ALGO A CAMBIO DE NADA (Robert Sheckley)
Publicado en
julio 20, 2014
Pero ¿era una voz lo que había oído? No estaba muy seguro. Un momento después, Joe Collins reconstruyó los hechos. Estaba acostado en su cama, tan cansado que ni siquiera le preocupaba ensuciar las frazadas con las botas. Contemplaba la red de quebraduras abiertas en el techo amarillo y lodosa, por donde el agua se filtraba lenta y melancólicamente.
Debió ocurrir en ese instante. Collins percibió un brillo metálico junto a su cama y se incorporó. En el suelo había una máquina; un momento antes no estaba allí. En ese primer momento de sorpresa, Collins creyó oír una voz muy lejana que decía: « ¡Ahí! ¡Ese sirve!» Con respecto a la voz, no estaba muy seguro. Pero la máquina estaba allí, sin lugar a dudas. Se arrodilló para examinarla; medía más o menos un metro de lado, y emitía un suave zumbido. La superficie, de color gris opaco, era perfectamente lisa, con excepción de un botón rojo situado en una esquina y una placa de bronce en el medio. La placa decía:
UTILIZADOR CLASE A, SERIE AA-1256432.
Y debajo:
ADVERTENCIA: ESTA MAQUINA ES PARA USO EXCLUSIVO DE LA CLASE A.
Nada más. No había interruptores, indicadores, llaves, ninguno de los dispositivos que Collins vinculaba a las máquinas. Sólo aquella placa de bronce, el botón rojo y el zumbido.
— ¿De dónde saliste? —preguntó Collins.
El Utilizador Clase A continuó zumbando. En realidad, él no esperaba respuesta.
Sentado en el borde de su cama, contempló pensativo aquella máquina. La cuestión a resolver era: ¿qué hacer con ella?
Con mucha cautela, tocó el botón rojo, consciente de que no tenía la menor experiencia en máquinas caídas de cualquier parte. ¿Qué pasaría si lo oprimiera? Tal vez el suelo se abriría en dos, o una horda de hombrecitos verdes se descolgaría desde el techo. De cualquier modo, no tenía prácticamente nada que perder. Por lo tanto, oprimió ligeramente el botón.
No ocurrió nada.
—Bueno, haz algo —dijo Collins, realmente decepcionado.
El Utilizador se limitó a zumbar suavemente.
Bien, al menos podía empeñarlo. Charlie el Honesto le daría un dólar, o quizá más, por el metal de la máquina. Trató de levantaría, pero le fue imposible. Lo intentó otra vez, empleando en ello toda su fuerza y logró levantar una esquina hasta unos dos centímetros del suelo. La soltó y volvió a sentarse sobre la cama, jadeando.
—Deberías haber traído un par de dechangadores para ayudarme —dijo al Utilizador.
De inmediato, el zumbido se tornó más audible y la máquina empezó a vibrar.
Collins aguardó, pero no ocurrió nada. Dejándose llevar por una corazonada, alargó una mano y oprimió el botón rojo.
De inmediato aparecieron dos hombres corpulentos, con ropas de trabajo y contemplaron al Utilizador con expresión apreciativa. Uno de ellos dijo:
—Por suerte, es el modelo pequeño. Para levantar los grandes hay que hacer una fuerza de animales. El otro respondió:
—Es peor que las canteras de mármol, ¿no? Miraron a Collins, que les devolvió la mirada. Finalmente, el primero dijo:
—Oiga, don, no nos haga perder todo el día ¿Dónde quiere ponerlo?
— ¿Quiénes son ustedes? —logró articular Collins.
—Los changadores. ¿Tenemos cara de ser las Vanizaggi Sisters?
—Pero, ¿de dónde vienen? —preguntó Collins — ¿Y por qué?
—Venimos de Powha Minnüe Mudanzas, SRL —dijo el hombre—. Y vinimos porque usted pidió changadores. Vamos ¿dónde quiere ponerlo?
—Váyanse —dijo Collins—. Los llamaré después.
Los changadores se encogieron de hombros y desaparecieron. Durante varios minutos, Collins siguió con la vista clavada en el sitio que habían ocupado. Por último se volvió hacia el Utilizador Clase A, cuyo zumbido había vuelto a ser suave.
