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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


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    UN CASO DE CONCIENCIA (James Blish)

    Publicado en junio 08, 2014

    Refiero aquí las etapas de la evolución de Roma desde sus orígenes, y en la segunda parte hago mención a la santidad de los mismos lugares desde los albores de la Cristiandad. Todo cuento escribo se basa en el testimonio de otros autores o, sencillamente, en lo que he podido ver por mi mismo.
    John Capgrave. El solaz de los peregrinos.


    LIBRO PRIMERO
    1


    La puerta de piedra se cerró con estrépito. Era la tarjeta de visita de Cleaver. Jamás puerta alguna, por maciza, complicada o bien encarrilada en sus guías que estuviese había logrado impedir que aquél la cerrara con formidable estruendo, como si el mundo se viniera abajo. Y tampoco había en el universo planeta lo bastante húmedo y con la suficiente densidad atmosférica para amortiguar el ruido; ni siquiera Litina.

    El padre Ramón Ruiz—Sánchez, oriundo del Perú, miembro regular de la Compañía de Jesús, con profesión de los cuatro votos, prosiguió la lectura. Los dedos impacientes de Paul Cleaver necesitarían algún tiempo para liberarle del traje de explorador que vestía, y en el ínterin el problema subsistía. Un problema que se remontaba a un siglo atrás —se planteó por vez primera en 1939—, pese a lo cual la Iglesia no había conseguido esclarecerlo. Por lo demás, era de una complicación diabólica (adjetivo oficialmente reconocido, rigurosamente seleccionado y con la pretensión de que fuera interpretado en sentido literal). La propia novela que había promovido el caso figuraba en el Indice de Libros Prohibidos, y sólo por dispensa de la Orden a la que pertenecía tenía el padre Ruiz—Sánchez acceso espiritual a ella.

    Volvió la página sin apenas prestar atención al ruido de botas y gruñidos que llegaban del salón. El texto discurría cada vez más inextricable, más insidioso e insoluble conforme avanzaba en la lectura:

    (...) Magravio amenaza a Anita con inducir a Sila —un bruto integral (jefe de una banda de mercenarios: los silavanos) que pretende abandonar a Felicia en manos de Gregorio, Leo, Vitelio y Macdugalio, cuatro excavadores— a que abuse de ella si no cede a sus apetencias y se aviene a mantener a Honufrio en el engaño realizando el acto conyugal cuando se le pida. Anita, que dice haber descubierto tentaciones incestuosas en Jeremías y Eugenio...


    — ¡Vaya por Dios! Otra vez había perdido el hilo. ¿Quiénes eran Jeremías y Eugenio? Ah, sí..., los «filadelfos» o hermanos entrañables (seguro que aquí se ocultaba algo reprobable) que aparecían al comienzo del libro, consanguíneos en último grado de Felicia y Honufrio, este último, a juzgar por las trazas, instigador de todas las villanías y esposo de Anita. Magravio, que por lo visto admira a Honufrio, es instigado por el esclavo Mauricio —probablemente siguiendo instrucciones del propio Honufrio— a solicitar los favores de Anita, a la que llegan estos requerimientos por intermedio de su doncella Fortissa, que era o había sido en algún momento compañera de Mauricio, a quien había dado hijos, todo lo cual obligaba a sopesar con suma cautela el caso. Además, la confesión de Honufrio al inicio de la trama fue obtenida en su integridad bajo tortura, voluntaria si se quiere, pero tortura al fin y al cabo. En cuanto a las relaciones entre Fortissa y Mauricio resultaban todavía más ambiguas. A decir verdad no eran más que una suposición del padre Ware, el glosador...
    — Ramón, ¿quieres ayudarme? — gritó de repente Cleaver —. Apenas puedo moverme y..., y no me siento bien. El jesuita y biólogo apartó a un lado la novela y se levantó alarmado. Era muy extraño oír a Cleaver expresarse en aquel tono.

    El físico estaba sentado en un almohadón de junquillos trenzados relleno con una especie de musgo espagnáceo que se hundía en el centro bajo el peso de su anatomía. Se había despojado a medias del traje de explorador, confeccionado en fibra de vidrio. Estaba pálido y sudoroso aun después de haberse quitado el casco protector. Los dedos gordezuelos se movían con torpeza tirando de una cremallera que se había atascado.

    — Paul, ¿por qué no me dijiste en seguida que te sentías indispuesto? Anda, deja eso ya, no haces más que estropearlo. ¿Qué ha sucedido?
    — No lo sé con certeza — contestó Cleaver, jadeante, soltando el extremo de la cremallera. Ruiz—Sánchez se arrodilló junto a él y manipuló con cuidado para encajar de nuevo el diente de la cremallera —. Me adentré en la selva para ver si descubría más mineral de pegmatita. Llevo tiempo pensando que si algún día se instalase aquí una planta piloto de tritio, la producción podría ser fabulosa.
    —¡No lo quiera Dios! — exclamó Ruiz—Sánchez por lo bajo.
    — ¿Decías?... De todos modos no encontré nada de particular. Sólo unos cuantos lagartos y saltamontes, como siempre. Luego tropecé con una planta semejante a un ananás y una de las espinas perforó el traje y me hirió. No parecía cosa seria, pero...
    — No vestimos esos trajes por capricho. Veamos la herida. Vamos, levanta las piernas para que pueda sacar esas botas. ¿Dónde te hiciste...? Ah, ya veo. Caramba, tiene mal aspecto. Habrá que tratarlo. ¿Algún otro síntoma?
    —Tengo la boca como despellejada — se quejó Cleaver.
    —Ábrela — ordenó el jesuita.

    Cleaver obedeció y el sacerdote pudo observar que aquél se había quedado muy corto en sus apreciaciones. Tenía casi toda la mucosa bucal cubierta de visibles ulceraciones que indudablemente debían de causarle intenso dolor y cuyos bordes aparecían muy marcados, como si hubieran sido producidas con un punzón para marcar bizcochos.

    Ruiz—Sánchez se abstuvo de formular comentarios y su rostro adoptó una expresión de fingida indiferencia. Si el físico sentía necesidad de minimizar su dolencia no seria él quien lo impidiera. Un planeta extraño no es el lugar más apropiado para privar a un hombre de sus mecanismos de defensa.

    — Ven conmigo al laboratorio — indicó el jesuita —. Tienes eso muy inflamado.

    Cleaver se puso en pie, un poco tambaleante, y siguió al biólogo hasta la habitación donde estaba instalado el laboratorio. Ruiz—Sánchez tomó muestras de varias úlceras, las depositó en los cristales portaobjetos y las sometió a tinción por el método de Gram. Mientras tenía lugar el proceso de coloración se aplicó al ritual de orientar el espejo situado bajo la platina del microscopio hacia la ventana, enfocándolo contra una luminosa nube blanca. Cuando sonó la alarma del cronómetro secó la primera preparación con la llama de un mechero de laboratorio y deslizó el portaobjetos hasta afianzarlo con las pinzas de sujeción.

    Tal como casi se temía, el biólogo descubrió pocos de los bacilos y espiroquetas entremezclados que hubiesen delatado la existencia de una enfermedad común conocida en la Tierra como «angina de Vincent» —pese a que el cuadro clínico de Cleaver así lo sugería—, y que Ruiz—Sánchez habría podido curar de la noche a la mañana con una simple tableta de espectrosigmina. La flora bucal de Cleaver era normal, aunque con tendencia a proliferar debido a la cantidad de tejido expuesto.

    — Voy a inyectarte — advirtió el jesuita con voz sosegada —. Luego será mejor que te acuestes.
    — ¡Ni hablar de eso! — protestó Cleaver —. Tengo nueve veces más trabajo del que puedo hacer para añadir ahora obstáculos suplementarios.
    — Las enfermedades siempre vienen a destiempo — argumentó Ruiz—Sánchez —. Y digo yo: ¿a santo de qué preocuparse de si pierdes un día o dos cuando de todos modos no estás eh condiciones de tenerte en pie?
    —¿Qué tengo? — preguntó el físico con recelo.
    — No tienes nada — repuso Ruiz—Sánchez, casi deplorando tener que decirlo —. Me refiero a que no padeces una infección. Pero eso que tú llamas ananás te ha jugado una mala pasada. En Litina la mayor parte de esta familia vegetal va provista de espinas o tiene unas hojas recubiertas de polisacáridos venenosos para el hombre. En concreto, el glucósido con el que tropezaste era sin duda una escila o algo muy parecido. Produce los mismos síntomas que la angina de Vincent, sólo que tarda mucho más en desaparecer.
    — ¿Y cuánto tiempo me llevará recuperarme? — preguntó Cleaver, resistiéndose todavía, si bien replegado ahora a la defensiva.
    — Varios días por lo menos; hasta que estés inmunizado. La inyección que voy a darte es una globulina gamma especifica contra la escila y debería aminorar los síntomas hasta que tu organismo haya elaborado una elevada concentración de anticuerpos. Pero mientras eso no ocurra, Paul, tendrás mucha fiebre y me veré obligado a atiborrarte de antipiréticos, pues en este clima un poco de fiebre puede resultar gravísimo.
    — Lo sé — dijo Cleaver, más apaciguador. A medida que voy conociendo mejor este planeta, menos dispuesto estoy a votar en sentido afirmativo cuando llegue el momento. Bueno; adelante con tus inyecciones y tus aspirinas. Supongo que debo alegrarme de que no sufra una infección bacterial, ya que entonces las Serpientes me acribillarían con antibióticos.
    — No es probable que eso ocurra — dijo Ruiz—Sánchez —. Estoy seguro de que los litinos disponen de por lo menos cien clases de drogas que tarde o temprano acabaremos utilizando; pero por el momento no hay tal cosa, de forma que tranquilízate. Antes será preciso estudiar desde el principio su farmacología... Bien, Paul, ¡a tu hamaca! Te aseguro que dentro de diez minutos te arrepentirás de haber nacido.

    Cleaver forzó una sonrisa. Su rostro sudoroso, rematado por una desgreñada mata de pelo rubio, no había perdido el vigor ni la energía de trazos a pesar de su estado de postración. Cleaver se puso en pie y pausadamente se bajó las mangas de la camisa.

    — En lo que a ti concierne no me cabe duda de cuál va a ser tu voto — dijo —. Te agrada este planeta, ¿verdad, Ramón? Debe de ser un auténtico paraíso para un biólogo.
    — Sí, me gusta — dijo el sacerdote, devolviéndole la sonrisa. Siguió a Cleaver hasta la reducida estancia que hacia las veces de dormitorio. Salvo por el detalle de la ventana, uno hubiera dicho que se encontraba en el interior de un botijo. Las paredes, lisas y curvas, eran de algún tipo de material cerámico que no permitía filtraciones ni dejaba penetrar la humedad, aunque tampoco estaba completamente seco. Las hamacas pendían de unos ganchos que asomaban ligeramente del muro, de forma que parecían revestidos de materia cerámica como el resto de la casa —. Quisiera que mi colega la doctora Meid estuviese aquí. Creo que aún se sentiría más a gusto que yo.
    — Las mujeres metidas a científico no me inspiran confianza — dijo Cleaver, con ambigua y extemporánea irritación —. Siempre dejan que los sentimientos interfieran con sus hipótesis. Por cierto, ese nombre... Meid... ¿de dónde proviene?
    — Del Japón — aclaró Ruiz—Sánchez —. Su nombre de pila es Liu. Allí siguen la misma costumbre que en Occidente y colocan el apellido familiar a continuación del nombre.
    — Entiendo — dijo Cleaver, perdiendo interés en el tema —. Hablábamos de Litina.
    — Bien. No olvides que Litina es el primer planeta extrasolar que visito — aclaró el jesuita —. Creo que me sentiría igualmente fascinado ante cualquier mundo nuevo y habitado. Esta infinita mutabilidad de las formas de vida y la sabiduría inherente en cada una de ellas... Todo resulta asombroso y fascinante.
    — ¿Y por qué no ha de bastar con eso? — preguntó Cleaver —. ¿Por qué mezclar siempre a Dios en el mejunje? No me parece Iógico.
    — Al contrario; es lo que confiere sentido a las cosas — arguyó Ruiz—Sánchez —. La fe y la ciencia no se excluyen mutuamente, sino todo lo contrario. Pero si antepones los postulados de la ciencia y excluyes la fe, admitiendo sólo lo que está probado, no encuentras más que una serie de actos desprovistos de sentido. Para mi, la biología es un acto religioso, porque sé que todas las criaturas son obra de Dios y que cada nuevo planeta, con sus múltiples manifestaciones, es una afirmación del poder de Dios.
    — Eres un hombre muy entregado — dijo Cleaver —. Pues bien, también yo, pero sólo a la mayor gloria del hombre. Así pienso yo.

    Se dejó caer pesadamente en la hamaca. Transcurrido un intervalo razonable, Ruiz—Sánchez se levantó, y al hacerlo elevó la pierna del paciente, de la que por lo visto se había olvidado. Cleaver no se dio cuenta, señal evidente de que la inyección empezaba a surtir efecto.

    — Conforme — sentenció Ruiz—Sánchez —, pero has dejado la frase a medias. El resto dice: «...y a mayor gloria de Dios».
    — No me sermonees, padre — se revolvió Cleaver. Pero en seguida añadió —: Perdona..., no he querido decir tal cosa. Es que para un físico este planeta resulta un verdadero infierno. Será mejor que me des esta aspirina. Tengo frío.
    —Claro, Paul.

    Ruiz—Sánchez retornó con paso vivo al laboratorio, preparó una masa de barbituratosalicilato en uno de los soberbios morteros que poseían los litinos y la comprimió hasta formar varias tabletas (la húmeda atmósfera de Litina no permitía el acopio de pastillas por ser éstas excesivamente higroscópicas). Le hubiese gustado estampar en ellas la marca «Bayer» antes de que se endurecieran, pues si para Cleaver la aspirina era un remedio contra todos los males, no tenia inconveniente en que siguiera pensando que las tabletas que iba a ingerir eran aspirinas.

    Pero como era lógico, no disponía de la matriz necesaria para dicha operación. Tomó dos tabletas y regresó junto a Cleaver con un vaso y una jarra de agua pasada por un filtro Berkefeld.

    El corpulento hombretón estaba ya dormido, y Ruiz—Sánchez tuvo que desvelarlo a medias. Cleaver dormiría aún largo rato, y a cambio de aquel trato en apariencia brusco, despertaría muy avanzado en el camino de su recuperación. La verdad es que el paciente apenas se dio cuenta de que le hacían tragar las pastillas, y al poco volvía a respirar afanosa y entrecortadamente.

    Acto seguido Ruiz—Sánchez volvió al salón, tomó asiento y empezó a inspeccionar el traje de explorador. No le costó mucho localizar el desgarro causado por la espina vegetal, y vio que podría remendarlo con facilidad. Mucho más difícil era, en cambio, remendar la idea que Cleaver tenía de que las defensas orgánicas de los terrestres les hacia invulnerables en Litina y que uno podía topar impunemente con una planta espinosa. Ruiz—Sánchez se preguntó si los dos restantes miembros del Grupo Explorador de Litina seguían compartiendo la idea.

    Cleaver había dicho que el pinchazo se lo había ocasionado un «ananá». Cualquier biólogo hubiese podido indicarle que hasta en el planeta Tierra el ananá es una planta prolífica y dañina que sólo por afortunada y casual contingencia resulta comestible. Ruiz—Sánchez recordaba que en Hawai sólo era posible atravesar la fronda tropical calzando botas altas y vistiendo pantalones de burdo y resistente paño. Incluso en las plantaciones Dole, los ananás, indómitos y amazacotados, podían destrozarle a uno las piernas si no las llevaba bien protegidas.

    El jesuita volvió el traje del revés. La cremallera que se le había atascado a Cleaver era de un material plástico cuyas moléculas llevaban incorporados radicales de varias sustancias terrestres antifungicidas, en especial la tiolutina, un veneno protoplásmico: Cierto que los hongos de Litina no hacían mella en esta protección; pero la compleja molécula del plástico en si, expuesta a la humedad y elevada temperatura que prevalecían en Litina, tendía a polimerizarse de forma más o menos espontánea. Este era el caso. Uno de los dientes de la cremallera presentaba el aspecto de una roseta de maíz tostado.

    Mientras Ruiz—Sánchez manipulaba en el traje empezó a oscurecer. Se oyó un chasquido y la estancia se iluminó con la pequeña y pálida llama surgida de unas oquedades en cada una de las paredes. La sustancia combustible era gas natural, del que Litina tenia un suministro inagotable y constantemente renovado. La llama se producía por absorción de un catalizador al fluir el gas de las conducciones. Si se deseaba una luz más intensa, se colocaba en la llama una camisa de calcio protegida por cristal refractario y que se graduaba mediante un tornillo. Sin embargo, el sacerdote prefería, como los propios litinos, la tenue luz amarilla y sólo utilizaba la de calcio en el laboratorio.

    Con todo, los habitantes de la Tierra necesitaban de la electricidad para ciertos menesteres, lo cual les había obligado a proveerse de generadores. En electrostática los litinos estaban mucho más avanzados que los terrestres, pero en materia de electrodinámica sus conocimientos eran parcos. Habían descubierto el magnetismo sólo unos pocos años antes de la llegada de la misión exploradora, pues en el planeta no existían magnetos naturales. Experimentaron por vez primera el fenómeno no en el hierro, mineral del que apenas existían trazas, sino en el oxigeno liquido, sustancia evidentemente inadecuada para fabricar núcleos de dinamo.

    Los resultados obtenidos a tenor de la técnica empleada por los litinos eran insólitos para un terrícola. Las reptiloides criaturas de tres metros y medio habían construido varios gigantescos generadores electrostáticos y veintenas de otros más pequeños, pero no tenían nada que se pareciera ni remotamente a nuestros teléfonos. Poseían notables conocimientos prácticos de electrólisis, pero consideraban un alarde técnico llevar la corriente eléctrica a larga distancia —digamos un kilómetro y pico—. Desconocían el motor eléctrico, pero efectuaban veloces vuelos intercontinentales en aviones de propulsión a chorro impulsados por electricidad estática. Cleaver había asegurado que comprendía perfectamente este fenómeno, pero Ruiz—Sánchez, por supuesto, no acertaba a explicárselo, y mucho menos después del rollo que Cleaver le largara sobre plasmas de electrones—iones calentados por inducción de corrientes de hiperfrecuencia.

    Los litinos disponían de un fantástico sistema de comunicaciones por radio que, entre otras cosas, formaba una red de navegación «natural» que comprendía a la totalidad del planeta, con base en un árbol (tal vez el detalle que más evidenciaba el talento de los litinos para la paradoja), pese a lo cual no habían logrado fabricar un tubo de vacío de serie y su teoría atómica era poco más avanzada que la de Demócrito.

    Cierto que estas paradojas se explicaban en parte por las carencias de Litina. Como toda masa sólida en rotación, Litina tenia su propio campo magnético. Sin embargo, es difícil que los habitantes de un planeta en el que no existe mineral de hierro descubran los postulados teóricos del magnetismo. La radiactividad superficial de aquel mundo les era por completo desconocida, por lo menos hasta la llegada de los terrestres, lo que explicaba la vaguedad y confusión de que adolecía la teoría atómica de los litinos. Como los griegos, habían descubierto que la fricción del vidrio con la seda produce una clase de energía o carga, al igual que ocurre con la seda y el ámbar. De aquí habían pasado a los generadores Van der Graaf, a la electroquímica y al chorro de electricidad estática. Pero al no disponer de metales idóneos les era imposible construir baterías de alta tensión o rebasar las bases de la electricidad dinámica.

    En los terrenos en que habían contado con pistas suficientes realizaron grandes progresos. Así, a pesar de la constante nubosidad y la persistente llovizna, poseían unos conocimientos extraordinarios de astronomía descriptiva, gracias en especial a la afortunada circunstancia de poseer un pequeño satélite lunar que desde antiguo había atraído su atención hacia el espacio exterior. Ello, a su vez, había influido en la consecución de progresos determinantes en el campo de la óptica, convirtiéndoles en consumados y fantásticos manipuladores del vidrio. La química que practicaban obtenía el máximo provecho tanto del mar como de la floresta. El primero les proporcionaba productos tan vitales y diversos como el agar, yodo, sales, metales inferiores y alimentos de variado tipo. Del frondoso bosque obtenían los restantes productos que necesitaban: resinas, caucho, madera en toda la gama de durezas, aceites para condimento y derivados, «mantecas» vegetales, colorantes, drogas, corcho y papel. Sólo se abstenían de cazar animales terrestres, y a uno le costaba imaginar la causa. El jesuita lo atribuía a motivos de orden religioso. Sin embargo, los litinos no profesaban religión alguna y, por supuesto, consumían buena parte de las especies de la fauna marina sin escrúpulos de conciencia.

    Ruiz—Sánchez lanzó un suspiro y abandonó el traje de explorador sobre las rodillas, pese a que todavía no había terminado de encajar el diente de la cremallera en forma de roseta. En el exterior, envuelta en la húmeda oscuridad, Litina bullía de vida. Era un zumbido estimulante, vital, de extrañas resonancias, que abarcaba casi todo el espectro auditivo de un terrestre, producido por las miríadas de insectos que poblaban el aire de Litina. Eran en su mayoría sonidos vibrantes y agudos, parecidos al gorjeo de algunos pájaros, y también ronroneos de ala y zurridos característicos de los insectos terrestres. En cierto modo era una suerte, ya que no había pájaros en Litina.

    «¿Eran éstas las armonías del Edén antes de que el demonio hiciera su aparición en la Tierra?», se preguntó Ruiz—Sánchez. Desde luego, allá en su patria, en Perú, no se conocían sonidos tan melodiosos...

    Escrúpulos de conciencia: eso era lo que en el fonda le preocupaba, más, mucho más que los laberintos taxonómicos de la biología ya bastante intrincados en la Tierra antes de que los vuelos espaciales contribuyeran con los dédalos de cada nuevo planeta, con los laberintos de cada nueva estrella. Que los litinos fueran bípedos evolucionados de los reptiles, con bolsas abdominales como los marsupiales y sistemas circulatorios pterópsidos, eran aspectos en extremo interesantes. Que tuvieran o no escrúpulos de conciencia, era una cuestión vital.

    Un calendario atrajo su atención. Se trataba de uno de esos calendarios llamados «artísticos». que Cleaver había sacado de su equipaje cuando llegaron al planeta. En él aparecía una muchacha falsamente espontánea enmarcada por densas capas de refulgentes tonalidades anaranjadas. Era el 19 de abril del año 2049, es decir, casi Pascua de Resurrección, el más señalado recordatorio de que el cuerpo es una simple envoltura de la vida espiritual. Sin embargo para Ruiz—Sánchez era una fecha tan destacada como la propia Pascua, pues 2050 era Año Santo.

    La Iglesia había retornado a la tradición —instituida oficial mente por Bonifacio VIII en el año 1300— de proclamar Año Santo cada cincuentenario. En el supuesto de que Ruiz—Sánchez no pudiera acudir a Roma el año próximo, en que se abría la Sacra Puerta, ya no tendría ocasión de presenciarlo en lo que le quedaba de vida.

    «¡Apresúrate, apresúrate!» martilleaba en su cerebro algún demonio personal. O ¿era quizá la voz de su propia conciencia? ¿Tanto era el lastre de sus pecados —que él mismo ignoraba— como para compelerle a emprender el peregrinaje? Tal vez todo fuera una tentación sin importancia inducida por el pecado de la vanidad...

    En cualquier caso no podía precipitar la misión que les había llevado allí. El y sus tres colegas se hallaban en el planeta para determinar si la Tierra podía utilizarlo como puerto de escala sin riesgo ni perjuicio para terrestres y litinos. Los tres miembros restantes del grupo explorador eran antes que nada científicos, como Ruiz—Sánchez. La diferencia estaba en que éste sabia que su recomendación final dependería en última instancia de su conciencia, no de la taxonomía. Y la conciencia, como el acto de creación, no puede ser espoleada ni programada.

    Con semblante preocupado bajó la mirada hacia el todavía cerrado traje de explorador, hasta que oyó quejarse a Cleaver. Entonces se levantó y abandonó la estancia al dulce siseo de las Ilamas en las paredes.


    2


    Desde el ovalado ventanal frontero de la vivienda asignada a Ruiz—Sánchez, el terreno descendía en suave declive hasta las márgenes de Bahía Baja, un sector del golfo de Sfath. o la mayor parte del litoral litino, era aquélla una zona salinosa. Cuando subía la marea las aguas invadían los arenales un kilómetro de longitud poco más o menos, casi a medio trecho de la casa. Cuando refluían las aguas, como en aquella noche, se sumaban a la sinfonía de la selva los aullidos atormentados de una especie de pez pulmonado, que a veces se congregaba en número de veinte o más y aullaban al unísono. En ocasiones, cuando nada empañaba la visión del pequeño satélite y la ciudad refulgía con una nitidez poco habitual, se alcanzaba a vislumbrar la sombra aislada de algún anfibio ó el sinuoso rastro del cocodrilo litino en pos de una presa más rápida que él a la que de todas formas acabaría por dar alcance en el oportuno estadio geológico.

    Mas allá, oculta normalmente a la vista por causa de la bruma, aun en pleno día, estaba la orilla opuesta de Bahía Baja, con los mismos arenales inundados por las mareas, a los qué seguía el tupido bosque, que se prolongaba ininterrumpidamente el norte, a lo largo de centenares de kilómetros, hasta el mar ecuatorial.

    Detrás de la casa, visible desde el dormitorio, se extendía el resto de la ciudad, Xoredeshch Sfath, capital del gran continente sur. Como ocurría con todas las ciudades levantadas por litinos, los terrícolas se mostraban sorprendidos en gran manera ante lo que parecía un desierto despoblado. La causa radicaba en que las casas de los reptiloides estaban construidas a misma arcilla extraída de los cimientos, lo que llevaba a confundirlas con el terreno, incluso en el caso de un observador avezado.

    La mayor parte de las edificaciones más antiguas eran de planta rectangular, construidas sin la argamasa característica de las viviendas de ladrillo. Con el transcurso de las décadas, las construcciones siguieron proliferando y habitándose de manera espontánea, hasta que llegó un momento en que resultaba más cómodo abandonar la casa que no complacía a sus moradores que demolerla. Una de las primeras frustraciones que experimentaron los terrícolas en Litina se debió a la impulsiva respuesta que Agronski formuló para volar una de las estructuras con TDX, explosivo de efecto polarizante por la acción gravitatoria, que los litinos desconocían y cuya onda se expande en un plano horizontal, con lo que logra perforar viguetas laminadas como si de queso se tratara. El almacén escogido para a demolición era amplio y de gruesos muros y había sido construido hacia tres siglos litinos (equivalentes a 312 años terrestres). El estruendo de la explosión conmocionó a los nativos, pero después del estallido el almacén seguía en pie, incólume.

    Las edificaciones más modernas se apreciaban con mayor claridad tras la puesta del sol, pues en el curso de los últimos cincuenta anos, los litinos habían empezado a aplicar sus vastos conocimientos de cerámica a la construcción de edificios. Las nuevas construcciones adoptaban mil diversas y casi biológicas formas. No eran amorfas, pero diferían en gran manera de los diseños arquitectónicos convencionales. Tenían cierto parecido con las imaginativas composiciones que en otros tiempos realizara un pintor llamado Dalí, que convertía en habitáculos las habichuelas hervidas. Si bien cada una de las casas era diferente a las demás y estaba construida al gusto de su propietario, todas proyectaban de forma manifiesta el carácter de la comunidad y del suelo en el que se asentaban. También armonizaban con el fondo de tierra y espesa fronda, pero como la mayoría eran de cerámica vidriada, en los días de sol, con la luz y el ángulo de observación adecuados, resplandecían con un destello cegador. Fue este fulgor equivoco el primer indicio que tuvieron los terrestres en el espacio de que en algún lugar de la inmensa selva litina habitaban criaturas inteligentes, aunque a decir verdad jamás habían tenido dudas al respecto. Los intensísimos impulsos radioeléctricos que emitía el planeta lo habían anticipado mucho antes de llegar a Litina.

    Mientras dirigía sus pasos hacia la hamaca en la que reposaba Cleaver, Ruiz—Sánchez contempló por enésima vez la ciudad a través de la ventana del dormitorio. Xoredeshch Sfath se desplegaba ante sus ojos con inusitada viveza, en perpetua mutación. La capital se le antojaba singularmente hermosa y, también, extraña y misteriosa. Ninguna de las muchas ciudades de la Tierra podía comparársele.

    Comprobó el pulso y la respiración de Cleaver. Ambos los tenía acelerados, aun para los estándares de Litina, donde la alta presión parcial de dióxido de carbono aumentaba el PH de la sangre en los terrestres y estimulaba el reflejo respiratorio. Con todo, el sacerdote estimó que el estado del enfermo no sufriría agravación en tanto no consumiera una mayor dosis de oxigeno. Por el momento, el físico dormía a pierna suelta —un sueño intranquilo, eso si— y no sufriría daño alguno si le dejaba solo durante un rato.

    Claro que si un feroz alosauro se deslizaba fortuitamente dentro de la ciudad... Pero eso era como si en la Tierra un elefante irrumpiera súbitamente en pleno centro de Nueva Delhi. Podía suceder, pero casi nunca acontecía. Ningún otro animal peligroso de Litina podía introducirse en la casa si se tenia buen cuidado de mantener la puerta cerrada. Ni siquiera las ratas —o las abundantes especies monotremas que constituían su equivalente en Litina— tenían medio de colarse e infestar una construcción de cerámica vidriada.

    Ruiz—Sánchez tomó una jarra de agua fresca de una especie de hornacina y la depositó en el suelo junto a la hamaca. Luego se dirigió al vestíbulo, se calzó las botas, se puso el macintosh y se caló un sombrero impermeable. En el momento de abrir la puerta de piedra los mil y un sonidos de la noche litina irrumpieron acompañados de una ráfaga de brisa marinera con el característico olor halógeno que desde antiguo viene llamándose «salino». Caía una lluvia fina que envolvía en halos las luces de Xoredeshch Sfath. A lo lejos, sobre la superficie de las aguas, cabeceaba otra luz, probablemente la del vaporcito costero que efectuaba la travesía hasta Yllith, la enorme isla que aparecía atravesada en el sector de Bahía Alta, aislando todo el golfo de Sfath del mar ecuatorial.

    Ya en el exterior de la casa, Ruiz—Sánchez giró una rueda que hizo penetrar sendos pasadores en cada uno de los costados de la puerta. Después sacó del abrigo impermeable un trozo de tiza blanda y escribió en una tablilla debidamente resguardada, prevista para tales usos, un mensaje en litino que decía: Enfermo en el interior. Era suficiente. Quienquiera que desease abrir la puerta no tenia más que hacer girar el volante —los litinos no conocían el cierre por cerradura—, aunque preciso es reconocer que los nativos del planeta eran seres extremadamente sociales que respetaban sus propias convenciones en la misma medida que respetaban el derecho natural.

    Hecho esto, Ruiz—Sánchez se encaminó en dirección al centro de la ciudad y al, árbol de las Comunicaciones. Las calles asfaltadas reflejaban la luz amarillenta que se filtraba por las ventanas y el blanquecino resplandor de las farolas callejeras, muy espaciadas unas de otras. De vez en cuando se cruzaba con la figura marsupial de casi cuatro metros de alto de un litino, intercambiando miradas de abierta curiosidad. Con todo, dada la hora, pocos de ellos callejeaban. Por las noches permanecían en sus casas dedicados a no sabia qué menesteres. Ruiz—Sánchez los veía con frecuencia en grupos de dos o tres moviéndose tras los ventanales ovoides. A veces daban la impresión de que estaban conversando.

    ¿Acerca de qué?

    Una pregunta muy pertinente. Los litinos no tenían periódicos, ni crónica negra, ni sistemas de comunicación individual, ni aficiones claramente diferenciadas de sus ocupaciones habituales, ni partidos políticos, ni recreos públicos, ni constituían diversidad de naciones. Desconocían el juego, la religión, los deportes, los cultos y los oficios litúrgicos. Era de suponer que no pasaban todas las horas de vigilia intercambiando conocimientos, pendientes del trabajo, discutiendo temas de filosofía e historia o trazando planes para el futuro. ¿O acaso si? A Ruiz—Sánchez se le ocurrió que quizá permanecían inertes en sus jaulas, como sardinas enlatadas. Pero casi al mismo tiempo que esta idea cruzaba su mente pasó por delante de una vivienda y distinguió sus siluetas moviéndose afanosamente de acá para allá.

    Una ráfaga de viento hizo que unas gotas de fría lluvia salpicaran el rostro del sacerdote. Instintivamente apretó el paso. Si la noche resultaba especialmente borrascosa el árbol de las Comunicaciones seria sin duda un continuo fluir y refluir de mensajes. Ante él distinguió la borrosa imagen del árbol. Era como un inmenso y gigantesco secoya erguido en la boca del valle por el que discurría el río Sfath, que serpenteaba describiendo amplios meandros hasta las tierras interiores del continente, donde Gleshchtehk Sfath, el Lago Ensangrentado, vertía impetuosamente sus aguas.

    El árbol se cimbreaba ligeramente a impulsos de los vientos que soplaban de uno y otro lado del valle, pero el leve balanceo era suficiente. En efecto, con cada cimbreo el sistema de raíces, que atravesaba todo el subsuelo de la ciudad, halaba y torsionaba la falla cristalina sobre la que fueron excavados los cimientos de la capital en época tan remota de la prehistoria litina como lo fuera la fundación de Roma en la Tierra. A cada impulso la soterrada masa rocosa respondía con un formidable latido que generaba ondas radioeléctricas y que se percibía no sólo en Litina, sino también a considerable distancia en el espacio exterior. Los cuatro componentes de la misión exploradora tuvieron ocasión de escucharlo por vez primera hallándose en la nave espacial, cuando Alfa Arietis, el Sol de Litina, no era más que un puntito luminoso. En aquella ocasión los miembros del grupo se interrogaron con la mirada.

    Sin embargo, los latidos eran ruido a secas. El medio que empleaban los litinos para modularlo y convertirlo en instrumento de comunicación —no sólo para transmitir mensajes, sino también como base de la fantástica red para la navegación: como sistema de señalización horaria en el ámbito de todo el planeta y otras muchas aplicaciones—estaba tan lejos de la comprensión de Ruiz—Sánchez como la teoría de los afines, pese a que Cleaver sostenía que una vez entendido resultaba la mar de sencillo. Al parecer tenía algo que ver con los semiconductores y la física de los sólidos, materias que —siempre según Cleaver— los litinos conocían mejor que cualquier terrícola.

    Por una elemental y momentánea asociación de ideas evocó la identidad del actual decano de la teoría de los afines en la Tierra un hombre que firmaba sus trabajos científicos con el seudónimo de «H. O. Petard», pero cuyo verdadero nombre era Lucien, conde de Bois d'Averoigne. Por otra parte, Ruiz—Sánchez constató que esta asociación de ideas no era tan espontánea como parecía a primera vista, ya que el conde era un ejemplo manifiesto del casi total extrañamiento de la física actual en relación con las experiencias físicas ordinarias de la humanidad. Su titulo no era una patente de nobleza, sino sólo una parte del nombre, que su familia había mantenido mucho tiempo después de que el régimen político que había otorgado el privilegio desapareciera tras la fragmentación de la Tierra a consecuencia de la instauración de la economía de Refugio. Había más honra aparejada al nombre que al titulo, pues el conde se jactaba de pertenecer a una ilustre estirpe que se remontaba en derechura a la Inglaterra del siglo XIII y al autor de Lucien Wycham His Boke of Magick.

    Un linaje eclesiástico de prosapia, sin duda, pero el Lucien de nuestros días era un católico endeble, una figura política, en la medida que la economía de Refugio conocía tal atributo. Ostentaba además el titulo adicional de Procurator de Canarsie, titulo que si uno examinaba las cosas con detenimiento era más ornamental que otra cosa, pero que tenia sus ventajas, por cuanto reducía la prestación semanal de trabajos comunitarios. La especulación había desaparecido y la tenencia de títulos era el único medio que el ciudadano común tenia a mano para controlar de algún modo los recursos que le permitían subsistir. Los poseedores de vastos pecunios no tenían más salida que la del consumo por el consumo en unas proporciones que hubieran hecho dudar a Veblen de que pudieran existir precedentes de una tal prodigalidad en épocas anteriores. De haber intentado ejercer el menor control sobre la economía, hubiesen sido destruidos, si no por los tenedores de títulos si por los irreductibles defensores de las ahora injustificables ciudades subterrestres.

    Y no es que el conde fuera un zángano precisamente. Según las últimas noticias se había enzarzado en una pugna altamente esotérica con las ecuaciones de Haertel, aquella definición del continum espacio—tiempo que al digerir la fórmula reductiva de Lorentz—Fitzgerald como Einstein había engullido a Newton (es decir, enterito) había hecho posibles los vuelos interestelares. Ruiz—Sánchez no entendía una palabra de ella, «pero una vez comprendida —se dijo socarronamente—, resulta muy sencilla».

    A fin de cuentas este género de apreciación era aplicable a todas las esferas del saber: una vez entendida la cuestión, todo era muy simple, pero en caso contrario el problema entraba en el dominio de la ficción.

    En tanto que jesuita, e incluso en aquel lugar, a cincuenta años luz de Roma, Ruiz—Sánchez conocía algo respecto del saber que al conde de Bois d'Averoigne se le había olvidado y que Cleaver jamás aprendería: que todo conocimiento pasa por dos fases. Una es el tránsito del mero enunciado al hecho, y la segunda la reconversión del hecho en postulado teórico. El objetivo involucrado en este circuito era la concepción de distinciones y matices cada vez más sutiles, y el resultado era una serie interminable de hecatombes teóricas. El poso era la fe.

    Ruiz—Sánchez penetró en la estancia de pronunciada y elevada bóveda semejante a un huevo apoyado en su extremo más ancho y excavada al pie del árbol de las Comunicaciones. El lugar era un hervidero, a pesar de lo cual difícilmente hubiera podido concebirse algo menos parecido a una oficina de telégrafos u otro centro de comunicación cualquiera tal como se conocen en la Tierra. En torno al parapeto circular situado en el extremo inferior de la sala ovalada se agitaba sin tregua una nube de altas figuras —las de los litinos—, que entraban y salían por los múltiples huecos sin puertas, cambiando su posición en el torbellino del mismo modo que los electrones cambian de órbita. Pese a la masa de circunstantes, el murmullo de las voces era tan apagado que Ruiz—Sánchez podía oír allá en lo alto, entremezclado con los siseos, el gemido del viento entre las enormes ramas del árbol.

    La parte interior del corro de figuras móviles estaba delimitado por un parapeto, una elevada barandilla de madera negra pulimentada, sin duda tallada del propio floema del árbol de las Comunicaciones. Al otro lado de esta división simbólica, que a Ruiz—Sánchez le recordaba con insistencia la división de Encke, en los anillos de Saturno, un menguado corrillo de litinos recibía y entregaba mensajes con diligencia, sin concederse punto de reposo, transmitiendo sin falla todos los mensajes —a juzgar por la febril actividad que se observaba en la parte exterior del círculo—, sin esfuerzo visible y de memoria. De vez en cuando uno de los especialistas se salía del corrillo para dirigirse a una de las mesas esparcidas, cada vez más compactas y prietas, como el anillo de un Crape, por casi toda la superficie restante del inclinado pavimento, donde intercambiaba información con las figuras sentadas ante ellas. Luego regresaba al corro o reemplazaba al compañero de la mesa, el cual se incorporaba a su vez al corrillo interno.

    La sala en forma de cuenco se hacia más profunda y las mesas disminuían en número. En el centro, de pie, se erguía solitaria la figura de un litino ya maduro que mantenía las manos ahuecadas sobre las orejas, detrás de las poderosas quijadas, los ojos cubiertos por membranas nictitantes, dejando sólo al descubierto las fosas nasales y los orificios posnasales receptores del calor. No conversaba ni era consultado, pero resultaba evidente que la absoluta concentración en que se hallaba era la razón, la única razón, del continuo fluir y refluir de reptiloides al circulo exterior del parapeto.

    Ruiz—Sánchez se detuvo, boquiabierto. Era la primera vez que acudía en persona al árbol de las Comunicaciones —una de las misiones hasta entonces asignadas a Cleaver era la de permanecer en contacto con Michelis y Agronski, los otros dos miembros expedicionarios que se hallaban en Litina—. Permaneció inmóvil, sin saber qué hacer. La escena que se desarrollaba ante sus ojos era más propia de una bolsa de contratación que de un centro de comunicaciones propiamente dicho. Parecía extraño que cada vez que soplaban los vientos del valle hubiera tan gran número de litinos que tuvieran necesidad de enviar mensajes urgentes y tampoco resultaba lógico que aquéllos, que disfrutaban de una economía estable caracterizada por la abundancia tuvieran un equivalente de las bolsas de contratación de valores o mercancías.

    Al parecer, Ruiz—Sánchez no tenia más alternativa que meterse en el corro, tratar de acercarse a la barandilla de lisa superficie negra y consultar con alguno de los litinos del otro lado para tratar de ponerse en contacto con Agronski o Michelis. Lo peor que podía pasar, se dijo, era que le negaran la solicitud o que no consiguiera dar con sus compañeros. Ruiz—Sánchez aspiró con fuerza e hizo acopio de aire.

    Casi al mismo tiempo, una mano gigantesca que abarcaba desde el codo hasta el hombro del jesuita se cerró con fuerza sobre su brazo. Ruiz—Sánchez dio un bufido, sobresaltado, y el aire inhalado escapó de nuevo de sus pulmones. Alzó la vista y posó la mirada en la cabeza de un litino, inclinada con gesto solicito.

    Las barbas del reptiloide, semejantes a las de un gallo, colgaban bajo la larga boca parecida a un escotillón; tenían una delicada coloración aguamarina, en acusado contraste con la cresta atrofiada, de uniforme y argenteado zafiro surcado por vetas de color fucsia.

    — Es usted Ruiz—Sánchez, ¿no? — saludó el litino en el idioma local. A diferencia de los restantes terrestres, el nombre del clérigo no sonaba raro en lengua litina —. Le he reconocido por las ropas.

    La verdad es que le habían reconocido por puro azar. Cualquier habitante de la Tierra que caminara bajo la lluvia enfundado en un abrigo impermeable hubiera sido identificado como Ruiz—Sánchez, porque el sacerdote era el único terrícola que parecía a los litinos vestir siempre las mismas prendas, tanto en casa como en la calle.

    — Si, en efecto — respondió el biólogo no sin cierta aprensión.
    — Yo soy Chtexa, el metalúrgico, el mismo que hace algún tiempo les consultó algunos temas de química y medicina y les Interpeló acerca de su misión en Litina y otros aspectos de menor importancia.
    —Ah si, por supuesto. Debería haber reconocido su cresta.
    — Me halaga usted. Es la primera vez que le vemos por aquí. ¿Desea usted comunicar a través del Arbol?
    — Si, a eso he venido — manifestó el jesuita, reconocido —. En efecto, es mi primera visita al lugar. ¿Tendría la bondad de indicarme qué debo hacer?
    — Si, claro, pero sería en balde — dijo Chtexa, inclinando un poco más la cabeza, de forma que sus pupilas enteramente oscuras se reflejaban en los ojos de Ruiz—Sánchez —. Antes es preciso haber observado el ritual, bastante complejo, hasta que uno termina por coger el hábito. Nosotros nos hemos criado con él, pero creo que a usted le faltaría coordinación para captarlo a primeras de cambio. Si me permite, yo mismo le llevaré el mensaje.
    — Le quedaré muy reconocido. Va destinado a nuestros colegas, Agronski y Michelis, que se encuentran en Xoredeshch Gton, en el continente noreste, a unos treinta y dos grados este y treinta y dos grados norte aproximadamente...
    — Si, la segunda indicación a la salida de los Lagos Menores. Es la ciudad de los ceramistas. La conozco bien. ¿Y qué debo decirles?
    — Que regresen sin falta a Xoredeshch Sfath, y que se acaba el plazo de nuestra estancia en Litina.
    —Cosa que yo deploro, pero a la que debo resignarme — añadió Chtexa.

