AUTORIZACIÓN PARA DELINQUIR (Robert Sheckley)
Publicado en
agosto 10, 2014
Tom Fisher no tenía la menor idea de que estaba por comenzar su carrera criminal. Era la mañana. El enorme sol rojo asomaba ya por el horizonte, arrastrando a su pequeño colega amarillo. La aldea, diminuta y precisa, centelleaba bajo los dos soles del verano.
Tom despertó en el interior de su cabaña. Era un joven alto y bronceado; había heredado de su padre los ojos ovales y de su madre la actitud tranquila frente al esfuerzo.
No tenía prisa; no habría pesca hasta que llegaran las lluvias otoñales y, por lo tanto, el trabajo era escaso para los pescadores. Hasta el otoño no tenía nada que hacer, salvo haraganear y remendar sus utensilios de pesca.
Desde su cabaña, oyó que Billy Painter gritaba:
—¡El techo tiene que ser rojo!
—¡Las iglesias nunca tienen techos rojos! —gritó a su vez Ed Weaver.
Tom arrugó el ceño. Al no tener en ello arte ni parte, había olvidado los cambios acaecidos en la aldea durante las últimas dos semanas. Se puso unos pantalones y salió camino de la plaza.
Lo primero que vio al llegar fue un gran letrero, en donde se leía: NO SE PERMITE LA PRESENCIA DE EXTRAÑOS DENTRO DE LOS LIMITES DE LA CIUDAD. No había un solo extraño en todo el planeta de Nueva Delaware. No había sino bosques y esa única aldea. El letrero era sólo cuestión de política.
La plaza, en sí, incluía una iglesia, una cárcel y una oficina de correos, todas ellas construidas frenéticamente en las dos últimas semanas y emplazadas en una sola hilera frente al mercado. Nadie sabía qué hacer con esos edificios; la aldea se las había arreglado muy bien sin ellos por más de doscientos años. Pero ahora había sido necesario construirlos.
Ed Weaver, de pie frente a la nueva iglesia, miraba hacia lo alto. Billy Painter mantenía un precario equilibrio en el techo inclinado, con el bigote rubio estremecido por la indignación. Alrededor se había reunido una pequeña multitud.
—Demonios, hombre —decía Billy Painter—, te digo que la semana pasada estuve leyendo algo sobre eso. Todo blanco, va bien. Techo rojo, jamás.
—Te estás confundiendo con otra cosa —dijo Weaver — ¿Qué opinas, Tom?
Tom se encogió de hombros; no tenía opinión alguna que ofrecer. En ese preciso instante apareció el Mayor, saludando efusivamente, con la camisa flameando sobre la enorme panza.
—Baja —indicó a Billy—. Acabo de averiguarlo. Es la Pequeña Escuela Roja, y no la iglesia.
Billy puso cara de enojado. El malhumor era su característica. Todos los Painter eran así. Pero desde que el Mayor lo nombrara jefe de policía, la semana anterior, se había convertido en un caprichoso hecho y derecho.
—Aquí no tenemos escuela —arguyó, bajando por la escalera de mano.
—Tendremos que construir una —dijo el mayor—. Y habrá que darse prisa.
Echó una mirada al cielo y la multitud, involuntariamente, lo imitó. Pero aún no había nada a la vista.
—¿Dónde están estos muchachos, los Carpenter? —preguntó el Mayor —Sid, Sam, Mary, ¿dónde están ustedes?
La cabeza de Sid Carpenter apareció entre la multitud. Todavía llevaba muletas, pues el mes anterior había caído de un árbol por buscar huevos de pájaros; ninguno de los Carpenter servía para trepar árboles.
—Los demás están en la taberna de Ed Beer —dijo Sid.
—¿Y dónde, si no? —observó Mary Waterman de entre la multitud.
—Bueno, reúnelos —dijo el Mayor—. Tienen que construir una escuela y a prisa. Diles que la ubiquen detrás de la cárcel.
Y volviéndose hacia Billy Painter, que ya había llegado al suelo, agregó:
—Billy, pinta esa escuela en rojo bien brillante, por dentro y por fuera. Es muy importante.
—¿Cuándo me darás la insignia de jefe de policía? —reclamó Billy—. He leído que los jefes de policía siempre tienen insignias.
—Hazte una —indicó el Mayor, secándose la cara con los faldones de la camisa—. ¡Qué calor! Ese inspector podría haber venido en invierno. ¡Tom, Tom Fisher! Te tengo reservado un puesto muy importante. Ven y te lo explicaré.
Rodeó con su brazo los hombros de Tom y ambos se dirigieron hasta la cabaña del Mayor, pasando por el mercado vacío, por la única ruta pavimentada de la aldea. En otros tiempos el camino era de polvo afirmado. Pero los otros tiempos habían acabado hacía dos semanas y ahora la ruta estaba pavimentada con pedregullo. Caminar descalzo por allí era tan incómodo que los aldeanos preferían cruzar a través de las propiedades privadas. El Mayor, en cambio, utilizaba la ruta por cuestión de principios.
—Oiga, Mayor, estoy de vacaciones y…
—Nadie puede tomarse vacaciones en estos momentos —dijo el Mayor—. Ese hombre vendrá cualquier día de éstos.
Hizo pasar a Tom al interior de su cabaña y se instaló en el gran sillón, situado muy cerca de la radio interestelar.
—Tom —dijo el Mayor, directamente—, ¿te gustaría ser criminal?
—No sé —respondió Tom —¿Qué es un criminal? El Mayor se agitó incómodo en su sillón, posando una mano sobre la radio como símbolo de autoridad.
—Es así —dijo, y empezó a explicarle.
Tom prestó atención. Pero cuanto más oía, menos le gustaba la cosa. Debía ser culpa de la radio interestelar. ¿Por qué no se habría descompuesto?
Nadie habría creído que estuviera en condiciones de funcionar. Aquel último vínculo con la Madre Tierra había juntado polvo en esa oficina, de Mayor en Mayor, a través de muchas generaciones. Doscientos años atrás, la Tierra hablaba con Nueva Delaware y con Ford IV, o Alfa del Centauro, o Nueva España, o cualquier otra de las colonias que constituían las Democracias Unidas de la Tierra. De pronto, todas las conversaciones se interrumpieron.
El Planeta Madre parecía estar en guerra. Nueva Delaware, con su única aldea, era demasiado pequeña y estaba demasiado lejos para tomar parte. Aguardaron noticias, pero jamás las hubo. Finalmente, una peste asoló la aldea, llevándose las tres cuartas partes de sus habitantes.
Lentamente, la aldea recuperó la salud. Los pobladores adoptaron sus propios modos de hacer las cosas y acabaron por olvidar a la Tierra. Pasaron doscientos años. Y de pronto, hacía dos semanas, la antigua radio había surgido a la vida, tosiendo. Durante varias horas, gruñó y escupió estática, mientras todos los aldeanos aguardaban en torno a la cabaña del Mayor. Por último, se oyeron algunas palabras:
—¿…oírme, Nueva Delaware? ¿Puede oírme?
—Sí, sí, le escuchamos —dijo el Mayor.
—¿Existe aún la colonia?
—Claro que sí —respondió el Mayor, orgulloso. La voz tomó entonces un tono severo y oficial:
—Durante cierto tiempo no ha habido contacto con las colonias exteriores, debido a las condiciones inestables reinantes aquí. Pero eso ha terminado, con excepción de algunos operativos de limpieza. Ustedes, los de Nueva Delaware, son todavía una colonia de la Tierra Imperial y están sujetos a sus leyes. ¿Reconocen esa condición?