¿Utilizador? Había un término mejor para designarlo; máquina de cumplir deseos.
Collins no se sintió demasiado sorprendido. Cuando los milagros se hacen realidad, sólo las mentes torpes y perezosas son incapaces de aceptarlo. Y Collins, por cierto, no era de esa clase. Estaba bien preparado para aceptar todo.
Había pasado la mayor parte de su vida deseando, ansiando y rogando que le ocurriera algo maravilloso. En la escuela secundaria soñaba con que una mañana, al despertarse, descubriría en sí mismo la facultad de saber todas las lecciones sin la tediosa necesidad de estudiarlas. Al hacer el servicio militar, deseaba que alguna bruja o algún duende cambiara sus obligaciones; de ese modo se encontraría a cargo de la biblioteca, en vez de verse obligado a cumplir con la instrucción, como todos los demás.
Más adelante, Collins rehuyó el trabajo, considerando que no tenía las condiciones psíquicas adecuadas. Se limitó a vagar por ahí, en la esperanza de que a alguna persona fabulosamente rica le diera por cambiar su testamento, dejándolo como heredero universal.
En realidad, nunca había esperado que ocurriera algo de todo eso. Pero cuando así fue, él estaba preparado.
—Quisiera tener mil dólares en billetes pequeños y sin marcar —dijo, con cautela.
Cuando el zumbido aumentó su volumen, oprimió el botón, frente a él apareció un gran montón de billetes sucios, de uno, cinco y diez dólares. No serían nuevecitos ni relucientes, pero al menos eran dinero.
Arrojó un puñado al aire y los miró descender graciosamente hasta el suelo. Se recostó en la cama y empezó a hacer planes.
En primer lugar, se llevaría la máquina lejos de Nueva York; hacia el norte del estado, quizá; hasta algún sitio donde no lo molestaran los vecinos entrometidos. El impuesto a los réditos debía ser muy engorroso con respecto a esas cosas. Una vez que estuviera organizado, podría ir a Centroamérica, o a…
En el cuarto hubo un ruido sospechoso.
Collins se levantó de un salto. En la pared se estaba abriendo un agujero y alguien trataba de pasar por allí.
— ¡En, yo no pedí nada! —exclamó Collins, dirigiéndose a la máquina. El agujero se ensanchó; un hombre corpulento, de cara enrojecida, forcejeó para abrirse paso.
En ese momento, Collins recordó que las máquinas suelen tener dueños.
Indudablemente, quien poseyera una máquina de cumplir deseos no se resignaría fácilmente a perderla. Por el contrario, llegaría a cualquier extremo con tal de recuperarla. Tal vez no repararía en…
— ¡Protégeme! —gritó Collins al Utilizador, oprimiendo el botón rojo. Apareció entonces un hombre pequeño y calvo, vestido con un pijama de colores violentos y bostezó, atontado.
—Sanisa Leek —dijo, frotándose los ojos, Servicio de Protección por Muros Cronológicos. ¿En qué puedo servirlo?
— ¡Saque a ese individuo de aquí! —gritó Collins.
El hombre de cara roja sacudía furiosamente los brazos y estaba ya casi fuera del agujero. Leek introdujo una mano en el bolsillo de su pijama y extrajo un trocito de metal brillante.
— ¡Espere! —gritó el hombre de la cara roja — ¡Le explicaré! Este hombre…
Leek le apuntó con el trozo de metal. El hombre desapareció con un grito. Un momento después, también el agujero se había desvanecido.
— ¿Lo ha matado usted? —preguntó Collins.
—Claro que no —respondió Leek, guardando el trozo de metal—. Me limité a enviarlo de regreso a través de su glomerajuste. Por ahí no tratará de volver.
— ¿Pero puede intentar otros medios? —preguntó Collins.
—Es posible. Podría intentar una microtransferencia e incluso una animación.
Y agregó, dirigiendo a Collins una mirada perspicaz:
—Este Utilizador es suyo, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió Collins, empezando a sudar.
— ¿Y usted es de clase A?
