DENTRO DE LA CAVERNA INFERNAL
Publicado en
julio 06, 2014
Hans Rebsamen, el guía que condujo al autor y a su esposa a través de la caverna. En la foto Rebsamen se desliza por un angosto pasaje de la galería de 800 metros (una de las secciones de la cueva). Foto: Walter Imber.
La exploración subterránea significa oscuridad, humedad, peligro y osadía. En el Holloch, o "agujero del infierno", en Suiza, significa también el viaje a un mundo primigenio de belleza inenarrable.
Por Lawrence Elliott.
UNA MAÑANA invernal de 1973 mi esposa y yo nos calamos los cascos de acero de minero, provistos de lámparas de carburo y, acompañados por tres guías, fuimos a explorar la caverna más grande del hemisferio oriental. Se llama Holloch, o sea "el agujero del infierno", y su laberinto de empinadas galerías, pasadizos, encrucijadas y túneles sin salida donde sólo se puede andar a gatas, como una ciudad trazada por algún arquitecto demente, se extiende por una área de siete kilómetros cuadrados debajo de los Alpes centrales de Suiza. Pocas cavernas de la Tierra ejercen la peligrosa fascinación del Holloch.
Al principio no advertí el peligro. La boca de la gruta está a una altitud de 732 metros; en el apacible valle de Muota. Para entrar nos abrieron una pesada reja de hierro, pues sólo se permite la entrada a quienes vayan acompañados de guías expertos, y empezamos a andar por una suave pendiente. Nuestras lámparas proyectaban sus confortantes rayos de luz sobre las paredes de la galería, que brillaban de humedad. Creí que aquello sería un paseo como cualquier otro.
Algunos hombres de negocios de comienzos del siglo debieron de sufrir la misma equivocación que yo, pues queriendo convertir el Holloch en una gran atracción turística, se gastaron una pequeña fortuna en construir un dique de troncos para evitar las inundaciones, tallar escalones en la roca e instalar pasamanos y luces eléctricas. A la siguiente primavera las inundaciones arrastraron el dique y causaron otros daños. Hoy se sabe que con su cubierta de caliza porosa y su vasta red de zanjas de desagüe y bóvedas de almacenamiento, el Holloch recoge las aguas superficiales de 22 kilómetros cuadrados del valle de Muota. Las inundaciones subterráneas constituyen un peligro durante todo el año, y sólo los meses secos del invierno se consideran seguros para la exploración. En consecuencia, no se permite a los turistas penetrar a más de unos cientos de metros.
Nosotros íbamos hasta mucho más adentro. Nuestro primer obstáculo serio fue una tosca pared de roca, cuya cima no alcanzaban a iluminar las vacilantes luces de nuestras lámparas. Hans Rebsamen, jefe de nuestro grupo, subió trepando por un cable fijo en algún punto entre la oscuridad de la altura. Lo siguió el joven Res Wildberger, luego mi mujer y en seguida yo. Asiendo fuertemente el cable y buscando con las puntas de los pies algún apoyo en la pared (y preguntándome de pronto qué estaba haciendo yo en aquel lugar) me icé lentamente. Así me enteré de que la espeleología o exploración de las cavernas es, al menos en parte, montañismo subterráneo.
Pero resultó que aquella era la etapa más fácil, pues pronto los pasadizos se fueron estrechando. Tuve que encorvarme, luego gatear y tenderme por fin boca abajo arrastrándome centímetro a centímetro entre las peñas húmedas que me raspaban el casco y los hombros. Cuando salimos a un espacio abierto, nos topamos con el borde superior de una larga pendiente alisada por el agua que había corrido sobre ella durante milenios incontables. Descendimos uno por uno deslizándonos sentados. Ya en el fondo, nos dijo Hans que habíamos recorrido tres kilómetros. Consulté mi reloj: llevábamos dentro de la gruta cerca de tres horas.
La parte más antigua del Holloch se formó antes de la era glacial. Las lluvias y los deshielos de muchos siglos, filtrándose por las áridas rocas alpinas, se unieron bajo tierra con las corrientes freáticas para ampliar las fallas y erosionar el núcleo calizo de la montaña, formando un complejo sistema de desagüe. En 1875 Alois Ulrich, granjero del valle, al buscar la fuente de un río que todas las primaveras se precipitaba montaña abajo como una cascada sobre su campo en la ladera, encontró la entrada (hasta hoy la única conocida) y fue el primero que penetró en la caverna. Con el pasar de los años lo siguieron otros, pero sólo en 1951, cuando el notable espeleólogo suizo Alfred Bogli fue nombrado director científico de operaciones, empezaron a revelarse las, increíbles dimensiones del Holloch.