    El litino se zambulló en el apretado corro y Ruiz—Sánchez permaneció donde estaba, felicitándose de haber aprendido la complicadísima jerga que hablaban los litinos. Dos de los cuatro integrantes de la misión de reconocimiento habían evidenciado una absoluta y lamentable falta de interés por aquella lengua hablada a escala planetaria. «Que aprendan inglés», solía pedir el aturdido Cleaver. Ruiz—Sánchez estaba muy poco presupuesto en favor de esta recomendación, por cuanto su lengua materna era el español, y porque de los cinco idiomas que dominaba, el que más le agradaba era el alemán norteño del sector occidental.

    Agronski había adoptado una postura algo más coherente. Decía que el litino no le parecía muy difícil de pronunciar —por descontado, la articulación en el velo del paladar no presentaba más dificultades que el árabe o el ruso—, pero que, a fin de cuentas «es completamente inútil intentar aprehender los conceptos que se ocultan tras un idioma realmente extranjero, ¿no crees? Por lo menos teniendo en cuenta el tiempo que vamos a permanecer aquí»

    Michelis no argumentó a favor ni en contra de ambas opiniones, y limitó su esfuerzo en aprender primero a leer el idioma litino. Si luego conseguía hablarlo, ni él ni sus colegas se sorprenderían demasiado. Esa era la forma que tenia Michelis de hacer las cosas: minuciosa y práctica a un tiempo. En cuanto a los criterios de sus otros dos colegas, Ruiz—Sánchez opinaba para si que era casi delictivo permitir a hombres que sustentaban ideas tan simplistas abandonar la Tierra rumbo a un planeta desconocido para tomar contacto con otros seres. El lenguaje es elemento esencial para la comprensión de una nueva civilización, y si uno no empieza por aquí, ¿por dónde entonces?

    En cuanto a la opinión que merecía al biólogo la referencia de Cleaver a los habitantes del planeta como «las Serpientes», sólo un confesor, a la sazón fuera de su alcance, podía escucharla.

    A la vista de la escena que se desarrollaba en la sala en forma de cuenco, ¿qué podía pensar de Cleaver como encargado de las comunicaciones en el seno del grupo explorador? Lo más probable era que, en contra de lo que decía, no hubiese transmitido ni recibido mensaje alguno a través del árbol. Seguro que no había ido más allá del sitio en que Ruiz—Sánchez se encontraba ahora. Con todo, era obvio que de un modo u otro había estado en contacto con Agronski y Michelis, pero por un sistema de comunicación particular..., tal vez un transmisor oculto en el equipaje, o... No; imposible. Por escasos que fueran sus conocimientos de física, el jesuita rechazó la idea casi en el mismo instante en que le vino a la mente. No se le ocultaban las dificultades de orden práctico que entrañaba operar con un equipo de radioaficionado en un mundo como Litina, surcado por una infinita gama de longitudes de onda, producto de los formidables latidos que el árbol arrancaba de la falla cristalina. El asunto empezaba a inquietarle.

    Entonces regresó Chtexa, al que reconoció no tanto por un determinado rasgo físico sus barbas tenían ahora el mismo ambiguo y mayestático color púrpura que la mayor parte de los litinos congregados en la sala como por el hecho de que avanzara en derechura hacia él.

    — He transmitido su mensaje — dijo en seguida —. Ha quedado registrado en Xoredeshch Gton. Pero los otros terrestres no están allí. Hace algunos días que no se dejan ver en la ciudad.

    Ruiz—Sánchez estaba aturdido. Cleaver le había dicho que había hablado con Michelis hacia sólo un día.

    —¿Está seguro? — inquirió con cautela.
    — No me cabe la menor duda — respondió el litino —. La casa que les asignamos está vacía, y no queda en ella un solo bártulo del equipaje que portaban. — La enorme criatura levantó sus manos de cuatro dedos en un ademán que podía interpretarse como de aflicción —. Creo que no son buenas noticias y deploro tener que comunicárselas. La primera vez que usted y yo conversamos me hizo usted participe de cosas muy interesantes.
    — Muchas gracias; no se preocupe — contestó Ruiz—Sánchez, un tanto distraídamente —. Tenga por seguro que ningún hombre cabal reprocharía el mensaje al portador.
    — También al mensajero le incumben responsabilidades, por lo menos aquí entre nosotros — dijo Chtexa —. Nada se hace de forma enteramente gratuita, y desde nuestro punto de vista usted ha llevado la peor parte en el intercambio. Su información concerniente al mineral de hierro nos resultó de gran provecho. Me agradaría en extremo mostrarle el empleo que hemos hecho de ella, y más cuando por todo pago recibe usted malas noticias. Si sus ocupaciones le permiten compartir mi casa esta noche, le informaré cumplidamente. ¿Es ello factible?

    Ruiz—Sánchez tuvo que realizar un verdadero esfuerzo para sofocar la repentina excitación que se había apoderado de él. He aquí que tras larga espera se le presentaba por vez primera la oportunidad de atisbar en la vida privada de los habitantes del planeta y, a partir de aquí, quizá, también, de obtener un vislumbre de su condición moral, del papel que Dios había asignado a los litinos en el antiguo drama del Bien y el Mal, tanto en el pasado como en tiempos venideros. En tanto no desentrañara este misterio, podía ser que las aparentes virtudes de los litinos en su Edén particular no fueran tales y que no pasaran de ser simples mentes racionales, máquinas pensantes orgánicas, computadoras con cola pero sin alma.

    Con todo, no podía olvidar que había dejado a sus espaldas a un hombre enfermo. No era probable que Cleaver despertara antes de la mañana. Le había medicado con una dosis de sedante de casi quince miligramos por kilogramo de peso. Lo malo es que los pacientes son un poco como los niños y que no se rigen por horarios fijos. Si la robusta constitución de Cleaver rechazaba la dosis ingerida, a resultas tal vez de una crisis anafiláctica imposible de excluir en tan temprana fase de su dolencia, necesitaría atención inmediata, o, por lo menos, el calor de una voz humana en aquel planeta que detestaba y que le había doblegado casi sin prestarle atención.

    De todos modos el estado de Cleaver no era grave y a buen seguro no necesitaba de forma imperativa que alguien le velara constantemente. A fin de cuentas no era un niño, sino un hombre de una fortaleza excepcional.

    Por otra parte, no quería incurrir en un exceso de abnegación, una forma de orgullo que solía darse entre los hombres píos y que la Iglesia había intentado patentizarles, no sin dificultades, hacia mucho tiempo. En los casos más extremos tenía su plasmación en los santones, cuyo gusto por el hedor y la fetidez tanto se asemejaba al culto a la sabandija de las sectas hindi, o en casos como el de san Simón el Estilita, quien aunque muy caro a los ojos de Dios, fue durante siglos un pésimo propagandista para la Iglesia. Además, cabía preguntarse si Cleaver merecía esta abnegación hasta el extremo de considerarle una criatura de Dios, o para decirlo con mayor propiedad una criatura divina.

    Frente a ello, todo un planeta en juego, todo un pueblo... No, más que eso: todo un problema teológico, la esperanza de una solución inminente al vasto y trágico enigma del pecado original... ¡Hermoso regalo para ofrecerlo al Santo Padre en un año de jubileo! Un acontecimiento más grandioso y solemne de lo que fuera el anuncio oficial de la conquista del Everest durante la coronación de Isabel II de Inglaterra.

    Suponiendo, claro está que del estudio de Litina se derivaran estas conclusiones, porque no faltaban indicios de que un meticuloso examen por parte de Ruiz—Sánchez pudiera revelar que el planeta era algo muy distinto, inquietante y pavoroso hasta lo inimaginable. Ni siquiera con la oración había podido esclarecer la duda. ¿Debía, pues, sacrificar la posibilidad de aclararla por causa de Cleaver?

    Toda una vida de meditación sobre casos de conciencia de esta índole había enseñado a Ruiz—Sánchez, y a muchos otros talentosos miembros de su orden, a desenvolverse por entre los más inextricables laberintos éticos. Para todo católico, la devoción es una exigencia, pero un jesuita ha de saber, además, tomar decisiones rápidas.

    — Gracias. Compartiré con gusto su casa — respondió a Chtexa, con un ligero temblor de voz.


    3


    (Una voz.)

    — ¿Cleaver? — ¡Cleaver! Anda, despierta ya, pedazo de alcornoque. ¿Dónde demonios has estado? Cleaver gruñó y trató de volverse de costado. Al hacerlo la cabeza empezó a darle vueltas, lenta e implacablemente. La fiebre lo abrasaba y la boca le escocía como si la tuviera llena de brea ardiendo.
    — Cleaver, despierta; soy yo, Agronski. ¿Dónde está el cura? ¿Qué pasa aquí? ¿Cómo no hemos sabido nada de vosotros? ¡Cuidado, te vas a...!

    El aviso llegó demasiado tarde, aunque de todos modos Cleaver no estaba en condiciones de captarlo. Sumido en un profundo sopor, había perdido la noción del espacio y del tiempo. Al revolverse para alejar de si la molesta voz, la hamaca giró sobre los ganchos de sujeción y dio con él en el suelo.

    El físico rebotó sordamente contra el pavimento, recibiendo el golpe en el hombro derecho, aunque apenas se dio cuenta. Los pies, que aún no sentía como suyos, quedaron atrapados en la malla.

    —¿Qué diablos...?
    — Oyó un breve ruido de pasos, como castañas al caer sobre un tejado, y en seguida el ruido ahuecado de algo que golpeaba el pavimento cerca de su cabeza.
    — Cleaver, ¿estás bien? Un momento... Te soltaré los pies. Mike..., Mike..., ¿quieres dar más luz a esta jaula? Algo no marcha aquí como es debido.

    A los pocos momentos brotó de las relucientes paredes una luz amarilla y en seguida resplandeció el blanco fulgor de las camisas de gas. Cleaver se restregó los ojos con el brazo, pero en vano, pues este ademán le dejó inmediatamente exhausto. El rostro afable de Agronski, rechoncho y expectante, flotaba sobre él como un globo cautivo. No veía a Michelis, y en aquellos momentos le satisfizo que así fuera. Bastante le sorprendía ya la presencia de Agronski.

    — ¿Cómo... diablos...? — balbuceó. Al intentar hablar, sus labios se despegaron dolorosamente. Entonces se dio cuenta de que mientras dormía se le habían adherido, diríase que con goma o algo semejante. No tenia la menor idea del tiempo que había permanecido inconsciente, enteramente ajeno a lo que pasaba a su alrededor.

    Agronski adivinó el pensamiento del enfermo

    — Hemos venido de los lagos en helicóptero — aclaró —. Vuestro silencio nos inquietaba y creímos más adecuado regresar por nuestros propios medios en vez de hacerlo en el reactor de línea y poner así sobre aviso a los litinos..., por si había ocurrido algo desagradable.
    — Deja ya de atosigarle — terció Michelis, que apareció como por ensalmo en la puerta —. Es evidente que padece una infección. No me gusta recrearme con el dolor ajeno, pero prefiero eso a un choque con los litinos.

    El químico, hombre larguirucho de prominente mandíbula, ayudó a Agronski a levantar a Cleaver. A pesar del dolor, Cleaver intentó una vez más despegar los labios, pero solo consiguió emitir una especie de graznido.

    — Cierra el pico — ordenó Michelis, afectuosamente —. Vamos a ponerlo otra vez en la hamaca. Me pregunto dónde se habrá metido el padre. Es el único de nosotros que sabe de medicina.
    — Apuesto a que está muerto — dijo Agronski con vehemencia, con una expresión de alarma en el semblante —, de otro modo estaría aquí. Debe de ser una enfermedad contagiosa, Mike.
    — Olvidé los guantes — se burló Michelis, secamente —. Cleaver, no te muevas o tendré que zurrarte la badana. Agronski, mejor será que vayas por agua; la necesita. De paso comprueba si el padre ha dejado en el laboratorio algo que se parezca a un medicamento.

    Agronski salió del dormitorio y Michelis hizo lo propio a grandes zancadas, o al menos eso le pareció a Cleaver, puesto que el químico se salió de su campo de visión. Tensó los músculos para sobreponerse al dolor y entreabrió de nuevo los labios.

    —Mike.

    Michelis acudió al instante. Con una torunda de algodón entre el pulgar y el índice empapado en una solución, frotó suavemente los labios y el mentón de Cleaver.

    — Tranquilo. Agronski ha ido por agua; dentro de poco podrás hablar Paul. No te precipites.

    Cleaver se relajó un tanto. Michelis era hombre de fiar. Aun así, la palpable y absurda humillación que para él suponía el que tuvieran que enjugarlo como a un crío se le hizo insoportable y unas lágrimas de impotente rabia resbalaron por ambos surcos al lado de la nariz. Michelis las enjugó con dos precisos y bruscos movimientos de mano.

    Agronski regresó con el brazo extendido y la palma vuelta hacia arriba.

    — Encontré esto — dijo —. Hay más en el laboratorio. La prensilla de las tabletas estaba fuera.
    —Está bien; dámelas. ¿Alguna cosa más?
    — No. Bueno... Había una jeringa dentro del esterilizador, si es que eso significa algo. Michelis soltó un juramento apropiado al caso.
    — Esto significa que en alguna parte del laboratorio hay una antitoxina idónea para el tratamiento — añadió —, pero va a ser imposible dar con ella si Ramón no ha dejado una nota escrita.

    A la vez que decía estas palabras levantó la cabeza de Cleaver, le abrió la boca y le puso las píldoras en la lengua. Al sorber el primer trago el paciente encontró el agua fría, pero una fracción de segundo más tarde le pareció fuego liquido. Se atragantó y Michelis, sin pensarlo, le pinzó la nariz con los dedos. Cleaver se tragó las pastillas de golpe.

    —¿No hay rastro del padre? — preguntó Michelis.
    — Nada, Mike. Todo está en orden y el instrumental sigue aquí. Los dos trajes de explorador están en el ropero.
    — Tal vez se haya ido de visita — sugirió Michelis, pensativo —. A estas alturas debe de haber trabado amistad con unos cuantos litinos. Le caían bien.
    — ¿Abandonando a un enfermo? No son ésos sus métodos, Mike, salvo que se haya producido una emergencia. También cabe en lo posible que saliera a callejear pensando regresar al cabo de unos minutos y fuera...
    —...agredido por unos enanitos porque olvidó golpear tres veces con el pie antes de cruzar el puente.
    —Está bien, búrlate cuanto quieras.
    — No me burlo, créeme. Este tipo de incidentes raros son los que pueden terminar con uno cuando se halla en un mundo extraño. Pero no acabo de imaginarme a Ramón metido en un lance de ese género.
    —Mike...

    Michelis se interrumpió y bajando la vista posó la mirada en Cleaver. El rostro de Michelis pareció alargarse por entre el velo de lágrimas.

    —Vamos, Paul. Dinos qué ha sucedido. Te escuchamos — apremió Michelis.

    Demasiado tarde. La doble dosis de sedantes surtió efecto y a Cleaver sólo le quedaron fuerzas para sacudir la cabeza. Al hacerlo, le pareció que Michelis se precipitaba dando tumbos en un remolino de confusas policromías.

    Curiosamente, no durmió largo rato. Por la noche había descansado casi como de costumbre y al empezar la agotadora jornada se hallaba en excelente forma física. A la sazón, la charla de sus dos colegas y la obsesiva idea de que era preciso hablar con ellos antes de que regresara Ruiz—Sánchez, le ayudaron a permanecer ya que no despierto, sí en un estado de cierta conciencia. Además, el hecho de que llevara en su organismo treinta gránulos de ácido acetilsalicílico había incrementado hasta límites peligrosos el normal consumo de oxígeno, provocando en él no sólo una sensación de vértigo, sino también un estado de precaria clarividencia y estabilidad emocional. Cleaver desconocía que el substrato proteínico de sus propias células era parte del combustible consumido para facilitar esta relativa claridad mental, aunque de haberlo sabido, tampoco se hubiese sentido alarmado.

    Las voces seguían llegando hasta él provistas de cierto significado, entremezcladas con fugaces y fragmentarias ensoñaciones, tan cercanas al estado de vigilia que en ocasiones le parecían extrañamente reales y, a la vez, singularmente anodinas y deprimentes. En las fases de semiinconsciencia su mente elaboraba planes y más planes, simples y ambiciosos a un tiempo: planes para asumir el mando de la expedición, para comunicar con las autoridades terrestres, para exhibir documentos secretos que demostraban la inhabitabilidad de Litina; planes para perforar un túnel que atravesara el subsuelo mexicano hasta Perú y para provocar la explosión de Litina induciendo una sola y potente fusión de los átomos ligeros que la integraban en un solo átomo de cleaverio, elemento de que estaba formado el monobloque y cuyo número cardinal era Aleph—cero...

    AGRONSKI: Mike, echa una ojeada. Tú sabes leer litino. Hay un aviso en la puerta principal, en la tablilla de mensajes. (Rumor de pasos.)
    MICHELIS: Dice «enfermo en el interior». El trazo no es lo bastante espontáneo y diestro para ser obra de un litino. Es difícil escribir los ideogramas con rapidez sin tener mucha práctica. Lo habrá escrito Ramón.
    AGRONSKI: Me gustaría saber a dónde se dirigió después de escribirlos. Es extraño que no reparásemos en el aviso cuando llegamos.
    MICHELIS: A mi no me lo parece. Era de noche, y además no esperábamos recado alguno.

    (Pisadas. Una puerta que se cierra con suavidad. Más rumor de pasos y el crujido de un almohadón de junquillos.)

    AGRONSKI: Bueno, mejor será que empecemos a pensar en la redacción de un informe. Si este maldito día de veinte horas que tiene Litina no me ha secado la mollera, aseguraría que se nos acaba el tiempo. ¿Todavía piensas recomendar el acceso al planeta?
    MICHELIS: Sí. Nada de lo que he visto me induce a pensar que Litina sea un lugar peligroso para nosotros, a pesar del estado de Cleaver. No puedo creer que el padre le haya dejado abandonado si de verdad su vida corriera peligro. Por otra parte, no veo que nosotros, los terrestres, podamos acarrear perjuicios a esta comunidad. Es demasiado estable en todos los aspectos: emocionalmente, económicamente...

    («Peligro, peligro —alertaba una voz a Cleaver en sus sueños—, todo es una conjura papista». Luego recobró un poco la lucidez y sintió un intenso dolor en la boca.)

    AGRONSKI: ¿Cómo explicar que esos dos guasones no contactaran una sola vez con nosotros durante nuestra estancia en el norte?
    MICHELIS: No sé qué decirte. No quiero perderme en conjeturas hasta que haya hablado con Ramón, o hasta que Paul pueda tenerse en pie y charlar con nosotros.
    AGRONSKI: No me gusta todo eso, Mike; algo me huele mal. Esta ciudad es el centro de comunicaciones del planeta...; por ello la escogimos, ¡qué caramba!... Y, sin embargo, ni un solo mensaje, Cleaver postrado, el padre ausente... Ignoramos muchas cosas de Litina, de esto no cabe duda.
    MICHELIS: También desconocemos muchos datos de la parte central del Brasil, y no digamos de Marte o de la Luna.
    AGRONSKI: Nada sustancial, Mike. Lo que sabemos de la periferia brasileña basta para que nos hagamos una idea de cómo son las tierras interiores, incluso en lo relativo a esos peces carnívoros... ¿Cómo los llaman?... Ah, sí, pirañas. Pero no podemos decir lo mismo de Litina. No sabemos si los datos de su periferia son esenciales o accesorios. Quizá tras esta envoltura se oculte un monstruoso secreto y no hayamos caído en ello.
    MICHELIS: Agronski, deja ya de hablar como un suplemento dominical. Estás menospreciando nuestro intelecto. ¿Qué clase de fabuloso secreto quieres que se oculte aquí?: ¿que los litinos comen carne humana?, ¿que sirven de pasto a dioses ignotos que moran en la selva?, ¿que son superseres de incógnito que alteran la mente, corrompen el alma, paralizan el corazón, hielan la sangre y hacen que se le retuerzan a uno las tripas? En el instante en que admites suposiciones de este tipo te degradas a ti mismo. Tales ideas sólo pueden afectarte de una forma abstracta. Si yo estuviera en tu lugar ni siquiera me tomaría la molestia de considerar esta posibilidad ni de discutir acerca de cómo encararla en el caso de que fuese cierta.
    AGRONSKI: Está bien, está bien. De momento me reservo mi opinión. Si todo resulta bien..., me refiero al padre y a Cleaver... es probable que me ponga de tu lado. Debo admitir que no tengo motivos concretos para votar contra este planeta.
    MICHELIS: Haces bien. Estoy seguro de que Ramón propondrá el libre acceso, de forma que seria una decisión unánime. No creo que Cleaver tenga nada que objetar.

    (Cleaver estaba prestando declaración ante un nutrido tribunal reunido en la sede de la Asamblea General de la ONU, en Nueva York, señalando con dramático gesto —y con expresión no tanto de triunfo como de pena— a Ruiz—Sánchez. Al oír mencionar su nombre se rompió el sueño y pudo apreciar que la estancia estaba un poco más iluminada. Apuntaba ya el alba, o los húmedos y compactos jirones grisáceos que eran su sucedáneo en Litina. Se preguntó qué palabras acababa de pronunciar ante el tribunal. Tenía idea de que habían sido concluyentes, probatorias, lo bastante útiles para sacar partido de ellas al despertar; pero no lograba recordar... Sólo le quedaba una sensación, el regusto casi de las palabras, pero no la sustancia.)

    AGRONSKI: Amanece. Creo que será mejor dar por terminada la sesión.
    MICHELIS: ¿Amarraste bien el helicóptero? Si no me equivoco los vientos que soplan aquí, en la zona meridional del planeta, son más fuertes que en el norte.
    AGRONSKI: Sí. Y además lo cubrí con la lona. Ahora no tenemos más que colgar nuestras hamacas y...

    (Se oye un ruido.)

    MICHELIS: ¡Chis!... ¿Qué es esto?
    AGRONSKI: ¿Cómo?
    MICEHLIS: Escucha.

    (Leve rumor de pasos. Cleaver sabía de quién eran. Entreabrió con esfuerzo los ojos, pero no distinguió más que el techo de la habitación. El color uniforme y la suave y continua curvatura de las paredes, hasta convertirse en una cúpula inaprensible, le sumieron de nuevo en un estado de semiinconsciencia. )

    AGRONSKI: Alguien se acerca.

    (Rumor de pasos. )

    AGRONSKI: Es el padre, Mike; mira por acá y podrás verle. Parece que no le ocurre nada. Cojea un poco, pero quién no después de haber estado trajinando por ahí toda la noche.
    MICHELIS: Será mejor que salgas a recibirle, ya que si nos descubre tan de repente se va a sobresaltar. Entretanto prepararé las hamacas.
    AGRONSKI: Claro, Mike.

    (Pasos que se alejan de Cleaver. El rechinar de la piedra contra la piedra. Alguien que manipula el volante de la puerta. )

    AGRONSKI: ¡Bienvenido a casa, padre! Acabamos de llegar y... Santo Dios!, ¿qué ocurre? ¿También tú estás enfermo? ¿Hay algo que...? ¡Mike, Mike!

    (Alguien corre. Cleaver tensa los músculos del cuello pugnando por levantarse, pero en vano, los músculos no le obedecen y la nuca tira de él cada vez con más fuerza hacia la dura almohada de la hamaca. Tras unos momentos de interminable agonía, exclama:)

    CLEAVER: ¡Mike!
    AGRONSKI: ¡Mike!

    (Por fin, con un resuello, Cleaver pierde la larga batalla. Estaba dormido.)


    4


    Cuando la puerta de la casa de Chtexa se hubo cerrado a sus espaldas, Ruiz—Sánchez paseó la mirada por el vestíbulo tenuemente iluminado. Un sentimiento de expectación se le hacia insoportable, pese a que no tenía idea de lo que esperaba hallar. A decir verdad, la casa no se diferenciaba en nada de la que él habitaba, cosa que en justicia era cuanto podía pretender. Todo el mobiliario de su «casa», excepto el equipo del laboratorio y algunos objetos sueltos traídos de la Tierra, era genuinamente litino.

    — Hemos seccionado varios de los meteoritos metaloides de nuestros museos y los hemos batido tal como usted nos indicó —decía Chtexa detrás de él a la par que el biólogo se debatía para liberarse del impermeable y de las botas—. Tal como nos había usted anticipado, detectamos un magnetismo de signo positivo muy marcado. En estos momentos todo nuestro planeta ha sido advertido para que sean recogidos los meteoritos de ferroníquel y enviados a nuestro laboratorio de electricidad aquí en la capital, dondequiera que se encuentren. A la sazón, el personal del observatorio intenta predecir posibles caídas de aerolitos. Por desgracia son raros en el planeta. Según indican nuestros astrónomos, jamás hemos tenido una «lluvia» de aerolitos, como al parecer sucede con frecuencia en su mundo.
    — No; debiera haber reparado en ello — dijo Ruiz—Sánchez, siguiendo en pos del litino hasta el salón, que era también del más puro estilo litino: una estancia vacía, salvo por su presencia.
    —Ah, eso es interesante. ¿Por qué?
    — Porque en nuestro universo tenemos una especie de gigantesca muela abrasiva; todo un anillo de pequeños planetas, millares de ellos, esparcidos en torno a una órbita, en vez de un solo mundo de dimensiones normales, que es lo que esperábamos hallar en un principio.
    — ¿Esperaban? ¿En virtud de la regla armónica? — dijo Chtexa, sentándose, a la par que indicaba con un gesto otro almohadón a su huésped —. A menudo nos hemos preguntado si esta relación existía realmente.
    — También nosotros. Quedó pulverizada en el caso expuesto. Estos pequeños cuerpos entrechocan constantemente, y el resultado son estas plagas de meteoritos.
    — Es difícil adivinar cómo ha podido tomar cuerpo un esquema tan inestable — prosiguió Chtexa —. ¿Puede dar usted alguna explicación?
    — Ninguna convincente — respondió Ruiz—Sánchez. — Entre nosotros hay quien piensa que antaño existió realmente un planeta de regular tamaño que por algún motivo se desintegró. Ocurrió un fenómeno similar con un satélite de nuestro sistema y en torno al núcleo originario se formó una banda enorme de residuos. Otros piensan que nuestro sistema solar no permitió la aglutinación de los elementos básicos que hubieran conducido al surgimiento de un planeta. Ambas hipótesis son imperfectas, pero cada una da respuesta a determinadas objeciones, de forma que quizá las dos tengan su punto de verdad.

    Los ojos de Chtexa fulguraron con el un tanto inquietante «parpadeo interior, característico en los litinos cuando estaban sumidos en profundas reflexiones.

    — No parece que haya un método adecuado para verificar una y otra respuesta — dijo tras un largo intervalo —. A tenor de nuestra lógica, el hecho de que no se pueda aducir una demostración invalida totalmente la primitiva cuestión.
    — Este criterio cuenta con muchos partidarios en la Tierra. Estoy seguro de que mi compañero el doctor Cleaver concordaría con usted.

    Ruiz—Sánchez esbozó una súbita sonrisa. Había trabajado mucho y duro para llegar a dominar el lenguaje litino, y el haber podido delimitar y comprender de manera tan acabada un tema tan endiabladamente abstracto como el planteado por Chtexa era para él un triunfo más meritorio de lo que hubiese sido cualquier ganancia cuantitativa limitada al vocabulario.

    — De todos modos me temo que van a tener problemas para recoger estos meteoritos dijo —. ¿Han ofrecido incentivos?
    — Oh, por supuesto. Todo el mundo es consciente de la importancia que reviste el programa. Todos estamos interesados en llevarlo a buen puerto.

    No era ésa exactamente la pregunta que Ruiz—Sánchez había formulado. Hurgó en la memoria tratando de hallar algún vocablo litino equivalente a «recompensa», pero no encontró más que ya empleado de «incentivo». Al mismo tiempo cayó en la cuenta de que no conocía un término que significara «codicia, avidez, avaricia». Evidentemente, ofrecer a los litinos cien dólares por cada meteorito que hallasen sólo conseguiría desconcertarles. No tenia más remedio que desistir del empeño.

    — Dado que la posibilidad de que caiga un meteorito es tan reducida — optó por decir —, no es probable que logren acumular la cantidad de mineral necesaria para llevar a cabo un estudio cabal del asunto, por afinada que sea su investigación. Además, un alto porcentaje de los hallazgos serán componentes pétreos y no metaloides. Lo que ustedes deben hacer es emprender otro programa suplementario para la obtención de mineral de hierro.
    — Lo sabemos — dijo Chtexa con voz apesadumbrada —; pero no hemos acertado a dar con uno.
    —Si encontraran un medio de concentrar los vestigios de metal que actualmenteexisten en el planeta... Nuestros métodos de fundición de nada les servirían, puesto que carecen de yacimientos de mineral. Chtexa, ¿y qué me dice de los ferrobacterios?
    — Pero ¿existen de verdad esta especie de bacterias? — inquirió Chtexa, irguiendo la cabeza en un gesto dubitativo.
    — No lo sé. Pregunte a sus bacteriólogos. Si tienen en Litina alguna bacteria que pertenezca al género que nosotros llamamos Leptothrix, ha de haber una que sea de la especie que fija el hierro. Teniendo en cuenta que la vida puebla su planeta desde hace millones de años, forzosamente ha de haber sobrevenido dicha mutación, probablemente en una fase muy temprana.
    — ¿Y por qué no la hemos descubierto? La bacteriología es tal vez el campo que más hemos cultivado.
    — Porque no saben ustedes lo que andan buscando — contestó con vehemencia Ruiz—Sánchez —, y porque esta especie sea posiblemente tan rara en Litina como lo es el propio hierro. Puesto que en la Tierra tenemos hierro en abundancia, nuestra Leptothrix ochracea ha encontrado terreno abonado para desarrollarse, en nuestros grandes yacimientos de mineral las conchas fósiles de esta bacteria se cuentan por miles de millones. En realidad, solía pensarse que la bacteria producía los yacimientos, pero yo siempre he tenido dudas al respecto. La energía que generan es producto de la transformación del óxido ferroso en óxido férrico, aun cuando esta conversión puede operar espontáneamente si el potencial de oxidorreducción y el PH de la solución son los adecuados. Cualquiera de estas dos condiciones pueden quedar afectadas por bacterias de putrefacción ordinarias. En nuestro planeta la bacteria se desarrolló en los yacimientos minerales porque allí estaba el hierro, y no al revés. Sin embargo, en Litina habrá que invertir el proceso.
    — Nos aplicaremos en seguida a un programa de muestreo de suelos — dijo Chtexa, al tiempo que sus barbas refulgían con apagados tonos purpúreos —. Cada mes nuestros centros de investigación de antibióticos examinan muestras de suelos por millares busca de nueva microflora que tenga aplicación terapéutica. Si estas bacterias que fijan el hierro existen, tarde o temprano daremos con ellas.
    — Tienen que existir. ¿Hay en Litina sulfobacterios anaerobios?
    —Sí..., si, por supuesto.
    — Pues no necesitan más — dijo el jesuita, satisfecho, echando el cuerpo hacia atrás y sujetándose una rodilla con ambas manos —. Tienen ustedes azufre en abundancia y, por lo tanto, las correspondientes bacterias. Le agradeceré me comuniquen cuando hayan conseguido el ferrobacterio. Desearía realizar un subcultivo y llevármelo a la Tierra. Hay allí un par de científicos a quienes me gustaría restregárselo por la cara.

    El litino envaró el cuerpo y avanzó un poco la cabeza, con aspecto de estar desconcertado.

    — Le ruego me disculpe — se apresuró a decir Ruiz—Sánchez —. He traducido literalmente una expresión agresiva de nuestro idioma. En modo alguno pretendía insinuar una acción real de este género.
    — Creo que entiendo — dijo Chtexa. Ruiz—Sánchez se preguntó — si en verdad era así. Todavía no había descubierto una sola metáfora, ni presente ni pasada, en el rico acervo lingüístico del planeta, y los litinos tampoco conocían la poesía ni las demás artes creativas —. Por supuesto que le tendremos al corriente de los resultados, y nos sentiremos muy honrados si usted se digna a aceptarlos como buenos. Uno de los problemas que se plantean en el ámbito de las ciencias sociales y que nos viene preocupando desde hace tiempo es encontrar el medio idóneo de honrar al innovador. Cuando uno piensa en lo mucho que las nuevas ideas afectan a nuestras vidas, desesperamos de poder retribuir en especie el hallazgo, y nos facilita mucho la tarea si el innovador alberga deseos que la sociedad está en condiciones de satisfacer.

    En un principio Ruiz—Sánchez no estaba muy seguro de si había interpretado correctamente las palabras del litino. Tras sopesarlas de nuevo concluyó que no acababan de satisfacerle, pese a la aparente nobleza que implicaban. A un habitante de la Tierra le hubiesen parecido de una pomposidad inaguantable; y, sin embargo, era obvio que Chtexa hablaba sin exageraciones.

    Y no era menos cierto, también, que el grupo explorador tenia ya que redactar el informe sobre el planeta. Ruiz—Sánchez no se veía capaz de soportar por mucho tiempo la fría y objetiva racionalidad de los litinos. Un inquietante pensamiento nacido de lo más hondo le recordaba que en el planeta, todo, absolutamente todo era consecuencia de la razón, no de un precepto ni de la fe. Los litinos no conocían a Dios. Obraban rectamente y pensaban de la misma forma porque era razonable obrar y pensar de este modo, y no parecían necesitar más.

    ¿Es que acaso los litinos no soñaban por las noches? ¿Era posible que existiera en el universo un ser racional de un orden superior al que no paralizara nunca, ni un solo instante, el súbito dilema, el miedo a entrever lo absurdo de los actos, la ceguera del saber, la esterilidad de haber nacido? «En adelante la morada del alma sólo podrá edificarse sin peligro sobre el firme cimiento de la desesperanza inconmovible», escribió en una ocasión un famoso ateo.

    ¿O podía ser que los litinos pensaran y actuaran como lo hacían porque no habían nacido de madre ni habían salido del Paraíso en que vivían, y por lo tanto no compartían la terrible carga del pecado original? El hecho de que Litina no hubiese conocido jamás una época glacial, que su clima hubiese permanecido invariable por espacio de setecientos millones de años, era un hecho geológico que ningún teólogo podía permitirse el lujo de ignorar. ¿Cabía en lo posible que liberados de la carga del pecado lo estuvieran también de la maldición de Adán?

    Y, en tal caso, ¿podía un ser humano vivir entre ellos?

    — Chtexa, quisiera preguntarle una cosa — dijo el sacerdote, tras permanecer caviloso unos momentos —. No está en deuda conmigo, puesto que para nosotros el saber es patrimonio de toda la comunidad; sin embargo, en breve, nosotros, cuatro habitantes de la Tierra, tendremos que tomar una decisión. Ya sabe a qué me refiero. Y pienso que todavía no sabemos lo suficiente de este planeta para tomarla con juicio sereno.
    — Entonces lo más seguro es que tenga que formularme algunas preguntas — dijo Chtexa de inmediato —. Contestaré a cuantas me sea posible.
    — Bueno, en tal caso... ¿Conocen ustedes la muerte? Ya sé que el término figura en su vocabulario, pero tal vez tenga un sentido distinto al que nosotros le damos.
    — Significa dejar de evolucionar y regresar a la mera existencia — explicó Chtexa —. Una máquina existe, pero sólo un ente animado, un árbol por ejemplo, progresa a través de un cauce de equilibrios cambiantes. En el momento en que este proceso se interrumpe, el ente ha muerto.
    —¿Y ocurre también con ustedes?
    —Acontece con todo. Hasta los árboles gigantescos, como el árbol de las Comunicaciones, acaban por morir un día u otro. ¿No ocurre así en la Tierra?
    — Si, sí, lo mismo — respondió Ruiz—Sánchez —. Por razones que seria demasiado prolijo exponer llegué a pensar que tal vez ustedes hubieran escapado a esta fatalidad.
    — Nosotros no lo vemos como una fatalidad — dijo Chtexa —. Litina vive a causa de la muerte. La muerte de los vegetales nos suministra petróleo y gas. Es preciso que mueran algunas criaturas para nutrir la vida de otras. Las bacterias deben morir, y hay que eliminar los virus si deseamos curar las enfermedades. Nosotros mismos debemos perecer para dejar un hueco a otros individuos, por lo menos hasta que logremos disminuir el ritmo de procreación entre nosotros..., algo que hasta el momento no hemos conseguido.
    —Pero que estiman ustedes deseable, ¿no?
    — Ciertamente — contestó Chtexa —. Nuestro mundo es rico, pero no inagotable. Y ustedes nos han enseñado que existen otros planetas habitados, de forma que no cabe confiar en ocuparlos cuando el nuestro esté superpoblado.
    — Todo lo que existe termina por agotarse algún día — dijo Ruiz—Sánchez bruscamente, con el ceño fruncido y la mirada clavada en el suelo iridiscente —. Es algo que hemos aprendido lo largo de muchos miles de años de historia.
    — Pero ¿agotarse de qué forma? — preguntó Chtexa —. Puedo asegurarle que cualquier objeto, por minúsculo que sea, cualquier piedra, una gota de agua, un puñado de tierra puede investigarse sin limitación. El número de datos que cabe obtener de te análisis es prácticamente ilimitado. Ahora bien, un suelo concreto puede agotarse por lo que a nitratos se refiere. Es difícil, pero un cultivo defectuoso puede originar esta carencia. tome el caso del hierro, sobre el que hemos estado hablando. Sería absurdo que organizáramos nuestra economía en función una demanda de hierro que excediera a las existencias de este mineral en Litina; entiéndase bien: que excediera sin posibilidad suplir la carencia con los meteoritos o las importaciones. no se trata, pues, de si estamos o no informados respecto a los métodos de obtención, sino de si es posible o no aplicar estos conocimientos, ya que si no lo es, en tal caso de nada nos ve disponer de una completísima información en todos los terrenos.
    —No obstante, no me cabe duda de que llegado el caso ustedes podrían componérselas aun sin gran acopio de hierro. La maquinaria de madera con que cuentan ustedes es lo bastante precisa para contentar a cualquier ingeniero. Tengo la impresión de que muchos de ellos han olvidado que en el pasado también nosotros la utilizábamos. La prueba está en un reloj que tengo en casa. Se trata de uno de esos llamados de cuco, que da las horas y cuartos. Tiene dos siglos de antigüedad y fue totalmente tallado en madera, a excepción de las pesas, y aún sigue funcionando con precisión. Puedo decirle a este respecto que mucho después de que los barcos empezaran a construirse de plancha metálica, el palo santo se utilizaba para fabricar los timones e instrumentos que marcaban la derrota de la nave.
    — La madera es un excelente material para casi todos los usos — convino Chtexa — El único inconveniente que presenta en relación con los materiales cerámicos o con el metal es su variabilidad. Es preciso conocerla a fondo para concretar sus propiedades partiendo de las distintas clases de árboles. Ni qué decir tiene que las piezas más delicadas pueden obtenerse mediante moldes cerámicos adecuados. En este caso, la presión interna dentro del molde aumenta hasta tal punto por efectos de la dilatación que la pieza resultante posee una estructura muy compacta. En cuanto a las partes de mayores dimensiones pueden rectificarse directamente del madero con piedra arenisca y pulimentarse con pizarra. Por nuestra parte consideramos que la madera es un material agradecido para trabajar con él.

    Sin que supiera muy bien por qué, Ruiz—Sánchez se sintió un poco avergonzado. Era un reflejo, ampliado, del mismo sentimiento de vergüenza que experimentaba a la vista del viejo reloj de cuco de la Selva Negra siempre que retornaba a la Tierra.

    Teóricamente, los varios relojes eléctricos que tenia en su hacienda de las afueras de Lima deberían haber funcionado bien, sin ruidos y ocupando menos espacio. Pero las razones que movieron a fabricarlos fueron de orden puramente técnico y comercial. Como resultado de ello, la mayor parte marchaban con una especie de ligero ronqueo asmático o gemían sin estridencias pero lúgubremente a horas intempestivas. Todos tenían una «línea aerodinámica» eran más grandes de la cuenta y resultaban poco estéticos. Ninguno marcaba la hora exacta, y varios de ellos no podían ajustarse por ir provistos de un motor de velocidad constante que accionaba una caja de engranajes muy sencilla. Era, pues, una inexactitud irremisible porque obedecía un defecto de fabricación.

    En cambio, el reloj de cuco funcionaba sin altibajos. Cada cuarto de hora se abría una de las dos portezuelas de madera salía una codorniz que emitía un sonido de alerta, y cuando señalaba la hora, salía primero la codorniz y después el cuco, cuyas llamadas iban precedidas por el repique de una campanilla. Para este reloj, mediodía y medianoche eran más que una simple operación de rutina: constituían todo un ceremonial. El desfase horario del viejo reloj no excedía de un minuto por mes, ello a cambio, tan sólo, de subir las pesas todas las noches antes de acostarse.

    El relojero que lo construyó había muerto antes de que Ruiz—Sánchez naciera. Como contraste a todo ello, posiblemente el jesuita habría tenido que desechar por lo menos una docena de relojes eléctricos de serie en el transcurso de su vida, que era que pretendían sus fabricantes. En efecto, dichos relojes eran consecuencia directa del «desgaste programado» aquel delirio por el derroche y el despilfarro que asoló las Américas durante segunda mitad del siglo pasado.

    — Comparto su opinión — dijo el biólogo con modestia —. Si tiene inconveniente quisiera hacerle otra pregunta. En realidad es parte de la anterior. Quisiera saber cómo son engendrados ustedes. Veo muchos adultos en las calles y en las casas, bien creo adivinar que usted está solo, pero nunca niños. Podría explicarme la razón? Si el tema le parece indiscreto...
    — ¿Por qué ha de parecérmelo? No debieran existir temas vedados — dijo Chtexa —. Estoy seguro de que habrá observado que nuestras mujeres poseen bolsas abdominales en donde incuban los huevos. Fue una mutación afortunada para nosotros, pues y en Litina muchos depredadores de nidos.
    —Sí; algunas especies animales de la Tierra poseen un rasgo anatómico parecido; sóloque son vivíparas.
    — Una vez al año se depositan los huevos en las bolsas abdominales — prosiguió Chtexa —, momento en que las mujeres abandonan sus casas y escogen al hombre que mas les agrada para fertilizar los huevos. Yo estoy solo porque hasta el momento no he sido escogido en la primera tanda por ninguna mujer. Me tocará el turno con motivo de las Segundas Nupcias; o sea mañana.
    — Comprendo — dijo Ruiz—Sánchez con cautela —. ¿Y qué determina la elección del par? ¿Los sentimientos o sólo la razón?
    — A la larga uno y otra son la misma cosa — dijo Chtexa —. Nuestros antepasados no quisieron dejar al albur nuestras necesidades genéticas. Por lo que respecta a nosotros, los sentimientos no interfieren con las facultades eugenésicas. Es del todo imposible, ya que para llegar a este comportamiento aquellos fueron alterados mediante reproducción selectiva en función precisamente de dichas facultades.

    »Después, al final de la estación, viene el Día de la Migración, momento en que los huevos están ya fertilizados y las crías a punto de romper el cascarón. En ese día, y mucho me temo que no estén aquí para verlo, pues la fecha de partida que tienen ustedes prevista queda a varios días de la jornada a que me refiero..., en ese día, repito, todo el mundo va a las playas. Protegidas de los predadores por los hombres, las mujeres se adentran en el agua hasta que pierden pie y allí alumbran a las crías.

    —¿En el mar? — preguntó Ruiz—Sánchez con un hilo de voz.
    —Si, en el mar. Después todos regresan a sus casas y siguen con sus tareashabituales hasta la llegada del nuevo ciclo de apareamiento.
    —Y..., y ¿qué pasa con las crías?
    — Bueno, ellas cuidan de si mismas. Es cierto que muchas hallan la muerte, sobre todo por causa de nuestro voraz hermano, el gran pez — lagarto, al que por tal motivo matamos siempre que podemos. Con todo, la mayoría salen indemnes y llegado el momento vuelven a tierra firme.
    — ¿Dice que regresan? No lo entiendo, Chtexa. ¿Y cómo no perecen ahogados al nacer? Y si vuelven, ¿cómo es que nunca hemos visto a uno solo de ellos?
    — Claro que los han visto — dijo Chtexa —, y también los han oído muchas veces. ¿Cómo no van a...? Ah, ya caigo; son ustedes mamíferos. Eso lo explica todo. Ustedes conservan a sus hijos en el nido; saben quiénes son y ellos conocen a sus padres.
    — Si. Sabemos cuáles son y ellos nos conocen — asintió Ruiz—Sánchez.
    — Con nosotros no ocurre lo mismo — dijo Chtexa —. Sígame, por favor, y se lo mostraré. El litino se puso en pie y se dirigió hacia el vestíbulo. Ruiz—Sánchez le siguió hecho un mar de confusiones.