—Naturalmente —afirmó Collins—. De lo contrario, ¿qué iba a hacer con un Utilizador?
—No era mi intención ofenderle —dijo Leek, soñoliento —; sólo quería hablar un poco. Y meneó lentamente la cabeza, agregando:
— ¡Cuánto viajan ustedes, los de Clase A! ¿Vino aquí a escribir un libro de historia, o algo así?
Collins se limitó a sonreír enigmáticamente.
—Será mejor que me vaya —observó Leek, con más bostezos—. Siempre en marcha, día y noche. Estaría mejor en una cantera.
Y desapareció en mitad de un bostezo.
La lluvia seguía tamborileando en el techo. El ronquido continuaba, imperturbable, a través de la toma de aire. Collins estaba solo otra vez, solo con la máquina.
Palmeó con afecto al Utilizador. Esos Clase A lo pasaban muy bien. ¿Querían algo? No tenían más que pedirlo y oprimir el botón. Sin duda, el verdadero dueño lo echaría de menos.
Leek había dicho que el hombre podría tratar de volver por otros medios. ¿Qué medios serían aquéllos?
Pero ¿qué importaba? Collins juntó los billetes, silbando por lo bajo. Mientras la máquina de cumplir deseos estuviera en su poder, no corría peligro alguno.
Los días siguientes marcaron un profundo cambio en la suerte de Collins. Con la ayuda de Powha Minnile Mudanzas, SRL, transportó el Utilizador al norte de Nueva York. Allí compró una montaña de mediana altura, en cierto rincón abandonado de los Adirondacks.
En cuanto tuvo los papeles en su poder, caminó hasta el centro de su propiedad, a varias millas de la carretera. Los dos changadores lo seguían a través de las densas malezas, que les iban arrancando monótonas maldiciones; sudaban profusamente bajo el peso del Utilizador.
—Déjenlo aquí y lárguense —ordenó Collins, que se había tornado, en los últimos días, mucho más seguro de sí mismo.
Los changadores lanzaron un cansado suspiro y desaparecieron. Collins miró a su alrededor. Por todas partes, hasta donde alcanzaba la vista, lo rodeaban bosques de pinos y abedules. El aire era suave y húmedo. Los pájaros piaban alegremente entre el follaje y alguna ardilla cruzaba a veces junto a él, a toda prisa.
¡Oh, la Naturaleza! ¡Cómo amaba la Naturaleza! Aquél sería un lugar perfecto para construir una casa grande y llamativa, con piscina de natación, cancha de tenis y quizá un pequeño aeropuerto.
—Quiero una casa —expresó con firmeza y oprimió el botón rojo.
Apareció entonces un hombre con gafas y traje gris impecable.
—Sí, señor —dijo, echando a los árboles una mirada de soslayo—, pero tendrá que darme más detalles. ¿Desea algo clásico, es decir, un chalet, una estancia, una casa de dos plantas, una gran residencia, un castillo o un palacio? ¿O algo primitivo, como una cabaña o un iglú? Dada su condición de A, tal vez quiera algo a la última moda, como ser una semifaz, una Nueva Extensa o una Miniatura Hundida.
— ¿Eh? No sé. ¿Qué me sugeriría usted?
—Una casa solariega, no demasiado grande. Por lo general se empieza así.
— ¿De veras?
— ¡Oh, sí! Más tarde, es costumbre mudarse a un clima cálido y construir un palacio.
Collins habría querido hacer otras preguntas, pero decidió contenerse. Todo iba saliendo bien. Esas gentes lo tomaban por un A, con plenos derechos sobre el Utilizador.
No había motivos para desengañarlos.
—Encárguese de todo —dijo.
—Sí, señor —respondió el otro—. Así lo hago, por lo común.
Collins pasó el resto del día reclinado en un diván, bebiendo refrescos, mientras la Compañía Constructora Máxima Olph materializaba equipos para construir la casa.
Resultó una residencia baja, de unos veinte cuartos; dadas las circunstancias, era bastante modesta. Estaba construida con los mejores materiales, diseñada por Mig de Degma, con interiores de Towige, una piscina Muía y jardines de Vierien.
