APTITUD ESPECIAL (Theodore Sturgeon)
Publicado en
julio 20, 2014
Ahora que nos acercamos al año 2300, el juego de salón más popular parece ser el de elegir el Hombre del Siglo. Algunos prefieren a Baelben Gerson, porque reformó la Constitución mundial, y otros sostienen a Ikihara, por sus trabajos sobre los males de la radiación. Muy a menudo alguien vota al capitán Riley Riggs, y parece que diese en el blanco.
Pero no, no. Soy sólo un viejo mastín del espacio, pero sé lo que digo. Fui oficial de comunicaciones con Riggs, no lo olviden, y aunque eso ocurrió hace sesenta años, lo recuerdo como si hubiese sido el mes pasado. Fue en la tercera expedición a Venus, el viaje que cambió la faz de la tierra; el viaje por el espacio que trajo los cristales de Venus, que hicieron de usted y usted las despreocupadas y felices mariposas que son ahora. Las cosas eran distintas en los viejos días. Conocíamos el peso de una jornada de trabajo de cinco horas, y nadie tenía robots personales, y teníamos que vestirnos nosotros mismos a la mañana. Bueno, quizá los hombres eran más duros entonces.
De todos modos, el Hombre del Siglo estaba en aquella nave, el viejo Starlure, pero... no es Riggs.
Era una excelente tripulación. No podía haber mejor capitán que Riggs ni mejor contramaestre que Blackie Farrel. Allí estaban también Zipperlein, el ingeniero, un hombre corpulento y callado de ojos pequeños, y sus técnicos electrónicos, Greaves y Purci; nunca atravesó el negro espacio un par de tragafuegos semejante. Y allí estaba Lorna Bernhard, el mejor piloto hasta entonces y desde entonces. Ella era mi muchacha, también, y una espléndida criatura. Había otras dos mujeres a bordo: una analista de rayos llamada Betty Ordway, y Honey Lundquist, oficial de control de averías. Pero las dos sólo vivían para su trabajo, y además eran bastante feas.
Y como diversión teníamos también un personaje cómico, Slopes. Lo habían embarcado porque parecía saber algo de los cristales de Venus. No sé por qué se molestaron en embarcarlo. Cualquier trabajo de investigación con los cristales tendría que ser hecho en la Tierra cuando volviésemos, si volvíamos. Me imagino que habrán pensado que había sitio para él, y quizá lo necesitábamos para localizar los cristales, o algo así. Mientras, era inútil. Todos lo pensábamos y se lo repetíamos bastante a menudo, como para que no lo olvidase.
En realidad no molestaba a nadie. Era sólo un hombre gracioso. Un cómico por naturaleza. No me refiero a esos que meten una placa antigravitatoria debajo del mantel y la encienden cuando alguien sirve la sopa, ni tampoco a esas almas de la fiesta que se ponen un collar de tubos fluorescentes al cuello y dicen que son marcianos. Con este Slopes ocurría que tenerlo cerca era ya algo automáticamente gracioso. Slopes era un hombre pequeño y con una cara que no era desagradable, pero que tampoco le servía de mucho. Su voz no era bastante profunda ni bastante alta; y no se le oía muy bien... Creo que el mejor modo de explicarlo es decir que era un Casi; un cabal Casi. Y la diferencia entre Casi y Todo —al menos en Slopes— era bastante graciosa, y uno tenía que aprovecharla. Así lo creían en todos los departamentos.
Ninguno de nosotros lo conocía antes que subiese a bordo... cuando faltaban dos horas para partir, y con ropa de civil. Ése fue su primer error, aunque no sé si puedo llamarlo un error..., al fin y al cabo era un técnico civil. Pero todos nosotros salíamos de alguna rama del ejército, y naturalmente nos pusimos en guardia desde un principio. Purci, el segundo de los técnicos electrónicos, estaba paseándose por los pasillos cuando Slopes entró en la nave con sus aparejos, y en seguida lo tomó en sus manos. Purci llevó a Slopes a popa (es decir, abajo, ya que la nave se apoyaba verticalmente sobre las aletas de popa cuando estaba en tierra) y le enseñó dónde podía dejar sus aparejos. El armario que le mostró Purci resultó ser el depósito de los desperdicios, que recogía automáticamente la basura tan pronto como entrábamos en la ionosfera. No era un daño irreparable; había bastantes uniformes en el armario común que casi le servían, y podían darle un aspecto algo «reglamentario». Pero fue realmente divertido. Había que verle la cara cuando abrió el depósito de desperdicios a las seis horas de viaje. Aún ahora me río. Y durante el resto del viaje, cada vez que preguntaba dónde estaba algo, alguien decía: «¡Busca en la basura!», y toda la tripulación estallaba en carcajadas.
