LAS ABUELAS DEL SIGLO XXI
Publicado en
julio 13, 2014
"Seré la abuela más fascinante de la Tierra... No te voy a fallar jamás" , le dijo la tía Eulogia a Tomasito, cuando este nació. Y así quedó sellado una especie de pacto entre abuela y nieto.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Familia es una gran palabra. Un gran anhelo. Pero, a menudo, es causa de insomnio. Mi abuela decía: "Niño chico problema chico, niño grande problema grande". ¿Y niño que nace antes de que Marianela, la hija menor de la tía Eulogia, se casara con el famoso Sebastián del Pino, que andaba por el mundo con su guitarra al hombro, tocando donde le dieran un par de pesos, creyendo que solo de eso se trataba la vida? ¿Cómo se llama eso? ¿Acaso mala suerte? ¿Tiempos modernos?
Un buen día, Marianela irrumpió en la pieza de su mamá, con una sonrisa de oreja a oreja, y le contó que estaba embarazada. La tía Eulogia escuchó cansada y le dijo:
—Siéntate o métete a la cama con esta novela maravillosa que acabo de terminar.
—¿Eso es lo único que se te ocurre? —preguntó Marianela asombrada, creyendo que su mamá se había vuelto loca.
—Bueno, si quieres te doy una aspirina — le dijo la tía Eulogia cerrando la tapa del libro que, efectivamente, era la mejor novela que había leído en los últimos tiempos.
—¡Mamá! Las aspirinas son abortivas —chilló la otra.
—¿Y se puede saber qué tiene que ver eso con tu cansancio?
—Yo no hablo de cansancio, hablo de embarazo. Em-ba-ra-zo.
Un buen rato le costó a la tía Eulogia asimilar lo que le estaba diciendo su hija Marianela.
Ocho meses más tarde, la tía Eulogia y Roberto se paseaban por los pasillos de la clínica Santa Teresa, mientras Marianela daba a luz en la sala de partos.
—¿Te das cuenta de lo que nos está pasando? — preguntó Roberto.
—A nosotros no nos está pasando nada, es a Marianela a quien le está empezando a cambiar la vida para siempre —dijo la tía Eulogia y se enjugó una lágrima.
—Ya lo sé, pero a nosotros, nosotros... A nosotros también nos está empezando a cambiar la vida para siempre. Vamos a ser abuelos y tú tienes un poco más de 40 años. No estamos en edad de ser abuelos. Yo nunca me he metido a la cama con una abuela. ¿Cómo se es abuelo?
—No tengo la menor idea. Ya veremos —se enjugó otra lágrima.
Tomás. Así lo bautizaron. Y ese día, en la clínica, cuando la enfermera llegó corriendo con la buena noticia de que el niño había nacido sanito, que era gordo y rozagante, que había pesado 3,7 kilogramos (8,1 libras) y tenía los pulmones de un toro, a la tía Eulogia primero le dio una fatiga, después dijo que quería verlo de inmediato y finalmente, cuando lo tuvo entre sus brazos, le guiñó un ojo, creyó ver que el recién nacido le guiñaba otro a ella y le hizo una promesa:
—Seré la abuela más fascinante de la Tierra, no te preocupes por nada, si tu mamá te falla, yo no te voy a fallar jamás.
Y de esta manera quedó sellado una especie de pacto entre esta abuela de 40 y este niño que acababa de llegar al mundo y que, efectivamente, le guiñó un ojo, algo que ningún médico, ningún sabio y ningún entendido en reflejos pudo explicar.
El primer mes de vida de Tomás fue un suplicio para todos en la casa. Lloraba como un desalmado, nadie lograba quitarle los cólicos, salvo la tía Eulogia, no se tranquilizaba con nadie más que con su abuela. La voz de su abuela le sacaba una beatífica sonrisa en su carita regordeta de pómulos salientes. Y si no estaba la abuela cerca, Tomás se vengaba chillando y pegando unos saltos que casi lo lanzaban cuna abajo. A la semana, la enfermera renunció diciendo que ella no podía con esa criatura, y que Marianela había dado a luz al hijo del diablo.
Marianela, desesperada, le preguntaba a su mamá qué le hacía al niño para calmarlo. Pero la respuesta de la tía Eulogia, lejos de darle alguna solución, la intranquilizaba aún más:
—Soy su cómplice.