Hacia el anochecer estuvo lista. El pequeño ejército de obreros empacó el equipo y desapareció.
Collins permitió que su cocinero le preparara una cena ligera. Después se instaló en la sala amplia y fresca, para meditar a fondo sobre todo. El suave zumbido del Utilizador seguía frente a él.
Collins encendió un habano y aspiró su aroma. Ante todo, rechazaba todas las explicaciones sobrenaturales. En aquello no había demonios ni seres malignos. La casa había sido construida por simples seres humanos, que maldecían y reían y decían palabrotas como cualquier ser humano. El Utilizador no era sino un artefacto científico y funcionaba según principios que él no entendía ni quería entender.
¿Era posible que proviniera de otro planeta? No parecía probable. Aquellos hombres no se habrían tomado la molestia de aprender el idioma para hablar con él. El Utilizador debía provenir del futuro terráqueo. Pero ¿cómo?
Collins se recostó y dio una pitada a su habano, pensando que siempre había una probabilidad de que se produjeran accidentes. Tal vez el Utilizador se había filtrado en ese tiempo. Después de todo, creaba cosas de la nada y eso era mucho más complicado.
¡Qué futuro maravilloso debía ser aquél! ¡Máquinas de cumplir deseos! ¡Qué maravilloso grado de civilización! Con sólo pensar lo que se deseaba… ¡Listo! Allí estaba.
Con el tiempo, tal vez eliminarían el botón rojo, evitando así todo trabajo manual.
Naturalmente, él tendría que andar con cautela. Cuidarse del verdadero dueño… y del resto de la clase A. Tratarían de quitarle la máquina. Tal vez era un privilegio hereditario…
Por el rabillo del ojo percibió un movimiento y levantó la vista. El Utilizador temblaba como una hoja bajo la brisa.
Collins se aproximó a él, frunciendo el ceño con gesto sombrío. Un tenue velo de vapor circundaba al aparato estremecido. Parecía estar recalentado. Tal vez lo había hecho funcionar demasiado. Con un cántaro de agua quizá…
En ese momento notó que el Utilizador había reducido visiblemente su tamaño. No medía ya más de cincuenta centímetros de lado y seguía menguando ante sus ojos.
¡El propietario! ¡O los otros A! Aquello debía ser la microtransferencia de la cual le hablara Leek. Si no obraba con celeridad, su máquina de cumplir deseos se reduciría a la nada, para desaparecer por completo.
—El Servicio de Protección Leek —exclamó Collins.
Oprimió el botón y retiró velozmente la mano: la máquina estaba muy caliente.
Leek apareció en un rincón del cuarto, vestido con ropas de deporte y armado con un palo de golf.
— ¿Es posible que me interrumpan cada vez que…?
— ¡Haga algo! —gritó Collins, indicando el Utilizador, que en esos momentos no llegaba a los treinta centímetros de lado y emitía un resplandor rojizo.
—No puedo hacer nada —respondió Leek—. Mi licencia sólo autoriza a operar Muros Cronológicos. Comuníquese con los de microcontrol.
Levantó su palo de golf y se desvaneció en el aire.
—Microcontrol —repitió Collins, alargando la mano hacia el botón.
Pero la retiró bruscamente. El Utilizador medía sólo unos diez centímetros de lado y su brillo tenía el color de las cerezas. El botón era apenas visible, pues se había reducido a la cabeza de un alfiler. Collins giró sobre sí mismo, tomó un almohadón y lo echó sobre el artefacto. Apareció una muchacha con gafas de carey, armada de un bloc y lápiz.
— ¿Con quién desea entrevistarse? —preguntó, serena.
— ¡Consígame ayuda a toda prisa! —rugió Collins, sin apartar la vista de su preciado Utilizador, cada vez más y más pequeño.
—El señor Vergon ha salido a almorzar —respondió la muchacha, mordisqueando el lápiz con expresión pensativa —y no puedo comunicarme con él.
— ¿Y con quién me puede comunicar? Ella consultó su anotador.
