UNA HISTORIA DE LA GUERRA
Publicado en
junio 08, 2014
Benno Weiser firmó sus artículos sobre la segunda guerra mundial como Próspero y Bobby.
Cortesía: Diario El Comercio
La segunda guerra mundial dejó millones de historias. Esta es una de ellas.
Correspondiente a la edición de Mayo de 1995
Por Benno Weiser Varon.
En mi oficina en la Universidad de Boston encontré un mensaje: un señor Jorge Ortiz me había llamado desde Quito. Tenía el apellido de un colega periodista de los años 40 cuando yo era columnista en la prensa ecuatoriana. No lo había visto desde entonces. Tengo 82 años. ¿Era Jorge más joven o más viejo que yo?
Hice la llamada. Resultó que no era aquel Jorge Ortiz, sino su hijo. La revista DINERS necesitaba un artículo por el 50 aniversario del fin de la segunda guerra mundial.
Después de cincuenta años había en Quito quien recordaba que durante seis años, a diario, seguí la dramática contienda que decidió si el mundo sobreviviría como una combinación de naciones libres y democráticas o como una jungla de países totalitarios, nazis y fascistas.
Llegué al Ecuador a fines de 1938. Emigré de Viena porque a otro austriaco no le gustaban los judíos. Hitler aún no pensaba en exterminarlos pero quería una Alemania judenrein, limpia de judíos. Hubo largas colas delante de los consulados. Yo tuve suerte. Cuando tenía 16 años un joven ecuatoriano que fue a Viena para estudiar en el mejor colegio. Fui contratado para enseñarle alemán y prepararlo para los exámenes de ingreso. Teníamos la misma edad y nos hicimos amigos. Tuve que aprender español. Nueve años más tarde, Jaime Navarro era el único individuo en el mundo libre al que podía cablegrafiar para que me envíe una visa de inmigración.
Un refugiado es una persona que lo ha perdido todo menos su acento. La Gestapo veló porque los judíos no sacaran sus riquezas. Pero nadie se dio cuenta de que me llevé algo invisible: un buen conocimiento del español. Según las leyes ecuatorianas un inmigrante podía dedicarse a la agricultura o a la industria. Mi familia puso una fábrica de latas, pero pronto se acabó el dinero. El banco Lucindo Almeida había nombrado a un señor Moisés Freudmann como enlace con la creciente colectividad judía. Fui a negociar un crédito y el señor Freudmann me invitó a su oficina. "¿Sabe quién vino antes de que usted llegara? El señor Carlos Mantilla Ortega". El apellido no me decía nada. El señor Freudmann abrió un ejemplar de El Comercio y me hizo saber que los Mantilla eran los dueños del periódico.
Me contó que el señor Mantilla le preguntó de alguien que pueda trabajar de periodista para tratar el conflicto europeo. Freudmann creyó que yo era el indicado pues era el único que hablaba buen español.
El señor Mantilla estaba impresionado de mi dominio del idioma. Al día siguiente tenía mi propia oficina, una máquina de escribir y recibía los cables de AP y UPI.
No sabía nada de periodismo. Pero en Viena, mientras estudiaba medicina, escribí piezas para el cabaret literario, especialidad vienesa basada en la sátira política.
En Quito reinaba la sal quiteña. Mi tarea era comentar la guerra que de por sí no se prestaba a risa. Tanto más impactó la ironía con que a veces traté dramáticos eventos de la segunda guerra.
Uno de mis primeros artículos trató sobre el inminente ingreso de Italia en la guerra. Lo titulé El niño Mussolini. "Un niño vivaz pero celoso. Ha acumulado miles de soldados de plomo, cañones y aviones, pero Adolfito, su hermano mayor, siempre lo aventaja. ¡Cuidado! Ese chico puede cometer cualquier locura en su afán de igualarlo", decía una parte del texto.