Pero quizá lo más divertido fue cuando dejamos de acelerar y entramos en vuelo libre. Decidimos no recurrir durante un rato a la gravedad artificial, y todos menos Zipperlein, que estaba en los controles de vuelo, nos reunimos en el cuarto de oficiales. Sólo Slopes no sabía cuándo desaparecería la gravedad, y créanme, era difícil no echarse a reír y estropear el asunto. Todos nos habíamos acercado a un puntal o cerrojo para tomarnos de algo cuando llegara la hora. Slopes entró y se sentó a la mesa, inocente como un bebé. Greaves ocultaba con una mano el reloj de pulsera, con los ojos clavados en el segundero. Cuando faltaban tres segundos, ladró:
— ¡Slopes! Ven aquí.
Slopes lo miró parpadeando.
— ¿Yo?
Descruzó las piernas y se puso de pie, tímidamente. Había dado dos pasos cuando dejamos de acelerar.
Creo que realmente nadie se acostumbró nunca a este cambio. Se siente un delicado golpe en el estómago y los canales semicirculares se rebelan violentamente. El cuerpo en tensión, de los pies a la cabeza, parece entumecerse y la confusión no acaba nunca; pues aunque uno no ignora que está cayendo, no sabe hacia dónde cae, y los reflejos esperan el golpe rápido y repentino que seguirá a la caída, y no hay ningún golpe, de modo que los reflejos enloquecen. El pelo le flota a uno a un lado y a otro, y con total independencia del intenso pánico, se siente la más condenada impresión de regocijo y bienestar. Lo llaman la euforia de Welsbach. Asunto psicológico. Liberación de la ansiedad en la ausencia de peso.
Pero hablaba de Slopes.
Cuando Zipperlein apagó los motores, Slopes empezó a flotar. El pie que se adelantaba rozó el piso y resbaló ligeramente en vez de dar un buen paso sólido. Echó los brazos hacia atrás, porque creía caer hacia ese lado, supongo, y cuando quiso dominar el movimiento de los brazos los hombros le cayeron hacia adelante mientras los pies iban hacia arriba. Slopes empezó a dar entonces un lento salto mortal, y habría dado toda la vuelta si no hubiese tocado el techo con los pies. Se quedó suspendido en el aire, con la cabeza abajo y los pies arriba, con nada de que colgarse, y la sensación de que aunque la sangre debía estar subiéndosele a la cabeza, nada ocurría. De pronto todo a su alrededor fue arriba, y no había ningún abajo. Movió las manos desordenadamente hacia el mamparo, el techo, la puerta, que no podía alcanzar. Por ese entonces nosotros ya nos habíamos recobrado —al fin y al cabo lo habíamos sentido antes— y podíamos disfrutar de la diversión.
— ¡Dije «Ven aquí»! —soltó Greaves.
Slopes pareció batir el aire y movió los pies como si bailara. De nada le valió; se quedó donde estaba, cabeza abajo, impotente. Rugimos. Slopes abrió y cerró la boca un par de veces y al fin alcanzó a decir:
—Mmmmf. Mmmmf.
Creí que me moría.
—No seas tan huraño —dijo la chica Lundquist—. Baja y danos un beso.
—Por favor... por favor —murmuró Slopes.
—Háganle decir «por favor, queridos» —sugirió Betty Ordway.
Nos reímos.
—Quizá no le gustamos —dije—. Baja y júntate con nosotros, Slopesy.
—Ofrézcanle un poco de basura —dijo alguien, y todos se rieron otra vez.
Llegó Zipperlein agarrándose de las paredes.
—Pero miren —dijo con su voz grave, sonora y uniforme—. El hombre puede volar.
—Vive en las nubes —dijo el capitán.
Todos nos reímos otra vez, no porque fuese gracioso, sino porque era el capitán.
—Por favor —dijo Slopes—, bájenme. Bájeme alguien.
—Me gustan los hombres que tienen los pies en la tierra —dijo Greaves—. Slopes, te pido que seas cortés y sociable.
Zipperlein se rio.
—Oh, ¿queréis que venga?
Fue de la puerta a la escotilla, de la mesa a un cuadrante de luces, adelantando primero una mano velluda y luego la otra, hasta alcanzar el pie de Slopes.
—Greaves te llama —dijo, y dio un tirón. Slopes giró sobre sí mismo.
— ¡Oou! ¡Oou! —se quejó mientras daba vueltas, yendo de un extremo de la sala al otro, donde estaba Greaves. Greaves lo esperaba, con las manos en una barandilla y las piernas dobladas. Cuando Slopes llegó a su lado, levantó los pies y se los plantó en la espalda. Slopes dejó de girar y fue hacia el capitán. Riggs le dio con el hombro y me lo mandó a mí. Se lo devolví a Greaves. Greaves extendió una mano, pero no lo alcanzó, y Slopes golpeó el mamparo. Uno puede librarse del peso, pero la masa es otra cosa. Los setenta kilos de Slopes no lo habían dejado cuando golpeó la pared a gran velocidad. Se encogió junto al mamparo, lloriqueando.
—Zip —dijo el capitán—. Encienda las planchas gravitatorias. Esto podría seguir todo el día.
—Sí, señor —dijo el ingeniero, y desapareció.
Yo había estado aferrándome a Loma, en parte porque sabía que ella se había abrazado a algo sólido, y en parte porque me gustaba aferrarme a ella.