—El señor Vis está en el Continuo Dieg y el señor Elgis está realizando investigaciones en la Europa del Paleolítico. Si se trata de algo muy urgente, tal vez le convenga llamar a Control de Transferopunto. Es una división menos importante, pero…
—Control de Transferopunto. Está bien, lárguese.
Puso toda su atención en el Utilizador y lo apretó con el almohadón chamuscado. No ocurrió nada. El Utilizador medía apenas dos centímetros de lado y Collins comprendió que el almohadón no podía operar aquel botón casi invisible.
Por un momento consideró la posibilidad de dejarlo desaparecer. Tal vez fuera tiempo.
De cualquier modo, podría vender la casa, los muebles y vivir bastante bien.
¡Pero no! ¡Todavía no había pedido nada importante! No se lo quitarían sin resistencia de su parte. Se obligó a mantener los ojos abiertos y oprimió con un dedo rígido el botón, ya al rojo—blanco.
Apareció entonces un hombre delgado, de vestiduras raídas. Tenía en las manos algo así como un huevo de Pascua adornado con colores vivos y arrojó al suelo aquel objeto.
El huevo se partió, despidiendo un vapor anaranjado que penetró directamente en el Utilizador, ya microscópico. De él surgió una gran nube de humo. Collins se sintió sofocado. Pero el artefacto empezó a formarse otra vez. Pronto alcanzó su tamaño normal; no parecía haber sufrido daño alguno. El anciano asintió secamente, diciendo:
—No seremos muy sofisticados, pero sabemos trabajar. Y con un nuevo ademán de asentimiento, desapareció. Collins creyó oír a la distancia un grito de cólera. Estremecido, se sentó en el suelo, frente a la máquina, La mano le palpitaba dolorosamente.
—Cúrenme —murmuró, con los labios secos y oprimió el botón con la mano sana.
El Utilizador zumbó más alto durante un momento y volvió a callar. El dolor desapareció del dedo chamuscado; al observarlo, Collins notó que no había en él signo alguno de quemadura, ni siquiera una señal que indicara el sitio donde los tejidos habían sufrido el daño.
Se sirvió una buena medida de coñac y fue directamente a acostarse. Aquella noche soñó que era perseguido por una gigantesca letra A. Pero al despertar, por la mañana, ya lo había olvidado.
En el curso de una semana, Collins descubrió que había cometido un grave error al construir su residencia en los bosques. Se vio forzado a contratar un batallón de guardianes para alejar a los mirones y los cazadores se empecinaban en acampar dentro de sus jardines.
Además, la Oficina de Ingresos Internos comenzaba a tomar mucho interés en sus asuntos. Pero, por encima de todas las cosas, Collins descubrió que, después de todo, no era tan amante de la naturaleza. Los pájaros y las ardillas eran muy bonitos, pero no se los podía considerar grandes conservadores. Y los árboles, aunque muy decorativos, no servían como camaradas de borrachera.
Collins decidió, finalmente, que en el fondo estaba hecho a medida para la ciudad.
Por lo tanto, con la ayuda de Powha Minnile Mudanzas, SRL, de la Compañía Constructora Máxima Olph y la oficina de Viajes al Instante Jagton, siempre poniendo grandes cantidades de dinero en las manos adecuadas, se trasladó a una pequeña república centroamericana. Allí construyó un palacio enorme, amplio y ostentoso, puesto que el clima era más cálido y no había impuesto a los réditos.
Lo equipó con los accesorios habituales: caballos, perros, papagayos, sirvientes, hombres para su mantenimiento, guardianes, músicos, grupos de bailarinas y todo cuanto un palacio debe tener. Collins pasó dos semanas enteras explorándolo.
Por un tiempo, todo anduvo bien.
Una mañana, Collins se aproximó al Utilizador, con la vaga intención de pedir un coche deportivo, o tal vez un hato de ganado fino. Se inclinó sobre la máquina gris, alargó la mano hacia el botón rojo…
Y el Utilizador retrocedió, alejándose.
Por un momento, Collins creyó ver visiones; tendría que dejar de tomar champaña antes del desayuno. Avanzó un paso más y trató de oprimir el botón rojo.
El Utilizador se apartó hacia un costado, limpiamente, y salió de la habitación.