El Mayor vaciló. Todos los libros se referían a la Tierra bajo el término de Democracias Unidas. Bueno, en dos siglos los nombres podían cambiar.
—Seguimos leales a la Tierra —dijo el Mayor, con mucha dignidad.
—Magnífico. Eso nos evitará el problema de enviar una fuerza expedicionaria. Les despacharemos un inspector residente desde el punto más próximo, para averiguar si ustedes responden a las costumbres, instituciones y tradiciones terrestres.
—¿Qué? —dijo el Mayor, preocupado. La voz severa se volvió chillona.
—Como comprenderá, no hay lugar sino para una sola especie inteligente dentro del Universo: ¡el hombre! Todas las demás deberán ser suprimidas, barridas, aniquiladas. No podemos tolerar extraños a nuestro alrededor. No dudo que usted me entiende, general.
—No soy general, sólo Mayor.
—Está a cargo de todo, ¿verdad?
—Sí, pero…
—En ese caso es general. Permítame continuar. En esta galaxia no hay lugar para extraños. ¡No hay lugar! Tampoco para culturas humanas pervertidas, las cuales, por definición, son extrañas. Es imposible administrar un imperio donde cada uno hace lo que le da la gana. Tiene que haber orden. No importa el precio a pagar.
El mayor tragó saliva y miró fijamente la radio.
—Asegúrese de tener a su cargo una colonia terráquea, general, sin desviaciones radicales a nuestras normas, como por ejemplo el libre albedrío, el amor libre, las elecciones libres o cualquiera de las cosas proscriptas. Esas cosas son extrañas y somos muy rudos con lo extraño. Ponga en orden su colonia, general. El inspector lo visitará en dos semanas. Es todo.
Los aldeanos se reunieron inmediatamente en asamblea, para decidir cómo ajustarse a las indicaciones de la Tierra. La única solución era amoldarse inmediatamente a las normas terráqueas que enseñaban sus libros antiguos.
—Pero no veo por qué tiene que haber un criminal —dijo Tom.
—Esa es una parte muy importante de la sociedad terráquea —explicó el Mayor—. En eso, todos los libros se muestran de acuerdo. El criminal es tan importante como el cartero, digamos, o como el jefe de policía. A diferencia de ellos, el criminal se ocupa de la tarea antisocial. Trabaja contra la sociedad, Tom. Si no hubiese gente que trabajara contra la sociedad, no podría haber gente que trabajara a favor de ella y todos ellos quedarían sin trabajo.
—Sigo sin entender —insistió Tom, meneando la cabeza.
—Sé razonable, Tom. Hemos de tener ciertas cosas. Como rutas pavimentadas, por ejemplo. Todos los libros las mencionan. E iglesias y escuelas y cárceles. Y todos los libros nombran a los delincuentes.
—No lo haré —dijo Tom.
—Ponte en mi lugar —rogó el Mayor—. Ese inspector viene y se encuentra con Billy Painter, el jefe de policía. Pregunta por la cárcel. Y después dice: «¿Y los prisioneros?» Y yo contesto: «No hay, por supuesto. Aquí no tenemos delincuentes.» Entonces él dice: «Pero en todas las colonias terráqueas hay delincuentes y usted lo sabe.» Y yo tengo que responder: «Ni siquiera sabíamos qué es eso, hasta que busqué la palabra en el diccionario, la semana pasada.» «Y para qué tienen entonces esa cárcel,» va a preguntar el inspector; «¿Para qué nombran jefe de policía?»
El mayor hizo una pausa para tomar aliento.
—¿Te das cuenta? Todo se vendría abajo. Se daría cuenta en seguida que no somos como los terrícolas, que estamos fingiendo. ¡Que somos extraños!
—¡Hummm! —farfulló Tom, impresionado a pesar de sí mismo.
—De este otro modo —prosiguió el Mayor, con rapidez—, yo podré decirle: «Claro que tenemos delincuentes, igual que en la Tierra. Tenemos una combinación de ladrón y asesino. El pobre muchacho tuvo una mala crianza y está inadaptado. Empero, nuestro jefe de policía tiene algunas pistas y confiamos arrestarlo en el curso de veinticuatro horas. Lo pondremos en la cárcel, después lo rehabilitaremos.»
—¿Y qué es rehabilitar? —preguntó Tom.
—No lo sé muy bien. Ya me preocuparé por eso cuando llegue el momento. Pero ahora, ¿comprendes lo necesario que es el delito?
—Creo que sí. Pero ¿por qué tengo que ser yo?
—Los demás están muy ocupados. Y tú tienes ojos pequeños. Todos los delincuentes tienen ojos pequeños.
—Los míos no son tan pequeños. No más que los de Ed Weaver.
—Tom, por favor —dijo el Mayor—. Cada uno está haciendo lo suyo! Tú también quieres ayudar, ¿no?
—Supongo que sí —repitió Tom, a desgana.
—Bien. Serás nuestro delincuente. A ver, legalicémoslo.
Y así diciendo entregó a Tom un documento en donde se leía: AUTORIZACIÓN PARA DELINQUIR.
Conste por la presente que Tom Fisher está autorizado como Ladrón y Asesino. Por lo tanto, se le permite acechar en callejones oscuros, rondar por sitios de mala reputación y quebrar la ley.
Tom lo leyó dos veces de punta a punta y preguntó:
—¿Qué ley?
—Ya te lo haré saber en cuanto la haga —respondió el Mayor—. Todas las colonias terráqueas tienen leyes.
—Pero ¿qué debo hacer?
—Debes robar y matar. Eso es bastante fácil.
El Mayor se dirigió a su biblioteca y tomó dos antiguos volúmenes titulados El criminal y su medio, Psicología del asesino y Estudios sobre las motivaciones del ladrón.
—Aquí encontrarás cuanto debes saber. Roba tanto como quieras. En cambio, con un asesinato bastará. No hay que excederse.
—Bien —asintió Tom—. Creo que he entendido.
Tomó los libros y regresó a su cabaña.
Hacía mucho calor y toda aquella charla sobre el delito lo había dejado cansado y confundido. Se recostó en la cama y empezó a leer los antiguos libros.
Alguien llamó a su puerta.
—Adelante —dijo Tom, frotándose los ojos cansados.
Entró Marv Carpenter, el mayor y más alto de los pelirrojos Carpenter, seguido por el viejo Jed Farmer. Los dos llevaban una pequeña bolsa.
—¿Eres el delincuente de la ciudad, Tom?: preguntó Marv.
—Así parece.
—En ese caso, esto es para ti.
Dejaron la bolsa en el suelo y de allí sacaron un hacha, dos cuchillos, una espada corta y dos cachiporras.
—¿Qué es todo eso? —preguntó Tom, irguiéndose.
—Armas, por supuesto —respondió Jed Farmer—. No hay verdaderos criminales sin armas. Tom se rascó la cabeza.
—¿De veras? —preguntó.
—Será mejor que empieces a averiguar estas cosas por tu cuenta —indicó Farmer, en tono de impaciencia—. No es cosa de que te lo demos todo hecho.
Marv Carpenter guiñó un ojo a Tom, explicando:
—Jed está resentido porque el Mayor lo nombró cartero.
—Cumpliré con lo mío —dijo Jed—. Pero no me gusta tener que repartir tantas cartas.
—No puede ser tan difícil —observó Marv Carpenter, sonriendo—, si lo hacen los carteros terrícolas, donde hay mucha más gente. Buena suerte, Tom.
Y se marcharon.