—Ace —me dijo Lorna—, ¿a quién se le ocurrió esto?
—Adivina.
—Ace —me dijo ella—, ¿quieres saber una cosa? Me asqueas.
—Oh, vamos —dije sonriendo con una mueca—. Hubieras visto las cosas que me hacían cuando yo era cadete.
Lorna se volvió a mirarme, y tenía en los ojos una expresión que yo sólo había visto dos veces. Esas dos veces habíamos dejado de hablarnos.
—Una aprende algo nuevo todos los días —dijo—. Aun acerca de gente que cree conocer bien.
—Sí —dije—, y es una suerte. En estos viajes puedes mirar mucho tiempo las estrellas, y las imágenes de las cintas grabadoras. Luego necesitas algo que rompa la monotonía. Creo que debemos a Slopes un voto de agradecimiento. Es un hombre muy divertido.
Lorna dijo algo, pero no la oí. Todos se reían con demasiada fuerza. Zipperlein había encendido la gravedad artificial y Slopes había golpeado el suelo, donde se revolcaba ahora, tocándolo como si fuese el amor de su vida, y lo era en ese momento realmente. Todos hacen algo parecido cuando salen del vuelo libre.
Oh, nos divertimos aquella tarde. Nunca lo olvidaré.
Corrían muchos rumores a bordo acerca de nuestra misión. Ahora que disponemos de centenares de millones de cristales de Venus, no es fácil explicar lo que valían hace sesenta años. La segunda expedición a Venus trajo dos cristales, y fueron destruidos en las pruebas de laboratorio. El primero fue hecho trizas intencionadamente —nadie sabía entonces que era distinto de cualquier otro cristal— para poder someterlo a un análisis químico, preparar una solución y hacer crecer nuevos cristales. Pero los cristales de Venus no crecen. Se probaron sobre el segundo cristal resonancias de alta frecuencia. Alguien experimentó demasiado con las frecuencias y el cristal estalló. El estudio de la explosión mostró que habíamos tenido en nuestras manos (y ya no teníamos) la clave de la transmisión radial de energía, energía tan poderosa que cualquiera hubiese podido disponer de ella prácticamente gratis. Ya teníamos esa energía, pues el desarrollo de la técnica había hecho posible la fisión de los átomos de cobre. Pero la energía radiada era otro problema. Había que enviar un rayo del transmisor al receptor, y mantener el contacto aunque el receptor estuviera moviéndose en un automóvil o un helicóptero. El cristal de Venus podía hacerlo; vibraba con las frecuencias de energía, y enviaba de vuelta radiaciones que guiarían el rayo energético. Sólo había que reunir bastantes de esos cristales y podíamos deshacernos de millones de kilómetros de cables transmisores, y transformarlos en una fuente de energía que alimentaría la Tierra un par de siglos. No olviden que la humanidad había estado envolviendo el mundo en una red de cobre desde hacía cuatrocientos años.
Así que para una Tierra que necesitaba urgentemente combustibles, no podía haber nada más importante que los cristales de Venus. Y lo único que se interponía en nuestro camino —aparte del viaje al planeta— eran los charlatanes.
La primera expedición a Venus descubrió a los charlatanes, y respetuosamente los dejó tranquilos. La segunda expedición descubrió que los charlatanes tenían grandes depósitos de preciosos cristales... y salió de Venus como alma que lleva el diablo, luego de conseguir dos. Nuestra tarea consistía en traernos de vuelta toda una ristra de cristales, aunque los charlatanes se opusiesen. Las órdenes que habíamos recibido eran más que minuciosas, pero pueden resumirse así: «Traten con los charlatanes y consigan cristales. Si los charlatanes se oponen... consigan cristales de todos modos». —Espero que los consigamos pacíficamente —me dijo Lorna—. Los hombres ya han destruido y matado bastante.
—No hay mucha diferencia, muchacha —le repliqué—. Los charlatanes no son gente.
—Son civilizados, ¿no es cierto? ¿Casi?
—Son salvajes —gruñí—. Y monstruos, además. Guarda tus simpatías para algunos simpáticos y hambrientos seres humanos como yo.
Lorna me apartó las manos con un manotón y volvió a sus ordenadores.
Una vez Slopes me preguntó acerca de los charlatanes.
— ¿Son realmente humanos?
—Humanoides —le dije brevemente. Me incomodaba un poco hablarle. Me había divertido mucho con él—. Caminan en dos patas, y tienen manos con un pulgar en oposición, y usan adornos. Los cristales son sólo eso para ellos. Pero respiran amoníaco en vez de oxígeno y Dios sabe qué metabolismo tendrán. ¿Por qué? ¿Piensas enfrentarlos?
—Preguntaba nada más —respondió Slopes con suavidad.