    Chtexa abrió la puerta. Con cierta sorpresa el sacerdote observó que la oscuridad de la noche se iba disipando. Por el este, el cielo cargado de nubes brillaba con pálidos reflejos nacarados. La selva era todavía una rica polifonía de zumbidos de y armoniosos sonidos. Se oyó un agudo y siseante silbido y sombra de un pterodon se deslizó sobre la ciudad en dirección al mar. Una masa indistinta que sólo podía corresponder aI calamar volador de Litina quebró la superficie de las aguas, sobrevoló a baja altura el viscoso mar por espacio de unos cincuenta metros y volvió a zambullirse. Desde las tierras bajas llegó un aullido quejumbroso.

    —Allí — dijo Chtexa con voz apagada —. ¿Lo ha oído?

    La desamparada criatura o lo que fuese, ya que resultaba imposible precisarlo con exactitud, emitió un nuevo y plañidero

    — Al principio resulta muy duro — explicó Chtexa —, pero lo peor ya ha pasado. Están en tierra firme.
    —Chtexa, ¿sus crías son... son los peces pulmonados? — preguntó Ruiz—Sánchez.
    —Si, ellos son nuestros hijos — respondió el litino.


    5


    En el fondo, lo que había hecho desvanecerse a Ruiz—Sánchez cuando Agronski le abrió la puerta era el incesante plañido de los peces pulmonados. Lo avanzado de la hora, la doble tensión producto de la dolencia que aquejaba a Cleaver y la posterior constatación de que éste le había engañado descaradamente, también contribuyeron, y a ello había que sumar el cada vez más intenso sentimiento de culpabilidad con respecto a Cleaver que experimentó en el trayecto de regreso a casa, mientras caminaba bajo el cielo lluvioso y el día se abría paulatinamente. Y luego el sobresalto que le causó la presencia de Agronski y Michelis, de vuelta a una hora imprecisa de la noche mientras él había abandonado a su paciente para satisfacer su curiosidad.

    Pero, por encima de todo, lo que más le oprimía el ánimo era el menguante y entrecortado clamor de los hijos de Litina, que a lo largo de todo el camino desde la casa de Chtexa hasta la suya estuvieron abriendo brecha en todas sus defensas mentales.

    Este súbito apartamiento duró breves instantes. Cuando logró recuperar no sin esfuerzo el control de si mismo se encontró con que Agronski y Michelis le habían acomodado en una banqueta del laboratorio y trataban de quitarle el Macintosh sin zarandearle ni hacerle perder el equilibrio lo que en términos topológicos era tan difícil como desposeerle a uno del chaleco sin quitarle antes la americana. Con gesto de cansancio, el sacerdote sacó el brazo de una de las mangas del impermeable y elevó la vista hacia Michelis.

    —Buenos días, Mike; disculpa mis modales.
    — No seas tonto — contestó Michelis con voz suave —. De todos modos no es momento de hablar. He pasado parte de la noche intentando mantener sosegado a Cleaver en espera de que mejore. Te agradecería que no volvieras a ponerme en este trance, Ramón.
    —Pierde cuidado. No estoy enfermo, sólo cansado y un poco sobreexcitado.
    — ¿Qué le ocurre a Cleaver? — preguntó Agronski. Michelis le ahuyentó con un ademán.
    — No, no, Mike, déjalo, es una pregunta razonable. Te aseguro que estoy perfectamente. Paul tiene una infección a consecuencia del glucósido de una planta espinosa con la que tropezó y que le produjo un pinchazo. Ocurrió esta tarde..., digo la tarde de ayer, por la hora que es. ¿Qué tal ha estado durante el tiempo que lleváis aquí?
    — No muy bien — respondió Michelis —. Como no estabas no supimos qué darle. Al fin le hicimos tragar un par de las tabletas que tú dejaste.
    — ¿Eso hicisteis? — dijo Ruiz—Sánchez, dejando caer bruscamente el pie al suelo y pugnando por levantarse de la banqueta —. Como vosotros mismos decís, no teníais por qué saber cómo tratarle, pero el caso es que le habéis dado una sobredosis. Será mejor que le examine...
    — Por favor, Ramón, no te muevas. Michelis habló sin excitarse pero en un tono que traslucía su deseo de ser obedecido. Vagamente complacido por tener que someterse a la exigencia del hombretón, el sacerdote dejó que le acomodaran de nuevo en la banqueta. Las botas resbalaron de sus pies al suelo.
    — Oye, Mike, ¿quién es aquí el guía espiritual? — preguntó con voz cansina —. A pesar de todo estoy convencido de que lo habéis hecho muy bien. ¿No se le ve en peligro?
    — Bueno, parece bastante enfermo, pero tuvo suficientes energías para permanecer despierto buena parte de la noche. Hace tan sólo unos instantes que ha cogido el sueño.
    — Magnífico. Dejémosle descansar. Sin embargo, es probable que mañana tenga que alimentarlo por vía intravenosa. Teniendo en cuenta la atmósfera de este planeta, uno no puede rebasar sin más la dosis de salicilato. — Lanzó un suspiro —. Puesto que duermo en la misma habitación, me tendrá a mano si sobreviene una crisis. En fin, ¿podemos dejar ahora las preguntas?
    —Sí, claro, si no hay nada que lo impida.
    —Oh, me temo que hay bastantes cosas poco claras — dijo el jesuita.
    —¡Lo imaginaba! Sabía desde el principio que las cosas no andaban bien — exclamó Agronski —. ¿Recuerdas que te lo dije, Mike?
    —¿Se trata de algo urgente?
    — No, Mike... No corremos peligro, esto puedo asegurártelo. El asunto puede esperar hasta que hayamos descansado. También vosotros parecéis necesitar un sueño.
    —Estamos cansados — dijo Michelis.
    — ¿Y cómo no os pusisteis en contacto con nosotros? — preguntó Agronski, quejoso —. Padre, nos habéis tenido con el alma en vilo. Si algo marcha mal aquí, deberías...
    — No corremos peligro inmediato — repitió con paciencia Ruiz—Sánchez —. En cuanto a por qué no comunicamos con vosotros, estoy igualmente desconcertado. Hasta la pasada noche estaba convencido de que seguíamos en contacto con vosotros. Esa tarea incumbía a Paul y parecía cumplir con ella. Averigüe que no era así después de que él hubo enfermado.
    —En tal caso habrá que esperar a ver qué nos dice Paul — concluyó Michelis —. Ennombre de Dios, acostémonos ya. Pilotar ese trasto a lo largo de cuatro mil kilómetros de espesas nieblas no puede decirse que sea descansado. Tengo necesidad de echarme... Pero, oye bien, Ramón...
    —¿Qué, Mike?
    — Todo esto no acaba de gustarme. Mañana habrá que aclarar las cosas y dar por finalizada la tarea que nos fue encomendada. Disponemos de poco más de un día antes de que pase a recogernos la nave que nos llevará de regreso a la Tierra, y cuando ese momento llegue debemos estar al corriente de todo lo que sea preciso saber de Litina y que luego hemos de explicar allá abajo.
    —Como decías muy bien, Mike..., en nombre de Dios.

    El sacerdote y biólogo peruano fue el primero en despertar. A decir verdad no había pasado tanta fatiga puramente física como sus tres compañeros de misión. En el instante en que saltó de la hamaca empezaba a caer la noche. Con paso cansino se acercó a Cleaver.

    El físico dormía profundamente. El semblante, de un color ceniciento, parecía haberse contraído extrañamente. Ya era hora de subsanar el abuso que, por negligencia e inadvertencia, el paciente había soportado. Por fortuna, el pulso y la respiración eran casi normales.

    Ruiz—Sánchez penetró en el laboratorio sin hacer ruido y preparó suero intravenoso de fructosa. Luego hizo una especie de souffle con el contenido de una lata de huevo en polvo y lo colocó en el fondo del hornillo, en un pequeño compartimiento cerrado, para que se cociera. Seria el desayuno de los tres restantes.

    De nuevo en el dormitorio, el biólogo desplegó todo el aparato del suero gota a gota. Cleaver ni siquiera contrajo los músculos cuando la aguja penetró en la vena, a la altura del codo. Acto seguido colocó el tubo en su sitio con unas palmaditas, reguló el goteo del botellín invertido y volvió al laboratorio.

    Se sentó en el taburete, ante el microscopio, con una sensación de ausencia, mientras la noche caía una vez más. Todavía se sentía muy fatigado, pero por lo menos podía mantener los ojos abiertos sin esfuerzo. Se oyó el ptup—ptup del souffle en el hornillo y al poco rato un leve aroma dio a entender que la masa estaba en proceso de dorarse.

    En el exterior caía un súbito aguacero que acabó con la misma rapidez con que se había iniciado. El corto y cálido verano litino tocaba a su fin. El invierno seria largo y templado. En la latitud en que se hallaban las temperaturas nunca estaban por debajo de los veinte grados centígrados. Incluso en los extremos del planeta la temperatura invernal permanecía siempre por encima de cero; normalmente, la media era de quince grados.

    —Ramón, ¿estoy oliendo el desayuno?
    —Si, Mike, está en el hornillo. Dentro de cinco minutos lo tendrás listo.
    —Estupendo.

    Michelis se alejó. Detrás del banco de taller, Ruiz—Sánchez distinguió el libro de tapas azul oscuro con estampados en oro que le había acompañado desde que abandonaran la Tierra. Con gesto casi mecánico alargó la mano y tiró de él, y automáticamente también quedó abierto en la página 573. Por lo menos le proporcionaría oportunidad de pensar en algo que no le afectara directamente.

    La última vez acabó la lectura cuando Anita parecía «dispuesta a someterse a la lascivia de Honufrio para aplacar la brutalidad de Sila y de los mercenarios de los doce Silavanos, y salvar así (como sugirió en un principio Gilbert) la virginidad de Felicia en favor de Magraviol —. Pero, atención aquí... ¿Cómo era posible considerar virgen a Felicia a estas alturas? Ah, sí: «...cuando Miguel la convirtió, después de la muerte de Gilia». Eso lo explicaba todo, pues inicialmente Felicia sólo había incurrido en infidelidades de poca monta. «...Pero ella teme que al satisfacer los derechos maritales del hombre pueda dar pie a una conducta vituperable entre Eugenio y Jeremías. Miguel, que con anterioridad había seducido a Anita, la dispensa de someterse a los deseos de Honufrio.» Si, eso parecía tener sentido, dado que Miguel también había forjado planes con respecto a Eugenio. «Anita está conturbada, pero Miguel amenaza con deferir mañana su caso al obispo Guillermo, aun cuando realice el acto sexual sólo como engaño piadoso, hecho que ella sabe por experiencia (en interpretación de Wadding) que no conduce a nada.» Si. Perfecto. Por vez primera la novela parecía cobrar sentido. Era obvio que el autor sabia muy bien desde el comienzo lo que se llevaba entre manos. De todos modos Ruiz—Sánchez se dijo que no le habría agradado trabar conocimiento con esta imaginaria familia amparada en seudónimos latinos, ni ser confesor de alguno de sus miembros.

    La trama, en efecto, cobraba sentido si uno contemplaba sin rencor a los personajes involucrados —a fin de cuentas eran personajes ficticios, de novela—, y también al autor, el cual, a pesar de su portentoso talento —sin duda el más grande de cuantos han escrito novelas en inglés, e incluso en todas las lenguas—, debía ser compadecido como la más innoble víctima del Maligno. Si, como era el caso de Ruiz—Sánchez, uno contemplaba la situación en forma desapasionada, se hacia la luz sobre todos los aspectos, incluyendo los intrincados comentarios y glosas de que el texto había sido objeto desde que éstos se iniciaron, allá por el decenio de 1920.

    —¿Está listo el desayuno, padre?
    — Por el olor que despide diría que si, Agronski. ¿Por qué no lo sacas del hornillo y te sirves?
    —Gracias. ¿Voy por Cleaver?
    —No; lleva puesto el suero intravenoso.
    —Entiendo.

    Salvo que la impresión de haber comprendido al fin el problema demostrara una vez más ser ilusoria, Ruiz—Sánchez estaba en condiciones de dar respuesta a la cuestión básica, al dilema que por espacio de muchas décadas había obsesionado a su Orden y a la Iglesia. Releyó el texto de la pregunta conflictiva:

    «¿Tiene él (Honufrio) autoridad sobre la mujer (Anita) y debe ésta someterse a sus dictados?»

    Por vez primera y con gran asombro por su parte vio dos preguntas distintas en la frase, a pesar de la ausencia de coma entre ambas. Ello exigía, pues, dos respuestas. ¿Tenia Honufrio autoridad sobre la mujer? Si, la tenia, porque Miguel, el único miembro del grupo al que se otorgó desde el principio poder de absolución, se había visto notoriamente comprometido. En consecuencia, nadie podía despojar de sus privilegios a Honufrio, al margen de si debían o no cargársele en cuenta todas las vilezas que se le achacaban.

    Y, en segundo lugar, ¿tenía la mujer que someterse a las exigencias de aquél? No, no tenía por qué hacerlo. Dado que Miguel había perdido el derecho a dispensar o a deferir el caso de la mujer, en última instancia Anita no podía dejarse guiar ni por el religioso ni por otra persona que no fuese ella misma. Atendiendo a ello y vistas las graves acusaciones que pesaban sobre Honufrio, podía en última instancia rebelarse contra los deseos de éste. En cuanto al arrepentimiento de Sila y a la conversión de Felicia, nada importaban, puesto que la defección de Miguel había privado a ambos —y a todos los demás— de guía espiritual.

    Así pues, la respuesta obvia en todo momento había sido sí y no. Y todo supeditado a una simple coma en el lugar adecuado. Jugarreta de un escritor; clara demostración de que el problema central de un libro que uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos había tardado diecisiete años en escribir, era dónde situar una coma. Así suele Satanás arropar su vanidad y expoliar a sus adeptos.

    Ruiz—Sánchez cerró el libro con un estremecimiento y alzó la vista más allá del banco de taller, sin sentirse ni más perplejo ni menos que antes, aunque en el fondo de su corazón sentía un alborozo incontenible. Una vez más, el Maligno había sido derrotado en la eterna lucha.

    Mientras contemplaba distraídamente la noche lluviosa a través de la ventana, vio una cabeza y unas espaldas familiares encuadradas en el tetraedro truncado de luz amarillenta que se proyectaba a través del fino cristal contra la lluvia. Ruiz—Sánchez dio un respingo. Era la figura de Chtexa, que se alejaba de la casa.

    De repente Ruiz—Sánchez cayó en la cuenta de que nadie se había ocupado de borrar los ideogramas aludiendo a un enfermo escritos sobre la tablilla colgada junto a la puerta. Si Chtexa se había llegado hasta allí dando un paseo, se volvía sin que nada lo justificara. El sacerdote inclinó el cuerpo hacia delante a la vez que tomaba una caja de portaobjetos vacía y dio con el canto de la misma contra el cristal.

    Chtexa se volvió y miró al interior de la casa a través del torrente de agua, los ojos resguardados por una fina película que los protegía de la lluvia. El biólogo le hizo señas y saltó bruscamente de la banqueta con objeto de abrirle la puerta.

    En el ínterin, la parte de su desayuno que tenia aún en el hornillo se secó y empezó a quemarse.

    El golpeteo de la caja contra el cristal de la ventana hizo acudir también a Michelis y Agronski. Chtexa miró desde su altura a los tres hombres con afable gravedad, mientras las gotas de agua se deslizaban como aceite por las diminutas y refulgentes escamas de su elástica epidermis.

    — Desconocía que tuvieran un enfermo — dijo el litino —. Vine porque su hermano Ruiz—Sánchez salió esta mañana de mi casa sin el regalo que tenia pensado ofrecerle. No quisiera invadir su intimidad...
    — No se preocupe usted — dijo el jesuita —. En cuanto a la enfermedad no es una infección contagiosa y confiamos en que nuestro compañero se recupere sin problemas. Le presento a mis dos colegas que estaban en el norte, Agronski y Michelis.
    —Me alegro de verles aquí. Eso quiere decir que el mensaje llegó a su destino.
    — ¿A qué mensaje se refiere? — preguntó Michelis con su bien pronunciado pero titubeante litino.
    — La noche pasada su compañero Ruiz—Sánchez me pidió que les enviara un mensaje. En Xoredeshch Gton me comunicaron que ustedes ya se habían marchado.
    — Así era — dijo Michelis —. Pero vamos a ver, Ramón. Creía que eso de enviar recados era cosa de Paul. Si mal no recuerdo me dijiste sin tapujos que no sabias cómo hacerlo después de que Paul cayera enfermo.
    — No sabía y sigo sin saber. Le pedí a Chtexa que lo hiciera por mí, y así os lo decía al término del mensaje, Mike. Michelis alzó la vista hacia el litino.
    —¿Y qué decía este mensaje? — preguntó.
    — Que debían ustedes reunirse con él sin demora aquí, en Xoredeshch Sfath, y que estaba a punto de vencer el plazo de permanencia en nuestro mundo.
    — ¿Qué significa todo eso? — preguntó Agronski, que había tratado de seguir la conversación, pero que al no ser precisamente un lingüista sólo había captado algunas palabras que avivaron todavía más sus recelos —. Mike, haz el favor de traducirme lo que ha dicho.

    Michelis así lo hizo, brevemente, y luego preguntó:

    — ¿Y eso era todo lo que tenías que decirnos, Ramón? ¿Después de lo que dices haber averiguado? A fin de cuentas también nosotros sabíamos que se acercaba el momento de la partida. Creo que somos capaces de contar los días como todo hijo de vecino.
    — Lo sé, Mike; pero desconocía por completo qué tipo de mensajes habíais recibido con anterioridad, en el supuesto de que hubieseis recibido alguno. Por lo que sé, no me hubiese extrañado que Cleaver se pusiera en contacto con vosotros por algún otro medio, de forma particular. Primero pensé que tal vez llevase oculto algún transmisor en el equipaje, pero luego me dije que probablemente enviaba sus despachos utilizando el servicio de vuelos regulares del planeta; eso parecía más sencillo. Llegué a pensar que quizás os hubiera dicho que íbamos a permanecer en Litina más tiempo del previsto, o que os hubiera notificado mi asesinato e informado de que andaba tras los pasos del asesino. En fin, cualquier cosa. Tenía que asegurarme, dentro de lo posible, de que regresaríais aquí al margen de lo que hubiera dicho o callado.

    »Y así, cuando llegué al centro de comunicaciones tuve que pensar en el mensaje más adecuado e improvisarlo sobre el terreno, porque vi que no pudiendo mandarlo en persona no podía remitiros un mensaje detallado, que al tener que pasar por criaturas con una mentalidad muy distinta de la nuestra corría el riesgo de traducirse y ser interpretado erróneamente. Todos los despachos radiofónicos que parten de Xoredeshch Sfath se envían por conducto del Arbol. Hasta que lo hayáis visto con vuestros propios ojos no alcanzaréis a comprender las dificultades que entraña para un terrestre enviar aunque sea un mensaje de dos palabras.

    —¿Es cierto eso? — preguntó Michelis a Chtexa.
    — ¿Cierto? — Las barbas del litino se puntearon en señal de perplejidad. A pesar de que Ruiz—Sánchez y Michelis conversaban de nuevo en litino, algunas de las palabras utilizadas por los dos hombres, como la de «asesino» no tenían sentido alguno en el idioma del planeta, sencillamente porque no existían, razón por la que fue pronunciada en inglés —. ¿Cierto? No lo sé. ¿Quiere decir si son válidas? Son ustedes quienes tienen que decidirlo.
    —Pero ¿se atienen a la realidad?
    —Si hasta donde soy capaz de recordarlas — respondió Chtexa.
    — Bien, ahora comprenderás por qué cuando Chtexa apareció providencialmente en el árbol, me reconoció y se ofreció a servirme de intermediario, tuve que darle tan sólo la esencia del mensaje — prosiguió diciendo Ruiz—Sánchez, un tanto molesto — aun a pesar suyo —. No podía pretender que entendiera todos los detalles ni confiar en que llegaran íntegros a vosotros después de pasar por al menos dos intermediarios litinos. Todo lo que podía hacer era conseguir a toda costa que regresarais en la fecha acordada y esperar a que tuviera oportunidad de explicaros la situación.
    — Están ustedes en un momento de ofuscación, lo que es lo mismo que tener un enfermo en casa — dijo Chtexa —. Me marcho ahora. Cuando estoy confuso prefiero que me dejen a solas, y no tendría derecho a exigirlo si impongo mi presencia a los que pasan por un momento así. Traeré mi regalo en mejor ocasión.

    Dichas estas palabras agachó la cabeza y cruzó la puerta sin ningún gesto convencional de despedida, pese a lo cual dejó tras sí una rotunda impresión de delicadeza. Ruiz—Sánchez le vio marcharse, impotente y un tanto apesadumbrado por aquella partida. Los litinos parecían comprender en todo momento la ausencia de cada situación, y a diferencia de los terrestres, aun de los más seguros en si mismos, sus actos jamás traslucían la menor sombra de duda. No conocían las pesadillas nocturnas.

    Además, ¿por qué habían de saberlo? Si Ruiz—Sánchez no andaba errado, estaban bajo el amparo del segundo Poder más grande del universo, y guardados de forma directa, sin confesiones mediadoras ni dificultades de interpretación. El solo hecho de que jamás se vieran atormentados por la duda acreditaba sobradamente que eran criaturas de esta Potestad superior. Sólo los hijos de Dios gozaban de libre albedrío, y por tal motivo dudaban con frecuencia.

    De haber podido, Ruiz—Sánchez hubiese demorado la partida de Chtexa. En las discusiones breves siempre es de gran ayuda contar con el respaldo de una mente objetiva, si bien podía ocurrir que en el caso de apoyarse demasiado en ella, este momentáneo aliado terminara apuñalándole a uno en el corazón.

    — Bueno, entremos ya y pongamos las cosas en claro — dijo Michelis, cerrando la puerta y encaminándose hacia el salón. Sin querer habló en litino, hecho que reconoció volviéndose hacia donde había salido el reptiloide y haciendo una mueca de contrariedad por encima del hombro. En seguida pasó al inglés —: Necesitamos dormir, pero vamos tan cortos de tiempo que mucho será si logramos tomar una decisión final antes de que llegue la nave.
    — No podemos hacer eso — objetó Agronski, pese a que al igual que Ruiz—Sánchez siguió sumisamente en pos de MicheIis —. ¿Cómo vamos a tomar una decisión válida sin antes haber escuchado lo que Cleaver tenga que decirnos? En una misión como ésta todo el mundo tiene voz y voto.
    — Eso es indiscutible. Creo haber dicho ya que personalmente la situación me gusta tanto como a ti; pero no veo otra solución. ¿Qué opinas tú, Ramón?
    — Quisiera optar por aguardar un poco — dijo con franqueza Ruiz—Sánchez —. Lo que pueda decir ahora parecería, hablando sin tapujos, una especie de componenda con vosotros dos. Y no vayáis a decirme que tenéis absoluta confianza en mi integridad, porque todos la tenemos también en Cleaver. Querer conciliar una y otra en las presentes circunstancias no haría sino invalidar ambos sentimientos.
    — Tienes una forma bastante desagradable de expresar en voz alta lo que todo el mundo piensa, Ramón — dijo Michelis con una mueca de disgusto —. ¿Qué alternativa ves tú entonces?
    — Ninguna — admitió Ruiz—Sánchez —. Como has dicho, tenemos el reloj en contra. No habrá más remedio que empezar sin Cleaver.
    —¡No haréis tal cosa!La voz que llegaba del hueco de la puerta del dormitorio era segura y ronca debido a un estado de debilidad física.

    Los tres hombres se sobresaltaron. Cleaver, vestido sólo con los calzoncillos, permanecía en el umbral afianzándose con ambas manos en el marco de la puerta. Ruiz—Sánchez pudo distinguir en uno de los antebrazos las señales que había dejado el esparadrapo que sujetaba la aguja intravenosa al ser arrancado bruscamente. En el sitio donde aquélla había penetrado, bajo la piel cenicienta de la parte superior del brazo, se apreciaba un aparatoso hematoma violáceo.


    6


    (Un silencio.)

    — Paul, ¿acaso te has vuelto loco? — estalló Michelis, casi con iracundia —. Vuelve a tu hamaca antes de complicar más las cosas. ¿No te das cuenta que estás enfermo?
    — No tanto como parezco — dijo Cleaver con desmayada sonrisa —. Si he de ser franco te diré que me encuentro bastante bien. Casi no tengo señales en la boca y tampoco fiebre.

    Estáis aviados si pensáis que este grupo va a dar un solo condenado paso sin mi. No tiene atribuciones para hacerlo, y apelaré contra cualquier decisión que se adopte, oidme bien, contra cualquier decisión en la que yo no haya intervenido.

    Por supuesto que le prestaban oídos. El magnetófono estaba funcionando y las cintas a prueba de manipulación giraban dentro de sus bobinas precintadas. Los dos hombres del grupo volvieron la vista, incrédulos, hacia Ruiz—Sánchez.

    — ¿Qué dices a eso, Ramón? — dijo Michelis frunciendo el ceño. Paró la cinta utilizando una llavecita al efecto —. ¿Puede permanecer levantado de esa forma?

    Ruiz—Sánchez se hallaba ya junto al físico y le examinaba la boca. En efecto, las ulceraciones casi habían desaparecido y los bordes de las que restaban empezaban a regenerarse con el tejido de granulación. Cleaver tenia todavía los ojos algo irritados, señal evidente de que la toxemia no había cedido del todo. Pero salvo estos dos detalles, no quedaba vestigio de la dolencia producida por el fortuito pinchazo de la escila. Cierto que Cleaver tenía un aspecto atroz, pero ello era lógico en un hombre que acababa de caer enfermo como quien dice y que, además, había agotado las proteínas de su propio cuerpo en el proceso de recuperación. En cuanto al hematoma, bastaría con una compresa fría.

    — Si quiere exponerse tiene derecho a ello, aunque sea actuando como no debiera contestó Ruiz—Sánchez —. Lo primero que debes hacer es salir de aquí; ponte una bata y envuélvete las piernas en una manta. Luego comerás alguna cosa. Yo mismo te he preparado algo. Desde luego te has recuperado con prontitud; pero si abusas de tu convalecencia vas a pillar una infección de verdad.
    — Haré lo que dices — se apresuró a contestar Cleaver —. No quiero pasar por héroe. Sólo pretendo que me escuchéis. Ayudadme a llegar hasta el cojín; todavía no me tengo muy bien en pie.

    Transcurrió casi media hora antes de que Cleaver se hubiera acomodado a satisfacción del jesuita. El físico parecía gozar del momento con un cierto aire de sarcasmo. Por fin, le pusieron en la mano una taza de gchteht, planta de té típica del planeta, de un sabor delicioso, que sin duda en la Tierra se convertiría en breve plazo en un codiciado producto de importación. Luego indicó:

    —Vamos, Mike, pon en marcha la grabadora.
    — ¿De veras? — dijo Michelis.
    —Pues claro. Anda ya, dale a esa maldita llave.

    Michelis hizo girar la llavecita, la sacó y se la guardó en el bolsillo. A partir de aquel momento cuanto dijeran quedaría registrado.

    — Como quieras, Paul — dijo Michelis —. Has hecho lo indecible para ponerte en situación embarazosa. Es evidente que ése es tu gusto. En fin, conozcamos tu respuesta: ¿Por qué no comunicaste con nosotros?
    —Porque no me interesaba hacerlo.
    — Oye, oye, aguarda un momento — interrumpió Agronski —. Paul, ese chisme está grabando, no vayas a soltar lo primero que te pase por la cabeza. Tal vez aún no tengas las ideas muy claras, aunque tu voz responda bien. ¿Te abstuviste quizá porque no sabias desenvolverte con el sistema de comunicaciones que utilizan aquí..., el Arbol o lo que sea?
    — No, no fue ése el motivo — insistió Cleaver —. Gracias, Agronski, pero no necesito que me pongan andaderas ni que busques un pretexto a mis palabras. Soy consciente de que actuando como lo hice me colocaba en situación difícil, y sé también que ahora no podré aducir justificaciones convincentes por mi forma de proceder. Las posibilidades de no tener que dar explicaciones dependían de que no perdiera un solo momento el control de mis actos. Como es natural, esas posibilidades se frustraron en el instante en que tropecé con el maldito ananá. Lo vi con toda claridad la pasada noche, cuando pugné como un condenado para hablar con vosotros antes de que llegara el padre y no conseguí despegar los labios.
    —Pues por lo que veo te lo has tomado muy bien — observó Michelis.
    —Bueno, estoy un poco desengañado, pero soy hombre realista, y además sé quetenía razones condenadamente buenas para actuar como lo hice, Mike.
    —Muy bien; adelante pues — invitó Michelis.

    Cleaver se acomodó en el almohadón y descansó las manos sobre las rodillas. Tenia un aspecto casi clerical y era evidente que seguía saboreando la situación.

    — Ante todo, no me comuniqué con vosotros porque no deseaba hacerlo, como dije antes. Hubiera sido fácil superar el obstáculo de cómo utilizar el Arbol recurriendo al mismo expediente que el padre; es decir, valiéndome de una Serpiente cualquiera para enviar el mensaje. Es cierto que no hablo su idioma, pero si el padre, de forma que no tenia más que ponerle en antecedentes. Aparte de eso, hubiera podido componérmelas con el Arbol sin ayuda, pues conozco los detalles técnicos que lo rigen. Aguarda a ver el Arbol, Mike. En esencia viene a ser un transistor de capas en el que el semiconductor está constituido por una enorme masa cristalina que forma su plataforma subterránea. El cristal es piezoeléctrico, y cada vez que las raíces actúan sobre esta masa el Arbol emite en toda la gama de frecuencias. Es realmente fabuloso. Apuesto a que no hay nada parecido en esta galaxia.

    «Sin embargo, lo que me interesaba era crear un vacío entre vosotros y nosotros. No quería que ninguno de los dos supiera lo que acontecía en este continente. Quería que pensarais lo peor y deseaba, a ser posible, incriminar también a las Serpientes. Una vez de regreso, en el supuesto de que lo hubieseis hecho en seguida, me las hubiera compuesto para convenceros de que si no os había enviado mensaje alguno era porque las Serpientes no me lo habían permitido. No voy ahora a sobrecargaros con la relación de planes que he llegado a urdir; por otra parte no tendría sentido hacerlo dado que todo se ha ido al traste. De lo que no me cabe duda es de que mi explicación os hubiera parecido convincente, a pesar de lo que el padre hubiera aducido en contra.

    — ¿De verdad no quieres que detenga la cinta? — preguntó Michelis con voz tranquila.
    — Vamos ya, deja de una vez tu maldita llave y atiende. Según veo las cosas, el hecho de que tropezara con un ananá en el último momento supuso un grave contratiempo, puesto que ofrecía al padre la oportunidad de averiguar parte de la verdad. Me atrevería a jurar que de no haber sido por ese accidente no hubiera ni tan sólo olido mi plan hasta que vosotros estuvierais de regreso, y para entonces sería ya demasiado tarde.
    — Probablemente no me hubiera dado cuenta, eso es verdad, pero tu tropiezo con la planta no fue accidental — dijo Ruiz—Sánchez, mirando fijamente a Cleaver —. Si en vez de pasar todo el tiempo construyendo una imagen del planeta que sirviera a tus proyectos te hubieses dedicado a estudiar y observar este mundo, que es para lo que te mandaron aquí, sabrías lo suficiente para prestar más atención a los «ananás» y hablarías litino tan bien por lo menos como Agronski.
    — En eso puede que lleves razón, aunque no cambia las cosas en lo que a mi concierne
    — dijo Cleaver —. El dato que observé en Litina eclipsa todo lo demás y a la postre va a ser el que cuente. Al contrario que tú, padre, no me interesan las sutilezas en condiciones extremas y pienso que nada puede aprenderse del posterior análisis de los hechos.
    — No empecemos ya a disputar — terció Michelis —. Parece que nos has contado las cosas sin florituras y es obvio que debes tener una razón para habernos hecho esta confesión. Sin duda esperas que justifiquemos tu proceder, o que por lo menos no te lo reprochemos en exceso, una vez nos hayas puesto al corriente. Así pues, veamos de qué se trata.
    — La cosa es como sigue — dijo Cleaver. Por primera vez dio la impresión de que se animaba un tanto. Inclinó el cuerpo hacia delante. Los destellos de la luz de gas acentuaban el contraste de los huesos del rostro y la redonda cavidad de los pómulos.

    Apuntó con un dedo tembloroso hacia Michelis —. Mike, ¿sabes por qué estamos reunidos aquí? Sólo para empezar: ¿Sabes cuánto rutilo hay en este planeta?

    —Pues claro que lo sé — respondió Michelis —. Agronski me informó de ello y desdeentonces hemos venido reflexionando acerca de un método operativo para refinar la mena del mineral.
    — Si se decide declarar abierto este planeta habremos resuelto nuestras necesidades de titanio por un siglo o quizá más. Así lo indico en mi informe personal. Pero ¿qué trascendencia puede tener? sabíamos ya que íbamos a encontrarlo antes incluso de aterrizar en Litina, tan pronto obtuvimos datos precisos sobre la masa del planeta.
    —¿Y qué me dices de la pegmatita? — preguntó Cleaver con un eco de voz.
    — ¿Qué pasa con ella? — interpeló a su vez Michelis, cada vez más perplejo —. Imagino que la hay en abundancia. La verdad es que no me he molestado en comprobarlo. El titanio es importante para nosotros, pero no acabo de ver qué interés puede tener el litio. Han pasado cincuenta años desde que se empleaba como combustible en los cohetes.
    — Y otra cosa más — terció Agronski —. Aquellos artefactos propulsados por una mezcla de litio y flúor solían estallar como si se tratara de cabezas nucleares. Un pequeño escape en los conductos de alimentación y ¡pum!
    —Pese a lo cual en la Tierra seguimos pagando este metal a unos veinte mil dólares latonelada inglesa, Mike, exactamente el precio que se pagaba en el decenio de mil novecientos sesenta, deduciendo la depreciación de la moneda. ¿Eso no te sugiere nada?
    — Me interesa más saber lo que te sugiere a ti — dijo Michelis. — Ninguno de vosotros va a sacar un solo céntimo de este viaje, aunque el interior del planeta resulte ser de platino macizo, cosa poco probable. Por lo demás, si el precio es la única consideración, la abundancia del mineral en Litina dará al traste con el mercado. En definitiva, ¿para qué sirve el litio en grandes cantidades?
    — Para fabricar bombas — dijo Cleaver —. Bombas de verdad. Bombas termonucleares. No es adecuado para una fusión controlada ni tiene valor energético, pero la sal del deuterio es capaz de originar una explosión cuya potencia en megatones rebasa todo lo imaginable.

    Súbitamente Ruiz—Sánchez se sintió otra vez exhausto. Había estado temiendo que la mente de Cleaver pudiera incubar una idea semejante. Basta que se aplique a un planeta el nombre de litina por ser aparentemente rocoso en su mayor parte, para que algunas mentes calenturientas lo den todo de lado y centren su afán en hallar en él un metal llamado litio. Pero hasta entonces se había negado a creer que pudiera estar en lo cierto.

    — Paul, he cambiado de parecer. Hubiera debido ponerte fuera de combate aunque no tropezaras con el dichoso «ananá» — dijo el biólogo —; y hubiese debido hacerlo el mismo día en que me dijiste que habías estado buscando pegmatita antes de sufrir el accidente y que pensabas que Litina sería un lugar idóneo para la producción de tritio en gran escala. Evidentemente pensaste que yo no te entendería. Aunque no hubieras topado con el «ananá» te habrías delatado antes de ahora, de haberme hablado como lo hiciste. La opinión que de mi te forjaste se basaba en una observación tan superficial como la que has dedicado a Litina.
    — Es muy fácil eso de decir «lo sabia desde el principio —, sobre todo con una cinta delante — dijo Cleaver en tono condescendiente.
    — Claro que es sencillo si tienes a alguien que te ponga las cosas fáciles — dijo Ruiz—Sánchez —. Pero imagino que tu visión de Litina como potencial cuerno de la abundancia en lo que a bombas de hidrógeno se refiere es sólo el principio de lo que tienes en la cabeza, y hasta me atrevería a decir que no es tu objetivo real. En lo que a ti concierne te encantaría que Litina se esfumara del universo. Odias este planeta. Te ha lastimado. Te gustaría pensar que no existe, de aquí que insistas en concebir a Litina como una fuente de armamento sin tener en cuenta ningún otro dato sobre el planeta, pues si tu criterio se impone sabes que Litina quedará aislada por razones de seguridad. ¿Estoy en lo cierto?
    — Naturalmente que estás en lo cierto, sólo que tu lectura de pensamiento es errónea contestó Cleaver, despreciativo —. Cuando hasta un cura es capaz de darse cuenta, señal de que la cosa es obvia... y de que hay que cargársela impugnando los motivos del hombre que primero cayó en la cuenta. ¡Al diablo ya! Escucha, Mike; es la oportunidad más fabulosa que se haya presentado nunca a una misión exploradora. Este planeta está hecho para convertirse en un enorme laboratorio nuclear y en un centro de producción. Posee yacimientos inextinguibles de las materias primas más esenciales, y lo que es más importante: sus habitantes no tienen conocimientos nucleares que puedan inquietarnos. Todos los materiales básicos, elementos radiactivos y demás, necesarios para llegar a un conocimiento veraz del átomo, tendrán que ser importados. Las Serpientes no saben de su existencia. Por otra parte, el equipo correspondiente: contadores, aceleradores de partículas, etcétera, dependen de materiales como el hierro, mineral que las Serpientes no tienen, y de postulados teóricos que desconocen, desde el magnetismo a la mecánica cuántica. Para el funcionamiento de las plantas que instalemos aquí contamos con una enorme reserva de mano de obra barata que no sabe ni jamás sabrá lo bastante para divulgar técnicas secretas.
    —Todo lo que necesitamos hacer es calificar con la mención «altamente desaconsejable» a este planeta para impedir que pueda convertirse en una estación de tránsito o en algún otro tipo de base accesible por espacio de un siglo. Al propio tiempo podemos informar por separado al Comité Inspector de las Naciones Unidas acerca de las posibilidades que ofrece Litina como extraordinario arsenal para la Tierra, ¡para toda la mancomunidad de planetas que controlamos! Sólo la decisión que tome el grupo es patrimonio administrativo de la colectividad, pero no la cinta. Se trata de una oportunidad única que seria un crimen desperdiciar..
    —Un crimen, ¿contra quién? — dijo Ruiz—Sánchez.
    —¿Cómo dices? No entiendo.
    — ¿Contra quién piensas acumular este arsenal? ¿Por qué necesitas destinar todo un planeta a la fabricación de bombas termonucleares?
    — Tal vez las Naciones Unidas hagan uso de ellas — respondió Cleaver, secamente —. No hace mucho teníamos en la Tierra algunas naciones levantiscas, y las situaciones de ayer pueden reproducirse mañana. El periodo de duración media del tritio es muy corto, y el del litio tampoco es excesivamente largo. Tal vez no hayas reparado en ello, pero puedes creerme si te digo que el contingente policial de las Naciones Unidas saltaría de gozo si supiera que dispone de una reserva prácticamente ilimitada de bombas de fusión y que no tiene que preocuparse ya de la caducidad de los artefactos almacenados.

    «Además, por poco que hayas meditado sobre el caso, convendrás conmigo en que esta ininterrumpida consolidación de pacíficos planetas no siempre seguirá igual. Tarde o temprano... Bueno, ¿qué pasaría si el próximo planeta que abordemos resulta ser como la Tierra? En este supuesto quizá sus habitantes se decidan a oponer resistencia y a luchar como locos para sustraerse a nuestra esfera de influencia. ¿Y qué ocurriría si resulta que el próximo planeta es la avanzadilla de toda una federación planetaria como la nuestra? Cuando llegue este día, y llegará, tenlo por seguro, estaremos muy satisfechos de poder emplastar al enemigo con bombas de fusión y de liquidar el asunto con la pérdida del menor número posible de vidas.

    — En nuestro bando — añadió Ruiz—Sánchez.
    —¿Es que hay algún otro?
    — ¡Por Dios! A mí me parece un argumento convincente — dijo Agronski —. ¿Qué opinas tú, Mike?
    — Todavía no lo sé — respondió Michelis —. Paul, aún no acabo de entender el porqué de tanto secreto. Has expuesto tus planes con suficiente claridad, lo cual tiene sus méritos, pero admites que pretendías llevarnos a tu punto de vista con triquiñuelas. ¿Por qué? ¿Acaso no tenías confianza en la fuerza de tus argumentos?
    — No — contestó Cleaver con brusquedad —. Es la primera vez que formo parte de un grupo como éste, en el que no hay un jefe de expedición con atribuciones concretas, en el que no habría forma de resolver una discrepancia de opiniones y en el que la voz de un hombre con la cabeza llena de beaterías, fútiles distinciones morales y una metafísica de hace tres mil años tiene el mismo peso que la de un científico.
    —Tus palabras son ofensivas, Paul — reprochó Michelis.
    — Lo sé, aunque si tanto me apuras estoy dispuesto a reconocer aquí o donde sea que el padre es un biólogo formidable. Le he visto en acción y no creo que pueda hacerse mejor. Y a este respecto, según todos hemos visto, hasta es posible que me haya salvado la piel. Eso le convierte en un científico como nosotros..., en la medida en que la biología pueda considerarse una ciencia.
    — Gracias — dijo Ruiz—Sánchez —. Pero si en el colegio hubieras estudiado un poco de historia, Paul, sabrías que los jesuitas se contaron entre los primeros exploradores que se adentraron en China, Paraguay y las vastas soledades de Norteamérica. Tal vez entonces no te sorprenderías de encontrarme aquí.
    — Puede que tengas razón. De todos modos, tal como yo lo veo eso no guarda relación con la paradoja a que aludía. Recuerdo que en una ocasión visité los laboratorios de Notre Dame donde tienen un mundo en miniatura de plantas y animales exentos de gérmenes y donde han obrado yo no sé cuántos milagros fisiológicos. Entonces me pregunté cómo puede un hombre ser a la vez un científico tan portentoso y un buen católico u otro espécimen religioso. No supe explicarme en qué compartimiento cerebral colocaban su religión y en cuál su ciencia, y todavía sigo preguntándomelo.
    — No están compartimentados — dijo Ruiz—Sánchez —, sino que forman un todo.
    — Eso me dijiste la primera vez que saqué a relucir el tema, pero no es una respuesta. Para ser sincero te diré que me convenció de la absoluta necesidad de atenerme a mis planes. No tenia el menor deseo de arriesgarme a que los compartimientos se comunicaran a proposito de Litina. Mi idea era amordazar al padre hasta el punto de que su voz no influyera en vosotros dos. Eso fue lo que me indujo a obrar con el secreto de que hablaba Mike. Quizás actué chapuceramente. Supongo que ser un buen agente provocador lleva su tiempo. Debiera haberme dado cuenta.

    Ruiz—Sánchez se preguntó cómo reaccionaria Cleaver cuando descubriera, como sucedería en breve, que habría podido salirse con la suya sin mover un dedo. Lo indudable era que el abnegado hombre de ciencia que laboraba a mayor gloria del hombre no podía esperar otra cosa que el fracaso: en eso consiste la falibilidad del hombre. Pero ¿conseguiría Cleaver entender, tras la rigurosa prueba por la que había pasado, lo que experimentó Ruiz—Sánchez cuando descubrió la falibilidad de Dios? Era poco probable.

    — No me arrepiento de haberlo intentado — estaba diciendo Cleaver —. Lo único que siento es haber fracasado.


    7


    Se produjo un corto y embarazoso silencio.

