Publicado en
julio 27, 2014
Correspondiente a la edición de Febrero de 1982
Por Daniel Samper Pizano (tomado de su libro "A mi que me esculquen").
En estas épocas ya ni buen padre lo dejan ser a uno. El otro día me pidió ayuda mi hija María Angélica. Tenía problemas con su tarea de aritmética. Las matemáticas nunca han sido mi fuerte pero pensé que no tendría problema para ayudar a una niña de once años en sus deberes escolares.
Todavía me estoy arrepintiendo. Lo primero que me preguntó se relacionaba con conjuntos. ¿A qué se le da el nombre de conjunto referencial? Yo vacilé brevemente.
No sabía si me hablaba de los juntos musicales o los de fútbol, y así se lo pregunté. Hizo cara de sorpresa.
—Conjunto es una agrupación de elementos— me dijo un poco extrañada.
Era sólo el comienzo del calvario. Después me solicitó una explicación sobre disyuntivas. Me quedé mudo. Le pedí el libro, alegando que en realidad yo había visto eso hacía muchos años. El libro estaba escrito en español, pero podría haberlo estado en finlandés:
Una partición de un conjunto E es cualquier punto P de partes E, tales que: a) Son disyuntivas dos a dos; b) Ninguna es el conjunto vacío; c) Su unión es el conjunto E; d) Cada elemento de P es una clase de partición.
No entendí nada. Entonces María Angélica, con gran paciencia, trató de iniciarme en las matemáticas modernas. Me habló de los diagramas de Venn y me contó que todo conjunto formado por la totalidad de los subconjuntos se denomina conjunto de partes E. ¿Eh?
—Es muy fácil -explicó-. Toda relación de equivalencia en un conjunto determina una partición de ese conjunto.
En ese momento de angustia tuve un asomo de inteligencia. Le dije que llamara a Juanita, la hermana mayor, que, como ya tenía doce años y el año pasado había estudiado el mismo libro, seguramente podría darme un par de indicaciones claves para ayudarle a María Angélica en la tarea. Juanita resolvió el caso en un segundo.
—Cuando una aplicación o función establecida entre dos conjuntos es tal que todo elemento del conjunto de llegada es imagen de uno y solamente uno de los elementos del conjunto de partida, se dice que la aplicación es de uno a uno o biyectiva — dijo con toda naturalidad y se consúmió nuevamente en la lectura de un comic de la Pequeña Lulú.
Ví negro. Pero estaba resuelto a rescatar la poca imagen paterna que aún no hubiera sucumbido ante la arremetida de las matemáticas modernas, y pregunté a María Angélica si ahora estaba todo claro.
—Casi todo -respondió-. Sólo necesito que me aclares lo de las operaciones binarias y los conjuntos equipotentes.
Yo he sabido siempre que Santa Fe es un equipo potente. Pero... ¿equipotente? Acudí otra vez a Juanita. Con algo de impaciencia y desilución ante mi ignorancia, Juanita señaló que "dada una operación en un conjunto F, si todos los pares de F x F son permutables, la operación en F es conmutativa". Y, mientras volvía a agarrar la historieta de Lulú, agregó: "Se dice que son equipotentes dos conjuntos entre los cuales se puede establecer una aplicación biyectiva". María Angélica asintió con la cabeza. Ella sí había entendido. Luego trazó unos signos incomprensibles en el papel. Una U patas arriba, una E cruzada por una diagonal, un cero atravesado por una estocada, una C subrayada. Mi cara de imbécil equivalía a una pregunta. "La E atravesada significa que no pertenece, y la E simple quiere decir que pertenece", alcancé a escucharle antes de que dejara caer un torrente de jeroglíficos. Pero aún faltaban un par de preguntas.
La primera versaba sobre "el producto cartesiano". Respiré hondo, recordé el "cogito ergo sum" y me dispuse a reivindicarme con la ayuda de Descartes. Pero cuando llevaba apenas un minuto de disertación, María Angélica no podía tenerse de la risa. Al parecer, el producto cartesiano tiene poco que ver con la duda metódica; quizás se relaciona —no pude al fin comprenderlo— con conjuntos asociativos referenciales y unitarios. Y entonces vino lo de los cardinales, que produjo la explosión.
—El cardinal de las clases equipotentes es el cardinal de la partición, ¿no es cierto? preguntó inocentemente María Angélica.
Vi la luz al final del túnel y me lancé con una explicación sobre el compromiso de la iglesia con el pueblo, las clases potentes y las proletarias, el cardenal Muñoz Duque y la partición de la curia, la reunión de Puebla y la teología de la liberación. Iba a empezar con la reciente encíclica cuando las descubrí a ambas, a Juanita y a María Angélica, las hijas de mis entrañas, carne de mi carne y sangre de mi sangre, carcajeándose en el suelo, con la barriga agarrada a dos manos. El último gramo de autoridad paterna que me quedaba yacía allí también.
En el transcurso de un segundo añoré al profesor Torres y al profesor Herrera —mis personajes más odiados cuando niño—, suspiré por la aritmética de Bruño y me escandalicé con lo que le enseñan a los escolares hoy en día. Unas niñas que a los once años dicen las cosas que les escuché decir a mis hijas, quién sabe qué avanzados conocimientos tendrán sobre otras materias cuando cumplan dieciocho.
Por lo pronto, mi propósito es el de reconquistar un decoroso lugar en el corazón de Juanita y María Angélica (me doy cuenta de que se codean cuando paso cerca a ellas y ahogan la risa cuando me ven tratando de cuadrar la chequera). Quiero que me vuelvan a considerar su amigo, su apoyo para las tareas. Por eso me propongo tomar un curso acelerado de matemáticas modernas con Pilar y Adelaida, las profesoras de mis hijas. Juro que apenas termine de leer la historieta de la Pequeña Lulú, voy y las llamo.