Tom se inclinó para examinar las armas. Las conocía, pues los viejos libros las mostraban a montones. Pero nadie había usado nunca un arma en Nueva Delaware. Los únicos animales del planeta eran pequeños y peludos, herbívoros sin lugar a dudas. En cuanto a volver un arma contra otro aldeano, ¿qué motivos había para ello?
Recogió uno de los cuchillos. Era frío. Tocó la punta y la encontró muy aguda.
Sin apartar la vista de las armas, empezó a recorrer la habitación a grandes pasos.
Esos objetos le producían una extraña sensación de vacío en la boca del estómago. Tal vez se había apresurado demasiado en aceptar el trabajo.
Pero no servía de nada preocuparse por todo eso. Todavía le faltaba leer todos esos libros. Después, tal vez encontrara algún sentido a todo aquello.
Pasó varias horas leyendo, con una sola interrupción, para tomar un ligero almuerzo.
Los libros eran bastante comprensibles; explicaban claramente los diversos métodos delictivos y algunos con diagramas. Pero todo le parecía irrazonable. ¿Qué finalidad tenía el delito? ¿A quién beneficiaba? ¿Qué ganaba la gente con eso?
Los libros no explicaban esa parte. Los hojeó, mirando las fotografías de delincuentes.
Parecían muy serios y responsables, extremadamente conscientes de la importancia que su trabajo tenía para la sociedad.
Tom habría querido descubrir cuál era esa importancia. Tal vez así las cosas resultarían más sencillas.
—¿Tom? —le llamó el Mayor, desde fuera.
—Estoy aquí, Mayor.
Se abrió la puerta y el Mayor echó una mirada furtiva al interior. Detrás venían Jane Farmer y Mary Waterman y Alice Cook.
—¿Y bien? —preguntó el Mayor.
—¿Y bien qué?
—¿Cuándo comienzas a trabajar?
Tom sonrió, consciente de su importancia.
—En eso estoy —dijo—. Empecé a leer estos libros, para ver si…
Las tres maduras damas le echaron una mirada intensa y Tom se interrumpió cohibido.
—Te tomas mucho tiempo para leer —dijo Alice Cook.
—Todos los demás están trabajando —dijo Jane Farmer.
—¿Qué tiene de difícil un robo? —preguntó Mary Waterman, desafiante.
—Es verdad —le dijo el Mayor—. Ese inspector puede llegar en cualquier momento y no tenemos un delito que mostrarle.
—Está bien, está bien —musitó Tom.
Sujetó un cuchillo y una cachiporra a su cinturón, se metió el saco en el bolsillo (para guardar el botín) y salió a grandes pasos.
Pero ¿dónde ir? Iba avanzando la tarde. El mercado, que era el sitio más lógico para robar, estaría vacío hasta el anochecer. Además, no quería cometer un robo a la luz del día. Parecía poco profesional.
Desplegó su autorización para delinquir y volvió a leerla. Se permite rondar por sitios de mala reputación…
¡Eso! Rondaría por un sitio de mala reputación. Allí podría forjar algunos planes y ponerse en clima. Pero, por desgracia, la aldea no ofrecía mucho para escoger. Estaba el Pequeño Restaurante, de las hermanas Ames, todas viudas; y el Salón de Jeff Hern y por último la taberna de Ed Beer.
Tendría que conformarse con la taberna de Ed.
Era una cabaña muy parecida a las otras que formaban la aldea. Tenía una sala grande para los clientes, una cocina y los dormitorios de la familia. La esposa de Ed se encargaba de la cocina y mantenía el negocio tan limpio como le era posible, considerando que sufría de la espalda. Ed servía las bebidas; era un hombre pálido de ojos soñolientos, cuyo principal talento era crearse problemas por cualquier cosa.
—¡Hola!, Tom —le saludó Ed—. Me he enterado de que eres nuestro delincuente.
—Es cierto —dijo Tom—. Sírveme una perneóla. Ed Beer le sirvió aquel extracto de raíz sin alcohol y permaneció de pie ante su mesa, con aspecto ansioso.
—¿Y cómo es que no estás robando? —preguntó.
—Estoy haciendo planes —explicó Tom—. Mi autorización dice que debo rondar por sitios de mala reputación. Por eso he venido.
—¿Te parece bien? —observó Ed Beer, entristecido—, Este no es lugar de mala reputación, Tom.
—Sirves la peor comida de la ciudad —indicó Tom.
—Ya lo sé. Mi mujer no sabe cocinar. Pero aquí hay un ambiente de camaradería. A la gente le gusta.
—Todo eso ha cambiado, Ed. Esta taberna será mi reducto.
Ed Beer dejó caer los hombros, murmurando:
—Uno trata de hacer que el lugar sea cómodo para todo el mundo y así le pagan.
Tom se dedicó a cavilar, cosa terriblemente difícil. Cuanto más trataba, menos lo conseguía. Pero se empecinó en ello.
Una hora después, Richie Farmer, el hijo menor de Jed, asomó la cabeza por la puerta.
—¿Todavía no robaste nada, Tom?
—Todavía no —respondió Tom, acodado sobre la mesa y caviloso aún.
La tarde abrasadora transcurrió lentamente. Por las ventanitas de la taberna, cuyos vidrios no estaban muy limpios, asomaron retazos de crepúsculo. Fuera empezó a cantar un grillo y el primer susurro del viento nocturno agitó los bosques cercanos.
El gran George Waterman y Max Weaver entraron para pedir un vaso de glava y tomaron asiento junto a Tom.
—¿Cómo va eso? —preguntó George Waterman.
—No muy bien —dijo Tom—. Parece que no entiendo del todo esto del robo. Si alguien puede hacerlo, ése eres tú.
—Tenemos confianza en ti, Tom —le aseguró Weaver.
Tom les dio las gracias. Los hombres vaciaron las copas y se marcharon. El continuó pensando con la vista fija en su vaso de perneóla, ya vacío.
Una hora después, Ed Beer se aclaró la garganta, como para pedir disculpas.
—No es cosa mía, Tom, pero ¿cuándo piensas robar algo?
—Ahora mismo —dijo Tom.
Se levantó. Tras verificar que sus armas seguían en su lugar se marchó a paso firme.
En el mercado habían empezado las ventas nocturnas. Las mercaderías se apilaban descuidadamente en los bancos, o estaban esparcidas en el césped, sobre colchones de paja. No había moneda ni valor alguno para el cambio. Diez clavos forjados a mano equivalían a un cántaro de leche o a dos pescados, o viceversa, según lo que cada uno tenía para vender y lo que necesitaba en ese momento. Nadie se molestaba en anotar nada. Aquélla era una costumbre terráquea que el Mayor trataba infructuosamente de implantar.
Todo el mundo recibió a Tom con grandes saludos:
—Así que robando, ¿eh, Tom?
—¡Adelante muchacho!
—¡Te sabemos capaz!
Nadie en la aldea había presenciado nunca un auténtico robo. Lo consideraban como una costumbre exótica de la Tierra distante y deseaban ver cómo era. Todos dejaron sus mercaderías y siguieron a Tom por el mercado, observándolo ávidamente.
Tom descubrió que le temblaban las manos. No le gustaba eso de tener tantos espectadores. Sería mejor trabajar con celeridad, mientras todavía le quedara coraje.
Se detuvo abruptamente frente al banco de la señora Miller, cargado de frutas.
—Lindas gifas —observó, en tono despreocupado.
—Son frescas —le dijo la señora Miller.
Era una anciana menuda y de ojos brillantes. Tom recordó cuánto solía charlar esa mujer con su madre, cuando él tenía aún los padres vivos.
—Parecen muy sabrosas —dijo, preguntándose por qué no se habría detenido en otro sitio.
—¡Oh!, lo son —afirmó la señora Miller—. Las recogí esta misma tarde.
