechos pequeños quedaron repentinamente al descubierto, como un regalo mágico y maravilloso que le brindaba.

    Observó el modo en que los ojos oscuros de Trent se dilataban y miraban fijamente sus pechos. Dejó de desvestirse y dijo:

    —Aquí.

    Levantó la mano izquierda de Trent y la llevó a su pecho, cerró los ojos y contuvo el aliento mientras los dedos fríos del muchacho entraban en contacto con su carne cálida. El pezón se endureció contra la palma.

    Se daba cuenta de que lo deseaba. Pero deseaba que Trent no la deseara. Eso la hacía sentirse culpable, pues sabía qué fácil era hacer el amor con este chico, sabiendo, además, que pronto se iría de la montaña y desaparecería de su vida.

    Estaba decidida a que aquel momento fuera perfecto para él. Le daría algo de lo que ella se había visto privada: una primera experiencia amante y tierna. Atrajo al chico hacia ella y le hundió la cabeza en el valle poco profundo de su pecho y fue cambiando de pecho para que pudiera succionar ambos pezones. Cerró los ojos, dejó que el deseo del joven cuerpo masculino se impusiera a su buen sentido. En realidad no estaba mal, se dijo. No se estaba aprovechando de él. Le estaba haciendo un regalo, un regalo que podría recordar después, cuando se hiciera mayor y tuviese otras mujeres. En realidad, era un acto de caridad, pensó, divertida ante su racionalización. Se estiró para ayudarle a abrir la cremallera de sus shorts ajustados y bajárselos.

    —Aguarda —le dijo, mientras saltaba.

    Trent la dejó hacer. Estaba de rodillas, y cuando ella se quedó quieta, las bragas quedaron a la altura de sus ojos. Lesley se quitó los shorts y los arrojó, hizo una pausa, lo miró mientras se soltaba el pelo con gran habilidad y lo dejaba que le cayera sobre el rostro. Se acercó más y le preguntó en voz muy suave, conteniendo el aliento, si quería terminar de desvestirla.

    Las bragas se curvaron bajo los dedos de Trent hasta transformarse en una minúscula pelotita de tela. Ella se las quitó del todo y quedó completamente desnuda.

    Trent nunca había visto la telaraña femenina de vello púbico y se sorprendió ante el espesor y el ancho de la mancha oscura.

    —Puedes besarme —le dijo ella al tiempo que movía la pelvis.

    Él la besó con precipitación y brusquedad y ella pensó, con una cierta desilusión, que la próxima mujer con la que él se acostara se beneficiaría de lo que en ese momento estaba ella enseñando al primerizo.

    —Otra vez —ordenó Lesley, acercándose más aún y tapándole prácticamente la cara con el triángulo de su sexo.

    Él la besó por segunda vez, y esta vez sacó la lengua para lamerla.

    Ella cayó de rodillas y, poseída de deseo, se cogió a la camiseta de Trent y la sacó del cuerpo delgado del muchacho acariciándole la carne, deslizando las manos sobre sus hombros, por el pecho. Tenía un cuerpo delgado, terso, sin cintura en absoluto. Ella cogió la hebilla del cinturón, pasó sus dedos pequeños por el frente de los pantalones y encontró la erección.

    —¡Venga! —dijo ella en un susurro, con la sonrisa en el rostro. Lo besó y le lamió los dientes con la lengua—. Ahora, dime, ¿te gusta esto? —preguntó mientras cogía los testículos en sus palmas ahuecadas.
    —Me encanta.
    —Vale, ahora te voy a mostrar lo mejor. ¡Un verdadero obsequio!

    Lesley le bajó los tejanos con ambas manos y, mientras se inclinaba sobre él, pensó que Trent se acordaría de ella. Con quienquiera que se acueste en el resto de su vida, sería inevitable la comparación, con ella y con aquella primera experiencia sexual en el suelo de un bosque de las montañas del sur. Le cogió el pene con los dientes y los deslizó ligeramente hacia la base de la erección. Él se corrió en su boca.


    Hicieron el amor tres veces, rápidamente y con pocas palabras entre una y otra. No hacía falta que Lesley le enseñara lo que tenía que hacer. Tras la felación, él tomó las riendas del juego amoroso. «Es como un potro joven», pensó Lesley. Trent no podía parar, pero a ella le dolía la espalda de estar acostada sobre la tierra húmeda, y se estaba enfriando. La resistencia del muchacho la asombraba y la divertía. Habría querido estar en una cama caliente donde pudieran dormir cada uno en brazos del otro y despertar por la mañana para volver a hacer el amor.

    —Tengo que irme —dijo Lesley, lo besó en la cara y se desligó de sus brazos.
    —No —dijo él con reciedumbre.
    —Trent, cariño.
    —¿Cuándo te veré? —Trent estaba de pie, recogiendo su ropa.
    —Me verás en el desayuno.
    —No, tú sabes lo que quiero decir. ¿Cuándo te veré?
    —¡Oh, Trent, por favor! Sabes, y yo sé, que esto fue maravilloso, y todo eso, pero yo me marcho —Lesley se puso la blusa aunque volvió a acercársele y por un instante hundió los senos en su pecho, se alzó y lo besó—. No lo eches a perder, ¿vale?

    Trent asintió con la cabeza, pero quería ir al dormitorio con ella, dormir con ella en la pequeña habitación de la segunda planta. Sabía cuál era la habitación de ella, conocía a su compañera de habitación, Allison, y suponía que estaría abajo, en el estanque, en el acostumbrado baño nocturno del último día de curso.

    —Adiós —dijo Lesley en voz baja—. Quiero volver sola a la escuela.
    —Te perderás.
    —No seas tonto —comentó Lesley al tiempo que se abotonaba la camisa y se metía los faldones dentro del pantalón—. Además, parezco un desastre y no quiero que todo el mundo cotillee acerca de que estuvimos juntos en el bosque.

    Lo besó rápidamente y lo miró a los ojos para concluir:

    —Esto fue maravilloso, Trent, de verdad. Gracias por salvarme el verano. Eres lo mejor que me ha sucedido aquí.
    —Te amo.

    Lesley sonrió, pero su misma tristeza le llenó el rostro y Trent quiso besarla, hacerla feliz otra vez. Pero ella lo contuvo con la palma de la mano contra el pecho.

    —Me gustas mucho, Trent. No me olvidaré de ti.

    Tras estas palabras, Lesley se volvió, lo dejó en el pequeño claro y se abrió paso entre los arbustos hasta el sendero, y luego, sola y en la oscuridad, sintió miedo, de modo que se echó a correr hacia las luces de la escuela de Artes y Oficios, en la parte alta de la colina.

    Trent se quedó muy quieto y escuchó los pasos de Lesley. La oyó incluso pasar entre los arbustos y luego emprender la carrera. Se quedó desnudo en el bosque oscuro y sintió deseos de llorar. Era peor que no haber hecho nunca el amor con ella. Por el modo en que lo besó, coligió que ella también lo sabía. Se sintió una mierda. La amaba. Y la odiaba por no amarlo.

    Se agachó y tanteó en el suelo del bosque en busca de sus shorts de jockey. No los pudo hallar en la oscuridad, y tanteó con los dedos de los pies.

    —Mierda —había sido un estúpido al no acordarse de llevar una linterna.

    A cierta distancia, en dirección al sendero, oyó algo. Guardó silencio absoluto. No era una ardilla. Era un sonido demasiado fuerte, como si se quebraran muchas ramas. Pensó que era Lesley, que volvía.

    —¿Les? —preguntó, y como no hubo respuesta, pensó que no era ella, sino alguna otra persona, alguien de la escuela que los estaba espiando. Eso le dio miedo.

    Se arrodilló y, con la mano, a tientas, buscó desesperadamente su ropa en la oscuridad.

    —¡Maldita sea!

    Todo le daba rabia, estar desnudo en la hierba, tener que pescar a ciegas su ropa interior, todo. La mano izquierda percibió el áspero material de su tejano y se relajó mientras trataba de levantarlos, pero los pantalones estaban cogidos y no se movían.

    —¡Mierda!

    Reptó con la pierna de los pantalones en la mano, tratando de adivinar si se habrían enganchado en una rama o en un arbusto espinoso. Sintió el borde de la hondonada, donde el terreno comenzaba a bajar, oculto por los arbustos, y caía a pico hacia el arroyo. ¿Cómo podían haber ido a parar allí los pantalones? Alguien debió de llevárselos mientras hacían el amor.

    Se acordó de Connor y de cómo los había observado cuando se fueron juntos del porche.

    Se prometió matar a aquel hijo de puta, y un segundo después sintió que una mano le cogía el tobillo derecho. Sacudió la pierna tratando de liberarse. Le tiraron bruscamente de ella y perdió el equilibrio sobre la hierba húmeda y resbaladiza. Volvió a maldecir mientras trataba de encontrar el brazo. Por la sensación que le transmitía aquella mano sabía que se trataba de una persona pequeña, quizás un chico, quizás una mujer. Y pensaba que podría dominar a ese hijo de puta, quienquiera que fuese, cuando sintió que lo arrastraban desnudo a través de los arbustos espinosos y luego se sintió caer por el talud de la hondonada hasta ir a dar al agua del arroyo.


    Lesley agradeció que su compañera no se hallara en la habitación. Se despojó de sus ropas, sacó de la maleta un camisón corto de algodón y lo puso sobre la cama, luego se envolvió con una toalla y atravesó el salón del viejo edificio hasta llegar al lavabo, que a las tres de la madrugada estaba vacío y apenas iluminado.

    Sentía en su cuerpo el olor de Trent, y también lo percibiría Allison cuando volviera de la fiesta en el estanque. Necesitaba lavarse. Abrió la ducha y se metió en el agua fría. Pensó en Trent Rhodes, en cómo habían hecho el amor, y la sorprendió el sentirse nuevamente excitada. Hubiera debido permitirle que la acompañara hasta el dormitorio; Allison no estaría y ellos habrían pasado la noche juntos. Ahora lo lamentaba. Ella se merecía algo más que una única noche de amor. Y también Trent.

    Cerró el grifo y se secó antes de salir de la pequeña ducha de metal y regresar al lavabo, que seguía vacío. Volvió a atravesar el salón silencioso y se dirigió a su habitación. De la planta baja llegaban a sus oídos música, voces y unas cuantas explosiones de risa. Sabía que los estudiantes estaban sentados en el porche abierto del frente del antiguo edificio. Tal vez debería hacerse ver.

    Sospechaba que todos los que estaban en la casa del director se habían dado cuenta de que se iba con Trent. Si se dejaba ver sola, el cotilleo se disiparía. Pero en realidad no le importaba lo que pudieran decir. Por la mañana, todos se marcharían y dejarían atrás la montaña. Nunca volvería a ver a ninguno de ellos, a menos que volviera a otro curso de verano, y en ese momento no sentía ningún deseo de hacerlo. Echaría de menos a Trent, pero no al sitio.

    Atravesó la puerta abierta de su habitación, siempre pensando en Trent, y encontró allí al niño, al pequeño artista calvo, sentado en su cama.

    —¿Qué haces? —preguntó apretándose la toalla contra el cuerpo.

    Él levantó la vista y sonrió.

    —¡Fuera! —ordenó ella, mientras recogía su camisón.

    El niño no respondió, pero Lesley no tuvo miedo. Sabía que podía manejar a aquel extraño muchacho.

    —¡Fuera! —repitió.

    El niño se puso de pie lentamente como para obedecerle. Estaba descalzo y llevaba unos pantalones cortos que ella, de pronto, reconoció como los suyos. Y también había cogido y se había puesto la camiseta que ella comprara aquel día en la tienda de la escuela. Era de seda y representaba a Dick Rickler soplando vidrio; le había costado quince dólares.

    —¡Mi ropa! —exclamó, pero el chico pasó junto a ella, salió de la habitación y se internó en el largo y oscuro pasillo de la segunda planta.
    —¡Maldito seas! —le gritó mientras arrojaba la toalla de baño.

    Dudó un momento sobre si salía o no en su persecución, pero pensaba que el chico correría más rápido. Jamás lo atraparía. Y se quedó quieta maldiciéndolo.

    Por la mañana le hablaría de él a Trent. Trent le devolvería la ropa.


    Betty Sue, oculta tras la puerta del dormitorio, había seguido al muchacho por el bosque hasta la escuela de Artes y Oficios. Así comprobó que el chico se comportaba como un sabueso, agazapándose contra el barro y olfateando la tierra. Seguramente olió su sexo, pensó la anciana.

    Ella lo había seguido escaleras arriba y lo había esperado mientras él revolvía la ropa de la mujer y se la ponía, no sin antes oler los tejanos de la chica para asegurarse de que era la persona buscada. Betty Sue sonrió y se humedeció los labios con la lengua mientras observaba cómo miraba el chico a Lesley.

    Betty Sue estaba en completo silencio, oculta detrás de la puerta, contenía el aliento y apoyaba ambas manos en Rufus. Tenía miedo de lo que Rufus pudiera hacer. Su comportamiento era muy extraño desde que iba con el niño calvo.

    Betty Sue cerró un ojo y espió a través de la jamba de la puerta. Vio como la muchacha arrojaba la toalla y se paseaba por la pequeña habitación, golpeaba las puertas del armario y hablaba consigo misma. Tenía el pelo húmedo y suelto y se había detenido para secárselo entre los pliegues de la toalla. Luego arrojó nuevamente la toalla, se acercó a la cama estrecha y sacó una maleta. Se volvió hacia el armario y cogió del cajón superior una pila de ropa plegada y la colocó en la maleta marrón, que estaba abierta. Betty Sue pensó que la chica estaba loca y eso la puso nerviosa, siempre tenía miedo cuando la gente se volvía loca, pues era entonces cuando le pegaban.

    Además, la chica estaba desnuda. Betty Sue no sabía qué mirar primero, si los pechos o la mancha negra entre las piernas. Nunca había visto una chica joven como aquella, de tan cerca. Siempre espiaba a los jóvenes de la escuela desde el bosque oscuro. Pero era la primera vez que entraba en el edificio e iba a donde dormían. Era idea del niño calvo, ella se había limitado a seguirlo con Rufus.

    Miró a su hermanito, que tenía el ojo sano aplastado contra la hendedura y respiraba pesadamente. Quería hacerle algo a la chica, Betty Sue lo sabía, y eso la excitó. La pierna izquierda de Betty Sue golpeaba fuerte y repetidamente contra el suelo de madera. Se mordió el labio inferior para evitar el movimiento involuntario y no hacer más ruido.

    —¿Quién está ahí? —preguntó Lesley, mientras cogía el albornoz.

    Se lo puso sin quitar los ojos del pasillo oscuro. Lesley había dejado abierta a propósito la puerta del dormitorio, con la esperanza de que alguna de las mujeres volviera de nadar, o de donde fuera, pero ahora se daba cuenta de que el niño calvo estaba todavía fuera, en la oscuridad, observándola.

    —¡Sal de ahí! —le dijo.

    Entonces se dio cuenta de que el sonido no provenía del pasillo, sino de detrás de la puerta del dormitorio.

    —¿Quién está ahí? —preguntó perdiendo coraje—. ¿Trent? No me hagas eso. No hagas bromas, por favor.

    Lesley sintió que las piernas y los brazos se le debilitaban. Por un momento se abrazó al armario y luego cogió un jarrón que estaba encima del mueble. Al hacerlo y levantarlo sobre su cabeza, cayeron el agua y las flores silvestres que en él había puesto Allison.

    —¡Fuera!

    Betty Sue no podía evitar el movimiento de su pierna, que golpeaba violentamente contra las tablas del suelo mientras la rodilla huesuda chocaba contra la parte de atrás de la puerta. No se podía mover y Rufus la había pinchado contra la pared. Él le sonrió y luego espió por la ancha hendedura, observó que la chica se acercaba, caminaba alrededor de la estrecha cama de hierro con el jarrón en alto en la mano derecha mientras, con la otra mano, cogía el pomo de la delgada puerta de pino.

    Tenía que correr, pensó Betty Sue. Tenía que largarse al bosque con el niño calvo. Se soltó de Rufus y empujó la puerta, golpeó a la chica y la hizo retroceder.

    Lesley atajó el impacto de la puerta con su brazo derecho levantado. Al venírsele encima, la puerta rompió el jarrón de cerámica y la golpeó. Ella trastabilló y cayó sobre la cama estrecha.

    Sorprendida al ver la estrafalaria figura de la anciana, Lesley se dio cuenta de que no se trataba del niño calvo, y también de que la anciana estaba loca. En ese mismo momento vio que la mujer levantaba los brazos, chillaba y trastabillaba hasta caer en la cama, encima de ella.

    La mujer asió el pelo negro y húmedo de Lesley, tiró de él, que estaba enredado entre sus dedos huesudos, y luego, con una fuerza y una velocidad que sorprendieron a Lesley, mostró unos dientes marrones y rotos y la mordió en el cuello como si no fuera más que un trozo de carne para comer. Los dientes podridos de la vieja lastimaron la piel de Lesley y le abrieron la arteria izquierda.

    Betty Sue la soltó. Lesley se llevó la mano a la garganta, atónita por el flujo de sangre caliente que le corría por los dedos. Se apartó de la mujer, que sonreía.

    Se sentía mareada por la conmoción, jadeó y la sangre le inundó la boca. Cuando vio que la sangre ensuciaba toda la habitación al salpicar contra la pared en el mismo momento en que Lesley se volvía, se preocupó por el estropicio que había provocado. Tropezó y cayó, consciente de que la loca estaba todavía allí, bailando, saltando sobre la cama y limpiando la sangre esparcida.

    Lesley trató de hablar, de pedir ayuda a la mujer, aun a sabiendas de que aquella loca era incapaz de ayudar a nadie y mucho menos a ella.

    Lamentó haber echado al niño calvo. A través de su visión nublada distinguió el vano de la puerta y cayó hacia adelante, con la idea de que en la planta baja encontraría alguna ayuda, y consciente también de que estaba desnuda y de que eso la avergonzaba. Llegó al descansillo, trató de cogerse de la baranda, pero la vieja la empujó desde atrás, la golpeó de lleno en los hombros y Lesley trastabilló, sus piernas debilitadas no la sostuvieron y terminó por rodar escalera abajo hasta detenerse en un charco de sangre en la primera planta del viejo edificio dormitorio.


    18


    Melissa esperaba en Asheville, entre el nutrido público que se agolpaba en la puerta correspondiente a la Piedmont Airlines. Al verla, Greg comprendió que algo más había sucedido desde su conversación de la noche anterior. Era evidente que había dormido muy poco. El aspecto de agotamiento en sus ojos castaños le daban al mismo tiempo un aire más joven y más viejo, como una niña que ha pasado una larga temporada enferma.

    Greg se dirigió directamente a Melissa y la besó ligeramente en los labios, no sin advertir que había tratado de ponerse bonita para él. Se había pintado los labios y puesto sombra en los ojos y llevaba un vestido brillante de verano. Al besarla, pensó que ella nunca hubiera hecho tal cosa en Nueva York y que, además, era algo que él deseaba desde la primera vez que la viera en su despacho de la agencia.

    —Anoche no volvió —dijo de pronto.
    —Bueno, vale, puede que huela que hay algún problema. Así son los chicos de la calle. Vamos a recoger el bolso y salgamos de aquí —replicó Greg mientras levantaba la vista en busca del cartel «Equipaje», y luego, por casualidad, como si hubiera estado haciendo aquello toda la vida, le pasó suavemente la mano sobre los hombros y la llevó al área correspondiente.

    Al sentir la ligera presión contra su cuerpo y el sugerente sometimiento de Melissa a su dirección, Greg admitió para sus adentros que estaba enamorado de aquella mujer y que iba a abandonar a su mujer y sus hijos y se iba a casar con ella.

    —¿Cómo está Helen? —preguntó Melissa.
    —Muy bien. Enfadada porque he tenido que dejar la ciudad, naturalmente.
    —No la acuso. Le compraremos algo en la escuela de Artes y Oficios. Tienen cosas muy bonitas en la tienda. Gracias por venir en mi ayuda —le apretó el brazo—. No tengo derecho a pedirla —concluyó, levantando la vista para mirar a Greg con los ojos llenos de lágrimas.
    —Está bien —comentó él en voz apenas audible—. Todo saldrá bien.

    La besó por segunda vez mientras caminaban por el pasillo, y ahora sus labios no se retiraron en seguida. Ella volvió ligeramente la cara mientras seguían caminando y apoyó la mano contra el pecho de Greg para no perder el equilibrio. Sentía que el corazón de él latía en su palma.

    Greg se imaginó que estaban en otro planeta, que podían hacer lo que quisieran, comportarse como siempre lo habían deseado. No había nadie allí. Nadie los observaba. Nadie se preocuparía.

    Tenían las manos cogidas mientras esperaban la maleta de Greg, y ninguno de los dos habló. Melissa miraba fijamente la cinta transportadora y pensaba qué le diría a Helen cuando estuvieran de regreso en Nueva York, cómo le explicaría que había estado bien al llevarse a Greg fuera de la ciudad. Allí, en la montaña, lejos de la casa, ¡todo parecía tan sencillo y tan lógico!

    —¿Quieres hablarme de Adam? —preguntó finalmente Greg.
    —¡Oh, Dios! Supongo que debería, pero... —sacudió la cabeza—. No sé por dónde empezar... Y ahora ha desaparecido.

    Melissa reflexionó cuánto más fácil resultaba pensar en Helen Schnilling, en la manera como ella había logrado llevarse al marido de Helen, al padre de sus hijos, antes que pensar en Adam o hablar de él.

    —¿Has informado de su desaparición? —Greg vio saltar sobre la cinta transportadora su único bulto del equipaje de Land’s End y se acercó.
    —No, pero Connor... Es un amigo. Alquilé su casa. Te he hablado de Connor. Enseña en la escuela. Dijo que se pasaría esta mañana por la oficina del sheriff. La montaña se está volviendo loca. Ha habido un montón de asesinatos.

    Greg levantó la vista y captó la mirada de Melissa, pero no dijo nada. Ella apartó la mirada y de inmediato comenzó a hablar de Adam.

    Mientras caminaban hacia la zona de aparcamiento, le contó todo a Greg. Volvió a hablarle de la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva y agregó el relato de las serpientes, de como había visto a Adam con un nido de serpientes en los brazos.

    —Me temo que aquí todo es muy extraño. No puedo saber qué es lo normal. De modo que cuando no regresó de la iglesia, no hice otra cosa que esperar. Connor estaba conmigo en la casa-goleta.
    —¿Casa-goleta?
    —Sí, es la casa que Connor se ha hecho en forma artesanal. Yo la habito. Parece una goleta. Ya la verás. Bueno, comenzamos a esperarlo, sabes, a esperar que regresara. Siempre está fuera, en el bosque. Connor dice que eso es completamente normal para un adolescente. No lo sé. Pero, ¡maldita sea!, ésa es la primera razón por la que vine aquí, que Adam pudiera tener una vida normal.

    Ella se acercó a su furgoneta, se inclinó sobre ella y de pronto comenzó a sollozar. Greg dejó la maleta, la tomó en brazos y la dejó llorar. Era tan pequeña contra su cuerpo que Melissa sintió como si fuera a desaparecer en él.

    Finalmente se separó y él le ofreció un pañuelo. Mientras se secaba los ojos, dijo:

    —Anoche ocurrió lo peor. Esperamos y esperamos. No pude dormir. Y tuve que salir al romper el alba y conducir hasta aquí.
    —¿Dónde está el pueblo?
    —Aproximadamente una hora al noreste.
    —¿Cuántos kilómetros?
    —Aquí no cuentan los kilómetros. Los caminos son todos estrechos y sinuosos. Puedes tardar cualquier cosa. Vamos, salgamos de una vez.

    Melissa tenía prisa por salir de la calurosa zona de aparcamiento del aeropuerto e internarse en las montañas. Al menos, pensó, en las colinas se estaba más fresco. Todavía no hacía un mes que estaba en aquel remoto pueblo y ya le disgustaba el apresuramiento y el hacinamiento de la gente de las tierras bajas.

    Greg condujo hasta Beaver Creek. No habló de Adam, ni de lo que habían dicho los policías. En cambio, pasó rápidamente revista a todo el personal de la oficina, mientras Melissa le hacía señas con la mano para indicarle el camino. Melissa se mantuvo en silencio desde que salieron de Asheville y comenzaron a trepar la Blue Ridge.

    —Todo eso parece tan lejano —reflexionó Melissa, pensando en Nueva York—, y todavía no hace un mes que estoy aquí.
    —Es que te han sucedido muchas cosas aquí. Además, este mundo es tan diferente... —señaló vagamente el paisaje sacando la mano por la ventanilla—. Parece el corazón de la Depresión —agregó, al tiempo que veía dos roulottes aparcadas una junta a la otra y levantadas sobre ladrillos de ceniza para que formaran así una casa.
    —Bienvenido a la pobreza rural.
    —No puedes ocultarlo, ¿verdad? Aun con todas esas colinas verdes y esas cumbres montañosas, también tenéis las casas móviles, las chabolas.
    —Tampoco puedes ocultarlo en Nueva York —respondió Melissa observando la carretera estrecha y sinuosa que trepaba por las verdes colinas, que, incluso a las nueve de la mañana, seguían coronadas de niebla.

    Pensó en Brooklyn y en los sin techo que trataban de dormir bajo cajas de cartón ondulado, envueltos en ropa embreada y viejos sacos de dormir.

    Luego pensó que era lo mismo en todo Estados Unidos, que en todo el país, de una u otra manera, había gente sin techo. Ella misma era una sin techo, sin padres, sin familia.

    No tenía nada más que aquel hijo adoptivo provisional, y en ese momento había desaparecido. Comenzó a llorar. Las lágrimas le rodaban silenciosamente por las mejillas.

    Greg levantó la vista, la vio y disminuyó la velocidad, listo para salirse del camino. Melissa le hizo saber por señas que podía seguir conduciendo, que ella se encontraba bien.

    Se enroscó en el asiento bajo y observó a Greg a través de las lágrimas. Le preguntó por sus hijos. Le encantaba que le contara historias acerca de Timmy, el mayor, lo que hacía, qué cosas divertidas le había dicho a su padre. Todo aquello era muy inocente y muy bueno. La hacía sentirse mejor el saber que Timmy estaba en Brooklyn y que se criaba sano y normal.

    Melissa no preguntó por Helen. También ella estaba en Brooklyn, siempre allí. Melissa lo sabía, y sabía también cómo se interponía entre ella y Greg e interfería todos sus sueños secretos.

    —¿Qué tal es ese tío, Connor? —preguntó Greg cuando estuvieron en plena montaña.

    Había visto una señal que indicaba que Beaver Creek estaba 9,6 kilómetros más adelante.

    —Se está poniendo viejo —dijo Melissa, intencionadamente y muy contenta de no haberse acostado con él, lo cual la hubiese hecho sentirse muy mal a la hora de presentarlo.

    Y pensó con ironía, riéndose de sí misma, que tampoco se había acostado con Greg, ni podía hacerlo, aunque ése era realmente el único hombre al que quería. Él también quería acostarse con ella, no le cabía ninguna duda, pero eso era algo que nunca ocurriría. Ella no permitiría que ocurriera.

    —Ha sido un buen amigo, sobre todo en lo que respecta a Adam.

    Y comenzó a hablar, le contó otra vez a Greg la historia de la casa-goleta, de la escuela de Artes y Oficios y de la visita que habían hecho a la iglesia la noche anterior. Le contó que había visto a Adam con las serpientes enroscadas en sus brazos y como la gente creía que llegaría un niño elegido para llevárselos al cielo.

    Luego pasó lista a todas las muertes y asesinatos recientes y le contó todo aquello de lo que se había enterado por Connor. Le habló de la Loca Sue y le contó como la vieja y Adam formaban equipo.

    —Connor dice que la mujer es inofensiva, pero Adam está con ella y dibuja esas pinturas de todo lo que sucede, con la intención de contármelo a mí, sabes. Pero ¿qué hago yo? ¿Ir a la policía? ¡No! ¿Y por qué no? Porque me aterroriza, supongo, la idea de que Adam sea algo más que un marginado inocente.
    —¿Te interrogaron los policías?

    Melissa sacudió la cabeza.

    —Connor me dice que no llame la atención.
    —¿Y los periodistas?
    —No hay ninguno, por lo que sé. Parece que todo el mundo oye las noticias en la radio de su vehículo.
    —Nada en la televisión.
    —No, nada. El periódico local sale este miércoles. Algo tendrán que decir —comentó ella, sacudiendo la cabeza y sonriendo a Greg—. Igual podríamos estar en Mongolia Exterior.
    —En Mongolia Exterior habría un equipo de televisión y estaría Dan Rather con su chaqueta de safari.
    —Es verdad.

    Delante, en el camino estrecho, distinguieron un vehículo de la televisión que circulaba por la montaña en dirección descendente.

    —Ahí va Dan —bromeó Greg.

    En el espejo lateral vio Melissa que el vehículo se perdía de vista para desaparecer luego definitivamente tras una cerrada curva del camino de montaña.

    —Es de miedo —dijo Melissa en voz alta.
    —¿Qué es de miedo? —Greg aprovechó la pregunta para tocarle el muslo y sentir el calor de su cuerpo bajo la tela delgada.
    —Todo —afirmó ella.

    No trató de que Greg quitara la mano, ni él la retiró. Condujo con una sola mano por el camino alto y sinuoso. Los dedos de la otra mano reposaban en el muslo de Melissa, más bien en la parte superior del mismo.

    —Esto es de miedo —repitió Melissa, pensando en el modo en que él la tocaba.

    Greg siguió mirando la carretera.

    —¿Greg, qué haces?

    Él sacudió la cabeza y luego sonrió ante la locura de sus intercambios codificados.

    —¿De veras?
    —Te da miedo mirarme, ¿no es cierto? —dijo ella, y rió ante la situación.

    En el trabajo con Greg, Melissa había aprendido cómo le gustaba a él ocultarse cuando comenzaba a insinuarse un problema, lo que Melissa llamaba su acto de desaparición.

    —¡Mira! —Greg levantó la vista y sostuvo la mirada de la mujer durante un momento.

    Fue Melissa quien apartó la mirada, luego inspiró profundamente y recordó cuando era pequeña y vivía en Texas y se ocultaba en las profundidades del agua turquesa y sentía la presión del aire en el interior del pecho. Pues así se sentía en ese momento, en lo alto de las Blue Ridge Mountains.

    —No quiero hacer daño a tu familia —dijo ella, siempre mirando el camino.

    Ya casi habían llegado a Beaver Creek. Una última curva y el pueblecito aparecería ante ellos, anidado en un agujero y ligeramente por debajo de la carretera del parque. Melissa sabía que Greg se impresionaría al verlo. Era muy bonito, desde una cierta distancia.

    —No estás haciendo daño a nadie —replicó Greg.
    —Estoy haciéndole daño a Helen, y a los chicos, y lo lamento mucho. Eso hace que me sienta mal, una persona terriblemente egoísta.
    —Mel, por favor...

    Greg había disminuido la velocidad casi hasta parar del todo, estiró el brazo hacia ella y al descubrir sus manos crispadas, trató de relajarlas con los dedos.

    Inmediatamente detrás de ellos se oyó el estruendoso estallido de un claxon de aire y una camioneta roja pasó junto a ellos. Una cara joven de barba rubia se asomó por la ventanilla del pasajero y les hizo un gesto obsceno mientras el conductor restablecía el control de la camioneta, que coleaba, y se alejó a toda velocidad, haciendo chirriar las ruedas.

    —¡A vosotros! —gritó Greg.
    —¡Bienvenido al sur! —agregó Melissa—. ¡Ya estamos casi en el pueblo!

    Llegaron a la curva. Debajo y a la izquierda, apretado en el hueco de la montaña y a la sombra de los árboles, apareció Beaver Creek. Desde esa perspectiva, pensó Melissa, tenía la perfección de un cuadro.

    —¡Qué bonito! —dijo Greg.
    —¡Más que bonito, Schnilling! ¡Dame un descanso! ¡No seas un neoyorquino tan altanero! —dijo Melissa, y le sonrió.