—¡Mamá! —decía Marianela—, no se supone que seas su cómplice sino su abuela, lo estás malcriando, te prohíbo que vuelvas a verló en las próximas dos semanas.
Tres días más tarde:
—¡Mamá, por favor, este niño no deja de gritar! ¿Puedes venir?
Y así pasaron los dos primeros meses, hasta que las cosas poco a poco se apaciguaron. Desde su temprana edad, Tomás pareció comprender que, aunque su abuela viviera en otra casa, eso no significaba que cada vez que le decía adiós estuviera desapareciendo de su vida para siempre.
A los tres años, Tomás dejaba a su abuela, a Roberto, a su mamá y a su papá (las pocas veces que lo veía) con la boca abierta a cada rato. Era listo, más que listo, un verdadero chico de estos tiempos. Hablaba de corrido y con ese lenguaje de adultos de los niños de hoy, que aprenden a hablar no de sus padres ni de sus primeras profesoras, sino de la tele. Decía palabras como lógico, obvio, que los niños de hace 50 años solo aprendían después de los 9 años. Un día, le preguntó a su abuela si no sería posible vivir de nuevo las cosas que le gustaban.
—¿Cómo qué, por ejemplo? — preguntó Eulogia.
—Que Antonia me vuelva a regalar el chocolate.
—¿Quién es Antonia?
Tomás se puso rojo y no dijo nada.
—El niño anda enamorado, señora —dictaminó la Domitila.
—No digas tonterías, tiene solo 4 años.
—Es que usted no sabe lo adelantados que salen en estos días. El sobrino de mi hermana tenía 11 años cuando empezó a insistir en que quería salirse del colegio y trabajar, porque se había enamorado de una compañera de curso y quería casarse con ella.
En otra oportunidad, Tomás dijo que él sabía lo que era el futuro. Y, cuando le preguntaron qué era, dijo que una "bola loca que anda dando vueltas por el Universo".
Entonces Roberto, escandalizado, determinó que el niño se estaba perdiendo lo mejor de la niñez. Si la abuela lo quería tanto, ¿por qué no lo llevaba a un camping donde no hubiera televisores y donde los niños jugaran al caballito de palo, a las bolitas y al trompo, y se subieran a los árboles?
—Hay que prolongarle lo más posible la inocencia, no sabe, el pobre, lo que le espera después —remató e inmediatamente hizo las reservaciones para el camping.
El camping era un verdadero desastre. Tomás no hizo otra cosa que pedir una computadora, él necesitaba abrir su e-mail.
—¿Tu e-mail? — preguntó la tía Eulogia—. Pero, ¿cómo vas a tener e-mail, si no sabes leer ni escribir?
—La Domitila me abrió uno — dijo Tomás, muy ufano.
—Bueno, por ahora, vas a jugar con el pony, las bolas y los trompos.
—No me interesa nada de eso, quiero mi e-mail — dijo el niño y se sentó, obstinado, en una piedra. Luego se encerró en su tienda de campaña y no hubo forma de sacarlo en los próximos tres días.
Al ver que la ida al camping no había servido de nada, Eulogia lo subió al auto y lo llevó de regreso a la ciudad. Cuando llegaron, el chico entró en su casa, frenético, se subió a una silla y encendió la computadora llamando a gritos a la Domitila. La Domi llegó más que rápida y, en menos de un minuto, lo tenía conectado a su e-mail, tomasito@yahoo.com. Y ahí, en la pantalla, poco a poco fue bajando la fotografía de una niña, de no más de 4 años, con una sonrisa de lado a lado y un chocolate en la mano. Debajo decía: "Te estoy esperando para darte otro".
—¡Tú has armado todo este lío de alcahueta! —le dijo la tía Eulogia a la Domitila, que miraba la cara de alegría de Tomasito con los ojos entornados—. ¡Tú estás detrás de todo esto!
—No, señora, yo no, son los tiempos que corren. ¿Y qué tiene de malo enamorarse?
La tía Eulogia iba a decir algo más, pero prefirió callarse. Era cierto, eran los tiempos que corrían y no había nada de malo en enamorarse, pero... ¿a los 4 años?
"Solo Dios sabe lo que hará a los 14", se dijo y se fue porque, aunque adoraba a su nieto, a veces la sacaba de quicio.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ENERO 16 DEL 2007