Esbozó tímidamente lo que era casi una sonrisa, y se alejó. Recuerdo que me reí al imaginarlo ante una pareja de charlatanes... las criaturas más terribles de la historia desde que algún antiguo narrador inventó el grifo. Todos menos dos de los tripulantes del Star-bound, la segunda nave expedicionaria, habían dejado caer sus paquetes y habían puesto pies en polvorosa a la sola vista de un charlatán. Los otros dos los habían enfrentado hasta que los charlatanes se pusieron a gritar. Los psicólogos hablaron mucho de ese ruido. Ningún ser humano normal puede soportarlo. Uno de los hombres echó a correr, y no tenía de qué avergonzarse. El otro no pudo acercarse al cohete; se quedó allí, paralizado de miedo, mientras los charlatanes chillaban y trompeteaban y golpeaban estremeciendo el suelo con sus puños escamosos. El hombre disparó un tiro al aire —tuvo bastante sentido común para no herir a los furiosos monstruos— con el propósito de asustarlos. Quizá lo hizo. Luego sólo recordó un griterío redoblado, un huracán de terribles ruidos animales que lo desmayó allí mismo. Cuando volvió en sí, las criaturas se habían ido. Los dos cristales estaban junto a él; los recogió y corrió ciegamente hacia el cohete. Le costó ocho meses a la más avanzada psicoterapia del mundo devolverlo a sus cabales, y dicen que nunca fue un hombre normal, a pesar de que llegó a viejo. No se sabía qué fantásticas emanaciones psíquicas usaban los charlatanes como armas, pero la sola idea de que Slopes los enfrentara me causaba una gracia enorme.
Las horas pasaban rápidamente con él a bordo. Nunca olvidaré la noche en que Greaves le puso en un sándwich una cucharada de primocemento, la sustancia adhesiva más condenada que se haya inventado. Slopes lo mordió y los dientes superiores se le pegaron de inmediato a los inferiores. Corrió en círculos, lloriqueando, con medio sándwich colgándole de la cara, agitando inútilmente las manos. El alboroto fue descomunal. El cemento era totalmente inofensivo. (Es químicamente inerte, y se deshace con rapidez con una aplicación baja de rayos beta, que quiebra la cohesión molecular.) Pero no lo irradiamos hasta sentirnos realmente satisfechos. Me hubiera gustado que ustedes hubiesen estado allí.
Nos olvidamos de Slopes cuando entramos en la atmósfera de Venus. Preparé las pantallas infrarrojas para Lorna —son un poco más claras que el radar en una atmósfera de amoníaco— y ella nos acercó elegantemente. Localizamos el sitio donde había descendido el Starbound presentando un mapa fotográfico al piloto automático y apareándolo a la pantalla visora.
Lorna alzó la punta del cohete y ajustó los controles de los giróscopos. Bajamos de cola, apoyados en un decreciente pilar de fuego, mientras Lorna no desclavaba los ojos del señalador de ecos, que indicaba la solidez del suelo bajo la nave. Al fin sentimos una sacudida a un lado del cohete y pudimos considerarnos anclados. En aquellos días no había dispositivos anti-gravitatorios. Los magullones y riesgos han desaparecido para ustedes los jóvenes.
No hay mucho que decir acerca de Venus. Era tan inútil y poco atractivo como lo es hoy... excepto que en alguna parte estaban los cristales que habíamos ido a buscar. Por las ventanillas no veíamos más que niebla. El radar y las pantallas infrarrojas revelaban un campo ondulado, despeñaderos, vegetación de un pálido azul, y ocasionalmente una especie de árbol, que como árbol era demasiado grande.
Tuvimos que esperar unas doce horas a que el suelo se enfriara debajo de nosotros, y que desapareciesen el nitrógeno, el ácido nítrico, el nitrato de amoníaco, el ozono y el agua que nuestro descenso había fijado o liberado. La mayoría de nosotros pasó durmiendo esas horas. Pero no Slopes. Iba de las pantallas infrarrojas al aparato de radar, retrocedía, se adelantaba, corría a las pantallas de la derecha, la izquierda, de arriba y abajo. Hasta espiaba por las ventanillas, que la niebla escarchada había oscurecido, entornando los ojos para vislumbrar algún fragmento del disparatado paisaje venusino, envuelto en torbellinos de calor y reacciones químicas. Y fue Slopes quien nos despertó.
— ¡Charlatanes! —chilló llamándonos—. ¡Miren! ¡Capitán Riggs! ¡Capitán Riggs!
Estaba excitado como un chico de diez años, y debo admitir que la escena valía la pena. Nos apretamos alrededor de las pantallas.
Afuera, entre las rocas y los pálidos arbustos azules, a doscientos metros de la nave, se movían unas cosas que nos hicieron abrir la boca y volver los ojos; aunque estábamos cuidadosamente adoctrinados. Eran más grandes que un hombre... Yo no había pensado en eso, por alguna razón. Eran mucho más grandes. En cuanto al resto... tuve una visión de garras amarillas, airados ojos rojos y unas escamas de un verde grisáceo bastante vivido... Nunca me gustó recordarlo.
—Conectemos el sonido —dijo el jefe.