—¿Está por robar? —susurró alguien.
—Claro. Observa —respondió otro.
Tom recogió una gifa verde y brillante y la inspeccionó. Entre la multitud se hizo un súbito silencio.
—Parece muy sabrosa, por cierto —dijo Tom y volvió a colocar la gifa en su sitio.
La multitud soltó un suspiro largamente contenido. Max Weaver y su esposa, con los cinco hijos, ocupaban el banco siguiente. Esa noche exhibían dos frazadas y una camisa. Cuando Tom se acercó, seguido por la multitud le sonrieron con timidez.
—Esta camisa es de tu talla —le informó Weaver. Habría querido que la gente se retirara y dejara trabajar tranquilo al muchacho.
—¡Humm! —murmuró Tom, recogiendo la camisa.
La multitud se agitó, llena de emoción. Una muchacha empezó a reír histéricamente.
Tom sujetó con fuerza la camisa y abrió la bolsa del botín.
—¡Un momento!
Billy Painter se abrió paso por entre la gente. Ya llevaba puesta su insignia: una vieja moneda terráquea, lustrada y sujeta al cinturón. Lucía una expresión indiscutiblemente oficial.
—¿Qué ibas a hacer con esa camisa, Tom? —preguntó Billy.
—Vaya…, solamente la estaba mirando.
—Conque solamente mirándola, ¿eh? Billy se volvió, con las manos a la espalda. De pronto giró sus talones y extendió un índice acusador.
—No creo que estuvieses solamente mirándola, Tom. ¡Creo que estabas pensando en robarla!
Tom no respondió. En una mano tenía el famoso saco, que pendía flojamente y en la otra la camisa.
—Como jefe de policía —prosiguió Billy—, tengo el deber de proteger a esta gente.
Me resultas sospechoso. Creo que será mejor detenerte y proceder al interrogatorio.
Tom bajó la cabeza. No esperaba eso, pero daba lo mismo. Una vez en la cárcel, todo estaría cumplido. Y cuando Billy lo soltara, podría volver a su pesca.
De pronto, el Mayor se acercó a grandes pasos a través de la multitud, con la camisa flameándole furiosamente en torno a la cintura.
—Billy, ¿qué haces?
—Cumplo con mi deber, Mayor. Tom está actuando de un modo muy sospechoso. El libro dice…
—Ya sé lo que dice el libro —replicó el Mayor—. Fui yo quien te lo dio. Pero no puedes arrestar a Tom. Todavía no.
—¡Pero si no hay otro delincuente en la aldea! —se quejó Billy.
—Eso no tiene remedio —dijo el Mayor. Billy apretó los labios.
—El libro dice que hay una labor policial preventiva. Se supone que debo impedir que los delincuentes actúen.
El Mayor alzó las manos y las dejó caer, con aspecto cansado.
—Billy, ¿no entiendes? La aldea necesita un prontuario policial. Tú también puedes ayudar. Billy se encogió de hombros.
—Está bien, Mayor. Yo sólo trataba de cumplir con mi deber.
Se volvió para retirarse, pero giró otra vez para mirar a Tom.
—Ya te atraparé. No lo olvides: el delito no rinde beneficios.
Y se marchó a paso firme.
—Es demasiado ambicioso, Tom —explicó el Mayor—. Olvídate de esto. Anda y roba algo. Terminemos con este asunto.
Tom dio varios pasos hacia el bosque verde que rodeaba la aldea.
—¿Qué pasa, Tom? —preguntó el Mayor, preocupado.
—Ya no tengo ánimos —dijo Tom—. Tal vez mañana a la noche…
—No, tiene que ser ahora —insistió el Mayor—. No puede seguir postergándolo.
Vamos, nosotros te ayudaremos.
—Claro que sí —dijo Max Weaver—. Roba la camisa, Tom. De cualquier modo, es de tu talla.
—¿Qué te parece esta linda jarra de agua, Tom?
—Mira estas nueces de esquije.
Tom paseó la mirada de banco en banco. Mientras extendía la mano para tomar la camisa de Weaver, un cuchillo se deslizó de su cinturón y cayó al suelo. La multitud soltó un murmullo solidario.
Tom volvió a ponerlo en su sitio, transpirando; tenía conciencia de que estaba dando la imagen de un torpe. Alargó la mano, tomó la camisa y la metió en el saco del botín. La multitud aplaudió, alentándolo.
Tom esbozó una débil sonrisa; se sentía algo mejor.
—Creo que ya le voy tomando la mano —dijo.
—Claro que sí.
—Sabíamos que eras capaz de hacerlo.
—Toma algo más, muchacho.
Tom recorrió el mercado y tomó un trozo de cuerda, un puñado de nueces de esquije y un sombrero de paja.
—Creo que con esto bastará —dijo al Mayor.
—Por ahora sí —replicó éste—. En realidad, eso no cuenta. Es lo mismo que si la gente te lo hubiese regalado. Pero te vino bien como práctica.
—¡Oh! —exclamó Tom, desilusionado.
—Ahora sabes cómo se hace. La próxima vez será más fácil.
—Eso creo.
—Y no olvides el asesinato.
—¿Es realmente necesario? —preguntó Tom.
—¡Ojalá no lo fuera! —dijo el Mayor—. Pero esta colonia lleva más de doscientos años establecida aquí sin que hayamos tenido un solo asesinato. ¡Ni uno! Según los registros, las otras los tienen a montones.
—Supongo que necesitamos uno —admitió Tom—. Ya me encargaré de eso.
Y se encaminó hacia su cabaña. La multitud lo despidió con aclamaciones. Ya en su casa, Tom encendió una lámpara y se preparó la cena. Después de comer permaneció largo tiempo sentado en un gran sillón. No estaba contento consigo mismo.
En realidad, no se había desempeñado bien en el robo. Después de vacilar y preocuparse durante todo el día, la gente había tenido que ponerle las cosas en la mano, o poco menos.
¿Qué clase de ladrón era?
Además no tenía excusas. El robo y el asesinato eran un trabajo tan útil como cualquier otro. Que nunca los hubiera ensayado antes, que no les encontrara sentido, no eran razones para chapucear tanto.
Se dirigió hacia la puerta. Era una bella noche, iluminada por diez o doce estrellas cercanas y gigantescas. El mercado había quedado nuevamente desierto, y las luces de la aldea se iban apagando una a una.
¡Aquél era el momento adecuado para robar! Esa idea le provocó un escalofrío. Se sintió orgulloso de sí mismo. Así pensaban los criminales, así debía ser el robo: acechar, noche y día.
Tom verificó rápidamente sus armas, vació el saco del botín y salió de la cabaña.
Las últimas luces se habían extinguido. Tom cruzó silenciosamente la aldea. Llegó a la casa de Roger Waterman. El gran Roger había dejado su pala apoyada contra la pared.
Tom la recogió. Calle abajo se veía la jarra de agua de la señora Weaver, en el lugar de costumbre, junto a la puerta principal. Tom la tomó. Al regresar a su casa encontró un caballito de madera olvidado por algún niño y lo unió al resto.
Una vez que las mercancías estuvieron seguras en su casa, experimentó una agradable satisfacción. Decidió hacer otro intento.
En la segunda vuelta regresó con una placa de bronce proveniente de la casa del Mayor, con el mejor serrucho de Marv Carpenter y la hoz de Jed Farmer.
—No está mal —se dijo.
Ya le estaba tomando la mano al trabajo. Con una carga más, se habría ganado la noche.
