CUANDO EL MARIDO SE ENAMORA
Publicado en
agosto 10, 2014
De un día para otro, Roberto empezó a llegar tarde, se encerraba en su biblioteca y ponía siempre el mismo disco. Y Eulogia, con toda la dulzura de que fue capaz, le preguntó: "¿Qué te pasa?".
Por Elizabeth Subercaseaux.
Esa disculpa tan usada, a la cual casi todos los maridos han echado mano alguna vez: "No es lo que tú crees, porque solo se trata de una aventura sin importancia", enfurece a la mayoría de las mujeres. Pero casi siempre es cierta. No era lo que uno creía, solo se trataba de una aventura sin importancia, así que bien podría haberse evitado el llanto, los jarrones por la cabeza, los "vete a la casa de tu mamá, debajo de la cama están tus pantuflas", y las depresiones. Es que respecto a las mujeres (sobre todo de las otras mujeres), los hombres son muy parecidos a los niños con los chocolates. Pon un chocolate sobre una mesa, al alcance de un niño, y dime cuántos son los niños que van a decir: "No, no me lo como, porque ya almorcé y me puede caer mal al estómago. ¡Ni uno!".
En el caso de los hombres, los enamoramientos pasajeros se llaman "canitas al aire", "tonterías", "momento de debilidad", "siete años de matrimonio y la misma cama, el mismo niño llorando en las noches, la misma señora gorda porque acaba de dar a luz". Ellos son los que no logran meterse en la cabeza que ese niño no se hizo solo o porque la señora se comió un helado; él también tuvo algo que ver en el asunto. Pero en vez de pasear a su niño, de darle el biberón o cambiarle los pañales, se da una "canita al aire", que por una noche lo hace creer que no tiene señora, ni niño, ni casa, ni ninguna responsabilidad.
Otra cosa muy diferente es cuando el marido se enamora. ¡Madre santa! Ese es otro tema.
Le ocurrió a la tía Eulogia.
Hasta los 35 años y mientras Eulogia pasaba sus días dedicada a la crianza de los hijos, Roberto se consolaba de los pañales, las noches sin descanso y su señora gorda, en los brazos de la flaca de la esquina. Y Eulogia, que siempre lo pillaba, lo recibía de regreso tirándole los platos, expulsándolo de la casa y gritándole a la cara que era un perejiliento de la peor especie y sin remedio conocido. Después se pedían perdón, él le juraba que el romance con la flaca no era lo que ella creía, sino una aventura sin importancia, un momento de debilidad, y entonces hacían el amor y la vida seguía su curso.
Pero cuando Eulogia cumplió 35 años, pasó algo que cambiaría para siempre su visión del amor, del matrimonio y, desde luego, de Roberto. Algo que al principio no lograba explicarse. Aquello no estaba contemplado en la ecuación de su relación. Era brutal e incomprensible. Como si a Roberto lo hubiese atacado un mal desconocido.
Todo fue así: de un día para otro, Roberto empezó a llegar cada día más tarde y con una cara de cansancio preocupante. Se encerraba en la biblioteca y ponía siempre el mismo disco... "Que no somos iguales dice la gente, que tu vida y la mía se van a perder". Eulogia lo escuchaba cantar, y acercaba un ojo a la ranura de la llave para observarlo... "Que yo soy un canalla y que tú eres decente, que dos seres distintos no se pueden querer". Entonces golpeaba la puerta y, al ver que Roberto no tenía la menor intención de abrirle, le preguntaba desde el otro lado:
—¿Me puedes decir qué te pasa?
Y Roberto seguía entonando su canción, como si estuviera solo en el mundo. "Que no somos iguales qué nos importa, nuestra historia de amores tendrá que seguir, pero alguien me dijo que la vida es muy corta y esta vez para siempre he venido por ti".
La cosa se puso color de hormiga cuando Roberto empezó a levantarse a las tres de la mañana para bajar a su escritorio y ahí permanecía hasta el amanecer. Y una canción tras otra. "¡Y vámonos! Donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal. Y vámonos, alejados del mundo, donde no haya justicias ni leyes, ni nada, no más nuestro amor".
Después, Roberto perdió el apetito y comenzó a bajar de peso. Pero el acabose se produjo cuando Eulogia se dio cuenta de que su marido estaba triste, hablaba de morirse, que no tenía ganas de seguir en este mundo. Hasta que una noche, ella le sirvió una copa de vino, se le sentó al lado, le tomó una mano y con toda la dulzura de que fue capaz, le preguntó:
—¿Qué te pasa?