    Le gustaba el modo en que subestimaba todo, tratando de mantener la sangre fría, siempre seguro de que nada ni nadie podría hacerle perder el control de sí mismo.

    Melissa pensó que se parecían muchísimo, y eso le hizo asomar más lágrimas, pero las contuvo con un rápido parpadeo al mismo tiempo que hablaba, para indicar a Greg dónde tenía que girar y para explicarle que primero debían ir a la casa-goleta, ver si Adam había regresado y luego llamar a Connor a la escuela de Artes y Oficios y averiguar de qué se había enterado en la oficina del sheriff.


    Connor encontró al sheriff en la escuela. Cuando llegó a la zona de aparcamiento que estaba detrás del estudio de alfarería, después de haber conducido desde su casa por el camino fangoso, encontró aparcada alrededor de los edificios principales una media docena de coches de la policía de carreteras y de la policía urbana.

    —¡Mierda! —maldijo—. ¡Puta mierda!

    Saltó de la camioneta y cruzó el patio de grava hacia el sitio donde estaba Gene Martin con un grupo de estudiantes.

    Cuando lo vio, el director se le aproximó y habló antes de que Connor pudiera preguntar siquiera qué había pasado.

    —Anoche asesinaron a una muchacha.

    Connor se detuvo. Miraba fijamente el porche delantero del gran edificio dormitorio donde varios policías acababan de aparecer. Reconoció a Bobby Lee que salía por la puerta del frente. El hombrecito sostenía el extremo delantero de una camilla. Oyó que Gene le decía algo más, el nombre de la mujer muerta, el cadáver estaba envuelto en un saco, pero no registró el nombre y Martin siguió explicando cómo habían encontrado el cuerpo.

    Connor cogió al gordo Martin por la muñeca y lo interrumpió:

    —¿Qué?

    No quitaba los ojos del pequeño saco negro, observaba como Bobby Lee y dos policías más lo llevaban a toda velocidad escalera abajo, como si no pesara nada y lo introducían por la puerta trasera abierta de la ambulancia del hospital del condado de Marian.

    —Lesley Moyers —susurró el director, y observó a Connor con sus ojos húmedos—, es una de las suyas.

    Connor cerró los ojos y se echó hacia atrás, como si el nombre susurrado lo hubiera lastimado físicamente.

    —A usted le hablo, Connor —advirtió el director—, ya verá usted cuando este jodido asesinato aparezca en los periódicos de otros Estados. En agosto no tendremos una sola cama ocupada.

    Una ancha banda de sudor cruzaba la frente de Martin. Tenía un palillo apretado entre los labios y Connor contuvo el impulso de cogerlo y clavárselo en el paladar.

    —Todos los días matan estudiantes en los campos universitarios —dijo lentamente Connor—. ¿Por qué este caso habría de ser diferente?

    Mientras hablaba, Connor pensaba en Lesley Moyers desnuda en su cama, recordaba lo fría que era la carne de la muchacha bajo su cuerpo. Connor no tenía dudas de que la chica no deseaba hacer el amor con él, pero que había accedido de todos modos, pasivamente, como si no tuviera nada mejor que hacer con su tiempo. Recordó que se había puesto furioso con ella por estropearle un buen momento. Ahora estaba irritado consigo mismo al recordar su propia actitud.

    —Los chicos de la universidad se matan todo el tiempo —susurró Martin, acercándose al oído de Connor—, pero no los matan. Voy a llamar por teléfono a la familia para contarle que ha sido asesinada en mi escuela.
    —¡Joder, Martin! Deje de quejarse —le dijo Connor alejándose.
    —¡No fastidie, Connor! No fui yo el que estuvo follando con la chica.

    Connor se volvió hacia Martin, se abalanzó sobre su cuerpo fofo y le hundió el índice en el pecho.

    —¡Cierre ese pico de mierda! —dijo lenta y cuidadosamente sin apartar los ojos de Martin, algo más grande que él—. Lo que hago cuando estoy fuera de este sitio no le importa a usted una mierda, ¿entendido?

    Connor se alejó de Martin, mientras éste le decía:

    —Ya se lo dije, Connaghan. Este sitio se hunde. Y usted tendrá que volver a la gasolinera a bombear gasolina.

    Connor siguió caminando, rabioso con Martin, rabioso con Lesley Moyers por haberse dejado matar y rabioso consigo mismo por haberse acostado con ella.

    —¡Maldita sea! —dijo en voz alta, pensando que las mujeres lo metían siempre en problemas.

    Con un golpe abrió la puerta del estudio de alfarería y de repente se detuvo, pues recordó que no había llamado a la oficina del sheriff. Tenía que volver a salir y verlos, pero eso le ponía los nervios de punta. No quería tener nada que ver con la policía. Miró su reloj y trató de recordar a qué hora llegaba el vuelo de Nueva York.

    Ya tendría tiempo de llamar más tarde a la policía, pensó, después de que se marcharan de la escuela y terminaran con aquel asunto de Lesley Moyers. Tenía dudas de que la policía supiera dónde estaba Adam. Tenían cosas más importantes por las que preocuparse que un extraño niño calvo que se marchaba al bosque por la noche.


    Melissa entró en la casa-goleta llamando a Adam. Fue hacia la puerta de su habitación con la esperanza de encontrarlo allí, tendido en la cama durmiendo. La cama no estaba deshecha. No había regresado a la casa, sus esperanzas se hundieron. Dejó caer el bolso sobre el mármol de la cocina. Se sentía exhausta.

    —¿No está aquí? —preguntó Greg que la seguía por la casa.

    Melissa movió negativamente la cabeza.

    —Vale, vamos a buscarlo —dijo Greg en tono animoso y confiado.
    —¿Cómo?
    —Bueno, vamos a ver.
    —Greg, ve y mira por la ventana. Luego dime por dónde empezaremos, ¿vale? —Lanzó una mirada a Greg y se dio cuenta de que su tono debió de haberle sonado mal, sabiendo, además, que nada de todo aquello era culpa de él. Era ella la que había creado aquella situación, de modo que se apresuró a agregar—: Lo siento. Estoy cansada. Te estoy acusando. Estoy acusando a todo el mundo. Y yo soy la única responsable —sacudía la cabeza luchando por reprimir las lágrimas—. ¿Qué tal un café? —preguntó.

    Necesitaba estar ocupada.

    —Tienes que acostarte, eso es lo que necesitas.

    Greg la siguió a la cocina. Le apoyó las manos sobre los hombros y la mantuvo quieta. Ella se echó hacia atrás para apoyarse contra él. Greg le soltó los hombros y la envolvió con sus brazos en un suave abrazo de oso, con la barbilla apoyada sobre la cabeza de Melissa. Se sorprendió al descubrir que era mucho más alto que ella. En la oficina ella parecía más alta y más imponente. Su seguridad siempre lo había intimidado un poco. Al otro lado de la habitación, el espejo del baño reflejaba las figuras de Greg y de Melissa. Le gustó verse a sí mismo sosteniendo a la mujer. Parecía real, no tan sólo una de sus ensoñaciones. Al observar la escena se percató de que tenía unos treinta centímetros más de altura. Ella parecía casi su hija, más pequeña, más frágil y con necesidad de que sus fuertes brazos la protegieran.

    —Todo saldrá bien, ¿no es cierto? —dijo Melissa.
    —Sí, todo saldrá bien. Tú estarás bien. Prometido.
    —Quiero decir Adam.
    —Sí, Adam también.
    —Pero ¿para qué lo quiere la policía en Nueva York?

    Esta vez fue Melissa quien descubrió sus dos figuras en el espejo lejano y, mientras preguntaba, observaba a Greg.

    —Ese tal Kardatzke quiere hacerle unas preguntas, eso es todo.
    —¿Acaso no sabe que Adam no diría nada, que no puede decir nada?
    —Se lo dije.
    —Adam no le hizo nada a aquel otro muchacho, ¿no crees?

    Greg retrocedió ligeramente e hizo girar a Melissa en sus brazos. Ella no levantó la vista. Miraba a su pecho, expectante. Él le acarició la mejilla y entonces Melissa levantó la vista y se esforzó por iluminar su rostro con una sonrisa.

    —No lo sé, Mel. Mi sospecha es que robó la ropa del chico, o tal vez la encontró. Lo que sea. Melissa, ya hemos hablado de esto. Ninguno de nosotros sabe lo que sucede en esos túneles. Es otro mundo. Una lucha a vida o muerte para todos.
    —Ya lo sé.

    Melissa tuvo un flash de las cuarenta y ocho horas que había vivido en la calle cuando preparaba su investigación para el master. Nunca había tenido tanto miedo en su vida, ni siquiera cuando vivía con Roland Davis.

    —Volvemos a Nueva York. Llevamos a Adam a ver a Kardatzke. Dejamos que el policía lo interrogue, ya que cree que puede hacerlo, y luego volvemos a empezar con Adam, ¿de acuerdo?

    Melissa asintió con la cabeza. Sabía lo que Greg quería decir. Tenía que sacarse de la cabeza que era la madre adoptiva del chico.

    —Creí que podía hacerme cargo de él —dijo Melissa en un susurro.
    —Está bien, Melissa.
    —No, no está bien —Melissa sacudió la cabeza—. Metí al chico en problemas. Yo quería... —mientras hablaba miraba fijo hacia fuera tratando de que la visión del paisaje la reconfortara y la calmara mientras intentaba evaluar su conducta—. A Connor le hablé de esta necesidad mía, de mi necesidad de ayudar a los demás. Es patológica, pienso. Porque fui abandonada de pequeña tengo que cuidar de los demás. No puedo permitir que los niños sufran como yo sufrí.

    Melissa sacudió la cabeza. Ya no había lágrimas.

    —De acuerdo —anunció—, tú tenías razón. Yo estaba equivocada.
    —No es cuestión de tener razón o estar equivocado. Todos hacemos cosas por las razones más locas.
    —Tú no las has hecho nunca, Greg —lo miró—. En la oficina, yo siempre me dirigía a ti porque sabía que si había alguien a mi alrededor que tenía la cabeza bien puesta sobre los hombros, ése eras tú.
    —Gracias, pero no es verdad. He hecho montones de locuras.
    —¿Qué, por ejemplo?

    Ella sonrió con el deseo de oírle decir que enamorarse de ella era una locura. Pero Greg, en cambio, dijo:

    —Me casé con Helen cuando los dos éramos demasiado jóvenes como para saber que no funcionaría. No somos la misma clase de personas. No deseamos las mismas cosas de la vida.

    Melissa se soltó de los brazos de Greg. No se permitiría pensar en Helen y los niños, en la familia de Greg, en vivir nuevamente en Brooklyn. Caminó hacia las ventanas de la cocina. Desde allí podía ver la roca y el arroyo, así como el sólido muro de árboles.

    Greg se había quedado silencioso, observando a Melissa. La siguió hasta las ventanas y, poniéndole las manos sobre los hombros, la atrajo contra él.

    —Todos cometemos errores estúpidos, Mel. Lo que cuenta es lo que se hace después, cómo se solucionan esos errores estúpidos. ¿No es así?

    Melissa hizo un gesto afirmativo.

    —Es lo que yo tengo que hacer con mi vida. Es lo que tú tienes que hacer con la tuya.

    Siempre con la mirada puesta en el apacible paisaje de montaña, Melissa explicó:

    —Abusaron de mí cuando era una niña pequeña. Era un hombre que vivió un tiempo con mi madre. Uno de los hombres, debería decir. Alice tuvo montones de amantes. Y siempre llevaba a los tíos a casa, tenía la esperanza de casarse. Mi madre no quiso creerme cuando le dije que su compañero, Roland Davis, me obligaba a follar con él —nuevamente las lágrimas le surcaron las mejillas—. Yo tenía trece años y tuve miedo cuando mi propia madre no quiso creerme. Eso era peor que lo que Roland Davis hacía. No pude contárselo a nadie. Tenía miedo de contarlo. Pensaba que era culpa mía que aquel hijo de puta quisiera follarme.

    Comenzó a sollozar y, apoyándose en el mármol de la cocina, tuvo náuseas y finalmente vomitó lo poco que tenía en el estómago sobre la pila de platos sucios que había en el fregadero.

    Greg se acercó y abrió el grifo del agua fría; ella seguía vomitando, aunque no tenía nada en el estómago. Con su mano libre, Greg cogió un paño de cocina, lo humedeció en el agua fría y lo presionó contra la frente de Melissa. Luego le enjugó la cara y la boca, como si fuera un crío.

    Melissa temblaba en sus brazos, agarrada a él. Greg seguía diciéndole en voz muy baja que ella estaba bien, que no le pasaba nada, que sólo estaba alterada a causa de Adam y de todo lo que le había sucedido. Melissa dejó de vomitar y jadeó, necesitada de aire.

    Greg acercó una silla de la cocina e hizo que se sentara.

    —Agáchate —ordenó, pon la cabeza entre las piernas.

    Él la sostuvo en esa posición hasta que Melissa recuperó el aliento y se calmó. Luego le permitió sentarse y le dio un vaso de agua mientras él iba al cuarto de baño, cogía un trapo, volvía a la cocina y le presionaba sobre la frente con el trapo húmedo y frío.

    —¿Cómo es que eres tan bueno para esto? —preguntó Melissa una vez recuperada.
    —Tengo dos niños y una mujer que vomita permanentemente cuando está embarazada. Te vuelves un profesional, y pronto. Deja que te explique —dijo Greg, y se arrodilló junto a ella sonriente, tratando de levantarle el ánimo con la fuerza de su buen humor.

    Melissa sonrió tristemente, luego se estiró, le acarició las mejillas y dejó que sus dedos permanecieran en el rostro de Greg.

    —¿Por qué es tan jodida mi vida, Greg?
    —No lo es, Melissa.
    —¡Oh, sí que lo es!

    Greg se puso de pie y la abrazó, apoyó la cabeza de ella sobre su hombro.

    Melissa no lloró. Estaba demasiado cansada para llorar, y la ola de desamparo y de autocompasión se fue disipando. En el fondo de su corazón, ella sabía que era tan fuerte como cualquiera, y que si no la habían destruido de niña, no se dejaría vencer ahora por lo que le ocurría en la vida. Era demasiado orgullosa, demasiado segura de sí misma. Era una superviviente.

    Quieta, no se desprendió de los brazos de Greg. Ésa era su debilidad. Greg era su debilidad. Necesitaba que alguien la amara. Durante todos los largos años que transcurrieron desde sus profundas inmersiones en la piscina fría de Texas había pensado que no necesitaba a nadie, ni siquiera a su madre. Pero estaba equivocada, al menos en lo relativo a Greg.

    Se soltó ligeramente, sin deshacer el abrazo, tan sólo para ponerse de puntillas y besarlo en los labios. Comprobó que la cara de él estaba completamente seca. Entonces, era ella la que había llorado toda la mañana, no él.

    —Esto no es justo con Helen —dijo ella de golpe.
    —Esto no tiene nada que ver con Helen —replicó Greg—, esto tiene que ver contigo y conmigo.
    —Greg, por favor...

    Él la hizo callar con un beso y ella luchó en sus brazos, pero Greg no la dejaría que se soltara. Melissa siguió luchando y él la hizo su cautiva. La levantó y miró alrededor. Vio que el dormitorio de Melissa era un pequeñísimo altillo contra el alto cielo raso estilo catedral, y entonces se dirigió al dormitorio de Adam y la llevó a la cama.

    Melissa se puso inmediatamente de pie, como para escapar, y él la tomó por la cintura. El vestido blanco se levantó sobre los hombros y él hundió las manos en el escote, en el frío valle entre los senos. Ella le golpeó el pecho con los puños y se incorporó, le cogió la cabeza y curvó los dedos en su pelo. Al tirarlo hacia abajo, lo mordió en la espalda.

    Greg la maldijo, la apartó y le pegó en las nalgas.

    —¡Ay! —gritó Melissa, que saltó debido al golpe.

    Y volvió a pegarle, esta vez con ambos puños apretados contra la dureza de su estómago. Luego, al ver que Greg se había aflojado el cinturón, bajó la mano, la deslizó por debajo del elástico de los calzoncillos y le cogió los testículos.

    —¡Vaya! —exclamó, sonriéndole en la cara.

    Greg le colocó las manos como si fueran copas bajo las nalgas, la levantó en el aire y se acercó a la cama estrecha.

    —Tú te lo has buscado —respondió él mientras se acostaba encima.

    Melissa apenas podía respirar y, jadeando ante su ataque, en un susurro, le dijo:

    —Hazlo otra vez.

    Greg frunció el entrecejo.

    —Pégame otra vez un poco, por favor. Pero no demasiado fuerte —y bajó los ojos, avergonzada por su petición.
    —Voy a zurrarte —le dijo él.

    Ella cerró los ojos y asintió con la cabeza. Sentía que el calor le invadía repentinamente el cuerpo.

    Greg se puso de pie y la desnudó, le quitó el vestido y las bragas. Luego dejó que Melissa volviera a acostarse sobre la cama estrecha. Allí echada, levantó la rodilla derecha para cubrir la mancha oscura de su vagina y miró a Greg. Melissa tenía los ojos dilatados de deseo.

    Greg se quitó la camisa por encima de la cabeza, sin desabotonarla, y se sacó los tejanos. Vio que de una percha de la pared colgaba una toalla de baño, la cogió, la retorció hasta hacer de ella un grueso látigo y volvió hacia ella.

    Al ver lo que hacía, Melissa se había puesto boca abajo, había empujado la almohada hacia arriba y se había agarrado a los postes de la cabecera, con los brazos abiertos.

    Greg volvió a la cama y, arrodillándose junto a ella, se inclinó y la besó ligeramente en los hombros.

    —¿Preparada?

    Melissa abrió los ojos y le sonrió soñadoramente.

    Él le pasó la mano por la espalda, por el hueco de la columna vertebral y por las tensas nalgas. La besó en el culo y, suavemente, la golpeó con la toalla trenzada. Ella gimió, estimulándolo. Él volvió a pegar.

    A Melissa nunca le había pegado ningún hombre al hacer el amor. Era lo que en el fondo quería, y se preguntaba si eso tenía algo de malo. ¿Se remontaría todo a su infancia, al hecho de que de niña hubieran abusado de ella?

    Sintió un dolor ligero y punzante, se concentró en la toalla que le aporreaba las nalgas y dejó vagar la mente, fantaseó que Greg la había raptado y la tenía cautiva en la montaña, donde nadie los conocía, donde ella sería su amante esclava durante el resto de su vida.

    Apretó las manos contra los postes de madera mientras se preparaba para recibir el golpe siguiente. Él la golpeó más fuerte y ella lloró, y mientras sollozaba comprobó que tenía un orgasmo.

    —No pares —dijo, al tiempo que mordía la gruesa almohada.

    Greg paró.

    —Hay alguien aquí —dijo, volviéndose hacia la puerta abierta.

    Melissa recogió su ropa.

    —Ha de ser Adam.

    Greg caminó hacia la puerta del dormitorio. Le latía el corazón y respiraba con dificultad. El ruido repentino lo había aterrorizado. Tenía la toalla ante sí para ocultar su media erección.

    —¿Quién es? —preguntó Melissa en voz muy baja mientras bregaba por vestirse.
    —Aquí no hay nadie —dijo Greg, que inspeccionaba la casa desde la entrada al salón.

    Se envolvió la toalla alrededor de la cintura y se internó en el espacio abierto del gran salón. Allí estaba, acurrucada, contra la pared.

    —¡Maldita sea! —gritó Greg, quien saltó hacia atrás, sorprendido, e inmediatamente se dio cuenta de que su vida no corría peligro. Cogió a la anciana y gritó—: ¡Melissa!

    La mujer seguía sonriendo y meneando la cabeza.

    Greg pensó, con inquietud, que la vieja había visto cómo le pegaba a Melissa.

    —Es Betty Sue —le dijo Melissa, que apareció en la puerta, todavía acomodándose el vestido—. ¿Qué es esto, Betty Sue? —preguntó con calma.
    —Es el niño calvo —respondió Betty Sue, que tenía la lengua apoyada contra el lado interior de los labios y movía en círculos la punta, lo que le distorsionaba la boca.
    —¿Adam? ¿Dónde está Adam?

    La voz de Melissa subió ligeramente de tono mientras ella se acercaba a la anciana, quien retrocedía, manteniendo la distancia. Melissa se detuvo.

    —Betty Sue, ¿dónde está Adam? —preguntó Melissa con amabilidad.

    La anciana sacudió lentamente la cabeza. Se complacía en su secreto.

    —¡Oh, Dios mío, no! —suspiró Melissa.

    Se adelantó y se abrazó contra Greg.

    —¿Dónde está Adam? —preguntó Greg.
    —En los árboles. ¡Allí! —respondió señalando la parte de atrás de la casa con un brazo largo y curvo.

    Parece una bruja, pensó Greg. Luego dijo:

    —¿Nos enseñarás a Adam, Betty Sue? —y sonrió a la mujer.

    Ella asintió complacida y se deslizó hacia las puertas correderas, que estaban abiertas.

    —¡Aguarda! —dijo Greg, y volvió al dormitorio a vestirse.
    —No está muerto —le dijo Melissa mientras Greg se retiraba.
    —Tú quédate aquí —ordenó Greg a Melissa.
    —No, no me quedaré aquí —se puso las zapatillas—. ¡No está muerto!

    Greg regresó al salón y le dijo:

    —Será mejor que te quedes aquí, por si acaso.
    —No, es mi responsabilidad —respondió Melissa, y se volvió a Betty Sue, que estaba sobre una sola pierna en la puerta de cristal, saltando hacia atrás y hacia adelante, de una a otra de las anchas tablas del suelo.


    No pudieron mantenerse al nivel de la vieja, quien trepó el cerro de detrás de la casa-goleta, hasta la cima de la colina, por encima de la línea de árboles. La pendiente era casi perpendicular, de modo que a los cincuenta metros Melissa se detuvo para tomar aire.

    Greg hizo una pausa para ayudarle, pero ella negó con la cabeza y, con un gesto, le indicó que prosiguiera. La anciana, que trepaba con toda facilidad entre la densa maleza, ya se había perdido de vista.

    —No —dijo—. Ella verá que no la seguimos y esperará. No pienso dejarte sola. Además, estoy agotado —agregó, masajeándose la cara posterior de los muslos.
    —De acuerdo —dijo Melissa, estirando el brazo hacia él para que la levantara—. Vayamos andando.

    Él iba delante para apartar las ramas del camino y facilitarle la marcha a Melissa, pero al cabo de unos veinte metros estaban otra vez sin aliento y empapados en transpiración.

    —¿Cómo lo hace? —acertó a decir Melissa—. ¡Esa mujer debe de tener unos sesenta y cinco años!
    —Se ha pasado toda la vida trepando estos cerros, por eso lo hace tan fácilmente.
    —Nunca llegaré, si está mucho más lejos —anunció Melissa, e hizo una pausa para levantarse.

    Le dolían la espalda y las piernas, y sentía una penosa sensación en el fondo del estómago. Era un error, pensó. Debería haber telefoneado a Connor a la escuela. Entonces recordó que se había olvidado de llamarlo, que había prometido hacerlo.

    —¿Vamos? —Greg parecía sentirse involucrado.

    Había subido unos doce metros más por la ladera.

    Melissa miró hacia arriba, pero no pudo verlo con claridad en la espesura de los árboles y el espeso sotobosque. Respondió afirmativamente, reunió todas sus fuerzas y siguió tras la voz de Greg.

    Subieron otros cincuenta metros, llegaron a la cumbre y penetraron en un claro. Betty Sue estaba allí corriendo con sus largas piernas por la hierba alta de la tierra de pastoreo que bajaba suavemente hacia otra zona de bosque, a unos ochocientos metros.

    —¿Dónde está esto? —preguntó Greg; luego divisó la huidiza figura de la anciana y pensó que si la perdían de vista seguramente se extraviarían.
    —No tengo idea —respondió Melissa, pero luego vio en la lejanía el techo de la escuela de Artes y Oficios, el reflejo del sol sobre las piezas artísticas de metal en el patio, y recordó que había visto ese campo desde la pista de voleibol. Desde allí, el campo parecía un sello postal—. ¡Sí, ya lo sé! —anunció luego, contenta de sí misma—. ¡En cierto modo, lo sé!
    —¡Ha desaparecido! —exclamó Greg.

    Había estado observando a la anciana y la había visto internarse directamente en la mancha de abedules blancos sin mirar hacia atrás.

    —¿Está jugando a algún juego? —preguntó él.
    —No tengo idea —Melissa se protegió los ojos del sol del mediodía.
    —Pues bien, ¡vamos! —dijo Greg. La tomó de la mano, y como críos haciendo novillos, corrieron tras la anciana.

    Era más fácil bajar, pero cuando llegaron a la sombra de los abedules, Melissa sintió que las piernas ya no daban más de sí y cayó al suelo, demasiado agotada como para dar un paso más.

    —Melissa, vamos —dijo Greg en tono estimulante—. Tenemos que encontrar a Adam.

    Melissa sacudió la cabeza, pues en ese momento no podía hablar.

    Greg se arrodilló junto a ella y dijo:

    —De acuerdo. Quédate aquí mientras yo voy a ver por dónde se ha ido.

    A Melissa le pareció que Greg le hablaba desde muy lejos. Un ardiente latigazo le recorrió todo el cuerpo hasta explotarle en la cabeza. Por un instante se le nubló la vista y pensó que si Greg no la dejaba descansar, vomitaría.

    —Ni pensarlo —susurró Melissa mientras trataba de incorporarse.
    —Tranquila —le dijo Greg, y la levantó—. Siéntate aquí.

    La movió un poco a fin de que le quedara la espalda apoyada contra una raíz. La llenó de palabras de consuelo, le dijo que descansara y que luego volviera a la casa. Él buscaría a la vieja y se enteraría con certeza de qué pasaba con Adam.

    Melissa asintió. Quería que se marchara. No deseaba que estuviera allí si ella llegaba a vomitar otra vez.

    Greg la besó rápidamente en la cabeza y se fue. Melissa no lo oyó alejarse a la carrera, pues los pasos quedaban amortiguados en la tierra húmeda y blanda.

    Bajó la cabeza, esperando vomitar. Sabía que si lo hacía se sentiría mejor. Pero al dejar colgar la cabeza entre las piernas sólo consiguió marearse. Se sentó, se enjugó las lágrimas y sintió necesidad de beber algo fresco. Greg tenía razón. Era mejor que ella volviera a la casa-goleta y bebiera algo.

    Sin embargo, no se movió de la áspera raíz, y pocos minutos después era consciente de los árboles que la rodeaban y de la fría humedad de la ladera umbría y oyó a lo lejos una corriente de agua cuyo sonido se asemejaba mucho al del arroyo que pasaba detrás de la casa-goleta. Escuchó atentamente, tratando de adivinar en qué dirección corría el arroyo y sintió anticipadamente en el rostro el frío del agua que se echaba ella con la mano.

    Se puso de pie, decidida a encontrar la corriente, a beber un trago de agua. Siguió bajando unos cuantos metros más por la senda suave, hasta que, por el rumor bajo y permanente del agua, coligió que el arroyo discurría a su derecha, bien metido entre los árboles, de modo que dejó atrás el sendero de ciervos y atravesó la maleza, colina abajo y cada vez más profundamente en el bosque.

    Los únicos sonidos que se oían a su alrededor eran los del bosque, y sintió miedo: el repentino rumor de las hojas caídas al paso de un animal pequeño o la irrupción de un ciervo en el sotobosque. Gritó ante la repentina aparición de un gran animal de manchas tostadas que se le cruzaba en el camino. Melissa cayó hacia atrás sobre un espeso colchón de hojas secas y se magulló las manos al tratar de protegerse con los brazos.

    —¡Maldita sea! —gritó, y luego rió.

    De pronto se sintió mejor y sacudió la cabeza, divertida ante su estúpido miedo.

    Unos doce metros más abajo encontró el arroyo.

    Pasando con dificultad entre árboles y arbustos, se dio cuenta enseguida de que estaba en los terrenos de la escuela de Artes y Oficios. Vio el techo rojo de la casa del director a la izquierda, y oyó el ruido de un coche que pasaba por la calle de la escuela, debajo de ella. Se agarró de las ramas colgantes de los árboles y así se abrió paso hasta la margen resbaladiza del erosionado lecho del arroyo. Se sentía mejor.

    Melissa inspiró profundamente, sabiéndose a salvo, y caminó hacia la corriente de agua, que en aquel sitio se estrechaba y caía al provisional dique de roca. Miró aguas arriba y por un instante gozó observando el modo en que el agua bajaba la colina, centelleante a la luz del sol. Luego se agachó para recoger un poco de agua en la mano ahuecada y echársela al rostro. Los dedos tropezaron con carne blanda y fría.

    Retiró bruscamente la mano, pero perdió el equilibrio en la roca resbaladiza. Cayó hacia adelante y, aunque trató de cogerse de una rama, no pudo evitar ir a parar al agua. Allí, unos treinta centímetros debajo de la superficie, como sumergido en un sarcófago natural, se hallaba el cuerpo desnudo de un hombre joven.


    19


    Melissa tuvo que regresar con la policía al lugar donde había encontrado el cadáver, pero esta vez la acompañaban Connor y Greg, quienes, sosteniéndola cada uno de un brazo, le ayudaban a trepar entre el bosque hasta el arroyo. Ella se detuvo a unos doce metros del dique de roca y señaló el sitio donde se hallaba el cadáver, pero no se acercó más. Todavía sentía en las yemas de los dedos la frialdad del contacto de su piel con aquella carne.

    Habían «enterrado» el cadáver en el río y le habían puesto piedras encima para mantenerlo sumergido, pero la mano izquierda se había soltado y flotaba en la superficie como una pálida almohadilla de lirios.

    Melissa se sentó en la orilla, río abajo. Estaba envuelta con una manta de la casa del director. Se había negado a cambiarse la ropa mojada y en aquel sombrío paraje no entraba el sol para calentarle el cuerpo. Temblaba mientras Greg le frotaba la espalda a través de la gruesa manta y la sostenía en un tierno abrazo cada vez que ella estallaba en lágrimas al recordar el espectáculo de los ojos vidriosos del muchacho mirándola fijamente a través del agua clara y fría.

    Connor retrocedió respecto del lugar donde se había encontrado el cadáver y se encontró a Melissa en brazos de Greg. Se puso furioso al darse cuenta de que jamás se acostaría con aquella mujer. Supuso que eran amantes, y eso lo irritó más aún. El hombre estaba casado. ¿Qué hacía ella, follando con hombres casados? ¡Tan pura y sencilla como parecía cuando la vio por primer vez, entrando con su coche en el patio de la casa-goleta con el niño calvo! Era otro ejemplo, se dijo, de que no podía confiar en las mujeres. Pensó en Lesley Moyers y en cómo había ido y se había suicidado, o la había matado ese muchacho, ese mocoso de Trent Rhodes, que se había pasado todo el curso detrás de ella.

    Bueno, era otro muerto. El bosque se estaba llenando de cadáveres, se dijo, tratando de que pareciera un chiste, pero sabía que en aquellos asesinatos no había nada de gracioso. Ya no. Había algún loco en la montaña. Y él sabía perfectamente quién era, pensó, cuando llegaba junto a los neoyorquinos.

    —Greg piensa que debería marcharme esta tarde —dijo Melissa de inmediato—. Volverá conmigo, conduciendo. La policía de Nueva York quiere hablar conmigo respecto de Adam. Greg dice que lo están buscando, pero yo no sé dónde está.
    —Y ellos tampoco —agregó Connor mientras señalaba con la cabeza el lugar donde los policías se apiñaban, en torno al muchacho muerto—. El chico que has encontrado enterrado en el agua es Trent Rhodes. Trabajaba en la escuela. —Connor tenía una ramita en las manos y, tras quebrarla en dos arrojó ambos trozos a la rápida corriente. Luego añadió—: Esos policías no te dejarán marchar esta tarde.
    —Nos iremos —dijo Greg, poniéndose de pie y alzándose los pantalones.

    Era alto, muy delgado y de estrechas caderas. La ropa le colgaba en el cuerpo.