Esa vez encontró un martillo y un formón en el cobertizo de Ron Stone y un canasto de juncos en la casa de Alice Cook. Cuando estaba por tomar el rastrillo de Jef Hern, oyó un débil ruido y se apretó contra una pared.
Billy Painter hacía lentamente su ronda, con la insignia centelleando bajo la luz de las estrellas. En una mano llevaba una cachiporra corta y pesada; en la otra, un par de esposas caseras. Su rostro tenía una expresión amenazadora en aquella penumbra. Era el rostro de un hombre que se había armado contra el delito, aunque no sabía muy bien en qué consistía.
Tom contuvo el aliento. Billy Painter pasó a pocos metros de él. Tom, lentamente, retrocedió. El saco del botín soltó un tintineo.
—¿Quién va? —gritó Billy.
Al no obtener respuesta, caminó en círculo, a pasos lentos, tratando de atravesar las sombras con su mirada. Tom se apretó cuanto pudo contra la pared. Era casi seguro que Billy no lo vería; tenía mala vista, debido a los vapores de la pintura. Todos los pintores tienen mala vista; ésa es una de las razones de su mal humor.
—¿Eres tú, Tom? —preguntó Billy, en tono amistoso.
Tom iba a responder, pero en ese momento notó que la cachiporra del otro estaba en posición de ataque y guardó silencio.
—Te atraparé, chilló Billy
—¡Bueno hazlo por la mañana! —gritó Jeff Hern desde la ventana de su dormitorio—. Aquí hay gente que quiere dormir.
Billy se alejó. Cuando se hubo marchado, Tom corrió a su casa y juntó su nuevo botín con el resto, apilado en el suelo para contemplarlo con orgullo. Aquello le daba la satisfacción del deber cumplido.
Tras un vaso de glava fría, Tom se acostó y se durmió tranquilamente de inmediato, sin soñar.
A la mañana siguiente, Tom salió a ver cómo andaba la construcción de la escuela roja.
Los Carpenter estaban trabajando fuerte, ayudados por varios aldeanos.
—¿Cómo anda eso? —gritó alegremente Tom.
—Bien —respondió Marv Carpenter—. Pero andaría mejor si yo tuviera mi serrucho.
—¿Tu serrucho? —preguntó él sin comprender.
Tardó un instante en recordar que lo había robado la noche anterior. En aquel momento no parecía pertenecer a nadie. El serrucho, como todo lo demás, era algo a ser robado. No se le había ocurrido siquiera pensar que alguien podría necesitarlo.
Marv Carpenter preguntó:
—¿Crees que podrías devolvérmelo por un rato? Cosa de una hora.
—No sé —dijo Tom, arrugando el ceño—. Ha sido legalmente robado, como sabes.
—Claro, claro. Pero si me la prestaras…
—Tendrías que devolvérmelo.
—Por supuesto que te lo devolveré —exclamó Marv, indignado —¿Cómo voy a quedarme con algo que ha sido legalmente robado?
—Está en mi casa, con el resto del botín. Marv le dio las gracias y fue a buscarlo.
Tom empezó a pasear por la aldea, hasta llegar a la casa del Mayor. Este, de pie en la puerta, contemplaba el cielo.
—Tom, ¿tú te llevaste la placa de bronce? —preguntó.
—Por cierto —respondió Tom, belicoso.
—¡Oh!, preguntaba, nada más.
Y el Mayor señaló hacia lo alto, diciendo:
—¿Laves?
—¿Qué cosa? —preguntó Tom, mirando.
—Esa mota negra, cerca del borde del sol pequeño.
—Sí. ¿Qué es?
—Apostaría a que es la nave del inspector. ¿Cómo anda tu trabajo?
—Muy bien —respondió Tom, algo incómodo.
—¿Has planeado ya un asesinato?
—Tengo algún problema con eso —confesó Tom—. A decir verdad, no he avanzado nada al respecto.
—Entra, Tom, quiero hablar contigo.
Una vez en la fresca penumbra de la sala, el Mayor sirvió dos vasos de glava e indicó una silla a Tom.
—Se nos está acabando el tiempo —dijo, sombrío—. El inspector puede aterrizar en cualquier momento. Y estoy muy ocupado. Señaló con un ademán la radio interestelar.
—Esa estuvo hablando otra vez. dijo algo sobre una revuelta en Deng IV y que todas las colonias leales a la Tierra deben prepararse para lo que sea. Nunca oí nombrar a Deng IV, pero tendré que empezar a preocuparme de eso, además de todo lo otro.
Y clavó en Tom una mirada severa.
—Los criminales terrícolas cometen diez asesinatos por día sin que se les mueva un cabello. La aldea sólo te pide un pequeño homicidio. ¿Es demasiado pedir? Tom estiró las manos, nervioso.
—¿Crees que es necesario? —preguntó.
—Sabes que sí —respondió el Mayor—. Si vamos a ser terráqueos, tenemos que serlo en todo. Esto es lo único que nos está demorando. Todos los otros proyectos marchan bien.
En ese momento entró Billy Painter, vistiendo una nueva camisa azul de uniforme con botones metálicos brillantes, y se dejó caer en una silla.
—¿Has matado a alguien, Tom?
—Quiere saber si es necesario —dijo el Mayor.
—Claro que lo es —afirmó, el jefe de policía—. Lee cualquier libro. No serás gran cosa como delincuente si no cometes un asesinato.
—¿A quién has elegido, Tom? —preguntó el Mayor. Tom se agitó incómodo en la silla, frotándose los dedos con ademán nervioso.
—¿Y bien?
—¡Oh!, mataré a Jeff Hern —barbotó Tom.
Billy Painter se inclinó hacia adelante, preguntando:
—¿Por qué a él?
—¿Por qué? ¿Y por qué no?
—¿Qué motivos tienes?
—¿No quieren un asesinato? —replicó Tom —¿Qué tienen que ver los motivos?
—Los asesinatos falsos no sirven —explicó el jefe de policía —Hay que hacerlo bien. Y para eso debes tener un motivo adecuado.
Tom caviló por un instante.
—Bueno, Jeff y yo no somos muy íntimos. ¿Sirve ese motivo?
—No, Tom —dijo el Mayor, meneando la cabeza—. Será mejor que elijas a otro.
—A ver… ¿Y George Waterman?
—¿Qué motivos tienes? —preguntó Billy de inmediato.
—¡Oh!… ejem… Bueno, no me gusta su modo de caminar. Nunca me gustó. Y es muy alborotador, algunas veces. El Mayor asintió, aprobando.
—Me parece bien. ¿Y a ti, Billy?
—¿Cómo voy a deducir un motivo como ése? —observó Billy, enojado—. No, eso estaría bien para un crimen pasional. Pero tú eres un delincuente legal, Tom. Por definición, eres frío, despiadado y astuto. No puedes matar a alguien porque no te guste su forma de caminar. Eso es tonto.
—Será mejor que lo piense bien —dijo Tom, levantándose.
—No tardes demasiado —le dijo el Mayor—. Cuanto antes, mejor.
Tom, asintiendo, se dirigió hacia la puerta.
—¡Ah, Tom! —le llamó Billy —¡No te olvides de dejar pistas! Son muy importantes.
—Está bien —dijo Tom y se marchó. Ya en la calle, notó que casi todos los aldeanos miraban al cielo. La mota negra había aumentado considerablemente de tamaño y cubría la mayor parte del sol pequeño.