Fui a la cámara de comunicaciones y encendí un amplificador. Luego conecté un micrófono exterior con el intercomunicador de la nave. Resonaron en el cohete los sonidos de un planeta extraño... un hueco sonido de viento, sorprendente, pues la niebla parecía inmóvil; chillidos y gritos como de pájaros, distantes y diferentes; y sobre todo eso, el continuo y repugnante parloteo de los charlatanes... el sonido por el que habían merecido ese nombre. Era como un clamor de locos, ronco y desatado. Saltaba bruscamente arriba y abajo en la escala, y difería horriblemente de los chillidos de los monos, parecía revelar una coherente inteligencia.
— ¡Electrónica! —ladró el capitán—. Abran los depósitos de trajes y aparejos de locomoción. Sparks, no se mueva de su cámara. Quiero registros separados de la transmisión de cada traje. Piloto, atienda a las pantallas. Cuatro voluntarios junto a la puerta de salida. De prisa.
Bueno, no quiero hablar mal del coraje del servicio del espacio. Hubiera sido agradable decir que todos a bordo hicieron sonar los talones y exclamaron: «¡A sus órdenes, señor!». Por otra parte, cuando hablé de los hombres del Starboundya aclaré que, dadas las circunstancias, no era nada vergonzoso que hubiesen echado a correr al ver a los charlatanes. Riggs pidió cuatro voluntarios; consiguió dos: Purci, a quien, sin dramatismos, no le importaba realmente un rábano, y Honey Lundquist, que supongo quería hacerse notar por alguna razón además de parecer tan doméstica como una cerca pintada de azul. En cuanto a mí, me alegró que me hubieran asignado el cuidado de mi equipo de transmisiones, y no tener que decidir. Al resto no lo acuso. Ni siquiera a Slopes, aunque yo seguía pensando que hubiera sido magnífico verlo ante un par de charlatanes hambrientos, por lo gracioso del contraste.
Riggs no hizo comentarios. Se adelantó, entró en la cámara de equipos, y los otros dos lo siguieron. El resto los ayudamos a meterse en los trajes y cerrar las escafandras transparentes. Los tres probaron el aire y los comunicadores y fueron hasta la esclusa de aire. Les abrí la puerta.
—Estableceremos contacto —dijo Riggs fríamente. Su voz venía de los altavoces y no directamente de él. Sonaba raro—. Intentaremos ante todo un contacto pacífico. Así que nada de armas. Yo llevaré un lápiz pistola, por si acaso. Ustedes dos quédense juntos y atrás. No nos separaremos mucho de la nave, y no permitan bajo ninguna circunstancia que nos cierren el camino de vuelta. Prueben las comunicaciones.
—Hola —gruñó Purci.
—Hola —murmuró Honey Lundquist.
El jefe entró en la esclusa, con los otros dos detrás. Cerró la puerta, y abrí la esclusa exterior con el control remoto. Todos los que quedamos a bordo corrimos a las pantallas. Unos veinte o treinta charlatanes se apretaban junto a los arbustos. Aunque no podíamos ver aún al capitán y sus voluntarios, era evidente que los charlatanes los habían visto. Las criaturas se acercaron a la carrera; estos viejos ojos no vieron nunca espectáculo más terrible.
— ¡Oh! —oí que decía Purci en el intercomunicador.
— ¡Ji! —dijo Honey.
—Tranquilos —dijo el capitán con voz nada tranquila.
A mis espaldas oí un sonido apagado. Era Betty Ordway que se desmayaba. La dejé acostada y volví a mi puesto.
Como de común acuerdo el grueso de los charlatanes se detuvo en lo alto de una pequeña loma entre nosotros y los matorrales, y tres de ellos se acercaron, uno adelante y dos atrás. En ese momento el capitán, que había avanzado bastante, se hizo visible, seguido por los otros dos. Los tres se detuvieron y los tres charlatanes se detuvieron también, y la multitud en la cima de la loma redobló increíblemente sus ruidos. No pude evitarlo; bajé el volumen de los altavoces. No aguantaba más. Loma me lo agradeció. Slopes se secó la cara, pasándose el pañuelo por los ojos para no perder detalle.
Fue un momento de tensión... No hablo de silencio. Los charlatanes seguían con aquellos gritos de asombroso volumen, pero nada se movía. La acción se desencadenó con una terrible rapidez.
El capitán alzó los brazos en lo que para él era obviamente un ademán de paz. Si se juzga por lo que pasó, los charlatanes lo tomaron como un espantoso insulto. Saltaron en el aire, los tres, y cuando tocaron el suelo corrieron de un lado a otro. Brincaron, aullando y rugiendo, y detrás la masa de los otros descendió por la pendiente de la loma. Oí en aquel tumulto un chillido de Honey Lundquist. Las tres figuras vestidas con trajes del espacio parecían muy pequeñas ante aquella ola de vociferantes gigantes. Vi que uno de los nuestros se desmayaba.
— ¡Alto o hago fuego! —aulló Riggs fútilmente, y apuntó con el lápiz pistola.
Uno de los voluntarios recogió la forma inerte del otro, se la puso sobre los hombros y empezó a arrastrarse hacia la nave. Riggs apuntó, disparó, se volvió y corrió sin esperar a ver el resultado de su tiro.
