EL HOMBRE DEL SOMBRERO HAWAIANO
Publicado en
julio 06, 2014
"Mi mujer quiere asesinarme", le dijo un viejo muy rico a mi tía Eulogia. El estaba casado con una de 25 años, pero... "No soy ningún santo y ella me sorprendió teniendo un `affair'".
Por Elizabeth Subercaseaux.
Al llegar a su oficina y verlo —un viejo eterno, con camisa rosada, sombrero hawaiano y un clavel en el ojal—, Eulogia sintió vivos deseos de salir arrancando.
—Me llamo Adrián —dijo el viejo con una voz cantarina— y necesito contratar sus servicios, porque mi mujer quiere asesinarme.
—Está bien. Cuénteme qué pasó.
Y el viejo se lanzó a contarle que su mujer, Virginia, había atrasado los relojes de la casa dos horas, había comprado un poderoso veneno que había ensayado con el gato y...
—Pues, así, es tal como usted lo está escuchando, mi querida señora, mi mujer está haciendo cosas raras, por decirlo suavemente, cosas como darle un fuerte veneno al pobre Michi y atrasar dos horas todos los relojes de la casa.
—Pero, ¿por qué se le ocurre que está tratando de matarlo? ¿No me dice que tienen un excelente matrimonio, que se han respetado los espacios y han sostenido una relación basada en la confianza? No lo entiendo, don Adrián. No veo por qué su señora querría deshacerse de usted —lo miró con desconfianza, pues aquel hombre que había cruzado hacía mucho tiempo la línea que separa a los hombres relativamente jóvenes de los otros, estaba casi listo para mandarse al otro mundo—. Una relación larga y sólida, como la que me ha pintado, no se deshace de la noche a la mañana.
Adrián Piedrabuena, que así se llamaba el cliente, se puso a dar paseos por la pieza con las manos en la espalda. Estaba agitado y muy nervioso.
—Bueno, tanto como larga... Tenemos seis meses de casados —dijo deteniéndose frente a la tía Eulogia, que vio en sus ojos una chispa de temor.
—¿Seis meses? ¿Qué edad tiene su señora, si no es indiscreción?
—Veinticinco años —dijo el viejo y volvió a sentarse.
—Una pregunta, señor. Si no quiere, no la conteste, no me gustaría pasar por indiscreta, pero ¿es muy rico usted?
Piedrabuena esbozó una sonrisa y dijo:
—Según la revista Fortune, poseo una de las fortunas más grandes de Latinoamérica. Si eso es lo que usted considera muy rico, pues entonces, sí, lo soy.
—Y su señora es su heredera, me imagino... Y si lo es, ¿para qué iba a darse el trabajo de envenenarlo, arriesgarse a ir a la cárcel y todo el lío que significa matar al marido, si de todas maneras es su heredera?
—¿Está insinuando que mi mujer se ha casado conmigo por interés económico? —volvió a levantarse Piedrabuena, y esta vez se acercó a la ventana para tomar aire. La tía Eulogia temió que pudiera darle un ataque al corazón.
—No, no, no, cómo se le ocurre. Pero, ¿por qué cree usted que ella querría matarlo?
Piedrabuena abrió la ventana, respiró profundo, se acomodó el sombrero hawaiano y se acercó a la tía Eulogia. Se veía que había decidido decirle algo importante.
—Verá. No sé cómo decirle esto, porque le confieso que me avergüenzo de mí mismo... No soy ningún santo, señora, lo más lejos de un santo que usted se pueda imaginar, y le prometo que no lo hice con mala intención, pero la carne, usted sabe, la carne es débil. Y mi señora me sorprendió.
—¿Está teniendo un affair? —preguntó la tía Eulogia, segura de que podría estar 100 años más en este planeta y jamás dejaría de sorprenderse con lo que hace la gente.
—Sí, pero es más que eso; un simple affair no era para enojarse tanto, ¿no le parece? Desde que me descubrió besándola, empezó a probar los venenos con el gato.
—¿Y puedo saber con quién está teniendo el affair?
—Con mi sweetheart del colegio, mi honey, ¿sabe? Me eduqué en los Estados Unidos y en el high school conocí a esta preciosura que se metió en mi alma con la fuerza de un volcán. Después, mis padres regresaron a Latinoamérica y nos separamos. Nunca más la vi, hasta hace dos meses. Estaba en la cola del banco cuando se me acercó esta viejecita. Fue cosa de verla y que el tiempo regresara. ¡Era ella! ¡Marisol! La misma Marisol, pero con 70 años más. Sin embargo, ¿quiere que le diga una cosa? El primer amor es como una brasa latente, basta una pequeña chispa para que se encienda otra vez y...
—Y eso fue lo que les pasó —terminó la frase la tía Eulogia.