Tom se dirigió a un lugar de mala reputación para meditar. Ed Beer, por lo visto, había cambiado de idea con respecto a la conveniencia de tener elementos criminales en su establecimiento. La taberna estaba decorada de nuevo y lucía un gran letrero: GUARIDA DEL DELINCUENTE. Las ventanas tenían cortinas nuevas, cuidadosamente ensuciadas, que no permitían pasar la luz del sol y daban a la taberna todo el aspecto de un sitio tenebroso. En una pared colgaban varias armas, apresuradamente talladas en madera blanda. En otra se veía una gran mancha roja, realmente ominosa, aunque Tom comprendió que era sólo la pintura que Billy Painter preparaba con zarzarraíces.
Tom sorbió una perricola y empezó a cavilar.
Tenía que cometer un asesinato.
Sacó su autorización para delinquir y la contempló. Era algo desagradable, repulsivo, que habitualmente no haría, pero era su obligación legal.
Tom bebió su perricola y se concentró en el asesinato, diciendo que debía matar a alguien. Tenía que apagar una vida. Alguien cesaría de existir.
Pero las frases no contenían la esencia del acto. Eran sólo palabras. Para aclarar sus pensamientos, tomó como ejemplo a Marv Carpenter, el corpulento pelirrojo. Ese día, Marv estaba trabajando en la escuela con el serrucho prestado. Si Tom lo mataba…
Bueno, Marv no volvería a trabajar.
Tom sacudió la cabeza, impaciente. Seguía sin captar la idea.
A ver, ahí tenía a Marv Carpenter, el más corpulento, el más simpático de la familia, según muchas opiniones. Se lo impidió colocando un trozo de madera sujetando con firmeza la tabla entre sus manazas pecosas, mirando de reojo la línea que había trazado.
Sediento, sin duda, y con ese leve dolor en el hombro izquierdo que Jan Druggist venía tratando sin resultado.
Así era Marv Carpenter. Y de pronto.
Marv Carpenter tirado en el suelo, con los ojos abiertos y vidriosos, los miembros tiesos, la boca torcida; sin aire en los pulmones, sin latidos en el corazón. Jamás volvería a sentir ese leve dolor en el hombro, insignificante, en realidad, que Jan Druggist…
Por un momento, Tom tuvo una visión de lo que era un asesinato. Aquello pasó, pero dejó en su memoria lo suficiente como para hacerle sentirse mal.
El robo era soportable. Pero el asesinato, aunque fuera en bien de los intereses de la aldea…
¿Qué pensarían las gentes al ver lo que él acababa de imaginar? ¿Cómo podría vivir entre los demás? ¿Cómo viviría consigo mismo, después de aquello?
Y sin embargo, era necesario matar. Todos los de la aldea tenían su trabajo, y ése era el suyo. Pero ¿a quién asesinar?
El alboroto se produjo más tarde, cuando la radio interestelar se pobló de voces coléricas.
—¿Y a eso llaman colonia? ¿Dónde está la capital?
—Es ésta —dijo el Mayor.
—¿Dónde está la pista de aterrizaje?
—Creo que se ha usado como dehesa —respondió el Mayor—. Podría averiguar dónde estaba. Es que no se han producido aterrizajes desde…
—En ese caso, la nave principal permanecerá en el aire. Reúna a sus funcionarios. Bajaré de inmediato.
Toda la aldea se reunió en torno a un terreno abierto designado por el inspector. Tom se ajustó las armas y se ocultó tras un árbol, al acecho.
Una pequeña nave se separó de la grande e inició un rápido descenso. Los aldeanos, conteniendo el aliento, tuvieron la certeza de que se estrellaría en el terreno. En el último instante, los eyectores soltaron una llamarada, chamuscando el pasto y la nave se posó en tierra con toda suavidad.
El Mayor se adelantó, seguido por Billy Painter. Se abrió una puerta de la nave, por ella salieron cuatro hombres a paso de marcha, todos provistos de instrumentos metálicos brillantes que Tom reconoció como armas. Detrás venía un hombre corpulento y de cara rojiza, vestido de negro, con cuatro medallas relucientes. Lo seguía un hombrecito de rostro arrugado, también vestido de negro. Otros cuatro hombres de uniforme cerraban la marcha.
—Bienvenidos a Nueva Delaware —saludó el Mayor.
—Gracias, —dijo el hombre corpulento, estrechando con fuerza la mano del Mayor—. Soy el inspector Delumaine. El señor Grent, mi consejero político.
Grent saludó al Mayor con una inclinación de cabeza, ignorando su mano extendida y contempló a los aldeanos con una expresión de leve disgusto.
—Recorreremos la aldea —dijo el inspector, mirando a Grent por el rabillo del ojo.
Este asintió. Los guardias uniformados cerraron círculo en torno a ellos.
Tom los siguió a una distancia prudente, acechando como un verdadero criminal. Ya en la aldea, se ocultó tras una casa para observar la inspección.
El Mayor les mostró, con justificado orgullo, la cárcel, la oficina de correos, la iglesia y la escuela roja. El inspector parecía desconcertado. El señor Grent, con una sonrisa desagradable, se frotaba la barbilla.
—Tal como pensé —dijo el inspector—. Hemos perdido tiempo y combustible; no valía la pena venir hasta aquí con un crucero de guerra. No tienen nada de valor.
—No estoy tan seguro —dijo el señor Grent y se volvió hacia el Mayor—. ¿Para qué construyeron todo esto, general?
—Vaya, para ser terráqueos —respondió éste—. Estamos haciendo los mejor que podemos, como usted ve. El señor Grent susurró algo al oído del inspector.
—Dígame —preguntó el inspector al Mayor—, ¿cuántos hombres jóvenes hay en la aldea?
—¿Cómo dice? —inquirió el Mayor, cortés, pero confundido.
—Hombres jóvenes, entre quince y sesenta años —explicó Grent.
—Vea, general —agregó el inspector—, la Madre Tierra Imperial está en guerra. Deng IV y algunas otras colonias han olvidado su origen y se han rebelado contra la autoridad absoluta de la Madre Tierra.
—Cuánto lo siento —musitó el Mayor, en tono de solidaridad.
—Necesitamos hombres para la flota espacial —dijo el inspector —Hombres sanos, fuertes, buenos para la batalla. Nuestras reservas están agotadas.
El señor Grent intervino suavemente:
—Deseamos dar a todos los colonos leales a la Tierra la oportunidad de defender a la Madre Tierra Imperial. Ustedes no rehusarán, sin duda.
—¡Oh, no! —dijo el Mayor—, claro que no. Nuestros jóvenes irán con gusto… En realidad, no tienen mucha práctica en todo eso, pero son todos inteligentes y sé que aprenderán.
—¿Ve usted? —dijo el inspector al señor Grent—. Sesenta, setenta, quizá un centenar de reclutas. Después de todo, no hemos perdido tanto el tiempo.
El señor Grent parecía tener sus dudas.
El inspector y su consejero se dirigieron a la casa del Mayor para tomar un refresco, acompañados por cuatro soldados. Los otros cuatro se dedicaron a recorrer la aldea.
Tom se ocultó en los bosques cercanos para cavilar. Al anochecer, la esposa de Ed Beer salió furtivamente de la aldea. Era una mujer de mediana edad, flaca, de pelo rubio ceniciento. Pero avanzaba con bastante celeridad, a pesar de su reumatismo. Llevaba un cesto cubierto con una servilleta a cuadros rojos.
—Aquí tienes la cena —dijo, al encontrar a Tom.
—¡Vaya, gracias! —exclamó Tom, sorprendido—. No tenía por qué tomarse tanta molestia.
—Cómo no. Nuestra taberna es tu sitio de mala reputación, ¿verdad? Somos responsables de tu bienestar. Además, el Mayor te envía un mensaje.
Tom levantó la vista, con la boca llena de comida.
—¿Cuál?