    —De modo que es eso — dijo Michelis.
    — Si, Mike. Y una cosa más. Por si alguien todavía está en duda, yo voto por la clausura del planeta. Que quede bien claro.
    — Ramón, ¿quieres ser tú el próximo? — preguntó Michelis —. Ciertamente, tienes derecho a ello; a modo de privilegio personal. Me temo que en estos momentos el ambiente está un poco cargado.
    —No, Mike. Habla tú primero.
    — Tampoco yo estoy en condiciones todavía, a menos que así lo quiera la mayoría. ¿Y tú, Agronski?
    — Yo si — dijo el geólogo —. Hablando desde el punto de vista de mi especialidad y también como un tipo que no gusta de razonamientos esotéricos, estoy del lado de Cleaver. No veo que haya base para votar ni en favor ni en contra de este planeta como no sea desde la perspectiva de Cleaver. Habida cuenta de como son los planetas hoy en día, Litina me parece propicio: tranquilo, no excesivamente rico en otros productos que puedan convenirnos, por supuesto, el gchteht es algo fuera de serie, pero pertenece en exclusiva al comercio de lujo, y por lo que he podido ver no padece conmociones de ningún tipo. Sería una excelente estación de tránsito, pero también lo serian otros muchos planetas de por aquí.

    «Por otra parte, y como dice Cleaver, podría ser un fantástico arsenal, tal como él entiende el término. En todo lo demás es tan tranquilo como las aguas de un estanque, de los que tiene en abundancia. Aparte de esto, lo único que puede ofrecer es titanio, que no escasea en la Tierra tanto como Mike piensa, y piedras semipreciosas, las cuales podemos fabricar en casa sin necesidad de viajar cincuenta años luz para obtenerlas. Yo sugiero que instalemos aquí una estación de tránsito y entonces nos olvidemos del planeta, o bien que consideremos las cosas desde el punto de vista de Cleaver.

    —Bueno, ¿pero cuál de las dos prefieres? — preguntó el jesuita.
    — Bien..., ¿cuál es más importante, padre? Estaciones de tránsito las podemos tener a montones, pero los planetas susceptibles de utilizarse como laboratorios termonucleares son raros: en mi opinión, Litina sería el primero que podría utilizarse con esta finalidad específica. ¿Por qué explotar un planeta con fines rutinarios cuando es único en su clase? ¿Por qué no aplicar aquí la regla de Occam, es decir, la ley de la simplicidad? Ha dado buen resultado en cuantos problemas científicos la hemos aplicado. Apuesto que es el instrumento más adecuado al problema que ahora nos ocupa.
    — La regla de Occam no es una ley natural — objetó Ruiz—Sánchez —, sino tan sólo una conveniencia heurística; en una palabra: un adminículo del saber. Y, además, Agronski pretende aplicar la solución más simple al conjunto de datos, y tú no los conoces todos ni de lejos.
    — Pues muéstramelos. Tengo una mente receptiva — dijo Agronski con falsa humildad.
    — ¿Votas entonces por el aislamiento del planeta? — preguntó Michelis.
    —Eso creía haber dicho, ¿no, Mike?
    — Quería un sí o un no para que quedara registrado en la grabación — dijo Michelis —. Ramón, creo que nos toca a nosotros. ¿Empiezo yo? Estoy preparado.
    —Adelante, Mike.
    — En tal caso, diré que en mi opinión esos dos caballeretes son unos majaderos, pero majaderos perdidos puesto que se dicen científicos. Paul, tus maniobras para crear una situación ficticia son reprobables de todo punto y no voy a insistir en ellas. Ni siquiera voy a pedirte que prescindamos de la cinta para que no te sientas obligado hacia mí. Me ceñiré en exclusiva al pretendido objetivo de estas maniobras, tal como me pediste que hiciera.

    El visible alborozo de Cleaver se enturbió un poco.

    —Habla — dijo el físico, y se apretó la manta con que envolvía sus piernas.
    — Litina no tiene valor ni como proyecto de arsenal — prosiguió Michelis —. Todas las pruebas que has aducido para demostrarlo son verdades a medias o pura fábula. Consideremos si no el asunto de la mano de obra. ¿Cómo piensas retribuir a los litinos? No saben lo que es el dinero y no se les puede recompensar en especie puesto que tienen todo lo que necesitan y están satisfechos con su actual forma de vida. Dios sabe que no tienen la menor envidia de los avances que según nosotros enaltecen a la Tierra. Se sienten atraídos por los vuelos espaciales, pero con un poco de tiempo llegarán a ello por su cuenta. Conocen ya el chorro iónico de Coupling y no van a estar pendientes de la velocidad sobremultiplicada de Haertel otros cien anos.

    Michelis paseó la mirada por las paredes de suaves curvas iluminadas por la mortecina luz de gas.

    — Y no veo que haya aquí posibilidad alguna de emplear un aspirador provisto de cuarenta y cinco accesorios patentados — prosiguió Michelis —. ¿Cómo piensas retribuir a los litinos que trabajen en estas plantas termonucleares?
    — Con conocimientos — contestó Cleaver secamente —. Hay muchas cosas que les gustaría saber.
    — Pero, ¿qué conocimientos, Paul? Lo que les interesaría saber es precisamente lo que piensas ocultarles para que te sean útiles como mano de obra. ¿Vas a enseñarles mecánica cuántica? No puedes hacerlo; sería peligroso. ¿Les hablarás de la nucleónica, o del espacio de Hilbert, o del escolio de Haertel? Tampoco: el conocimiento de uno de estos temas haría que los litinos accedieran a otros conceptos que a ti te parecen peligrosos. ¿Les enseñarás cómo obtener titanio del rutilo, cómo hacer suficiente acopio de hierro para configurar una ciencia de la electrodinámica, o cómo pasar de la Edad de la Piedra en que ahora viven, yo diría mejor Edad de la Cerámica, a la Edad de los Plásticos? Pues claro que no. Seamos sinceros; por ese lado no tenemos nada que ofrecerles. Conforme a tu esquema entrarían en la calificación de alto secreto, y en estas condiciones no se avendrían a trabajar para nosotros.
    — Pues les ofreceremos otras — dijo Cleaver, tajante —. Si es necesario les diremos qué es lo que pretendemos, les guste o no. Sería fácil introducir un sistema monetario en este planeta. Le entregas a una Serpiente un trozo de papel que diga que vale un dólar, y si pregunta qué le confiere este valor... bueno, pues le contestas que un día de honrado trabajo.
    — Y después, para que acabe de entenderlo, le pones una metralleta al vientre -irrumpió Ruiz—Sánchez.
    — ¿Para qué fabricamos entonces metralletas? Nunca se me ha ocurrido pensar que pudiera servir para otra cosa. O bien apuntas con ellas a alguien o las tiras por la borda.
    — Cuestión a debate: esclavitud — dijo Michelis —. Supongo que con eso zanjas tú la cuestión de la mano de obra barata. No pienso votar por la esclavitud; Ramón tampoco; ¿y tú, Agronski?
    — No — contestó Agronski, un tanto incómodo —. Pero, ¿no es ésta una cuestión secundaria?
    — ¡Eso crees tú! Es la razón por la que nos hallamos aquí reunidos. Debemos pensar tanto en el bienestar de los litinos como en el nuestro, de otro modo el método de actuar en comité sería una pérdida de tiempo, de ideas y de energía. Si deseamos mano de obra barata podemos esclavizar a cualquier planeta.
    — ¿Cómo? — dijo Agronski —. No hay otros planetas. Quiero decir ninguno habitado por criaturas racionales; al menos entre los que hemos visitado hasta el momento. No puedes esclavizar a un cangrejo marciano.
    — Lo cual plantea la cuestión de nuestro propio bienestar — dijo Ruiz—Sánchez -Debemos también considerar este extremo. ¿Sabes cuál es el resultado de la esclavitud en los pueblos que poseen esclavos? Causa su muerte.
    — Mucha gente ha trabajado por dinero sin llamarlo esclavitud — arguyó Agronski —. A mí no me repugna en absoluto recibir un cheque por lo que hago.
    — No hay dinero en Litina — dijo Michelis con frialdad —. Si lo introducimos en el planeta tendrá que ser por la fuerza, y el trabajo forzado es esclavitud. Que es lo que se trataba de demostrar.

    Agronski permanecía silencioso.

    —Habla — conminó Michelis —. ¿Es esto verdad o no?
    — Sí, lo es — contestó Agronski —. Serénate, Mike, no hay que tomárselo tan a pecho.
    —¿Qué dices tú, Cleaver?
    — Esclavitud es sólo una palabrota de mal gusto — dijo el físico con semblante hosco —. Estás complicando adrede el asunto.
    —Repite eso.
    — Demonios, Mike, está bien. Ya sé que no harías tal cosa. Pero podríamos dar por un medio u otro con una escala de salarios equitativa, digo yo.
    — Estoy dispuesto a admitirlo en el momento en que seas capaz de demostrármelo -dijo Michelis. Se levantó súbitamente del almohadón en que estaba sentado, caminó hasta el inclinado antepecho de la ventana y sentóse en él mientras escrutaba la oscuridad punteada por la lluvia. Parecía más conturbado de lo que Ruiz—Sánchez se hubiera atrevido a suponer tratándose de Michelis. Su argumentación sobre el dinero jamás había cruzado por la mente del jesuita y, sin saberlo, Michelis había puesto el dedo en una llaga doctrinal que Ruiz—Sánchez nunca había sido capaz de conciliar con sus propias creencias.

    Evocó los versos que resumían el dilema que le oprimía, versos que se remontaban al decenio de 1950:

    La Iglesia, achacosa y desdentada,
    ya no combate el neshek; la opulencia oculta el báculo...


    Neshek significaba el préstamo de dinero con interés, lo que antaño se conocía por usura, aquello por lo que Dante envió al infierno a tantos hombres. Y he aquí que ahora Mike, que ni siquiera era cristiano, argüía que el dinero era en si una forma de esclavitud. Ruiz—Sánchez meditó una vez más sobre el dilema y llegó a la conclusión de que, en efecto, era una llaga muy honda.

    — Entretanto, proseguiré mi argumentación — continuó Michelis —. ¿Qué decir sobre la teoría de la seguridad automática que has avanzado, Paul? ¿Piensas tú que los litinos son incapaces de asimilar las técnicas que necesitan para comprender la información secreta y divulgarla, con lo que no sería preciso someterlos a vigilancia? Una vez más te equivocas de medio a medio, como habrías podido observar si te hubieras tomado la molestia de estudiar a los litinos aunque fuera superficialmente. Los litinos son criaturas sumamente inteligentes y disponen ya de muchas de las claves que necesitan. Yo mismo les facilité información orientativa sobre el magnetismo. Pues bien. asimilaron mis palabras en un tris y las pusieron en práctica con un talento portentoso.
    — Y yo hice lo propio — terció Ruiz—Sánchez —. Les sugerí que experimentaran un método para la obtención del hierro que podría dar grandes resultados. Apenas indiqué las líneas maestras, estaban ya casi en el meollo del problema y progresaban a pasos agigantados. Consiguen sacar un partido extraordinario de los indicios más leves.
    — Si yo fuera las Naciones Unidas consideraría lo que habéis hecho como un acto de abierta traición — dijo Cleaver con tono incisivo —. Mike, mejor será que utilices esta llave en tu propio beneficio si aún no es demasiado tarde. ¿No cabe en lo posible que las Serpientes lo descubrieran por sí mismas y no hicieran más que mostrarme corteses con vosotros?
    — Déjate de tonterías — dijo Michelis —. La cinta está grabando y seguirá haciéndolo, tal como era tu deseo. Si quieres rectificar algún punto porque lo has pensado mejor, hazlo constar en tu informe personal, pero no trates de atosigarme para que me guarde en el bolsillo lo que tengo que decir, Paul. No servirá de nada.
    —Esto me pasa por tratar de ayudarte — se lamentó Cleaver.
    — Si ésta era tu idea, gracias. Pero aún no he terminado. Por lo que toca a tus objetivos prácticos, Paul, me parecen tan inútiles como imposibles de alcanzar. El hecho que este planeta posea grandes yacimientos de litio no significa que sea un negocio redondo, por bien que paguen este metal en la Tierra.

    «Lo esencial es que el transporte de litio a nuestro planeta no es viable. En razón a la poca densidad del metal no es posible mandar más de una tonelada por cargamento, y para cuando llegara a su destino, los gastos de transporte superarían con mucho el precio que ibas a percibir. No olvidarás que en la propia Luna de la Tierra abunda el litio, y que incluso tratándose de una distancia tan corta, menos de cuatrocientos mil kilómetros, el transporte no resulta rentable. Litina dista casi quinientos trillones de kilómetros de la Tierra, que a eso equivalen unos cincuenta años luz. Ni siquiera el transporte del radio resulta rentable habida cuenta de la distancia!
    «Tampoco sería económico trasladar de la Tierra a Litina el material pesado necesario para las operaciones de tratamiento del litio. En este planeta carecemos de hierro para las magnetos pesadas, y para cuando llegaran los aceleradores de partículas, cromatógrafos de masa y todo lo que se precisa, les habrías salido tan caro a las Naciones Unidas que por más pegmatita que hubiera en Litina no compensaría el coste de la operación. ¿Digo verdad, Agronski?

    — No soy físico — contestó Agronski, enarcando levemente las cejas —, pero sólo extraer el metal y almacenarlo costaría una suma ingente, eso seguro. En esta atmósfera, el litio en bruto arde como el fósforo. Sería preciso almacenarlo y manipularlo utilizando luz de petróleo. Todo esto es en extremo costoso, se mire por donde se mire.

    Michelis dirigió la vista primero a Cleaver y después a Agronski; luego, su mirada hizo el recorrido a la inversa.

    — Exactamente. Y esto no es más que el principio — dijo —. A decir verdad, todo el plan se me antoja pura ficción.
    —¿Tienes acaso uno mejor, Mike? — dijo Cleaver, marcando cada sílaba.
    — Eso creo. En mi opinión tenemos mucho que aprender de los litinos, y también ellos de nosotros. Su sistema social funciona como el más afinado de nuestros mecanismos físicos, y lo hace sin aparente represión del individuo. En materia de garantías individuales es una comunidad auténticamente liberal, y sin embargo, jamás cae en la anarquía, en la pasividad que mantiene al individuo sometido a un sistema de paternalismo y a un régimen distributivo de expolio descarado. Permanece en equilibrio nada precario; en un perfecto equilibrio químico.

    «La idea de utilizar Litina como planta industrial destinada a la fabricación de bombas termonucleares es con mucho el más peregrino anacronismo con que me he topado; es una idea tan extravagante como proponer que la dotación de una nave estelar esté integrada por galeotes, con remos y todo. En Litina radica precisamente el secreto, el gran secreto que convertirá la fabricación de los diversos tipos de bombas y demás armamento antisocial en algo tan inútil, innecesario y obsoleto como los grilletes.
    «Y además..., no, por favor, Paul, todavía no he terminado... y además los litinos van muy por delante de nosotros en algunas materias puramente técnicas, del mismo modo que nosotros les superamos en otras. Basta ver el grado de conocimientos que tienen en algunas disciplinas compuestas: histoquímica, inmunodinámica, biofísica, terataxonomía, genética osmótica, electrolimnología y una cincuentena más. De no haberlo visto no lo hubiera creído.
    «Creo que debemos hacer algo más que limitarnos a votar por el libre acceso al planeta. Eso no es más que un trámite. Debemos darnos cuenta de que la posibilidad de valernos de Litina es sólo el principio. La cuestión es que necesitamos vitalmente de Litina y así debiéramos hacerlo constar en nuestra recomendación.

    Michelis abandonó el antepecho de la ventana y, puesto en pie, miró a cada uno de los componentes del grupo, deteniéndose con especial insistencia en Ruiz—Sánchez. este le sonrió, presa de angustia y admiración a la vez, pero algo le obligó a bajar de nuevo la vista.

    — ¿Y bien, Agronski? — dijo Cleaver, escupiendo las palabras como si fueran balas sujetas con los dientes o como una víctima de la guerra civil en el curso de una operación sin anestesia —. ¿Qué dices ahora? ¿Te complace este bonito cuadro?
    — Por supuesto que si — contestó Agronski con lentitud, pero sin titubeos. Una de sus virtudes, a la par que frecuente motivo de exasperación, era que siempre decía lo que pensaba cuando se lo pedían —. Lo que Mike ha dicho me parece sensato. No es que esperara que no lo fuera, entiende... Además, tiene otro mérito en su favor, y es que ha dicho lo que pensaba sin tratar de llevarnos a su terreno con subterfugios.
    — Vamos, no seas cabezota — exclamó Cleaver —. ¿Somos científicos o Boy Rangers? Cualquier hombre en sus cabales que tuviera que hacer frente a una mayoría de «almas caritativas» habría adoptado las mismas precauciones que yo.
    —Puede ser, pero no estoy seguro — dijo Agronski —. ¿Qué tiene de malo ser unbenefactor? ¿Es malo hacer el bien? ¿Prefieres ser un «malfactor», si es que el término quiere decir algo? Sigue pareciéndome que las precauciones que has adoptado denotan falta de confianza en tu argumento. En cuanto a mí, no me gusta ser víctima de añagazas ni tampoco que me llamen cabezota.
    —Por los clavos de Cristo...
    — Ahora escúchame tú a mi — interrumpió Agronski hablando de un resuello y subrayando cada palabra —. Antes de que lances más insultos, vaya por delante que desde mi punto de vista tienes más razón que Mike. Lo que repudio son tus métodos. He de admitir que Mike ha pulverizado algunos de tus argumento principales; pero en lo que a mi toca llevas ventaja, aunque por un pelo. — Hizo una pausa, jadeante, y clavó la mirada en el físico —. Por un pelo, Paul. Eso es todo. No lo olvides.

    Michelis permaneció de pie unos instantes más. Luego, encogiéndose de hombros, volvió a su almohadón, se sentó y sujetó desgarbadamente las rodillas con las manos.

    — He hecho cuanto he podido, Ramón — dijo —; pero al parecer estamos en tablas. Veamos qué puedes hacer tú.

    Ruiz—Sánchez aspiró con fuerza. Era indudable que lo que s disponía a decir le dañaría por el resto de su vida, por más que dijeran que el tiempo cicatriza todas las heridas. La decisión le había costado ya muchas horas de lacerantes y atormentadas dudas; pero lo estimaba necesario.

    — Estoy en desacuerdo con todos vosotros menos con Cleaver. Creo, como él, que en el informe sobre Litina ha de figura la mención «totalmente desaconsejable»; pero también pienso que habría que otorgarle una calificación especial: la de X—Uno.

    Los ojos de Michelis reflejaban la perplejidad que sentía. Hasta Cleaver parecía no dar crédito a lo que acababa de oír.

    — Pero X—Uno es símbolo de cuarentena — dijo Michelis con voz ahogada —. En realidad...
    — Si, Mike, tienes razón — cortó Ruiz—Sánchez —. Voto par que Litina sea aislada y marginada de todo contacto con la raza humana; y no sólo ahora o durante el próximo siglo, sino para siempre.


    8


    Para siempre.

    El término no causó la consternación que Ruiz—Sánchez temió que tal vez esperaba en algún oculto recoveco de su mente Era evidente que todos estaban demasiado cansados para reaccionar y tomaron sus palabras con una especie de aturdida frivolidad, como si se apartara tanto del orden de cosas previsto que careciera de sentido.

    Era difícil determinar quién estaba más confuso, si Cleaver o Michelis. Lo único claro era que Agronski fue el primero en recuperarse y a la sazón se restregaba las orejas, como indicando que estaba presto a escuchar de nuevo, después de que el jesuita hubiera rectificado sus palabras.

    — Bueno — balbuceó Cleaver. Luego, meneando la cabeza fatigosamente, como un anciano, repitió —: Bueno...
    — Explícanos por qué, Ramón — dije Michelis, abriendo y cerrando los puños alternativamente. Habló sin altibajos, pero Ruiz—Sánchez creyó adivinar el dolor que se escondía en sus palabras.
    — Desde luego, pero os advierto que pienso ser muy categórico. Lo que tengo que deciros me parece de vital importancia. No quiero que rechacéis sin más mis palabras, imputándolas a mi peculiar condición de clérigo o a mis prejuicios y considerándolas una muestra interesante de aberración mental sin conexión con la realidad. Las pruebas que abonan mi visión de Litina son abrumadoras. Pesaron sobre mi muy en contra de mis esperanzas y de mis inclinaciones naturales. Quiero que escuchéis cuáles son estas pruebas.

    Este preámbulo, dicho con frío tono escolástico, y la soterrada insinuación que ocultaba surtieron su efecto.

    — Y también quiere hacernos comprender que sus razones son de tipo religioso y que no se tendrían en pie si las planteara sin circunloquios — dijo Cleaver, recobrándose un tanto de la natural impaciencia que sentía.
    — ¡Chis! ¡Atiende! — cortó Michelis, el semblante atento.
    — Gracias, Mike... Bien, vamos allá. Este planeta es lo que, si no me equivoco, se conoce en inglés como una «estructura». Permitidme que os explique brevemente lo que yo entiendo por tal, o mejor dicho, lo que me he visto obligado a admitir como tal.

    «Litina es un paraíso. Se asemeja a otros planetas, pero sobre todo a la Tierra en el periodo anterior a Adán, antes de la primera glaciación. Pero la semejanza acaba aquí, porque Litina no ha conocido glaciaciones y la vida continuó desenvolviéndose en el paraíso, lo que no ocurrió en la Tierra.

    —Fantasías — interrumpió Cleaver con acritud.
    — Utilizo los términos con los que estoy más familiarizado; prescindid de ellos y lo dicho sigue siendo un hecho que todos sabéis cierto. Encontramos en Litina una vegetación mixta, unas especies que van de un extremo al otro de la escala vegetal y que coexisten en perfecta armonía: cicladáceas y ciclantáceas, equisetales gigantes y árboles de flor. En gran medida ello es también aplicable a la fauna animal. El león no convive aquí con el corderillo porque en Litina no hay mamíferos; pero a modo de alegoría la afirmación es válida. El parasitismo se da menos que en la Tierra y no hay animales carnívoros excepto en las aguas marinas. Casi todos los animales terrestres que perviven se alimentan de plantas exclusivamente, y en virtud de una maravillosa adaptación característica de Litina, las plantas están admirablemente constituidas para atacar a los animales más que a ellas mismas.

    «Es una ecología poco corriente, y una de las cosas que mas sorprende en ella es su racionalidad, su extrema y casi obsesiva insistencia en las relaciones eslabonadas. En cierta medida da la sensación de que alguien hubiera dispuesto el planeta como un ballet en torno a Mengenlehre, la teoría de los conjuntos.
    «Ahora bien; en este paraíso hay una criatura que domina sobre las demás: el litino, el nativo de Litina. Se trata de una criatura racional. Es un ente que se conforma al más elevado código ético que hayamos podido elaborar en la Tierra, y lo hace con absoluta espontaneidad, sin necesidad de guía ni de imposición. No necesita leyes que protejan el cumplimiento de este código. En cierto modo puede decirse que todo el mundo lo obedece de una forma natural, pese a que jamás ha sido plasmado en forma escrita. No existen delincuentes, homosexuales, ni aberraciones de clase alguna. Los habitantes de Litina no son criaturas masificadas (la parcial y deplorable respuesta de los terrestres al dilema ético), sino que son, por el contrario, sumamente individualistas. Escogen el curso de su vida sin imposición de ningún tipo, pese a lo cual jamás cometen actos antisociales. No hay en el lenguaje litino un solo término que aluda a esta clase de actos.

    La grabadora emitió un suave pitido intermitente que indicaba un cambio de cinta. La obligada pausa duraría unos ocho segundos. Al sonar el siguiente pitido, Ruiz—Sánchez, dejándose llevar de un súbito pensamiento, dijo:

    — Mike, detén el chisme un momento y deja que te haga una pregunta. ¿Qué piensas de lo que he venido diciendo?
    — Bueno, lo que ya indiqué antes — respondió Michelis pausadamente —; que estamos ante una ciencia social de un orden muy superior al nuestro, asentada a todas luces en un régimen psicogenético muy preciso. Me parece que es suficiente, ¿no?
    — Conforme; prosigo entonces. Al principio opiné lo que tú, pero luego empecé a plantearme algunas cuestiones conexas. Por ejemplo: ¿cómo explicar que entre los litinos no sólo no haya invertidos sexuales (imagínate: ¡no tienen invertidos en su especie!) sino que el código por el que se rigen y que tanto simplifica la convivencia sea, punto por punto, el que nosotros pugnamos por instaurar? Y si ello ha sido así, se debe a la más inusitada de las coincidencias. Considera, si no, los imponderables que intervienen. Ni siquiera en la Tierra hemos conocido una sociedad que desarrollara de forma independiente exactamente las mismas normas que los preceptos cristianos, y entiendo por tales las tablas de Moisés. Sí, ya sé que hubo algunas interpretaciones doctrinales paralelas, las suficientes para estimular la proclividad del siglo veinte a ciertas formas de sincretismo, como el teosofismo o la «Vedanta» hollywoodense, pero ninguno de los sistemas éticos de la Tierra gestado al margen del cristianismo coincidió con él de manera absoluta. Por supuesto, no el mitraismo, ni el Islam, ni los esenios. Aun cuando estos últimos influenciaron o sufrieron la influencia del cristianismo, no concordaban en sus postulados éticos.

    «Y ahora, ¿qué hallamos en Litina, un planeta a cincuenta años luz de la Tierra, y en el seno de una raza tan distinta del hombre como éste del canguro? Pues ni más ni menos que un pueblo cristiano al que sólo faltan los nombres propios y los símbolos del cristianismo. No sé qué pensaréis vosotros tres de esta coincidencia, pero a mí me pareció extraordinaria y ciertamente del todo imposible, matemáticamente hablando, desde cualquier ángulo excepto uno, que voy a exponer en seguida.

    — Por mi, cuanto antes lo hagas mucho mejor — dijo Cleaver con displicencia —. No entiendo cómo un hombre que se encuentra a cincuenta anos luz de su lugar de origen, en pleno espacio sideral, puede suscitar cretineces tan primarias.
    — ¿Primarias dices? — repitió Ruiz—Sánchez, con tono más iracundo del que era su deseo —. ¿Insinúas que lo que consideramos verdad en la Tierra ha de ponerse automáticamente en tela de juicio por el mero hecho de que se plantee en el espacio? Paul, recuerda que la mecánica cuántica parece convenir a este planeta y no por ello la juzgas rudimentaria. Si en Perú yo creía que Dios creó y sigue gobernando el universo, no me parece primario seguir creyendo lo mismo en Litina. Tú cargaste con tus «rudimentos» y yo con los míos. Y así lo ha dispuesto quien debe disponerlo.

    Como de costumbre, estas sublimes palabras conmovieron al biólogo en lo más hondo, pese a la evidencia de que nada significaban para los restantes interlocutores reunidos en la sala. ¿Acaso aquellos hombres estaban perdidos sin remedio? No, en modo alguno. Mientras vivieran, aquella puerta jamás se cerraría de golpe a sus espaldas, aunque el enemigo acechara escudado tras la enseba sin divisa. La esperanza todavía no había desertado.

    — El caso es que hace unas horas pensé que se me ofrecía una puerta de escape -prosiguió el clérigo —. Fue cuando Chtexa me dijo que los litinos querían modificar el ritmo de crecimiento de su población y dio a entender que acogería con agrado la sugerencia de una forma de control de natalidad. Pero, tal como son las cosas, el control de nacimientos entendido de la forma que la Iglesia rechaza no tiene sentido en Litina, ya que Chtexa pensaba evidentemente en una forma de control de la fertilidad, supuesto que la Iglesia aceptó con matices hace muchas décadas. Así pues, incluso tratándose de un aspecto secundario, me vi forzado a concluir una vez más que Litina constituía el más rotundo mentís a nuestras aspiraciones, ante el hecho de unas criaturas que viven natural y espontáneamente la clase de vida que nosotros entendemos privativa de los santos.

    «Tened en cuenta que un musulmán que viniera a Litina reaccionaria de otra forma. Hallaría aquí una modalidad de poligamia, pero los fines y métodos le repugnarían. Y otro tanto ocurriría con un taoísta, un adepto de Zoroastro, suponiendo que todavía los haya, o un griego de la época clásica. Pero en el caso de nosotros cuatro, y te incluyo a ti, Paul, porque a pesar de tus triquiñuelas y de tu agnosticismo aún estás lo bastante identificado con la ética cristiana para colocarte a la defensiva cuando embistes contra ella, en nuestro caso, repito, hallamos en Litina una coincidencia que no puede escribirse con palabras. Es más que una coincidencia astronómica, esa sobada y caduca metáfora para aludir a una cantidad numérica ingente que hoy ya no nos lo parece, es una coincidencia transfinita. El mismo Cantor se las vería y desearía para evaluar las probabilidades en contra.

    — Un momento — interrumpió Agronski —. ¡Por todos los santos! Mira, Mike, yo sé muy poco de antropología; es un terreno para mí resbaladizo. Hasta lo de la vegetación mixta pude seguir la explicación del padre, pero no tengo criterio para calibrar el resto. ¿Es cómo dice?
    — Sí, si lo es — respondió Michelis con voz pausada —, aunque caben discrepancias en cuanto al significado, si es que lo tiene. Adelante, Ramón.
    — Sigo pues. Todavía queda bastante por decir. Estoy aún en la descripción del planeta, y más en concreto de los litinos. Tema prolijo el de estas criaturas. Hasta el momento, lo que he dicho de ellos sólo pone de manifiesto el dato más evidente. Podría enumerar otros muchos igualmente evidentes. No están divididos en naciones ni conocen las rivalidades regionales. Sin embargo, si consultáis el mapa de Litina, ese cúmulo de pequeños continentes y archipiélagos separados unos de otros por miles de millas de mar, veréis que se dan todos los presupuestos para el surgimiento de tales enconos. Tienen emociones y pasiones, pero éstas nunca les inducen a cometer actos irracionales. Hablan un solo idioma, y no han tenido otro, lo que parece estar en contradicción con las exigencias de la geografía litina. Viven en completa armonía con todo lo que puebla su entorno, sea grande o pequeño. En una palabra: son criaturas que en teoría no deberían existir y que, sin embargo, existen.

    «Mike, yo voy más lejos que tú y afirmo que los litinos constituyen el ejemplo más acabado que darse pueda de cómo deberían comportarse los seres humanos; y ello por la sencilla razón de que el comportamiento de los litinos corresponde al de los seres humanos antes de que fueran arrojados a nuestro particular paraíso terrenal. Y me atrevo a decir más: los litinos no nos sirven como modelo porque hasta que se instaure el reino de Dios no habrá un número sustancial de seres humanos capaces de imitar este comportamiento. El hombre lleva en sí taras que ellos no padecen, caso del pecado original, por ejemplo, con lo que después de miles de años de forcejeo resulta que estamos más lejos que nunca de nuestra primitiva pauta de comportamiento, en tanto que los litinos jamás se han apartado de las suyas.
    «No olvidéis un solo instante que este código de conducta es el mismo para ambos planetas.
    «Voy a referirme ahora a otro dato interesante concerniente a la civilización litina. Se trata de un hecho, al margen del valor probatorio que os merezca, y es que el litino es una criatura meramente lógica. A diferencia de los hombres de toda clase y condición, no adora a dios alguno y no alienta mitos. Tampoco cree en lo sobrenatural o, utilizando la inculta jerga de nuestros días, en lo «paranormal». No tiene tradiciones, ni tabúes, ni credos, excepto la impersonal convicción de que él y sus afines son imperfectibles por tiempo indefinido. Es racional como una máquina y, en verdad, lo único que distingue al litino de un computador orgánico es el estar en posesión de un código moral que lleva a la práctica.
    «Os pido que tengáis presente que se trata de un fenómeno completamente irracional, basado en una serie de axiomas, en una serie de premisas «otorgadas» desde el principio pese a que el litino no siente la necesidad de atribuirlas a un Supremo Donante. Los litinos como Chtexa creen en la preeminencia del individuo. ¿Por qué? Desde luego, no por imperativo de la razón, puesto que no es una premisa que admita el razonamiento, sino un axioma. Ahora bien: Chtexa cree en el derecho a la defensa jurídica, en la igualdad de todos ante el código ético. ¿Por qué? Es posible un comportamiento racional a partir de dicha premisa, pero es imposible llegar a ella por vía de la razón. Es algo que viene dado. Si se parte del supuesto de que la responsabilidad ante el código varía a tenor de la edad o de la pertenencia a determinada familia, nada impide que se derive de ello un comportamiento lógico, pero una vez más tampoco se llega a dicho postulado por el solo intermediario de la razón.
    «Se empieza por manifestar una convicción: «Creo que todo el mundo debería ser igual ante la ley». Esto es una declaración de fe; nada más. Sin embargo, la civilización litina está estructurada de tal modo que insinúa la idea de que puede llegarse a tan básicos axiomas del cristianismo, asumidos en la Tierra por a civilización occidental, con la sola fuerza de la razón, siendo así que topamos con el hecho flagrante de su imposibilidad. Lo que para unos es racional, para otros es una memez.

    — Se trata de axiomas — gruñó Cleaver —. Tampoco se llega a ellos por la fe ni por cauce alguno porque es algo palmario, que se impone por si mismo. Esto es la definición de un axioma.
    — Era la definición, antes de que los físicos la pulverizaran — dijo Ruiz—Sánchez, con cierta cruel delectación —. Hay un axioma según el cual una línea sólo admite otra paralela. Tal vez sea patente y palmario, pero no por ello deja de ser menos falso. También parece imponerse por si mismo el postulado de que la materia es sólida. Adelante, Paul; tú eres físico. Rompe una lanza en mi favor y proclama: «De esta suerte yo refuto al obispo Berkeley».
    — Es curioso que la civilización litina contenga tantos axiomas sin que los habitantes del planeta tengan conciencia de ello — dijo Michelis con voz apagada —. Aunque no lo había expresado en estos términos, Paul, yo mismo me había sentido conturbado ante las insondables suposiciones que gravitan tras los esquemas mentales del litino, todas ellas prácticamente sin razonar, por más que en otros terrenos los litinos hayan dado pruebas de poseer un sutil intelecto. Observa si no, la labor realizada en el campo de la química de los sólidos. Es realmente la quintaesencia de la razón. Sin embargo, en cuanto descendemos a las premisas básicas, fundamentales, topamos con el axioma: «La materia es real». ¿Cómo pueden afirmar tal cosa? ¿Cómo pudo la razón inducirles a formular parejo enunciado? Desde mi punto de vista se trata de un concepto muy discutible. Si digo que el átomo es sólo un agujero dentro de un agujero inserto en otro agujero, ¿cómo pueden refutármelo?
    —Pero su esquema funciona — dijo Cleaver.
    — También nuestra teoría del estado sólido, aunque partamos de axiomas opuestos alegó Michelis —. La cuestión no es tanto si funciona o no como por qué lo hace. No acabo de ver cómo puede tenerse en pie este vasto tinglado mental que los litinos han desarrollado. No parece que descanse en algo concreto. Si bien se piensa, afirmar que «la materia es real» es un principio disparatado; toda la evidencia apunta exactamente en dirección contraria.
    — Te lo explicaré — manifestó Ruiz—Sánchez —. Sé que no vas a creerme, pero de cualquier forma voy a decírtelo, porque estimo que debo hacerlo. Este tinglado se sostiene porque está apuntalado. Así de sencillo. Pero antes quisiera poner de relieve otro rasgo peculiar de los litinos, y es que poseen completa recapitulación física exterior al cuerpo.
    —¿Qué significa esto? — preguntó Agronski.
    — Tú sabes cómo se desarrolla el embrión humano en el claustro materno. Primero es sólo un ser unicelular, después un simple metazoo parecido a la hidra de agua dulce o a una sencilla medusa. Luego, en un rápido proceso de mutación, adopta otras formas animales, incluido el pez, el anfibio, el reptil, el mamífero inferior, hasta que finalmente, antes de nacer, se convierte en un ser parecido al hombre. No sé cómo conceptuarán este fenómeno los geólogos, pero los biólogos lo llaman recapitulación. El término presupone la aparición en el desarrollo embrionario del individuo de diversos estadios evolutivos que van desde el ser unicelular hasta el hombre en el ámbito de una reducida escala temporal.

    «Por ejemplo: hay un momento en que el feto posee hendiduras branquiales, que no llega a utilizar. Asimismo, posee una cola, casi hasta el final de su permanencia en el útero, y en raro casos nace con ella, mientras que el individuo adulto conservó el pubococcigeo, el músculo que condiciona el movimiento de la cola y que en las mujeres se transforma en el anillo contráctil de la cavidad vesicular. Durante el último mes de gestación, el sistema circulatorio sigue siendo reptiloide, y si la mutación no se consuma antes del parto, el niño nace «azul», aquejado de un patente «ductus arteriosus», la conocida tetralogía de Fallot o de una cardiopatía similar que provoca la mezcla de la sangre venosa con la arterial, proceso normal en los reptiles terrestres. Y así otros ejemplos.

    — Comprendo — dijo Agronski —. Se trata de una idea conocida, pero desconocía el término. Pensándolo bien, no imaginaba que la afinidad llegara a este punto.
    — Bueno, también los litinos pasan por una serie de metamorfosis en el proceso de crecimiento, pero sobrevienen fuera del cuerpo de la madre. Este planeta es como un inmenso útero. La hembra litina pone los huevos en una bolsa abdominal, los huevos son fertilizados; luego se dirige al mar y allí deposita las crías. Lo que porta no es la figura reducida del reptil maravillosamente evolucionado que es el litino adulto. Lejos de ella lo que engendra un pez que presenta cierto parecido con lamprea. Por un tiempo el pez vive en las aguas, luego empieza a desarrollar unos rudimentarios pulmones y mora en las playas. Después de que las mareas le hayan depositado en los bancos de arena, las aletas pectorales del pez pulmonado se convierten en rudimentarias patas. Retorciéndose y avanzando pesadamente por el barro, se transforma en una especie anfibia aprende a soportar los rigores de la vida fuera de las aguas. Poco a poco sus patas se fortalecen y articulan con el cuerpo, convirtiéndose en estas formas semejantes a ranas que vemos a veces al pie de la loma, avanzando a saltos a la luz de la luna, tratan de escapar de los cocodrilos.

    «Muchas lo consiguen y una vez en la selva conservan el hábito de avanzar a saltos. En la espesura experimentan otra mutación y se transforman en los pequeños reptiles parecido al canguro que todos hemos visto huir a nuestro paso y ocultarse entre los árboles; son estas criaturas que llamamos «saltamontes». El último cambio afecta al aparato circulatorio, y consiste en el paso del grupo de los saurópsidos, en el que todavía se entremezclan la sangre arterial y la venosa, al de los terápsidos, propio de las aves terrestres, que irriga el cerebro sólo con sangre arterial oxigenada. Aproximadamente en esta fase se tornan homeostáticos y homeotermos como los mamíferos. Finalmente, ya adultos, abandonan los bosques y se integran en las ciudades como elementos jóvenes de la población, dispuestos a recibir enseñanza.
    «Por entonces conocen ya todas las añagazas de los respectivos medios que existen en su mundo. No les queda nada que aprender excepto su propia civilización. Sus instintos están plenamente despiertos y poseen un dominio absoluto sobre ellos. Su compenetración con la naturaleza en Litina es absoluta; han dejado atrás la adolescencia y ésta no interfiere con su intelecto: están a punto para convertirse en seres sociales en todas las acepciones del término.

    Michelis, dominando su excitación, entrelazó sus manos y alzó la vista hacia Ruiz—Sánchez.

    — Pero eso..., ¡eso es un hallazgo inestimable! — murmuró —. Ramón, esto solo ya justifica el viaje a Litina. — ¡Qué asombrosa, qué admirable y hermosa concatenación!... —¡y qué brillante análisis el tuyo!
    — Si, muy hermoso — dijo Ruiz—Sánchez con abatimiento —. Quien más tarde nos condena suele presentársenos lleno de donosura.
    — Pero ¿tan grave es? — preguntó Michelis, con un tono de apremio en la voz —. Ramón, tu Iglesia no puede poner objeciones. Vuestros teóricos aceptaron la recapitulación biológica en el embrión humano, y también las pruebas geológicas que muestran la intervención del mismo proceso en periodos de tiempo mucho más dilatados. ¿Por qué no en este caso?
    — La Iglesia acepta hechos como siempre acepta los hechos — dijo Ruiz—Sánchez — Pero como señalabas tú mismo hace apenas diez minutos, en ocasiones los hechos se escinden en varias direcciones a un tiempo. La Iglesia es tan hostil a la doctrina de la evolución, sobre todo en lo que concierne a la descendencia del hombre, como siempre lo ha sido, y por buenas razones.
    —Por terca necedad — añadió Cleaver.
    — Confieso que no estoy al corriente de estas vicisitudes — terció Michelis —. ¿Qué postura prevalece en la actualidad?
    — En realidad son dos posturas. La que parte del supuesto de que el hombre evolucionó del modo que parecen sugerir los indicios de que disponemos, y que Dios intervino en algún momento del proceso y le infundió un alma. La Iglesia estima que se trata de una posición defendible, aunque no la apoya porque la historia demuestra que ha conducido a una actitud cruel frente a los animales, que son también criaturas de Dios. La segunda postura parte de la base de que el alma evolucionó pareja con el cuerpo, concepción que la Iglesia rechaza de forma categórica. Sin embargo, estas posiciones no revisten importancia, al menos en el caso de la comunidad que nos ocupa, comparadas con el hecho de que la Iglesia piensa que la evidencia misma es sumamente dudosa.
    —¿Por qué? — dijo Michelis.
    — No es posible resumir en un momento lo que fue el Concilio de Basra, Mike. Espero que una vez en casa te informes al respecto. No es reciente, puesto que si mal no recuerdo se reunió en 1995. Mientras, procura contemplar las cosas con sencillez, ateniéndote a los supuestos originales de las Sagradas Escrituras. Si suponemos, sólo para esclarecer el tema, que Dios creó al hombre, ¿lo hizo perfecto? No veo razón para suponer que se tomara la molestia de realizar una obra chapucera. ¿Es perfecto un hombre sin ombligo? No lo sé, pero me siento inclinado a pensar que no. Y, sin embargo, el primer hombre, digamos Adán para mejor aclarar las cosas, no nació de una mujer y por lo tanto no necesitaba realmente de él. ¿Lo tenia Adán? Todos los grandes artistas que han tratado el tema de la Creación nos lo muestran con ombligo, y me atrevería a decir que su formación teológica era tan solvente como su sentido artístico.
    —¿Y eso qué demuestra? — preguntó Cleaver.
    — Pues que ni la evidencia geológica ni el proceso de recapitulación prueban necesariamente las teorías sobre el origen del hombre. Partiendo de mi postulado inicial, es decir, que Dios creó todo de la nada, es perfectamente lógico que dotara de ombligo a Adán, de un testimonio geológico a la Tierra y de un proceso de recapitulación al embrión. Ninguna de estas necesidades atestigua un origen concreto; puede que surjan porque de otro modo las creaciones involucradas serian imperfectas.
    — ¡Caray! — exclamó Cleaver —. Y yo que pensaba que la relatividad de Haertel era una teoría absoluta.
    — No se trata de una cuestión propuesta en fecha reciente, Paul, ya que data de hace casi dos siglos. La planteó un hombre llamado Gosse, y no el Concilio de Basra. En todo caso, no hay argumento que no acabe por parecer abstruso si se analiza, demasiado tiempo. No veo por qué el hecho de que yo crea en un Dios que tú no aceptas tenga que ser más esotérico que la definición del átomo como «un agujero dentro de un agujero inserto en un agujero» aducida por Mike. Confío en que a largo plazo, cuando descubramos la composición básica del universo, encontremos que es nada: un no ser que progresa hacia un no lugar dentro de la naditud temporal. Cuando eso ocurra yo tendré a Dios, pero tú no tendrás nada, de otra forma no habría diferencia entre nosotros.

    «Pero, de momento, lo que hemos constatado en Litina presenta indicios claros. Nos hallamos, y lo digo sin ambages, en un planeta y entre unas criaturas controladas por el Supremo Adversario, por el diablo. Es una gigantesca trampa que se nos tiende a todos..., a los habitantes de la Tierra o fuera de ella, y no tenemos más alternativa que el rechazo total. Si transigimos, aunque sea un poco, nos condenaremos irremisiblemente.