    —Greg —dijo quedamente Melissa.
    —¡Ya has hablado con ellos! —protestó Greg—. ¿Qué más quieren? —señaló con un ademán vago en dirección a los policías reunidos junto al dique de roca—. La muerte de este chico no tiene nada que ver contigo —concluyó, y dio unos pasos rápidos a lo largo de la orilla, perdió pie en la ladera abrupta y tuvo que correr unos metros hacia abajo, hasta el borde mismo del agua, para recuperar el equilibrio.
    —En las últimas semanas hemos tenido una media docena de asesinatos, compañero —le dijo Connor—. Al sheriff no le importa una mierda lo que tú pienses. Si te vas de la montaña con ella te cubrirán el culo a balazos desde aquí hasta Richmond.

    Connor volvió a pensar en cuánto odiaba a los neoyorquinos. Todos se creían dueños del mundo.

    De pie junto a él, al borde del arroyo, el hombre estaba al nivel de sus ojos. Connor observó al joven, le escrutó la mirada. Si tenían que pelear, él ganaría, y eso le dio confianza. Sonrió a Greg y le dijo:

    —Estás en las montañas, muchacho, aquí has de hacerlo a nuestra manera.
    —¡Vete a hacer puñetas!
    —¡Greg! —saltó Melissa—. Vámonos. Me presentaré y responderé a esas malditas preguntas.

    La aterrorizaba que los hombres comenzaran a pelear. Incluso la mera idea de que se pelearan le daba miedo. Recordó como, de niña, se escondía bajo la cama cada vez que los hombres peleaban con su madre.

    Greg era joven y alocado, y saldría perdiendo en su enfrentamiento con Connor. Melissa también sabía, al observarlos, que Connor estaba celoso de Greg. Todo aquello era culpa suya.

    —¿Qué piensas que debería hacer? —preguntó a Connor, a quien dedicó toda su atención.
    —Ir a la casa-goleta y quedarte tranquila —respondió mientras arrancaba una larga brizna de hierba y se la ponía entre los dientes.
    —¿Y? —instó Greg, percibiendo que perdía terreno ante Melissa.

    Connor levantó el entrecejo y miró hacia abajo a Greg, para decir luego:

    —Voy a decirle al sheriff dónde está Melissa.
    —Esperaremos —respondió Greg, como si la idea fuese suya—. Vamos, Melissa.

    Melissa asintió y preguntó:

    —¿Cómo?

    Connor señaló a través del arroyo estrecho hacia un claro entre los árboles donde se insinuaba un sendero.

    —Por allí, por donde vinisteis. Es un camino corto. Cuando lleguéis a la cresta, veréis dónde estáis —explicó Connor.

    No se molestó en verlos marcharse, sino que observó el grupo de policías, quienes, con sus uniformes verdes, se asemejaban a Robin Hood y sus hombres. Pensó en la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva, y por encima del hombro le dijo a Melissa:

    —Hazme saber si Adam ha regresado.

    Melissa asintió y luego se acordó de la Loca Sue, en cómo la vieja había ido a decirles dónde se encontraba el chico, y le preguntó a Greg por qué Betty Sue Yates lo había llevado de nuevo a la escuela de Artes y Oficios y no al arroyo.

    —No tengo idea. Yo la seguí. Ella corrió en esa dirección —y señaló el sendero—, del otro lado del arroyo, hacia el camino y la escuela. Luego te oí gritar.

    Ambos le prestaban atención y él, desplazando la mirada de Melissa a Connor, sacudió la cabeza.

    —Entonces, ¿dónde estaba Adam? —preguntó Connor.
    —En ningún momento lo encontré. Volví a Melissa.
    —Está por aquí —comentó Connor—. Aquellos dos merodean juntos como sabuesos.
    —¿Qué quieres decir? —preguntó Melissa, alarmada.
    —Ella está loca. Puede pasar cualquier cosa. Ya ha pasado —se encogió de hombros, todo en él era vago.
    —¿Qué quieres decir con eso?
    —¡He dicho que no sé! ¡No lo sé! —miró fijo a Melissa, en actitud desafiante—. Podrían estar en ello ahora mismo.
    —¿Juntos en qué? —le preguntó, pero Melissa sabía lo que Connor quería decir. Había tratado de no pensar en aquella posibilidad, de alguna manera en Adam... con la loca. Con desconfianza y para confirmar la presunción de inocencia, agregó—: Tú mismo has dicho que viste cómo la camarera de Bonnie & Clyde’s trató de matar al propietario. Eso no tenía nada que ver con Betty Sue, ni, naturalmente, con Adam. Y Batts mató a toda su familia, y se suicidó. ¿No es verdad? Esas muertes no tienen nada que ver con Adam.
    —No dije que él lo hiciera —Connor bajó la voz, pues sabía cuán lejos llegaba la voz por el cauce del arroyo, y no quería llamar la atención de la policía. Y luego agregó, para hacerla callar—: Anoche fue asesinada una mujer en la escuela. Encontraron su cuerpo un poco después de medianoche. Había sido mordida en la garganta. Como por un vampiro.
    —¡Oh, Dios mío! —Melissa se alejó, como si el peso de las noticias la hubiese arrojado a un costado. Su mirada se detuvo en los hombres del sheriff, aguas arriba. Habían izado el cadáver. Ya estaba envuelto en un saco negro húmedo y el sol reverberaba en el plástico—. Greg, he de marcharme de aquí —dijo.

    Chapoteando, pasó al otro lado del estrecho lecho de roca y corrió cuesta arriba por el sendero hasta desaparecer en el espeso sotobosque.

    Greg echó una mirada a Connor y luego, sin decir una sola palabra, corrió detrás de Melissa, por el sendero trillado, hasta el bosque, allá arriba.

    Connor no se movió. La policía bajaba al arroyo. Pudo oír partes de la conversación. Reían, hablaban entre ellos acerca de un tal Willy Seemer, del condado de Catawba, de cómo su mujer lo había pescado la noche anterior con otra mujer y le había cortado las bolas.

    Los hombres estaban alrededor del cadáver de Trent, lo tenían envuelto como si fuera un paquete aéreo negro. Luego pensó que hacía dos meses que no despachaba ningún envío al norte, que ya había recibido llamadas amenazantes de Philly, que le preguntaba por su nuevo esmalte, que le advertía que produjera, o cosas por el estilo. Esos bandidos estaban tan locos como Betty Sue y el niño calvo. Esa fue la conclusión de Connor.

    Una media docena de hombres pasaron junto a él, pero él se quedó en el umbrío paraje del arroyo de montaña. Unos saludaron con un gesto, al dejar la colina. A algunos los conocía del pueblo, a otros los había visto tras tantos años de transitar por las carreteras del condado, policías que iban y venían y coches blancos de patrulla. Cuando veía a alguno de ellos sentía siempre una punzada de angustia.

    Ninguno de ellos le habló, ni siquiera para decirle «¡Eh, hola!», o «¡Adiós!».

    Miró fijo al saco fúnebre y pensó en el muchacho. Se preguntó si, de alguna manera, por alguna razón, Trent Rhodes habría matado a Lesley Moyers.

    Pensó que era posible, que en la montaña todo era posible. Eso lo sabía muy bien por su propia experiencia. Pero, entonces, ¿quién había matado a Trent Rhodes?

    Siguió a los policías cuesta abajo por la colina, hasta el camino de la escuela. Pensó en hacer referencia al embobamiento que Rhodes tenía por Moyers, y de inmediato se dio cuenta de que no iba a decir nada. No tenía ninguna necesidad de que el sheriff le preguntara por sus relaciones con la chica muerta. El no conocía a la chica, se dijo para sí mismo. Se había acostado una vez con ella, había fumado con ella un poco de marihuana. Eso era todo. Pero en realidad no la conocía.

    Saltó el arroyo y se alejó de la policía. Se dirigió a los edificios de la escuela de Artes y Oficios, mientras, en la distancia, oía el sonido de la campana. Era hora de comer.


    Greg sacó hielo de la nevera y preparó un gin tonic. Luego salieron a sentarse en la sombra, cerca de la roca desde donde le gustaba a Adam arrojar guijarros a la rápida corriente de montaña.

    Melissa le contó eso a Greg, y siguió hablando de Adam, relatando anécdotas que habían sucedido entre ellos en el sur y desde que llegaran a la montaña.

    Tenía necesidad de hablar, y Greg se mantuvo en silencio y la escuchó atentamente, aunque en realidad estaba pensando que lo que debía hacer era llamar por teléfono a Nueva York e informar a Nick Kardatzke que había desaparecido Adam. También pensaba en como su complicidad con Melissa podía costarle el puesto. Él, como ella, habían hecho uso indebido de la agencia, y también pensó que debía llamar a su mujer y contarle que había llegado sano y salvo a Asheville.

    Bebió un largo sorbo mientras sentía que le hubiera gustado emborracharse, volver a la casa y hacer el amor con Melissa Vaughn toda la tarde. Podía ser la única oportunidad de que dispusiera. Pronto llegarían los policías. Podía contar seguro con ello, gracias a Connor.

    Al recordar cómo los había observado Connor se preguntó si Melissa se habría acostado con él. Greg había visto el duro filo de la ira en los ojos del alfarero. «Es un loco», pensó Greg, pues recordaba el modo en que había aprendido reconocer a los enfermos mentales en los refugios para gente sin techo de Nueva York.

    Connor era el tipo de Melissa. Greg lo sabía. A ella le gustaban los hombres excéntricos. Hombres de pelo largo y sin un trabajo real. Artistas. Escritores. Eso era lo que a ella siempre le hubiera gustado ser. Eso era lo que él no era. Pero ella lo amaba, ya no tenía dudas, y eso lo reconfortaba enormemente.

    —Voy a darme una ducha —dijo Melissa, poniendo fin a su historia.

    Él asintió con la cabeza, mientras se empujaba el puente de las gafas hasta la parte superior de la nariz. Levantó el vaso, dando a entender que él se quedaría a terminar su bebida.

    —Estoy muy bien —dijo ella a la vez que se inclinaba hacia adelante y sonreía.
    —Ya lo sé —dijo él tocándole la pierna desnuda.

    La carne ardía. Se dio cuenta de que Melissa no estaba bien, y ella se percató de que él se daba cuenta.

    Podía dejarle allí por un rato, ir a darse una larga ducha y no reprimir el sollozo bajo el golpear permanente del agua fría. Después se sentiría mejor; siempre le ocurría así.

    —¿Por qué no descansas un rato? —sugirió Melissa.
    —¿Dónde?
    —En la planta alta —Melissa señaló la escalera mientras entraban.
    —¿Cómo se cierra esto con llave? —dijo Greg, y cerró la puerta corredera tras él.
    —No lo sé. Nunca la cierro —respondió Melissa, y se detuvo en mitad de camino hacia el dormitorio—. No olvides que esto no es Brooklyn, cariño —y sonrió con ironía, satisfecha de sí misma por haberle llamado cariño.

    Su repentina audacia la hizo sentirse un poco más dueña de su vida.

    —Brooklyn parece una maravilla de seguridad en comparación con lo que ha estado sucediendo aquí —comentó él, deslizó la puerta de cristal hasta cerrarla y luego, al descubrir un pequeño cerrojo, lo pasó y quedaron ambos encerrados dentro.
    —Yo cerraré la otra —dijo Melissa, aunque pensó que si Adam regresaba no podría entrar.

    Sin embargo, no quería que el chico los interrumpiera. Aquella tarde estaba dispuesta a hacer el amor con Greg Schnilling. Fue hacia el baño y agregó:

    —Tú llama a tu casa, mejor. —Melissa se detuvo en la escalera—. Llama a tu casa, Greg. Helen ha de estar preocupada.

    Tras estas palabras, cerró la puerta del baño para no oír lo que Greg le decía a su mujer.


    Greg se había quedado dormido, agotado por el viaje y la caminata por el bosque con tanto calor. Y también agotado por la culpa. Se quedó dormido y soñó, breve pero intensamente, con Brooklyn. Trataba de encontrar a su familia en su piso y abría las puertas sólo para hallar habitaciones vacías. Comenzó a correr por la enorme casa, jadeando, y se despertó, gritando de angustia.

    Melissa tenía su mano en la de él y se incorporó, apoyándose en un codo. Aunque la cubría una sábana, Greg se dio cuenta de que estaba desnuda, de que había subido después de ducharse y había estado echada a su lado mientras él dormía.

    —¿Qué hora es?

    Melissa sacudió la cabeza en señal de que eso no importaba. Por la pequeña ventana del desván, Greg vio que todavía brillaba el sol.

    —Has tenido un mal sueño —dijo Melissa en voz baja y como si le hablara a un niño pequeño.
    —Lo sé —respondió Greg, y se hundió en la almohada húmeda.

    Odiaba quedarse dormido durante el día. Necesitaba una ducha, pero le faltaba fuerza para levantarse y bajar la escalera. Además, no quería dejar a Melissa. Le encantaba tenerla estirada a su lado en aquel cuarto tan estrecho.

    —¿Te gustaría volver a dormirte? —preguntó Melissa, quien, al decirlo, se sintió un poco tonta.

    Olía el cuerpo de Greg y no pudo recordar la última vez que el olor de un hombre la había excitado tanto. Era deseo puro y simple. Tuvo que agarrarse con fuerza de la sábana para no cogerle.

    Greg se volvió para mirarla.

    —¡Hola!
    —¡Hola! —ella sonrió y apartó la mirada.
    —Hueles bien —dijo él.
    —Gracias.
    —¿Perfume?
    —¡No, soy yo, simplemente! —explicó ella, y rió, confusa y consciente de que se había ruborizado.

    Tenía tan tensos los músculos de la garganta que apenas podía hablar, y no podía mirar a su amigo. Esperó a que él la tocara.

    Greg la tocó. Estiró el brazo y tocó el borde superior de la sábana con que se envolvía los pechos y ajustaba bajo el brazo derecho. Greg retiró la sábana y fue dejando al descubierto el cuerpo de la mujer.

    La sábana estaba enganchada debajo de la cintura de Melissa, de modo que ésta movió las caderas para ayudarle a que la descubriera por completo, al tiempo que observaba los ojos del hombre, que recorrían su cuerpo.

    —Eres hermosa —dijo Greg.

    Ella cerró los ojos. Deseaba que la tocara. Deseaba que entrara en ella.

    Él la cogió por la muñeca y la rodeó con sus brazos, le cubrió la cara con sus besos, como si quisiera comérsela íntegra de una sola vez. Greg se deslizó sobre el cuerpo de Melissa oprimiéndole los pechos y le succionó y mordió los pezones hasta que ella jadeó y gimió, dolorida bajo sus dientes.

    Greg saltó, desesperado de deseo, cogió entre sus manos el cuerpo delgado de la mujer y lo arqueó, le levantó las caderas, hundió la cara en el húmedo calor de la vagina y metió la lengua en los gruesos labios de su blando sexo.

    Ella se corrió, meció el colchón delgado e incrustó la entrepierna en la cara del hombre. Lo cogió por el pelo y apartó de la vagina el rostro de Greg.

    Luego, sentándose, buscó el pene erecto y metió el extremo en su boca, lo chupó y pasó los dientes sobre la piel tirante. Le llenaba la boca, y con esfuerzo tragó el esperma. En las profundidades de su mente retornó el recuerdo de su infancia, el recuerdo de Roland Davis forzándola a follar con él. La reprimida pesadilla volvió a surgir en su conciencia, se apoderó de ella, le nubló la vista de rabia. Lanzó golpes a ciegas y le dio con el puño a Greg en el rostro. Le golpeó la nariz y la boca, le hizo sangrar el labio.

    —¡Mel, por el amor de Dios! —Greg trató de parar los golpes—. ¿Qué haces? —y apartó la cara para evitar los puños que se agitaban sin cesar.

    Melissa le golpeó el ojo izquierdo y él la cogió por la muñeca, la atrajo hacia sí y la colocó debajo de él, para saltar enseguida sobre ella y sujetarla con las piernas. Le inmovilizó los brazos por encima de la cabeza. Greg maldecía mientras trataba de reducirla. Melissa siguió luchando, peleando bajo la fuerte presión del hombre, llorando histéricamente. La sangre de la nariz y la boca de Greg cayó sobre las sábanas, en el rostro encendido de Melissa, en sus mejillas húmedas.

    —¿Qué mierda pasa? —dijo él, jadeando, casi sin aliento.

    Se inclinó hacia adelante con el brazo en torno al tórax de la mujer. Cuando estuvo a su alcance, Melissa lo mordió fuertemente en el músculo hinchado del hombro derecho.

    Entonces él le pegó. Le dio una bofetada y luego, cogiéndola por los hombros, la sacudió vigorosamente. Cuando Melissa quedó con las manos libres, le pegó con los puños en el estómago, y luego le arañó la espalda con las uñas, lo que produjo más sangre aún.

    Él gritó de dolor y le pegó a su vez con fuerza, furioso, presa de la furia. La cogió por la nariz con tal vigor que le quebró un vaso. La sangre caliente le manó de la nariz y le salpicó el pecho y la cara sudada.

    En la casa silenciosa, Greg seguía maldiciéndola a gritos. Le aplastó la espalda contra el blando colchón, la sostuvo debajo de él con toda su fuerza y la obligó a rendirse. Ella se esforzaba por liberar sus piernas, por levantar una rodilla y golpearlo en la entrepierna, y al mismo tiempo se daba cuenta de que nunca en su vida había estado tan excitada.

    —No, no lo harás —le dijo Greg al advertir los planes de ataque de Melissa, y estiró la pierna para bloquear las de ella, mientras la mujer seguía doblándose hacia arriba y golpeándolo en la entrepierna con la pelvis—. ¡Ahora te toca a ti!

    Sin soltarla, cambió de posición y empujó contra la vagina. Quería abrirla.

    Estaba semiarrodillado, con el cuerpo de la mujer apretado contra el suyo. Él la penetraba con energía, enfurecido por el ataque físico de ella y urgido por la necesidad. Por un momento, Melissa se batió, luchó contra su violación. Pero Greg sintió que su resistencia se aflojaba y el cuerpo se relajaba. Entonces ella se volvió voluntariosa y sumisa y pegó su cuerpo al del hombre.

    Greg le soltó las muñecas y la envolvió enérgicamente con sus brazos. Ambos se concentraron en el ritmo incesante y cada vez más intenso que habían creado entre ellos.

    Melissa volvió su rostro sangriento y buscó la boca de Greg y llenó su cara con la de él. Deslizó las manos hacia abajo y le acarició las nalgas. Greg puso su mano bajo el culo de Melissa y le metió el dedo en el ano. Se corrieron al mismo tiempo.

    —¿Qué ha sido todo esto? —preguntó Greg, todavía jadeando en brazos de Melissa.

    Melissa sacudió la cabeza y, al sentir sangre en los labios, se palpó la boca.

    —Lo siento —susurró él, y la besó.

    Ella apartó la cara y dijo:

    —Duele. —Luego le tocó la cara a Greg y agregó—: Lo siento.
    —¿Siempre haces el amor de esta manera?

    Ella sonrió con expresión de tristeza y sacudió la cabeza.

    —No, nunca —respondió, pasándose las manos por la cabeza y haciéndose un ovillo—. Tuve la repentina visión de que tú eras Roland Davis.
    —¿El tío con el que se casó tu madre?

    Melissa asintió en silencio.

    —¡Lo odias!

    Melissa volvió a asentir de la misma manera. Luego explicó:

    —Lo odio porque me violó. Me violó montones de veces. Semana tras semana en nuestro hogar, en la roulotte. Sé que te dije una vez que no había hecho nada, pero sí que lo hizo. Te mentí. Lo siento. No podía... —Comenzó a sollozar y a ahogarse con sus lágrimas, y Greg se sentó y la tomó en sus brazos y la acarició como para extraerle todo el sufrimiento. La dejó llorar. Después, ella misma le hizo saber con un gesto que se sentía bien. Entonces estiró el brazo y buscó en el suelo una caja de donde sacó varios pañuelos de papel, al tiempo que aclaraba—: Nada de esto tiene que ver contigo. Siento mucho haberme comportado así. No me pude contener.
    —¿Por qué no me lo dijiste?
    —¿Qué se supone que tenía que decirte? ¿Que mi padrastro me violó cuando yo tenía trece años?
    —Sí, eso es exactamente lo que debías haberme dicho. ¿De qué otra manera te liberarás de tus demonios?
    —Yo no tengo demonios. Tuve un padrastro que me violó.
    —No eres la única persona a la que le ha sucedido algo terrible en la infancia. Aprende a compartir...
    —¿Qué? ¿Te violó tu padre? —preguntó Melissa en voz más alta.
    —No, eso no, pero...
    —Entonces no entiendes de qué te estoy hablando —lo interrumpió Melissa, rabiosa con él.

    Greg, por su parte, la había desilusionado y eso la hacía sentirse peor aún. Siempre había sido alguien con quien ella podía contar. Melissa se movió para levantarse y él le cogió el brazo.

    —No puedes vivir toda la vida con esa pesadilla.
    —Pues estoy viviendo toda la vida con esa pesadilla.
    —Cuando yo tenía dos años, mi madre se suicidó —dijo Greg con calma—. Me llevó a su dormitorio, me sostuvo con almohadas y luego se sentó a mi lado y se hizo estallar los sesos con un pequeño revólver. Cuando mi padre regresó, cinco horas después, yo estaba sentado en su sangre y mis propios excrementos y lloraba a pleno pulmón.

    La súbita confesión cogió a Melissa por sorpresa.

    —Por supuesto que no recordaba. Sólo tenía dos años. Sin embargo, me temo que algo sabía y que lo había reprimido. Años después, cuando estaba en la escuela secundaria, cuando ya había terminado por creer que mi madre había muerto de un ataque cardiaco, una tarde de ácido con dos compañeros, me volvió todo a la memoria. Vi a mi madre, vi a mi madre que me llevaba al dormitorio, cómo me acomodaba cuidadosamente para que no me cayera de la cama. Vi que cogía la pistola y que, la mayor parte del tiempo, estaba sentada junto a mí. Tenía en la mano aquel objeto pequeño y plateado y me hablaba. Yo estaba fascinado por el objeto brillante. No podía sacarle los ojos de encima. Y casi todo el tiempo, ella me hablaba. No tengo la menor idea de lo que decía. No tengo ningún recuerdo de todo aquello. Tan sólo el revólver brillante. Luego levantó la pistola, se metió el cañón en la boca y disparó. La explosión me aterrorizó. Chillé y chillé. Se le abrió la cabeza, reventada, y el cerebro, la sangre y el pelo rubio volaron por los aires.
    —¡Oh, santo cielo! —Melissa se llevó la mano a la boca y se mordió con fuerza los nudillos.
    —Todos tenemos demonios, Melissa.
    —Yo, nunca... —dijo ella en voz apenas audible; estiró el brazo y lo tocó.
    —Ni yo, hasta que tomé el ácido. Pero, naturalmente, ya lo sabía. Eso es lo importante. Sacarlo a la luz pública, exponerlo. Entonces me quité un gran peso de encima. Yo era un chico con un gran secreto, pero no sabía cuál era.
    —¿Por qué no te lo contó tu padre?
    —Supongo —respondió Greg tras encogerse de hombros— que trataba de ocultarse la verdad a sí mismo. Y supongo también que trataba de no lastimarme. Volvió a casarse cuando yo tenía trece años. No creo que mamá, mi segunda mamá, lo haya sabido nunca —sacudió la cabeza, mirando fijamente a Melissa—. Cariño, todo el mundo tiene secretos hondos, profundos. Tú y yo también tenemos los nuestros.
    —No puedo vivir con más secretos.
    —¿Tienes más?
    —Sólo que te amo.


    Volvieron a hacer el amor, rápidamente y en silencio. Luego, ambos se durmieron, uno en brazos del otro. Cuando Melissa despertó, se dio cuenta de que, dada la luz que entraba por la ventanita, era muy avanzada la tarde. El sol ya no daba en la colina de la casa, y el prado estaba en sombra. Melissa se sintió caliente, sudada, maravillosa.

    Necesitaba un baño, pero no quería dejar los brazos de Greg. Le bastaba con verle dormir, con gozar del placer de espiarlo.

    Había soñado con Adam, que estaba con él en Nueva York. Había logrado hablar, y eran felices, los dos solos. Una madre y un hijo que vivían juntos.

    Melissa sabía qué significaba el sueño. Debía tener un hijo propio. Debía casarse con Greg: era su decisión. Tendrían una niña, y serían felices el resto de su vida. Era todo lo que ella necesitaba. Una familia propia. Era todo lo que siempre había querido en la vida.

    Sonrió, soñando con su futuro, y cuidadosamente se soltó de los brazos de Greg, liberó las piernas y se alejó. El se dio la vuelta en el colchón, buscó calor y Melissa levantó la sábana encimera y la acomodó alrededor de su cuerpo. Luego salió de la cama y, todavía desnuda, bajó la escalera.

    Estaba en medio del salón cuando apareció el hombre, que salió del cuarto de Adam. Apenas lo vio, advirtió que la puerta lateral de la casa-goleta estaba abierta. Había olvidado cerrarla con llave. El hombre llevaba puesto un traje gris y una corbata demasiado grande y cuyo color no hacía juego. Allí, en la casa, parecía completamente fuera de lugar. Melissa recordó entonces quién era y dónde lo había visto.

    El hombre hablaba con rapidez:

    —Señorita Vaughn, vengo a buscar a Adam —no apartó un instante sus ojos de la cara de Melissa.
    —No puede —trató de cubrirse.
    —Tengo una orden de arresto —prosiguió en tono amable.

    Esta vez los ojos titubearon y recorrieron el cuerpo de Melissa.

    —Adam ha desaparecido —respondió ella, erguida y utilizando su desnudez a modo de desafío.
    —Su vida está en peligro, señorita Vaughn. Creo que Adam intentará matarla a usted.


    Nick Kardatzke había llevado consigo una docena de fotografías en blanco y negro de ocho por diez pulgadas. Una vez que Melissa y Greg se vistieron, Nick se sentó frente a ellos en el salón y desplegó las fotos de la policía sobre la mesa de café. Todas las fotos eran de cadáveres desnudos, chicos y chicas, hombres y mujeres. Todas las víctimas tenían extirpado el corazón, o habían sido brutalmente mutiladas de una u otra manera.

    —¡Adam no pudo haber hecho todo eso! —afirmó Melissa mientras miraba fijamente los cadáveres.
    —Es sospechoso —respondió Kardatzke con calma—. Él es el verdadero Adam Chandler. Fue hallado hace un mes en el Bronx —mientras hablaba, golpeaba el papel brillante con la uña del pulgar; luego se tiró hacia atrás en el asiento y miró a Greg—. Después de hablar con usted, encontraron en los túneles a otro varón blanco, de unos cuarenta y cinco años. Finalmente, el ordenador proporcionó un nombre. El mismo modus operandi: cuerpo mutilado.
    —¿Fue objeto de abuso sexual? —preguntó Greg con calma, como si todo aquello fuera tema clínico y no tuviera nada que ver con la gente real.
    —No lo creemos. No se halló semen. El cuerpo no tenía marcas. Dejando de lado que le faltaba el corazón.

    Melissa se apartó de las fotos. Pensó en Adam, en el modo en que la miraba. Silencioso y confiado, y jamás un signo de violencia.

    —Es el modus operandi —repitió el detective mientras volvía a reunir las fotos—. Por eso necesitamos hablar con su Adam.

    El detective urbano era un hombre viejo, observó Greg. Un hombre al borde de la jubilación. Tenía los ojos tristes de quien ya no puede sorprenderse por lo que ve ni por lo que oye. No pareció alterarse en absoluto cuando los encontró a ambos desnudos en casa.

    —Usted piensa que Adam los mató a todos —dijo Melissa, irritada ante la indiferencia del policía—. Quiero decir, ¿para qué volar hasta aquí si no es el asesino?

    El policía asintió con la cabeza y la miró. Dijo:

    —He venido a causa del chico.

    Siguió mirándola a través de la mesa de café. Las cejas espesas le sombreaban los ojos. A Melissa se le ocurrió que miraba como un perro triste.

    —¿Y? —preguntó ella.
    —Tengo una orden de arresto.
    —¿Cómo puede estar tan seguro?
    —Hablé con la oficina del sheriff de Marian. El mismo modus operandi se repitió con las mujeres de la tienda. Además, el tal Batts, que supuestamente liquidó a toda su familia.
    —¡No me he enterado de eso!
    —No dicen nada de eso en la oficina del sheriff. No quieren que se produzca aquí un puto motín. Disculpe, señora —dijo, y Melissa pensó que hablaba como un policía de la televisión.

    Kardatzke reunió sus fotos de crímenes, se reclinó en el viejo sofá y, con mayor entusiasmo, preguntó:

    —¿Puedo beber un vaso de agua o alguna otra cosa? —los ojos le bailaron de una cara a la otra.
    —¿Qué tal una cerveza? —ofreció Greg—. ¿Tienes cerveza, Melissa?
    —Sería fantástico —sonrió Kardatzke, complacido por el ofrecimiento.

    Greg se levantó de inmediato.

    —¿Melissa?

    Melissa sacudió la cabeza, sin quitar sus ojos del detective. Parecía hundirse cada vez más en el viejo sofá.

    —¿Quién piensa usted que...? Quiero decir, ¿piensa usted que Adam mató a todas esas personas? —preguntó, e hizo un gesto hacia el conjunto de fotos en blanco y negro.

    El detective se alzó de hombros y parecía auténticamente triste por no saberlo. Dijo suavemente, como para que la pregunta no trascendiera más allá de ellos dos:

    —¿Por qué cogió usted a ese chico, señorita Vaughn? ¿Por qué lo trajo aquí, a este sitio? —y con un gesto abarcó la casa y las montañas.

    Melissa se preguntó cuánto debía contar a aquel hombre. Estaba cansada de mantener secretos, incluso de sí misma. Toda su vida estaba montada sobre mentiras. No era Melissa Vaughn. Su nombre era Gross, Mary Lee Gross.

    Estuvo a punto de contarle, como le había contado a otros, cómo, cuando llevaron a Adam a la oficina, decidió que ese chico no sería entregado al sistema de bienestar social. No se le enviaría de padres adoptivos a padres adoptivos, no se le haría víctima de una ciudad en la que no había lugar para los niños pequeños, para niños que no pueden defenderse por sí mismos.

    Melissa se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas desnudas y miró a aquel hombre anciano.

    —Cuando fui por primera vez a Nueva York, acababa de terminar la universidad. Quería ser actriz, y de hecho tomé algunas clases y trabajé en algún que otro papelito miserable que podía encontrar. Tenía entonces veintiún años. No tenía dinero. Ni familiar alguno que me mantuviera. Encontré ese trabajo a tiempo parcial, un trabajo de asesora en uno de los centros de atención temporaria. ¿Sabe qué es eso?

    El detective hizo una seña afirmativa.

    —Usted disculpe, teniente, pero no sabe. Realmente no lo sabe, a menos que usted haya vivido en alguno, como yo, y haya visto los niños que se mandan a esos lugares. Se los denomina «huéspedes de una noche». Vienen de todos los rincones de la ciudad. Todos chicos, niños pequeños. A algunos los envían porque sufren malos tratos de sus padres, otros porque se los encuentra vagando por la ciudad, chicos sin techo.
    —He estado en esos sitios —le dijo el detective.

    Melissa asintió con la cabeza, pero no contestó. Greg volvió de la cocina con la cerveza para el detective.

    —Los chicos estaban siempre en condiciones terribles cuando nos los traían. Tenían piojos, fiebres e infecciones de garganta. Y enfermedades de las que nunca has oído hablar. Los limpiábamos y tratábamos de que durmieran. Recuerdo que la primera vez que estuve traté de hablarles. Pensaba que era lo mínimo que podía hacer, crearles alguna suerte de contacto humano, mostrarles que aquella adulta no era mala. Yo me ocuparía de ellos. Me recuerdo tan joven, y recuerdo cuán solitaria había sido mi vida.