Y fue entonces cuando Roberto soltó su verdad:
—Estoy enamorado.
No sería exagerado decir que a Eulogia se le vino el mundo abajo, sintió que sus piernas se licuaban y el alma se le partía en dos: una quería matarlo y la otra comprenderlo.
El día siguiente fue el peor de su vida. Sabía que a Roberto le estaba pasando algo distinto, nuevo, trágico para ella. Y, curiosamente, a las ganas de asesinarlo sobrevino una profunda necesidad de salvar su matrimonio como fuera. Pero, ¿cómo se atrae a un marido enamorado de otra? Sus amigas la aconsejaban:
—Echalo de la casa. Divórciate antes que aparezca el odio.
—Ten un amante para darle celos —le decía otra.
Pero Eulogia no quería hacer ninguna de esas cosas y, finalmente, optó por hacer lo que a ella le pareció mejor: citó a Roberto a un café y le anunció que se iba al sur del país por un mes, que le dejaba la casa, los niños, la Domitila y todo lo demás.
—Puedes vivir tu amor tranquilo, hasta que pase, pero yo necesito estar sola y pensar. Si no pasa, está bien, podemos divorciarnos, y si pasa y yo sigo disponible, podemos volver a conversar.
—¿Te vas? ¿Y los niños?
Luego de explicarle que los niños eran de los dos, que él era el papá y por lo tanto perfectamente capaz de hacerse cargo de sus hijos por un mes, hizo su maleta, les dijo a los niños que estaría fuera un tiempo corto por razones de trabajo, y se fue.
No lloró a mares hasta encontrarse dentro del tren.
Un mes más tarde, llegó de sorpresa a su casa. Quería ver a los niños y enterarse de cómo andaban las cosas sin ella. Los niños estaban mejor que nunca, casi se ofendió al ver que no solo no la habían echado de menos, sino que Roberto había tomado en serio su rol de papá, se preocupaba por ellos, los iba a dejar al colegio, volvía a la casa a la hora del almuerzo, se quedaba un rato haciendo tareas con los dos más pequeños y, a las siete en punto, estaba devuelta para cenar con ellos. Los fines de semana los llevaba al teatro, a los títeres, al Manpato, donde había ruedas y caballitos que giraban. En resumen, hizo el papel de mamá y papá tan bien, que los niños ni se acordaron de ella. Y con la ayuda de la Domitila, que no se movió del lado de los niños ni para ir a comprar el pan, la casa funcionó como nunca antes.
Eulogia se preguntó qué pasó con la enamorada de Roberto. Alicia, que así se llamaba ella, se mostró encantada cuando Roberto le dijo que Eulogia se había ido.
"Esta es la mía", pensó, "me han dejado la cancha libre".
¡Qué manera de equivocarse! ¿Cancha libre? Había que ser loca para pensar así. Nunca estuvo Roberto más ocupado, lleno de cosas, corriendo de un lado para otro: las cuentas, el jardinero, la tintorería, el supermercado, la carnicería, las clases de tenis de uno de los niños, las de danza de Eulogita; que a la Domitila se le había terminado el aceite de oliva y había que salir corriendo a comprarlo para la cena...
La realidad es que a Alicia la vio un rato al día siguiente de la partida de Eulogia y no la volvió a ver. Ella lo llamaba amorosa y él siempre le decía lo mismo:
—Ahora no puedo, no tengo ni un minuto de tiempo.
Ella insistía y él le rogaba que tuviera paciencia. Ella le dejaba recados y Roberto no tenía un segundo para devolverle las llamadas. Hasta que ella se aburrió y le mandó una carta con tinta verde, insultante, terrible, y el asunto murió ahí.
El día de su regreso era un domingo, y Eulogia, que pensaba encontrarlos a todos en la cama, en medio del desorden y el caos, se encontró con que Roberto había llevado a los niños al zoológico y la casa brillaba como un espejo.
—No nos ha hecho falta —le dijo la Domi —, pero estoy feliz de que haya vuelto, y déjeme decirle que don Rober ni ha visto a la lagarta esa. Y los discos que escuchaba se los regaló al jardinero... ¿Se va a quedar?
—Creo que no —dijo Eulogia.
Y no se quedó. De hecho vivieron un tiempo separados y Roberto pasó los próximos meses haciendo méritos y arrodillado a sus pies. El día que Eulogia le dijo: "No tienes por qué pedirme tanto perdón, porque enamorarse no es ningún pecado", Roberto se prometió reconquistar a su mujer ¡como fuera!
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JULIO 03 DEL 2007