    —¿Por qué, padre? — preguntó Michelis con un hilo de voz.,
    — Examina las premisas, Mike. Primera: la razón es siempre una guía suficiente. Segunda: lo evidente es siempre lo genuino. Tercera: las obras divinas son un fin en si mismo. Cuarta: la fe no guarda relación con los actos justos. Quinta: es concebible un acto justo sin amor. Sexta: la paz no necesita ser el fruto de la razón. Séptima: la ética no elige una alternativa de maldad. Octava: existe la moral sin conciencia. Novena: el bien existe sin Dios. Décima:..., pero ¿debo seguir enumerando? Ya hemos escuchado antes todos estos planteamientos y sabemos lo que se oculta tras ellos.
    — Una pregunta — dijo Michelis con voz amable, cuajada empero de angustia —. Para que el diablo tienda esta trampa a que te referías debes reconocerle un poder creativo. ¿No es esto una herejía, Ramón? ¿No estarás suscribiendo un manifiesto herético? ¿O acaso el Concilio de Basra...?

    Ruiz—Sánchez se quedó sin habla unos momentos. Era una pregunta que helaba el corazón. Michelis había comprendido al sacerdote en las angustias de su apostasía, en la traición a sus creencias y a la Iglesia en que profesaba. No esperaba que le desenmascararan tan pronto.

    — Es una herejía — dijo al fin con voz gélida —. La llaman maniqueísmo y el Concilio la repudió una vez más. — Tragó saliva —. Pero ya que me lo preguntas, no veo forma de soslayarla. No me complace decirlo, Mike, pero ya hemos tenido ejemplos de ella con anterioridad. Recuerda, por ejemplo, el caso de los fósiles del eoceno, que debía demostrarnos que el caballo era producto evolutivo de Eohippus, el mamífero perisodáctilo, pero que de alguna manera jamás logró convencer a toda la humanidad. Si el demonio es un ente creativo, habrá entonces que suponer que alguna limitación divina coarta sus obras. Así, el descubrimiento de la recapitulación intrauterina hubiera debido reforzar las teorías sobre el origen del hombre. En este caso el fallo estuvo en que el Maligno lo formuló por boca de Haeckel, cuyo furibundo ateísmo le indujo a falsear las pruebas para que el hallazgo pareciera más convincente. Con todo, y a pesar de sus imperfecciones, ambos casos fueron manifestaciones sutiles de la creatividad demoníaca. Pero la Iglesia no cede fácilmente; por algo se asienta sobre una roca.

    «Sin embargo, hallamos aquí, en Litina, otra muestra que es a la vez más insidiosa y más burda que las demás. Inducirá a error a mucha gente que no hubiera sido defraudada por otros medios y que carece de suficiente inteligencia o cultura para percibir que se trata de un hecho espúreo. En apariencia se nos muestra el proceso evolutivo de forma que se diría inapelable, pretendiendo dirimir la cuestión de una vez para siempre, apara Dios de la escena y romper las cadenas que por tanto los han mantenido unida la roca de Pedro. En adelante no habrá, pues, más preguntas ni Dios alguno; sólo la pura fenomenología y, desde luego, envolviéndolo todo, en el agujero dentro del agujero inserto en el agujero, la Suprema Nada, el sujeto que sólo ha conocido la palabra no desde que cayó al espacio envuelto en llamas. Tiene otros muchos nombres, pero conocemos el que nos interesa conocer. Este sería nuestro único legado.
    «Paul, Mike, Agronski; no me resta sino deciros que caminos al borde del infierno. Dios nos concede la gracia de poder rezar. Debemos hacerlo, porque creo que es nuestra última oportunidad.


    9


    La propuesta fue sometida a votación y se llegó a un empate de opiniones. La cuestión tendría que dilucidarse en la Tierra, ante instancias superiores. Ello supondría probablemente el aislamiento de Litina durante muchos años.

    «Prohibido el acceso a esta zona hasta que hayan concluido las investigaciones pertinentes», rezaría la disposición. El planeta formaba ya parte del Indice Expurgatorio.

    La nave llegó a Litina al día siguiente. A la tripulación no le sorprendió lo más mínimo comprobar que las dos facciones opuestas del grupo explorador apenas se dirigían la palabra. Solía ocurrir con frecuencia.

    Los cuatro componentes de la expedición limpiaron la vivienda de Xoredeshch Sfath que los litinos habían puesto a su disposición. Ruiz—Sánchez guardó el libro de tapas azul oscuro con estampaciones en oro, sin atreverse a mirarlo más que por el rabillo del ojo. Aun así no pudo evitar leer el título que desde tanto tiempo le era familiar:

    FINNEGANS WAKE
    James Joyce


    Vano orgullo el de haber descubierto la solución del caso de conciencia que la novela proponía. Se sentía como si él mismo hubiera sido un atormentado texto humano alzado para el cosido, encuadernado y estampado, dispuesto para convertirse en tema de estudio y polémica de futuras generaciones de jesuitas.

    Había emitido el juicio que consideró oportuno y necesario, pero sabia que no tenia carácter definitivo, ni siquiera para él, y no desde luego para las Naciones Unidas y, menos aún, para la Iglesia. Muy al contrario, su dictamen sería con el tiempo un tema espinoso que se sometería a la consideración de miembros de su Orden aún no nacidos. Imaginaba la pregunta a los novicios: «¿Interpretó correctamente el padre Ruiz—Sánchez el dilema? Y en tal caso, ¿se seguía su dictamen del problema planteado?»

    Así sería, excepto en el supuesto de que no le mencionaran, aunque el biólogo no veía qué beneficio podía reportar la utilización de un seudónimo. Lo más seguro es que no hubiera medio de ocultar la génesis del dictamen. ¿O lo creía así movido por el mismo orgullo, o impelido quizá por el dolor y la angustia? El propio Mefistófeles había dicho: «Solamen miseris socios habuisse doloris...»

    —Vámonos, padre; la nave despegará dentro de poco.
    —He terminado, Mike.

    Desde la casa hasta el claro del bosque donde se hallaba el potente huso de la nave mediaba un corto trecho. En breve emprendería su zigzagueante viaje de retorno al sol del Perú a través de las líneas geodésicas del espacio abisal. Incluso en Litina brillaba en aquellos momentos un tibio sol que de vez en cuando atravesaba la barrera de nubes bajas que se deslizaban rápidamente. Sin embargo, estuvo lloviendo toda la mañana y no tardaría en volver a hacerlo.

    El equipaje del grupo expedicionario fue cargado ordenada y discretamente en los compartimientos del vehículo espacial, y con él los diversos especímenes del planeta, los rollos de película, cintas magnetofónicas, informes especiales, grabadoras, cajas de muestras, estuches de portaobjetos, vivarios, cultivos de microorganismos, vegetales prensados, jaulas de animales, tubos con muestras de suelos, pedazos de mineral y los manuscritos de Litina conservados en sus cámaras de helio; todo fue izado cuidadosamente por las grúas y colocado en el interior de la nave.

    Agronski fue el primero en ascender las gradas hasta la cámara presurizada, seguido de Michelis, que llevaba colgado a la espalda un saco cuartelero con sus pertenencias. Cleaver permanecía en tierra mientras se esforzaba en ordenar un material que había dejado para el último momento y que al parecer exigía el delicado trato y la reverente postura que el físico adoptaba antes de que el indiferente abrazo de la grúa se lo llevara. Cleaver era hombre extremadamente quisquilloso en lo tocante a su equipo electrónico, y Ruiz—Sánchez aprovechó la demora para pasear la mirada, una vez más, por las cercanas lindes del bosque.

    No tardó en distinguir la figura de Chtexa. El litino se hallaba en la boca misma del sendero que los terrestres habían recorrido desde la ciudad para dirigirse a la nave. Portaba en sus manos un objeto.

    Cleaver masculló un juramento y desató un envoltorio para liarlo de forma distinta. Ruiz—Sánchez alzó la mano e inmediatamente Chtexa se encaminó hacia ellos a grandes trancos que, sin embargo, casi parecían tardos.

    — Le deseo un buen viaje sea cual fuere su punto de destino — dijo el litino —. También deseo que su camino le devuelva a usted algún día a nuestro planeta. Le he traído el regalo que tenía intención de darle, si es que el momento le parece apropiado.

    Cleaver se había enderezado y miraba al reptiloide con suspicacia. Puesto que no comprendía el idioma le resultaba imposible oponer reparos. En consecuencia, se limitó a permanecer inmóvil en actitud abiertamente hostil.

    — Gracias — dijo Ruiz—Sánchez. Una vez más aquella criatura de Satán le hacía sentirse conturbado, poniéndole dolorosamente en evidencia la herética postura que ahora sustentaba. Y, sin embargo, ¿cómo podía Chtexa saber...?

    El litino le tendía una pequeña ánfora precintada provista de dos asas de suaves curvas. Bajo el barniz refulgente de la porcelana de que estaba hecha la jarra latía aún el calor del horno de cocción. Era una superficie iridiscente, con abundantes festones y penachos multicolores. La pieza hubiera hecho sonrojar y abandonar el oficio a cualquier ceramista de la antigua Grecia. Tan hermosa era la vasija que uno no acababa de ver qué uso podía darle. Desde luego no como candil ni para guardar en ella los sobrantes de remolacha antes de ponerlos en el refrigerador. Además, ocuparía demasiado espacio.

    — Este es el obsequio — dijo Chtexa —. Es el ánfora más perfecta jamás salida de Xoredeshch Gton. En la materia de que está hecha entran todos los elementos que hay en Litina, incluso el hierro, por lo cual y como podrá observar, sus colores reflejan toda la gama de sentimientos e ideas. Una vez en la Tierra facilitará en gran medida la comprensión de Litina.
    — No podremos analizarla — dijo Ruiz—Sánchez —. Es demasiado perfecta para ser destruida, y también para ser abierta.
    — Ah, pero yo deseo que la abra — dijo Chtexa —, porque en su interior hay otro obsequio.
    —¿Otro?
    — Si, y más valioso todavía. Se trata de un huevo fertilizado de nuestra especie. Lléveselo. Cuando lleguen a la Tierra la cría habrá salido ya del cascarón y estará en condiciones aptas para desarrollarse en su extraño y maravilloso mundo. La vasija es un regalo de todos nosotros, pero el embrión que guarda en su interior es un obsequio personal mío, puesto que se trata de mi hijo.

    Ruiz—Sánchez, aturdido, tomó la jarra con manos temblorosa como si fuera a estallar de un momento a otro, sensación que experimentaba en propia carne. Al tomarla, el cálido tacto de la vasija le hizo estremecerse.

    — Hasta la vista — saludó Chtexa. Giró sobre sus patas y se encaminó de nuevo hacia el sendero. Cleaver le vio alejarse con a mano sobre los ojos a modo de visera.
    — Y bien, ¿qué os llevabais entre manos? Se diría que te estaba ofreciendo su propia cabeza en bandeja y al final se descuelga con una miserable jarra. Ruiz—Sánchez no contestó, porque no estaba en condiciones ni de hablar consigo mismo. Echó a andar y empezó a subir la escalerilla sujetando firmemente la vasija con el brazo. No era el presente que había esperado llevar a la ciudad santa con motivo del solemne año de gracia en pro de la humanidad, pero era todo lo que tenia.

    Mientras subía las gradas, una sombra cruzó sobre su cabeza. Era una grúa que izaba la última caja de embalaje de Cleaver ara depositarla en el compartimiento de carga.

    Cuando llegó ante la cámara presurizada, el gemido de los cercanos generadores Nernst se intensificaba por momentos. Ante él, un rayo de sol recortó su sombra sobre la cubierta de a nave. A los pocos momentos, otra sombra vino a sobreponerse la suya, ocultándola. Era de Cleaver. Luego el haz se debilitó y acabó por extinguirse. La escotilla de la cámara hermética se cerró de golpe.



    LIBRO SEGUNDO
    10


    Al principio, Egtverchi flotaba en el frío útero de contornos extrañamente regulares sin conocer más que su nombre, que había heredado y que llevaba marcado, en forma de cadena helicoidal de ADN, en uno de sus genes. En la parte superior del mismo cromosoma —el cromosoma X— otro gen contenía el nombre de su padre: Chtexa. Y eso era todo. En el momento mismo en que comenzó a vivir por sí solo como zigoto, o sea, como óvulo fecundado, quedaron escritos en letras de cromatina su nombre: Egtverchi; raza: litina; sexo: varón, y su linaje, que se remontaba ininterrumpido a través de los siglos litinos hasta el momento en que la vida hizo su aparición en el planeta. No necesitaba entenderlo; era consustancial a su especie.

    Sin embargo, en aquella matriz demasiado regular hacía frío y estaba oscuro. Diminuto como un grano de polen, Egtverchi flotaba a la deriva en el fluido que le servía de alimento, comprimido entre las paredes extrañamente vidriadas y suavemente curvas del recipiente, sin conciencia todavía, pero advertido —de forma constante por una serie de procesos químicos— que no se hallaba en la bolsa abdominal de su madre. En ninguno de sus genes figuraba impreso el nombre de ella, pero sabia —no por el cerebro, puesto que no lo tenía, sino por percepción instintiva, por pura reacción química— de quién era hijo, a qué raza pertenecía y cuál era su verdadero entorno: no aquel en que se encontraba.

    Y así inició su desarrollo, flotando sin rumbo, tratando de adherirse a la fría «bolsa» de loza que siempre le rechazaba. Al entrar en los movimientos de gastrulación, el reflejo de adherencia perdió fuerza y se vio libre de él. A la sazón se limitaba a flotar sin saber más de lo que ya sabía desde el principio: que era de raza litina, del sexo masculino, que se llamaba Egtverchi, que su padre era Chtexa, que se hallaba en el umbral de la vida y que el mundo en que iba a evolucionar era tan inhóspito y tan lóbrego como correspondía al interior de un ánfora.

    A continuación se formó su notocordio y las células nerviosas se acumularon formando un nudo diminuto en uno de sus extremos. Ahora tenía una parte delantera y otra trasera, una dirección de marcha y, también, una cabeza, pues en la presente fase pertenecía ya a la clase de los peces, si bien era sólo una hueva —ni siquiera un pececillo— que daba vueltas y más vueltas en el frío entorno marino.

    Era el suyo un mar sin flujos y sin luz, pero con algún movimiento de balanceo provocado por las corrientes de convección. A veces lo atravesaba algo que no era la corriente, arrastrándole al fondo o atrayéndole hacia las paredes. Desconocía el nombre de este impulso, ya que como pez no podía comprender el fenómeno, limitándose a dar vueltas movido por un apetito insaciable; pero de todos modos luchó contra él como lo hubiese hecho contra el calor o el frío. Algo en su cabeza, más allá de las branquias, le hacía sentir cuando estaba boca arriba, y también le indicaba que un pez en su medio natural tiene masa e inercia pero no peso. Las ocasionales ondas de gravitación —o de aceleración— que penetraban el agua sin luz no eran parte de su mundo instintivo y cuando cesaban se encontraba a menudo debatiéndose furiosamente vuelto hacia arriba.

    Hubo un momento en que el pequeño océano se quedó sin alimentos. Con todo, los plazos de su proceso evolutivo y las previsiones de su padre le llevaron a sortear el obstáculo. En efecto; justo entonces volvieron con más fuerza de la que creía posible, vista su experiencia anterior, los impulsos gravitatorios, y por un largo período se vio reducido a una fláccida inmovilidad, abanicando el agua del fondo de la jarra junto a sus branquias con movimientos tardos y débiles.

    Al final todo volvió a ser como antes, hasta que de repente el diminuto océano empezó a moverse agitadamente de un lado a otro, de arriba abajo y hacia delante. Ahora el cuerpo de Egtverchi era del tamaño de una anguila de agua dulce en estado de larva. Bajo sus espinas pectorales empezaron a formarse dos bolsas parejas sin conexión con otros elementos de su organismo, pero que fueron poblándose de un número cada vez mayor de vasos capilares. En las bolsas no había más que un poco de nitrógeno gaseoso, suficiente para estabilizar la presión. En su momento se convertirían en rudimentarios pulmones.

    Luego se hizo la luz.

    Primero desapareció el techo que ocluía su mundo. En cualquier caso, en esta fase los ojos de Egtverchi aún no podían enfocar el campo visual, y como toda criatura producto de una evolución estaba sujeta a las leyes neolamarckianas, según las cuales incluso una aptitud congénita se desarrolla de manera deficiente si el medio no ofrece oportunidad de practicarla. Como litino, dotado de una especial sensibilidad para adaptarse a las cambiantes condiciones del medio, la larga etapa de oscuridad le había perjudicado potencialmente menos de lo que a buen seguro habría dañado a otra criatura; a una criatura terrestre, pongamos por caso. Sin embargo, pagaría tributo a su debido tiempo. Por el momento —no podía detectar otra cosa en la capa alta, ahora muy estable y uniforme— había luz. Se elevó hacia ella, rasgando con sus aletas pectorales el arpa cálida del agua.

    El padre Ramón Ruiz—Sánchez, oriundo del Perú, llegado poco ha de Litina y miembro de la Compañía de Jesús, contempló presa de extrañas sensaciones a la diminuta criatura que emergía de la superficie y se deslizaba con presteza en el fluido. No podía evitar sentir por aquella sinuosa lagartija acuática la misma compasión que le producían todos los seres animados, a la vez que una complacencia estética ante sus fulgurantes e imprevisibles evoluciones. Entonces recordó que el pequeño ser que sus ojos escrutaban era litino.

    Había dispuesto de más tiempo del que deseaba para analizar las desoladas ruinas sobre las que se asentaba su postura. Ruiz—Sánchez jamás había subestimado los poderes que el demonio todavía estaba en situación de ejercitar, poderes que había retenido —incluso existía consenso general en la Iglesia sobre este punto— tras su expulsión del puesto que ocupaba junto al Altísimo. En tanto que jesuita, había examinado y debatido demasiados casos de conciencia para convencerse de que el diablo obra sin astucia o de que es impotente. Sin embargo, la idea de que entre los poderes del Maligno estuviera la facultad de crear no había cruzado por su mente hasta que llegó a Litina. En última instancia, era preciso reconocer que se trataba de una potestad divina. Pensar que pudiera existir más de un demiurgo era una herejía declarada que ya se había dado en otros tiempos.

    ¡Qué se le iba a hacer! Heréticas o no, así eran las cosas. Toda Litina y en particular la raza dominante, racional e infinitamente admirable de los litinos, había sido creada por Satán en sus ansias de seducir a los hombres con un nuevo engaño específicamente intelectual, surgido como Minerva de la cabeza de Júpiter. Como en el parto mítico, aquel alumbramiento antinatural induciría a un simbólico palmearse la frente a todo aquel capaz de admitir un solo instante que ninguna potestad salvo Dios podía crear. Sería un dolor percutiente y cuarteante en la cabeza de la teología; una migraña moral, e incluso una neurosis de guerra a escala cosmológica, pues Minerva era la amante de Marte tanto en la tierra como —Ruiz—Sánchez recordó conturbado que no cabía duda alguna— en el Cielo.

    Después de todo, él había estado allí y hablaba con conocimiento de causa.

    Pero todo ello podía al menos esperar un poco. Por el momento bastaba con que la pequeña criatura, tan inofensiva como una pequeña anguila, siguiera aún con vida y en aparente buen estado fisiológico. El jesuita tomó un vaso lleno de agua poblada por millares de cladóceros y Cyclops en cultivo y vertió casi la mitad del contenido en el ánfora, que fulguraba con delicadas tonalidades. Al instante, la hueva venida de Litina se zambulló veloz en la oscuridad, a la caza de los casi microscópicos crustáceos. «El apetito es un barómetro universal de buena salud», se dijo el sacerdote.

    — Mira cómo se desliza — dijo una voz amable junto a su hombro.

    El biólogo alzó la vista, sonriente. Quien así hablaba era Liu Meid, directora del laboratorio de las Naciones Unidas, cuya principal misión durante varios meses sería cuidar de la criatura. Era una muchacha de cabellera negra, con una expresión de casi infantil sosiego en el rostro. Miró con ansia el ánfora, en espera de que reapareciera el imago.

    —Espero que le siente bien — manifestó la joven.
    — Confío en que así sea — dijo Ruiz—Sánchez —. Ciertamente, estos crustáceos son seres terrestres, pero el metabolismo de los litinos presenta una extraña analogía con el nuestro. Hasta el pigmento de la sangre es semejante a la hemoglobina, si bien la base metálica no es por supuesto el hierro. El plancton litino contiene variedades muy similares a la pulga de agua y a los Cyclops. Y si ha sobrevivido al viaje me atrevería a decir que los cuidados que en adelante le prodiguemos, aunque fueran excesivos, no le provocarán la muerte.
    — ¿El viaje? — repitió Liu, pausadamente —. ¿De qué forma hubiera podido perjudicarle?
    — Bueno, no sabría decirlo con exactitud. Era simplemente el riesgo que suponía llevárnoslo. Chtexa, pues así se llama su padre, nos lo entregó en el ánfora ya precintada. No sabíamos qué previsiones había adoptado para que su hijo pudiera resistir las contingencias de un viaje por el espacio, y por nuestra parte no nos atrevíamos a echar un vistazo. Tenía la absoluta certeza de que Chtexa no había sellado el recipiente por antojo. A fin de cuentas, conoce mejor que cualquiera de nosotros la fisiología de su raza, mejor que el doctor Michelis y yo mismo.
    —A ello quería referirme — dijo Liu.
    — Lo sé; pero atiende, Liu. Chtexa nada sabe de vuelos espaciales. Conoce bien, eso sí, los azares de un vuelo ordinario... Sí, los litinos vuelan en aparatos de reacción. Lo que a mí me inquietaba era la superaceleración de Haertel. Recordarás los pasmosos fenómenos de reducción de tiempo que experimentó Garrard a raíz del primer vuelo con éxito a Centauro. Aunque hubiera dispuesto de tiempo no habría podido explicar a Chtexa las ecuaciones de Haertel, dado que se trata de una información secreta, vedada a los litinos. Además, tampoco habría logrado descifrarlas, pues la matemática litina no conoce los transfinitos. Y el tiempo es factor de vital importancia en la gestación de la especie litina.
    — ¿Por qué? — preguntó Liu, a la par que atisbaba el interior de la jarra con una sonrisa instintiva.

    La pregunta pulsó una fibra que Ruiz—Sánchez tenía expuesta desde hacía mucho tiempo.

    — Porque tienen recapitulación física extracorpórea, Liu. Esa es la causa de que la criatura que hay aquí dentro sea un pez. Cuando llegue al estado adulto será un reptil, si bien con el sistema circulatorio de los terápsidos y cierto número de particularidades orgánicas que no corresponden al orden de los reptiles. Las hembras litinas depositan los huevos en el mar...
    —Pero el ánfora contiene agua dulce.
    — No, es agua de mar. En Litina el agua de mar no es tan salina como la nuestra. Del huevo sale una criatura pisciforme como la que ahora está usted contemplando. Más tarde el pez desarrolla unos pulmones y las mareas le depositan en los bajíos Cuando me hallaba en Xoredeshch Sfath solía entretenerme en escuchar sus aullidos. Aullaban toda la noche, expulsando así el agua de los pulmones y reforzando la musculatura del diafragma. De repente, Ruiz—Sánchez se estremeció. La evocación del aullido del pez pulmonado resultaba más inquietante de lo que había sido el propio grito en Litina. Entonces no sabía lo que era... o sí, lo sabía, aunque ignoraba su significado.
    —Llega un momento en que este ser desarrolla unas patas y pierde la cola, lo mismoque un renacuajo. Cuando se trasladan a los bosques son ya genuinos anfibios. Transcurrido cierto tiempo el sistema respiratorio deja de depender de esta fuente auxiliar que es la piel y ya no necesita permanecer cerca del agua. Finalizado el ciclo evolutivo son seres adultos, constituyendo un orden de reptiles muy avanzado, marsupial, bípedo, homeostático y dotado de gran inteligencia. Los noveles adultos abandonan la selva para iniciar su aprendizaje en las ciudades.

    Liu aspiró con fuerza una bocanada de aire.

    —Es realmente maravilloso — susurró.
    — En efecto — dijo el biólogo con voz cavernosa —. Los hijos del hombre pasan por parecidas mutaciones en el útero, sólo que su gestación permanece al abrigo en todo momento. En cambio, las crías de los litinos deben afrontar los riesgos inherentes a cada una de las ecologías que existen en el planeta. De aquí el temor que me inspiraba la superaceleración de Haertel. Nosotros aislamos el ánfora de los campos de impulsión lo mejor que supimos, pero en un proceso de desarrollo embrionario tan parecido a los estadios evolutivos terrestres, una reducción del tiempo hubiera podido tener graves consecuencias. En el caso de Garrard fue primero de una hora por segundo y luego saltó brutalmente a un segundo por hora, alternándose sin interrupción en una onda sinusoidal. El más leve escape en la envoltura aislante de la vasija hubiera podido afectar del mismo modo al hijo de Chtexa, con resultados imprevisibles. Es evidente que esta fuga no se produjo, pero yo estaba realmente preocupado.

    La muchacha parecía reflexionar sobre la explicación del biólogo. Con objeto de no tener que pensar más en ello, puesto que se había estrujado los sesos hasta que su mente se remontó en menguantes volutas hasta un callejón sin salida, Ruiz—Sánchez optó por contemplar a la muchacha, sumida en sus cavilaciones. Mirar a Liu era siempre un descanso y el jesuita estaba necesitado de reposo. Tenía la sensación de que no había conciliado el sueño desde el instante en que perdió el conocimiento en el umbral de la casa de Xoredeshch Sfath y se desplomó en brazos del sorprendido Agronski.

    Liu había nacido y se había criado en el Estado del Gran Nueva York. El más sincero cumplido que Ruiz—Sánchez podía hacer a la muchacha era reconocer que nadie lo hubiera imaginado. Como peruano, detestaba aquella megalópolis de diecinueve millones de habitantes con una vehemencia que él mismo no habría dudado en calificar de poco cristiana. No había en Liu nada premioso ni atormentado. Era una muchacha plácida, sosegada, tranquila, afable, de una discreción y un recato que en modo alguno resultaban fríos o compulsivos. Sus respuestas a cuanto le salía al paso eran tan espontáneas y tan simples como las de un conejillo. En las relaciones con sus colegas actuaba sin sombra de recelo, no porque fuera ingenua, sino por la seguridad que tenía de que en lo sustancial Liu era tan infrangible como para impedir que alguien sintiera deseos de violar esta íntima forma de ser.

    Estas fueron las divagaciones que en un primer momento acudieron a la mente de Ruiz—Sánchez; pero casi en seguida se vio asaltado por un pensamiento extemporáneo. Del mismo modo que nadie tomaría a Liu por neoyorquina (ni siquiera su parla traslucía el acento de alguno de los ocho dialectos —mutuamente más incomprensibles de día en día—que se hablaban en la ciudad, y, sobre todo, nadie hubiera podido suponer que sus padres sólo hablaban el Bronx), tampoco nadie la hubiera identificado con un técnico de laboratorio. Era una línea discursiva que no complacía particularmente a Ruiz—Sánchez, pero que por ser demasiado evidente no podía eludir sin más. Liu era tan menuda y tan hondamente núbil como una geisha. Vestía con exquisita compostura; no con un recato que intenta ocultar algo sino con una discreción fruto de la sencillez, del deseo de exhibir un atuendo intensamente femenil que no tiene de qué avergonzarse ni tampoco nada que pregonar de forma llamativa. La delicada figura de la joven se le antojaba a Ruiz—Sánchez una Venus Calípiga de tarda y soñolienta sonrisa inexplicablemente inconsciente de que ella —y menos aún los demás— debía por exigencia de la naturaleza y del mito adorar permanentemente la curva perfecta de sus espaldas sembradas de hoyuelos.

    Pero basta ya; era más que suficiente. Bastantes problemas presentaba el pececillo que andaba a la caza de crustáceos en el útero de cerámica, problemas que algunos pasarían a serlo también de Liu. No había por qué complicar la tarea de la chica con vanas disgresiones, aunque sólo fueran expresadas con una larga y escrutadora mirada. Ruiz—Sánchez tenía suficiente confianza en su capacidad para no apartarse de la senda que le había sido marcada; pero de nada serviría abrumar a tan circunspecta y dulce criatura con una sospecha que su formación no la había preparado para afrontar

    Giró rápidamente sobre sus talones y se acercó al muro acristalado del lado oeste del laboratorio, que dominaba la ciudad desde una altura de treinta y cuatro pisos; nada excesivo, pero más que suficiente para el biólogo. Después de su larga estancia en las sosegadas calles de Xoredeshch Sfath, ahora la ruidosa Nueva York de diecinueve millones de almas, envueltas en el vaho, producto del calor reinante, le repelía como de costumbre, o quizá más que lo habitual. Pero por lo menos tenía el consuelo de saber que no pasaría en ella el resto de sus días.

    En cierto modo, el Estado de Manhattan era un vestigio político y una ruina física. Lo que se atisbaba desde el mirador en que se hallaba era un gigantesco espectro de múltiples cabezas. Los pináculos ruinosos estaban deshabitados en su gran mayoría. A cualquier hora, la mayor parte de la población del Estado (y también de las mil y pico ciudades—estado restantes esparcidas por todo el planeta) se hallaba bajo tierra.

    Las zonas y núcleos urbanos subterráneos eran autosuficientes. Disponían de fuentes de energía termonuclear; tanto las granjas cultivadas en grandes espacios blindados como los miles de kilómetros de conducción de plástico iluminado, por las que fluían aguas con abundantísima suspensión de algas, aumentaban sin cesar; gigantescos frigoríficos conservaban alimentos y medicinas por espacio de varias décadas; las plantas para el tratamiento de las aguas formaban un circuito completamente cerrado, con lo que incluso podía recuperarse la humedad del ambiente y las aguas de la propia red de alcantarillado de la ciudad; múltiples tomas de aire permitían aspirar sin demora las emanaciones tóxicas, los virus y las partículas radiactivas en suspensión. Asimismo, las ciudades—estado no dependían de un gobierno central, sino que cada una de ellas estaba bajo la autoridad de una Junta Gestora de Zona inspirada en el viejo modelo de las autónomas Juntas portuarias del siglo precedente, de las que, como era obligado, habían evolucionado.

    Esta fragmentación de la Tierra era consecuencia de la carrera en la construcción de refugios subterráneos que tuvo lugar en el período 1960—1985. La carrera de armamentos en torno a las bombas de fisión, iniciada en 1945, terminó definitivamente cinco años más tarde, y las relativas a la bomba de fusión y a los misiles balísticos intercontinentales demandaron otros cinco años cada una. El programa de construcción de refugios había necesitado más tiempo, no porque se requirieran nuevos conocimientos o técnicas más avanzadas, sino por la amplitud del plan de construcciones que involucraba.

    Si en apariencia la carrera en la construcción de refugios era una medida de carácter defensivo, había cobrado todas las características de una carrera armamentista al viejo estilo, puesto que la nación empeñada en un programa de este género invitaba a ser atacada de inmediato. Con todo, se daba una diferencia. El plan acelerado de construcción de refugios subterráneos se había emprendido ante la cada vez más patente evidencia de que la amenaza de una guerra nuclear no sólo era inminente, sino trascendente. En efecto, podía sobrevenir en el momento más impensado, pero mientras no ocurriera, la amenaza pendería por lo menos durante otro siglo, o quizá cinco. De este modo el programa de construcción de refugios cobró un ritmo febril, pero también a largo plazo.

    Como ocurre con todas las carreras armamentistas, también ésta terminó por desbaratarse ella misma, en el caso presente porque aquellos que la habían planeado lo hicieron tomando como referencia un período de tiempo excesivo. A la sazón, la economía subterránea se había hecho extensiva a todo el planeta, pero apenas finalizada la carrera empezaron a surgir indicios de que la gente no estaba dispuesta a vivir de buen grado y por mucho tiempo bajo una economía de estas características; no, por supuesto, quinientos años y, probablemente, ni siquiera un siglo. Los disturbios de Corredor en 1993 fueron el primer indicativo de importancia. Desde entonces se habían producido muchos más.

    Los disturbios facilitaron a las Naciones Unidas el pretexto que necesitaban para instaurar, por fin, un gobierno verdaderamente supranacional, un estado mundial que ejerciera realmente la función ejecutiva. Los desórdenes mencionados proveyeron la excusa, y la economía de subsuelo, con la fragmentación del poder político al estilo de la Antigua Hélade, proporcionó los medios a las Naciones Unidas.

    En teoría ello hubiera debido zanjar el problema. Ya no era probable una guerra nuclear entre los estados miembros... Pero ¿cómo desmantelar una economía subterránea levantada al costo de veinticinco mil millones de dólares anuales durante veinticinco años, una economía incrustada en la superficie de la Tierra en forma de incontables miles de millones de toneladas de hormigón y acero encastrados a dos mil kilómetros de profundidad? La verdad es que no había modo de hacerlo y que a partir de entonces el planeta se convertiría en un mausoleo para los vivos hasta que la propia Tierra pereciera: sepulcros y más sepulcros.

    La palabra resonó como un lejano aldabonazo en los oídos de Ruiz—Sánchez. El sordo retumbar de la ciudad subterránea hizo vibrar el cristal ante el que se hallaba Ruiz—Sánchez. Entremezclado con el fragor se oyó el inquietante rechinar de un mecanismo mal ajustado, más acentuado que otras veces, como una pesada bala de cañón que diera vueltas y más vueltas por una guía de madera vieja y astillada.

    — Pavoroso, ¿verdad? — dijo la voz de Michelis detrás de él. Ruiz—Sánchez miró sorprendido al corpulento químico; sorpresa que no era debida a no haberle oído entrar, sino por el hecho de que Mike le dirigiera de nuevo la palabra.
    — Sí, en efecto — contestó —. Me alegra que también tú lo hayas observado. Pensé que después de haber estado ausente tanto tiempo se debía a un exceso de hipersensibilidad por mi parte.
    — Puede que así sea — dijo Michelis, gravemente —. También yo estuve ausente.

    Ruiz—Sánchez hizo un gesto negativo con la cabeza.

    — No; creo que se trata de algo bien real — dijo —. Son condiciones intolerables para un ser humano. Y no sólo porque se vean obligados a permanecer en el fondo de un agujero noventa de cada cien días. A fin de cuentas están convencidos de que viven cada día al borde del aniquilamiento. Enseñaron a sus padres a pensar así, de otra forma jamás hubiera habido impuestos suficientes para financiar el plan de construcción de refugios subterráneos. Y como es natural han enseñado a sus hijos a ver las cosas del mismo modo. Es inhumano.
    — ¿Tú crees? — dijo Michelis —. Durante siglos la gente ha estado al borde de la extinción..., hasta la época de Pasteur. ¿Cuándo fue eso?
    — Pues nada menos que en el mil ochocientos sesenta — respondió Ruiz—Sánchez —. Pero no; ahora las cosas son muy diferentes. Antaño la peste escogía las víctimas a capricho. Los hijos de uno podían sobrevivir. En cambio, las bombas de fusión no perdonan a nadie. — Se sobresaltó involuntariamente —. Y aquí me tienes. Hace unos instantes me sorprendí a mí mismo pensando en que el espectro de la destrucción que preside todos nuestros actos es no sólo inminente, sino trascendente. Estaba parodiando una tragedia. Antes de la era médica la muerte era a un tiempo inminente e inmanente, perentoria y actuante en nuestro fuero interno, pero nunca trascendente. En aquellos días sólo Dios era inminente, actuante y trascendente a un tiempo, y en ello descansaban sus esperanzas, en tanto que hoy no les hemos dado a cambio sino la muerte.
    — Perdona, Ramón — dijo Michelis, el semblante súbitamente crispado —. Sabes que no quiero tratar contigo de estos temas. Ya me chamusqué en una ocasión y no quiero que vuelva a repetirse.

    El químico se volvió de espaldas. Liu, que había estado haciendo una dilución en serie en la larga mesa de trabajo, proyectaba el soporte con los tubos de ensayo, ordenados correlativamente, contra la luz solar, mientras atisbaba a Michelis por entre los entornados párpados. En el momento en que Ruiz—Sánchez volvió la mirada hacia ella, Liu apartó rápidamente los ojos del químico. El biólogo desconocía si ella se había dado cuenta de que la había sorprendido, pero en el momento en que Liu fue a depositar el soporte en la mesa, los tubos retintinearon un poco.

    — Perdone — dijo —. Liu, éste es el doctor Michelis, uno de los colegas que participó en la expedición a Litina. Mike, te presento a la doctora Liu Meid, que va a ocuparse por algún tiempo del hijo de Chtexa controlada más o menos por mí. Es uno de los mejores xenozoólogos del mundo.
    — ¿Cómo está usted? — saludó Mike, gravemente —. De modo que el padre y usted se han constituido en padres adoptivos de nuestro huésped litino, ¿no es así? Yo diría que es una grave responsabilidad para una muchacha tan joven. El jesuita experimentó el poco ortodoxo deseo de propinar al larguirucho químico un par de patadas en las espinillas, pese a que no parecía haber malicia alguna en la voz de Michelis.

    La muchacha se limitó a fijar la vista al suelo mientras aspiraba un poco de aire por los labios ligeramente entreabiertos.

    — Ah—tan—deska — musitó, en una extraña mezcla idiomática.

    Michelis enarcó las cejas, pero en seguida pudo comprobar que Liu no tenía intención de añadir una sola palabra más. Con un leve mohín de contrariedad, fruto de la confusión que sentía, Michelis se volvió hacia el sacerdote, al que sorprendió en el momento mismo en que la sombra de una sonrisa desaparecía de sus labios.

    — Parece que he metido la pata — dijo Michelis, sonriendo con sarcasmo —. Pero me temo que por algún tiempo estaré demasiado ocupado para practicar mis modales. Quedan muchos cabos por atar. Ramón, ¿cuándo crees que podrás dejar al hijo de Chtexa en manos de la doctora Meid? Nos han solicitado para que escribamos una versión del informe sobre Litina apta para el público en general.
    —¿Nosotros?
    —Sí. Bueno, tú y yo.
    —¿Y qué pasa con Cleaver y Agronski?
    — Cleaver no está disponible — dijo Michelis —. Ahora mismo no sabría decirte dónde está. Y por alguna razón no quieren saber nada con Agronski. Tal vez estiman que no tiene bastantes títulos de sapiencia. El trabajo es para la «Revista de Investigación Interestelar» y ya sabes lo estirados que son. En cuanto a prestigio son unos nuevos ricos y, por lo tanto, más académicos que los académicos mismos. Sin embargo, me parece una oferta interesante, por cuanto nos permite divulgar algunos de los datos que hemos recogido. ¿Te parece que dispondrás de tiempo para ello?
    — Sí; creo que sí. Siempre que sea en el lapso entre el nacimiento de Chtexa y mi peregrinación — contestó Ruiz—Sánchez con aire caviloso. Michelis volvió a enarcar las cejas, confuso.
    — Ah, sí. Te refieres al Año Santo, ¿no es cierto?
    —Sí — respondió el jesuita.
    — En tal caso yo diría que la cosa tiene arreglo — observó Michelis —. Mira, Ramón, no quiero entrometerme en tus asuntos, pero no pareces un hombre urgentemente necesitado de perdón. ¿Significa esto que has cambiado de parecer sobre Litina?
    — No, no he mudado de opinión — dijo Ruiz—Sánchez con voz serena —. Todos necesitamos del jubileo, Mike, pero no voy a Roma con este objeto.
    —Entonces...
    —Debo ser juzgado allí por herejía.


    11


    Había luz en el lodo donde reposaba Egtverchi, en algún lugar al este del Edén. Pero el día y la noche todavía no habían sido creados para él, ni había viento ni olas que le anegaran y le obligaran a proferir aullidos para expulsar el agua de los hormigueantes pulmones y respirar afanosamente en la atmósfera sofocante. Trató esperanzado de arrastrarse valiéndose de los apéndices delanteros y observó que avanzaba un poco. Pero echó en falta un lugar a donde ir y la presencia de algo o alguien de quien huir. La luz opaca era confortantemente parecida a la de un cielo nuboso, pero Alguien había dejado de proveer para aquel período regular de oscuridad y carencia durante el cual un animal consolida sus fallas y bucea en su intuido yo para encontrar los ánimos suficientes que le permitan afrontar otra jornada.

    «Los animales carecen de alma», había dicho Descartes, a la par que arrojaba un gato por la ventana para demostrar si no su argumento sí al menos su fe en él. El tímido genio del mecanicismo que sabía cómo arrojar gatos por la ventana pero no cómo enfrentarse a los papas, nunca se había topado con un genuino autómata, y por ello no tuvo ocasión de observar que lo que falta en los animales no es un alma sino una mente. Un computador capaz de redondear los parámetros de las ecuaciones de Haertel para todos los valores posibles y realizar además la operación en dos segundos y medio es un portento en el plano intelectual, pero un retardado en el orden emocional.

    De la misma forma que una criatura no pensante pero que responde a la más pequeña experiencia con la plenitud de unas sensaciones inmediatamente aprehendidas olvidadas también en el acto— que afectan a su cuerpo todo, necesita la muerte temporal que es la noche para prolongar su vida, así también el cuerpo animal nacido a la vida necesita la brega cotidiana para convertirse al final en el soñoliento adulto confiado en sí mismo que sus genes llevan programado desde mucho tiempo ha. Pero también en esta tesitura el inefable Alguien que velaba por Egtverchi se había abstenido de intervenir. En el lecho de lodo en que se hallaba había mezclado jabón en un porcentaje calculado que le permita revolcarse y agitarse en el fondo de la vasija sin que pudiera avanzar lo suficiente para darse un testarazo contra la pared. Si bien ello servía para proteger dicho órgano, debilitaba en cambio los músculos de sus miembros. Al término de su fase como anfibio, momento en que Egtverchi se convertiría en un ser pulmonado que respira normalmente y progresa a saltos, brincaría de forma defectuosa.

    En cierto modo también esta carencia había sido subsanada, porque en esta su niñez nada le constreñía a huir a saltos, despavorido, ni había en su mundo un lugar al que un corto salto pudiera trasladarle. Por pequeño que fuera el brinco acababa invariablemente en un invisible topetón y en una deslizante caída para cuyo fin, por benévola que resultara siempre, ningún instinto le había preparado y que ningún reflejo de aprendizaje le permitía afrontar para recuperarse de manera airosa. Además, un animal con la cola siempre torcida difícilmente puede tener, pese a sus instintos, un aire agraciado.

    Finalmente olvidó por completo los saltos y se limitó a esperar acurrucado a que sobreviniera la próxima mutación, volviendo la vista aturdido hacia las múltiples cabezas que formando círculo se movían encima de él siempre que despertaba de su letargo. Para cuando cayó en la cuenta de que los mirones eran también criaturas vivas, aunque de mucho mayor tamaño, tenía los instintos tan abotargados que no experimentaba otra cosa que una vaga alarma insuficiente para arrancarle de su amodorramiento. La nueva mutación hizo de él un ser espigado, que se sostenía inseguro sobre las patas, y sin capacidad para percibir las distancias, pese al inusitado tamaño de la cabeza. Alguien cuidó entonces de que le trasladaran a un terrarium.

    Una vez allí, las hormonas de su verdadera adolescencia despertaron al fin y empezaron a fluir en abundancia en su sangre. En los cromosomas de su cuerpo habían sido escritas de forma categórica las respuestas que reclamaba un mundo como el de aquella pequeña jungla. Muy pronto se sintió en ella casi como en su propia casa. Erraba por entre la vegetación del terrarium apoyándose en sus inseguras zancas y experimentando cierto alborozo, en busca de algo de lo que huir, algo con lo que pugnar, algo que comer o aprender. Y sin embargo, después de un largo paseo, ni siquiera hallaba un lugar para dormir, porque tampoco en el terrarium existía la noche cerrada.