Al terminar el invierno de 1974 los espeleólogos habían levantado el mapa de 124 kilómetros de túneles serpenteantes y ríos subterráneos en tres niveles. Sin embargo, la porción de la que hasta ahora se ha hecho el reconocimiento topográfico no es más que un incitante fragmento de la inmensidad de la gruta. Los cálculos hidrológicos hacen pensar en una extensión subterránea 20 veces mayor. Lo que sí sabemos es que, entre las grutas naturales del mundo, ésta es la décima en profundidad. En 1972 unos buzos llegaron al fondo del Zürichsee, lago de la "zona anegada" de la caverna, a 116 metros bajo la entrada, y poco después unos montañeros alcanzaron el punto más alto conocido, a 1434 metros sobre el nivel del mar, lo que da una diferencia de 818 metros entre ambos límites. Estas grandes alturas y el sistema de desagüe permanentemente activo, que súbitamente puede inundar y aislar los angostos pasadizos cercanos a la boca, son los factores que hacen tan peligrosa la exploración.
En el mejor de los casos, el trabajo de los exploradores es agotador. El objeto es levantar el mapa de todos los posibles pasadizos, con la esperanza de encontrar un paso hacia nuevas galerías. Lo más probable, después de cinco o seis horas de penoso avance, es toparse con un callejón sin salida.
Hans y sus compañeros no nos condujeron a ninguno de éstos, y mientras seguíamos por desfiladeros y corredores sin equivocarnos nunca al doblar un recodo, no los vi consultar el mapa ni una sola vez. En cierto momento el camino pareció completamente cerrado. Entonces Hans pasó adosándose a una inmensa peña, y con ayuda de un cable descendió por un pozo ancho como una chimenea hasta un nivel inferior. Siguiendo su ejemplo, llegamos a una estancia de cuento de hadas. A nuestro rededor los depósitos minerales llevados a través de la roca por la filtración del agua se alargaban hacia abajo formando estalactitas, algunas blancas y esbeltas como paja de fuente, otras de un audaz color anaranjado que les daba la apariencia lustrosa de una zanahoria madura. Las estalagmitas se levantaban allí donde caían las gotas... en góticos castillos, pliegues de tapicería, jugosos melocotones.
Para proseguir tuvimos que volver a adoptar la encogida actitud de nuestros antepasados prehistóricos, agachándonos, arrastrándonos, reptando entre el cieno, retorciéndonos a través de charcos de agua con sólo raros y benditos momentos de posición erguida. Llegamos a una angosta hendidura. Los tres que iban adelante pasaron al otro lado, pero, cuando me tocó a mí, la perversa roca me agarró por el pecho y me retuvo; y allí quedé tendido, aterrorizado, empujando hacia adelante con los brazos y los hombros mientras el resto del tronco se me quedaba atrás en aquel bajo mundo. Resme tiraba de las axilas y Walter me empujaba por las plantas de los pies... hasta que logré salir al otro lado.
El Matrimonio Rebsamen en la zona de campamento.
Por fin llegamos al vivac, construido en una larga galería: mesa, bancos y nichos para dormir excavados en la antigua arcilla por trabajadores previsores. Nos envolvimos en parkas de piel, porque sin el calor corporal producido por el ejercicio de nuestro viaje hasta allí, la constante temperatura de 6° C. resulta incómoda. Los demás ya habían llevado abastecimientos para nuestra visita, y mientras comíamos los guías conversaban y comentaban la atracción del Holloch. "Mi mujer", nos confió Hans, "no la entendía. Pero un año la traje la víspera de Navidad, y no quería salir. Permanecimos aquí hasta después de Año Nuevo".
Alfred Bogli, jefe de la Comisión de Exploración del Holloch, ha pasado 6800 horas dentro de la caverna. Su prueba más dramática empezó el viernes 11 de agosto de 1952, cuando, junto con tres compañeros, entró para rectificar algunas discrepancias en las medidas de una nueva galería. A las 3 de la madrugada siguiente, terminado su trabajo, los cuatro hombres se dispusieron a salir, pero advirtieron que tenían cerrado el camino por las inundaciones. Se sentaron a esperar y a escribir sus observaciones.
Afuera llovía con violencia inusitada. El sábado, al anochecer, habían caído más de 46 milímetros, y seguían cayendo aguaceros ocasionales. El miércoles 20 una partida de salvamento no pudo entrar porque las aguas subían con rapidez pasmosa, pues los sifones de la entrada se desbordaron y amenazaban inundarla por completo. Empezaron a perderse las esperanzas de salvar a los exploradores atrapados.