—Dice que te des prisa con el asesinato. Está esquivando el bulto ante el inspector y ese detestable hombrecito, el señor Grent. Pero se lo van a preguntar, no cabe duda.
—¿Cuándo lo harás? —preguntó la señora Beer, inclinando a un lado la cabeza.
—No debo revelarlo.
—Claro que debes —afirmó la señora Beer, acercándose más—. Yo soy tu cómplice.
—Es cierto —admitió Tom, pensativo—. Bueno, lo haré esta noche. Cuando oscurezca. Dígale a Billy Painter que dejaré tantas huellas como sea posible y cualquier otra pista que se me ocurra.
—Está bien, Tom —dijo la señora Beer—. Buena suerte.
Tom aguardó a que oscureciera, sin dejar de contemplar la aldea. Notó que casi todos los soldados habían estado bebiendo y andaban tambaleándose por allí como si los aldeanos no existieran. Uno de ellos disparó su arma al aire, asustando a todos los pequeños herbívoros velludos de varios kilómetros a la redonda.
El inspector y el señor Grent seguían en casa del Mayor.
Llegó la noche. Tom se deslizó hasta la aldea y buscó escondrijo en un callejón abierto entre dos casas. Cuchillo en mano, esperó.
¡Alguien se aproximaba! Trató de recordar sus métodos criminales, pero ninguno le vino a la mente. Tendría que hacer lo que pudiera y pronto.
La persona llegó a su lado, irreconocible en la oscuridad.
—¡Oh! ¡hola! Tom.
Era el Mayor. Se quedó mirando el cuchillo.
—¿Qué haces?
—Usted dijo que necesitaba un asesinato, así que…
—Pero no me refería a mí —dijo el Mayor, retrocediendo—. No puedes elegirme a mí.
—¿Por qué no?
—Bien, para empezar, alguien tiene que atender al inspector. Me está esperando. Alguien tiene que mostrarle…
—Billy Painter puede encargarse de eso —dijo Tom. Sujetó al Mayor por la pechera de la camisa, levantó el cuchillo y lo dirigió a la garganta.
—En esto no hay nada personal, por supuesto —agregó.
—¡Espera! —gritó el Mayor—. Si no hay nada personal, no tienes motivo.
Tom bajó el cuchillo, sin soltar al Mayor.
—Se me ocurre uno. Me ha molestado mucho que usted me nombrara delincuente.
—Fue el Mayor quien te nombró, ¿verdad?
—Sí, por supuesto.
El mayor sacó a Tom de entre las sombras, llevándolo a la luz de las estrellas, y dijo:
—¡Mira! Tom dio un salto.
El Mayor vestía unos pantalones largos, con la raya bien marcada y una túnica resplandeciente de medallas. En cada hombro llevaba una doble hilera de diez estrellas y su sombrero estaba tachonado por muchos galones de oro en forma de cometas.
—¿Ves, Tom? Ya no soy el Mayor. ¡Soy general!
—¿Y eso qué tiene que ver? Usted es la misma persona, ¿no?
—Oficialmente, no. Te perdiste la ceremonia esta tarde. El inspector dijo que, como yo era general, desde el punto de vista oficial, tenía que usar un uniforme de general. Fue una ceremonia muy simpática. Todos los terráqueos me sonreían—y me guiñaban el ojo y se lo guiñaban entre sí. Tom volvió a levantar el cuchillo como para rematar un pez.
—Mis felicitaciones —dijo, sinceramente—, pero cuando usted me nombró delincuente era Mayor, así que mis motivos siguen en pie.
—¡Pero no matarías al Mayor, sino al general! ¡Y eso no es un asesinato!
—¿Ah, no? ¿Y qué es, en ese caso?
—¡Vaya, matar a un general es motín!
—¡Oh! —musitó Tom, bajando el cuchillo y soltando al Mayor—. Lo siento.
—Está bien, está bien —dijo el Mayor—. Es un error lógico. Yo he leído sobre eso y tú no; claro, no te hacía falta. Tomó aliento y agregó:
—Será mejor que regrese. El inspector quiere una nómina de los hombres que puede alistar.
—¿Está seguro de que hace falta asesinar a alguien? —preguntó Tom.
—Sí, completamente seguro —respondió el Mayor, alejándose deprisa—. Pero a mí no. Tom volvió a poner el cuchillo en el cinturón. A mí no. A mí no. Todos pensarían lo mismo. Sin embargo, alguien tenía que ser la víctima. ¿Quién? No podía matarse a sí mismo. Eso sería suicidio y no serviría.
Empezó a temblar, tratando de no pensar en la fugaz imagen del asesinato que tuviera esa mañana. Había que hacerlo. ¡Alguien venía!
La persona se aproximó. Tom se agachó, con los músculos preparados para el salto.
Era la señora Miller, que volvía a su casa con una bolsa de hortalizas.
Tom se dijo que no importaba si era la señora Miller o cualquier otro. Pero no podía olvidar aquellas conversaciones de su madre con esa mujer. Eso lo dejaba sin motivos.
La señora Miller pasó sin verlo.
Esperó media hora. Otra persona pasó por el callejón oscuro entre las dos casas.
Era Max Weaver.
Tom siempre le había tenido aprecio. Pero eso no significaba que no hubiera un motivo. Sin embargo, sólo pudo recordar que Max tenía una esposa y cinco hijos; lo adoraban y lo echarían de menos. No era cosa de que Billy Painter rechazara después ese motivo. Se encogió entre las sombras y dejó que Max pasara sin problemas.
Después fueron los tres Carpenter. Tom ya había tenido una dolorosa experiencia con ellos y los dejó seguir camino.
Más tarde se acercó Roger Waterman. No tenía motivos para matar a Roger, pero nunca habían sido muy amigos. Además, Roger no tenía hijos y la esposa no lo quería.
¿Alcanzaría eso para Billy Painter?
No, no alcanzaba. Y lo mismo sería con cada uno de los aldeanos. Tom había crecido entre ellos, compartiendo la comida, el trabajo, las alegrías y las penas. ¿Qué motivo podía encontrar para matar a cualquiera de ellos?
Pero estaba obligado a cometer un asesinato. Así lo requería su autorización para delinquir. Sin embargo, no podía matar a quienes conocía de toda la vida.
«¡Un momento!», se dijo, súbitamente excitado. ¡Podía matar al inspector!
¿Motivos? Vaya, sería un crimen aún más atroz que asesinar al Mayor (aunque, por supuesto, el Mayor ya era general y eso convertía el asesinato en motín). Pero aunque el Mayor fuera aún Mayor, el inspector sería una víctima mucho más importante. El asesinato lo llevaría a la gloria, a la fama, a la notoriedad. Y demostraría a la Tierra que la colonia era auténticamente terráquea. Todos dirían: «La delincuencia es tan grande en Nueva Delaware que no se puede aterrizar allí. ¡Pero si un criminal mató a nuestro inspector en el mismo día de su llegada! El peor criminal de todo el espacio.»
Sería un crimen realmente espectacular, digno de un asesino magistral.
Por primera vez en largo rato, se sintió orgulloso de sí. Abandonó su escondite en el callejón y se encaminó hacia la casa del Mayor. Allí escuchó la conversación que se desarrollaba en el interior.
—… población muy pasiva —decía el señor Grent—. Parecen ovejitas.
—Así las cosas resultan muy aburridas —respondió el inspector—, especialmente para los soldados.
—Bueno, ¿qué se puede esperar de unos campesinos retrasados? Al menos, conseguiremos algunos reclutas —observó el señor Grent, bostezando en forma audible—. Guardias, ¡de pie! Volveremos a la nave.