    Fue, también, allí donde por vez primera cobró conciencia de las diferencias entre él y las criaturas que le contemplaban y que algunas veces le mortificaban. Había dos, sobre todo, a los que veía incesantemente unas veces juntas y otras separadamente. Siempre le estaban incordiando... Aunque, a decir verdad, en ocasiones aquellos seres de afilados aguijones y toscas manos le daban de comer cosas que nunca había probado, o le hacían objeto de otros cuidados que le complacían tanto como le irritaban. No acababa de entender aquella relación, y eso le daba mala espina.

    Pasado algún tiempo terminó por ocultarse de todos los mirones menos de aquellos dos, y muchas veces hasta de ellos, pues siempre estaba soñoliento. Cuando deseaba su presencia no tenía más que gritar: a «¡Szan—tchez!», ya que le era imposible pronunciar el nombre de Liu. La lengua pegada al mesenterio y el paladar casi hendido no le permitían pronunciar tan difícil combinación de sonidos puros; eso tendría que esperar hasta que alcanzara el estado adulto.

    Pero llegó un momento en que dejó de llamar a gritos a sus cuidadores y permaneció sentado en cuclillas, preso de apatía junto al estanque que había en el centro de la diminuta selva. Cuando en la última noche de su existencia lagarteril apoyó una vez más su protuberante cráneo en el hoyo cubierto de musgo envuelto en densa penumbra, notaba en su sangre que llegada la mañana, cuando despertara en este su destino como criatura pensante, tendría la edad que pesa sobre todos los que no han conocido la infancia, ni siquiera un instante. Mañana sería una criatura pensante, pero ya ahora le abrumaba el tedio de su futura condición.

    Y así, cuando despertó, el mundo se había transformado. Las múltiples aberturas que van desde la percepción instintiva a la vida consciente se habían ocluido. De repente, el mundo se le aparecía como un ente abstracto: había realizado el tránsito del mundo animal al del autómata, el mismo que en el 4004 antes de Cristo llevó la desgracia al este del Edén.

    No era un hombre, pero no por ello dejaría de pagar tributo. Desde aquel instante nadie —y el propio Egtverchi el primero— llegaría a descifrar qué experimentaba en su ser animal.

    — Pero, ¿en qué está pensando? — dijo Liu, confusa, mirando fijamente el enorme y grave semblante del litino, que se inclinaba sobre ellos desde el otro lado de la puerta de pirocerámica traslúcida. Por supuesto que Egtverchi —la criatura les había dicho su nombre en fase muy temprana— podía oír a la muchacha, a pesar del tabique que dividía en dos el laboratorio, pero no despegó los labios. Hasta el momento era un ser muy poco comunicativo, aunque voraz lector.

    Ruiz—Sánchez tardó algún tiempo en responder. El joven litino, de casi tres metros, le intimidaba y confundía casi tanto como a la propia Liu; y por mejores razones. Miró de soslayo a Michelis.

    El químico parecía ignorarles. Ruiz—Sánchez entendía que se comportara así con él. Al fin y al cabo el intento de escribir un trabajo conjunto pero imparcial sobre Litina para su publicación en la «Revista de Investigación Interestelar» había tenido fatales consecuencias para las ya tensas relaciones entre ambos científicos. Pero el jesuita se dio cuenta de que esta tensión afligía también a Liu, sin que la muchacha acabara de darse cuenta. Y eso era algo que no estaba dispuesto a permitir. El no tenía culpa alguna de lo ocurrido. El jesuita realizó una última tentativa para arrancar a Mike de su mutismo.

    — Está en la fase de aprendizaje — explicó —. Forzosamente tiene que pasar buena parte del mismo escuchando. Sucede como en los relatos del niño lobo, amamantado y criado por animales que de muchacho tiene que vivir en una comunidad humana si conocer siquiera el lenguaje de su especie. La diferencia está e que los litinos no aprenden a hablar en su infancia, y nada le impide hacerlo cuando alcanzan la adolescencia. Para ello debe escuchar con gran atención, y eso es lo que está haciendo.
    — Pero, ¿por qué no hace al menos alguna pregunta? — dijo Liu, pesarosa, haciendo caso omiso de Michelis —. ¿Cómo aprenderá si no practica?
    — Desde su punto de vista aún no tiene nada que decirme — explicó Ruiz—Sánchez a la joven —. Carecemos de autoridad para formularle preguntas. Cualquier adulto de su especie podría hacerlo, pero es evidente que nosotros no damos la medida, y Io que Mike denomina la relación de parentesco adoptivo nada significa para una criatura adaptada a una niñez solitaria.

    Michelis no abrió boca.

    — Antes solía llamarnos — dijo Liu, compungida —, o por Io menos solía llamarle a usted.
    — No tiene nada que ver. Es la respuesta por el goce y no guarda relación con la autoridad o el afecto. Si colocáramos un electrodo en los núcleos septal o caudato del cerebro de un gato o de una rata de forma que pudieran estimularse a sí misma eléctricamente presionando sobre un pedal o un botón, conseguiríamos que hicieran cualquier cosa dentro del ámbito de sus facultades con un simple impulso eléctrico en el cerebro. De Ia misma forma, un perro, un gato o un ratón aprenderán a responder a su nombre o a realizar un acto determinado por el mero placer que ello les produce, pero no esperarás a que el animal te dirija la palabra o responda a las preguntas que le formules, sencillamente porque no puede hacer tal cosa.
    — Es la primera vez que oigo hablar de estos experimentos cerebrales — observó Liu —. Me parece horrible
    —También a mí — dijo Ruiz—Sánchez —. Es un método de investigación que prácticamente ha quedado relegado. Jamás he podido entender cómo alguno de nuestros megalómanos no ha intentado servirse de él aplicándolo a los seres humanos. Una dictadura fundada en esta maña bien pudiera durar un millar de años. Pero no tiene que ver con tus preguntas a Egtverchi. Cuando esté en condiciones de hablar lo hará. Entretanto, no tenemos bastante estatura para inducirle a contestar nuestras preguntas. Para ello tendríamos que ser litinos adultos de casi cuatro metros de altura.

    Los ojos de Egtverchi se cubrieron de un fino velo y la extra criatura entrelazó súbitamente las manos.

    — Ya sois lo bastante altos — vibró la ronca voz del litino por sistema de altavoces.

    Liu cerró también sus manos, imitando en su alborozo el gesto de Egtverchi.

    — ¿Ha oído, Ramón?... ¿Lo ha oído? ¡Estaba usted en un error! ¿Qué quieres decirnos,

    Egtverchi? ¡Habla! Egtverchi vaciló un poco y finalmente exclamó:

    —Liu, Liu, Liu.
    — Sí, sí. Eso es, Egtverchi. Sigue... adelante... ¿Qué querías decirnos?...
    —¡Cuéntanoslo!
    — Liu — repitió el litino. Egtverchi parecía satisfecho, pero seguida el vivo color de sus barbas se apagó y adoptó la actitud hierática habitual en él. A los pocos instantes Michelis dio un brusco resoplido. Liu sobresaltada, se volvió hacia él, y Ramón, sin pretenderlo, hizo propio.

    Demasiado tarde. El larguirucho ciudadano de Nueva Inglaterra les había vuelto ya la espalda, como disgustado consigo mismo por haber roto su silencio. Lentamente, Liu volvió a su vez el rostro para ocultarlo a los dos hombres, y hasta a Egtverchi. Ramón quedó solo en el pináculo de aquel descontento por partida triple.

    — Bonita representación la que piensa ofrecernos un futuro ciudadano de las Naciones Unidas! — exclamó Michelis, súbita y acremente, la voz fluyendo imprecisa de sus espaldas —. Supongo que era eso lo que esperabas cuando me pediste que me quedara, ¿Qué te indujo a exponerme los grandes progresos que este bicho realizaba? Por lo que me dijiste, a estas horas debería estar ya formulando teoremas.
    — El tiempo es una función del cambio — dijo Egtverchi —, y el cambio es la expresión de la validez relativa de dos proposiciones, una de las cuales contiene un tiempo t y la otra un tiempo t prima, y que sólo se diferencian en que una contiene la coordenada t y la otra la coordenada t prima.
    — Todo eso está muy bien — dijo Michelis con frialdad, alzando la vista hacia la enorme cabeza del litino —. Pero yo estoy al cabo de la calle. Si hablas como un loro jamás serás ciudadano de esta cultura; te lo aseguro.
    —¿Quién eres tú? — preguntó Egtverchi.
    — ¡Tu padrino, por todos los santos! — respondió Michelis —. Yo sé cómo me llamo y lo que hay detrás de mí. Mira, Egtverchi, si esperas convertirte en un ciudadano tendrás que hacer algo más que comportarte como un Bertrand Russell o como un Shakespeare.
    — No creo que sepa de qué le estás hablando — intervino Ruiz—Sánchez —. Le expusimos la propuesta de convertirle en ciudadano, pero no dio señales de haberlo entendido. Justo la semana pasada terminó la lectura de los Principia, de modo que no es extraño que «regenere» la información. Lo hace de vez en cuando.
    — En el proceso de regeneración de primer orden — espetó Egtverchi medio adormilado si se invierten las conexiones cualquier pequeña perturbación generará por sí misma un agravamiento. En la regeneración de segundo grado, si se rebasan los límites normales se producirán alteraciones fortuitas en el sistema que sólo terminarán cuando éste vuelva a estabilizarse.
    — Maldita sea! — vociferó Mike —. ¿De dónde ha sacado eso? ¡Cállate ya! ¡No creas que vas a tomarme el pelo! Egtverchi cerró los ojos y guardó silencio. De repente, Michelis gritó:
    —¡Habla ya, maldición!Sin abrir los ojos, Egtverchi entonó:
    — En consecuencia, si se dañan algunas de sus partes el sistema puede realizar funciones de sustitución. — Volvió a quedarse callado. El litino se había dormido, cosa que le ocurría con frecuencia incluso en la presente fase.
    — Huida — explicó Ruiz—Sánchez en voz baja —. Creyó que le estabas amenazando.
    — Mike — dijo Liu con vehemencia fruto de la aflicción que la invadía —. ¿Sabes lo que le pides? No va a contestarte; no puede, y más si le hablas de este modo. Es sólo un niño, por más que pienses otra cosa cuando le miras. Es evidente que muchas de estas nociones las aprende de memoria. En ocasiones las dice en el momento oportuno, pero si le interrogamos se queda atascado. ¿Por qué no le das una oportunidad? El no pidió que le hicieras comparecer ante un comité de naturalización.
    — ¿Y por qué no me la das tú a mí? — se revolvió Michelis con furia. Luego se puso muy pálido y, a los pocos momentos, también Liu.

    Ruiz—Sánchez contempló de nuevo al aletargado litino y habiéndose cerciorado en lo posible de que estaba realmente dormido, pulsó el botón que provocaba la caída de la rechinante cortina metálica y ocultaba la puerta traslúcida. Egtverchi permaneció sin dar señales de vida hasta el momento mismo en que la cortina llegó al fin de su recorrido. A la sazón estaban aislados del otro sector, fuera del alcance del oído de la reptiloide criatura. Ruiz—Sánchez no sabía si ello importaba poco o mucho, pero tenía sus dudas sobre la supuesta inocencia de las respuestas de Egtverchi. Cierto que éste no había hecho abiertamente más que formular enigmáticas declaraciones, hacer sencillas preguntas o repetir de memoria párrafos de sus lecturas, pese a lo cual y sin razón aparente, sus palabras sólo conseguían poner las cosas más difíciles que antes.

    —¿Por qué lo has hecho? — preguntó Liu.
    — Quería renovar el aire — respondió Ruiz—Sánchez con voz serena —. De todas formas está dormido. Además, todavía no tenemos de qué hablar con Egtverchi. Le faltan conocimientos para mantener una charla. Pero sí conviene que hablemos entre nosotros... Tú también, Mike.
    — ¿Sigues empeñado en el tema, Ramón? — dijo Michelis con un tono de voz más mesurado.
    — Predicar es mi vocación — dijo Ruiz—Sánchez —. Si llega a degenerar en vicio espero expiar mi falta en otro lugar que no sea éste. Pero entretanto, Liu, parte de las dificultades residen en la pugna de que te hablé. Mike y yo discrepamos por completo respecto a lo que Litina significa para la raza humana, y, por descontado, disentimos en cuanto a si el planeta plantea o no un problema de orden filosófico. Desde mi punto de vista es una bomba de relojería, cosa que a Mike se le antoja un desatino. Además, opina que en un artículo de divulgación general no es el sitio más apropiado para ventilar estas cuestiones, tanto más cuanto que ésta en concreto ha sido planteada de manera oficial y todavía está pendiente de dictaminación. Y ésta es una de las razones por las que estamos regañando sin razón aparente que lo justifique.
    — ¡Vaya bobadas! — dijo Liu —. Los hombres sois un caso. ¿Qué puede importar eso ahora?
    — No puedo explicarlo ahora — dijo Ruiz—Sánchez, con un deje de impotencia en la voz —. Me es imposible precisar más porque se trata de un tema catalogado como de alto secreto. Mike opina que de momento ni siquiera deberían divulgarse las cuestiones generales que yo deseaba someter a pública consideración.
    — Pero de lo que se trata ahora es saber qué va a pasar con Egtverchi — dijo Liu —. El comité de las Naciones Unidas debe de estar ya en camino. ¿Qué sentido tiene debatir cuestiones filosóficas bizantinas cuando dentro de media hora va a decidirse la vida de..., de un ser humano?... no veo otro modo de expresarlo.
    — Liu, excusa la pregunta — dijo Ramón con afabilidad —, pero ¿estás realmente segura de que Egtverchi es lo que tú entiendes por un ser humano, un hnau, un ser racional? ¿Habla como tal? No hace mucho te lamentabas de que no contestara a tus preguntas y de que muchas veces lo que dice no es pertinente. Yo he charlado con litinos adultos, conozco bien al padre de Egtverchi, y puedo decirte que se parece poco a ellos, y menos aún a un ser humano. ¿Es que nada de lo que ha ocurrido en la pasada hora te ha hecho mudar de parecer?
    — Oh, no — dijo Liu con calor, tendiendo las manos al jesuita —. Ramón, tú, como yo, le has oído hablar; le has cuidado conmigo... y sabes que no es un simple animal. Cuando quiere razona con gran brillantez.
    — Tienes razón, no es momento de bizantinismos — terció Michelis volviéndose y mirando a Liu con ojos fatigados, sorprendentemente doloridos —. Pero no hay modo de dialogar con Ramón. Cada vez anda más abstraído en no sé qué esotéricas torturas teológicas de su propia cosecha. Lamento que Egtverchi no haya progresado tanto como yo pensaba, pero creo haber previsto desde el primer momento que conforme avanzara hacia la madurez de sus facultades mentales, se convertiría en un gravoso lastre para todos nosotros.

    »Por otra parte, Ramón no me ha contado todo lo que sabe. He visto el protocolo de los sucesivos tests de inteligencia de Egtverchi y o bien traslucen un intelecto absolutamente fuera de lo corriente o no tenemos métodos dignos de confianza para evaluar la capacidad intelectual del litino, lo cual puede que en última instancia nos lleve al mismo sitio. Si los tests son verosímiles, ¿qué ocurrirá cuando finalmente Egtverchi alcance el estado adulto? No olvidemos que es hijo de una civilización superior y que en potencia es un portento que puede sernos muy útil, pese a lo cual lo tenemos enjaulado como los animales del zoológico. O, mucho peor aún, cumple una misión de cobaya; así es como lo ve mucha gente. A los litinos no les va a gustar y, además, cuando la gente conozca la verdad, pondrán el grito en el cielo. De aquí que ya desde un buen principio urdiera todo ese plan de conferirle la ciudadanía. No veo otra salida: tiene que ser puesto en libertad.

    Permaneció en silencio unos instantes y luego añadió con el tono reposado que le era natural:

    — Tal vez yo sea un ingenuo. No soy biólogo, y menos todavía especialista en psicometría. Pensé que a estas alturas estaría en condiciones y resulta que no es así. En consecuencia, me temo que Ramón gana por defecto. El comité de inspección aceptará al litino tal como es y, evidentemente, los resultados no pueden ser buenos.

    Lo mismo opinaba Ruiz—Sánchez, sólo que él no lo hubiera expresado de aquella forma.

    — Lo echaré en falta si nos abandona — dijo Liu con ambigüedad, pese a lo cual quedó claro que no pensaba en Egtverchi —. Atiende, Mike, ya sé que tienes razón y que a largo plazo no hay otra solución que la de soltarle. Es un ser muy inteligente, qué duda cabe. Y ahora caigo en que incluso este silencio no es la reacción natural de un animal desprovisto de recursos internos. ¿Podemos ser útiles en algo?

    Ruiz—Sánchez se encogió levemente de hombros. No tenía nada que decir. La reacción de Michelis ante la perorata memorística y la falta de respuestas por parte de Egtverchi había sido, ciertamente, desproporcionada a la luz de la situación real. En buena medida era fruto de la propia frustración de Michelis ante el equívoco desenlace de la expedición a Litina. A Michelis le gustaban las cosas claras y, evidentemente, creyó muy de veras que la maniobra de estudiar la concesión de la ciudadanía al litino era una forma drástica de zanjar el problema. Pero había mucho más que eso, algo que tenía que ver con el todavía inconsciente lazo que se estaba formando entre el químico y la muchacha. Con aquella sencilla palabra, «padre» había arrebatado a Ruiz—Sánchez su condición de padre adoptivo de Egtverchi al tiempo que le colocaba en situación de ceder la plaza a la muchacha.

    Por lo demás, lo que faltaba por decir no hallaría aquí un auditorio propicio. Michelis lo había despachado diciendo que se trataba de «no sé qué esotérica tortura teológica» específica de Ruiz—Sánchez y que no trascendía de su persona. En breve, cuanto Michelis desechara, dejaría de existir también para Liu; si es que ésta no lo había borrado ya de su mente.

    No, no cabía otra iniciativa en el caso de Egtverchi. El Maligno protegía a su engendro con las viejas armas divisivas y eficaces. Era demasiado tarde. Michelis no tenia idea de cuán diestros eran los comités de naturalización de las Naciones Unidas para detectar la inteligencia e idoneidad de un candidato de cualquier edad, por espesa que fuera la cortina de humo del lenguaje o la alienación cultural, desde que el mundo se viera asolado por la enfermedad llamada «habla». Y tampoco imaginaba cuán presto se mostraría el comité a zanjar la cuestión litina considerándola como un hecho consumado. Los visitantes tardarían menos de una hora en examinar a Egtverchi, y entonces...

    Y entonces, Ruiz—Sánchez se quedaría sin aliados. Dios parecía empeñado en privarle de todos sus recursos y en conducirle ante la Sacra Puerta sin bagaje espiritual alguno, sin los lenitivos de que gozara Job, ni siquiera abrumado por el pesado fardo de la fe.

    Porque no había duda de que Egtverchi recibiría el visto bueno del comité y probablemente gozaría de más predicamento como ciudadano que el propio Ruiz—Sánchez.


    12


    La presentación en sociedad de Egtverchi iba a tener por marco la mansión subterránea de Lucien, conde de Bois d'Averoigne, circunstancia que venia a complicar la ya agitada existencia de Aristide, el maestro de festejos de la condesa. En circunstancias normales, una reunión social como aquélla no hubiera ocasionado a Aristide más problemas que los meramente técnicos, con los que estaba ya muy familiarizado y con ocasión de los cuales el personal desarrollaba su labor al frenético ritmo que Aristide consideraba el máximo exponente de la eficiencia Pero que se le pidiera, además, proveer lo necesario para recrear a un monstruo de tres metros de altura era una afrenta a su conciencia a la vez que a su arte profesional.

    Aristide, nacido Michel di Giovanni en los bárbaros tiempos en que el campesino de Sicilia vivía en la superficie, era un dramaturgo que conocía a la perfección la complejidad del escenario en el que debía actuar. La mansión neoyorquina del conde se hallaba excavada a diversos niveles de profundidad. La parte en que se daba acogida a los invitados sobresalía la altura de un piso por encima de Manhattan, como si la soterrada mansión emergiera de un periodo de hibernación o no se hubiera excavado lo suficiente para encastrar toda la fábrica de la residencia en el subsuelo. En otros tiempos, la estructura había sido una cochera de tranvías, según descubrió Aristide: una lúgubre y maciza construcción de ladrillos rojos levantada en 1887, cuando los tranvías eléctricos eran la mayor y más esperanzadora novedad cara al entramado circulatorio de la ciudad. Las vías y las grapas tiradoras de cable seguían allí, en el pavimento de asfalto, cubiertas de moho, pues el acero tarda unos dos siglos en oxidarse de manera apreciable. En el centro del ala que sobresalía al exterior había un vetusto y enorme ascensor que descendía por un pozo de trenzado metálico y que antaño fuera utilizado para bajar los tranvías a la cochera, instalada en una planta subterránea. En el sótano y subsótano había otros raíles cuyas intrincadas agujas encajaban con el tramo de vía en el interior de la enorme cabina. Cuando Aristide descubrió la red vial inferior se quedó momentáneamente aturdido, pero muy pronto sacó buen provecho del hallazgo.

    Gracias a su talento, las reuniones sociales de la condesa quedaban limitadas, en la fase convencional, a la primera planta de la casa. Pero Aristide había puesto en marcha un pequeño carrilete de coches biplaza que circulaba a corta velocidad por el sinuoso viaducto, recogiendo a los invitados hastiados ya de charla y bebida y adentrándose estrepitosamente en el ascensor para descender, entre un siseante alboroto y una nube de vapor que ascendía lentamente —la condesa era una auténtica maniática en cuanto a dar visos de autenticidad a las antiguallas— hasta, próximo nivel, donde se suponía que ocurrían cosas más interesantes.

    En tanto que dramaturgo, Aristide conocía muy bien a su público, ya que su tarea consistía en ocuparse de que, al margen de lo visto anteriormente, cada planta ofreciera más interés que el precedente. Y conocía, asimismo, a los principales personaje. Sabia más de los asiduos a las reuniones de la condesa que ellos mismos de sus personas, y gran parte de lo que sabia hubiera resultado decididamente explosivo de haber sido Aristide un charlatán indiscreto. Pero él era un artista, y no recurría a la extorsión. La idea le hubiera parecido tan descabellada como el plagio (excepto, claro está, el autoplagio, única forma de ir tirando cuando las cosas van mal dadas). Por último, y en su calidad de artista, conocía a su patrona; la conocía hasta el extremo de que podía calcular cuántas reuniones tenían que transcurrir antes de correr el riesgo de repetir un efecto, una escena o una sensación. Pero ¿qué podía hacerse con un reptiloide de tres metros de altura semejante a un canguro?

    Desde el lugar que ocupaba, una discreta estancia columnada en el piso que daba a la calle, por donde se accedía a la mansión Aristide atisbaba a los primeros invitados que desde la recepción iban entrando poco a poco al salón donde se celebraba un cóctel al estilo convencional, uno de los anacronismos preferidos del maestro de festejos de la condesa que, al parecer, ésta venia tolerándole año tras año. Requería muy poca preparación, pero en cambio demandaba las más absurdas y casi mortales mezclas de bebidas así como los más ridículos atuendos tanto por parte de la servidumbre como de los invitados. La rígida facha que éstos ofrecían, enfundados en sus trajes de etiqueta, contrastaba divertidamente con la desinhibición que al poco la bebida generaba.

    Hasta el momento no había allí más que un número reducido de invitados. Estaba la senadora Sharon, que contraía sus grandes cejas en expresiones de saludable jovialidad, rechazando ostentosamente las bebidas que se le ofrecían, segura de que su buen amigo Aristide le tendría preparados en la planta inferior a cinco robustos mocetones a los que no conocía. También se encontraba en el salón el príncipe William de East Orange, joven cuya maldición consistía en carecer de vicios y que volvía un y otra vez a montarse en las vagonetas biplaza con la esperanza de hallar algo de su gusto. Próximo a él se encontraba el doctor Samuel P. Shovel, hombre jovial, de cabellos canos y mejillas sonrosadas, patriarca de la psiconetología, «la nueva ciencia del ello», uno de los favoritos de Aristide debido a que era fácil de contentar. En esencia, sus gustos no iban más allá de pellizcar las nalgas a las damas.

    Faulkner, jefe de los mayordomos, se acercó por la izquierda a Aristide con el cuerpo envarado. En circunstancias normales Faulkner dirigía a la servidumbre de la condesa como un déspota oriental; pero cuando Aristide estaba presente dejaba de llevar la batuta.

    —¿Ordeno que sirvan ya los embriones en vino? — dijo Faulkner.
    — No seas obseso, estúpido mentecato — dijo Aristide, que había aprendido las primeras nociones de inglés escuchando seriales radiofónicos, lo que daba a su charla habitual un tono estrambótico. Aristide tenia perfecta conciencia de ello y en ocasiones como la presente era un arma principalísima para manejar a sus subordinados, los cuales no acertaban a distinguir cuando hablaba desapasionadamente o cuando estaba poseído por la cólera —. Váyase abajo, Faulkner. Le llamaré cuando le necesite... si se tercia.

    Faulkner hizo una pequeña reverencia con la cabeza y desapareció. Aristide continuó observando a los primeros invitados llegados a la reunión. Además de los habituales estaba, cómo no, la condesa, que todavía no le había planteado especiales problemas. La densa capa de maquillaje se mantenía intacta y los móviles ideados por Stefano que lucia en los huecos de su peinado giraban plácidamente o centelleaban los diamantes que colgaban de ellos. Entre los presentes figuraban también los veladores del monstruo litino en el seno de la Sociedad Subterránea, el doctor Michelis y la doctora Meid, quienes podían también acarrearle problemas, pues le había sido imposible indagar lo suficiente de ellos para decidir qué apetencias personales deseaban satisfacer en las plantas del subsuelo, pese a que eran invitados de excepción, inmediatamente después del dichoso reptiloide. Aristide sabia con la certeza de lo fatal que la situación podía hacerse explosiva, porque el litino llevaba ya más de una hora de retraso y la condesa había hecho participes a los invitados y al propio Aristide que el extraño ser era el huésped de honor. Podía afirmarse que bastante más de la mitad de los concurrentes a la fiesta habían acudido para verle.

    En aquellos instantes no había en la sala más personas que un miembro de las Naciones Unidas con un curioso tocado —una especie de casco protector provistos con una especie de transceptores y otros insólitos artilugios, incluyendo unas gafas de esquiador que en un momento dado se recubrían con una telepantalla miniatura tridimensional—, y un tal doctor Martin Agronski al que Aristide no lograba traer a la memoria y al que miraba con la intensa suspicacia que solía reservar para aquellos cuyas debilidades desconocía. El semblante de Agronski poseía la misma quisquillosa expresión que el del príncipe de East Orange; pero era hombre de mayor edad y posiblemente no se encontraba allí por las mismas razones. Tenía algo que ver con el invitado de honor, lo que desazonaba al maestro de festejos de la condesa. El doctor Agronski parecía conocer al doctor Michelis, pero por alguna oscura razón esquivaba siempre su presencia. Permanecía la mayor parte del tiempo junto a uno de los ponches más fuertes preparados por Aristide, poseído de la triste determinación del que no está acostumbrado a beber y cree poder mejorar de talante empozoñando su timidez. ¿Quizás una mujer...?

    Aristide hizo un escueto movimiento con el dedo y su ayudante emergió sigilosamente por detrás de las guirnaldas de flores que colgaban del techo, que sorteó mediante una inclinación del cuerpo hacia delante, realizada con la veteranía del que ha practicado repetidas veces la operación. Silenciando aún más sus movimientos con una breve demora, que dio tiempo al carrilete a detenerse en la plataforma, acercó el oído a los labios de Aristide entre el chirriar de los frenos.

    — ¿Ves aquel tipo de allá? — dijo Aristide, señalando al individuo en cuestión con la punta de un hueso pélvico —. De aquí a media hora estará como una cuba. Llévatelo antes de que se desplome, pero no lo conduzcas al exterior, ya que la condesa tal vez quiera verle más tarde. Lo mejor será que lo lleves a la sala de recuperación y lo despachéis con cuidado cuando haya reaccionado.

    El ayudante asintió y retrocedió, al tiempo que efectuaba una doble reverencia. Aristide seguía empleando un inglés sin complicaciones, llano y directo. Mientras lo hiciera así buena señal.

    Aristide se volvió de nuevo para seguir inspeccionando a los invitados. A la sazón había unos pocos más pero él estaba pendiente de la reacción de la condesa ante la ausencia del invitado de honor. Por el momento Aristide no tenia por qué preocuparse aunque podía ver que las insinuaciones de la condesa empezaban a cobrar cierta frialdad. Por el momento, sin embargo, iban dirigidas a los protectores del monstruo, el doctor Michelis y la doctora Meid, que no tenían, como se echaba de ver, respuesta plausible ante tales envites. El doctor Michelis no podía hacer otra cosa que repetir una y otra vez, con una cortesía que adquiría tonos más convencionales a medida que se colmaba su paciencia:

    — Señora, no tengo idea de cuándo va a venir. Ni siquiera sé dónde reside en la actualidad. Prometió que acudiría. No me sorprende que llegue tarde, pero creo que terminará por dejarse ver.

    La condesa se alejó con aire altanero, meneando las caderas, detalle que para Aristide era una incipiente señal de alerta. La condesa no tenia otro medio de presionar a los veladores del litino, por más que éstos ignoraran la verdadera situación familiar de la condesa. Por algún ardid hereditario, Lucien, conde de Bois d'Averoigne, Procurator de Canarsie, había tenido la lucidez mental de emplear su dinero sabiamente. El noventa y ocho por ciento lo entregó a su esposa y se reservó el dos por ciento restante para esfumarse la mayor parte del año. Incluso circulaban rumores de que se dedicaba a la investigación científica, aunque nadie estaba en condiciones de precisar en qué terreno. Desde luego, no en el de la psiconetología o la ufónica, en cuyo caso la condesa habría tenido noticia de ello, puesto que ambos estaban de moda. Y sin la presencia del conde, lo único que sostenía a la condesa en su posición era el dinero. Si la criatura litina no aparecía, la dama no podía vengarse de sus protectores más que absteniéndose de invitarles a su próxima fiesta, cosa que probablemente haría de todos modos. Por otro lado, podía perjudicar mucho a Aristide. Cierto que no podía despedirle, pues él guardaba en su poder documentos comprometedores para salir al paso de la eventualidad, pero si estaba en su mano complicarle la existencia en el plano profesional.

    Hizo señas a su segundo de a bordo.

    — Tan pronto lleguen otros diez invitados le das a la senadora Sharon el canapé con la droga — ordenó, con el semblante un tanto crispado —. No me gusta el cariz que están tomando las cosas. Tan pronto haya un mínimo de asistentes los montaremos en los trenes... Sharon no es el chivo expiatorio más indicado para la ocasión, pero tendrá que apechugar con ello. Haz como te digo, Cyril, o te pesará.
    — A sus órdenes, maestro — dijo respetuosamente el ayudante, que por cierto no se llamaba Cyril ni de lejos.

    Al principio, Michelis observó la presencia del carrilete con la mera curiosidad que suscita todo lo que se sale de lo corriente. Pero sin que pudiera precisar cuándo ni cómo el serpentín férreo fue haciéndose más ruidoso conforme avanzaba la reunión. Parecía recorrer el sinuoso trayecto de la planta cada cinco minutos aproximadamente; pero no tardó en descubrir que en realidad eran tres los trenes que circulaban. El primero recogía a los pasajeros de aquel sector; el segundo regresaba con grupos de invitados procedentes del segundo nivel y descargaba su partida de hilarantes reclutadores entre los cautelosamente circunspectos concurrentes que acababan de llegar; y el tercer carrilete, que solía ir de vacío en esta hora tan temprana de la fiesta, acarreaba desde el subsótano a los primeros invitados que, con los ojos vidriosos, abandonaban la reunión y eran prestamente apartados por la servidumbre de la condesa en un apeadero cubierto, bastante alejado de la entrada principal y a resguardo de las miradas de los pasajeros que iniciaban el trayecto hacia las plantas inferiores. Luego, el ciclo volvía a repetirse.

    Michelis estaba resuelto a mantenerse alejado del carrilete. No sentía predilección por los miembros dei servicio diplomático, sobre todo ahora que no quedaba nada sobre lo que mostrarse diplomático, y en cualquier caso era demasiado afecto a la soledad para hallarse a gusto en una reunión social, aunque hubiera pocos invitados, y menos aún en una reunión como ésta. Sin embargo, cansado de dar siempre la misma excusa en relación con Egtverchi, vio que en el salón sólo quedaban él y Liu y que retenían allí a la condesa contra su deseo.

    Cuando finalmente Liu comentó que el carrilete no sólo circulaba por aquella planta sino que descendía a los niveles del subsuelo, la última excusa que le quedaba a Michelis para permanecer en el salón se volatilizó. El ascensor recogió al grupo de invitados que acababa de llegar y dejó atrás tan sólo a los servidores y a unos pocos agregados científicos de embajada, que a juzgar por las trazas debían de haberse equivocado de fiesta. Michelis paseó la mirada en busca de Agronski, cuya presencia le había sorprendido al principio; pero el geólogo de ojos hundidos no aparecía por parte alguna.

    Los ocupantes de las vagonetas gritaban jubilosos y proferían exclamaciones de fingido temor mientras el ascensor de vapor les llevaba al segundo nivel en la más completa oscuridad, entre emanaciones de mohosa humedad. Luego, las grandes puertas frente a ellos se plegaron rechinantes hacia arriba. El pequeño convoy abandonó el interior y enfiló un brusco viraje peraltado. La delantera del tren, en forma de arado, embistió una serie de puertas batientes de doble hoja, sumiendo a sus pasajeros en una oscuridad más intensa si cabe que la anterior, deteniéndose por completo con una chirriante sacudida.

    De la oscuridad surgió un coro de voces chillonas e histéricas en las que se entremezclaban las risas de las mujeres y los gritos de los hombres.

    —¡No resisto más!
    —Henry, ¿eres tú?
    —Quítame las manos, zorra.
    —Me siento muy mareada!
    —Eh, cuidado, ese cacharro vuelve a ponerse en marcha.
    —Tú, majadero, quítame las pezuñas de encima.
    —Eh, oiga, usted no es mi esposo.
    —¿Y qué importa eso, señorita?
    —Esta mujer ha ido demasiado lejos en...

    Las voces quedaron sofocadas por el ulular de una sirena, tan prolongado y estridente que los oídos de Michelis continuaron resonando peligrosamente, incluso después de que el sonido hubiera rebasado los limites audibles. Acto seguido se oyó el rechinar de una tramoya, y destellaron unas luces con pálido fulgor violáceo...

    El serpentín que formaba el carrilete empezó a dar vueltas y revueltas suspendido en el vacío. Pasaban veloces innúmeras estrellas coloreadas, ninguna excesivamente brillante, que surgían raudas de un costado, se elevaban sobre el convoy y se ocultaban luego debajo, con intervalos de sólo diez segundos entre uno y otro «horizonte». Volvieron a restallar las carcajadas y los gritos, acompañados de un sonido estruendoso, como de raspadura, y de nuevo hendió el aire el ulular de la sirena, primero como un silbo que lo llenaba todo y luego como un zumbido enloquecedor que parecía vibrar dentro del cráneo y que descendía vertiginosamente a tonos de infragrave.

    Liu se aferró con todas sus fuerzas al brazo de Michelis, pero éste no podía hacer otra cosa que mantenerse clavado en su asiento. Todas las células de su cerebro proyectaban alarma, pero un vértigo insoportable le paralizaba...

    Se encendieron las luces.

    Al instante el mundo quedó estabilizado. La fila de vagonetas permanecía inmóvil en sus raíles, que descansaban sobre vigas voladizas. No se habían movido de sitio. En el fondo de un gigantesco barril un grupo de invitados con el cabello desgreñado alzaba la vista hacia los casi deslumbrados pasajeros del tren, profiriendo grandes voces de burla. Las «estrellas» no eran más que manchas de pintura fosforescente, cuyos destellos y movimientos eran inducidos por lámparas ultravioleta. La ilusión de girar en el vacío cobró visión de realidad debido a la sirena, que había alterado el aparato vestibular, o sea el oído interno, gracias al cual se mantiene el sentido del equilibrio.

    — Todo el mundo fuera! — gritó una voz de hombre. Michelis miró al fondo con precaución. Todavía se sentía un poco mareado. El que había dado las voces era un individuo pelirrojo que vestía un esmoquin negro muy arrugado. Los prominentes hombros habían rasgado la costura de la manga —. Móntense en el próximo tren. Son las normas.

    Michelis pensó en negarse, pero cambió de parecer. Lo más probable era que si caía al fondo de una tina se produjera heridas menos graves que si luchaba a brazo partido con dos individuos que habían «ganado» ya los asientos de él y de Liu. Todo estaba reglamentado. Una rampa móvil se elevó hasta ellos. Llegado su turno, Michelis ayudó a bajar a Liu.

    — Trata de no oponer resistencia — susurró Michelis —. Cuando empiece a girar, déjate resbalar si puedes, y si no, voltea. ¿Tienes un pirostilo? Bien, aquí está el mío. Utilízalo si alguien se te acerca demasiado, pero no te preocupes del tambor giratorio; parece estar bien encerado.

    Así era; pero cuando llegó el siguiente convoy y los recogió Liu estaba asustada y Michelis de un humor de mil demonios.

    El hecho de que al pasar el convoy al siguiente compartimiento se viera rociado con perfume no mejoró a decir verdad su humor, pero por lo menos uno no tenia que participar de manera activa. Era un hermoso jardín bastante grande realizado con vidrio soplado, de todos los colores imaginables, en el que posaban modelos javanesas al natural formando dioramas de manifiesta sensualidad. Las situaciones sugeridas por los cuadros eran de gran efectismo escénico, y salvo la casi imperceptible respiración, las muchachas permanecían sin mover un solo músculo, inmóviles como la extraña flora cristalina. Con gran sorpresa por parte de Michelis —ya que fuera del dominio científico carecía de sentido estético—, Liu contemplaba estas escenas inanimadas y voluptuosas con una grave y discreta mirada de aprobación.

    — Sugerir una danza sin mover el cuerpo es todo un arte — murmuró la joven de repente, como si hubiera cobrado conciencia de lo incómodo que se sentía su acompañante —. Cuesta lograrlo con el pincel, pero mucho más con el cuerpo. Creo adivinar quién ha diseñado estos cuadros; sólo hay un hombre que pueda hacerlo.

    Michelis miró a Liu como si no la conociera, y el aguijón de los celos, que sacudió su cuerpo como una corriente, le hizo darse cuenta por vez primera de que la amaba.

    —¿Quién? — preguntó con voz ronca.
    — Oh, Tsien Hi, por supuesto. El último clásico. Creí que había muerto, pero eso no es una vulgar imitación...

    El serpentín que formaban las vagonetas se detuvo ante las puertas de salida el tiempo justo para que dos modelos, cuyos cadenciosos movimientos les conferían un aire lúbrico, entregaran a cada pasajero un abanico colmado de dibujos pintados al pincel con tinta china. A Michelis le bastó una sola mirada para, con gesto impulsivo, guardarse el abanico en el bolsillo, como queriendo dejar constancia de su reticencia ante el obsequio mediante la radical solución de apartarlo de su vista. Liu, sin embargo, señaló sin despegar los labios uno de los ideogramas y plegó su abanico con devoción.

    — Si. Son obra suya — dijo —. Se trata de los originales. Nunca pensé que llegaría a poseer uno.

    El tren arrancó con una brusca sacudida. El jardín desapareció de la vista y los pasajeros se encontraron sumidos en un caos difuso y multicolor de sensaciones inexpresables. No se veía, oía ni sentía nada, pese a lo cual Michelis se sintió conmovido hasta la última fibra de su ser una y otra vez. Lanzó un grito y, medio aturdido, oyó gritar a otros invitados. Pugnó por recobrar el dominio de sí mismo pero sin acabar de conseguirlo y... No, ahora había logrado sobreponerse o poco menos... Si pudiera serenar la mente aunque sólo fuera un instante...

    Por algún tiempo lo consiguió y pudo observar lo que ocurría. El compartimiento en el que a la sazón se encontraban era un largo corredor dividido por invisibles corrientes de aire circulante en quince subcompartimientos, en el interior de cada, uno de los cuales había una humareda de color y en ella un determinado gas que afectaba de forma inmediata al organismo alcanzando de lleno al hipotálamo. Michelis identificó la composición de varias de las emanaciones: primitivos compuestos alucinógenos sintetizados en el apogeo de la investigación con los sedantes, a mediados del siglo veinte. Por entre la bruma de los sentimientos de pánico, exaltación religiosa, intrepidez desbordante, apetito de poder y otras emociones de más difícil plasmación que cada una de ellas inducía, creció en su interior la irritación al ver de qué manera tan superficial se abusaba de la farmacología de la mente con el solo objeto de satisfacer una «experiencia» momentánea. Con todo, Michelis sabía que la inhalación de la droga por este sistema era muy común en el estado Refugio. Se decía que los humos no creaban adición, y en la mayor parte de los casos era verdad; pero indiscutiblemente propiciaban el hábito, que aunque es una cosa distinta, no por ello es menos inocua.

    La informe y brumosa cortina de color rosáceo que flotaba en el extremo del corredor resultó ser un simple elemento antagonista en elevada concentración carente de serotonina, un verdadero ataráxico que borró de la mente de Michelis toda sensación que no fuera de reconciliación jubilosa con el conjunto del universo: las cosas había que tomarlas como venían..., todo es para bien..., la paz reina por doquier... y demás frases tópicas.

    Sumidos en este estado de irracional conformismo, los pasajeros del convoy parecido a un serpentín experimentaron en rápida sucesión el impacto de diversas y sobrecogedoras sorpresas, la última de las cuales era una recreación en video tridimensional del campo de concentración de Belsen, y donde el hábil toque del escenógrafo había hecho de forma que el carrilete y su carga humana pareciera ser el próximo lote seleccionado para ser arrojado a los hornos crematorios. En el instante mismo en que se cerraba la boca del horno salió proyectado un chorro de oxigeno que devolvió la lucidez a los invitados. Estos, horrorizados aún por el espectáculo que al principio acogieron con regocijo, fueron ayudados por manos serviciales a bajar de las vagonetas y se sumaron a un grupo de hilarantes huéspedes que habían pasado ya por la experiencia.

    El primer impulso de Michelis fue salir a escape de aquel lugar. Quería, sobre todo, privarse de asistir entre risotadas a la llegada de la próxima tanda de pasajeros conmocionados; pero se hallaba demasiado exhausto para ir más allá del primer banco que encontró en el anfiteatro, y Liu apenas tenia fuerzas para cubrir siquiera este corto trecho. Así pues, tuvieron que resignarse a permanecer sentados, apretujados con otros pasajeros, hasta recobrarse por completo.

    Por suerte fue así, y mientras acunaban en la mano las bebidas que les sirvieron —al principio Michelis receló de las tibias copas de ámbar, pero el contenido resultó ser inocuo y tonificante coñac—, el siguiente convoy fue recibido con un coro de estruendosas carcajadas, a la vez que todo el mundo se ponía en pie.

    Había llegado Egtverchi.

    A la sazón se había congregado en el subsuelo una nutrida asistencia, pese a lo cual Aristide distaba mucho de estar satisfecho. Había despedido ya con cajas destempladas a varios de los lacayos encargados de atender a los invitados en las plantas inferiores. En su interior un sutil mecanismo emocional le decía cuándo una fiesta iba por mal camino, y esta intuición había encendido la lucecilla roja de su alarma mucho antes de que llegara aquel momento. En particular, la arribada del invitado de honor constituyó un estrepitoso fracaso. La condesa no estaba allí para recibirle, ni tampoco sus veladores u otros huéspedes de alcurnia que habían acudido con el exclusivo objeto de trabar contacto con el invitado de honor. En cuanto a éste, había provocado en Aristide un pánico cerval que le había puesto en evidencia ante toda la servidumbre.