Las provisiones se les iban acabando a medida que pasaban los días, y la humedad, de 98 por ciento, era a cada momento más difícil de soportar. Afuera de la cueva, los científicos y los trabajadores de salvamento discutían ansiosamente las alternativas: bombas eléctricas para achicar el agua de los pasajes de entrada, explosivos para ensanchar la boca de la vía principal de desagüe. Ambas posibilidades tuvieron que descartarse, por ineficaces o por peligrosas.
Por fin llegó la ayuda del cielo mismo. El viernes 22 de agosto cesó la lluvia y el Sol apareció tímidamente. Dentro del Holloch, Bogli y sus compañeros observaron que había disminuido el constante rezumar del agua, y el sábado resolvieron trasladarse a un pasaje más cercano a la entrada llamada Cueva del Zorro. ¡El domingo por la mañana una ráfaga de viento les anunció que tenían abierto el camino! En cuanto el agua helada descendió lo suficiente bajo el techo de la caverna para darles espacio en donde respirar, entraron en ella hundiéndose hasta el pecho y así lograron salir a un terreno más alto. Dos veces más tuvieron que atravesar pasadizos inundados antes de llegar a la reja de hierro. Su cautiverio había durado 242 horas.
¿Por qué los hombres que en otras cosas son prudentes exponen su vida en estas oscuras bóvedas de la Tierra? Para algunos como Hans, Res y Walter, que tienen buenos empleos, el Holloch ofrece el sabor de la aventura en el mundo de trabajo diario, mientras que a Bogli y a los científicos de la comisión exploradora los motiva el señuelo de lo desconocido: los fenómenos misteriosos del mundo subterráneo.
El Holloch es un vasto y complejo laboratorio vivo. Por ejemplo, los estudios han demostrado que una parte del Holloch data del período anterior a las grandes glaciaciones, cuando el valle fue rebajado en más de 400 metros. ¿Cómo lo saben? Porque 56 especies diferentes de vida primitiva (gusanos, crustáceos, arañas, insectos) encerrados en el ambiente relativamente cálido de la caverna, sobrevivieron a las mortíferas capas de hielo y siguen medrando. Estas criaturas y su ambiente, que no ha sufrido cambio, son idénticos a los de hace cientos de miles de años y ofrecen al biólogo una oportunidad única para el estudio de las formas de la vida primigenia.
Habíamos hablado tanto que, como decía Hans, ya era "hora de dormir", pues las palabras "noche" y "día" no tienen ningún sentido en estas profundidades. De modo que nos metimos en nuestros talegos y nos quedamos profundamente dormidos.
Continuamos nuestras exploraciones durante dos días más. Nos metíamos penosamente por agujeros en donde apenas cabía el cuerpo, doblados en horquilla... y de pronto nos encontrábamos en gigantescas galerías suficientemente amplias para contener una catedral. Subimos por escaleras de cuerdas y bajamos por tubos de acero colocados por cuadrillas de precursores. Cuando llegamos a otro lago subterráneo, la Laguna Estigia, de 20 metros de longitud, remamos en las aguas negras en una lancha de caucho. Una y otra vez Hans nos llevaba orgulloso a otra galería de esculturas surrealistas de la naturaleza: estalactitas de color de miel de formas espectaculares, y estalagmitas de intensa coloración, cada una más asombrosa y más bella que todas las anteriores.
No hay nada sobre la faz de la Tierra comparable a este sub-mundo. No hay oscuridad como la de una caverna, sin un solo destello,sin reflexión; sólo aquellos 60 segundos negros e interminables de cada minuto. El hombre que se cree amo del universo, puede adaptarse a las exigencias de la caverna si lleva luz artificial, se arrastra y trepa, pero allí no es más que un espectador. Cuando se ha marchado, la caverna cubre sus huellas, indiferente a su presencia momentánea. ¡Excelente meditación para rebajar la visión inflada que uno tiene de la propia importancia!
Esta aventura terminó demasiado pronto. Sentí en el rostro el aire puro, y la luz del día me lastimó los ojos. Tenía la ropa húmeda, el cuerpo manchado de arcilla y piedra caliza. Me sentía exhausto, pero al mismo tiempo embargado por una alegría que compensaba con creces la incomodidad y el cansancio. Cuando atravesamos la reja de hierro para volver a nuestro mundo familiar, me pareció que habíamos subido a alguna alta cima y habíamos regresado para contarlo. Y tal es, por supuesto, el verdadero atractivo del Holloch.