    Tras una breve pausa, continuó:

    —Además, tenía curiosidad por saber quiénes y cómo eran. ¿Cómo podían tener vidas tan terribles? Comencé a hacer preguntas y a mostrarme amistosa, y una de las otras consejeras, una negra que había estado siempre en la institución, me dijo que no tratara de conocer a aquellos chicos, que eso me partiría el corazón. Yo pensé que era dura e insensible, una mala puta.

    Melissa sonrió tristemente, recordando. Luego prosiguió:

    —Una noche llevaron una niñita negra. Tenía tan sólo siete años, era sordomuda. No sabía ducharse ni limpiarse los dientes con un cepillo. Me contaron que la habían sumergido en agua muy caliente y que tenía terror al agua. Otra noche llevaron una niña de ocho o nueve años a la que había atacado una banda de niños que vivían en la misma residencia de bienestar social. Y otra vez era un chico de seis años, que había visto como apuñalaban a su padre hasta matarlo y tenía pesadillas tan terribles que gritaba y se arrojaba al suelo.
    —Melissa, tranquila —dijo Greg en voz baja mientras estiraba el brazo para tocarla.
    —Nadie se hizo nunca cargo de esos niños —siguió diciendo Melissa—. Yo, por cierto, no. Quiero decir que yo era otra parte del sistema. Yo los estaba procesando. Ninguno de aquellos chicos sabía lo que le ocurriría luego. Nadie se ocupaba de ellos, de verdad. Los chicos eran nómadas que no podían defenderse a sí mismos. Nosotros los teníamos por una noche a todos. Luego los poníamos en un hogar de adopción. Recuerdo que aquel verano llegó también una niña. Una encantadora niñita blanca. Se fue a un hogar de adopción y una semana después estaba de vuelta con nosotros. Tenía la cara, la espalda y los brazos cubiertos de magulladuras. Ella me contó que en el hogar de adopción le pegaban con una bate de béisbol.
    —Aquél es un mundo muy duro —dijo el policía.
    —Y tanto que lo es —respondió Melissa secamente y con la mirada fija en el detective—. Y usted me pregunta por qué me llevé a Adam a casa. Pues bien, por esto. Por el trabajo que realicé un verano cuando tenía veintiún años. No podía volver atrás para actuar. En cambio, me inscribí en Hunter y obtuve un master en asistencia social. Estaba decidida a cambiar el sistema, a hacerme cargo de esos niños, a terminar con ese ir y venir de niños por la noche.
    —Y en seguida se dio usted cuenta de que no era más que otro engranaje de la rueda, ¿no es así? —dijo el policía.
    —¡Váyase a hacer puñetas! —replicó ella.

    El policía se incorporó en su asiento y le apuntó con el dedo.

    —Calma —dijo Greg, dirigiéndose a ambos.
    —Escuche, señora, he venido aquí, al culo del mundo, para llevarme a usted y al chico. Usted ha quebrantado la ley al sacar al chico del Estado.
    —¿Por qué no me lee mis derechos? ¡Arrésteme! —exclamó, y se puso de pie, cansada de discutir con aquel hombre.

    Sonó el teléfono precisamente cuando ella se alejaba del detective. Sin detenerse, se dirigió al teléfono que colgaba del centro del árbol-columna y cogió el auricular.

    Greg desplazó la mirada del detective a Melissa, para comprobar si ésta se encontraba bien. En la agencia había momentos en que el trabajo la abrumaba de tal manera que se ponía histérica y comenzaba a sollozar sin control en su despacho.

    Greg vio que Melissa se llevaba la mano a la frente y se presionaba las sienes con el pulgar y el índice. Decía que sí en voz muy suave, en respuesta a preguntas y, sin despedirse, colgó.

    —¿Qué hay? —preguntó Greg.

    Melissa no se había movido, seguía junto al teléfono. Aún tenía la mano en el auricular.

    Sin mirar a ninguno de los dos hombres, dijo con calma:

    —Era Connor. Dijo que hubo otro asesinato. En la escuela. El director, Gene Martin.

    Melissa se volvió y miró a Greg. El miedo de sus ojos se extendió a todo el rostro. Temblaba cuando Greg la cogió por los hombros. Siguió hablando:

    —Dijo que parecía que al hombre le hubieran extirpado el corazón. Como si un perro rabioso le hubiese arrancado el corazón a dentelladas.


    20


    Greg conducía y Melissa iba sentada junto a él en la furgoneta. El detective, al que habían instalado en el asiento trasero, se inclinaba hacia adelante para hablar mientras Greg subía velozmente hacia el pueblo por el camino lleno de baches. El detective les contaba un caso que había leído unos años antes. Había ocurrido en Wisconsin.

    —A veces, saben ustedes, un lugar engendra un asesino. Por ejemplo, el granjero local, Ed Gein, en quien se basa la película Psicosis, y cuya madre regañaba a las mujeres que usaban faldas cortas, perfume y lápiz de labios. El muchacho nunca tuvo una chica, odiaba a las mujeres, como le había enseñado su madre. Después de la muerte de la madre, el hombre vivía solo en una casa de campo, sin electricidad ni agua corriente. Nada de nada. Entonces comenzaron a desaparecer mujeres. Durante doce años siguieron desapareciendo en el sur de Wisconsin.

    Casi sin pausa, el detective prosiguió su relato:

    —Cuando la policía local entró en la casa de Gein, encontraron un cadáver colgado de los talones. Había sido destripado y parecía un ciervo. En una caja de cartón encontramos la cabeza de la mujer; y el corazón, en un saco de plástico, en el horno. Por toda la casa había pieles de otras diez mujeres, todas nítidamente separadas de sus respectivos cuerpos. La policía encontró piel entre las páginas de las revistas. Otras, utilizadas para confeccionar cinturones. Con otras había tapizado el asiento de una silla. Y una sección grande, la parte frontal del torso de una mujer, estaba enrollada en un rincón del salón. En una alacena había una caja con narices.
    —¡Basta! —ordenó Melissa.

    El detective siguió hablando:

    —Los psiquiatras que entrevistaron a Gein dijeron que era víctima de un conflicto bastante común. Mientras que conscientemente amaba a su madre y odiaba a las otras mujeres. La razón por la cual descuartizaba a sus víctimas y conservaba sus diferentes partes, de acuerdo con los psiquiatras, era tratar de resucitar a su madre, al mismo tiempo que quería matarla. Nunca habían visto un esquizofrénico como aquél.

    El detective guardó silencio y miró por la ventanilla. Luego agregó:

    —Si me preguntan a mí, éste es uno de esos lugares. La tierra crea una atmósfera y arrastra a la gente a la locura. Un lugar como éste, remoto, minas abandonadas, ningún tipo de trabajo y todo completamente al margen del mundo civilizado. Todo esto engendra asesinos. Lo mismo ocurre en Nueva York. En aquellos túneles de Metro, allí es donde vive y medra la verdadera psicosis.

    Por la ventanilla delantera, en la lejanía, Melissa vio el bello paisaje de montaña, que en ese momento estaba cubierto por una mortaja de nubes de tormenta, y conjeturó que esa noche tendrían lluvia. Sin volverse, le dijo al detective que estaba equivocado. Tanto le disgustaba aquel hombre, que se complacía en discrepar de él.

    —Vaya usted a uno de esos seudoalbergues para gente sin techo y dígame luego si son o no cuna de asesinos, violadores, drogadictos. Son lugares infectos —le replicó el policía.
    —También lo es Park Avenue —interrumpió Greg—. ¿De dónde se piensa usted que salen los delincuentes de cuello blanco? De los barrios bajos, no. Todos esos tíos que roban en Wall Street son graduados de Harvard. De las mejores escuelas.
    —Las mejores y las más brillantes —añadió Melissa.

    El detective bufó, pero guardó silencio. Se respaldó en el asiento y preguntó:

    —¿Adónde vamos?
    —A la iglesia —le informó Melissa, señalando hacia adelante, hacia el camino que se cortaba para continuar como una estrecha pista asfaltada hasta la cima de Simon’s Ridge y la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva.

    Greg redujo la marcha antes de comenzar a trepar la empinada cuesta y Melissa se volvió en el asiento y gritó para imponerse al ruido del motor:

    —Usted quiere encontrar a Adam. Ahí es donde suele estar.
    —¿Y qué pasa con la escuela? ¿Creí que íbamos a ver al director?

    Los ojos del detective se movieron alternativamente de Greg a Melissa. Parecía preocupado, como si estuviera perdiendo el control de la situación.

    —Está muerto.
    —¡Ya sé que está muerto, por supuesto! Quiero hablar con los efectivos de la policía local. Llévenme a la escuela —ordenó.
    —Voy a buscar a Adam —respondió Melissa—, y éste es mi vehículo —y se volvió para mirar directamente al detective.
    —Les acusaré a ambos de obstrucción.
    —¡Muy bien, pero primero haga lo que he dicho!

    La furgoneta se apartó de la huella del bosque y cogió hacia la cima de la colina, plana y abierta, donde se hallaba la bonita iglesia blanca. Una zona de aparcamiento se abría en un atrio de grava a la sombra de árboles y protegido por un cerca baja de piedra. Melissa pensó qué bonito era todo aquello, la silueta del edificio blanco recortada contra el fondo negro de las nubes y el cielo espacioso. Sin embargo, una cantidad de personas apiñadas alrededor de una caravana de coches y camionetas, además de dos viejos autocares escolares amarillos, la distrajeron.

    —¿Qué pasa aquí? —Kardatzke volvió a inclinarse hacia adelante.

    Melissa no dijo nada, aunque no tenía ni idea. Sólo escrutó a la gente, en busca de Adam.

    —¿Lo ves? —preguntó Greg mientras detenía la furgoneta.
    —No. Voy a preguntar.

    Al abrir la puerta, dijo que varios hombres llevaban rifles. Saltó de la furgoneta y cruzó el atrio de grava hasta la caravana de vehículos. Al acercarse, vio que las camionetas estaban llenas de maletas, utensilios de cocina e incluso muebles. Pensó en las viejas fotografías en blanco y negro de las regiones erosionadas, en las que se veía a los granjeros abandonando las tierras yermas de las Grandes Llanuras.

    Nadie le impidió acercarse. Era consciente del silencio que guardaba todo el mundo. Hasta los niños estaban circunspectos: de pie, a un lado, o bien sentados en los coches, sin moverse, observando a los adultos con sus ojos oscuros que semejaban platillos.

    Melissa siguió buscando a Adam. Al no verlo, buscó alguna cara conocida. Vio al hombre que había conducido el servicio de la iglesia. Estaba de pie en el pórtico de la iglesia blanca. Fue hacia él y le preguntó por Adam. Se dio cuenta de que la reconocían.

    —Nos dijo que se marchaba de aquí, señora.

    Melissa sacudió la cabeza.

    —Adam no habla. Es mudo —dijo, y miró a varios hombres que rodeaban al predicador sin dejar de observarla.
    —Habla bastante bien —replicó otro hombre, de suave vocecita infantil.

    Melissa se percató de que el hombre tenía miedo. Ella miró alrededor y vio el temor colectivo en todos los rostros.

    —¿Dónde está Adam? —preguntó, y sintió que la tensión comenzaba a apoderarse de ella.

    Los hombres se alejaron del pórtico y, sin pronunciar palabra, fueron hacia los coches y camionetas aparcadas.

    —Por favor —preguntó Melissa—. Soy la madre de Adam. Tienen ustedes que decírmelo.

    Tyler Donaldson detuvo la marcha hacia los vehículos. Sin mirar atrás, dijo:

    —El chico nos dijo que nos largáramos. Nos dijo que estábamos demasiado al fondo del valle para salvarnos. Nos vamos al Cerro del Gran Padre. Allí tienen una enorme área de aparcamiento asfaltada. Aquí no hay espacio suficiente para un carro de fuego —y señaló el atrio de grava.

    Melissa podía comprobar que estaban todos mal de la cabeza. Había ido a la montaña y se había encontrado con un mundo loco.

    —¿Dónde está Adam? —volvió a preguntar—. ¿Va con ustedes?
    —Adam ha ido a matar al dragón —le informó el diácono.
    —¿A matar al dragón? —preguntó Melissa rápidamente, caminando a la par de aquel hombre alto.
    —Ha ido a matar el dragón —volvió a decir el hombre—. Dios es su juez y su guardián.
    —¿De qué está hablando? —interrogó Melissa.

    El tono imperioso de la pregunta detuvo al hombre. Se volvió para mirarla a los ojos y respondió:

    —Usted es el dragón. Usted y la gente como ésa —dijo, señalando con su mentón correoso en dirección a la furgoneta y a los dos hombres que se hallaban en ella.

    El hombre tenía ojos lechosos, observó Melissa, y a medida que hablaba de ellos, de los foráneos, la mirada se endurecía. La mandíbula y los pómulos se le iban tensando.

    —Todos esos son dragones —continuó—. Si no te salvas, te condenas. Dios Todopoderoso, es así de sencillo —se alejó de ella con decisión, haciendo sonar las botas sobre la grava.
    —¡Dios Todopoderoso! —susurró Melissa, y se quedó callada, observándolos marcharse, meterse deprisa en sus coches y camionetas, pelear por un asiento allí donde podían conseguir uno.

    Uno tras otro, en rápida sucesión, los vehículos giraron alrededor del atrio y se alejaron, rugiendo.

    Vio que el detective había abierto la puerta lateral de la furgoneta e iba tras ella. Llevaba abierta la chaqueta del traje y se levantaba los pantalones mientras caminaba. Melissa vio el revólver del detective, que asomaba bajo la axila izquierda, y tuvo la certeza de que aquel hombre iba a matar a Adam. Tuvo una imagen clara e indudable del policía disparando sobre Adam.

    Ella comenzó a caminar hacia la furgoneta, luego a correr, mientras Kardatzke la atosigaba a preguntas. Llegó al vehículo y saltó junto a Greg e instó al detective a que la siguiera. Lo único en lo que podía pensar era en que tenía que encontrar a Adam antes de que le pasara algo.

    —La escuela —dijo con calma a Greg—. Probemos en la escuela.


    —Allí está Connor —dijo Greg mientras entraba en la escuela de Artes y Oficios.

    Connor estaba de pie en el porche abierto ante la puerta de entrada del edificio principal de la escuela, una gigantesca cabaña de troncos que albergaba la oficina y las aulas de las diversas especialidades.

    —¿Quién es Connor? —preguntó de inmediato Kardatzke.

    Ya había bajado la palanca de la puerta trasera y la estaba abriendo. Esta vez no dejaría que la mujer se fuera sola.

    —Es el hombre que me llamó para contarme lo del director —respondió Melissa al tiempo que saltaba de la furgoneta y subía la colina, hacia el edificio y hacia Connor.
    —Se han ido —le dijo a Melissa—. La policía se llevó el cadáver y a la Loca Sue —dijo con expresión de inmenso alivio.
    —¿La Loca Sue? Jesús, ¿quién coño es ésa? —preguntó Kardatzke mientras llegaban al porche de madera. Sin perder un segundo sacó su placa de policía y la hizo brillar ante el rostro de Connor—. Estoy buscando al chico. Al niño calvo... ¿Adam?
    —La Loca Sue —susurró Melissa, y comprendió cuán lógico era. Finalmente, había sido la vieja—. ¡Por supuesto! —exclamó, y se recostó contra el grueso pilar del porche de madera.

    Se sintió inmensamente feliz. No era Adam. Su muchachito no tenía nada que ver con ninguna de aquellas muertes.

    Connor siguió hablando. Explicaba cómo había encontrado la policía a la anciana.

    —Tenía el vestido todo manchado de sangre, y el pelo salpicado de sangre.

    No tenía que extenderse demasiado en la historia que iba a contar al detective, daría a Kardatzke tan sólo un resumen de la vida de Betty Sue en la montaña.

    —¿Y el chico? —preguntó Kardatzke, interrumpiendo el largo relato de Connor—. ¿Dónde está el chico?

    Ya avanzada la tarde, después de un largo viaje y del tira y afloja con los dos asistentes sociales, el humor de Kardatzke estallaba ante cualquier interrupción. Tenía que encontrar al niño calvo. Se había convertido para él en una cuestión de honor.

    Connor miró fijamente al pequeño policía, desconcertado por la pregunta, y sorprendido por la ira de éste. Sacudió la cabeza mientras miraba a Melissa, como si ella pudiera conocer la respuesta e hiciera de ello un secreto.

    —No podemos encontrarlo —informó Melissa—. Este hombre, el teniente Kardatzke, quiere hablar con Adam.
    —Pero si no habla.
    —¡Por Dios! Si alguien más llega a decirme otra vez que ese maldito chico no habla...

    Nervioso, el detective se paseó por el porche, haciendo sonar los botines sobre el suelo de madera.

    Melissa miró a Greg y sonrió por primera vez en la tarde. Kardatzke le parecía completamente fuera de lugar con aquel traje barato y junto a Connor, que lucía su largo pelo rubio atado en una cola de caballo, sus bermudas, sus sandalias hechas con cubiertas de coche y su camiseta con la foto de Hemingway. El policía parecía que acabara de descender de un barco de inmigrantes, un refugiado de algún oscuro país de Europa oriental.

    —No tengo idea de dónde está Adam —dijo Connor, haciendo callar al policía.
    —¿Cómo puede ser que nadie sepa dónde está? —los ojos oscuros de Kardatzke se clavaron en todas las caras, una por una, como un perro hambriento.
    —Desde que vino a la montaña hace lo que quiere —respondió Melissa—. Por eso vine aquí. Quise que tuviera un patio trasero, un lugar donde jugar que fuera algo más que calles de ciudad y un parque. Juega en el bosque, sabe usted, como cualquier chico normal.
    —¿Para qué quiere a Adam? —preguntó Connor.
    —Lo requieren en Nueva York para un interrogatorio —respondió abruptamente Kardatzke, quien se daba cuenta de que, en cierto modo, los acontecimientos del día lo habían excedido.

    En Nueva York eso nunca hubiera sucedido, y se sentía furioso consigo mismo por haber permitido que eso ocurriera. Había tratado de mostrarse amistoso y moderado, casi como un vecino más ante esta gente de bienestar social, y ellos lo habían enredado, le habían contado patrañas, le habían mentido directamente. Se maldijo. Era demasiado viejo para esa falsedad.

    Y ahora, dejando de lado a ambos, preguntaba a Connor dónde había un teléfono. Dejaría libres a esos dos. Su instinto de policía le decía que no ocultaban al chico. Se habían jodido la vida por tener una aventura, pero ése no era problema suyo. El no estaba en bienestar social.

    Necesitaba entrar en contacto con el sheriff del condado, le explicó a Connor.

    Connor condujo a Kardatzke a la oficina y le mostró el teléfono. Cuando volvió al porche, Melissa le esperaba con una pregunta.

    —¿Dónde encontró la policía a la Loca Sue? —dijo en voz baja.
    —Caminando por la calle, allá —y señaló hacia el sitio en que la carretera de la montaña pasaba junto a la escuela—. Caminaba y cantaba en voz alta. Hace años que debieron haber cogido a esa puta loca.
    —¡Dios mío! —musitó Greg.

    No dejaba de pensar en cómo Melissa había huido de la ciudad en busca de un puerto seguro para Adam, para terminar ambos siendo vecinos de una loca homicida. Luego pensó que todo el país estaba lleno de chiflados.

    —¿Tú qué piensas? —preguntó Melissa—. ¿Qué piensas tú, Greg?
    —Lo siento —dijo Greg, moviendo la cabeza en señal de que no había escuchado.
    —¿Nos vamos? ¿Regresamos a casa?

    Melissa tenía el entrecejo fruncido mientras observaba a Greg e, inexplicablemente sintió un repentino y agudo dolor en el pecho, como si alguien le hubiera clavado una fina astilla de vidrio en el corazón. Jadeó y se llevó las manos al pecho.

    —¡Mel! —Greg la cogió por los hombros—. ¿Te sientes bien?

    Ella sacudió la cabeza, siempre jadeando. Se le aflojaron las piernas, luchaba por respirar.

    —Siéntela —ordenó Connor, quien cogió una mecedora de madera, la puso debajo de Melissa y la ayudó a sentarse.
    —¿Qué te pasa? —preguntó Greg otra vez, de rodillas junto a Melissa.

    Melissa sacudió la cabeza.

    —Ha pasado un infierno —dijo Connor—. Ese maldito chico la ha llevado al límite de su resistencia.

    Se quedaron hablando de ella, intercambiando información, contando anécdotas. Melissa no se molestó en escuchar. Puso la cabeza entre las piernas e hizo afluir la sangre a la cabeza. Pensó que esa suerte de desmayo era consecuencia de los nervios, pues ella sabía cómo reaccionaba su cuerpo ante el exceso de presión.

    Tenía que dejar de preocuparse por Adam. Tenía que dejar de vivir aterrorizada por la idea de que pudiera ser un asesino. Su sistema nervioso estaba sobrecargado. Si no tenía cuidado, terminaría por enfermar.

    Melissa levantó la cabeza y vio que ambos hombres la miraban. Greg tenía la cara tensa, como con temor de no poder protegerla. Ella sintió deseos de abrazarlo. Connor los observaba; su mirada iba de un rostro al otro.

    Melissa miró a Connor y le dijo:

    —Regreso a la casa-goleta. Avísame si Adam vuelve, ¿vale? Si no está de vuelta hasta mañana, hago mi equipaje y me largo —y señaló hacia la oficina. Distinguieron a Kardatzke detrás de la ventana. Todavía hablaba por teléfono—. Que lo busque él.

    A ella misma le chocó su sinceridad. Se preguntó cómo podía sentirse de repente tan fría e indiferente respecto de Adam, y pensó que se trataba simplemente de la manera que su cuerpo tenía de protegerla, de decirle que parara. En un cierto momento tenía que bloquear sus emociones y dejarle a él fuera; de lo contrario, terminaría por matarse. No era su hijo. En realidad, nunca había establecido un auténtico vínculo con el chico. Si Adam era feliz con esos palurdos que le enseñaban que él era Dios, muy bien. Al menos se ocuparían de él. Era más de lo que ella podía hacer. Había fracasado como madre.

    —¿Y su pintura...? ¿Toda su obra...? Telefoneé a una amiga en Washington...
    —Puedes quedarte con sus pinturas. Con todas, salvo las que me conciernen. No me importa lo que hagas con ellas. Yo sé lo que voy a hacer con las mías.

    Se puso de pie con la sensación de estar poniendo fin a un capítulo de su vida, un breve y extraño episodio que no había durado más que unas vacaciones de verano.

    —¡Eh, Melissa, aguarda! —Connor dejó atrás el porche de madera y se puso a la par de ellos—. Este chico tiene un enorme talento. Todo el mundo está de acuerdo, ¿verdad? —dijo, y miró a Greg y luego a Melissa, que centraba su atención en el sendero, lo recorría a grandes zancadas, con urgencia por dejar la escuela.
    —No puedo con él, Connor. Acepto este fracaso de mi parte. He cometido un error. Creí tener más fuerza y no la tengo.
    —Mel, eres demasiado dura contigo misma.
    —Vale —respondió Melissa—, los hados estuvieron contra mí. Qué más da.

    Greg la rodeó con su brazo y ella se apoyó en el hueco del hombro de Greg, quien se despidió de Connor y dirigió a Melissa hacia la furgoneta.

    Connor los vio marcharse. Greg conducía y seguía sin comprender de qué iba la cosa. La enorme furgoneta roncó, arrancó y, haciendo chirriar las ruedas, tomó velocidad y se alejó colina abajo.

    —Mierda —maldijo Connor al tiempo que pateaba grava—. Todo sale mal... —Pensó en lo que perdía: la mujer, sin acostarse con ella; el dinero del alquiler; su trabajo... Martin tenía razón. Nadie volvería a la escuela de Artes y Oficios de la montaña una vez que corriera la noticia de todos aquellos asesinatos en las colinas. Y gritó, sólo para oír su voz—: ¡Maldita puta mierda!

    Se dio la vuelta y fue hacia la oficina de la escuela. Desde allí vio al chico escondido en la hierba alta y las malezas, detrás de la zona de aparcamiento. El chico le sonrió y Connor masculló:

    —¡Tú, pequeña mierda!

    Echó a correr y se abalanzó sobre él antes de que tuviera tiempo de escapar.

    Nick Kardatzke tenía que explicar su situación a la policía local. Estaban abrumados de llamadas desde todos los rincones de la montaña, e incluso de los noticiosos nacionales. El jefe de policía de Beaver Creek dijo que lo había llamado Dan Rather. Kardatzke presentó su caso: que había dejado su coche alquilado en la casa-goleta y que «necesitaba ruedas».

    Después llamó a Nueva York y presentó su informe acerca de los asesinatos.

    —Podría haber sido esa puta loca —dijo a Nueva York—, pero quiero coger al chico y sacarlo de aquí.

    Cuando colgó, echó una mirada alrededor de las oficinas de la escuela de Artes y Oficios. En las habitaciones de la planta baja no se veía a nadie y el enorme edificio estaba en silencio. Tenía un sexto sentido para saber si una casa estaba realmente vacía, y sabía que aquélla no lo estaba. Se le aceleró el pulso.

    Sacó su pequeña Smith & Wesson calibre 38 de debajo de la chaqueta y salió al vestíbulo. Del otro lado del vestíbulo había otro conjunto de habitaciones con dos puertas abiertas, donde se exhibían piezas de alfarería y otros objetos de producción artesanal.

    Miró a su alrededor, luego se movió lentamente hacia la parte posterior del edificio y miró hacia fuera. La zona de aparcamiento estaba vacía. La furgoneta se había marchado. Eso no le sorprendió. Él había dado a la policía local los datos de identificación del vehículo. Si la chica trataba de dejar la montaña, la pararían.

    El detective se volvió, caminó por el vestíbulo y miró a través de la puerta de tela metálica hacia el porche del frente, que daba al valle. Por un instante se distrajo con el paisaje, con la prolongada permanencia de la luz del sol de verano, que barría los campos y daba tonalidades doradas a la hierba. Bonito, pensó. A su mujer le habría gustado.

    Vio todavía allí al tío de la escuela, Connor, sentado en una mecedora y los pies, calzados con sandalias, levantados contra la baranda de madera. Kardatzke inspiró profundamente. Lo que sentía era la presencia de Connor.

    Apartó de la vista la Smith & Wesson y abrió la puerta de tela metálica:

    —¡Hola! —dijo—. ¡Trabajando!

    Dio dos pasos hacia la mecedora y descubrió que estaba equivocado, que había problemas, y con un movimiento tan veloz como suave, volvió a extraer la 38, al tiempo que se acuclillaba y giraba en redondo en el porche abierto. El corazón le latía fuertemente en el pecho y tenía seca la boca.

    Estaba excitado, y feliz. Por fin pasaba algo. Estaba preparado. Seguía volviéndose, vigilando sus espaldas, y se acercó a la mecedora desde el frente para poder ver si el hombre estaba vivo, aunque su instinto le decía que Connor había pasado a mejor vida. La violencia, sabía el policía por su experiencia, siempre deja su olor.

    Connor parecía estar perfectamente bien, con la cabeza hábilmente apoyada sobre la palma de la mano derecha, y contemplando la bonita puesta de sol en la montaña.

    Kardatzke comprobó que no había señales de violencia en el rostro ni en los brazos, y que no le faltaba nada, salvo el corazón. El policía silbó, como siempre que estaba realmente asustado.

    Le habían extraído limpiamente el corazón del tórax a través de una abierta y sangrienta masa de músculos y de tejidos y de la caja formada por las costillas. Era como si alguien hubiera hecho mal el trabajo de destripar a un ser humano, pensó luego el detective, y también pensó en cómo podía haberle sucedido a este Connor exactamente lo mismo que les había sucedido a una docena de individuos en el Metro de Nueva York.

    —Mierda —dijo susurrando. Sabía que estaba solo, sin un equipo de apoyo. Hasta podía casi sentir el sabor de su extrema soledad. No había tráfico en la carretera de la montaña, ni se oían voces. Nada. Sintió que se cagaría encima—. ¡Mierda! —dijo otra vez, recordando Corea y su bautismo de fuego.

    Luego pensó que para encontrar a aquel asesino harían falta más fuerzas que las de la policía local. Calculó cuánto tiempo llevaría movilizar a la Guardia Nacional y tenerla en la montaña. Luego pensó, lo que fue el último pensamiento de su vida, que no debería haber dejado que se marcharan aquellos dos en la furgoneta, que, aunque sólo creaban problemas, eran al menos dos de ellos, y los números siempre daban seguridad.


    El niño calvo estaba en la parte superior de la hondonada, detrás de la casa-goleta, sentado como un gran búho en la primera oscuridad de la noche en la montaña. Observaba la casa, a medias oculto por la niebla fría que se levantaba del arroyo y que se extendía alrededor del edificio.

    Estaba sentado en la parte alta de roca plana, a la manera de un animal del bosque, sin pensamiento, ni razón, tan sólo la memoria más elemental, observando a la mujer y al hombre que se hallaban en el interior de la casa de cristal. Olfateaba el aire, olía a fritura de carne, y eso lo excitó, se le hizo la boca agua. Tenía hambre, pestañeó y aguardó aunque no sabía por qué aguardaba. Pronto, aunque él no lo sabía, le ganarían el deseo y la necesidad. Bostezó, se hizo un ovillo y rodeó su cuerpo con los brazos delgados. Aguardaba en el bosque oscuro.

    Melissa colgó el teléfono, volvió junto al hornillo y se puso a freír los trozos de pollo en la sartén. Había llamado por teléfono a la escuela y a la casa de Connor, pero no lo había conseguido.

    Tal vez iba hacia allí. Le gustaba dejarse caer sin anunciarse. Pero no lo haría, al menos mientras Greg estuviera allí. Melissa había podido comprobar cuánto lo había irritado la llegada de Greg. Bueno, era culpa suya, no había sabido manejar bien a los dos hombres. Le había permitido a Connor que se le acercara para dejarlo de lado cuando apareció Greg. Se sentía ruin por el modo como lo había tratado. Connor no era un mal tío, y ella se había sentido atraída por él. ¿O es que lo único que deseaba era entusiasmarse con él para poner fin a su obsesión por Greg? Melissa sacudió la cabeza asombrada de cómo lo había echado todo a perder.

    —Melissa —la llamó Greg.

    Ella se volvió y miró al centro del salón donde Greg se hallaba de pie. Había estado observando las pinturas de Adam mientras ella comenzaba a preparar la cena y Melissa comprobó que las había desplegado alrededor de la habitación.

    Greg le hizo una seña para indicarle que fuera junto a él. Melissa bajó el fuego y dio la vuelta en torno al mármol que dividía la cocina del salón.

    —¿Tú que ves? —preguntó él.

    Melissa observó por primera vez las pinturas como un conjunto, que incluía diferentes tamaños y formas y técnicas diferentes.

    —Estúdialas —dijo Greg.

    Melissa desplazó la mirada de las pinturas a Greg, quien paseaba a lo largo de la habitación como si se tratara de un ático en el SoHo. Se preguntó adónde quería llegar. Greg era así. Él lanzaba un comentario, lo dejaba flotando en la habitación y observaba cómo los demás decidían qué era lo que él quería decir. En la agencia, esos pequeños juegos de Greg terminaban por enloquecerla.

    —¿Qué es lo que quieres que diga, Greg?
    —¡No lo sé! —respondió él, alzándose de hombros como defendiéndose del rápido comentario de Melissa—. ¿No te dicen nada? —preguntó mientras señalaba las veintidós extrañas obras.

    Melissa se quedó con el entrecejo fruncido, pensando que Greg, gracias a las pinturas, había descubierto alguna verdad acerca de Adam y que quería que ella la adivinara. Melissa lo odiaba cuando se comportaba como un psiquiatra.

    —Yo no sé nada de arte.
    —Aquí no estamos hablando de arte. Estamos hablando de un loco. ¿No te dicen nada acerca de Adam? Vamos, la que ha seguido cursos de terapia por el arte eres tú.