    Aristide se sentía profundamente humillado ante el miedo que le atenazaba, pero la cosa no tenia remedio. Se le había instruido para que proveyera lo necesario para dar acogida al monstruo, pero no a uno como aquél: una criatura que media bastante más de tres metros, un reptil que tenia los andares de un ser humano más que el caminar de un canguro, un ser cuya enorme boca se contraía en aparatosas sonrisas, con barbas como de gallo que mudaban de color incesantemente, manos pequeñas semejantes a garras y que parecían capaces de rebanarle a uno como a un polluelo, una cola que se agitaba de un lado a otro y que barría los ceniceros de las mesas, y, sobretodo, unas carcajadas que más parecían rebuznos y una voz estridente que pronunciaba el inglés con tan aséptica dicción y mesura que Aristide se sintió como uno de aquellos toscos campesinos sicilianos de piel curtida recién llegado a la gran ciudad. Además, cuando el litino hizo acto de presencia, sólo él había estado presente para darle la bienvenida.

    Una ristra de vagonetas entró con estrépito en el atrio de la de recuperación, y antes de que llegara a detenerse, la senadora Sharon se levantó pataleando y enarcando sombríamente las cejas.

    — ¡Mírenle! — ¡si no es varón! — chilló, todavía bajo los efectos de la quíntuple sesión que Aristide había dispuesto con esmero para ella.

    Otro fallo de Aristide. Una de las órdenes terminantes de la condesa era la de arrancar a la senadora del reservado que se le había destinado y abandonarla a la noche troglodítica mucho antes de que empezara la fiesta propiamente dicha, de lo contrario la temperamental mujer, una vez satisfechos los apetitos con sus cinco amantes, se pasaría el resto de la velada abriéndose camino a codazos hasta echarle la zarpa a la primera personalidad política, literaria, científica o de cualquier otro género a expensas de otro invitado y que se aviniera a fornicar durante media hora encima de una mesa, sin perjuicio de que mediada la semana soltara a su presa para hundirse de nuevo en la ciénaga de la ninfomanía. Si no sacaban de allí a la senadora Sharon en aquella fase con las debidas precauciones, cuando los efectos sosegantes del placer todavía no se habían evaporado, causaría tal estropicio que habría que resolver la papeleta ante los tribunales.

    Las vagonetas del convoy, ahora vacías, iniciaron un incitante contoneo de avance desde el salón. El litino se dio cuenta de ello y su ostentosa sonrisa se hizo más amplia.

    — Siempre quise ser conductor de tren — dijo con un inglés metálico que, sin embargo, tenia más distinción de la que Aristide podía aspirar a conseguir en el resto de sus días —. Y aquí tenemos al mayordomo. Bien, señor, he traído conmigo unos cuantos invitados por mi cuenta. ¿Dónde está la anfitriona?

    Aristide señaló el serpentín rodante con gesto de impotencia y el talludo reptil se subió al vagón delantero dejando oír una especie de cacareo, señal inequívoca de lo muy complacido que se hallaba. Apenas se hubo montado, la partida que le acompañaba cruzó a grandes trancos el pavimento del salón y se hacinó detrás de él. El carrilete arrancó con una sacudida y se adentró ruidosamente en el ascensor, que empezó a descender entre grandes y blancos jirones de vapor.

    Y eso era todo. Aristide había perdido la oportunidad de organizar una aparatosa presentación, y por si le quedaba alguna duda, menos de diez minutos después Faulkner le obsequió con una mueca desdeñosa

    «¡Adiós mi condición de entregado artista al servicio de una leal patricia!», se dijo con amargura. Mañana no seria más que un simple pinche de cocina en algún refectorio subterráneo, por más documentos comprometedores que guardara en su poder. Y todo ¿por qué? Pues por no haber previsto con exactitud la hora de llegada —y menos aún los deseos o los amigos— de una extraña criatura que ni siquiera había nacido en la Tierra.

    Pausada, lentamente, se alejó en dirección a la sala de recuperación, propinando algunas patadas a los criados lo bastante bisoños para contener la rabia. No se le ocurría otra cosa que supervisar en persona el tratamiento de que era objeto el doctor Martin Agronski, el anónimo invitado relacionado de algún modo con el litino.

    Aun así no se hacia ilusiones. Mañana, al despuntar el alba, Aristide, maestro de festejos de la condesa de Bois d'Averoigne, podría considerarse afortunado si volvía a ser Michel di Giovanni, oriundo de los llanos palúdicos de Sicilia.

    Cuando Michelis se hizo cargo de la disposición del segundo nivel del subsuelo, lamentó haber montado con Liu en el carrilete, pues tuvo la impresión de que no le seria factible presenciar la llegada de Egtverchi. Para decirlo a grandes rasgos, en esta segunda planta, compartimentada con tabiques insonorizados, se celebraban reuniones con un pequeño número de invitados, algunos de los cuales andaban un poco bebidos, más informales que el cóctel ofrecido en la superficie. Algunas de las escenas abarcaban toda la gama de visiones insólitas. Antes de que se le ocurriera un medio de saltar con Liu de la vagoneta, el convoy había dado la vuelta al circuito, y cada vez que sentía el impulso de apearse, el tren daba imprevisibles tirones que le producían la sensación de estar girando en una montaña rusa en plena noche.

    Con todo, pudieron presenciar la entrada del personaje central de la reunión. Egtverchi emergió de la última rociada de gases de pie en la vagoneta delantera y descendió de ella por sus propios medios. En las cinco vagonetas siguientes viajaban, también de pie, diez mocetones casi idénticos vestidos con un uniforme verdinegro adornado con cordoncillos plateados, los brazos cruzados, el semblante adusto y la mirada al frente.

    — Saludos a todo el mundo — dijo Egtverchi, efectuando una profunda reverencia a la que sus brazos y manos, pequeños en proporción al cuerpo, daban una aire cómico y burlón —. Señora condesa, tengo sumo gusto en conocerla. Está usted protegida por muy apestosos olores, pero los he soportado todos.

    La concurrencia aplaudió y la respuesta de la condesa quedó sofocada por el bullicio. Evidentemente le había reprochado el que fuera inmune por naturaleza a unas emanaciones que tanto afectaban a los habitantes de la Tierra, porque Egtverchi se apresuró a decir un tanto mortificado:

    — Imaginé que me diría una cosa parecida, pese a lo cual me apena haber acertado en mis previsiones. Pero a los que obran de buena fe todo les está perdonado. ¿Qué me dice de estos arrogantes mozos que están ahí como si tal cosa? señaló a sus diez acompañantes —. No me haga caso, porque hay truco. Les coloqué filtros en las ventanillas de la nariz, del mismo modo que Ulises taponó con cera los oídos de sus compañeros al pasar ante las sirenas. Mi cortejo hará lo que se le diga; me consideran un genio.

    Con aire de complicidad, el litino sacó un silbato de plata, que en sus manos parecía un diminuto adminículo, y arrancó un sonido tremolante que rasgó la atmósfera cargada de la sala, un sonido enteramente incongruente con el gesto cauteloso que le había precedido. Los diez mocetones uniformados rompieron filas con presteza. Los invitados que se hallaban en primera fila propinaron jubilosos puntapiés a los fláccidos cuerpos de los jóvenes, que aceptaron el abuso con pasiva indiferencia.

    — Están amodorrados — dijo Egtverchi con tono de paternal desaprobación —. Ya entiendo. En realidad no obturé sus fosas nasales sino que me limité a impedir que sus estructuras reticulares transmitieran la carga de los efluvios a sus cerebros hasta que yo les diera licencia para desinhibirse, y ahora han recibido el impacto de una vez. Lamentable, ¿verdad? Por favor, señora, ordene que se los lleven. Tanta disipación me incomoda. Me veré obligado a exigir más disciplina.

    La condesa batió palmas.

    — ¡Aristide! ¿Aristide? — Manipuló el transceptor oculto en su tocado, pero Michelis no alcanzó a percibir respuesta alguna. La condesa pasó de un júbilo casi infantil a una pataleta no menos aniñada —. ¿Dónde se habrá metido este asqueroso patán...?

    Michelis, exasperado, se abrió paso con dificultad hasta entrar en el campo visual de Egtverchi.

    — Veamos, ¿dónde diablos crees que estás? — preguntó con voz ronca.
    — Buenas noches, Mike. Pues en una fiesta, como tú. Hola, querida Liu. Condesa, ¿conoce a mis padres adoptivos? Estoy seguro de que si.
    — Por supuesto — respondió la condesa, volviendo sus desnudas espaldas a Michelis y a Liu en un ademán harto elocuente, a la vez que su mirada se posaba en el rostro del siempre sonriente Egtverchi —. Acompáñeme al salón contiguo. Estaremos más cómodos y más tranquilos. Por hoy basta de trenes y pasajeros. Después de usted, todos los que lleguen serán igual.
    — Aprecio la intimidad, pero estimo que Mike y Liu deben venir también, condesa — dijo Egtverchi —. Soy el único reptil del universo que tiene por padres a unos mamíferos, y siento aprecio por ellos. Seguro que tendrá usted alguna sorpresa preparada. ¡Qué interesante!

    Los párpados retocados con polvillo dorado de la condesa se entornaron. Todo el mundo sabia que desde hacia años los maestros de festejos de la condesa no habían logrado sugerir una sorpresa lo bastante incitante como para que decidiera ocultarla a los asistentes a la próxima reunión para saborearla a solas. Michelis se dijo que la condesa pensaba que ahora podía darse el caso, y siendo como era una mujer de poca imaginación, resultaba fácil adivinar la clase de estimulo que apetecía a la anfitriona. A pesar de su apariencia reptiloide, había en Egtverchi un algo intensa e irresistiblemente varonil.

    Y también un algo sobremanera infantil. Que esta combinación era capaz de vencer la repugnancia que la gente pudiera sentir hacia una criatura inequívocamente reptiloide había quedado patentizada en la respuesta que siguió a la primera aparición de Egtverchi en la pantalla tridimensional. Sus mordaces y sarcásticos comentarios sobre algunos sucesos y costumbres terrestres habían causado gran impacto, lo cual era incluso previsible, habida cuenta de que la elite intelectual del mundo consideraría que el litino iba a convertirse en un delirio antes de concluida la semana. Pero nadie hubiera podido prever el aluvión de cartas remitidas por hijos, padres y mujeres solitarias.

    A la sazón Egtverchi era un comentarista de noticias patrocinado por diversas firmas comerciales, el primero que contaba con un auditorio integrado mitad y mitad por intelectuales marginados y chiquillos encandilados, o por lo menos no existía precedente igual en lo que iba de siglo. Algunos especialistas en medios de comunicación le comparaban a un tiempo con dos personajes históricos llamados Adlai E. Stevenson y Oliver J. Dragon.

    Además, Egtverchi contaba con una corte de fanáticos, aun cuando la emisora en la que prestaba servicio todavía no había realizado los pertinentes sondeos para determinar su composición. Precisamente en aquellos momentos la servidumbre de la condesa estaba empeñada en la tarea de acarrear los fláccidos cuerpos de diez de sus secuaces. Con semblante pensativo, Michelis siguió la escena con la mirada, al tiempo que se dejaba arrastrar por el grupo de invitados que seguía en pos de Egtverchi y abandonaba el espacioso anfiteatro para adentrarse en la vasta estancia contigua. Los uniformes le recordaban algo que no podía precisar. Tal vez sólo fuesen uniformes de fantasía diseñados ex profeso para la fiesta mundana. Si los diez mocetones que obedecían al toque del silbato de Egtverchi no hubieran tenido una facha tan similar, su presencia le habría sorprendido menos, cosa que por lo demás el litino debía de saber muy bien. Lo curioso, empero, era que la idea misma de uniforme era extraña a la psicología litina, mientras que para un terrestre revestía un significado muy concreto. De otro lado, a estas alturas Egtverchi sabía de la Tierra más que muchos de sus habitantes.

    ¿Qué podían significar un puñado de fanáticos uniformados que consideraban a Egtverchi un genio inmune al error? De haber sido el litino un ser humano se hubieran podido sacar conclusiones rápidas. Pero no era sino un músico que interpretaba el papel de hombre como se interpreta una partitura al órgano. La estructura de la composición tardaría en manifestarse... ello en el supuesto de que existiese una pauta. Quizás Egtverchi sólo estaba improvisando, por lo menos en esta primera etapa. Era un pensamiento de lo más inquietante.

    Y todo esto acontecía cuando sólo había transcurrido un mes desde que se concediera la ciudadanía al litino. Fue una agradable sorpresa. De lo que Michelis ya no estaba tan seguro era de que las sorpresas que siguieron le satisficieran en la misma medida, en tanto que albergaba toda clase de recelos para con las que, ciertamente, iban a producirse.

    — He profundizado en la noción de paternidad — estaba diciendo Egtverchi —. Por supuesto, sé quién es mi padre. Es un conocimiento congénito en nuestra especie, pero entraña un sentido que en nada se parece al que prevalece en la Tierra. El concepto de ustedes es un fantástico cúmulo de inconsistencias.
    —¿En qué sentido? — preguntó la condesa, no muy interesada en el tema.
    — Bueno..., parece exigir de los jóvenes un respeto absoluto a la par que involucra una actitud extremadamente condescendiente y protectora en lo tocante a su bienestar físico y mental, pese a lo cual se les obliga a vivir en estas enormes covachas, enteramente aislados de la naturaleza, y además les enseñan a temer a la muerte, cosa que como es lógico perturba su equilibrio psíquico, porque nadie puede hacer frente a la muerte. Es como inducirles al temor de la segunda ley de la termodinámica sólo porque la materia viva margina por breve tiempo esta ley. ¡Cuánto les odian a ustedes!
    —Dudo que me conozcan siquiera — dijo la condesa con frialdad. No tenia descendencia.
    — Oh, detestan ante todo a sus padres — prosiguió Egtverchi —; pero les queda odio suficiente para incluir a todos los adultos del planeta. Me escriben para contármelo. A mi me consideran ajeno a la tortura que se les inflige. Me ven como alguien que está en contra de ella, como un camarada inofensivo con el que pueden bromear y que saben no les va a traicionar.
    —Estás exagerando la nota — terció Michelis, incómodo.
    — Oh, no, Mike. He conseguido evitar ya que se cometieran algunos asesinatos. Había un chiquillo de cinco años que había urdido un plan de lo más ingenioso, algo relacionado con los desechos de la basura. Estaba resuelto a meter en el saco al padre, la madre y a un hermano de catorce años, y el hecho se hubiera atribuido a un error del computador del departamento de sanidad de su área. Es asombroso que un chico de tan corta edad haya sido capaz de planear algo tan alambicado. Personalmente estimo que hubiera resultado. ¡Estas ciudades trogloditas de ustedes son tan complejas! Basta un pequeño error para que se conviertan en mortíferas máquinas. ¿Dudas de mis palabras, Mike? Te mostraré la carta.
    — No, no, te creo — dijo Michelis, marcando las sílabas. Un fino velo membranoso cubrió por unos instantes los ojos de Egtverchi.
    — Algún día voy a dejar que alguno de estos casos llegue hasta el final. Tal vez para demostrar la verdad de mi aserto. Creo que resultaría una medida muy pertinente.

    Michelis no podía asegurar por qué, pero tenia el convencimiento de que todo ocurriría según lo expresado por el litino. La gente no recordaba su infancia con suficiente claridad para tomarse en serio las rabietas y frustraciones de sus hijos, y a menor edad menos desarrollado tenían éstos el superego para dominar sus emociones. Probablemente un ser como Egtverchi podía bucear en este vasto y bullente poso de furia contenida con más eficacia y mayor facilidad que un analista humano, por grande que fuera su talento y percepción.

    Por otra parte faltaba averiguar con qué método había que abordar la cuestión si se pretendía alcanzar resultados positivos. Bucear en la mente de un adulto a través de un análisis introspectivo podía dar resultado con sujetos neuróticos, pero hasta entonces no había demostrado efectividad alguna en la terapéutica de las psicosis, que era preciso combatir por vía farmacológica, regulando la acción de la serotonina en el metabolismo con ataráxicos, es decir, derivados químicos muy perfeccionados de los rudimentarios fluidos que desprendían las humaredas dispuestas por la condesa. Era una cura que surtía efecto, pero que no alcanzaba una plenitud de efectos. Consistía, todo lo más, en una medicación de sostén, como el suministrar insulina o sulfonilureas a un diabético. La lesión orgánica ya no tenia remedio. Una vez en funcionamiento los circuitos básicos que formaban el grande y complejo inducido del cerebro, era posible una desconexión, pero no su extirpación, a menos que se echara mano de la cirugía destructiva, una brutalidad que había dejado de practicarse hacia un siglo.

    Todas estas reflexiones venían a cuento en razón de ciertas inquietantes constataciones que Michelis había realizado en el ámbito de la economía subterrestre, después de su larga estancia en Litina. Nacido en aquel contexto, el químico jamás había cuestionado la bondad de la economía cavernícola, o por lo menos así parecía desprenderse de sus recuerdos de infancia. Quizás ésta fue realmente distinta, menos lóbrega que la del presente; o quizá sólo se tratara de una ilusión alimentada por el silente censor de su mente. En todo caso se le antojaba que antaño la gente aceptaba de buen grado la vida en las innúmeras madrigueras de hormigón y corredores subterráneos, considerándolos como un medio de garantizar la seguridad de su prole, confiando en que la próxima generación se sacudiría el miedo y alcanzaría a disfrutar de un mundo más confortable de un rayo de sol, de unas gotas de lluvia o de la caída de una hoja.

    Desde entonces se habían atemperado en gran manera las restricciones que impedían la vida en la superficie (a la sazón nadie creía seriamente en la posibilidad de una guerra nuclear, pues la carrera en la construcción de refugios atómicos había llevado a un evidente callejón sin salida), pero, cosa curiosa, sin motivo aparente el clima psíquico se había degradado en vez de mejorar. El número de bandas juveniles que pululaban por los pasadizos se había incrementado en un cuatrocientos por ciento durante el tiempo que Michelis permaneció fuera del sistema solar. En aquellos momentos, las Naciones Unidas gastaban alrededor de cien millones de dólares anuales en la puesta en práctica de bien concebidos programas de esparcimiento y rehabilitación de adolescentes. Sin embargo, en su mayor parte los centros de recreo estaban desiertos y las bandas juveniles seguían multiplicándose. La última medida arbitrada para combatir el problema era abiertamente punitiva. Consistía en un aumento notable del costo del seguro obligatorio sobre las motonetas, que por ser vehículos que alcanzaban poca velocidad parecían inofensivas, pero que en un principio las bandas utilizaban para cometer delitos leves, como arrebatar de un tirón los bolsos de las señoras, pero que más tarde les servía como instrumento para perpetrar delitos graves, como las incursiones masivas contra los almacenes de vituallas, destilerías industriales e incluso empresas de servicios públicos. Fueron precisamente los sabotajes contra los conductos de ventilación lo que motivó la entrada en vigor de las mencionadas tarifas con apercibimiento de confiscación del vehículo en caso de impago.

    A la luz de lo expresado por Egtverchi, las bandas cobraban horrendo y racional sentido. En la actualidad nadie creía en la posibilidad de la guerra nuclear, pero nadie consideraba, tampoco, que fuera viable el retorno puro y simple a la superficie. La presencia de miles de millones de toneladas de hormigón y acero era demasiado ostensible para que fueran abandonadas sin más. Los adultos no albergaban esperanzas para sus hijos y menos aún en lo tocante a ellos mismos. Durante el tiempo que Michelis estuvo ausente, en el paraíso litino, el número de delitos gratuitos en la Tierra —delitos cometidos sólo para escapar al tedio corrosivo de la vida de ultratumba— había rebasado la suma global de los restantes delitos. La semana anterior, un demente de la Comisión de Orden Público había propuesto el vertido de dosis masivas de sedantes en los depósitos de abastecimiento de aguas. La Organización Mundial de la Salud ordenó la expulsión de aquel energúmeno en el plazo de veinticuatro horas, puesto que llevar a la práctica la sugerencia hubiera duplicado los delitos mencionados, mermando todavía más la ya escasa responsabilidad de la población. Sin embargo, era demasiado tarde para contrarrestar el terrible efecto moral que causó la desatinada propuesta.

    La Organización Mundial de la Salud tenía buenas razones para actuar con presteza y mostrarse categórica. Según el último estudio demográfico llevado a cabo por dicho organismo un siniestro capítulo que llevaba por titulo La enajenación mental, hoy daba cuenta de la existencia de treinta y cinco millones de individuos sin hospitalizar afectados de esquizofrenia paranoide incipiente claramente diagnosticada, todos los cuales hubieran debido ser objeto de tratamiento inmediato de no ser porque la solución preconizada por la OMS habría socavado la economía de Refugio o economía cavernícola, privándola de una masa de mano de obra superior a las víctimas de cualquiera de las muchas guerras que habían plagado a la humanidad en el curso de su historia. Cada uno de estos treinta y cinco millones de individuos constituía un grave riesgo para sus vecinos y para su trabajo, pero la economía troglodítica era demasiado intrincada para prescindir de esta fuerza de trabajo, y menos aún de funcionar sin el concurso de los casos no diagnosticados que hubieran requerido tratamiento ambulatorio y que posiblemente duplicaban en número a los anteriores. Era evidente que la economía de Refugio no podía seguir funcionando por mucho tiempo sin que se produjera un colapso gigantesco. Ahora mismo se hallaba ya al borde de un brote psicótico generalizado.

    ¿Tenia que ser Egtverchi el terapeuta?

    Absurdo, sí; pero ¿quién si no?...

    — Esta noche le veo a usted muy tétrico — se lamentaba la condesa —. ¿No ha pensado más que en complacer a los chiquillos y adolescentes?
    — No. A excepción de mi mismo — se apresuró a contestar Egtverchi —. Además, yo soy también un muchacho. Vea si no: no sólo tengo por padres a unos mamíferos, sino que soy mi propio tío, como estos sujetos que entretienen a la chiquillería por la televisión y que son siempre los tíos de todo quisque. Condesa, observo que no aprecia mis palabras en lo que valen. A cada minuto que transcurre mis afirmaciones cobran más relevancia, pero usted no quiere darse cuenta. Aun cuando me transformara en su madre seguiría bostezando usted.
    —Por mí como si ya lo hubiera hecho — dijo la condesa, fulminándolo con la miradacargada de aburrimiento —. Por tener no le falta ni su papada ni los malditos dientes planos. Y luego la forma de hablar... ¡Santo Dios!... No, conviértase en otra cosa, pero procure que no se parezca a Lucien.
    — Si estuviera en mi mano me transformaría en el conde — dijo Egtverchi, con un tono de pesadumbre en la voz que a Michelis pareció sincero —; pero no me atraen los afines. Ni siquiera entiendo a Haertel todavía. ¿Le importa que lo dejemos para otro día?
    — ¡Santo Dios! — exclamó de nuevo la condesa —. ¿Cómo se me ocurrió invitarle? Es usted demasiado cargante. No comprendo por qué me fío aún de la gente. A estas alturas debiera haber aprendido la lección.

    Ante el asombro de los presentes, Egtverchi entonó con voz clara y timbre atenorado de castrato: Swef, swef, susa... Por un momento Michelis creyó que la voz provenía de otra persona, pero la condesa se volvió hacia el litino con el rostro contraído en una mueca rabiosa que lo asemejaba a una máscara de tragedia griega.

    — Cállese — ordenó, con una voz cortante como el filo de una navaja. La expresión del semblante contrastaba vivamente con eI alegre relumbre del dorado maquillaje de los párpados, especialmente elaborado para la ocasión.
    — Como quiera — dijo Egtverchi con presteza —. Confío en que ahora no me confunda con su madre. Hay que meditar un poco antes de lanzar estas acusaciones.
    —¡Asqueroso demonio con escamas!
    — Por favor, condesa, yo tengo escamas y usted pechos. Como debe ser. Me pidió que la entretuviera y he pensado que taI vez mi sosegante canto juglaresco seria de su agrado.
    —¿Dónde ha oído usted esta canción?
    — En ninguna parte — respondió Egtverchi —. La he reconstruido aquí y ahora. El sesgo de su mirada me indicó que era usted normanda.
    — ¿Cómo lo has sabido? — inquirió Michelis, cuya curiosidad e sobrepuso a la irritación que le poseía. Era la primera vez que detectaba aptitudes musicales en Egtverchi.
    — Caramba, Mike, por los genes — respondió el litino. Su mente, escuetamente lógica como la de sus congéneres, atendió más la sustancia de la pregunta que al tono en que fue formulada —. Así conozco mi nombre y el de mi padre. E—G—T—V—E—R—C—H—I constituye la configuración de los genes de uno de mis cromosomas. Los alelos de la G, V e I corresponden sin duda a mi madre. Mi corteza cerebral puede acceder por vía sensorial directa a mi composición genética. Nosotros percibimos la estirpe donde quiera fijemos la mirada, de la misma forma que ustedes perciben los colores. Es uno de los espectros del mundo real. Nuestros antepasados inocularon este sentido en nosotros. A ustedes les iría bien hacer lo propio. Es conveniente conocer el linaje de un hombre antes siquiera de que abra la boca.

    Michelis sintió un ligero aunque evidente escalofrío de temor. Se preguntó si Chtexa había mencionado este rasgo a Ruiz—Sánchez. Lo más probable era que no, de lo contrario un hallazgo tan fascinante para un biólogo hubiera inducido al jesuita a hablar de ello. En todo caso era demasiado tarde para comentar el asunto con el sacerdote, pues éste se hallaba camino de Roma, y Cleaver todavía resultaba más inabordable. En cuanto a Agronski no alcanzaría a comprender las implicaciones del caso.

    — ¡Qué cosa más insulsa! — se lamentó la condesa, que había recobrado casi por entero el dominio de sí misma.
    — Si, insulso para los torpes y tardos de comprensión — dijo Egtverchi sin borrar la eterna sonrisa de su rostro, que en cierto modo quitaba malicia a todo lo que decía —. Pero yo me ofrecí a recrearla y no lo he conseguido. Ahora le toca el turno a usted, ¿no le parece? A fin de cuentas soy el invitado de honor. Veamos, ¿qué tiene en el subsótano, por ejemplo? Echemos un vistazo. ¿Dónde está mi joven guardia? Que alguien los despierte: hemos de ponernos en camino.

    Durante el curso de este diálogo, la nutrida concurrencia de invitados había permanecido con el oído atento, disfrutando del torpe forcejeo de la condesa con los múltiples y aguzados espolones dialécticos de Egtverchi. Cuando ella inclinó su emperifollado tocado teñido de rubio oro en señal de asentimiento e inició la marcha hacia las vías del carrilete, un denso y casi salvaje clamoreo retumbó en el salón. Liu apretó el cuerpo contra Michelis y éste la ciñó con fuerza por el talle.

    — Mike, deja que se vayan — susurró —. Regresemos a casa. Tengo suficiente.


    13


    Anotación en el diario de Egtverchi:


    3 de junio. Decimotercera semana de ciudadanía: He pasado toda la semana en casa. Aquí, en la Tierra, los ascensores nunca se detienen en esta planta. Indagar la causa. No hacen nada sin que exista un motivo.

    Fue durante la semana en que el programa del reptiloide no estuvo en antena cuando Agronski descubrió de forma súbita que había perdido su identidad. Si bien al principio no captó el sentido real de lo que le ocurría, tuvo un primer atisbo de tan fatídica involución a raíz de la discusión que sostuvo con sus colegas de misión en la casa de Xoredeshch Sfath, al comprobar que no entendía lo que Mike, el jesuita y Cleaver estaban diciendo. Al cabo de un tiempo empezó a parecerle que tampoco ellos lo sabían con certidumbre. Las largas y sinuosas colgaduras del sentimiento y de la lógica que de manera tan resuelta adornaban la húmeda atmósfera litina parecían pender en el vacío, sin sujetarse a un apéndice terreno, a un pedazo de tierra antes hollado por él u otro ser humano cualquiera.

    Luego, ya en la Tierra, no le exasperó —tan sólo sintió una vaga irritación— que la «Revista de Investigación Interestelar» no recabara su colaboración para elaborar un articulo de divulgación sobre Litina. La experiencia en este planeta se le antojaba en aquellos momentos remota y fantástica, y, por otra parte, sabia que él y los colegas considerados más prestigiosos nada tenían que decirse mutuamente con respecto al tema.

    Hasta aquí nada de particular. Lo anómalo era que hasta el presente no hubiera hallado explicación para la sensación de insondable angustia, soledad e irritación que le sobrevino al descubrir —detalle trivial a primera vista— que aquella noche no iba a retransmitirse por la pantalla tridimensional su programa favorito. En cuanto al resto, todo iba a pedir de boca. Agronski había recibido una invitación para trabajar durante un año en los laboratorios sismológicos de Fordham en atención a sus publicaciones en el campo de las ondas gravitatorias —maremotos y terremotos—, y su presencia había sido saludada con la dosis adecuada de respeto y cordialidad por parte de los jesuitas que regentaban el departamento de Ciencias de la prestigiosa Universidad. El apartamento que se le había asignado en ha residencia destinada a los científicos solteros no era ni mucho menos una celda monacal, antes bien podía afirmarse que era suntuoso tratándose de un hombre solo. Por lo demás, disponía del mejor equipo que un geólogo de su especialidad pudiera desear; tenía que dictar un número muy reducido de clases y había trabado amistades entre el grupo de estudiantes que se I había asignado. Y, sin embargo, mientras aquella noche contemplaba con indiferencia el programa que sustituía al espacio de Egtverchi...

    Analizando los hechos en retrospectiva, cada una de las fase que le habían conducido al borde de aquel abismo parecía tener un signo fatalista. Pero ¡se habían producido de forma tan subrepticia! Anhelaba regresar a la Tierra con ambigua per intensa excitación que no apuntaba a un aspecto en concreto de la vida, sino que sólo buscaba el guiño de complicidad de todas las cosas familiares. Sin embargo, a su regreso no hallo el esperado solaz en lo habitual y cotidiano. Todo se le antojaba monótono y tedioso en grado sumo. En un principio achacó esta disposición de ánimo al hecho de haber gozado de una relativa libertad, de una individualidad insólita en un mundo prácticamente deshabitado, una convulsión espiritual consecuencia de la readaptación a la vida de topo entre millones de congéneres.

    Luego vio que esta conmoción no se producía, sino que, ante bien, le invadía una indefinida ausencia de toda sensación, como si lo familiar careciera de atractivo para inducirle a obrar o llegara siquiera a afectarle. Mientras se sucedían los días, este entumecimiento del intelecto, de los sentimientos y de los sentidos se fue acentuando hasta constituir una sensación en sí, una especie de vahído que le hacia como tambalearse sin acertar encontrar un asidero o a pisar suelo firme, y mucho menos a determinar qué clase de terreno hollaba en aquellos momentos

    Hallándose en tal situación de ánimo sintonizó un día la emisión de Egtverchi, movido primero por la mera curiosidad (en la medida que le era posible recordar un impulso experimentado hacia algún tiempo). Agronski halló en aquellas charlas un algo que le era de gran ayuda, si bien no podía precisar en qué consistía. En definitiva, a veces Egtverchi le distraía. En ocasiona el reptiloide le recordaba vagamente que en Litina, por más desconectado que hubiera estado de las ideas y propósitos de los restantes miembros del grupo, había saboreado una intimidad y una individualidad sin par, lo que le procuraba un alivio pasajero. Había momentos en que oyendo a Egtverchi lanzar acres acusaciones contra la imagen de la Tierra que le era familiar Agronski experimentaba arrebatos de genuino placer, como si el litino se hubiera erigido en su paladín en la consumación de un largo complejo desquite contra un adversario escondido anónimo. Con todo, la mayor parte de las veces Egtverchi conseguía romper la costra de nauseabunda insensibilidad le oprimía, y contemplar el programa de Egtverchi en la pantalla acabó por convertirse en un hábito más de su vida.

    En el ínterin se sintió cada vez más abrumado por la idea de e no entendía el proceder de sus conciudadanos, y en las pocas ocasiones que lo conseguía, sus actos se le antojaban trascendentes y anodinos. ¿Por qué la gente aceptaba aquel régimen de vida? ¿Tan importante era lo que se traían entre manos? El aire de resuelta y obcecada preocupación con que el troglodita medio acudía a su trabajo, lo realizaba y regresaba finalmente a su cubil en la zona de blanco asignada le hubiera parecido trágico si los actores no hubieran sido unos pobres seres sin peso especifico alguno. El afán, la entrega, la sofistería, el escaso sentido del humor, el talento, la dura labor la inmersión total de aquellos que consideraban su tarea o a mismos importantes, le habrían parecido absurdos si Agronski hubiera sido capaz de fijar la atención en cosas más dignas de interés. Lo cierto, empero, era que empezaba a perderle gusto a todo rápidamente. Hasta los bistecs, con lo que tanto soñaba en litina, eran una de tantas operaciones rutinarias, un ejercicio maquinal que consistía en cortar, pinchar y engullir, con el complemento de una mala digestión.

    A veces sentía por breves instantes envidia de los científicos la comunidad religiosa. Todavía estimaban que la geología a una cosa importante, ilusión que a él se le aparecía como muy remota, aunque de hecho se retrotrayera a sólo unas cortas semanas. También la religión estimulaba vigorosamente el intento de los religiosos, y con más motivo en aquel Año Santo. En el curso de algunas charlas que había sostenido el año pasado con Ramón, Agronski creía haber interpretado que la Compañía Jesús era la corteza cerebral de la Iglesia, vinculada a sus más intrincados problemas morales, teológicos y organizativos. En particular recordaba que compete a los jesuitas sopesar las gestiones de gobierno de la Iglesia y formular recomendaciones a Roma, y en este punto se centraba buena parte del apasionamiento que reinaba en el seno de la comunidad de Fordham. En cuanto a Agronski, que nunca se sintió lo bastante espoleado para penetrar en la esencia de la cuestión, tenia idea de que aquel año el papa se iba a pronunciarse sobre una de las cuestiones dogmáticas más trascendentales del catolicismo, comparable dogma de la Asunción de la Virgen, proclamado un siglo antes. De las apasionadas discusiones que en el refectorio a terminar las tareas llegaban a sus oídos, dedujo que la Compañía de Jesús ya había formulado una recomendación al respecto, y que la polémica se centraba únicamente en la decisión pudiera tomar el papa Adriano. Le sorprendió un tanto que todavía se abordara la discusión de algunos puntos sobre el tema, hasta que el rumor de una conversación en el comedor común le informó de que las decisiones de la Orden no tenían en modo alguno carácter vinculante. Los jesuitas de la época habían abatido con encono la doctrina de la Asunción, pese a que era la doctrina que auspiciaba el pontífice entonces titular. Al fin prevaleció esta última: la decisión del representante de Pedro estaba más allá de toda discusión.

    En el clima general de confusión y náusea que le envolvía Agronski empezaba a vislumbrar que nada en el mundo podía considerarse cierto hasta tal extremo. A la postre terminó sintiéndose tan distanciado de sus colegas de Fordham como Ruiz—Sánchez en Litina. En 2050 la Iglesia ocupaba sólo el cuarto lugar en cuanto a número de fieles, detrás de los musulmanes islámicos, los budistas y las sectas hindú, por este orden. después de los católicos seguía el confuso contingente de grupos protestantes, que tal vez rebasara al de aquéllos si se incluía él a los que profesaban confesiones que apenas merecían reseñarse, y probablemente el número de agnósticos, ateos e indiferentes, tomados en bloque, fuera por lo menos tan crecido como el de judíos, o quizá más. En cuanto a Agronski, sabía oscuramente que no se sentía vinculado a ninguno de ellos. Había cortado las amarras y poco a poco empezaba a dudar de la existencia del propio universo fenoménico. No conseguía interesarse lo suficiente en lo que probablemente era irreal para tener la sensación de que el esquema intelectual que uno edificara sobre ellos importara realmente, bien se tratara del Antiguo Episcopalismo o del Positivismo Lógico. Cuando a uno no le apetece el bistec, ¿qué importa si está tierno, o si ha sido bien trinchado, cocinado o servido?

    La invitación para asistir a la presentación social de Egtverchi casi consiguió perforar la densa niebla que se interponía entre Agronski y el resto de la Creación. En un principio se ocurrió que la visita de un litino podía beneficiarle de algún modo, si bien no habría sabido concretar de qué modo; y a más deseaba ver de nuevo a Mike y al padre, estimulado por el recuerdo de que una vez les profesara afecto. Pero Ruiz—Sánchez estaba ausente y Mike se hallaba a muchos años luz de distancia haber emprendido en el ínterin relaciones con una mujer —de cuantas insensatas obsesiones plagaban a la humanidad Agronski estaba a la sazón más resuelto que nunca a evitar la tiranía del sexo—. Por lo demás, visto en persona, Egtverchi resultó ser una grotesca y alarmante caricatura terrestre de los nos que Agronski recordaba. Irritado consigo mismo huía constantemente de ellos, y absorto en esta tarea de evasión terminó completamente embriagado. De la fiesta apenas recordaba otra cosa que retazos del forcejeo que sostuvo con un lacayo rostro atezado en una gran estancia oscura cercada por rejilla metálica, como si hubiera estado en el interior de la torre Eiffel a medianoche, remembranza aquella de la que formaban parte singulares nubes de vapor que se elevaban en el aire y una aniquilante intensificación de la sensación de repulsivo y abrumador vahído, como si él y su anónimo adversario fueran conducidos a los infiernos sujetos al extremo de un pistón hidráulico de mil kilómetros de largo.

    Al día siguiente despertó en su piso pasado mediodía, con el vértigo multiplicado y poseído de la aterradora sensación de haber participado en un holocausto y llevando a cuestas la peor resaca que recordaba desde que se emborrachó con jerez aguado durante la primera semana como estudiante de primer año la universidad.

    Dos días le había costado reponerse de la resaca en cuestión o el resto de sus aflicciones persistió en su integridad, marginándole incluso de los objetos palpables y visibles de su apartamento. No probaba bocado; la lectura le parecía insulsa y ente de sentido, y no podía desplazarse desde el sillón al baño sin preguntarse a cada paso si la habitación iba a caerle encima o a esfumarse de su vista. Nada parecía tener ya volumen, textura, masa y, mucho menos, color. Las propiedades accesorias de las cosas, que desde la vuelta a la Tierra se escapaban lenta pero persistentemente de su entorno, se le ocultaba ahora por entero, y el proceso afectaba ya a las percepciones primarias.

    El final era claro y previsible. Dentro de muy poco tiempo quedaría otra cosa que el minúsculo entramado de los hábitos tipo en el centro de los cuales moraba esa depauperada e incognoscible entidad que era su yo. Para cuando uno de estos hábitos le impulsó a colocarse ante la pantalla tridimensional conectar de un manotazo el encendido, era demasiado tarde para salvar algo más. El universo se había despoblado y él era el único morador. No quedaba nada ni nadie.

    Pero cuando la pantalla se iluminó y no apareció la imagen de Egtverchi, descubrió que hasta el yo era un extraño. El interior del tenue caparazón que ocultaba la irrefrenable conciencia de uno mismo estaba tan vacío como una jarra puesta boca abajo.


    14


    Ruiz-Sánchez depositó en su regazo la carta reproducida en fino paño y múltiples dobleces y miró distraídamente por la ventana del compartimiento del rápido en que viajaba. Hacía ya una hora que el tren había salido de Nápoles, lo que equivalía poco más o menos a casi la mitad del recorrido hasta Roma, y de momento no había visto nada de la tierra que tanto anhelaba conocer desde que llegara al estado adulto. Además, tenia ahora un quebradero de cabeza. La letra inclinada y de ancho trazo de Michelis era, en el mejor de los casos, tan ilegible como la escritura de Beethoven. Era evidente que la había pergeñado en circunstancias adversas.

    Por si fuera poco, tras el impacto de las emociones en los complicados rasgos de la escritura de Michelis, la reducción y la obtención del facsímil los habían comprimido hasta convertir la misiva original en un trozo de finísima tela apta para ser expedida por el misil de Correos, de forma que sólo un asiriólogo capaz de descifrar la escritura cuneiforme podría haber hecho otro tanto con aquellos vestigios.

    Tras una pausa reanudó la lectura donde la había terminado El texto de la carta decía:

    [...] razón por la que no fui testigo de la catástrofe que siguió. Todavía tengo mis dudas de que Egtverchi sea el único culpable. Puede que las emanaciones de los humos preparados por la condesa también le afectaran, pues no creo que su metabolismo sea totalmente distinto del nuestro. Sin embargo, tú hubieras podido sacar conclusiones más fundadas que las mías. Es muy posible que mis afirmaciones sean gratuitas.
    En todo caso, de la degollina acaecida en el subsótano sólo sé lo que traen los periódicos. Por si no los has leído te diré que todo empezó cuando Egtverchi y sus seguidores empezaron a impacientarse bien por la lentitud de la marcha del carrilete bien por la clase de distracción que se les ofrecía desde él, y optaron por realizar una incursión por su cuenta, echando abajo los mamparos que separaban los distintos reservados cuando no hallaban un medio mejor de penetrar en el interior. Egtverchi no tiene aún la fortaleza de un litino adulto, pero es corpulento y no le costó mucho derribar los tabiques.
    Lo que ocurrió a continuación no está muy claro. Depende de la versión periodística que uno prefiera. Por lo que he podido recoger de todas estas reseñas, Egtverchi no infligió en persona daño alguno, y si sus adalides lo causaron también se llevaron su parte, puesto que uno de ellos resultó muerto. El principal quebranto lo ha sufrido la condesa, que se ha arruinado. Algunos de los reservados invadidos no figuraban en la ruta del carrilete, y había en ellos unos cuantos peces gordos disfrutando cada uno de su orgía particular, ideadas para ellos por los maestros de festejos de la condesa. Los que no han cedido ya ante los relatos sensacionalistas —si bien hay casos en que la publicidad que se les ha dado está por debajo de las escenas que tenían lugar en los reservados— se han echado a la calle para tomarse la venganza por su mano contra la estirpe de los Averoigne.
    Por supuesto que lo ocurrido no afecta al conde de manera directa, pues ni siquiera tenia idea de lo que estaba ocurriendo. (Por cierto, ¿leíste el último trabajo monográfico de «H. O. Petard»? Vale la pena: le da un enfoque distinto a las ecuaciones de Haertel que demuestra la posibilidad de palpar, de ver, la relación normal espacio—tiempo y maniobrar en torno a ella. En teoría se puede fotografiar una estrella y obtener una imagen actual que no llega al año luz de demora. Otro buen directo en la mandíbula del pobre Einstein.) Pero ya no es Procurator de Canarsie, y a menos que se apresure a quitarle de las manos el dinero a la condesa, terminará como un troglodita cualquiera. Por el momento nadie sabe dónde se halla, de modo que a menos que haya leído los periódicos no está a tiempo de adoptar una medida lo bastante drástica. En todo caso, sea cual fuere su reacción, la condesa ha caído en desgracia por el resto de sus días en los círculos sociales que frecuentaba.
    A estas alturas ni siquiera puedo discernir si lo ocurrido entraba en los cálculos de Egtverchi o si todo fue resultado de un momento de ofuscación. El afirma que la próxima semana responderá por la televisión a las criticas de la prensa. Esta semana no se ha dejado ver por motivos que se niega a exponer, pero me parece que nada de lo que pueda decir tenderá a restaurar la compostura que exigía del público antes de la fiesta. Anda ya medio convencido de que las leyes que rigen en la Tierra son, en el mejor de los casos, puras extravagancias. ¡Y ten en cuenta que más de la mitad del auditorio que sigue la emisión está integrado por gente joven!
    Me gustaría que fueses el tipo de hombre que suele decir: «Te lo advertí» por lo menos me cabría la dudosa satisfacción del asentimiento. Pero es demasiado tarde para eso. Si dispones de un momento y puedes formular alguna recomendación te ruego me lo comuniques por correo urgente. Estamos con el agua al cuello.
    Mike
    P.D. Ayer contraje matrimonio con Liu. Nos casamos antes de lo previsto movidos los dos por un sentimiento de apremio que me resulta difícil explicar y que linda con la angustia. Es como si presintiera que va a ocurrir un hecho trascendental. Eso creo yo, pero ¿qué? Por favor, escribe.
    M.


    El jesuita dejó escapar un involuntario gruñido que levantó miradas apáticas entre los ocupantes del compartimiento: un polaco arropado en una zamarra que se había pasado el día sin abrir boca, rebanando un enorme y aromático queso que traía consigo desde la estación de origen y un vedantista hollywoodense con sandalias, sayo y barba que ciertamente olía peor que el queso y cuya presencia en Roma durante un Año Santo resultaba difícilmente explicable.