Fue Slopes quien saltó al control de la esclusa, apretó la nariz contra la ventanilla, comprobó que los otros tres estaban dentro sanos y salvos y cerró la puerta exterior. Encendió la bomba de aire que aspiraría el amoníaco de la esclusa y volvió a las pantallas.
El charlatán contra el que Riggs había disparado estaba tendido en el suelo, rodeado por un grupo. El ruido era infernal. Volví a mi cámara y bajé otra vez el volumen, pero el ruido le llegaba a uno hasta por los pies, a través de las planchas de la cubierta.
Se abrió la puerta interior de la esclusa y apareció un capitán muy pálido. Detrás de él sus voluntarios... Honey Lundquist aturdida y Purci sobre sus hombros.
—Se desmayó —dijo Honey innecesariamente, y dejó caer a Purci en nuestros brazos.
Lo arrastramos a un rincón y miramos las pantallas.
—Por lo menos alcancé a uno —jadeó Riggs.
—No, no lo alcanzó, capitán —dijo Slopes.
Era cierto. El postrado charlatán se incorporaba, balanceando su maciza y colmilluda cabeza, aullando.
— ¿Son a prueba de balas? —preguntó Greaves.
—No —replicó Slopes—. La bala se estrelló contra el cristal que lleva al cuello.
El capitán Riggs gruñó.
—No creo que nos acerquemos más a esos cristales en este viaje —predijo morosamente—. Nunca me dijeron que sería así. ¿Por qué no enviaron un crucero de guerra?
— ¿Para matar a esas criaturas y sacarles los adornos a los cadáveres? —preguntó Lorna, burlona—. Hemos progresado mucho en los últimos mil años, ¿no es cierto?
—No, no es ése el modo de encarar el problema—empecé a decir, pero Riggs me interrumpió.
—Tiene razón, tiene razón, Lorna. Si no conseguimos que cooperen, tardaremos años en descubrir cómo fabrican los cristales. O de dónde los sacan. Y no disponemos de años. Sólo nos quedan cuatro días.
Así es. Hace sesenta años una nave no llevaba mucho combustible. Los viajes se programaban para el tránsito más cercano de los planetas. Dejar Venus y correr detrás de la Tierra cuando los planetas empezaban a separarse otra vez, estaba fuera de la cuestión. Ahora, por supuesto, con energía de sobra, ocurre todos los días.
Sacamos a Purci de su traje y lo revivimos. Estábamos dispuestos a jurar que los charlatanes habían usado contra él algún arma secreta. Purci no se asustaba fácilmente. Su desmayo había sido probablemente una respuesta particular a una particular altura de sonido... algo enteramente individual. Pero en aquel momento estábamos dispuestos a creer cualquier cosa de los charlatanes.
La nave empezó a temblar.
— ¡Nos atacan! —aulló Greaves.
Pero no. El número de los charlatanes había aumentado. Toda la loma estaba cubierta de monstruos parecidos a hombres, monstruos corpulentos y escamosos. Todos charlaban insensatamente, y sentados en cuclillas golpeaban el suelo con sus puños como martillos.
—Están enardeciéndose, parece —diagnosticó Zipperlein—. Capitán, salgamos de aquí. No estamos equipados para esto.
—Nos quedaremos un rato —dijo Riggs—. Quiero estar seguro de haber hecho todo lo posible... aunque sea esperar sentados la hora de la partida.
Yo tenía mis dudas, y a juzgar por las caras, los otros también. Pero nadie dijo nada. La nave se estremecía. Nos fuimos a comer.
Unas trece horas antes del momento de la partida yo miraba malhumorado en una pantalla el enjambre de charlatanes, cuando sentí a alguien a mi lado. Era Slopes. Lo habíamos dejado bastante solo en los últimos tres días. Imagino que todos se sentían demasiado deprimidos para pensar en diversiones.
—Míralos —gruñí, señalando con la mano la pantalla—. No sé si son los mismos o si han estado turnándose para que el ruido no pare. Sólo un venusino podría distinguir uno de otro. Para mí todos son iguales.
Slopes me miró como si yo le hubiese dicho dónde estaban las joyas de la corona, y se alejó sin una palabra. Empezó a sacarse la ropa. Nadie le prestó atención. Quizá pensamos que iba a darse una ducha. Antes que ninguno de nosotros supiese qué ocurría, ya se había metido en un traje del espacio y estaba apretándose el casco.
— ¡Eh, Slopes! ¿Adónde piensas ir?
Slopes dijo algo, pero no pude oírlo. Eché atrás la mano y encendí el intercomunicador. Slopes repitió su respuesta, que era un simple: —Afuera—. Se metió en la esclusa y cerró la puerta.
Riggs salió hecho una furia de la cámara de controles.
— ¿Dónde se ha metido ese idiota?
Fue a la esclusa, pero la luz roja sobre la puerta brillaba indicando que habían abierto la cámara, y Slopes se había ido.