    Melissa se concentró en las pinturas, pasó sistemáticamente de una a la otra. Estudió los esbozos a lápiz, los dibujos a carbonilla, los dos grandes óleos y los otros dibujos más pequeños que ella misma había encontrado en el cuaderno de esbozos de Adam. Finalmente, dijo:

    —No tienen nada que ver con Adam. Estas pinturas se refieren a mí. De alguna manera estoy en todas. ¡Mira! —exclamó, llamando la atención de Greg. Era un pequeño esbozo de la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva, y le mostró cómo Adam la había pintado a ella en la congregación, una cara atemorizada, oculta entre los creyentes de la montaña—. Yo no había estado nunca en la iglesia —agregó—, pero, sabes..., él sabía —y miró a Greg mientras otra ola de temor le recorría el cuerpo.

    Greg la estrechó con fuerza entre sus brazos. Ella cerró los ojos, atemorizada por el arte.

    —Es un loco quebradero de cabeza —dijo Greg mientras miraba las pinturas por encima del hombro de Melissa—. Estuve buscando indicios, como si al poder descifrar estos dibujos pudiera comprender a Adam y saber qué es lo que hace.
    —Él me conoce. Él sabe qué es lo que voy a hacer. Sabe dónde viví una vez, siendo niña. Conoce mis pesadillas —Melissa temblaba en los brazos de Greg.
    —Necesitas un trago —le dijo Greg.
    —Tengo que ir a mirar el pollo —Melissa olió que la carne se quemaba en el hornillo y se desprendió de los brazos de Greg con la idea de que si se mantenía activa, se sentiría bien—. Quiero marcharme de aquí enseguida —le dijo a Greg—. Apenas terminemos de comer, hacemos la maleta y nos largamos.
    —¿Y Adam?
    —No me importa.
    —La policía quizá quiera hablar contigo —dijo Greg, mientras entraba en la cocina en busca de alguna bebida alcohólica.
    —Está aquí —dijo ella a la vez que señalaba el estante inferior, mientras revolvía el pollo—. Si la policía quiere hablar conmigo, puede hacerlo en Nueva York. Yo me largo de aquí. Tengo miedo de morir en estas montañas.

    Melissa miró hacia fuera por la ventana mientras la espesa niebla que se levantaba del arroyo envolvía la casa. Hacía sólo unas semanas, Melissa había pensado en lo hermosa y romántica que era la niebla, en como la casa-goleta se parecía realmente a una nave de vela. Ahora, en cambio, le daba miedo. Todo lo que había fuera, más allá del ámbito seguro delimitado por los faros, le daba miedo.

    —No estás sola —le dijo Greg, que estaba en cuclillas, mirando a través de los armarios inferiores—. ¿Para qué tendrá este Connor todas estas bolsas de plástico? —preguntó mientras cogía tres cajas.

    Melissa sacudió la cabeza, sin prestar atención. Pensaba en qué habría sucedido si Greg no hubiese ido allí.

    —Habría muerto, ¿sabes? —le dijo.

    Greg se puso de pie, con una botella en la mano.

    —¿Whisky? —preguntó.

    Melissa asintió con la cabeza.

    Greg sirvió dos vasos, se volvió y saltó por encima del mármol de la cocina para quedar junto al hornillo y observar cómo terminaba Melissa de cocinar el pollo.

    —¿Tenías tú algún antiguo diario en tu piso de Brooklyn, algo que Adam pudiera haber leído? ¿Le has contado algo acerca de lo que te había ocurrido cuando eras una niña?

    Melissa sacudió la cabeza, sin mirar a Greg. Estaba concentrada en el pollo, que crepitaba en la sartén.

    —¿Hay algo que quieras contarme? —preguntó Greg con suavidad.

    Greg era consciente del silencio de la casa, del rumor del agua sobre las piedras en el arroyo, del fuerte sonido de la cascada. Observó la respiración de Melissa. Vio la tensión en su pecho. Resistió el impulso de ir hacia ella y envolverla estrechamente entre sus brazos. Pensó en su mujer durante el parto, la recordó en el momento del alumbramiento. Nunca había amado a su mujer más que en aquel momento, y ahora amaba plenamente a Melissa, mientras observaba el esfuerzo que hacía para hablar.

    —Tuve una hermana —dijo Melissa lentamente—. Se llamaba Stephanie. Murió cuando yo tenía once años. A todo el mundo le digo que murió de meningitis, pero no murió de meningitis. Ella tenía seis años y compartíamos una habitación en la segunda planta de una casa. Vivíamos en Arizona. Era verano y hacía mucho calor. Yo quería ir a la piscina pública, pero mamá no me dejaba. Esperaba a algún tío, supongo. Nos había enviado a las dos a la planta alta a jugar mientras ella se sentaba a solas en el patio trasero, bebía un trago, se tostaba al sol. Se suponía que yo cuidaba de Stephie.

    »Nos peleamos por algo. Ahora no recuerdo por qué. Siempre nos peleábamos. Hermanas, ya sabes. Recuerdo que yo era muy posesiva con mis cosas. No tenía muchos juguetes y todo lo que poseía era increíblemente importante para mí.
    »En realidad no recuerdo qué pasó después. Supongo que estaría yo jugando con mis cosas, pero cuando levanté la vista, por alguna razón, vi que Stephie se había subido a la ventana. Había un reborde allí, algo así como un asiento al pie de la ventana.
    »Supongo que le grité. Que le dije que se bajara. Pero ella no me hizo caso. Y recuerdo que pensé: ¿Por qué no te caes y te matas de una vez? Este pensamiento es el único recuerdo claro que tengo de aquel momento de mi vida.
    »Después de eso, lo primero que recuerdo es que rodaba hacia abajo por el tejado. Se golpeó contra la canaleta de desagüe, dio una vuelta completa sobre sí misma y desapareció. Ni siquiera la oí cuando golpeó contra el suelo. Lo único que oí fueron los gritos de mi madre.
    »En ningún momento me fui del dormitorio. Me metí en la cama y puse todas mis muñecas alrededor de mí. Fueron a buscarme unos diez minutos más tarde, después que llegaron la ambulancia, la policía y todos los ruidosos vecinos.
    »Mi madre nunca me preguntó qué había pasado. Simplemente entró en el dormitorio y me pegó con el puño cerrado. Se suponía que yo tenía que haber vigilado a Stephanie.

    Melissa se interrumpió. Estaba inclinada sobre el hornillo y sus lágrimas caían sobre la sartén y chisporroteaban al tomar contacto con el hierro caliente.

    Greg contuvo la respiración.

    —No estoy segura de por qué la maté. Estaba enfadada, por supuesto, a causa de mi muñeca. La había tenido desde que era un bebé. Me la había dado mi padre.

    Inspiró profundamente, mientras daba vueltas en la sartén a los trozos de pollo.

    —Me sometieron a tests en la escuela, y hubo un gran follón. Me dieron muñecas para que jugara, sabes, y me pidieron que me imaginara que una de ellas era mi hermana. Observaron qué hacía yo con la muñeca. Pero la seguí poniendo en la cama, arropándola, dándole el beso de buenas noches. Yo sabía lo que hacía.

    »No estaba loca. Alentaron la esperanza de que lo estuviera. Eso habría facilitado las cosas para todo el mundo, les habría proporcionado algún tipo de explicación. Simplemente, no podían creer que una niña se trastornara un día y matara a su hermanita. No querían creerlo, y finalmente, no lo creyeron. Se decidió que había sido una muerte por accidente.

    Melissa se detuvo, mientras trataba de coger los trozos de pollo. Le temblaban las manos. Miró a Greg con los ojos llenos de lágrimas y se encogió de hombros. Se sentía desamparada.

    Greg la tomó en sus brazos y la apretó contra él. Eso la calmó. Melissa no lloraba ni respondió al abrazo, pero necesitaba que la sostuvieran y la reconfortaran. No recordaba haber sido nunca consolada como un niño, no recordaba haber tenido nunca el lujo de que su madre la acariciara, no recordaba haberse sentido protegida ante la vida.

    —Eso ocurre —dijo Greg en un susurro—. Esas cosas ocurren y son terribles. No fue culpa tuya, tú no sabías.
    —¡Oh, sí que sabía! —dijo Melissa, soltándose de los brazos de Greg—. Yo quería matarla. Recuerdo con claridad aquel momento. Es innegable que yo quería empujarla, quitarla de mi vista. Yo odiaba a Stephanie. Me había alejado de mi madre. Tenía celos de ella. Y en mi mentalidad de adolescente, la acusaba de que mi padre nos hubiera abandonado.

    Comenzó a llorar con sollozos que provenían de lo más profundo de su cuerpo. Con una mano se asía al mármol, pero siguió contando a Greg cómo debieron haberle ayudado, haberla hecho tratar, pero nadie quería admitir que las niñas pequeñas matan a sus hermanos.

    —Nosotros lo sabemos —siguió diciendo mientras buscaba pañuelos de papel en el bolsillo trasero—. Lo hemos visto en nuestros albergues. Pero hace veinte años, en aquel pueblecito rural, no querían saberlo. Habría sido demasiado caro tratar a niños perturbados como yo, de modo que disfrazaron la muerte de Stephanie como accidente y archivaron el caso. Nadie dio una mierda por mí, de eso estoy segura. No se preocuparon por las pesadillas que iba a tener durante el resto de mi vida.

    Melissa miró el pollo frito y dijo con calma:

    —Ya está listo, vamos a comer.

    Comieron en silencio, sentados uno junto al otro en el sofá ante la mesa de café. Melissa estaba famélica. No había comido en todo el día, y la tensión le daba hambre. Greg apenas picó un poco. Melissa pensó que no era extraño que fuera tan delgado. Él hombre nunca comía. Esto lo sabía Melissa por el trabajo, por haber almorzado cientos de veces con él.

    —Adam no dibujó ese asunto, Melissa —dijo Greg después de unos minutos—. Aquí no hay nada acerca de ti. De ti y de tu hermana —Greg tenía un muslo de pollo en la mano derecha y señaló el círculo de pinturas que él mismo había colocado en las paredes de la casa-goleta.

    Melissa asintió con la cabeza.

    —Quiero decir que si él lo sabe todo acerca de ti, ¿por qué no sabe esto? —Greg se volvió para mirarla.
    —Él sabe —dijo ella.
    —¿Él sabe?

    Melissa se limpió las comisuras de los labios con una servilleta. Asentía mientras tragaba la comida que tenía en la boca. Luego dijo:

    —Él lo sabe todo acerca de mí, por eso está detrás de mí.
    —Pero él no está detrás de ti, Melissa. Tú y él habéis estado juntos un par de meses y no ha pasado nada.
    —Pero pasará.
    —¿Por qué?
    —Porque yo maté a mi hermana.

    Melissa terminó su cena. Cortaba cuidadosamente los trozos de pollo en su plato.

    Greg echó la cabeza hacia atrás para observarla desde un ángulo más favorable, y vio el perfil agudo de su rostro pequeño. Melissa tenía el entrecejo fruncido, estaba concentrada en la comida. Los músculos de las mejillas, tensos, hacían que su cara pareciera oscura y más pequeña. Greg era consciente de la irritación que le provocaba el ruido de los cubiertos de plata sobre el pesado plato de cerámica.

    —Melissa —dijo Greg siempre mirándola—. Estás perdiendo el control de esta cuestión. Adam, por lo que sabemos, no ha hecho nada. Ha sido la loca la que ha estado matando gente. La policía no está aquí, ¿no es cierto? —Greg hablaba con rapidez como alguien que monta una defensa contra un mar de evidencias—. No tiene sentido pensar que Adam, de alguna manera, en cierto modo, ha venido a llevarte, como un ángel vengador, para hacerte pagar por lo que has hecho de niña.
    —No era una niña.
    —Melissa, no te hagas esto —Greg se estiró para cogerla.

    Melissa retiró el brazo, no quería que la consolaran. Ahora no, pensó. No merecía su amor.

    —Te estás comiendo el coco —le dijo él, molesto ante la repentina frialdad de la mujer—. Has tergiversado todo. Ves sombras y fantasmas. Estás haciendo de ti una víctima —Greg levantó la voz para obligarla a escuchar.

    Melissa dejó el plato y los cubiertos de plata sobre la mesa de café y se respaldó en el profundo sofá. Parecía perdida, rodeada por almohadas gigantescas. No quería mirarlo, pero tampoco se atrevía a alejarse de él. Greg seguía hablando, pidiéndole que fuera lógica, diciéndole que tenía razón, que debían irse y dejar que Nick Kardatzke buscara a Adam pero, sobre todo, que debía dejar de autoconvencerse de que era responsable de la vida de todo el mundo.

    —Eso lo haces en el trabajo, sabes —le dijo Greg—. Siempre te estás ocupando de la gente, ¡y especialmente de mí! Es hora de que comiences a pensar en ti, a poner orden en tu vida.

    Melissa estiró el brazo, le cogió la mano, le apretó los dedos. Sonreía tristemente, cansada de tan largo día. Movió la cabeza como para expresar que estaba de acuerdo, y luego dijo:

    —Estoy cansada, Greg. No puedo irme. No tengo fuerzas para hacer la maleta.
    —La haremos mañana a primera hora, ¿vale?
    —He estado pensando en lo que dijo Kardatzke, en cómo un lugar puede engendrar problemas. Ya sabes, aquel muchacho de Wisconsin.
    —Greg asintió con la cabeza, observándola.
    —No es verdad.
    —¡Por supuesto que no es verdad! Es ñoñería psicológica. No ibas a pensar que un policía de Nueva York fuera tan existencialista.
    —Somos nosotros la causa de nuestros problemas —prosiguió Melissa—. Somos nosotros quienes engendramos el mal. Mira a John F. Kennedy, tonteando con todas aquellas mujeres. Se acostó con Judith Campbell en la Casa Blanca. Con ello atrajo su propio asesinato. Lo mataron junto a Jackie. Poética justicia.
    —¡Basta! —Greg se incorporó en el sillón y apretó los dedos de Melissa como si temiera que ella se le estuviera escurriendo.
    —Greg, somos responsables de todos nuestros actos. Nada ocurre por casualidad. ¿No lo crees? —dijo ella mirándolo fijo con ojos pesados de sueño.

    Esa única copa le había quebrado la resistencia. Tan sólo deseaba dormir.

    —Yo también creo que somos responsables de nuestros actos, pero eso no quiere decir que alguien, como Adam, por ejemplo, haya sido enviado para asestar un golpe mortal, para vengar la muerte de otra persona. Melissa, si piensas eso estás tan loca como la gente del Tabernáculo que cree que Adam es el elegido.
    —El mal existe, Greg.
    —Los locos existen.
    —Simplemente hay gente mala. Mira a Hitler. O a aquel tío de Nueva York que el año pasado descuartizó a su compañera y envió su cráneo a la casilla de una autoridad portuaria.
    —¿El de Tompkins Park? Creía que era Jesucristo...
    —Era malo.
    —Estaba loco.
    —¿Y Adam?

    Greg frunció el entrecejo.

    —Hay gente loca, Greg, que es inofensiva. Pero otra no. Adam no es inofensivo.
    —¿Qué dices?

    Melissa se encogió de hombros, mirando hacia fuera.

    —Yo soy mala. O al menos atraigo a la gente mala.
    —No te permitiré que creas eso. Si hay alguien que es un polo maligno, es la Loca Sue —le dijo Greg.
    —Yo creo que todo es mucho más complicado... —respondió Melissa, sopesando sus palabras—. Todos tenemos capacidad potencial para el bien y para el mal. Yo pienso que en algún momento de la vida conectamos, sabes, con alguien. O es una conexión positiva, o no lo es.

    Mi conexión con Adam no fue positiva. Fue básicamente errónea. Éramos dos fuerzas negativas que se fundían. Dos corrientes vitales que entraron en contacto y se repelieron. Era demasiado para él, supongo. El mal latente que es parte de mí conectó con él, y...

    —¡Melissa, basta de toda esa basura! No hay nada malo en ti. ¡Dios mío! ¡Si eres una de las mejores personas que conozco! —exclamó, y saltó, irritado ante las conclusiones de Melissa.
    —Entonces, ¿por qué me acuesto contigo? ¿Por qué te estoy apartando de tu mujer?

    Greg seguía meneando la cabeza, luchando contra las preguntas de Melissa.

    —Es como el pecado original, Greg —le recordó Melissa, para quien la pregunta ya estaba contestada.
    —¡Oh, por el amor de Dios! Dijiste que te bautizaron.
    —Y así es, pero hay pecados que jamás se pueden olvidar, que ni siquiera Dios puede olvidarlos.
    —Melissa, no puedo discutir esto contigo. No eres lógica —se alejó de ella y, mientras entraba en la cocina, preguntó—: ¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué tiene que hacer alguien a quien le toca ser judío? A mí no me bautizaron.
    —Te circuncidaron.
    —¡Mel, esto no tiene sentido!

    Se volvió para mirarla y ella sostuvo la mirada. Greg reparó en lo pequeña y perdida que parecía. Sintió deseos de protegerla. Ella lo necesitaba más que nunca. Si pudiera sacarla de allí, llevarla a Nueva York, entonces se sentiría bien otra vez.

    Greg se alzó de hombros y la dejó hablar. No era una discusión que había que ganar.

    —Ya sé que no me crees —dijo Melissa—. Ya sé que te burlas de mí. No importa —no estaba ofendida—. Pero sé que tengo razón —nuevamente afirmó con la cabeza y apretó los labios.

    Greg volvió a sentarse al lado de Melissa, se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en sus flacas rodillas. No podía perder el control de sí mismo, pensó, y se acusó por su obcecación.

    —Mel, estoy de acuerdo en que el mal existe en el mundo —y señaló vagamente en dirección a la oscuridad de los cerros—. ¡Ahí están Hitler, Idi Amin, Gadafi, vale; todos ellos son malos! Y el asesino de California que disparó al patio de una escuela. ¿El tío del rifle AK? Sí, estoy de acuerdo. No sabemos si mató a alguien o no. Pero, tú, Melissa —sacudía la cabeza, tenía el entrecejo fruncido y parecía apenado—, tú no eres mala. Tú no eres responsable de nada de eso. No importa si te bautizaron o no. Eso no interesa.

    Se inclinó y la besó en la frente.

    Cuando se retiró, Melissa lo estaba observando. Sus ojos brillaban con la excitación que acompaña al descubrimiento de una verdad.

    Melissa levantó los dos índices, a unos centímetros de distancia, y observaba a Greg mientras hablaba.

    —Ésta soy yo. Éste es Adam. ¿De acuerdo?

    Los ojos de Melissa saltaron de la cara de Greg a sus propios dedos. Lentamente, mientras hablaba, acercó los dedos. Greg se descubrió conteniendo el aliento, en espera de su explicación.

    —Dallas preparó a Lee Harvey Oswald para matar a Kennedy. En el aire flotaba el odio a Kennedy. Ese odio encendió la mecha de Oswald. Oswald era una bomba. Una tragedia que aguardaba el momento para estallar.

    Melissa acercó más los dedos.

    —Si dos fuerzas dañinas se unen, dos personas que tengan algún nexo, ya sea que tengan una relación personal, ya que compartan la misma estrella, ya que tengan algún tipo de conexión biológica, se enciende una chispa cósmica. Yo encendí la chispa de Adam.
    —¿Por qué no sucedió eso en Nueva York?
    —Tal vez no era el lugar adecuado. Kardatzke puede tener parte de razón. Se necesita la combinación de lugar y persona; eso produce un asesino en acción, como ocurrió con aquel Gein de Wisconsin.

    Y, con mucho cuidado, juntó los dedos, con las yemas en suave contacto. Miró a Greg.

    —Yo no creo eso.
    —Yo tengo miedo de no creer en eso.

    Melissa se reclinó en los cojines del sofá y miró hacia delante, sin poner especial atención en ninguno de los dibujos, sino pensando en lo extraño que era que Adam hubiera sido capaz de leer en su alma, de recordar las pesadillas de su vida.


    Se durmieron uno en brazos del otro, estirados sobre el largo sofá. Estaban mutuamente encajados como esponjas, los brazos de Greg envolvían con fuerza a Melissa y la retenían junto a él.

    La luz de la luna la despertó. Se quedó donde estaba, acurrucada en los brazos fuertes de Greg, y pensó qué suerte había tenido en que él fuera hasta allí, pero luego la asaltó el temor de lo que le esperaba con la realidad de la luz del día, y sintió que el cuerpo se le ponía tenso. El sueño de Greg era agitado. Cerró los ojos y se concentró en el calor del cuerpo del hombre, en su propio placer.

    Cuando Melissa abrió nuevamente los ojos, la luz de la luna era más brillante. Entraba por la elevada ventana de vidrio de color y creaba un mosaico de formas y sombras sobre el desnudo suelo de madera. Se quedó quieta, pensando en tratar de volver a dormir. Se preguntaba qué hora sería cuando vio aquellas formas y sombras.

    En un primer momento pensó que se trataba de sombras que se proyectaban a través de la ventana, alguna rama alta, por ejemplo, pero eran demasiadas formas, demasiadas sombras oscuras y suaves, que se deslizaban a través del desnudo y brillante suelo de madera.

    Melissa se sobresaltó, se desprendió de los brazos de Greg y cogió a éste por la camisa.

    —¿Qué hay? ¿Qué pasa? —Greg se sentó, tratando de salir de la bruma del sueño.
    —Serpientes —susurró Melissa—, la casa está llena de serpientes —explicó, y se movió para abandonar el sofá, pero lo pensó mejor pues tenía que apoyar en el suelo el pie desnudo—. Greg, ¿qué vamos a hacer?

    Greg se apartó de Melissa, aunque sin salir del sofá y, ya despierto, vio las serpientes. Las había por doquier a la brillante luz de la luna.

    —¡Dios mío! —susurró, azorado ante la visión de aquellas formas ondulantes, de aquellas formas gruesas y largas.
    —¡Mira! —gritó Melissa, y señaló hacia los rincones oscuros, mientras una media docena de serpientes se enroscaban a las patas de las sillas y luego cruzaban raudamente la amplitud del suelo.

    Greg se estiró hacia arriba y encendió la lámpara que estaba junto al sofá.

    La luz parpadeó, por un instante los cegó, y Greg, entrecerrando los ojos, comenzó a contar los reptiles. Al llegar al número treinta y cinco, abandonó.

    —¡Adam! —dijo Melissa, que estaba sentada sobre sus rodillas—. El se las llevó de la iglesia.
    —¿Serpientes?
    —Forman parte de su ritual —explicó Melissa, advirtiendo que Greg no sabía nada acerca de la iglesia del Tabernáculo y de lo que ella había visto.
    —Manipuladores de serpientes —dijo Greg.
    —Él las ha soltado aquí, sobre nosotros.

    En ese momento, una de las sombras oscuras se soltó del grupo y cruzó la habitación formando una rápida onda de color dorado, y desapareció tan repentinamente como había aparecido.

    Melissa gritó.

    —Hemos de salir de aquí —dijo Greg.
    —¿Cómo?
    —No lo sé, pero tenemos que hacerlo —gritó a Melissa, para darse luego cuenta de que no podía ponerse histérica.

    Se forzó a pensar con racionalidad, tratando de recordar sus años de adolescencia en campamentos, lo que le habían enseñado sobre serpientes. Ambos estaban de pie en el sofá. En algún rincón de su mente pensaba qué tonto era todo aquello, pensaba que algún día recordarían todo eso y se reirían de su propio comportamiento.

    —¿Dónde están mis zapatos? —preguntó Melissa, que se arrodilló en el extremo del sofá.

    Rápidamente cogió una sandalia, y luego la otra. Hubiera querido tener verdaderos zapatos para ponerse.

    —Tenemos que irnos —volvió a decir Greg mientras buscaba sus zapatillas.
    —¿Cómo?
    —Salir, correr hacia la furgoneta.
    —¿Y mis cosas?
    —Déjalas.
    —No quiero volver a este sitio nunca más.
    —Vale, quédate en el sofá. Yo haré la maleta.
    —No, yo iré por mis cosas. Están en la planta alta. Allí arriba no hay serpientes. Es imposible.

    Melissa miró hacia la escalera, trató de calcular cuántos escalones tendría que subir para estar a salvo.

    —Si pudiéramos meterlas en esa caja —dijo Greg.
    —¿En qué caja?

    Entonces ella vio la caja de la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva con la tapa abierta. Adam había entrado en la casa y había puesto la caja sobre el mármol, la había abierto y había dejado que las serpientes reptaran libremente por todas partes. Melissa vio que algunas se habían escapado hasta el tronco que se hallaba en el centro del edificio, que se habían deslizado por las ramas desnudas. Al levantar la vista vio a las serpientes de cascabel y a las cabeza de cobre sobre ella, con los blandos vientres enroscados en torno a las ramas gruesas.

    —¡Oh, mierda! —dijo Melissa en voz queda, al darse cuenta de que quizá las serpientes estuvieran ya en su cama de la planta alta, apretadas al calor del colchón, o anidadas en su bata de noche, en los cajones donde había guardado la ropa interior.
    —Vámonos —instó Greg.
    —No puedo —dijo ella, siempre con la idea de subir la escalera, abrir un cajón del armario y encontrarse una cascabel hecha un gran ovillo sobre sus bragas de seda.

    ¿Cómo sabía Adam que ella tenía un terror patológico a las serpientes?

    —Lo haremos juntos —dijo Greg, mientras trataba de aparentar dominio de sí mismo—. ¿Dónde están nuestros bolsos?

    Melissa señaló la escalera.

    —Trae una escoba. Necesitaré una escoba para sacarlas de aquí —dijo Greg, que vio de inmediato una escoba en el rincón más lejano, cerca de la puerta lateral. Dos o tres serpientes cruzaban el salón a una velocidad que le dio miedo—. Voy por la escoba —dijo, en un intento de darse ánimo. Pero no pudo moverse. Trató de calcular la distancia que había entre la escoba y el sofá—. ¡Es ridículo! —gritó, enfadado consigo mismo por el miedo que lo embargaba.

    Melissa lo cogió por el brazo y le hundió las uñas en la carne.

    —¿No podemos llamar a Superman? —preguntó Greg, tratando de aflojar la tensión.
    —Vamos a morir aquí —afirmó Melissa—. Yo voy a morir aquí.
    —Lo que es seguro es que nos moriremos de hambre si no podemos salir de este sofá. A menos que aparezca Connor...

    La idea de que Connor lo encontrara muerto de miedo y aislado en el sofá lo encolerizó más aún contra sí mismo.

    —Se irán cuando rompa el día, ¿no es verdad? —preguntó Greg.
    —¿Cómo voy a saberlo? El boy-scout eres tú, ¿no lo recuerdas? ¿Qué eran todas aquellas historias que me contabas de tus acampadas a orillas del Hudson?
    —En el Hudson no hay pieles de cobre.
    —Cabezas de cobre.
    —De acuerdo, cabezas de cobre, ¡qué más da!
    —Connor sabría qué hacer —afirmó Melissa.
    —¡A la mierda con Connor! —Greg se agachó y dio un fuerte puñetazo en el suelo de madera. Las serpientes, atemorizadas por el golpe, desaparecieron.
    —¡Eso es! —exclamó Melissa.
    —¿Qué?

    Melissa miró esperanzada al mármol, donde había dejado su radio Sony portátil.

    —¡Música! —le dijo a Greg—. ¡Mucha música, espantosa, ruidosa música country!
    —¡No puedo creerlo! —el miedo comenzaba a aturdir a Greg—. ¿Tiene que venir Willie Nelson hasta aquí arriba?
    —¡Tú calla! ¡Vigila!

    Melissa juntó coraje para saltar desde el sofá, y al momento una pesada serpiente de cascabel se desprendió de la rama y cayó describiendo un espeso arco, como si fuera un cinturón suelto, yendo a darle sobre la cabeza para deslizarse después por sus hombros y terminar en la falda. Ella gritó al contacto del frío y pesado reptil, trastabilló y se cayó del sofá levantando las manos, como para sacarse las serpientes de encima a golpes.

    Greg saltó al borde del sofá para escapar al reptil. Gritaba, maldecía a las serpientes y a las montañas.

    Melissa corrió hacia el mármol, vio en ello la única esperanza y reprimió el miedo. Se forzó, como había hecho cuando era una niña solitaria, para salvarse.

    Golpeó el pequeño aparato con el puño y tanteó con éste, hasta que presionó el botón que decía ON.

    En la casa-goleta resonó estrepitosamente la música de una guitarra eléctrica.

    Melissa saltó hacia atrás, se alejó saltando, mientras las serpientes, que ella calculó en más de cincuenta, culebreaban en el suelo y levantaban la boca venenosa de grandes colmillos para llegar al borde superior de la caja, en cuya profunda y cálida seguridad se metieron.

    Bailando todo el tiempo, Melissa se mantuvo a distancia hasta que el último de los ondeantes y brillantes ofidios regresó a su nido.

    Estiró la pierna hacia adelante y, con el pie, levantó la tapa y la dejó caer ruidosamente sobre la caja, que quedó cerrada.

    Cuando se dio la vuelta, vio a Greg sobre la silla de la cocina. Se estaba poniendo los calzoncillos.

    —¡Scouts maricas! —exclamó, y se apoyó contra el árbol-columna.

    Cerró los ojos y escuchó el latir de su corazón, tan fuerte que le produjo dolor en los pechos.


    21


    Terminaron de empacar sus cosas durante la hora previa a romper el alba. No se trataba tanto de empacar como de coger todo lo que les pertenecía, sacarlo de la casa y meterlo en la parte trasera de la furgoneta. No se preocupó por las cosas de Adam, que dejó íntegramente en su dormitorio. A Connor le telefonearía más tarde, y le encargaría que se entendiera con Adam, en el caso de que el chico regresara. En ese momento no le importaba si volvería o no. Lo único que quería era dejar atrás la montaña y salir del Estado.

    Cuando se fue de la casa-goleta, no cerró las puertas con llave, sino que dejó las llaves y una nota para Connor sobre la mesa de la cocina. Suponía que Connor pasaría por allí más tarde, camino de la escuela de Artes y Oficios.

    El marcharse en la oscuridad le devolvía el humor. Para ella, ir a las montañas del sur había sido tan sólo una pesadilla, y lo que más la decepcionaba era haber alentado tantas esperanzas a propósito de Adam y de ella misma. Una vez más, había permitido que los sueños terminaran creándole problemas.

    En ese momento, sentada junto a Greg, quien conducía, Melissa tenía la vista fija hacia delante, sin volverse a mirar aquella extraña casa artesanal, de la que una vez pensara que era maravillosa y creativa y que ahora consideraba tonta y estúpida, la negación de una casa. Debía haber sabido, se dijo, que la casa era un disparate, que toda la idea de crear una familia con Adam era la causa principal de su malestar. Greg había tenido razón al respecto.

    Greg se detuvo ante el semáforo de Store Front Street. La calle principal estaba vacía. El semáforo se hallaba frente a la intersección con la gasolinera, pero también ésta estaba vacía. En la montaña no había nada abierto. «Sigue recto», le dijo a Greg. No era necesario esperar la luz verde. Pero Greg esperó.

    Sacudió la cabeza y sonrió para sí misma en la cabina oscura. Así era él. Todo lo hacía según los libros. No se parecían en nada, se recordó a sí misma, y una vez que se hallaran a salvo en la ciudad, le diría que aquello no funcionaría. No podía apartarlo de Helen.

    Tenía que salir de la vida de Greg, abandonar la ciudad y marchar al oeste, tal vez a California y probar otra vez, comenzar una nueva vida. Podía cambiarse de nombre. Durante diez años había sido Melissa Vaughn. Había llegado el momento para una nueva identidad. Ella era como una de aquellas serpientes de cascabel, pensó; sólo necesitaba una nueva piel.

    El semáforo cambió.

    —¿Por dónde? —preguntó Greg.
    —¡Oh, después de la escuela! ¡No! No vayas por allí. Gira a la izquierda, pero no cojas el desvío. Sigue por la carretera principal. Es más larga y rodea Buck’s Landing, pero a esta hora no habrá tráfico.

    La carretera estaba húmeda a causa de la niebla nocturna, y todavía cubierta en parte. Greg conducía lentamente, pues ni la carretera ni el enorme vehículo le inspiraban confianza. Su prudencia puso nerviosa a Melissa. Le permitiría conducir durante media hora más, luego cogería el volante. De lo contrario estarían todo el día en Carolina del Norte, pensó.