—Así es, señora, del banco nos fuimos a un motel y estos últimos días ha estado visitándome en mi casa, porque me quedé en cama con un resfriado. Fue allí, en mi pieza, donde nos sorprendió mi mujer. Pensábamos que estaba en la peluquería, pero ella olió algo y salió por la puerta de atrás para volver a entrar, y nos descubrió. Lo hizo con toda mala fe.
—¿A ver? Déjeme ver si entiendo bien. Usted está casado con una mujer de 25 y tiene un affair con una de 80. ¿Es eso?
—Je, je, je —rió el viejo—. Suena como de locos, pero así, así es, mi querida señora.
—Por simple curiosidad. ¿Qué tiene una mujer de 80 que no tenga una de 25?
—Lo único que Marisol no tiene es juventud, pero le gana a mi mujer en todo lo demás. Por eso está celosa y furiosa.
—¿Para qué se casó con esa mujer tan joven si piensa así?
—Yo no me casé, fue ella quien me cazó, es lo que siempre ocurre, ¿sabe? Los viejos somos tontos, nos dan vuelta la cabeza con una simple movida de trasero, pero a la larga, terminamos arrepintiéndonos, porque cada oveja con su pareja, ¿no le parece?
—¡Tiene toda la razón! —lo celebró la tía Eulogia con una sonora carcajada. "Qué hombre tan encantador", pensó para sí misma—. Pero, bueno, volvamos a lo que lo trajo por estos lados. Insisto en que no hay pruebas de que su mujer quiera asesinarlo.
—Abra los ojos, señora. ¿Para qué puede querer darle un veneno tan poderoso al gato si no es para probar su efecto?
—No lo sé, tal vez a quien quiera eliminar sea al gato —aventuró Eulogia, pensativa.
—¿Y eso de atrasar los relojes? ¿No le parece raro? Yo lo veo como una manera de hacer que mi muerte ocurra a una hora distinta de la hora del sol, tal vez buscando una coartada para ella.
—Usted lee demasiadas novelas policiacas, mi amigo. Cortemos por lo sano. Vamos a su casa y voy a tener una buena conversación con su mujer, ¿le parece?
Subieron al auto de Piedrabuena, cuyo chofer le abrió la puerta a la tía Eulogia como se la abrían a la princesa Diana y enrumbaron al barrio alto donde se encontraba la mansión. Al llegar allá, la tía Eulogia tuvo un mal presentimiento, pero se sobrepuso. Nada podía pasar a plena luz del día y la mujer podría ser que estuviera celosa, pero no loca. El hecho es que entraron por una gran puerta de hierro forjado que los condujo por un senderillo de piedras rodeado de rosales hasta la puerta principal. Piedrabuena abrió con su llave y no más empujar la puerta se escuchó el estruendo y Piedrabuena cayó al suelo, seguido de la tía Eulogia que se sintió alcanzada por un proyectil en la pierna. Ambos cayeron hacia el hall de entrada, y una vez en el suelo se escucharon otros disparos, cuchillos que atravesaban el aire como saetas, flechas que se lanzaban solas desde la escalera que conducía al segundo piso y un penetrante olor a gas que poco a poco comenzaba a invadir el espacio. La tía Eulogia se arrastró como pudo, agarró a Piedrabuena de un pie y tiró de él hacia la puerta de entrada. Una vez que ambos estuvieron del lado de afuera de la puerta llamó a gritos al chofer, que llegó corriendo.
Al poco rato, apareció una ambulancia y subieron a Piedrabuena medio inconsciente y a la tía Eulogia. Cada uno en una camilla. El vehículo partió calle abajo espantando el tráfico con su sirena de muerte y la tía Eulogia le tomó la mano a su cliente. Una cuadra más abajo la ambulancia se detuvo súbitamente y ante la sorpresa de la tía Eulogia se abrió la puerta y una vieja eterna subió de un salto y se abalanzó sobre el herido.
—¡Mi amor! ¿Qué te ha hecho esa bruja? ¿Cómo fue capaz de hacerte daño, si eres tan bueno?
Entonces la tía Eulogia supo que era su honey del colegio americano. En ese momento, Piedrabuena abrió un ojo y esbozó una débil sonrisa. Luego miró a la tía Eulogia.
—Tenía toda la razón —le dijo la tía Eulogia—. Su mujer quería matarlo. Y por poco lo logra.
—Pero ahora se ha aclarado todo, Adrián. Tú te divorcias de la serpiente esa y nos casamos en cuanto salgas del hospital —sentenció la vieja.
Esa noche, cuando la tía Eulogia fue dada de alta, volvió a su casa y se quedó dormida, pensando que era cierto aquello de que el amor movía montañas.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, OCTUBRE 10 DEL 2006