Collins saltó en su persecución, maldiciendo al dueño y a todos los A. Tal vez ésa fuera la animación de la cual Leek le había hablado; de algún modo, el propietario se las había ingeniado para dotar de movilidad a la máquina. No importaba. Bastaría con alcanzarla, oprimir el botón y comunicarse con los de Control de Animación.
El Utilizador cruzó una sala a la carrera, con Collins siguiéndole de cerca. Un ayudante de mayordomía, que en ese momento estaba lustrando un picaporte de oro macizo, lo miró con la boca abierta.
— ¡Deténgalo! —gritó Collins.
El ayudante de mayordomía, con toda torpeza, se cruzó en el camino del Utilizador. La máquina lo esquivó graciosamente y saltó hacia la puerta principal.
Collins accionó una llave y la puerta se cerró estrepitosamente.
El Utilizador tomó impulso y se lanzó a través de ella. Una vez al aire libre dio contra un cantero, recobró el equilibrio y se dirigió hacia el campo abierto.
Collins corrió detrás. Si lograba acercarse un poco más…
De pronto, el Utilizador saltó hacia lo alto y permaneció varios instantes suspendido en el aire, para caer luego al suelo. Collins saltó hacia el botón.
El artefacto se apartó, corrió un trecho y volvió a saltar. Durante un momento pendió a cinco metros de altura, derivó unos metros y se detuvo; entonces dio una voltereta absurda y cayó.
Collins consideró la posibilidad de que, en un tercer salto, la máquina siguiera viaje hacia arriba y se preparó para atraparla. En cuanto la vio posarse en el suelo, como a desgana, se lanzó sobre ella y oprimió el botón. El Utilizador no pudo esquivarlo a tiempo.
— ¡Control de Animación! —rugió Collins, triunfante.
Hubo una pequeña explosión y el Utilizador se aplacó. Ya no quedaba en él animación alguna.
Collins, enjugándose la frente, se sentó sobre la máquina. Cada vez peor. Sería mejor expresar en ese mismo momento algún deseo muy importante, mientras aún tuviera la oportunidad.
En rápida sucesión, pidió cinco millones de dólares, tres pozos petroleros en explotación, un estudio cinematográfico, una salud perfecta, veinticinco bailarinas más, la inmortalidad, un coche deportivo y un hato de ganado fino.
Creyó haber oído una risita disimulada y echó una mirada en su torno. No había nadie.
Cuando se volvió, el Utilizador se había desvanecido.
Quedó petrificado. Y un momento después, él mismo desapareció.
Al abrir los ojos, Collins se encontró de pie frente a un escritorio. Del otro lado estaba el hombre corpulento de cara rojiza, que un primer momento tratara de entrar en su habitación. No parecía enojado. En realidad, su expresión era resignada, casi melancólica.
Collins se detuvo por un momento en silencio, lamentando que todo aquello terminara así. Finalmente había sido atrapado por el propietario y por los A. Pero nadie podía quitarle lo disfrutado.
—Bueno —dijo Collins, directamente—, ya tiene su máquina. Ahora, ¿qué más quiere?
— ¿A mi máquina? —preguntó el hombre, con una mirada de incredulidad
— No es mía señor. En absoluto. Collins lo miró fijamente.
—Oiga, no trate de confundirme —dijo—. Ustedes, los A, quieren proteger su monopolio, ¿no es así? El hombre de la cara roja dejó los papeles.
—Señor Collins —dijo, severamente—. me llamo Flign. Soy agente de la Unión Protectora de los ciudadanos, una organización de interés público, cuya finalidad es proteger a los individuos como usted, por ejemplo, de los criterios equivocados.
—Entonces, ¿no es uno de los A?
Con serena dignidad, el hombre explicó:
—Usted parte de una premisa equivocada, señor. La Clase A no representa un grupo social, como usted parece creer. Es sólo una categoría de crédito.
— ¿Una qué? —preguntó Collins, pronunciando las palabras con lentitud.