A día seguido publiqué Italia en vísperas de la guerra. "El nuevo César levanta su brazo en un antiguo saludo. El dux latino se ha convertido en el Duce italiano. Nada faltaba. Ni las águilas romanas, ni los fasces. ¡Qué genio ese Duce: alcanzó a conducir a una nación entera de la edad moderna hacia la antigüedad!".
Después de varios artículos, don Carlos me ofreció, a más de mi colaboración en El Comercio, una columna diaria en Ultimas Noticias. Yo había firmado mis primeros artículos como Bobby. Mi columna diaria se llamaría El mirador del mundo y firmaría Próspero.
Seis semanas más tarde, El Universo de Guayaquil pidió reimprimir los artículos de Próspero aparecidos la víspera en Ultimas Noticias.
El 10 de mayo publiqué el artículo El último neutral en que describí bajo qué pretexto atacaría Hitler a la última nación europea neutral. Horas más tarde, Alemania se lanzó contra Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia. A la mañana siguiente, un ex ministro de Relaciones Exteriores ecuatoriano, el doctor Luis Bossano, pidió a Carlos Mantilla que le presente al columnista que "tenía esa visión profética".
El 15 de mayo publiqué El Kaiser y el Führer. Los alemanes habían ocupado casi toda Holanda. Recordé que el Kaiser Guillermo vivía exiliado en la ciudad holandesa de Doorn. Pregunté si resistiría Hitler la tentación de vanagloriarse ante él que perdió estotra guerra mundial en que Hitler había sido soldado raso. Imaginé el encuentro: Hitler alardeó con las batallas ganadas. Amsterdam y Bruselas se habían rendido. Sus tropas estaban a cincuenta kilómetros de París. El Kaiser escuchó, asintió y preguntó: "Todo va muy bien. Pero dime una cosa: ¿si pierdes, qué país te ofrecerá asilo?".
Mis lectores quedaron boquiabiertos. ¿Quién iba a pensar en aquellos días que Hitler necesitaría pedir asilo?
Durante la evacuación de los británicos de Dunquerque, un taxista inició una conversación: "Don Próspero, ¿todavía cree que los alemanes están perdiendo la guerra?". "Sí", contesté, "Los alemanes perderán". "¿Y los ingleses?", siguió preguntando, "¿están ganando?". Lo corregí: "Van a ganar".
Dieciocho meses más tarde los alemanes sufrieron sus primeras derrotas en el frente soviético. Un colega me contó de una conversación entre choferes. Dijo uno: "Este Próspero siempre lo predijo. ¿Cómo pudo saber?". Contestó otro: "Es judío. Por sus venas corre sangre de profeta".
Evité hablar de política ecuatoriana en mi columna hasta que la Cámara de Diputados debatió pedir al generalísimo Franco rescindir varias sentencias de muerte, pues los afectados eran intelectuales. La moción pasó, pero un diputado se opuso pues "pertenecía al Partido Conservador". Predije que la resolución de la Cámara no surtiría efecto porque el argumento de que los condenados eran intelectuales no impresionaría a Franco: no habían sido condenados a pesar de que eran intelectuales sino por serlo. Aplaudí el gesto humanitario más que político y lamenté que un diputado se oponga.
Al día siguiente, el aludido protestó contra "el extranjero que se atrevió a criticar a un personaje elegido por la nación" y contra las columnas "unilaterales de Próspero". Varios diputados defendieron al columnista y un senador, el coronel Filemón Borja, lo hizo en términos muy laudatorios.
Fui a visitarlo. Estaba casado con una dama de Alsacia, lo cual explicaba su simpatía para con los aliados y conmigo. El resultado de la visita fue la idea de publicar un semanario pro-aliado en que podría tocar temas vedados en mi columna, es decir las actividades de los nazis dentro del Ecuador. El semanario se llamó La Defensa.