—Comuníquenme —gruñó Riggs, y lanzó un manotón a un micrófono de mi mesa—. ¡Slopes! —rugió.
Apreté unos botones. La voz de Slopes llegó con una calma y claridad que no le conocíamos.
—Sí, capitán.
— ¡Vuelva en seguida!
—Voy a ver si consigo esos cristales.
—Va a ver si consigue suicidarse. Vuelva. ¡Es una orden!
—Lo siento, capitán —dijo Slopes lacónicamente. Riggs y yo nos miramos, asombrados. Antes que el capitán pudiera emitir otra palabra, Slopes continuó—: Tengo una idea acerca de esos charlatanes, y soy el único calificado para llevarla adelante.
— ¡Lo matarán! —rugió Riggs.
—Sí, si estoy equivocado —dijo la serena voz de Slopes—. Bueno, si usted no se opone apagaré la radio. Tengo que pensar.
Riggs estaba tomando aliento cuando vio que el indicador de las radiorrespuestas de Slopes se apagaba en el tablero. El aire se le escapó en unas sílabas obscenas.
Todos corrimos a las pantallas. En ese momento empezaba a verse a Slopes, que se alejaba de la nave.
— ¡Calificado! —gruñí—. ¿Para qué demonios puede estar él calificado?
—Humanidad —dijo Lorna.
Yo no supe qué quería decirme; Lorna miraba la pantalla con una cara blanca y tirante.
Los charlatanes se lanzaron a una desenfrenada actividad tan pronto como vieron a Slopes. Corrieron, atropellándose prácticamente, para llegar a él. Tres o cuatro de los más rápidos se adelantaron gritando y entrechocando sus colmillos. Como si se deleitaran en el desamparo de Slopes, lo rodearon, saltando y vociferando, agachándose ocasionalmente para golpear el suelo con sus poderosos puños. Luego uno de ellos, de pronto, tomó a Slopes, lo alzó por encima de su cabeza y corrió con él loma arriba. La multitud se apartó para dejar paso a la criatura y volvió a cerrarse y la siguió mientras Slopes se perdía entre los arbustos azules.
—No sé cómo se puede elegir esa forma de suicidio —susurró Purci.
Honey Lundquist se echó a llorar.
—No es un suicidio —dijo Lorna—. Es un asesinato. Y ustedes lo asesinaron.
— ¿Quién? —pregunté—. No yo.
—Sí, tú —estalló Lorna—, tú y el resto. Ese pobre hombre nunca lastimó a nadie. Le hicieron lo peor que se puede hacer a un ser humano. Lo persiguieron por lo que era, y no por nada que hubiese hecho. Y ahora se demuestra a sí mismo que es bastante hombre, bastante humano, y da su vida por la misión que no cumplimos.
—Si salió para que lo mataran —dijo Betty Ordway con una lógica de hielo—, es un suicidio, no asesinato. Y no entiendo qué relación puede haber entre su conducta y los cristales.
—Nunca vi que le dieras una mano —dijo Honey muy tiesa.
Lorna no intentó un contraataque.
—No lo conocí realmente hasta ahora —dijo avergonzada, y volvió a sus cuarteles.
—Tenemos que ir a buscarlo —dijo Greaves.
Todos dejaron que la frase quedara en el aire.
—Saldremos dentro de trece horas —dijo Riggs, y se retiró al gabinete de los mapas.
El resto de nosotros anduvo de un lado a otro tratando de no mirarse, pensando: Quizá fuimos un poco duros con el hombre, y maldita sea, nunca le hicimos daño, ¿no es cierto?
Lo notamos todos casi al mismo tiempo, me parece. Luego de tres días de incesante parloteo había afuera un silencio mortal. Nos pusimos a hablar atropellándonos, y cerramos la boca luego de dos sílabas. Y me parece que todos empezamos a entender qué había querido decir Lorna.
Fue Purci quien expresó con calma nuestro pensamiento.
—No quería volver en esta nave. No quería volver a la Tierra. No se sentía bien en ninguna parte, pues nadie se había molestado en admitirlo. Y me parece que al fin se cansó.
No creo que se pronunciaran cincuenta palabras —fuera de las referentes al trabajo— en las diez horas siguientes.
No podían faltar más de noventa minutos para la partida cuando oímos volver a los charlatanes. Uno a uno alzamos la cabeza.
—Quieren otro mordisco —dijo alguien. Una de las muchachas, creo, lanzó un juramento.
Encendí las pantallas. El matorral bullía con charlatanes, que se acercaban en enjambres al cohete.
— ¡Capitán! —llamé—, ¿qué le parece si partimos? Y les chamuscamos las escamas.
—Cierra esa boca, imbécil —dijo Lorna. Fue apenas un susurro, pero yo hubiera jurado que se oyó en toda la nave—. ¡Traen de vuelta a Slopes!