    —Bueno, no se habían ido lejos —dijo Greg señalando hacia adelante.

    A través de la mañana brumosa y todavía a media luz, Melissa vio los autocares de la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva y una media docena de otros vehículos y camionetas aparcadas en el pequeño terreno de Buck’s Landing. La congregación había levantado tiendas entre los árboles, lo cual daba aspecto de campamento al lugar de descanso situado en la margen del río.

    —No fueron a la Montaña del Gran Padre —dijo Melissa en voz alta, pero más para sí misma que para Greg—. Me pregunto por qué...

    Greg había puesto la furgoneta a paso de hombre para atravesar el sitio.

    —Baja la ventanilla —le dijo a Melissa, y cuando ella lo hizo, agregó—: ¿Hemos de parar?
    —¡No! ¿Por qué quieres parar?
    —Adam podría estar con ellos.
    —No me importa.
    —¡Sí que te importa! —dijo él mirándola, y luego, impulsivamente, introdujo el vehículo en el área de aparcamiento.
    —¡Greg! No quiero hablar con esa gente.
    —No tienes por qué hacerlo.
    —Están durmiendo, Greg, todavía no son las cinco.

    Greg aparcó la furgoneta y apagó el motor.

    —Daré una vuelta y preguntaré si alguien ha visto a Adam o si está con ellos. Luego nos iremos ¿vale? —dijo Greg, y le sonrió.
    —¿Por qué haces esto? Si a ti no te gusta Adam.
    —Te quiero a ti, por eso lo hago, y sé que tú no dejas nada sin terminar. No es tu estilo.

    Greg saltó del coche y se internó en la mañana fría, mientras decía:

    —Vuelvo enseguida.

    La niebla comenzaba a levantarse. Melissa pudo ver la mayor parte del campamento y gente dispersa sobre la hierba, como si se hubieran quedado dormidos allí, en medio de las mesas de picnic y las camionetas aparcadas.

    Melissa se incorporó en el asiento y se asomó a la ventanilla. La brisa fría del río le heló las mejillas. Estuvo a punto de llamar a Greg para preguntarle qué era aquello tan extraño. Por qué estaba aquella gente dispersa de aquel modo. Pero en ese momento vio que había más niños, hombres y mujeres, entre las tiendas. Era como si hubieran salido corriendo de la tienda en medio de un tiroteo y luego hubieran avanzado a trompicones para terminar sumidos en sueños profundos y estáticos.

    Pero no estaban soñando. No estaban dormidos. Melissa abrió la boca para llamar a Greg, para evitarle que se aproximara a la figura más cercana, la de un hombre que había caído en el terreno de aparcamiento y había rodado sobre la espalda, de modo que tenía los brazos levantados, cogiendo el aire sutil. Melissa gritó, pero de su garganta agarrotada no surgió ningún sonido. El terror la había dejado sin aire en los pulmones. Empujó la puerta, la abrió y salió disparada de la cabina.

    Quería detener a Greg, salvarlo de lo que fuera que hubiese oculto en la tienda o acechando junto al río. Un monstruo, pensó sin asomo de duda y con una enorme nitidez, que había matado a toda aquella gente y la había esparcido como los restos de un picnic.

    —¡Greg! —volvió a gritar, y esta vez salió de su garganta un silbido tenue.

    Greg se aproximaba lentamente al cadáver, desconcertado por la figura. En un primer momento, mientras cruzaba el terreno de grava, pensó que se trataba de un conjunto de harapos, pero no de un ser humano.

    Pero era un hombre. Yacía con los brazos hacia arriba, y no estaba durmiendo fuera, en el frío. Greg vio los dedos del muerto, de color verde pálido. Pensó que era como si el hombre hubiese buscado la ayuda del cielo. Pero no había ayuda. Greg estudió la cara de aquel hombre, vio los labios tumefactos y las mejillas hinchadas. Reconoció el polvo blanco en las comisuras de los labios y de inmediato comprendió que la cara convulsa y distorsionada quedaría así para siempre a causa de la estricnina.

    Melissa alcanzó a Greg y arrojó su cuerpo contra él.

    —Estricnina —dijo él, sin apartar los ojos de los cadáveres desparramados, y rápida e inconscientemente comenzó a contar las víctimas, no sin advertir que había entre ellas mujeres y niños.

    Melissa se movió como para aproximarse a aquella figura contorsionada.

    —¡No! —le gritó Greg.
    —Están todos muertos —dijo en ella en voz baja, azorada ante el espectáculo—. Iban a la Montaña del Gran Padre —agregó, sin comprender plenamente la tragedia.

    Había visto a dos niñitas vestidas con unos ligeros vestiditos veraniegos de algodón. Estaban abrazadas. Habían caído juntas al lado de una mesa de picnic y así, abrazadas, murieron. Melissa se llevó la mano a la boca y se mordió con fuerza los nudillos para reprimir un grito.

    —¿Por qué...? —preguntó Greg para agregar sin retomar aliento—: Tenemos que llamar a la policía —y empujó a Melissa, impaciente por marcharse de aquel sitio.
    —¡No, aguarda! —Melissa se apartó y, con prudencia, se acercó a la tienda principal, instalada más cerca del río.
    —¡No hagas eso, Melissa! —dijo Greg mientras observaba como Melissa inspeccionaba los cadáveres, en busca de Adam—. El no está aquí.
    —Tengo que estar segura —replicó Melissa, y siguió avanzando hacia la puerta abierta de la tienda.

    Dentro de la tienda había luz suficiente como para ver a los que habían muerto en el interior. Habían caído unos sobre otros formando una distorsionada maraña de brazos y piernas, una horrible pila de cuerpos.

    Melissa rodeó los cadáveres, aferrándose al borde mientras se dirigía al frente de la tienda. Vio al hombre con el que había hablado la noche anterior, el hombre al que Connor llamaba Tyler. Había muerto de rodillas, había caído hacia adelante y se había aplastado la cara contra el barro duro. Melissa agradeció no poder verle el rostro.

    En los otros rostros, la expresión de dolor era conmovedora. Melissa se horrorizó ante lo que veía, pero no pudo apartar la vista. Aquellas caras eran fascinantes en su distorsión de formas y de carne.

    —No está aquí —dijo Greg—. Tenemos que llamar a la policía.

    Greg volvió a echar un vistazo a aquella carnicería. Parecían casi dormidos al aire libre de aquel frío amanecer, a no ser por las formas retorcidas de sus cuerpos y las extrañas miradas de horror en los rostros cuando la estricnina les quitó la vida.

    «Qué locura —pensó Greg—, qué terrible y maldita locura.» En unos pocos minutos, el sol iluminaría la montaña y llegaría al río, evaporaría el rocío de la mañana y calentaría los cuerpos. Cocinaría la carne. En unas horas más nadie podría caminar entre los muertos sin sentir náuseas.

    Vio a un niño pequeño, de unos cinco años, la misma edad de su hijo. El niño debió de haber tratado de escapar al ardor de sus labios. Había corrido hacia el río para quitarse el gusto de la boca y había tropezado y caído de cabeza sobre la hierba alta, las espadañas y los cojines de lirios, para morir como un anfibio, mitad dentro, mitad fuera de la turbia corriente de agua.

    —¡Dios Santo! —exclamó en un susurro, y comenzó a llorar y a pensar que quizá debía sacar al niño de la maleza.

    Pero recordó que aquélla era la escena de un crimen. Tenía que conducir hasta el pueblo y encontrar la comisaría. Tenía que contar lo que les había sucedido a las gentes de la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva.

    —Él estaba aquí —susurró Melissa con los ojos dilatados.

    En ese momento no podía distinguir suficientemente los rostros. Pensó en el dolor intenso y repentino que habrían soportado y supo que las distorsiones de la carne y las estrafalarias expresiones de los rostros no se debían al veneno, sino a la historia de sus vidas. Todos los sufrimientos que habían padecido, todos los pecados que habían cometido se exhibían en sus rostros.

    —Vámonos —Greg tiró del brazo de Melissa, pero ésta no se movió—. ¡Melissa!
    —Nunca escaparé de mi pasado —dijo Melissa—. Fue una tontería de mi parte pensar que podía crecer, mudarme, cambiar de nombre y no pagar por lo que he hecho. Tengo que pagar, Greg. Todo el mundo tiene que pagar.

    El hablarle a Greg le transmitió una súbita y profunda sensación de paz. Sintió como si ya no tuviera que correr. Había llegado su hora.

    —Melissa, estás equivocada, esto es algo más, algo malo.
    —Yo soy mala. Yo maté a mi hermanita. Nunca pagué por ello. Ahora tengo que pagar. Adam ha venido a llevarme.
    —Melissa no te hagas esto. Tú fuiste una víctima. Cualquier cosa que haya de malo en ti, puedes reprochársela a tu madre o a tu padre. ¡No has nacido mala!

    Greg sudaba, temeroso de perderla. La estrechó fuertemente entre los brazos, pero sintió que se le escurría.

    —Melissa, por favor —rogó—. No te hagas esto. No nos hagas esto.
    —Te estoy salvando, Greg —replicó Melissa—. Te estoy salvando. Ve a tu casa, con tu familia, antes de que sea demasiado tarde. Coge la furgoneta, por favor.
    —Cariño, no tiene ningún sentido lo que dices. Este trastornado niño calvo no es un mensajero de Dios —susurró Greg en un esfuerzo por lograr que le creyera, pero vio que los ojos de Melissa se evadían.

    Por el estrecho y zigzagueante camino de dos carriles apareció rugiendo, desde las montañas, un tractor con remolque. Greg se volvió e hizo una señal con la mano con la intención de que el hombre se detuviera, pero el conductor, desde la altura de su asiento sólo devolvió el saludo con la mano y pasó de largo.

    —¡Mierda! —maldijo Greg al darse cuenta de lo solos que estaban, para pensar después en Adam y preguntarse si el chico no estaría escondido en el bosque, observándolos, aguardando para dar el golpe.
    —Melissa, tenemos que irnos de aquí.

    Melissa se dejó conducir y Greg alentó la esperanza de que nadie pasara por allí. Lo que él quería era alejarse de las tiendas y de la congregación muerta.

    Ya en la furgoneta, Melissa se hundió en un mutismo total. Por un instante, Greg temió que la tensión y el agotamiento físico fueran demasiado para ella, que perdiera la razón por buscar al muchacho.

    Tenía que sacarla de la montaña, pero si paraba en la comisaría habría más preguntas y demoras. Tenía miedo de lo que Melissa pudiera decir a la policía. Si comenzaba a hablar de Adam y de la responsabilidad de ella por esos brutales asesinatos, jamás les dejarían irse.

    Paró en el semáforo de la gasolinera, luego giró el vehículo hacia Creek Drive y se dirigió a la casa-goleta. Ella no reaccionó. Miraba fijamente por la ventanilla de delante, sin prestar ninguna atención hacia dónde se dirigía él. Greg había decidido ir a la casa, dejar a Melissa allí y luego subir a la comisaría, contar personalmente a la policía lo que habían encontrado. En ningún momento mencionaría a Melissa. La mantendría al margen de la historia.

    Cuando entró en el patio trasero de la casa-goleta, Greg detuvo el vehículo y le dijo a Melissa que iría a la policía y luego regresaría para llevársela. Melissa asintió con la cabeza, abrió la puerta lateral y saltó del coche. No miró hacia atrás.

    Greg aguardó y observó mientras Melissa cruzaba el prado y entraba en la casa. Pensó que no debía dejarla allí suponiendo que Adam pudiera estar esperándola dentro de la casa. Pero ella no parecía tener miedo del chico, se dijo, y también pensó para sí, una vez más, que el muchacho no era requerido por la policía. Ya habían cogido a la asesina. Sólo Melissa creía en la maldad esencial del muchacho.

    Vio que se encendían las luces en el interior de la casa-goleta y eso lo tranquilizó. Luego aguardó unos minutos más, sin apagar el motor de la furgoneta, y cuando comprobó que Melissa no pedía socorro ni salía corriendo de la casa, puso la primera y salió del patio, recorrió a saltos el sucio y desnivelado camino que subía la pequeña colina y se dirigió al pueblo.


    Al encender las luces, Melissa supo que Adam había estado allí, pues todas las pinturas habían sido arrancadas de la pared. Vio cenizas todavía humeantes en el hogar donde había prendido fuego a su obra.

    —¿Adam? —llamó, de pie en la puerta.

    Tenía demasiado miedo para entrar en las habitaciones. Supuso que no estaba en la casa, que había quemado las pinturas y se había largado. Era lo que esperaba.

    Pero Adam había estado allí la noche anterior y había soltado las serpientes. De eso, Melissa no tenía la menor duda.

    La idea le puso la carne de gallina. ¿Había estado esperando hasta que ella volviese sola a la casa-goleta? Melissa oyó que se encendía el motor de la furgoneta y asió el picaporte, lista para abrir y correr hacia Greg, pero enseguida se detuvo. Adam no se dejaría ver a menos que ella estuviera sola. Tendría que vérselas con Adam a solas.

    —¿Adam? —volvió a preguntar, luchando por evitar que el miedo se trasluciera en el temblor de la voz.

    Ya había mucha luz en las habitaciones de la casa. No hacía falta la luz eléctrica. Entró unos pasos en la habitación, fue hacia el centro, de modo que no pudiera sorprenderla, y se iba volviendo a medida que se introducía en el amplio salón, observando la puerta abierta del dormitorio de Adam y el pequeño espacio de su propio diminuto dormitorio de la planta alta. La casa era tan abierta que no había sitio donde esconderse.

    —¡Maldición! —dijo en un susurro, irritada ante la apurada situación en que se hallaba—. Adam, ¿dónde estás?

    Se quedó callada y sin hacer ruido, escuchando. El silencio de aquella enorme y extraña casa la atemorizó.

    —Adam, tenemos que hablar —Melissa suavizó la voz, como si una repentina amabilidad pudiera ayudar a obtener una respuesta.

    Entonces lo vio. Estaba sentado sobre la roca, detrás de la casa, pero el verle la sorprendió y sintió saltar el corazón en su garganta.

    —¡Oh, Dios mío! —exclamó, más atemorizada aún por la presencia del chico.

    Si Adam no estuviese allí, si no la estuviera esperando, ella se podría haber marchado con la conciencia de haber hecho todo lo posible, y lo que luego pudiera suceder no sería responsabilidad suya. Pero en ese momento tenía que verle. Ella tenía una responsabilidad y debía asumirla.

    Sin embargo, de alguna manera, el verlo la calmó. Estaba en su postura habitual, sentado de espaldas a la casa. Podía ver la parte superior de su cabeza redonda y completamente calva. Y por la forma en que se movían los hombros, Melissa dedujo que estaba arrojando guijarros al arroyo. El también sabía que ella estaba allí, y esperaba que fuera a buscarlo. Melissa no lo llamó. Sabía que el chico no respondería.

    Miró por la casa movida por la repentina idea de que debía llevar un arma consigo. Uno de los hierros del hogar, o tal vez un cuchillo de cocina, pero en el mismo impulso, pensó que si el chico la atacaba, ella no podría usar un arma. Tenía que entenderse con él de alguna otra manera, aunque no sabía cuál podía ser esa manera.

    Salió por la puerta lateral y caminó hacia donde estaba Adam sentado. Arrastrando los pies sobre la grava y llamándolo, hizo todo el ruido que pudo.

    Al aire libre tenía menos miedo. Era una mañana cálida y brillante. Una día magnífico, pensó, para estar en la montaña. Al girar en el rincón de la casa-goleta vio que Adam había desaparecido.

    Corrió al sitio de la roca donde había estado sentado y lo vio. Había saltado al arroyo y caminaba pausadamente cuesta arriba por la falda de la colina para desaparecer luego entre los árboles. Melissa le gritó, a pesar de que sabía que no se detendría. Él quería que ella lo siguiese.

    Melissa miró hacia atrás, contempló la seguridad de la casa, pensó que era mejor entrar y esperar a Greg. Pensó que debía llamar a la comisaría y decirles que había visto a Adam internarse en el bosque. Pero aun cuando pensaba esto, tenía la íntima convicción de que debía seguir a Adam. Tenía que conversar con el muchacho.

    Saltó de la roca y subió por el estrecho sendero de ciervos, entre los árboles, trepó la colina, todavía húmeda de rocío, y fría allí donde no daba el sol.

    No vio a Adam. Había llegado a la cima y había desaparecido, supuso Melissa, más allá del campo de pastoreo, plano y abierto. Sin embargo, miró alrededor, buscó en el oscuro sotobosque, observó los árboles de tronco grueso, un poco a la espera de que Adam la hubiese atraído a aquella altura para, agazapado en la sombra, esperar a que ella se acercara más y atacarla.

    El sólo pensarlo le daba miedo, y corrió hacia adelante, subió la escarpada pendiente hacia la luz del día, tropezando al calor del sol y jadeando. Adam no la esperaba. Inspeccionó la pradera y divisó la cabeza calva del chico, vio que se movía en dirección al bosque del otro lado del prado, en la misma dirección en que Melissa había cruzado antes, hacia el sitio donde ella había encontrado el cadáver del estudiante.

    —¡Adam, deténte! —gritó Melissa, aun a sabiendas de que no se detendría y sin ni siquiera la seguridad de que la oyera.

    En el campo abierto, su voz se empequeñecía, al igual que la amenaza a su vida.

    Mientras volvía a seguirlo, abriéndose paso entre la hierba, pensó que todo eran puras imaginaciones suyas. A la luz del día, parecía inofensivo, simplemente un chico explorando el terreno.

    Entonces recordó las muertas de Buck’s Landing, se representó todos los cadáveres, las muertes violentas por estricnina. Luego oyó las sirenas de la policía. Su lamento distante resonó en las colinas, tras rebotar en las cadenas más lejanas. Habían encontrado los cadáveres. Y Greg estaría conduciendo hacia la casa-goleta para buscarla. Había olvidado dejarle una nota y por un instante pensó en regresar, en volver sobre sus pasos y encontrarse con él, pero en ese momento perdió de vista al muchacho, que desapareció en el bosque. Melissa apretó el paso y corrió tras él al sol brillante de la mañana.

    Al llegar al bosque fresco y al sendero húmedo que bajaba la colina hacia el arroyo donde había encontrado el cadáver sumergido y sujeto con rocas, se detuvo. No veía ni oía a Adam. Después de correr por el campo caliente, se sentía frío en el bosque. Se quedó absolutamente quieta y aguzó el oído. No había duda de que Adam sabía que ella lo estaba siguiendo, y eso le disgustó. Pensó en todo lo que había hecho por él, en cómo lo había salvado de la muerte en el Metro, y luego recordó que no estaba tratando con un chico normal, que Adam era una extraña aberración, un niño salvaje que había llegado para matarla.

    Se internó por el sendero, tomó velocidad sobre el suelo resbaladizo y corrió hacia el arroyo, saltó y siguió corriendo cuesta abajo, hacia la carretera de la escuela. Allí la sorprendería, pensó, corriendo a toda velocidad. Le saltaría desde detrás de uno de los troncos gruesos del bosque y la atacaría. Se preguntó si tendría la fuerza suficiente para defenderse. Adam parecía un chico flaquito e indefenso, pero estaba realmente loco y ella no podría defenderse.

    Salió nuevamente a campo abierto en la base de la colina y corrió a toda velocidad hacia la carretera de la montaña, tropezando y cogiéndose de las ramas bajas para abrirse paso y para no caerse. De golpe, vio a Adam. Caminaba despreocupadamente hacia la escuela de Artes y Oficios.

    —¡Adam! —gritó furiosa una vez más ante este juego del gato y el ratón.

    Entonces él se detuvo, y, haciéndole una seña con la mano, le indicó que lo siguiera. Melissa pudo ver que sonreía.

    —¿Qué es esto? —murmuró; inspiró profundamente varias veces y siguió.

    Estaba demasiado cansada para correr y darle alcance, y Adam no esperaba.

    La escuela de Artes y Oficios estaba desierta, comprobó Melissa al acercarse a los edificios. En el terreno de aparcamiento no había otra cosa que el vehículo de Connor. Se preguntó dónde habría ido el detective, y luego vio al policía. Estaba en el porche del frente de la escuela, sentado con Connor. Ya desde unos cincuenta metros de distancia se dio cuenta de que había algo extraño, de que aquello no tenía sentido. Los hombres estaban inmóviles, sentados uno junto al otro, a aquella hora temprana de la mañana, en el porche desierto de la escuela.

    —Connor —gritó Melissa, con la esperanza de que todo fuera normal, de atraer su atención.

    Ninguno de los dos hombre se movió. Estaban sentados en unas posiciones muy raras. Connor, de espaldas a Melissa, en una mecedora. Y el detective neoyorquino estaba estirado sobre el largo banco de madera. Melissa pensó de inmediato en los cadáveres de Buck’s Landing y en el silencio de la muerte esparcida por doquier.

    —¡Oh, Dios mío! —musitó Melissa con necesidad de oír su voz—. ¡Oh, santo cielo!

    Adam lo había hecho adrede. La había llevado a la escuela. Quería mostrarle lo que él había hecho con Connor y el policía. Incluso desde unos diez metros vio que habían sido mutilados. Vio la suficiente masa sanguinolenta de carne y sangre como para apartar la mirada e inspirar varias veces rápida y profundamente a fin de evitar el vómito. Luego corrió, pasó junto a los cuerpos y entró en el frío y oscuro edificio de la escuela, donde permaneció sola y de pie en el vestíbulo. Tenía necesidad de telefonear a la policía, más asesinatos en la montaña, pensó espantada. La cantidad de cadáveres que había visto aquella mañana habían abotagado su reacción. Tenía bloqueadas todas las respuestas emocionales. Tenía que volver a pleno día. Tenía que hablar con Adam y pararlo antes de que todos estuvieran muertos.

    Llamó a la policía del pueblo y dijo que en la escuela había otras dos personas más asesinadas. Cuando el operador terminó de acribillarla a preguntas, colgó y salió de la oficina, en busca de Adam.

    Melissa supuso que el chico estaba en el edificio, e inmediatamente subió la escalera de madera hasta la tercera planta, pues sabía que donde Adam había ido era al estudio de arte. Y allí lo encontró, trabajando en su última pintura.

    Cuando vio lo que había hecho, la inmensa pintura que cubría las cuatro paredes del gran estudio, comprendió que Adam no había querido mostrarle los cadáveres del porche, sino que la había llevado a través del bosque para que contemplara aquella obra.

    Melissa conjeturó que Adam había estado la mayor parte de la noche trabajando en aquella pintura, y que la había realizado después de matar a Connor y al policía, tal vez después de dejar a la iglesia del Tabernáculo de la Tierra Nueva en medio de su suicidio colectivo. Se dio cuenta de que aquello debió de tomarle la mayor parte de la noche, y al ver la obra, sin pensar en qué significaba, quedó impresionada por el tamaño y el detalle, por la riqueza del mundo representado.

    Pensó entonces en su viaje a Florencia, en su visita a los Uffizi y en como Miguel Ángel había utilizado a miembros de la familia Médicis como modelos de los tres Sabios y su obra maestra titulada Procesión de los Reyes Magos, mientras Boticelli empleaba a la amante de otro Médicis como modelo para El nacimiento de Venus.

    Pues, lo mismo había hecho allí Adam, aunque, Melissa podía verlo, el mural no versaba sobre la breve vida del chico, sino sobre la de ella. Adam estaba de pie en el centro de la habitación, con un pincel todavía húmedo de pintura en la mano. Seguía trabajando, y mientras Melissa examinaba las cuatro paredes, se volvió una y otra vez para retocar un punto, para redefinir un detalle.

    Ella giró sobre sus talones, tratando de aprehender el conjunto del mural con una sola mirada y de comprender su significado.

    Se vio otra vez a sí misma como una niña, en Kansas City y en Texas, vio escenas de su infancia que no podía recordar, pero que suponía verdaderas. ¿Tanto miedo había tenido a una maestra, que se había mojado las bragas?

    De lo que Melissa estaba segura era de que aquella niñita de pelo castaño grisáceo que Adam había esbozado en docenas de retratos, era ella. Melissa no se preguntó por el arte, sino sólo por el significado.

    —¿Quién eres tú? —le preguntó a Adam sin apartar los ojos de la pared y con una vaga esperanza de que le respondiera; pero como no hubo respuesta, siguió preguntando—: ¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué me estás haciendo esto? —y se sintió tan avergonzada por la humillación de la que él la había hecho objeto, por todo el dolor que ella había soportado, por las muertes de las que había sido testigo, que lo único que deseaba era que todo aquello terminara de una vez—. ¡Dime! —le increpó a gritos—. ¿Qué es lo que quieres?

    Adam fue nuevamente a la pared y comenzó a pintar con rapidez en un pequeño rincón, que, como Melissa podía apreciar, había quedado en blanco. Melissa se acercó, sabiendo que obtendría respuesta. Él pintaría su respuesta, le diría finalmente la verdad.

    Trabajó a toda velocidad con los óleos de una docena de latitas, y dibujó una mujer, una mujer hermosa, de pie a la orilla del mar mirando una nube de tormenta hacia el oeste. La pintura rebosaba color, una mujer encantadora, delgada, de entre veinte y treinta años, pelo dorado, piel hermosa y un blanco sombrero en la mano. Observaba barcos de vela que se agitaban sobre las olas, y Melissa también adivinó, por la sonrisa de la mujer, que miraba a su amante.

    —Es encantadora —susurró Melissa—, pero ¿quién es...?

    Entonces se dio cuenta de quién era. Adam había representado a su hermana Stephanie tal como hubiera podido ser. Stephanie, la mujer rica y hermosa que hubiera sido de haber vivido, de no haberla empujado ella desde el borde de la ventana y haberla enviado rodando sobre las tejas brillantes para que terminara dándose un golpe mortal contra el césped, junto a la mecedora de la madre, que bebía su enésimo gin tonic mientras la hija sufría aquella caída mortal.

    Melissa se acercó a Adam. Saltó a través de la habitación y trató de cogerlo, de surcarle el rostro con las uñas, de golpearlo, de matarlo antes de que la enloqueciera con sus pinturas.

    Adam la esquivó y barrió el aire con el grueso pincel, salpicando a Melissa y a la habitación. Ella volvió al ataque, saltó a su derecha y acosó al pequeño adolescente en el rincón más lejano de la habitación. Él le sonreía, contento. Metió el pincel en el cubo de pintura roja y luego lo levantó como si fuera una porra. El pincel derramó pintura en el suelo.

    Todavía presa de la ira, Melissa volvió a saltar. Era pequeña y rápida, al punto de que su velocidad sorprendió a Adam. El muchacho tenía el brazo a medias levantado, preparado para asestarle un golpe con el pesado pincel, cuando Melissa lo cogió por los hombros y lo golpeó contra la pared.

    El chico rebotó contra la pared y trató de escapar, pero ella volvió a cogerlo por la cintura y lo retuvo. Melissa perdió el equilibrio en el suelo resbaladizo y cayó de rodillas, arrastrando a Adam consigo.

    El chico la golpeó en la nuca con el codo, y luego le pegó en la cara con el pincel. Melissa echó la cabeza hacia atrás para evitar los golpes, sin soltarlo. Sabía que si el chico se escapaba, ella no tendría la fuerza suficiente para perseguirlo, pero en ese momento tampoco estaba segura de tener la fuerza suficiente para retenerlo.

    Trató de apoyarse en los pies para hacer tracción, pero resbaló en la pintura húmeda. Luego consiguió poner a Adam debajo de ella y, cambiando de posición, apoyó los pies contra la pared y casi al mismo tiempo se incorporó, levantó en sus brazos al chico y lo dejó caer para saltarle luego encima, apretarle el cuerpo con las piernas a horcajadas y trabarle los brazos bajo éstas. Lo forzó hacia atrás, de tal modo que el chico quedó tendido debajo de ella, con brazos y piernas extendidos.

    —¿Quién eres tú? —le gritó Melissa—. ¿Por qué me haces esto?

    Apenas podía hablar y sus preguntas surgían forzadas, entre jadeos.

    Melissa oyó que fuera, al comienzo borrosamente, pero luego cada vez con mayor nitidez, surgía el sonido de las sirenas de la policía a medida que los coches se acercaban a la escuela por la carretera del valle.

    El niño calvo le sonreía.

    —¡Te odio! —gritó Melissa mientras le pegaba con su puño pequeño en el rostro blando y pálido.

    El no dejaba de sonreír, aun cuando Melissa le partió el labio con su anillo. La sangre manó brillante y le corrió por la barbilla.

    —¡Maldito seas! —volvió a exclamar, y lo cogió por el cuello, le hundió las uñas y le apretó la nuez.

    Él seguía sonriéndole, observándola con sus ojos grisplateados. Melissa seguía apretando, tratando de borrar la sonrisa del rostro de Adam.

    —¡Basta! —gritó Melissa, y apretó con más fuerza mientras sentía que la vida del chico se escapaba por su garganta. Las uñas le abrieron la piel del cuello.

    Mientras apretaba, Melissa observaba el rostro de Adam. Esperaba ver la muerte en sus ojos. Lo que vio fue un relámpago de dolor que brillaba en su mirada vidriosa y las lágrimas que asomaban en las comisuras de los ojos. Sin embargo, seguía sonriendo.

    Adam gozaba de aquello. No luchaba bajo su presión. Quería que lo matara, que le quitara la vida.

    Melissa aflojó el puño, le quitó las manos de la garganta en cuya carne blanca quedaron las huellas frescas de sus dedos largos y finos así como un delgado hilo de sangre. Adam jadeó para restablecer la respiración. Pronto, su cabeza redonda y sin pelo brilló con el rojo de la sangre y el oxígeno afluyó a su cerebro. Ella lo soltó.

    Melissa aflojó la presión que ejercía sobre su cuerpo, le liberó los brazos y se puso de pie; agotada por la lucha, por el denodado esfuerzo que había hecho para matarlo, trastabilló y buscó una silla. Una vez sentada, metió la cabeza entre las piernas para restablecer sus fuerzas. Era consciente de que el chico podía atacarla, y casi estaba deseando que lo hiciera. Si la atacaba, ella podía enfurecerse lo suficiente como para defenderse y matarlo. Sabía que dejarlo vivir era un error, pero no podía matarlo.

    Recordó a Stephanie, el conmovedor aspecto de desamparo y de miedo que tenía la pequeña mientras caía y rodaba por las brillantes tejas del tejado.

    En ese momento se oyó una estampida de pasos en la escalera de madera de la escuela y oyó a Greg, que gritaba su nombre. Levantó la vista. Adam la observaba. La miraba con sus habituales ojos acusadores, de la misma manera en que la había mirado cuando surgió de la oscuridad de los túneles. Se le había borrado la sonrisa de los ojos. Parecía decepcionado de estar vivo.

    Melissa cerró los ojos con la idea de que cuando los abriera estaría Greg al lado de ella, sosteniéndola, consolándola y protegiéndola.

    Oyó junto a ella la voz de Greg, que le decía en un susurro que ella estaba bien, que estaba a salvo, y luego la tomaba cariñosamente entre sus brazos. Ella abrió los ojos y comprobó que tenía razón. Estaba sola con él en el estudio de la tercera planta.

    Melissa contempló la gran urdimbre de su vida secreta, todos los lugares y acontecimientos de su infancia. Vio que Adam había representado perfectamente el dormitorio que compartía con Stephanie en Arizona, el dormitorio de donde Stephanie había caído para morir.

    También había una ventana abierta, con cortinas blancas de encaje que flotaban al soplo de la brisa. La ventana estaba vacía, el trágico accidente ya había ocurrido; Stephanie había caído y muerto. Y luego Melissa vio que Adam había esbozado algo más, un pequeño animal de felpa, un juguete de niño, abandonado en el techo, y al que era imposible llegar desde la ventana. Sólo entonces Melissa recordó su juguete y por qué estaba en el peligroso reborde del tejado. Únicamente entonces comprendió por qué no había podido matar al niño calvo.