No era el único en su género. Las potencias del Eje subsidiaron no menos de siete semanarios pro-alemanes y pro-fascistas. En sus editoriales anunciaron que su meta era "romper el monopolio" de Próspero para explicar a los ecuatorianos la guerra. Una de estas revistas tenía una columna firmada "Anti-Bobby" y otra, "Anti-Próspero". Una tercera empleó a un formidable caricaturista que se especializó en dibujar mi cara con gran semejanza, incluso con mis cicatrices de acné.
La cara, empero, pertenecía a un perro. El caricaturista cometió un error: me dibujó en la mejor compañía, hundiéndome en un botecito con Winston Churchill u olfateando el trasero de Franklin D. Roosevelt. Estar siempre entre celebridades hizo de Próspero una celebridad. Si aún había quienes no leían mi columna, esto llamó su atención. La suma total de mis lectores entre El Comercio, Ultimas Noticias, El Universo y La Defensa alcanzó el 75% de los lectores de periódico del país.
Un día alguien trajo una foto a la oficina editorial de La Defensa. Fue tomada en el patio de la legación alemana: cuarenta bien conocidos comerciantes alemanes vestían camisas pardas y brazaletes con svásticas, y daban el saludo nazi. Publicamos la foto en primera plana. Cuatro semanas más tarde ellos ingresaron en la lista negra aliada, lo cual no ayudó a sus negocios pues sus importaciones desde Alemania se acabaron con el bloqueo aliado.
La publicación de La Defensa comenzó a aburrir al coronel Borja porque Intereses comerciales, el más astuto de los semanarios pro-nazis, preguntó: "¿Cuál es la diferencia entre Benno Weiser y Filemón Borja? Weiser escribe sin firmar y Borja firma sin escribir". Era injusto. Yo no estaba encantado con los artículos de mi coronel por sus tecnicismos militares no siempre comprensibles para el promedio de nuestros lectores, pero era competente y educado.
Un día dijo mi coronel: "Exponer de vez en cuando a un nazi no es excitante. ¿Por qué no matamos al ministro alemán?" (En aquel entonces no había embajadores estacionados en Quito).
Creo que fue el momento en que mi carrera diplomática comenzó. Sabía que mi amistad con el fogoso coronel no se basaba en mi estilo de escribir sino en lo que él consideraba mi coraje para atacar a Hitler, pese al promedio de quince cartas diarias que me llegaban con amenazas de todo tipo.
"Don Filemón, ¿qué es el ministro alemán? (No sabía que minimizaba una profesión que algún día sería la mía). Es un cartero con frac y condecoraciones. ¿Le parece que vale la pena matar un cartero? Al día siguiente mandarán otro", le dije.
Don Filemón se quedó pensativo. Descubrí lo que le provocó esa idea. Tres hombres enmascarados habían penetrado en las oficinas de la agencia alemana Transocean y habían hecho trizas sus muebles. Se sugirió que se trataba de los hermanos Plaza, de la aristocracia ecuatoriana. La revista Time enfocaba la mitad de sus noticias del Ecuador hacia ellos, altos, buenos mozos, toreros aficionadós, temerarios. Mi coronel no quiso ser eclipsado.
Lo disuadí pero quiso estar preparado para alguna "acción". Insistió en entrenarme en tiro al blanco y -aparentemente para alguna acción de caballería- en montar a caballo en sus yeguas de raza pura.
En agosto de 1941 estalló una guerra en la frontera peruano-ecuatoriano. Fui nombrado corresponsal de la Overseas News Agency (ONA) y envié noticias favorables al Ecuador y a la verdad. La ONA distribuyó las noticias internacionalmente. El Comercio las reimprimió. Los nazis temían que aumentaría mi popularidad. Un domingo en la mañana los quiteños que salían de misa recibieron unas volantes cuyo título era El ONAnista Benno Weiser.
Al día siguiente un grupo de reporteros preguntó al subsecretario del Interior qué pensaba sobre esa volante de mal gusto. Para sorpresa de todos contestó: "He advertido al señor Weiser en varias ocasiones que no se metiera en nuestros asuntos". Mi coronel sugirió una protesta personal ante el ministro de Gobierno.