—Una categoría de crédito —repitió Flign, echando una mirada a su reloj—. Como no disponemos de mucho tiempo, trataré de explicárselo en pocas palabras. Vivimos en una era descentralizada, señor Collins. Nuestros negocios, industrias y servicios están esparcidos en una considerable extensión, dentro del tiempo y del espacio. De ahí que la Compañía de Utilización sea un vehículo esencial. Se encarga del transporte de mercaderías y servicios de un punto a otro. ¿Comprende usted?
Collins asintió.
—El crédito es, por supuesto, un privilegio automático. Pero a su debido tiempo todo debe ser pagado.
A Collins no le gustó como sonaba aquello. ¿Pagar? Esa época no era tan civilizada como él creía. Nadie había hablado de pagar. ¿Recién ahora salían con eso?
— ¿Por qué no me detuvieron? —preguntó, desesperado —Debían saber que yo no pertenecía a la categoría adecuada. Flign meneó la cabeza.
—Las categorías de crédito son recomendaciones, pero no leyes a obedecer. En un mundo civilizado, cada uno tiene derecho a tomar sus propias decisiones. Lo siento mucho, señor.
Volvió a mirar su reloj y entregó a Collins el papel que tenía en las manos, diciendo:
— ¿Quiere revisar esa factura y decirme si es correcta?
Collins tomó el papel. Decía:
√ Un palacio, con accesorios - Créd. - 450.000.000
√ Servicios de máxima Olph Constructora - Créd. - 111
√ 122 bailarinas - Créd. - 122.000.000
√ Salud perfecta - Créd. - 888.234.031
Pasó rápidamente por encima el resto de la lista. El total ascendía a dieciocho billones y pico de créditos.
— ¡Un momento! —gritó Collins — ¡No pueden cargarme con todo esto! ¡El Utilizador entró en mi cuarto por accidente!
—Es precisamente lo que voy a alegar en su favor —dijo Flign — ¿Quién sabe? Tal vez se muestren razonables. Con probar no se pierde nada. Collins tuvo la impresión de que el cuarto daba vueltas. El rostro de Flign comenzó a fundirse ante sus ojos.
—Se ha terminado el plazo —dijo Flign—. Buena suerte. Collins cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, estaba de pie en una llanura desértica, ante una cadena de montañas escarpadas. El viento helado le azotaba el rostro y el cielo tenía el color del acero.
Un hombre pobremente vestido, de pie ante él, le alcanzó un pico, diciendo:
—Toma.
— ¿Qué es esto?
—Es un pico —explicó el hombre, con paciencia—. Y por allá hay una cantera, donde tú y yo, con otros cuantos, tenemos que cortar mármol.
— ¿Mármol?
—Claro. Siempre hay algún idiota que quiere un palacio —dijo el hombre, con una sonrisa irónica—. Puedes llamarme Jang. Tendremos que tratarnos durante algún tiempo.
Collins parpadeó como un tonto.
— ¿Cuánto tiempo?
—Calcúlalo tú mismo —respondió Jang—. La paga es de cincuenta créditos al mes, hasta que la deuda está saldada.
Collins dejó caer el pico. ¡No podían hacerle eso! la Compañía de Utilización debía haber descubierto su error. La falta era de ellos, por haber permitido que la máquina se filtrara en el pasado. ¿No lo comprendían?
— ¡Es una equivocación! —protestó Collins.
—No hay equivocación alguna —dijo Jang—. Están muy escasos de mano de obra. Tienen que buscarla por cualquier parte. Vamos. Después de los primeros mil años, ya no te pesará. Collins iba a seguir a Jang hacia la cantera, pero se detuvo.
— ¿Los primeros mil años? ¡No viviré tanto!
—Claro que sí —le aseguró Jang—. Pediste la inmortalidad, ¿no es así?
Sí, así era. Lo había pedido precisamente antes de que se llevaran la máquina.
¿O fue después? Entonces, Collins recordó algo extraño. En la factura que le mostrara Flign no figuraba la inmortalidad.
— ¿Cuánto cobran por la inmortalidad? —preguntó. Jang soltó una carcajada.
—No seas ingenuo, amigo mío. A esta altura deberías haberte dado cuenta.
Y condujo a Collins hacia la cantera.
—Es lógico. Eso lo dan sin cobrar nada.
Fin