    Melissa yacía sobre una de las estrechas camas de una plaza del dormitorio de la escuela. El enorme edificio estaba muy silencioso, aunque se oían voces de fuera, así como pasos en el sendero de grava y de vez en cuando un coche de policía que arrancaba y una sirena que inundaba el aire claro de la montaña. Greg había estado con ella, la había llevado al dormitorio para que descansara tras haber borrado la pintura.

    En aquella habitación de la segunda planta reinaba la paz y se estaba fresco tras el calor de la mañana y el agotamiento. Melissa deseó poder dormir, pero sabía que no podría y trató de no pensar absolutamente en nada, trató de dejar flotar la mente en el espacio. Hubiera deseado saber meditar.

    Greg volvió a la habitación. Caminaba suavemente para no molestarla.

    —¿Lo cogieron? —preguntó abriendo los ojos.
    —Todavía no —respondió, al tiempo que se sentaba en la cama junto a ella—. Pero lo harán. En el condado han puesto a todos los muchachos en su busca. El área de aparcamiento parece un área de camionetas usadas. Supongo que la orden se transmitió por radio —explicó sonriendo, tratando de mostrarse optimista—. Han de haber reunido allí a unos cincuenta hombres de la montaña, y cada uno de ellos con una escopeta —le tomó la mano—. ¿Te sientes bien? —susurró, acariciándola.

    Los dedos de Melissa estaban secos y sin vida. Greg esperó la respuesta a su gesto.

    —No sé si me siento bien o no —contestó Melissa.

    En ese momento hubiese querido quedarse para siempre en la quietud y la frescura del dormitorio de la segunda planta.

    —Te hubiera matado, Melissa —dijo Greg—, si no hubiéramos llegado a tiempo. No me explico cómo diablos se escapó. Sabes, yo lo vi apenas un segundo. Pasó junto a mí como un rayo. No supe quién era ni qué era.

    Melissa no respondió. Ella sabía que Adam no la habría matado.

    —¿Qué harán con él, si lo cogen?
    —Encerrarlo. Mató a Connor y al detective. —Greg dejó de hablar y la estudió, desconcertado, perplejo y abrumado por todo lo que les había ocurrido a él y a Melissa desde su llegada a Asheville—. ¿De verdad te sientes bien, Melissa? —preguntó dirigiéndose tanto a ella como a sí mismo.
    —No lo sé —Melissa sacudió la cabeza sin moverse de la cama—. ¿Podemos irnos de aquí?
    —Supongo que sí. Los cuerpos ya no están.
    —Quiero irme de aquí.
    —Tienes razón. Vámonos antes de que lleguen los de la televisión. Seguramente están enterados de lo que ha sucedido en el río. Anoche Buck’s Landing habrá estado en todos los noticieros de Estados Unidos. Es lo mismo que Jonestown —dijo Greg, y se levantó para que Melissa pudiera salir de aquella cama tan estrecha.
    —¿Lo acusan de eso?
    —¿A quién si no? Le endilgarán todos estos asesinatos.
    —No, no harán eso —afirmó Melissa mientras sacaba las piernas de la cama.
    —Por supuesto que lo harán.
    —Adam no mató a esa gente. Se suicidaron. Cualquier detective sagaz se lo imaginaría.
    —Melissa, ¿qué es esto? No puedes seguir defendiéndolo.
    —No lo defiendo. No fue él.
    —¿Y qué pasa con Connor? ¿Quién lo mató?

    Melissa se puso de pie y se estiró la falda. Se miró en el pequeño espejo de la cómoda. Parecía su propio espectro. Necesitaba peinarse y maquillarse. Apartó la vista del espejo, molesta por lo que veía.

    —Adam mató a Connor y al policía —dijo rotundamente Greg.

    Melissa apoyó la mano sobre el hombro de Greg y, sosteniéndose en él para conservar el equilibrio, dejó que sus pies descalzos se deslizaran dentro de las sandalias.

    —Adam no mata a personas —dijo—. Hace que los demás se suiciden, o provoca a unos para que maten a otros. Ese es su estilo.

    Pensó en sí misma aporreándolo, en cuánto deseaba matarle.

    —Tú me lo dijiste: él es malo.
    —El detective tenía razón, sabes —dijo Melissa mirándolo—. Hay lugares que engendran asesinatos. Uno fue Dallas. Dallas mató a Kennedy. Oswald se limitó a apretar el gatillo.
    —¿Y Nueva York es otro?
    —Sí, Nueva York es otro. Todo el mundo lo sabe.

    Melissa trataba de hacer algo con su pelo y, como fracasara, salió de la habitación, esperando que Greg la siguiera. Estaban solos en el edificio de la escuela. Podía oírse el silencio de aquel sitio y, de inmediato, Melissa se puso tensa.

    —Vámonos de aquí —dijo rápidamente.

    Se precipitó a la escalera de madera que conducía al vestíbulo principal, y luego fuera. Y salió.

    Caminaron por el porche donde todavía había policías uniformados y, a la distancia, vigilando la carretera, docenas de personas del pueblo reunidas en pequeños grupos.

    Melissa observó el sitio donde había visto los dos cadáveres y vio que la policía había dibujado con tiza blanca las posiciones de ambos cuerpos. Las marcas semejaban indicaciones escénicas.

    Greg se le acercó y, bajando la voz para que los demás no oyeran, terminó su juicio:

    —Si cogen a Adam con vida sólo encontrarán que es un enfermo mental. Hubiera podido matarte. A él le gusta eso. Le da placer matar gente, extraerle el corazón.

    Melissa miró a Greg. El dolor y el terror del último medio día le habían dado una nueva sensación de seguridad. Sabía qué creer. Cuando no fue capaz de matar a Adam como éste quería, comprendió una verdad secreta acerca de sí misma. Le dio la convicción de que le faltaba todo en la vida. Volvió a sentirse como aquella niña pequeña en lo profundo de la piscina azulverdosa del oeste de Texas. Sabía que estaba sola en el mundo y que eso estaba bien. Pronto estaría bien. Podía cuidar de sí misma.

    —Pero tú no entiendes, Greg, Adam no existe. Nunca ha existido realmente.
    —Melissa, por favor.

    Ella conocía el significado de aquel tono de voz. Estaba exasperado con ella y un momento después adoptaría un aire protector, como a veces ocurría en la agencia.

    —Adam existe. Yo lo vi. Has vivido con él. Vive, y ¿sabes qué? También mata gente.

    Melissa miró a Greg sin inmutarse.

    —Nosotros matamos, Greg —dijo con calma—. Nosotros también queremos matar, está en nuestros corazones. Adam simplemente hace realidad nuestras pasiones —afirmó mientras salía del porche y dejaba atrás la escuela de Artes y Oficios—. No es nada más que un médium. Nosotros somos el mensaje —tamborileó sobre su corazón—. Todo está aquí dentro.
    —Tú me hablaste de fuerzas negativas, ¿o eran impulsos? —Greg seguía a Melissa, quien caminaba hacia el lugar donde él había aparcado la furgoneta, a un costado de la carretera del condado.
    —Me equivoqué, creí que yo era el vínculo con él. Pero no era yo —Melissa se detuvo ante la puerta de la furgoneta.

    Greg se le acercó y extendió la mano para que ella le diera las llaves del vehículo. Esperaba que Melissa continuara, que se explicara, pero ella se introdujo de un salto en el asiento delantero y se quedó allí a la espera de que Greg encendiera el motor.

    —De acuerdo, ¿por qué no eras tú? —preguntó Greg al tiempo que ponía otra vez la furgoneta en el camino estrecho.
    —Porque no pude matarlo. Él quería que lo matara, pero no fui capaz. Adam abrió otro filón de mi subconsciente. Adam descubrió todas mis pesadillas ocultas, secretas, de la infancia. Él me enseñó que yo era alguien que mataba.
    —¿Qué pasa con tu hermana?
    —En las pinturas del estudio vi algo que no recordaba, algo que Adam no había dibujado hasta el momento en que yo entré en la escuela.

    Greg trataba de conducir y al mismo tiempo mirar a Melissa y estudiar su rostro mientras ella explicaba. Melissa miraba directamente hacia delante, concentrada en su exposición.

    —Me mostró a Stephanie tal como hubiera sido de adulta.
    —¡Eso lo vi!
    —Pero, además, en un rincón de esa escena dibujó algo más, ¿lo viste? —preguntó Melissa mirando de reojo a Greg—. Había un osito de felpa sentado en el tejado, debajo de la ventana. Me había olvidado de él. El osito era mío. Se llamaba Mike. Lo tenía desde mi nacimiento. Me lo había dado mi papá, según me dijeron.

    »Aquella tarde, Stephanie había trepado a la ventana y yo le había dicho que se bajara. Lo recordé apenas vi la pintura. Stephanie se había llevado a Mike consigo y yo me puse histérica. Corrí para quitárselo, pero ella fue demasiado rápida. Cogió el osito y lo arrojó por la ventana abierta. Se quedó sentado en el reborde y yo traté de alcanzarlo, pero no pude, y ella me impedía el paso. Comencé a llorar como una histérica porque no podía alcanzar a mi osito. Tienes que entender cuánto significaba aquel oso para mí. Era el único juguete que tenía como regalo de mi papá. Era lo único que tenía para recordarlo, el regalito que él me había hecho.
    »Stephanie fue por él. Siempre iba detrás de cualquiera de mis juguetes, y comencé a gritar, le decía que entrara, pues sabía que se podía caer, y también porque no quería que cogiera mi oso.
    »Ella siguió trepando, siempre tras el oso y sin la menor idea, naturalmente, del peligro que corría. Recuerdo que pensé que tenía que detenerla, que se caería, y también recuerdo que pensé cuánto la odiaba por haberme quitado el oso, por arrojarlo al tejado.
    »Entonces tomé una decisión. Tenía que ayudar a mi hermana y la cogí de una pierna; ella, naturalmente, pensó que lo que yo quería era alejarla de Mike y me apartó con la pierna, me pateó, me cogió la cara y me empujó hacia atrás. Yo no pude sujetarla más y ella, en su esfuerzo por liberarse, se cayó.

    —¡Tú no la mataste!
    —Sin embargo, mi madre me acusó. Yo era la mayor, yo era responsable, y llevé conmigo ese recuerdo hasta que vi la pintura de Adam —sonrió irónicamente—. Es divertido, pero Adam me ha liberado de ese recuerdo.

    Habían llegado a la autovía. A la derecha había una señal que indicaba que la Johnson City estaba a 51 kilómetros. Greg puso el intermitente y observó el tráfico.

    —No —dijo Melissa—, llévame a la casa-goleta.
    —Mel, ¿de qué hablas? —clavó los frenos.
    —Voy a esperarlos.
    —¿A quiénes? ¿A la policía? Melissa, ya hemos prestado declaración.
    —No, a la policía no. Quiero esperar a la Loca Sue y a Adam.
    —Betty Sue ha sido detenida. ¡Te lo ha dicho Connor! Vámonos de aquí.

    Melissa sacudió la cabeza.

    —La soltarán. Esta es su gente. Es a Adam a quien quieren, no a ella. Y ambos me buscan a mí.
    —¿Por qué? Dijiste que no quería matarte; tuvo la oportunidad.
    —Lo hará ella. Es una idiota y hará lo que él quiere. Tienen una relación simbiótica enferma.
    —Llevaremos a la policía. Los esperaremos.

    Greg había regresado al pueblo, que estaba lleno de coches de policía y toda clase de tráfico. Cuando giraba hacia Creek Drive vio dos unidades móviles de televisión aparcadas frente al restaurante.

    —No —le dijo Melissa—. Quiero que te vayas. Nunca vendrán si tú estás por allí cerca.
    —Melissa, no puedo dejarte —respondió Greg con miedo, pues conocía aquel tono de voz.
    —Sí que puedes. Y tienes que hacerlo. Además, podría ser peligroso. No quiero que te maten. Coge la furgoneta y vete a Nueva York. Llámame cuando estés en viaje. Si contesto, pues bien, entonces...
    —Mel, si no pudiste matar a Adam en la escuela, ¿cómo crees que los matarás a los dos aquí? —Greg disminuyó la velocidad, se acercaban a la casa-goleta—. Podrían estar ya allí, esperándote.
    —Tal vez —dijo Melissa, que parecía casi contenta.
    —Melissa, no te dejaré.

    Greg paró el vehículo.

    —Tienes que hacerlo, Greg. Él..., no, los dos..., es mi responsabilidad. Yo traje aquí a Adam. Yo lo expuse a la Loca Sue y tengo que afrontar las consecuencias. Si no lo hago, si los dejo solos...
    —La policía los encontrará. Los encontrarán en las colinas.
    —No los encontrarán antes de que muera más gente —abrió la puerta de la cabina y miró a Greg—. No me dejas con los lobos, Greg. Sé lo que hago. Tú me advertiste acerca de Adam y no te escuché, y ahora no quiero ponerte en peligro. No con Helen y los niños. Ellos te necesitan. Yo no.
    —Melissa, te amo.
    —Y yo te amo a ti. Te amo lo suficiente como para saber que ésta es mi pelea. No tengo nada que perder.
    —¡Maldita sea! ¡No te creo! —apagó el motor.
    —Greg, no empeores las cosas. Tengo que hacer esto a mi manera —dijo Melissa, y le acarició la mano—. Sé lo que hago.
    —No, no lo sabes. Es una locura tan grande como traer aquí al niño antes que a cualquier otro. Sólo ahora sabemos que puedes terminar asesinada.

    Estaba tan enfadado que se le empezó a nublar la vista. Miró a través del desierto patio trasero. Ya era casi mediodía y el sol estaba alto y hacía calor en aquel día claro.

    —Tengo una única oportunidad, Greg —respondió con calma Melissa—. Me quedo aquí y dejo que la Loca Sue y Adam me encuentren. Y luego hablo con ellos.
    —Te daré un par de horas. Si no vienen, nos marchamos.
    —No me pasará nada.

    Melissa forzó una sonrisa.

    —Yo subiré al pueblo y beberé una taza de café. Luego regresaré y nos marcharemos. Si todavía estás viva.
    —Estaré viva. Esto es una negociación.
    —¡Maldita loca! —exclamó Greg al tiempo que encendía el motor.

    La matarían y luego sería culpa suya. Se dirigió a Creek Drive, pero pensó que la Loca Sue o Adam podían estar vigilándolo, que podían estar ocultos en algún lugar del bosque, observando la casa.

    En el pueblo, entró en el área de aparcamiento ubicada detrás de la tienda de ultramarinos, entró en la tienda y compró el cuchillo de caza del tamaño mayor que pudo encontrar, de treinta y siete centímetros y medio y acero Winchester, con una pesada funda de piel que se fijó al cinturón en la zona lumbar. Después cruzó la calle para beber una rápida taza de café en el repleto Bonnie & Clyde’s, que, por lo que pudo deducir del cartel colocado en la ventana del frente, contaba con una nueva administración.


    22


    Melissa abrió la puerta lateral con tal impulso que ésta golpeó contra la pared, y luego, como si Adam pudiera responder, dijo:

    —¡Hola!

    La casa permaneció silenciosa.

    Miró el marco de la puerta para cerciorarse si había serpientes, casi segura de que vería una o dos arrolladas al fresco de la jamba. Una sola que pudiera ver no le haría sentir menos miedo que cuando éstas le cayeron de la rama del árbol o se deslizaron súbitamente entre sus pies. Se estremeció y se esforzó en concentrarse en lo que tenía que hacer. Sabía que las serpientes no la matarían. Pero que la Loca Sue y Adam, juntos, podían matarla.

    Entró en la casa y volvió a decir «¡Hola!», esta vez en voz más alta. No había nadie. Sintió el vacío del lugar. Eso le dio una sensación de seguridad e inspiró profundamente. Sólo entonces se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración, en espera de lo peor.

    Siguió avanzando por la casa-goleta y mirando hacia todas partes. Vio que la caja de serpientes estaba donde ella la había dejado, todavía con la sartén sobre la tapa. Se relajó un poco. Por si acaso, examinó los rincones de la gran habitación en busca de serpientes enroscadas. No había nada.

    Avanzó por la habitación y entró en la cocina, manteniéndose siempre a buena distancia de la caja de madera, cerrada sobre el mármol. Quería una taza de té, y su deseo la ayudaba a superar el miedo. Al pasar, controló la habitación de Adam. Estaba exactamente como la había dejado ella por la mañana. Melissa pensó, más relajada, que nada más se escondía allí. Cogió el hervidor del hornillo, lo llenó con agua fría y encendió el gas. Se quedó mirando la llama, hipnotizada por un instante por aquella sencilla tarea. Tantos habían sido los asesinatos, tan grandes la violencia y la matanza, que el simple hecho de prepararse una taza de té le pareció maravilloso.

    Miró hacia fuera por la ventana de la cocina, hacia la enorme roca, con una lejana esperanza de ver allí sentado a Adam, pero no había nadie en la piedra. No pudo decidir si aquello era bueno o malo. Abrió el cajón de los utensilios y observó las cucharas de madera, varias peladoras, recipientes con medidas y una colección de cuchillos. Probó dos antes de quedarse con uno, que sintió más cómodo en la mano. Se colocó el cuchillo dentro del cinturón de los tejanos. Pero el cuchillo le obstaculizaba los movimientos, de modo que se lo quitó y lo puso sobre el mármol, al alcance de la mano. Luego cogió un jarro de los estantes abiertos que había sobre el mármol y abrió un bote de té de Connor. Dentro de la caja había un mocasín de agua, que cayó cuando Melissa levantó la tapa y se deslizó sobre el mármol mientras ella, gritando y alejándose a trompicones, dejó caer la lata.

    Con la velocidad del rayo agarró con fuerza el cuchillo de cocina y lo dejó caer sobre la gruesa serpiente marrón y le dio justo detrás de la cabeza redondeada. La hoja afilada y pesada cortó netamente la piel gruesa y la carne del reptil hasta cercenarle la cabeza. Con la boca rosada abierta y la lengua como una flecha, la cabeza cayó del mármol. El cuerpo de la serpiente se retorció y se sacudió en toda su apreciable longitud en agitada agonía hasta que quedó tendido con su piel lisa y lechosa aún temblando. La sangre manaba del cuerpo escindido.

    Melissa se apartó. Tenía el cuchillo ensangrentado en las manos, y se dio cuenta de que había golpeado con ambas manos a la serpiente, como si se hubiera tratado de un dificilísimo revés tenístico. Dejó el cuchillo, sorbió y jadeó para restablecer la respiración. Esa falta de aire la asustaba más que la serpiente misma, y tuvo que cogerse del fregadero para sostenerse.

    Pensaba en Adam. Él sabía que ella querría una taza de té. La había observado silenciosamente con sus apagados ojos grises mientras ella se preparaba rutinariamente el té antes de que anocheciera. Él, conociendo sus hábitos, había metido la serpiente en el bote. Ese pequeño hijo de puta, pensó. No era una broma tonta, infantil, un recurso de adolescente para asustar a un adulto. El meter el mocasín de agua en el bote de té era una auténtica perversión. Adam había querido que la serpiente la mordiera, que muriera en medio de tormentos.

    Se adelantó hasta el mármol, abrió el cajón de los utensilios y cogió otro cuchillo. Este era más largo, con doble filo, un cuchillo para trinchar pavo o para cortar un jamón de Virginia. Salió de la casa para sentarse en el soleado patio trasero que miraba al oeste y que era el sector de la casa donde el sol dejaba de dar más tarde. Esperaría a Adam allí fuera, a cielo abierto, donde sabía que no podían sorprenderla.

    Sentada en el asiento de un tractor que algún artesano del hierro había convertido en una artística silla de jardín, había dejado junto a ella el largo cuchillo de cocina y pensaba que tenía todavía una hora de espera. Él no aparecería mientras no estuviera oscuro.

    Melissa estaba sentada de cara a la casa y al bosque de detrás, suponiendo que Adam saldría de entre los árboles y bajaría la pendiente por el mismo sendero por el que ella había subido hasta la planicie de la cumbre. Estaba intencionalmente sentada al sol, pues se daba cuenta del poco tiempo que había pasado al aire libre y relajada. Cerró los ojos y se relajó. Después de un largo día, encontraba un momento de paz y silencio al calor del sol de la montaña.


    La luz del ocaso la despertó. Melissa pestañeó y se levantó, aterrorizada. Mientras se ponía de pie cogió por el mango el largo cuchillo, irritada consigo misma por haberse quedado dormida.

    El sol había desaparecido detrás de las montañas y Melissa comprobó que había dormido cerca de una hora. «Podían haberme matado», pensó. Adam podía haberla cogido y haberla degollado.

    Giró sobre sí misma, buscando a Adam. El patio estaba vacío. Se volvió de cara a la casa y, con la aproximación de la oscuridad, vio que en la casa habían quedado varias luces encendidas. ¿Las había dejado así ella misma por la mañana, cuando saliera huyendo de la casa? ¿O es que Adam había vuelto y había entrado mientras ella dormía?

    «Maldición», pensó a la vez que se aproximaba a la casa.

    Dio la vuelta alrededor de la casa-goleta y regresó a la terraza que daba a la roca y a la colina cubierta de bosque. Desde allí podía ver una gran parte del salón, en la planta baja, así como también una parte de la cocina. Todo parecía estar tal como ella lo había dejado.

    Abrió las viejas puertas de granero que Connor había convertido en puertas francesas y entró. El salón estaba cálido, pues le había dado el sol toda la tarde. Cerró las puertas y ocultó el cuchillo tras su espalda.

    —¿Adam? —preguntó con calma, pues necesitaba oír su voz en aquel amplio espacio abierto.

    Ante la mención de su nombre, Adam emergió de su dormitorio y Melissa dio un salto, sobresaltada por la súbita aparición del chico.

    Adam le sonrió.

    —Has regresado —dijo ella mientras apretaba el mango negro del cuchillo.

    Adam dejó espacio en la puerta del dormitorio, y la Loca Sue le siguió desde la habitación. La anciana desplazó la vista de Adam a Melissa, la cabeza inclinada hacia un lado. Tenía las dos manos a la espalda y Melissa llegó a percibir las oscuras manchas de sangre en su viejo vestido de algodón.

    —Sue, ¿por qué estás aquí? Dijeron que la policía te había llevado.
    —La policía se llevó a Rufus, señora, no a mí —respondió con una sonrisa que dejaba ver en las encías oscuras la ausencia de unos dientes y la deformación de otros.
    —¿Por qué a Rufus? —volvió a preguntar Melissa, quien se daba cuenta de que tenía que conservar la respiración, y que si no hablaba, la perdería.
    —Mató a toda esa gente. Fue Rufus.
    —¿Qué gente? —preguntó Melissa.

    La Loca Sue volvió a desplazar la mirada, esta vez de Melissa al chico, sacudió la cabeza y se alzó de hombros. Se apoyaba sobre un solo pie, como un escolar, y tenía el otro pie enganchado detrás del primero. Se balanceaba hacia atrás y hacia adelante.

    Melissa pensó que los dos estaban locos, y entonces se percató de la insensatez de su idea. La matarían, pensó. Ella no podía enfrentarse a dos locos.

    —He encontrado tu serpiente, Adam —dijo, pues necesitaba mantener una conversación que le sirviera de barrera entre ellos.

    Adam y la Loca Sue se sonrieron mutuamente.

    —La maté —dijo tranquilamente Melissa—. Y voy a matarte también a ti —agregó sonriendo.

    Repentinamente, Melissa se sintió mejor, más cómoda. Entró a la habitación y se acercó unos pasos. Pensó que quizá fuera cierto que una vez que has matado cualquier cosa, ya sea una serpiente, ya sea un ciervo en el bosque, te endureces ante la muerte, y el asesinato siguiente es menos difícil.

    —Nosotros vamos a matarte a ti —replicó la Loca Sue.
    —¿Vosotros vais a matarme, Sue? —se burló Melissa.
    —Yo y Adam —dijo Betty Sue, muy contenta de sí misma y señalando con la cabeza al muchachito silencioso, mientras una sonrisa brillaba en su ya viejo rostro.
    —¿Por qué vais a matarte, Sue? ¿Por qué habéis matado a los otros?
    —Había motivo.
    —¿Por qué había motivo? —preguntó Melissa con calma, asombrada ante su propia tranquilidad.
    —Él lo dijo —dijo Betty Sue, y miró a Adam.
    —Si Adam no habla, y tú lo sabes...

    Melissa miró al chico, y se preguntó si los había engañado. ¿Qué pasaba si podía hablar, el muy cabrón?

    —Habla bastante bien, si escuchas —contestó la Loca Sue, pagada de sí misma y saltando verticalmente sobre los pies.
    —Y tú sabes cómo escuchar, ¿verdad?

    La Loca Sue sonrió.

    —¿Qué es lo que te dice, Sue?

    Melissa creyó que ambos podrían comunicarse de alguna manera, por loca que fuera. Tanta era la locura que había entre ellos, que no necesitaban el lenguaje. Adam había sido capaz de leer sus pesadillas simplemente con dormir en el sofá del salón contiguo.

    —Me dice que hay que matarte también a ti.

    Melissa se quedó mirando a Adam, observando sus pálidos ojos plateados. Era un niño hermoso, pensó Melissa, pero también se dio cuenta de que Adam, era algo peor que un loco. Adam era malo. Pensó en lo que había oído decir en la iglesia del Tabernáculo: «El mal está en todas partes. En las colinas. En la calle. Junto a ti, en tu asiento».

    —¿De dónde viene Adam? —preguntó Melissa a Sue, sin apartar los ojos del chico, a pesar de que ella sabía que Adam no trataría de matarla.

    Ésa no era su manera de actuar. Había escogido un alma dañada como la de la Loca Sue para que ejecutara su mandato.

    —No vino de ninguna parte —respondió la Loca Sue, que no había entendido qué quería Melissa—. Vino contigo en tu gran furgoneta. Yo os vi.
    —Sue, ¿él es el diablo? —preguntó Melissa, como para conducir a la anciana a un laberinto de preguntas.
    —No, él no es el diablo —respondió a los gritos la Loca Sue—. Yo conozco al diablo. Tiene cuernos, orejas puntiagudas, y lleva una horquilla —volvió a sonreír, complacida de su respuesta—. Una vez, en un libro de iglesia, vi un cuadro del diablo en colores.
    —No, no es el diablo —dijo Melissa con calma y acercándose al chico. Volvió a apretar el cuchillo, sorprendida de tener tan secos los dedos—. En realidad, Adam es una víctima, ¿no es cierto? No entiendes esto, Sue. Tú también eres una víctima, a tu manera. Ambos tenéis una suerte de enfermedad...

    »Pero Adam es, era, un chico perfectamente normal de trece años que pudo haberse fugado de su casa, o que fue secuestrado. No estoy segura. Nunca lo sabré. Pero sé que en algún sitio, y me temo que fue en el Metro de la ciudad, algo le ocurrió a esta inocente criatura. Tú no lo entiendes, ¿verdad, Sue?

    Melissa se había acercado a sólo medio metro de ambos, de tal modo que sólo tenía que saltar hacia adelante y golpear. Vio que Adam estaba alerta. Su alma había sido advertida de la enfermedad y sabía que su existencia corría peligro, que su refugio seguro en la mente de aquel pobre niño estaba amenazado. Melissa comprendió que no podía salvar al muchacho, pero que la Loca Sue podría vivir. Una vez roto el vínculo, la anciana sería inofensiva.

    —Mi mamá enfermó y se murió cuando yo era un bebé.
    —Es verdad, Sue, pero hay otro tipo de enfermedad, que no tiene cura. No hay manera de ponerle fin. Busca personas que no están bien, que están llenas de odio. Las corrompe. Y produce una infección. No una infección física, sino una infección del espíritu.

    Melissa se dio cuenta de que había perdido a la anciana, de que la Loca Sue no la entendía, pero siguió hablando, explicando cómo la enfermedad había afectado a aquel chico. Se preguntó qué habría hecho en su breve vida para llegar a ser un órgano tan receptivo. También se preguntó dónde se habría contaminado. E incluso cuando se lo preguntaba, ya sabía que la respuesta era la ciudad, algún lugar en las profundidades del Metro, tal vez perdido en los túneles oscuros debajo de la Gran Estación Central. Mucho tiempo había permanecido allí con la hez de la tierra, que lo había corrompido.

    Vio que Adam miraba a la Loca Sue, como si quisiera señalar a la anciana. Y Melissa percibió que en aquella mente dañada e infantil, echaban raíces las semillas de la muerte. La Loca Sue sacó un cuchillo de los pliegues de su vestido de algodón y, levantándolo bien alto, lo agitó en el aire y lo lanzó sobre Melissa, quien en ese momento se sorprendió. Saltó hacia adelante y perforó el rostro blanco del niño mudo.

    Melissa hundió la larga hoja de su cuchillo en la mejilla del niño, le traspasó la cara con los veinticinco centímetros de acero. Le seccionó la lengua y le cortó el maxilar inferior, de tal modo que la cara parecía más bien una mariposa pinchada con un enorme cuchillo.

    Adam se alejó de Melissa, en una suerte de bailecito tonto hacia el centro del salón. La vida se le escapaba en un grueso chorro de sangre caliente. Se llevó ambas manos a la cara en un esfuerzo por quitar de allí el enorme cuchillo. Cogió el cuchillo con sus manecitas, pero resbalaron sobre el ensangrentado mango negro.

    Melissa gritó, azorada ante el espectáculo de Adam bailando hasta morir en el suelo de madera. Se olvidó de la Loca Sue, quien había caído como si Melissa le hubiera asestado el golpe a ella.

    Betty Sue se puso de pie y vio a Adam manando sangre. Comenzó a chillar, dio media vuelta y corrió, atemorizada ante la idea de que su tía la cogiera y le tirara de las orejas por haberle hecho daño al pequeño Adam.

    La Loca Sue corrió con el cuchillo, se alejó de Melissa, atravesó como el rayo la puerta lateral y siempre corriendo, embistió a Greg, que había sacado su cuchillo nuevo y corría para ayudar a Melissa, a quien oyó gritar cuando la Loca Sue salió tambaleante de la casa-goleta. Con la fuerza de su marcha, la vieja se clavó en el cuchillo. Su tórax magro quedó completamente atravesado por la gruesa hoja de acero.

    Greg trató de extraer el cuchillo y tropezó en los dos ladrillos de ceniza que Connor utilizaba como improvisado escalón. La Loca Sue tambaleó y cayó sobre Greg en un abrazo horrible, y lo empapó con su sangre.

    Greg se la quitó de encima y se desembarazó de las extremidades largas y delgadas de la mujer. Sin vida, pesaba apenas más que el aire. Melissa había ido a la puerta de la casa-goleta y vomitado en el patio trasero. Allí estaba, doblada, cogiéndose el costado. Greg se acercó a ella, sucio de sangre. La cogió por los hombros y le preguntó dónde estaba Adam. Lo aterrorizaba la idea de que el muchacho estuviera suelto aún. Greg había dejado su cuchillo en el tórax de la Loca Sue.

    —¿Dónde está?
    —Lo maté —acertó a decir Melissa, abrazándose contra la carretilla—... con un cuchillo de cocina.

    Greg se dio la vuelta y trató de ver a Adam a través de la puerta abierta.

    —¡Gracias a Dios! —musitó Greg.

    Ella sacudía la cabeza. Se sentía demasiado descompuesta como para hablar.

    —Está bien —dijo Greg—. Todo está en orden.

    Greg caminó hacia la puerta y miró dentro. Adam yacía en el centro del salón, en medio de un charco de sangre que se iba extendiendo poco a poco. Adam estaba hecho un ovillo, con la espalda apoyada contra la puerta lateral. Greg no podía verle la cara. Entró, mareado por el olor dulce de la sangre en la habitación caliente y rodeó el cadáver, pues quería ver el rostro de Adam para asegurarse de que estaba muerto.

    —No hagas eso —gritó Melissa, que estaba de pie en el vano de la puerta abierta y temía acercarse más—. Vayámonos de aquí —rogó.

    Greg vio el cuchillo de cocina de mango negro, vio como Melissa lo había incrustado en la cara del chico, como le había pinchado la lengua silente en el interior de la boca abierta y lo había dejado cubierto de sangre e irreconocible.