Era el doctor Aurelio Aguilar Vásquez, abogado, y entre sus clientes estaba la SEDTA (Sociedad Ecuatoriana De Transportes Aéreos), entidad alemana que tenía el monopolio del tráfico aéreo entre Quito y Guayaquil. Nos recibió en un gran salón del Palacio. Evadió una contestación directa y dijo: "Señor Weiser, el 20 de abril era el cumpleaños de Hitler. En esa ocasión le dedicó una columna increíblemente ofensiva. El señor Hitler es el líder de una nación con la que nuestro país mantiene relaciones cordiales. Su columna amenaza la estricta neutralidad que el Ecuador observa en el conflicto europeo".
Contesté: "Señor ministro, espero que me perdonará si no comparto su neutralidad. Mis razones pueden ser personales pero jamás me sentiré culpable de admitir que en esta guerra entre democracia y totalitarismo, mi preferencia es con la primera y como el Ecuador es una democracia creí hasta este momento que mi defensa de las democracias europeas coincidía con los intereses del Ecuador democrático".
No se le ocurrió al ministro una contestación rápida. El coronel intervino: "¿Qué hay de la libertad de prensa?". El ministro improvisó mal: "La libertad de prensa existe para los ecuatorianos. No para extranjeros".
No había leído la Constitución pero me pareció improbable que distinguiera la libertad de prensa para nacionales y extranjeros. Me levanté y dije: "Señor ministro, si usted puede mostrarme por escrito que es así, dejaré de escribir mis columnas".
El ministro se sonrojó. "Lo haré", contestó casi gritando. Los reporteros del Palacio supieron de la conversación de segunda mano y les dio la impresión de que el ministro me había prohibido continuar la columna. Al día siguiente Intereses Comerciales publicó una edición extra y el titular de primera plana decía: Próspero ha muerto. Al día siguiente, 7 de junio de 1941, el New York Times publicó una noticia de su corresponsal en Panamá: "Nazis interfieren en prensa latina. 6 de junio. El ministro alemán en el Ecuador intervino en asuntos de la prensa pidiendo la supresión de una columna denominada Mirador del Mundo, escrita por Benno Weiser en Ultimas Noticias de Quito y en El Universo de Guayaquil. Un cable recibido en Quito por El Telégrafo de Guayaquil informa que la legación alemana objetó las críticas de Weiser a las políticas del Reich y de sus líderes".
Supe de esta publicación dos semanas más tarde cuando amigos de Nueva York me mandaron el recorte. Era irregular que la legación alemana interviniera en el ministerio del Interior y la razón de esto podía prestarse a interpretaciones poco halagadoras, pues el ministro era abogado de SEDTA.
Antes de recibir el recorte, El Comercio dedicó su columna entera de editoriales a una clase sobre la Constitución, en beneficio del ministro. Después de Pearl Harbour, Ecuador rompió relaciones con Alemania. Los semanarios pro-nazis desaparecieron y los alemanes de simpatías nazis fueron deportados.
Una noche, cuando llegaba a casa, un hombre salió de la oscuridad y se me dirigió en alemán. No se escondía de Mí sino de sus paisanos alemanes. Me pidió que lo salvara de la deportación. Desde la publicación de aquella foto en La Defensa los nazis me consideraban una especie de némesis. Aquel alemán estaba convencido de que yo decidiría quién era alemán y quién nazi alemán. Me susurró que tenía un cuñado judío. Creía que era la coartada perfecta para no ser nazi.
El peticionario me inspiró lástima. Pero de repente tuve la visión de miles de judíos en vagones para ganado, deportados en un viaje del que no hubo retorno y contesté fríamente que nada tenía que ver con esos asuntos. A la mañana siguiente tres alemanes me esperaban y en la noche, cinco. Algunos me revelaron en estricta discreción que no eran arios puros. La mayoría me confío tener parientes judíos.
La más romántica fase de mi vida de periodista terminó así. Desde entonces nadie me molestó en el ejercicio de mi tarea.