Lorna tenía razón. Tenía tanta razón... Con las piernas apretadas alrededor del pescuezo de un charlatán que venía haciendo cabriolas, la cara ligeramente azul a causa del poco oxígeno que le quedaba en el traje, con una amplia sonrisa, Slopes se acercaba a la nave, seguido y rodeado por centenares de aquellos escamosos horrores. El charlatán en que cabalgaba se arrodilló, y Slopes se apeó entumecido. Saludó con la mano y una cincuentena de las criaturas se puso en cuclillas y empezó a dar puñetazos en el polvo.
Slopes caminó cansadamente hacia la nave, y cuatro charlatanes se acercaron también, con unos voluminosos bultos en la cabeza.
— ¿La puerta está abierta? —alguien alcanzó a decir.
Miré en el tablero. Estaba abierta.
Sonaron unos pesados golpes en la esclusa, y llegó a nosotros un huracán cercano de charla que destrozaba los nervios. Luego se apagó la luz roja y oímos el gemido de la bomba de aire.
Al fin la puerta interior se abrió y apareció Slopes. Tropezamos unos contra otros tratando de sacarle la escafandra.
—Tengo hambre —dijo Slopes—. Y estoy espantosamente cansado. Y juraría que me he quedado sordo por el resto de mis días.
Lo masajeamos y lo vestimos y lo alimentamos con sopa caliente. Se quedó dormido antes que termináramos con él. Había llegado la hora de partir. Lo metimos en su tarima, guardamos los cuatro grandes bultos en la bodega y luego de unos pocos resoplidos para advertirles a los charlatanes que debían retirarse, nos elevamos hacia las estrellas.
En los cuatro bultos había ochocientos noventa y dos cristales de Venus, perfectos. Y en el viaje de vuelta tanto tratamos de compensar a Slopes por lo que había sufrido en su vida que empezamos a tener celos unos de otros. Y Slopes... ya no era más un Casi. Era definitivamente un Todo, con una voz vibrante y un paso elástico.
Trabajó como un esclavo en aquellos cristales.
—Tienen que ser sintetizados —fue todo lo que dijo al principio—. Los hombres y los charlatanes deben mantenerse aparte.
De modo que... lo ayudamos. Y poco a poco oímos la historia. Cuanto más conocía la compleja estructura de los cristales, más decía Slopes. Así que antes de llegar a la Luna, ya habíamos descubierto la verdad.
—A esos charlatanes —dijo Slopes— ustedes los juzgaron mal. Así pasa con los seres humanos... temen lo que no entienden. Es natural, pero ¿por qué pensar que cualquier emoción provocada en un animal extraño anuncia un ataque?
«Imagínense que son algún animalito, una ardilla, por ejemplo. Se pasan ustedes la vida debajo de la mesa, comiendo mendrugos y atendiendo a sus propios asuntos. Hay media docena de seres humanos en el cuarto y uno de ellos cuenta un chiste acerca de un viajante y la hija de un granjero. Termina el cuento y todos se ríen. Pero ¿qué piensa la ardilla? Sólo oye una enorme y rugiente explosión de sonidos animales. Se hunde en sí misma, muerta de miedo.
»Eso exactamente es lo que ocurre con los seres humanos y los charlatanes. Pero por esta vez la ardilla es el hombre.
— ¿Quieres decir que esos monos-lagartos se reían de nosotros?
—Escúchenlo —dijo el nuevo Slopes—. Qué indignado está. Sí, eso quiero decir, exactamente. Los charlatanes no vieron nunca nada más gracioso que un ser humano. Cuando salí de la nave, me llevaron a su aldea, llamaron a los vecinos de varios kilómetros a la redonda y organizaron un baile. Yo no podía equivocarme. Saludaba con la mano, y ellos rugían. Me sentaba... aullidos redoblados. Corría y saltaba... se tendían en el suelo y se morían de risa. De pronto, Slopes hizo a un lado su trabajo y habló como para sí mismo.
—Eso duele de algún modo, ¿no es cierto? Los seres humanos no deben ser objeto de risa. Son los reyes de la creación, poderosos y dignos. Es inexcusable que un ser humano sea gracioso, por lo menos involuntariamente. Bueno, los charlatanes me dieron algo que ningún ser humano fue capaz de darme antes... el sentimiento de pertenecer a la humanidad. Pues lo que sufrieron ustedes cuando los charlatanes se acercaron, riendo, es lo que sufrí yo toda mi vida. No ocurrirá nunca más. No me ocurrirá a mí; pues gracias a los charlatanes he sabido que cualquier fulano es tan ridículo como yo. Los charlatanes son gente amable, agradecida. Les gustó la función, y me ofrecieron regalos. Cuando les indiqué que me gustaban los cristales, me dieron tantos que yo no podía llevarlos.
Y yo también soy agradecido, y los cristales se fabricarán tan fácilmente en la Tierra que no será necesaria otra expedición a Venus. ¿No entienden? Si los hombres llegan a visitar con frecuencia a una raza que se ríe de ellos sólo al verlos... exterminarán a esa raza. Pensándolo bien, quizá no debían nombrar a Slopes el Hombre del Siglo. Quizás a él no le gustara que los charlatanes tuviesen mucha publicidad. Y no era muy buen amigo. Se casó con Lorna.
Fin