    También vio con creciente temor, que aquel niño extraño, el niño calvo que les habían llevado a la oficina, yacía muerto sobre el suelo brillante.

    Greg miró a Melissa. Estaba de pie, vacilante a la luz mortecina del ocaso ante la puerta abierta. Entonces él susurró:

    —¿Quién es, Melissa?


    23


    Melissa se apeó del Metro, recorrió el corto corredor de mármol y entró en el hermoso vestíbulo principal de la Gran Estación Central, coronado por su elevada bóveda. Todavía no eran las cinco de la mañana. Había unos pocos pasajeros habituales de esa hora que cruzaban deprisa la estación, pero la Estación Central estaba llena de hombres y mujeres durmiendo, todos ellos gente sin techo que pasaba aquella noche de invierno en el enorme edificio público.

    Al caminar junto a ellos y ver como dormían acurrucados bajo harapos y mantas y acostados sobre trozos de cartón, Melissa se maravilló ante la habilidad de aquella gente para dormir a pesar del ruido, el frío y la ausencia de todo confort. También sabía, por experiencia, que estaban siempre cansados, pero no por falta de sueño. Simplemente, estaban exhaustos a causa del hambre.

    Miró el reloj que estaba sobre el puesto de información y controló la hora para asegurarse de que no era tarde; luego recorrió el vestíbulo con la vista. Habían quedado en encontrarse a las cinco de la mañana ante la cabina de información.

    Era la tercera semana de investigación, y el tiempo era más frío ya. Melissa sabía qué duro sería para Greg levantarse de la cama y dejar el calor y el confort de Helen. Pero él había querido ayudarle. No era ella quien lo forzaba a enfrentarse al frío.

    Sin embargo, aquella mañana, cuando se despertó, Melissa estuvo a punto de telefonear a Greg para decirle que se quedara en la cama. Lo habría llamado, pero la idea de despertar a Helen, de tener que hablar con ella, la detuvo. Melissa se dijo que tenía coraje para bajar al Metro de Nueva York y buscar un asesino, pero no tenía agallas para hablar con Helen después de haberse acostado con Greg.

    Por eso echó a un lado las mantas y se obligó a levantarse, a ducharse y vestirse para pasar otra mañana en el Metro de la ciudad.

    Bostezó y su aliento formó una nube. Hacía más frío de lo que hubiera pensado, incluso en el centro de la estación. Iría por una taza de café y un donut, pensó, al ver que una de las tiendecitas del gran vestíbulo comenzaba a abrir. Tenía que mantenerse ocupada, pues, de lo contrario, tomaría conciencia de la locura y el peligro que entrañaba la idea de buscar a un asesino.

    Cruzó el inmenso vestíbulo buscando a Greg entre unos cuantos hombres que llevaban abrigo y que marchaban apresurados a través del edificio, o bien para ir al trabajo o bien, realmente, para escapar de la Gran Estación Central y de la gente sin techo amontonada en todos los rincones oscuros.

    Luego pensó que hubieran debido ir juntos al centro. Pero entonces él habría tenido que ir hasta Brooklyn a buscarla, o bien ella habría tenido que detenerse en casa de él, cosa que no quería.

    No le había pedido a Greg que no le dijera nada a Helen, pero tenía un poco de temor de que, en su necesidad de ser honesto, le hubiera confesado que se habían acostado en la montaña. Sabía que, en esas cuestiones, los hombres no eran precisamente muy brillantes.

    Compró café y un donut y caminó hacia la taquilla, que estaba cerrada, y se instaló en el mostrador de mármol como si se tratara de una mesa improvisada, sobre la cual dejó el café y desenvolvió el papel encerado que contenía el azucarado donut. Acababa de abrir el paquete cuando se le aproximó uno de los sin techo, envuelto en una manta, y musitó algo. Tenía la mano tendida, mendigaba.

    Melissa se puso tensa y se preparó para defenderse. Estudió la cara de aquel negro, escudriñó sus ojos y se relajó. No era él. Sin embargo, sospechó, no podía estar completamente segura. ¿Quién conocía su verdadera identidad? Volvió a preguntarse cómo diablos le encontrarían, pero luego pensó, como siempre, que él la encontraría a ella. Él necesitaba matarla. Ésa era su gran necesidad, su único deseo.

    Melissa sacudió fríamente la cabeza y el hombre de espaldas encorvadas se alejó dejando tras de sí una estela de penetrante olor a cuerpo sin lavar. Melissa vio que el negro estaba descalzo en aquel día frío de invierno, y que, bajo la gruesa manta, iba desnudo. Sonrió irónicamente al pensar que se iba acostumbrando a aquello, que ya no la lastimaba rechazar mendigos, que se estaba volviendo buena y dura, como cualquier otro neoyorquino.

    Un año antes, pensó Melissa, incluso cuatro meses antes, jamás habría sido capaz de tal cosa. Le habría dado dinero al hombre, así como una tarjeta con información de dónde podía acudir para encontrar un refugio caliente. Habría intervenido en la vida del hombre. Lo habría alentado a que buscara la protección de la agencia o de cualquiera de los otros grupos voluntarios. Pero en aquel momento, el hombre sin techo ya no era asunto de su incumbencia. Ella había dejado el mundo del trabajo social. Caminaba por las calles sin advertir siquiera la presencia de la gente sin techo.

    Además, supuso, pensando en el negro, no la habría escuchado. No habría acudido a un refugio municipal. Él sabía mejor que ella lo peligrosos que eran los refugios.

    Y no era el único. Melissa había visto como la cantidad de gente sin techo aumentaba en las calles de la ciudad a medida que arreciaba el frío. Cada día veía más hombres y mujeres durmiendo en los rincones de los lugares públicos, a la entrada de los edificios. Convertían a Nueva York en una ciudad del tercer mundo. Y ella no podía hacer absolutamente nada para detener esa marea de miseria humana.

    Al regresar del sur decidió que no podía volver a la agencia, comprendió que tenía que dejar su trabajo, apartarse definitivamente de la pobreza, y también apartarse de Greg.

    Había encontrado un trabajo en una agencia de viajes que tenía una oficina en Manhattan, a dos manzanas de la Gran Estación Central. Todo el día, durante todo el otoño, ayudaba a la gente a escapar de Nueva York y a volar a lugares cálidos, exóticos y soleados. Nunca abrigó ninguna duda acerca de su trabajo. Al final del día, se olvidaba de él. Hacía, pensó, lo mismo que la mayoría de la gente. El trabajo era un medio para ganar dinero, y no tenía en sus vidas más importancia que ésa.

    No eran como ella, reflexionó, que estaba allí para salvar el mundo, que experimentaba la necesidad de ayudar a la gente. En realidad, había llegado a comprender que la mayor parte de la gente pensaba que ella era una ingenua por pasarse la vida ayudando a los demás, por ser una trabajadora social y ganar tan poco dinero. Pues bien, eso se había acabado.

    Había dejado de leer los periódicos y de mirar los noticieros televisivos. No quería enterarse de qué cosas terribles habían acontecido en la ciudad. Por la noche, en su casa, leía gruesos libros románticos, de la vida de otras épocas y de países lejanos. Tomó clases de danza y perfeccionó su francés. Había pensado viajar a París en la primavera y pasarse un mes sentada al sol.

    Y también tenía que dejar a Greg. En el viaje de regreso a Nueva York le había dicho que no podían continuar. Ella no iba a destruir su matrimonio. Recordando su propia infancia sin padre, había dicho que no podía «hacerle eso a los niños» y había agregado: «Y Helen no me ha hecho nada. No voy a apartarte de ella».

    Había sido duro vivir con esa decisión sabiendo, además, que la única distancia entre ella y Greg era una llamada telefónica. Greg la amaba, ella lo sabía, y también amaba a Helen. Pero Helen era su esposa, la madre de sus hijos.

    Más difícil de olvidar había sido Adam. Tenía pesadillas acerca del muchacho. Se despertaba gritando, con terror de que hubiera entrado en su piso de Brooklyn para llevársela. Cambió varias veces la cerradura y gastó cientos de dólares en un sistema de alarma, aun cuando sabía que el chico había muerto. Que ella lo había matado. Que ella misma le había partido el cráneo con un cuchillo de cocina. Sin embargo, dormía con una pequeña pistola debajo de la almohada. La pequeña 38 de Kardatzke. La que le había quitado a Adam en la casa-goleta. La había encontrado en la región lumbar del chico. No le había dicho nada de eso a Greg, pero ella sabía que necesitaba el revólver, y lo llevaba consigo en el trabajo, en el Metro. Dormía en Brooklyn con la pistola de empuñadura de marfil bajo la almohada, y aquel metal suave y frío le procuraba una tranquilidad infinita.

    Sin embargo, no pudo hacerse fuerte contra sus recuerdos. Sabía que todo el mundo vivía su vida con alguna pesadilla de la infancia, que por mucho que vivieran, por mucho que se alejaran de su hogar, una sombra iba siempre con ellos. Esa sombra esperaba que se la recordara, esperaba el momento para hacer su fantasmagórica aparición. Melissa quiso creer que en la montaña había dado término a su pesadilla y se había liberado del recuerdo.

    Y lo mismo había creído Greg.


    Hacía cinco meses que habían regresado de la montaña el día en que Greg entraba en la agencia de viajes con un recorte del Post. Era un artículo corto, apenas unas cuantas líneas, donde decía que se había encontrado un cadáver en East River. Era el cadáver de un diplomático latinoamericano en la ONU, que había desaparecido. Había estado de alguna manera implicado con traficantes de drogas, como correo que transportaba droga a Estados Unidos en su valija diplomática. No había ninguna referencia a la mutilación de su cuerpo.

    Greg le habló del corazón que había desaparecido.

    —La policía vino a verme —dijo, acercándose a Melissa y bajando la voz.

    Melissa había abierto un mapa Michelin sobre su escritorio, para hacer ver que estaban programando una gira europea de aquel hombre.

    —Me interrogaron sobre Adam. Nada nuevo. Querían saber si yo me había enterado de algo más, sabes, del sur. O de ti. Pertenecían a la división de Kardatzke, al equipo especial para el tráfico de drogas.
    —Está vivo —dijo Melissa en un susurro, al tiempo que sentía un latigazo de miedo en todo el cuerpo.

    Miró a Greg y mantuvo la mirada, pues así no se pondría histérica. El miedo le invadió el cuerpo en sucesivas oleadas.

    Greg miró a otro lado.

    —Finalmente me dijeron que al hombre le habían arrancado el corazón... —explicó Greg, y se interrumpió.
    —Me encontrará —susurró Melissa, con el convencimiento de que así ocurriría.
    —Va tras Helen —dijo Greg levantando la vista.

    A Melissa se le cerró la garganta y se le dilataron los ojos; no podía respirar, estaba a la espera de la explicación de Greg.

    —La otra noche alguien trató de asaltarla, cuando volvía del trabajo. Era temprano, sabes, apenas las cinco. El Metro estaba lleno de gente.

    Melissa comprobó que le temblaban las manos.

    —Quiere irse de la ciudad —dijo Greg.

    Melissa se dio cuenta de la situación. Sintió vergüenza. Él le había contado a la esposa su aventura con ella, su relación.

    —¿Se encuentra bien? —dijo Melissa en voz baja y con un frío que le paralizaba todo el cuerpo.
    —¡Oh, sí! No sabe nada. Ella cree que sólo se trataba de chicos de escuela secundaria que trataban de cogerla. Se pudo zafar y escapó.
    —¿Los vio?
    —Uno tendría unos catorce años, le pareció. Y era calvo.

    Melissa dejó caer la cabeza entre las manos. Al regresar de la montaña se había llevado consigo al monstruo. «Nunca mueren —pensó—. Nunca mueren.»

    Greg miró en torno. Vio que los otros empleados les miraban. Los teléfonos estaban momentáneamente en calma. La habitación llena de gente estaba en silencio.

    —¿Por qué no nos encontramos más tarde, comemos juntos o algo así? —sugirió él, al verla tan alterada—. No quiero que tengas problemas en tu trabajo.

    Melissa sacudió la cabeza. No se atrevía a almorzar con Greg. Tenía miedo a estar sola con él, miedo a que le pasara algo a Helen mientras ellos comían juntos. Eso era demasiado.

    —Te llamaré a la oficina —Melissa plegó el recorte y lo metió en el escritorio mientras decía—: ¿Me crees?
    —¿Si te creo qué...?
    —... que es un mal antiguo.

    Greg contrajo la cara como siempre que tenía algo difícil que decir.

    —Eso no tiene sentido —dijo por fin, y la miró, desconcertado y abrumado por lo que estaba resultando ser su vida.

    Melissa asintió con la cabeza.

    —Si no lo detengo, matará a Helen. Te matará a ti —dijo Melissa con calma, aunque la cara expresaba el enorme miedo que la embargaba. Y cuando acabó de pronunciar esas palabras, estaba convencida de su verdad. Ambos serían asesinados—. Mata. Anida en el interior del cuerpo y cuando llega el momento oportuno, o cuando se presenta el lugar adecuado, como ocurrió en la montaña, convierte a la gente en asesina. Convirtió en asesino a Adam.
    —¿Y los cuerpos mutilados?

    Melissa asintió y dijo:

    —Así es como escapa. Cuando el cuerpo muere, se va. Necesita otro..., ¿cómo le llaman los médicos a eso?..., otro huésped compatible.

    Greg miró a Melissa con los ojos dilatados, desconcertado, y luego, en voz muy suave, dijo:

    —Melissa, ¿estás loca?
    —¿Lo estoy?
    —¿Por qué diablos esa cosa habría de perseguir a Helen?
    —No persigue a Helen. Me persigue a mí. Por tu causa, persiguió a Helen. Quiere mi alma corrupta.
    —¿Por qué? ¿Porque mataste a Adam?
    —Sabe que soy vulnerable. Sabe que maté a mi hermanita. No soy una buena persona, Greg. El mal no queda impune.
    —¡Por el amor Dios! ¡Nada de esto tiene sentido! —Greg se levantó y se puso la chaqueta—. Tú no mataste a tu hermana. Tú misma me lo has contado.
    —Yo deseaba que se muriera, Greg. Yo tenía trece años, la misma edad que Adam, y yo deseaba que se muriera.

    Melissa tenía la vista baja, hacia los papeles de su escritorio, pero no miraba. El haber comenzado a hablar de aquel tema la había puesto tensa. Sonó el teléfono. Miró la luz intermitente sin poder concentrarse.

    —Yo maté a una criatura inocente, la criatura que era Adam, ¡pero también el mal sabe que yo iba tras él!

    Greg se echó hacia atrás en el duro respaldo de la silla de la oficina, junto al pequeño escritorio metálico de Melissa.

    —Todo lo que estás diciendo es religión de otra época. Estás hablando del diablo. O de un Dios vengador —Greg trataba de dar sentido a las divagaciones de Melissa.

    Ella lo miró.

    —No creo en el diablo. Creo en el mal. La corrupción es una condición humana. La gente es mala. Lo veo a mi alrededor en esta ciudad. ¿Cómo podemos saber que el mal no está creciendo en el Metro de la ciudad, en el mundo húmedo y peligroso que vive debajo de Manhattan? ¿Por qué no puede transmitirse de una persona a otra, como un vulgar resfriado? Lo único que sé con seguridad es que el mal es un organismo vivo. Y sé que me requiere.
    —¿Y por qué a ti?
    —Tú sabes por qué. Hasta ahora, le he mantenido a distancia. He tenido suerte. Ahora me persigue a través de Helen y de ti —replicó Melissa, quien se acercó a Greg, trató de no levantar la voz y le roció la cara mientras hacía silbar las palabras—. Matará a tu mujer para llegar a mí. Te matará a ti para afectarme.

    Él siguió mirándola, como evaluando lo que acababa de decir, y luego respondió con gran sencillez:

    —Te llamaré más tarde.

    Cuando, aquel día, volvieron a hablar, ella ya había decidido qué tenía que hacer. Esa tarde compró todos los periódicos y leyó detenidamente las noticias de la ciudad.

    Buscó informaciones sobre mutilación de cuerpos, pero no encontró ninguna referencia a que las víctimas hubieran sido mutiladas o descuartizadas de alguna manera. Sabía que el New York Post no diría nada a sus lectores. Sin embargo, sabía cómo leer entre líneas. En los dos días siguientes, encontró otras muertes sospechosas. Comenzó a recortar los artículos y formó con ellos un archivo.

    La policía hablaba de un asesino múltiple que operaba libremente en el Metro de Nueva York. No había protesta pública. Las víctimas eran prostitutas de la Séptima Avenida, chicos de las afueras, sin conexiones familiares, en su mayoría gente sin techo.

    Un asesino múltiple, pensó Melissa con ironía. Eso habría sido una bendición. No era un asesino múltiple. En su casa, en su piso, señaló en un plano de la ciudad los sitios donde se habían producido los asesinatos. En menos de dos semanas había localizado el origen. Sabía dónde vivía. Llamó a Greg al trabajo y le dijo por dónde tenían que empezar a buscar.

    El mismo día la habían regañado en la agencia de viajes, le habían dicho que no prestaba atención a su trabajo. El jefe incluso descubrió su archivo sobre víctimas de asesinato en la ciudad. Le dijo que perdía demasiado tiempo en esa «locura». Melissa percibió la cautela en los ojos de aquel hombre. Tenía miedo. Melissa no presentó objeciones. Era verdad. Para ella el trabajo no significaba nada. Tenía problemas mucho mayores. Problemas de vida o muerte. De su vida.

    Greg y ella comenzaron a encontrarse al alba para buscar en los túneles bajo la Gran Estación Central. Ella sabía que allí estaba, esperándola.


    Melissa vio a Greg cruzar el vestíbulo. Iba envuelto en ropa apropiada para protegerse del mal tiempo, y ella salió de la sombra para que pudiera verla. Él saludó con la cabeza y, con un gesto le indicó que debían bajar al nivel inferior, donde los trenes entraban a la Estación Central. Tenía la cara envuelta en una brillante bufanda roja. Otra vez le fastidiaba que no la mirara, que evitara el contacto de sus ojos. Que la castigara. Aún estaba enfadado porque ella había roto las relaciones al regresar a Nueva York. Era su pequeña e iracunda manera de ponerse en el mismo nivel. Su conducta la decepcionaba.

    —¿Lista? —preguntó Greg.

    Ella inspiró profundamente, tratando de ser comprensiva, y advirtiendo, también, que él no le ayudaría. Ella era la única que tenía la peregrina idea de que lo encontrarían en las tripas de la ciudad. «Allí es donde se siente a salvo —había tratado de explicarle a Adam—. En el Metro está en su mundo.»

    —Creí que sería más bien Trump Tower, con Donald.
    —Allí iremos la próxima vez —respondió ella, con humor.

    Bajaron juntos la rampa de mármol de la Gran Estación Central hasta el nivel inferior, luego cruzaron la zona de espera y se dieron prisa para llegar a las puertas.

    En ese momento aparecieron los trenes. Una oleada de viajeros apresurados llenó de repente el vestíbulo inferior. Iban a trabajar. Greg se hizo a un lado y dejó que la marea pasara mientras ellos continuaban avanzando.

    Ese día, una vez más, iban a los subsótanos de la terminal, a mucha profundidad. Sólo los habían detenido una vez, y entonces Greg mostró su identificación al policía del Metro-Norte y explicó que estaban vigilando a la gente sin techo.

    A Melissa no le preocupaba la policía. Los que le daban miedo eran los sin techo, eran los más desesperados, los más trastornados. Ella sabía que todo aquel profundo submundo se había retirado al húmedo mundo subterráneo porque estaban demasiado locos como para poder sobrevivir en las calles. Supuso que había quienes hacía años que no salían a la superficie, que vivían como roedores, de los despojos que recogían de los trenes aparcados durante la noche en la vasta red de vías de aquel sector de la ciudad.

    Melissa se estremeció. No estaba segura si a causa del frío que arreciaba en los largos y oscuros túneles o a causa del miedo. Apretó el paso para estar más cerca de Greg, buscó en el bolsillo de su abrigo acolchado y palpó la empuñadura suave y resbaladiza de la pequeña pistola de calibre 38.

    Debía haberle dicho a Greg que iba armada, supuso, pero también sabía por qué no lo había hecho. El no le habría permitido coger la pistola. «¡Bernard Goetz!», habría gritado en tono de advertencia.

    —¿Greg? —dijo Melissa, y su voz se perdió a lo lejos, rebotando en la oscuridad.

    Como siempre, se sorprendió ante el sonido de su propia voz. En los túneles del Metro, su voz se repetía en un eco tras otro, se alejaba de ella y se perdía en el infinito.

    De pronto, la sorprendió una rata. Corrió hacia ellos sobre acero frío y húmedo del largo raíl con la habilidad de una bailarina. La linterna de Greg la enfocó. El roedor tenía el tamaño de un perrito de las praderas. Era como las que había visto desde las ventanas de su motel de Texas, las que había visto atravesar el descampado que se abría allende los edificios. A la luz de la linterna, los ojos de la rata eran rojos.

    Greg le cogió el brazo.

    —¿Qué es eso? —preguntó ella a la vez que se soltaba de la mano de Greg.
    —Nos hemos perdido.

    Greg no podía controlar el miedo, que le había arrebatado la capacidad de razonar. Se estaba comportando mal, lo sabía, pero no podía evitarlo.

    —¡Mira! —dijo ella—. Ya hemos hecho antes todo esto.
    —Veo luces.

    Melissa miró hacia adelante y vio, no muy claro, algo como un bulto.

    —De acuerdo —dijo ella—, sigamos.
    —¡No! —insistió Greg—. Volvamos.

    Melissa se soltó e hizo que la siguiera hacia la luz.

    Él resistió un instante. Luego comenzó a caminar. Tenía miedo de caer en el barro y los charcos de agua que había entre los raíles. Alentó la esperanza de que la luz correspondiera a una salida. Por un instante tuvo la visión de estar en la superficie, de ver el cielo de invierno, lleno de hollín, y las calles llenas de gente de la ciudad de Nueva York. Irónicamente, aquellas excursiones a las profundidades de la ciudad le habían hecho apreciar el tráfico de superficie.

    Cuando llegaron a la luz, advirtió de inmediato que no se trataba de una salida, sino del fuego que, en aquellas profundidades, había encendido una persona sin techo, envuelta en ropas. El fuego ocupaba una rocosa caverna urbana, hecha de desechos de vías férreas y trozos de chatarra. Las llamas, de brillantes tonalidades rojas y anaranjadas, iluminaban las húmedas paredes de piedra. Greg pensó que su aspecto era tan extraño como el de una caverna prehistórica.

    Además de aquella figura agazapada, había bolsas de la compra con las miserables pertenencias de la mujer. Alimentaba el fuego con madera de desecho, con vieja y extraña basura de los túneles subterráneos. La llama chisporroteaba con cada pieza de nuevo combustible.

    Greg pensó cuánto de medieval había en aquella escena. Cogió a Melissa por un brazo para apartarla de la mujer, para no perturbar a ésta. Era un personaje de los hermanos Grimm, la vieja bruja de Hänsel y Gretel. La mujer acuclillada levantó la vista y les sonrió. Era la Loca Sue.

    Melissa apretó los dedos alrededor de la pistola.

    No, no era la Loca Sue. No podía ser. Era simplemente una vieja más de las sin techo. Después de meses de vivir en el mundo subterráneo de Nueva York, todos tenían ese aspecto extraño y ese aire de locos.

    Los dedos de Melissa se relajaron sobre la empuñadura de marfil.

    —Vayámonos —instó Greg—. Vayámonos de una vez de aquí.
    —No —dijo, y se quedó mirando a la mujer, observándola.

    Comprobó que no se había equivocado. Era la Loca Sue. Había ido tras ella.

    —¡Tú! —murmuró, adelantándose.
    —¡Mel! —Greg le dio alcance.

    La Loca Sue sonrió a la luz saltarina del fuego y Melissa vio los mismos fríos ojos grisplateados. Los ojos de Adam.

    Sacó la pequeña pistola de su bolsillo profundo y disparó a la vieja. Le dio dos veces. La vio girar sobre sí misma y caer de cara sobre la llama.

    —¡Oh, Dios mío, Melissa! —dijo Greg, que pasó corriendo junto a Melissa para sacar del fuego a la anciana.

    Melissa cogió la linterna de donde Greg la había dejado y corrió hacia adelante por el túnel oscuro, corrió hacia las próximas luces sombrías.

    Greg la llamó, le gritó que se detuviera. Su voz resonó en las paredes. Melissa no contestó. Ella sabía que él la seguiría. Oyó el crujido que producían sus pies sobre la grava que servía de base a los raíles, y barrió con la linterna un ángulo de trescientos sesenta grados. El delgado haz de luz rebotó en las paredes y encontró a Greg.

    Melissa iluminó directamente el rostro de Greg. Vio sus ojos. Se percató con terror de que había cometido una equivocación. Lo había dejado solo. No había pensado...

    ¡Por supuesto! ¡Por supuesto! El mundo que la rodeaba se ralentizó. El tiempo se estiró. La Loca Sue lo había llevado a Nueva York, a su mundo subterráneo. Y éste la había atrapado.

    —¡No! —exclamó mientras llevaba la mano a la pistola.

    Tropezó en las travesías de madera y trastabilló hacia atrás. Sabía que la horrible mujer que estaba junto al fuego había muerto, el corazón devorado.

    Greg cayó sobre ella y le cogió la garganta.

    Ella levantó la pierna y lo golpeó en la entrepierna. Vio los ojos del hombre. Ahora eran los ojos de Adam. Los mismos plateados ojos fríos. Los ojos del mal.

    Apoyó la pistola sobre el lado izquierdo de Greg, apuntándole al corazón.

    —¡No, no hagas eso! —rogó él.

    Ella trató de hablar, de susurrar que lo lamentaba. Que él había llegado para matarla. Pensó en el estribillo que repetía la Loca Sue: «El mal está en todas partes. En las colinas. En la calle. Junto a ti en tu asiento». Apretó el gatillo y la pequeña pistola disparó. Por entre el espeso abrigo, la explosión quedó muy amortiguada.

    Los dedos de Greg aflojaron la presión sobre el abrigo de Melissa, y eso le dejó un instante de libertad que aprovechó para rodar hacia un lado y alejarse de su amante moribundo. Con el movimiento cayó en un charco de agua, pero libre del hombre. Gritó, pero de su garganta no surgió sonido alguno. Finalmente, se alzó sobre las rodillas.

    Melissa temblaba de miedo y de frío y, encogiéndose y abrazándose a sí misma, se forzó a darse la vuelta y mirar hacia atrás, al sitio donde yacía Greg boca abajo en medio del barro y la grava.

    —¡Oh, Dios mío! —susurró—. ¡Oh, Santo Cielo!

    Se irguió y se echó hacia atrás, llorando de dolor y sabiendo que tenía que salir del túnel. Tenía la linterna al alcance de la mano. Su haz luminoso hendía la oscuridad del túnel.

    Melissa la cogió, se puso de pie y corrió, a trancas y barrancas, siguiendo los raíles, hacia una única luz roja y, supuso, una escalera que le permitiría subir a la calle. Recordó haber leído cómo se evacuaba a los pasajeros de trenes averiados bajo Park Avenue.

    Mientras corría pensó que debía haberse parado a comprobar si Greg estaba muerto, pero no tuvo valor para mirarle la cara, para verle sin vida. Con el tiempo, lo sabía, ésa sería otra pesadilla que cargar, otro recuerdo del que huir.

    Melissa llegó a la escalera de metal, guardó la pistola del policía en el bolsillo y trepó por la escalera de caracol hasta la tapa de acceso.

    Tuvo que emplear la espalda y los hombros para levantar la pesada tapa de metal, pero lentamente, con gran esfuerzo y presa de la desesperación, quitó la tapa y salió a la brillante luz del sol invernal. Estaba en la calle Cincuenta con Park, justo en medio de la intersección de ambas arterias. Por encima pasó un coche e hizo sonar la tapa de acceso.

    Desesperada, Melissa empujó la tapa y antes de que otro coche cruzara la calle, saltó y salió al centro mismo del ajetreado cruce, en aquel día frío y ventoso.

    Corrió. Dejando atrás el agujero sin tapa, enfrentó los coches y corrió hasta la acera, para desaparecer en el torrente de tráfico de a pie. Corrió para alejarse de la Gran Estación Central y de la multitud de individuos sin techo.

    Se dirigió hacia la Quinta Avenida, a través de Madison. Caminaba a toda prisa, como los otros trabajadores urbanos. Una manzana más adelante, vio que la gente se apartaba de ella.

    Ella sabía que estaba llorando, aunque no sabía por qué. Pero no dejó de caminar, deprisa por llegar a la Quinta Avenida, por dejar atrás los cadáveres que había abandonado bajo Park.

    Giró hacia la Quinta Avenida y se dirigió hacia la parte baja de la ciudad. El día era claro y limpio, el sol brillaba gloriosamente. Al levantar la vista, las lágrimas en sus ojos y la luz todavía baja de la mañana le dificultaron la visión. Sacó varios pañuelos de papel del bolsillo del abrigo, se enjugó los ojos y se sonó la nariz.

    Aminoró un poco la velocidad, pues iba perdiendo fuerzas. No podía dejar de temblar. Estaba empapada en transpiración. Miró el escaparate de Fortunoff y se vio allí reflejada.

    Parecía una miserable.

    Se miró en el hermoso escaparate de la tienda. Se estudió el rostro, sucio de hollín y surcado de lágrimas. Se miró los ojos para comprobar si tenían el gris que delataba el mal. En ese mismo instante decidió que, en caso afirmativo, se suicidaría. No podía seguir haciendo daño a otros, trayendo más miseria a un mundo ya miserable. Su mano cogió el arma en el fondo del hondo bolsillo.

    Se miró. No descubrió la imagen de la muerte. La antigua plaga se había detenido.

    Se apartó del escaparate e inspiró profundamente. Se sentía bien. Había sobrevivido. Había dado caza al acechante flagelo.

    Pasó junto a un ciego que estaba de pie ante una tienda de la Quinta Avenida. Tenía junto a él un perro echado y vendía lápices. Le miró la cara. El hombre tenía ojos abiertos, sin vista e inocentes. Hurgó en el abrigo, cogió un puñado de dinero y metió los billetes en la pequeña lata del ciego.

    El hombre murmuró su agradecimiento y su aliento frío formó un vaho. En respuesta, ella le agradeció, y el hombre frunció el entrecejo sin comprender.

    —Gracias por ser usted —le dijo, sin saber cómo podría explicar lo que significaba para ella prestar ayuda a un hombre bueno.

    Se alejó bruscamente. Se sentía muchísimo mejor y pasó junto a la Trump Tower en el momento en que un aluvión de personas salía atropelladamente del edificio en busca de las lujosas limusinas aparcadas en la curva.

    Una mujer con un abrigo de visón la miró y frunció el entrecejo con aprensión ante su proximidad. Melissa se dio cuenta del aspecto que tenía, completamente envuelta en ropas y con la suciedad de los túneles. Tenía el aspecto de cualquier otra chiflada sin techo, como la propia Betty Sue.

    Pero ella no estaba loca. Sonriendo, se pensó como un ángel vengador que había venido a terminar con el mal del mundo, a liberar al mundo de la gente mala, como Adam o como Greg.

    Caminó en torno a la mujer rica y vio sus ojos, vio la reacción de aquellos fríos ojos de color gris plateado ante su rostro sucio, ante su cuerpo envuelto en ropa sucia.

    Melissa captó también las caras de los demás, vio a hombres y mujeres, todos ricos, vestidos de seda y gamuza y con hermosas pieles de animales. Los rostros eran diferentes, pero todos los ojos contaban la misma historia.

    Hundió la cara en la espesura de su abultada parka y se abrió paso a través de los ricos residentes de la Trump Tower mientras los dedos tanteaban la pistola calibre 38, pensando con placer en que acababa de empezar el verdadero trabajo de su vida. Un trabajo que haría en silencio y con astucia.


    Fin



    Título original: Child of Shadows
    Año: 1990

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)