¡Los guardias! Tom los había olvidado. Echó una mirada dubitativa a su cuchillo.
Aunque saltara sobre el inspector, los guardias lo detendrían antes de que lograra cometer el crimen. Debían estar entrenados para esa clase de cosas.
Pero si tuviera una de sus armas…
Oyó un arrastrar de pies dentro de la casa y emprendió deprisa el regreso a la aldea.
Cerca del mercado, un soldado borracho estaba sentado en un umbral, canturreando para sí. A sus pies había dos botellas vacías y el arma colgaba de su hombro, torcida.
Tom se arrastró por detrás, alzó su cachiporra y tomó puntería.
El soldado debió ver su sombra, pues se levantó de un salto, esquivando el golpe de la cachiporra. Con el mismo impulso asestó un golpe con el rifle a las costillas de Tom, se lo quitó del hombro y apuntó con él. Tom cerró los ojos y lanzó ambos pies hacia adelante.
Alcanzó al soldado en la rodilla, haciéndolo caer. Antes de que éste pudiera levantarse, utilizó la cachiporra.
Después tomó el pulso al soldado (no tenía sentido matar a quien no correspondía) y lo halló satisfactorio. Tomó el arma, revisó los botones para saber cuál apretar y corrió en busca del inspector.
Alcanzó al grupo a mitad de camino hacia la nave. El inspector y Grent iban a la cabeza; los soldados marchaban pesadamente detrás.
Tom se escondió entre la maleza y por allí avanzó hasta verse frente a Grent y al inspector. Tomó puntería y su dedo se puso tenso contra el gatillo.
Pero no quería matar a Grent. Se le había ordenado sólo un asesinato.
Corrió hasta adelantarse al grupo y salió a la ruta frente a ellos, con el arma apuntándoles.
—¿Qué significa esto? —clamó el inspector.
—Quieto —dijo Tom—. Los demás, suelten las armas y salgan del camino.
Los soldados obedecieron, como si la sorpresa los hubiese alelado. Uno a uno, soltaron las armas y se retiraron hacia la maleza. Grent siguió en su puesto.
—¿Qué haces, muchacho? —preguntó.
—Soy el delincuente de la ciudad —explicó Tom, orgulloso—, y voy a matar al inspector. Por favor, salga del camino. Grent lo miró fijamente.
—¿Delincuente? ¡Ah!, a eso se refería entonces el general, con tanta cháchara.
—Ya sé que no hemos cometido ningún asesinato en doscientos años —dijo Tom—, pero lo remediaré ahora mismo. ¡Salga del camino!
Grent salió de la línea de fuego. El inspector quedó solo, tambaleándose ligeramente.
Tom apuntó, tratando de pensar en lo espectacular de aquel crimen, en su importancia para la sociedad. Pero imaginó al inspector en el suelo, con los ojos vidriosos, los miembros rígidos, retorcida la boca, sin aire en los pulmones ni latidos en el corazón.
Trató de oprimir el gatillo. Su mente podía hablar cuanto quisiera sobre la conveniencia del crimen, pero su mano opinaba de otro modo.
—¡No puedo! —gritó.
Dejó caer el rifle y saltó hacia la maleza.
El inspector quiso enviar un pelotón en busca de Tom, para colgarlo en ese mismo lugar, pero el señor Grent se opuso. Todo era bosques en Nueva Delaware. No bastarían diez mil hombres para atrapar a un fugitivo, si éste no quería ser atrapado.
En ese momento apareció el Mayor, acompañado por varios aldeanos, para averiguar a qué se debía la conmoción. Los soldados formaron una muralla compacta en torno al inspector y al señor Grent, listas las armas, serios y pétreos los rostros.
Y el Mayor lo explicó todo. El atraso de la aldea en cuanto a delitos. El puesto asignado a Tom. La vergüenza de todos al ver que no había sabido cumplir.
—¿Y por qué designó precisamente a ese hombre? —preguntó el señor Grent.
—Bueno —respondió el Mayor—, creí que si había alguien capaz de matar, era Tom.
Es pescador, como usted sabe. Trabajo sucio, ése.
—Entonces, ¿ninguno de ustedes es capaz de matar?
—Ni siquiera podríamos llegar tan lejos como Tom —admitió el Mayor, con tristeza.
El señor Grent y el inspector intercambiaron una mirada; los soldados contemplaban a los aldeanos con respeto y admiración, murmurando entre sí.
—¡Atención! —rugió el inspector.
Se volvió hacia Grent, y dijo, en voz baja;
—Será mejor salir de aquí. Tener en nuestro ejército a estos hombres incapaces de matar…
—La moral —dijo el señor Grent, estremeciéndose—. Puede ser contagioso. Un solo hombre, en una posición clave, puede poner en peligro a una nave, quizá a toda una flota, sólo porque es incapaz de disparar un arma. No vale la pena correr el riesgo.
Ordenaron a los soldados que regresaran a la nave. Estos obedecieron con más lentitud que de costumbre y se volvieron a contemplar la aldea. Murmuraban entre sí, aunque el inspector seguía vociferando algunas órdenes.
La pequeña nave partió con un frenesí de eyectores. Pronto desapareció en las entrañas de la nave mayor y ambas se marcharon.
El borde del enorme sol rojo y acuoso tocaba ya el horizonte.
—Ya puedes salir —dijo el Mayor.
Tom surgió de entre la maleza, desde donde había observado todo.
—Lo eché todo a perder —dijo, tristemente.
—No te aflijas —le consoló Billy Painter—. Era un trabajo imposible.
—Mucho temo que sí —confirmó el Mayor, mientras volvían a la aldea—. Me pareció que tal vez tú pudieras hacerlo. Pero no se te puede reprochar nada. Ningún otro en la aldea podría haber igualado siquiera lo que tú hiciste.
—¿Qué haremos con estos edificios? —preguntó Billy Painter, señalando la cárcel, la oficina de correos, la iglesia y la ¡escuela roja.
El Mayor meditó por un instante.
—Ya sé —dijo —: lo convertiremos en una plaza para los niños. Con hamacas, toboganes, cajas de arena y todo eso.
—¿Otra plaza? —preguntó Tom.
—Claro. ¿Por qué no?
Naturalmente, no había motivos para no hacerlo.
—Creo que esto ya no me hará falta —dijo Tom, devolviendo al mayor la autorización para delinquir.
—No, creo que no.
Todos observaron con pena como la rompía.
—Bueno, hicimos todo lo posible. Pero no sirvió.
—Yo tuve la oportunidad —dijo Tom—, y los traicioné a todos.
Billy Painter le dio una palmada tranquilizadora en el hombro, diciendo:
—No es culpa tuya, Tom; no es culpa de nadie. Eso es lo que pasa por no ser civilizados durante doscientos años. Mira lo que ha tardado la Tierra en civilizarse. Miles de años. Y nosotros pretendemos hacerlo en dos semanas.
—Bueno, tendremos que volver a ser incivilizados —dijo el Mayor, con un inútil intento de levantar los ánimos.
Tom bostezó, agitó la mano en señal de despedida y se marchó a su casa, para recuperar el sueño perdido. Antes de entrar echó una mirada al cielo.
En lo alto se habían reunido unas nubes gruesas e hinchadas, cada una con su manto negro. Las lluvias de otoño estaban al llegar. Pronto podría volver a la pesca.
¿Por qué no se había imaginado al inspector como si fuera un pez? Estaba demasiado cansado para estudiar ese posible motivo. Y, de cualquier modo, ya era tarde. La Tierra los había abandonado y la civilización no volvería por muchos siglos, quién sabe cuántos.
Durmió muy mal.
Fin