    Ruiz—Sánchez cerró los ojos para abstraerse de sus compañeros de viaje. Muy inquieto tenía que estar el pobre Mike para escribirle una misiva como aquélla a la mañana siguiente de su boda. No era de extrañar que fuera casi ilegible.

    Abrió los ojos con cautela. El sol casi le cegaba, pero pudo vislumbrar un campo de olivos en el marco de unos cerros de color pardo oscuro que se alineaban ordenadamente bajo un cielo de purísimo azul. De repente, las colinas se le vinieron encima como una mole y el tren se adentró a toque de silbato en un túnel.

    Ruiz—Sánchez volvió a coger la carta; pero al pronto los apresurados trazos se enturbiaron hasta convertirse en una difusa mancha. Un brusco alfilerazo de dolor le oprimió la parte superior del glóbulo ocular, ¡Santo Dios! ¿Se estaría volviendo ciego? Menuda tontería. Aquello no era más que un acceso de hipocondría. No; no le aquejaba ninguna dolencia. Sólo tenia la vista cansada. El pinchazo en el ojo fue debido a la tensión que comprimía el seno esfenoidal izquierdo, que tenia inflamado desde que salió de Lima para residir en el húmedo hemisferio norte y que la atmósfera acuosa de Litina no había hecho sino agudizar.

    A la sazón lo que le tenia inquieto era la carta de Michelis, cosa por demás evidente. No había por qué echar la culpa del malestar a los ojos o a los senos nasales, meros sustitutivos psicológicos ante sus manos vacías, huérfanas incluso del ánfora en la que Egtverchi había nacido. De aquel presente no quedaba más que la carta. ¿Qué respuesta dar a lo que estaba aconteciendo?

    ¡Caramba! Pues la que según toda evidencia Michelis empezaba a vislumbrar: que la razón de la popularidad y de la conducta de Egtverchi radicaba en el hecho de que era un ser mental y emocionalmente inadaptado. No había conocido la crianza habitual entre los de su especie, que le hubiera mostrado cuán importante es aprender a sobrevivir en una sociedad eminentemente predadora, y en cuanto al código ético que regia en la Tierra apenas tuvo tiempo de abordar su estudio cuando Michelis lo sacó materialmente del aula para convertirlo en un ciudadano. A la sazón había tenido ya amplias oportunidades de constatar la hipócrita observancia que algunos hacían de estas leyes, lo que dada la inflexible lógica de la mente litina sólo podía significar como mucho que todo el cúmulo de preceptos morales venia a ser una especie de juego. (Egtverchi conoció en la Tierra la noción de juego, desconocida en Litina.) Sin embargo, no podía compensar dicha carencia con un código litino, ya que ignoraba la civilización de aquel planeta tanto como la vida en los mares, las sabanas y las selvas. En una palabra: su situación era pareja a la del niño criado entre lobeznos.

    El tren salió con estruendo del túnel, con la misma velocidad con que había entrado, y de nuevo el fulgor del sol obligó a Ruiz—Sánchez a entornar los ojos. Cuando volvió a abrirlos se vio recompensado con la visión de una panorámica de viñedos en bancales. Era obvio que el convoy atravesaba una región vinícola, y a juzgar por las montañas, que en aquel sector eran muy agrestes, debían de estar aproximándose a Terracina. Con un poco de suerte muy pronto divisaría el monte Circeo, aunque a Ruiz—Sánchez le atraía mucho más la contemplación de los viñedos.

    Por lo que le había sido dado observar hasta el momento, los estados italianos se hallaban excavados a mucha menos profundidad que el resto del mundo, y sus moradores habitaban la superficie una porción de sus vidas mucho mayor que la de otros muchos estados. Hasta cierto punto ello era consecuencia de la pobreza. En efecto, Italia no había dispuesto de los recursos económicos suficientes para participar en la fase inicial del programa de construcción de refugios subterráneos o en cualquier otro programa de magnitud siquiera comparable a las posibilidades de los Estados Unidos e incluso de otros países continentales. Con todo, había en Nápoles una vasta área de construcciones subterráneas, y la del subsuelo romano era la cuarta del mundo en importancia. Había sido excavada con fondos provenientes de todo el hemisferio occidental, cuando los primeros trabajos de remoción de tierras descubrieron insospechados hallazgos arqueológicos de incalculable valor, y en los trabajos participaron nutridos contingentes de voluntarios extranjeros.

    En parte, sin embargo, la causa de esta permanencia en el exterior era la obstinación misma de los oriundos de aquellas tierras. Un vasto sector de la densa población italiana no había conocido otra forma de vida que la residencia al aire libre y no podía sin más acostumbrarse a morar permanentemente baja tierra. De todos los estados Refugio —en cuya categoría sólo faltaban los países en estado de casi completo subdesarrollo o aquellos cuyo suelo eran páramos desiertos sin posibilidades de recuperación—, Italia era en proporción el país menos sepultado del orbe.

    En el caso de que este rasgo fuera también aplicable a Roma la Ciudad Eterna seria con mucho la urbe más racionalmente edificada de todas las grandes capitales del planeta. Ruiz—Sánchez pensó fugazmente que nadie hubiera osado aventurar una conjetura de este género tratándose de una metrópoli fundada en el 753 antes de Cristo por un caudillo amamantado por una loba.

    En cuanto al Vaticano no albergaba, claro está, duda alguna; pero no era menos cierto que el Vaticano no es Roma. Estas reflexiones le trajeron a la memoria que tenia concertada una audiencia especial con el Santo Padre para mañana, antes de la ceremonia de beso del anillo, lo que significaba que seria recibido antes de las 10.00 horas —lo más probable a las 7.00 horas— pues el pontífice era hombre muy madrugador, y cabida suponer que en aquel año especialmente solemne estaría celebrando audiencias de todo tipo durante las veinticuatro horas del día. Ruiz—Sánchez había dispuesto de casi un mes para preparar la entrevista, ya que la convocatoria papal le había llegado al poco tiempo de la citación de comparecencia evacuada por el Colegio Cardenalicio con objeto de rendir cuentas de su herejía. Sin embargo, se sentía más inerme que nunca. Se preguntaba cuánto tiempo hacia que el papa se había entrevistado en persona con un jesuita que se reconociera culpable de herejía, y qué había dicho este hipotético predecesor en tales circunstancias. Sin duda las actas debían de conservarse en la Biblioteca Vaticana, debidamente registradas por algún maestro de ceremonias papales siempre meticulosos en su deber para con la historia, como lo fueron todos los maestros que sucedieron al inapreciable Burchard—; pero Ruiz—Sánchez no dispondría de tiempo para consultarlas.

    De ahora en adelante mil pequeñas vicisitudes le mantendrían ocupado y no le permitirían conceder nuevo reposo a su mente ni a su corazón. Sólo orientarse en la ciudad iba a ser una tarea fatigosa, y encima tenia que buscar alojamiento. Ninguna de las residencias para religiosos se avendría a darle albergue, ya que al parecer había corrido la voz sobre su caso, y tampoco tenia suficiente dinero para instalarse en un hotel, aunque si las cosas iban mal dadas tenia reserva confirmada en uno de los hoteles más caros, donde siempre podrían acomodarle en el cuarto de la ropa blanca. Dar con una pensión, la única alternativa soportable, iba a resultarle sobremanera dificultoso, ya que la plaza que le consiguió la agencia de viajes tuvo que cancelarla tan pronto recibió la convocatoria pontifical, por hallarse dicha plaza demasiado alejada de San Pedro. La agencia en cuestión no había podido hacer otra cosa que sugerirle que durmiera en la zona subterránea, cosa que en modo alguno estaba dispuesto a llevar a cabo. El dependiente que le atendió le había dicho con tono beligerante que a fin de cuentas era Año Santo, como quien dice «estamos en guerra, ¿no lo sabia usted?».

    Y, ciertamente, tenia razón al expresarse en aquel tono, puesto que había una guerra de por medio. El Maligno se hallaba a la sazón a cincuenta años luz de distancia, pero aún así estaba como quien dice a las puertas del planeta.

    Un impulso le llevó a verificar la fecha de la carta de Michelis. Con sorpresa y desazón descubrió que había sido escrita hacia casi dos semanas, aunque en la estampilla de Correos figurara la fecha del día. En realidad la carta había sido entregada en Correos unas seis horas antes, a tiempo para viajar en el misil del amanecer con destino a Nápoles. Michelis se había demorado en echarla al buzón o tal vez había dado muchas vueltas a lo que escribía y la había redactado por etapas. Sin embargo, el proceso de reducción y posterior conversión en facsímil sumados a la tensión ocular que padecía contribuían a que no pudiera detectar correcciones o diferencias en la clase de tinta utilizada.

    Al cabo de un momento Ruiz—Sánchez cayó en la cuenta de la importancia que revestía para él la diferencia de fechas. Significaba que la respuesta de Egtverchi por la telepantalla a las criticas de la prensa había tenido lugar hacia una semana, y precisamente aquella noche el litino volvería a estar en antena.

    El programa de Egtverchi se emitía a las 3.00 hora de Roma. Ruiz—Sánchez iba a tener que madrugar más que el pontífice. A decir verdad, pensó compungido, ni siquiera le daría tiempo a echarse un rato.

    El tren entró en la Stazione Termini de Roma cinco minutos antes del horario previsto al tiempo que emitía un pitido estridente como el chillido de una mujer. No le costó mucho a Ruiz—Sánchez dar con un mozo de andén, al que obsequió con la habitual propina de 100 liras por las dos maletas a la par que le indicaba el punto de destino. El sacerdote sabia bastante italiano, pero no la parla común, por lo que el facchino sonreía con ostensible regodeo cada vez que Ruiz—Sánchez abría la boca. Había aprendido la lengua en los libros: una parte leyendo al Dante, pero sobre todo en los libretos de óperas, con lo que su defectuosa pronunciación quedaba compensada por las rocambolescas frases que engarzaba. Era incapaz de preguntar por la parada de frutas más cercana sin que pareciese que iba a echarse de cabeza al Tiber si no obtenía respuesta.

    — Bé 'a! — repetía el mozo, cada vez que el jesuita construía una frase —. Che bé 'a!

    Aun así, la actitud del hombre resultaba más soportable que la que halló en Francia a raíz de la visita que realizó a París quince años atrás. Se acordaba de un taxista que no quiso atender su petición de ser conducido al Hotel Continental a menos que le escribiera la dirección en un papel, tras lo cual el muy tuno comprendió todo como por arte de magia: «Ah, ah... ¡El Continental!», repitió. Ruiz—Sánchez descubrió que era aquél un método generalizado entre los franceses, quienes parecían muy interesados en hacerle ver a uno que sin una perfecta pronunciación del idioma un extranjero no tenia posibilidades de hacerse entender.

    Por las trazas, los italianos se daban por satisfechos con un término medio. El portero se chanceaba de la florida prosa del cura, pero lo cierto es que acompañó con presteza a Ruiz—Sánchez hasta un quiosco donde poder comprar una revista ilustrada con epígrafes lo bastante extensos para tener la seguridad de que la reseña sobre la aparición de Egtverchi en la telepantalla sería bastante explicativa. Luego le llevó por la rampa izquierda de la estación, que cruzaba la Piazza Cinquecento, hasta el cruce de la Vía Viminal con la Vía Diocleciana, tal como el jesuita le había rogado. Sin pensarlo dos veces le dobló la propina. Un guía tan eficaz resultaba doblemente valioso en momentos en que el factor tiempo era de vital importancia. Además, podía volver a necesitar de sus servicios.

    El mozo le dejó en la Casa del Passegero, que pasaba por ser el mejor albergue de Italia para viajeros en tránsito y que, según descubrió Ruiz—Sánchez, quería decir el mejor del mundo, porque en ninguna otra parte existen alojamientos comparables a los aIberghi diurni. Allí pudo depositar en consigna el equipaje, leer la revista en la cafetería mientras sorbía un café y engullía una pasta, cortarse el pelo, hacerse lustrar los zapatos, tomar un baño mientras le planchaban la ropa, e iniciar en seguida la serie de llamadas que confiaba le iban a permitir pasar la noche en un catre, a ser posible en un alojamiento cercano a su punto de cita, o cuando menos en algún lugar de Roma que no fuera un habitáculo del sector subterráneo.

    En la cafetería, en la silla del barbero e incluso en la bañera le estuvo dando vueltas y más vueltas a la crónica que reseñaba la emisión de Egtverchi. El periodista italiano no transcribía el texto integro por razones obvias —una emisión de trece minutos hubiera llenado toda una página de la revista cuando sólo disponía de una columna tipográfica—, pero había sabido interpretar con penetración el sentido de aquélla y la breve reseña constituía un lúcido análisis de lo ocurrido. Ruiz—Sánchez estaba conmocionado.

    De la lectura se deducía que Egtverchi había montado su defensa tomando como base cada una de las crónicas de la noche conforme eran retransmitidas por los servicios cablegráficos, sin tiempo para seleccionar el material, realizando una brillante e improvisada refutación de los postulados y presupuestos morales de los terrestres. El hilo conductor de su argumentación lo resumía el articulista con una frase del Infierno de Dante: Per che mi scerpi? / non hai tu spirito di pietate alcuno?, o sea el lamento de los Suicidas, que sólo pueden hacerse oír cuando las Arpías desgarran sus carnes y fluye la sangre: «¿Por qué me hieres?» La breve reseña del periodista constituía un alegato que sin justificar la conducta de Egtverchi ridiculizaba cumplidamente la idea de que hubiera alguien libre de culpa para arrojar la primera piedra. Indudablemente Egtverchi había asimilado hasta la última de las maléficas Rules for Debate de Schopenhauer.

    «Y a decir verdad —añadia el periodista italiano—, en Manhattan se sabe que los directivos de la QBC estuvieron en un tris de cortar la emisión del extraterrestre en el momento en que abordó el tema de la guerra de los burdeles en Estocolmo. Pero les disuadió el gran número de llamadas telefónicas, telegramas y radiogramas que empezaron a llegar al cuartel general de la QBC precisamente en aquel momento. Desde entonces la respuesta popular no ha perdido fuerza y sigue siendo de abrumadora aprobación. A instancias del principal patrocinador comercial de la emisión del Signor Egtverchi, las Cocinas Universales Bridget Bifalco, la estación difusora difunde casi cada hora un comunicado facilitando estadísticas que «prueban» que el programa en cuestión constituye un éxito espectacular. Ahora, el Signor Egtverchi se ha convertido en un valor sólido, y si la experiencia pasada sirve de algo —cosa indudable—, ello significa que en adelante el litino se verá inducido a exhibir aquellos aspectos de su condición de personaje popular que antaño le merecieron acres censuras y que llevaron a la emisora a pensar en la posibilidad de cortar la retransmisión del programa. En una palabra: de la noche a la mañana, el litino vale su peso en oro.

    Era un articulo a la vez documentado y redactado con apasionamiento, dentro del más puro estilo romano, pero mientras Ruiz—Sánchez no supiera con exactitud qué había dicho Egtverchi en la telepantalla no podría poner en entredicho ni una sola de las afirmaciones del articulista. Tanto la visión del periodista como el cálido tono del lenguaje empleado parecían estar justificados, aunque indudablemente siempre cabria aducir que el periodista se había dejado unas cuantas cosas en el tintero.

    Por lo menos en lo que a Ruiz—Sánchez concernía, el mensaje de Egtverchi le llegaba con claridad. Era un acento familiar, de aséptica perfección. ¡Y pensar que iba destinado a un auditorio compuesto mayormente por menores de edad! ¿Había existido en verdad alguna vez una criatura llamada Egtverchi? En tal caso, debió de estar poseído por el demonio. Sin embargo, Ruiz—Sánchez nunca creyó en ello por la sencilla razón de que no hubo nunca un Egtverchi al que poseer. El litino era él mismo un engendro del diablo, como el propio Chtexa, como la totalidad de Litina. Satán se atrevía ya a asomar cabeza en la persona de Egtverchi, a manipular fondos, a prohijar mentiras, a emponzoñar la mente, generar aflicción y congoja, corromper a los jóvenes, arruinar el amor y organizar ejércitos... Y todo en pleno Año Santo.

    Ruiz—Sánchez se quedó pensativo con el brazo a medio meter en la manga de la chaqueta veraniega y la vista fija en el techo del vestuario. Tenia que realizar dos llamadas telefónicas, ninguna de ellas dirigida al general de su Orden; pero había cambiado ya de parecer.

    ¿Acaso durante todo este tiempo no había sabido descifrar señales tan obvias, o desvariaba como se presupone en los herejes, al intuir el Dies irae, la cólera del Señor, nada menos que entre los vapores del baño de un establecimiento público? ¿Era Egtverchi un nuevo Armagedón de la pantalla tridimensional? ¿El infierno abierto para dar libertad de movimientos a un comediante que sabia cómo entretener a chiquillos y adolescentes?

    No podía afirmarlo a ciencia cierta. De lo único que estaba seguro era de que aquella noche no podía ni soñar en acostarse. Experimentaba la necesidad de recogerse entre los muros de una iglesia. Abandonó el albergue tan de prisa como le fue posible, dejando en él todas sus pertenencias, y recorrió de nuevo, esta vez solo, el trecho hasta la Vía del Termini. La guía turística señalaba la presencia de un templo en la vecina Piazza della República, contiguo a los Baños de Diocleciano. La guía resultó fidedigna. En efecto, el templo se levantaba en el lugar indicado: Santa María d'Angeli. No se detuvo en el pórtico para recobrarse del calor, pese a que el sol de media tarde era casi tan intenso como el del mediodía. Quizá mañana la jornada resultara mucho más tórrida, irremisiblemente ígnea.

    El jesuita se arrodilló en el pavimento y oró estremecido de pavor. La plegaria no alivió de forma ostensible su desasosiego.


    15


    La floresta que envolvía a Michelis aparecía petrificada en una eclosión de inmovilidad. La luz diurna, de vagos tonos azulgrises, se tenia de verde oscuro al filtrarse por el tamiz de la vegetación, y allí donde la luz se proyectaba en nítidos haces, parecía impregnar el espacio más que reverberar en los muros, polarizando la floresta en una inversión de imágenes que llenaban toda la estancia. La inmovilidad del entorno daba mayor verismo a la ilusión óptica. Parecía como si un soplo de brisa pudiera descomponer de forma súbita los reflejos de luz. Pero no había brisa y sólo el paso de las horas destruiría aquellas imágenes

    Egtverchi, en cambio, estaba en movimiento. Aun cuando su figura parecía empequeñecida por la distancia, la imagen se ajustaba a las proporciones del marco vegetal e incluso adquiría coloraciones más naturales y perfiles más nítidos. Sus gestos, circunscritos en el cuadro de la pantalla, eran invitantes, como si quisiera arrancar a Michelis de aquella vegetación inerte.

    La voz era el único elemento discordante. Hablaba en un tono normal, lo que significaba que era en exceso destemplada para sintonizar consigo mismo o con su entorno (y el de Michelis). Tan estridente se le antojaba a éste que, sumido en sus cavilaciones, poco faltó para que se le escapara el contenido de la última parte del discurso de Egtverchi. Sólo cuando el litino inclinó la cabeza en irónica reverencia y su imagen y su voz se hubieran extinguido dejando tras de si sólo el omnipresente y sordo zumbido de un insecto, la mente de Michelis discernió el sentido de sus palabras.

    El químico permaneció sentado, como aturdido. Transcurrieron treinta segundos largos de un anuncio del «delicioso compuesto de Knish Instantáneo Mammale Bifalco» antes de que pensara en pulsar el mando de desconexión de imagen, cortando la voz de la Miss Bridget Bifalco de aquel año, que se diluyó como si del propio compuesto harinoso se tratase, antes de que tuviera oportunidad de soltar en la parla regional el tópico publicitario de rigor («Un minuto, querido, que voy a batirlo»). Los movedizos electrones de la sustancia luminiscente fueron reabsorbidos por los átomos que los habían liberado mediante el dispositivo concebido por De Broglie pero a escala reducida, encastrado en el marco de la pantalla. Los átomos recuperaron la afinidad química, las moléculas se enfriaron y la pantalla se convirtió en una reproducción estática de Capricho en febrero, de Paul Klee. Michelis recordó por inercia mental que la composición estática era fruto del primer trabajo de investigación publicado por «Petard», la única incursión del conde d'Averoigne por el campo de la matemática aplicada, elaborado cuando contaba sólo diecisiete años.

    — ¿Qué pretende ahora? — preguntó Liu con voz débil —. Ya no entiendo ni lo que dice. El ha llamado a esto una demostración, pero ¿qué aspira a demostrar? — ¡Es infantil!
    — Si — dijo Michelis. Por el momento no se le ocurría otra cosa que decir. Necesitaba recobrar el ánimo, que en los últimos días le estaba abandonando visiblemente. Hasta fue una de las razones que le movió a contraer rápido matrimonio con Liu. Necesitaba del sosiego de la joven, porque el suyo escapaba con inquietante celeridad. Sin embargo, la placidez de Liu no parecía trascender a él. Hasta el piso que ocupaban, que al principio fue para ambos una fuente de serenidad y de dicha, se le antojaba una ratonera. Estaba situado a gran altura de la superficie en uno de los edificios más apartados de la parte alta del East Side, en Manhattan. Antes de contraer matrimonio Liu ocupaba un apartamento mucho más pequeño en la misma construcción, y Michelis, después de asimilar la idea, decidió instalarse con la chica en el piso que a la sazón ocupaban, para lo cual sólo tuvieron que utilizar un mínimo de influencias. Y es que habitar en tales lugares no era normal, ni mucho menos estaba de moda. Fueron oficialmente advertidos que la zona se consideraba peligrosa, pues de vez en cuando las bandas juveniles realizaban incursiones por los habitáculos no subterráneos. En todo caso, morar en tales lugares ya no estaba estrictamente prohibido si uno disponía de los medios suficientes para permitirse residir en tales atalayas de lo que antaño fuera el casco urbano.

    Al contar con un espacio adicional, la artista que Liu llevaba dentro, más allá de su fachada como técnico de laboratorio, no tardó en desbordarse calladamente. Envuelto en el verde fulgor de las luces ocultas que iluminaban los muros, Michelis estaba rodeado por lo que tenia todo el aspecto de una floresta en pequeña escala. Liu había dispuesto sobre unas mesillas «jardines japoneses» con genuinos árboles Ming y cedros enanos. De un vulgar trozo de leño tallado con exquisito gusto, Liu había hecho una lámpara oriental. Cestas de mimbre a modo de macetas, situadas al nivel de la vista, circundaban toda la estancia. En su interior, formando un denso manto vegetal, brotaban la yedra, el cordobán, el árbol del caucho, el filodendro y otras especies no florales. Detrás de las macetas de fibra vegetal se elevaba hasta el techo un espejo de una sola pieza quebrado sólo por la composición de Klee que ocultaba la telepantalla. El tema del cuadro, compuesto en buena parte a base de ángulos sueltos y jeroglíficos mayas semejantes a símbolos matemáticos, era un placentero foco de aridez por el que Liu había pagado una fuerte sobreprima, ya que las «coberturas» de los valores públicos de la QBC eran en su mayor parte Sargents y Van Goghs. Por otro lado, como las luces estaban disimuladas detrás de las cestas, la pieza producía un efecto de exuberancia extraterrestre que sólo con grandes dificultades podía ser contenida en tan estrechos limites.

    — Entiendo lo que quiere decir — dijo por último Michelis —. Pero no sé cómo explicarlo. Déjame pensar un momento. Entretanto, ¿por qué no preparas algo de comer? Mejor será hacerlo temprano. Estoy seguro de que vamos a tener visitas.
    —¿Visitas? Pero... Como quieras, Mike.

    Michelis se acercó al amplio ventanal y paseó la vista por la terraza. Las plantas en floración habían sido puestas en ella, formando un auténtico jardín que fue preciso aislar herméticamente del resto de la residencia, ya que además de ser una gran aficionada a la jardinería, Liu se dedicaba a la apicultura. En la terraza tenia un verdadero enjambre que producía singulares y exóticas mieles, consecuencia de la libación de las variadas especies florales que la muchacha había dispuesto con tan minucioso cuidado. La miel era de agradabilísimo aroma y múltiples gustos, en ocasiones demasiado amarga para comer como no fuera en pequeñas dosis, al extremo de un tenedor, como la mostaza china. Algunas veces los insectos elaboraban un tipo de miel impregnada con el opio de las pegajosas adormideras híbridas, que se cimbreaban al viento alineadas como una formación de soldados a lo largo de la baranda. En ocasiones tenia un sabor demasiado dulce o resultaba insípida, pero Liu manipulaba con unos cacharros de cristal y sabia convertirla en un licor que se subía a la cabeza como un soplo de brisa en el jardín de Alá. Las abejas que elaboraban esta clase de miel eran auténticos demonios tetraploides del tamaño de un colibrí y un instinto tan agresivo como el que empezaba a invadir a Michelis. Unas pocas abejas de esta especie podían causar la muerte incluso a un hombre corpulento. Por fortuna, las ráfagas de viento que barrían la terraza a aquella altura les impedían volar con holgura. En cualquier otro lugar que no fuera el jardín de Liu habrían perecido, de otro modo ésta nunca habría recibido autorización para cobijarlas en una terraza abierta en el mismísimo centro urbano. Al principio Michelis las miró con muy malos ojos, pero al fin acabaron por fascinarle. La inteligencia con que llevaban a cabo su labor era casi tan admirable como su tamaño y peligrosidad.

    — Maldita sea! — exclamó Liu a sus espaldas.
    —¿Qué ocurre?
    — Tortillas otra vez. He vuelto a marcar un número que no correspondía. Es la segunda vez que me ocurre en lo que va de semana.

    Tanto la interjección —por moderada que fuera— como el error eran impropios de Liu. Mike sintió en su interior una punzada mezcla de compasión y sentimiento de culpa. Liu no era la misma; antes no padecía estas distracciones. ¿Tenia él la culpa?

    —Es igual; no me importa. Comamos.
    —Como quieras.

    Michelis empezó a comer en silencio, aunque advirtió el semblante inquisitivo de Liu, que le interpelaba con ansiosa mirada. El químico se devanó los sesos, irritado consigo mismo, pero fue incapaz de traducir en palabras lo que sentía. No debiera haber mezclado a la chica en aquel embrollo. Pero, no; ocurrió todo de forma imprevisible. Sólo Liu podía cuidar de Egtverchi en su infancia, ya que probablemente ninguna otra persona hubiera podido realizar tan excelente labor. Tal vez habría podido evitar el comprometerla emocionalmente hasta tal extremo.

    Puestos a pensar en el papel que a él le había correspondido, la situación tenía un signo fatalista: Liu tenia que ser la mujer y él el hombre. No había por qué darle vueltas. Ocurría, sencillamente, que Michelis no sabia qué pensar. La emisión de Egtverchi le había aturdido hasta el punto de impedirle coordinar las ideas. Lo más probable era que todo acabara en el habitual e insatisfactorio compromiso de circunstancias con Liu, es decir, en un punto muerto, aunque bien mirado tampoco valía la pena obcecarse con la idea.

    Sin embargo, preciso era reconocer que la intervención del litino había sido desafortunada, infantil, por decirlo con el término utilizado por Liu. Egtverchi se había dejado llevar de un impulso y se mostró pendenciero, rebelde e irresponsable, expresándose en un lenguaje agresivo. No solamente había manifestado sin recato el pobre concepto que le merecían las instituciones establecidas, sino que a la vez había incitado a su auditorio a mostrarse igualmente disconforme. Cuando el programa tocaba a su fin incluso indicó la forma de expresar la actitud de protesta, esto es, remitiendo cartas anónimas e insultantes a los mismísimos patrocinadores comerciales del programa de Egtverchi.

    «Basta con que enviéis una postal —había dicho, imperturbable, sin dejar de hacer mueca—; sólo debéis procurar que vuestro escrito sea punzante. Si detestáis esta especie de hormigón en polvo que ellos llaman knish escribidlo así. Si podéis digerir el compuesto pero los anuncios del producto os ponen malos, indicadlo también y no os andéis con blandenguerías. Si yo os resulto cargante, contádselo a la Bifalco y cuidad de expresarlo en un tono agresivo. La próxima semana daré lectura a las cinco cartas redactadas en términos más ofensivos, y cuidad de no estampar en ellas vuestra firma. Si queréis hacerlo, utilizad mi nombre. Nada más y buenas noches.»

    La tortilla sabía a estropajo.

    — Te diré lo que pienso — manifestó de pronto Michelis, con voz apagada —. Creo que está instigando a la rebelión. ¿Recuerdas aquellos mocetones de uniforme? Ahora ha relegado estos métodos, o al menos los oculta. En cualquier caso cree haber dado con algo mejor. Cuenta con un auditorio que se estima en unos sesenta y cinco millones de individuos, de los que tal vez sólo la mitad sean adultos. De esta cifra, un cincuenta por ciento padecen taras mentales más o menos graves, y en ello se apoya en estos momentos. Tiene la intención de convertir este contingente en una partida de linchadores.
    —Pero ¿por qué, Mike? — dijo Liu —. ¿Qué ganará con ello?
    — No lo sé. Esto es lo que más me desconcierta. No le mueve el ansia de poder; es demasiado inteligente para pensar que pueda llegar a convertirse en un McCarthy. Tal vez sólo busque destruir. Un acto refinado de venganza.
    —¿De venganza?
    — Es tan sólo una conjetura. Sus iniciativas me confunden tanto como a ti. Quizá más.
    —Pero ¿venganza de quién? — preguntó Liu con voz tensa —. ¿Y de qué?
    —Bueno..., de nosotros... Por haber hecho de él lo que ahora es.
    — Ah, comprendo — dijo Liu. Bajó la vista al plato todavía intacto y empezó a sollozar en silencio. En aquellos momentos Michelis hubiera matado con gusto a Egtverchi o se hubiese dado muerte a si mismo de haber sabido por dónde empezar.

    Una señal armónica y discreta surgió de la composición de Klee. Michelis alzó la vista hacia el lugar con amarga resignación.

    — Las visitas — dijo, y pulsó el botón del interfono visual.

    La composición pictórica desapareció para dar paso a la imagen del presidente de la comisión de ciudadanía que había examinado el caso de Egtverchi, quien a la sazón les contemplaba desde el muro, por debajo del complicado casco con que cubría su cabeza.

    — Suba. Le estábamos esperando — dijo Michelis, dirigiendo la voz hacia la imagen que interpelaba en silencio.

    Por espacio de algún tiempo, el presidente del comité de ciudadanía de las Naciones Unidas estuvo paseando por el piso, deshaciéndose en encomios y frases admirativas acerca de la decoración imaginada por Liu. Pero su actitud era a todas luces de puro compromiso. Tan pronto hubo recorrido la estancia y ensalzado la última pincelada de originalidad abandonó los modales convencionales de una forma tan brusca que a Michelis casi le dio la sensación de verlos caer sobre el alfombrado. Hasta las abejas habían detectado en el visitante un no sé qué de hostilidad. Cuando el hombre las contempló a través de la vidriera empezaron a proyectar hacia él sus cabezas de salientes ojillos. Michelis podía oír el entrechocar alternativo y pertinaz de sus cuerpos contra el cristal mientras conversaba con el funcionario, así como el irritado zumbido de alas que se alejaba y volvía.

    — En el periodo comprendido entre el fin de la intervención de Egtverchi y los primeros análisis de las respuestas se han recibido más de diez mil facsímiles y telegramas — dijo con hosco semblante el visitante —. Eso es lo bastante indicativo para que sepamos a qué atenernos y por tal motivo me hallo aquí. Nosotros tenemos décadas de experiencia en la evaluación de respuestas del público. En el curso de la semana próxima recibiremos cerca de dos millones de comunicaciones de esta índole.
    —¿Quién es «nosotros»? — preguntó Michelis.Y Liu por su parte añadió:
    —No me parece una cantidad excesiva
    — «Nosotros» es la red difusora. Y según vemos las cosas, la cifra es importante, puesto que el gran público apenas nos conoce. La firma Bifalco recibirá algo más de siete millones y medio de misivas de este tipo.
    —¿Tan feroces son? — preguntó Liu, frunciendo el ceño.
    — No puede usted imaginárselo. Y siguen llegándonos por cable y por los tubos neumáticos del correo — manifestó con énfasis el funcionario de las Naciones Unidas —. Es la primera vez que veo aIgo semejante, y llevo once años en el comité de relaciones comunitarias de la QBC. La misión que desempeño en las Naciones Unidas es mi otra cara, ya sabe usted como son esas cosas. Más de la mitad de las notas testimonian un odio virulento y desbordado, odio patológico. Llevo conmigo unas muestras de lo que digo; pero no son las más acerbas. No acostumbro mostrar a los profanos aspectos que llegan a intimidarme a mi mismo.
    —Permítame leer una de ellas — se apresuró a solicitar Michelis.

    El representante del comité de ciudadanía le entregó en silencio el facsímil de una de las misivas. Michelis lo leyó y luego lo devolvió al hombre.

    — Está usted más curtido de lo que cree — dijo Michelis con voz grave —. Yo sólo me hubiera atrevido a mostrarla al jefe clínico de un asilo mental.

    El funcionario de las Naciones Unidas sonrió por vez primera, mirando a la pareja con sus ojillos vivos y fulgurantes. Daba la impresión de que estaba sopesándolos, no individualmente sino a la par. Michelis se sentía atenazado por la penosa sensación de que de alguna manera el hombre interfería con su intimidad, aunque no pudiera reprocharle nada en concreto.

    —¿Ni siquiera a la doctora Meid? — preguntó — el funcionario.
    —A nadie — respondió Michelis, con un deje de irritación en la voz.
    — Me parece natural. Y le repito que no escogí de manera deliberada esta carta para conmocionarles, doctor Michelis. Es una simple bagatela..., muy poca cosa comparada con el calibre de lo que estamos recibiendo. Es evidente que la Serpiente esa tiene un auditorio que roza los lindes de la demencia y que intenta valerse de este influjo. Por este motivo decidí visitarles. Hemos pensado que tal vez usted sepa qué objetivo busca al actuar como lo hace.
    — No buscaría ninguno si supieran ustedes lo que se llevan entre manos — protestó Michelis —. ¿Por qué no le impiden aparecer en la pantalla? Si estiman que está emponzoñando el ambiente no parece que tengan otra solución.
    — Lo que es veneno por un lado es knish por el otro — apuntó con voz suave el miembro del organismo supranacional —. La firma Bifalco no ve las cosas desde el mismo ángulo que nosotros. Ellos cuentan con sus propios analistas y saben tan bien como nosotros mismos que la semana próxima recibirán más de siete millones y medio de postales que les van a poner de vuelta y media. Pero esta perspectiva les complace. Estoy por decir que se revuelcan literalmente de gozo. Piensan que así venderán mejor el producto. Es muy probable que patrocinen en exclusiva un espacio de media hora si la respuesta del público se atiene a sus previsiones, ¡y vaya si será así!
    — De todos modos no entiendo por qué permiten a Egtverchi seguir en el programa -terció Liu.
    — Los estatutos de la organización no permiten coartar el derecho a la libre expresión. Mientras Bifalco ponga el dinero, el programa ha de seguir en antena. La norma no es mala en si. Con anterioridad hemos podido experimentar suficientes veces su valor, sin que cobrara el sesgo amenazante que muestra en las presentes circunstancias. En cada uno de los casos precedentes prodigamos las transmisiones hasta que la gente terminó por hartarse. Pero se trataba de programas dirigidos a otro público..., el gran público, que en su mayoría no padece taras mentales. Es obvio que la Serpiente disfruta de un auditorio mentalmente obnubilado. Es la primera vez que hemos considerado conveniente intervenir. Por eso hemos pensado en ustedes.
    —Siento no poder serles de utilidad — dijo Michelis.
    — Si puede y lo será, doctor Michelis. Y le hablo desde la perspectiva de mi doble función. La QBC desea que el litino no aparezca más en la pantalla, y las Naciones Unidas empiezan a vislumbrar algo que puede acabar siendo mucho peor que los disturbios ocurridos en mil novecientos noventa y tres en los pasadizos subterráneos. Ustedes apadrinaron al bicho, y su esposa lo crió desde el maldito huevo o lo que fuera. Le conocen mucho mejor que cualquier otro habitante de la Tierra. Tendrán que facilitarnos el arma que precisamos para neutralizarle. Eso he venido a decirles. Medítenlo. Según las disposiciones de la ley de naturalización, son ustedes responsables de esta criatura. Pocas veces hemos tenido que invocar dicha cláusula, pero ahora nos vemos obligados a ello. Tendrán que apresurarse y tomar una decisión porque queremos pararle los pies antes de la próxima retransmisión.
    — ¿Y si no damos con la solución que andan buscando? — preguntó Michelis, impávido.
    —En tal caso es probable que les declaremos a ustedes tutores de Egtverchi — dijo elfuncionario —, lo cual, desde nuestro punto de vista, no es solución y para ustedes será sin duda un engorro. Atiendan mi consejo y encuentren una salida. Siento tener que mostrarme tan inflexible, pero así están las cosas en estos momentos. A veces no hay más remedio. Buenas noches y gracias.

    El hombre abandonó el piso. No necesitó calarse ninguno de los dos «sombreros» correspondientes a su doble tarea, puesto que en ningún momento llegó a quitárselos, ni material ni metafóricamente.

    Michelis y Liu se miraron, aturdidos.

    — No..., no podríamos tenerlo como pupilo a estas alturas — susurró Liu.
    —Bueno. Habíamos hablado de tener un hijo, ¿no? — insinuó Michelis, con voz ronca.
    —¡No, Mike, te lo ruego!
    — Lo siento — dijo, pasado ya el momento oportuno para disculparse —. Ese entrometido hijo de perra... El mismo aprobó el acta de naturalización y ahora trata de cargarnos el mochuelo. Muy desesperados tienen que estar para proceder así. ¿Qué podemos hacer? No se me ocurre nada.

    Tras unos instantes de vacilación, Liu dijo:

    — Mike, no tenemos suficientes datos sobre Egtverchi para dar con una solución en el plazo de una semana; por lo menos yo no me veo capaz, e imagino que tú tampoco. Hemos de comunicar a toda costa con el padre Ruiz—Sánchez.
    —Si es que podemos — dijo Michelis, marcando las palabras —. Pero aun así, ¿de qué vaa servirnos? Las Naciones Unidas no le escucharán. Le tienen marginado.
    —¡Cómo! ¿Qué quieres decir?
    — Que han adoptado una decisión de facto a favor de Cleaver — dijo Michelis —. No se dará a conocer hasta que la Iglesia a la que Ramón pertenece le haya repudiado, pero a efectos prácticos ya está en vigor. Yo estaba en el secreto antes de que partiera hacia Roma, pero no tuve valor para decírselo. Litina ha sido clausurada y las Naciones Unidas piensan utilizarla como laboratorio experimental de almacenaje de armas termonucleares, que si bien no es exactamente Io que en principio pretendía Cleaver se le parece bastante.

    Liu guardó silencio durante un buen rato. Se levantó y se acercó al amplio ventanal contra el que las abejas seguían lanzando sus arietes.

    —¿Lo sabe Cleaver? — preguntó ella, todavía vuelta de espaldas.
    — Ya lo creo que lo sabe. Como que está al frente de la misión — respondió Michelis —. Según los planes, ayer tenia que aterrizar en Xoredeshch Sfath. Tan pronto supe del proyecto quise ponerle en antecedentes y le lancé una serie de insinuaciones. Fue por ese motivo que promoví la colaboración en la «Revista de Investigación Interestelar»; pero Ramón parecía empeñado en cerrar los ojos a todas mis indirectas. Por otra parte, no podía soltarle así, de sopetón, que la suya era una causa perdida de antemano sin que antes tuviera noticia de lo que se estaba tramando.
    — No me gusta este asunto — dijo Liu, pausadamente —. ¿Por qué esperar a dar la noticia hasta que se produzca la excomunión oficial de Ramón? ¿Qué tiene que ver con el caso?
    —Pues porque su decisión constituye una vileza; eso es todo — dijo Michelis, exasperado —. Estemos o no de acuerdo con los argumentos teológicos de Ramón, ponerse del lado de Cleaver es una ruindad que sólo se explica en función del afán de poder y dominio. Y los muy malditos lo saben muy bien. Tarde o temprano deberán divulgarse los argumentos de la otra parte, y para cuando llegue este día esperan que los posibles argumentos que Ramón pudiera esgrimir hayan quedado neutralizados por la propia Iglesia a la que pertenece.
    —¿En qué va a consistir la tarea de Cleaver?
    — No lo sé de forma precisa, pero construirán una gigantesca planta para un generador Nernst tierra adentro, en el continente sur, cerca de Gleshchtehk Sfath, con objeto de procurarse la energía que necesitan, con lo que verá realizada buena parte de sus sueños. Con posterioridad intentarán controlar la energía pura en vez de eliminar el noventa y cinco por ciento por vía calorífica. No sé que métodos habrá propuesto Cleaver, pero imagino que empezará por modificar el efecto Nernst mediante el expediente llamado vulgarmente de «la botella magnética». o configuración de campos magnéticos. Mejor será que vaya con cuidado. — Guardó unos instantes de silencio —. Yo se lo hubiera explicado todo a Ramón de habérmelo preguntado. Pero no lo hizo, de modo que me callé. Ahora tengo la impresión de haber procedido con cobardía. Liu se volvió con presteza y acudió a sentarse en el brazo del sillón que ocupaba Michelis.
    — Hiciste lo que debías, Mike — dijo la joven —. No es cobardía abstenerse de robar a un hombre la esperanza, por lo menos eso creo yo.
    — Tal vez sea como dices — musitó, tomándole la mano como para agradecerle sus palabras —. Pero el caso es que Ramón no está en situación de ayudarnos. Gracias a mi ni siquiera sabe que Cleaver ha retornado a Litina.


    16


    Poco después del amanecer Ruiz—Sánchez atravesó con paso decidido el circulo de la plaza de San Pedro en dirección a la cúpula, que dominaba todo el entorno. Pese a lo temprano de la hora, la plaza era un hormiguero de peregrinos, y la cúpula de la basílica, dos veces más alta que la Estatua de la Libertad, sobresalía del bosque de columnas ceñuda y amenazante, envuelta en el halo del alba como la faz de Dios.

    Pasó bajo el arco derecho de la columnata, por delante de los guardias suizos con sus fantasiosos y llamativos uniformes, y cruzó el portalón de bronce. Allí se detuvo para, con inusitado fervor, murmurar las oraciones prescritas por las intenciones del papa, obligatorias en aquel Año Santo. Frente a él se elevaba el Palacio Apostólico. Le asombraba que un edificio de tan maciza construcción fuera a la vez tan espacioso.

    A la derecha de la primera puerta halló a un hombre sentado ante una mesa. Ruiz—Sánchez se dirigió a él y le dijo:

    — He sido convocado para una audiencia especial con el Santo Padre.
    — Que Dios le bendiga. El despacho del mayordomo está en la primera planta, a la izquierda. Aguarde..., ¿ha dicho usted una audiencia especial? Por favor, ¿me permite ver la citación?

    Ruiz—Sánchez le mostró el escrito.

    — Muy bien. Pero de todos modos tendrá que ver al mayordomo de palacio. Las audiencias especiales se celebran en el salón del trono, él le orientará.

    ¡El salón del trono! Ruiz—Sánchez se sentía más confuso que nunca. En aquel salón el pontífice recibía a los jefes de Estado y a los miembros del Colegio Cardenalicio. Era, sin duda, un lugar muy poco adecuado para acoger a un pobre jesuita herético...

    — El salón del trono es la primera estancia de la suite de recepción — indicó el mayordomo —. Le deseo que todo salga según sus deseos, padre, y le ruego me tenga presente en sus oraciones.

    Adriano VIII era un hombre corpulento, nacido en Noruega, que en el momento de su elección exhibía una barba con apenas alguna cana y que ahora, como era lógico, aparecía blanca como la nieve, único signo qué delataba a un hombre de edad avanzada. Ciertamente su aspecto era más juvenil de lo que parecía en las fotografías o en las imágenes de la telepantalla, donde se le marcaban más las arrugas y fragosidades de su poderoso y tosco semblante.

    Tanto respeto le impuso el continente del Santo Padre que Ruiz—Sánchez no reparó en la magnificencia de la vestimenta de estado. Ni que decir tiene que no había en su porte ni en sus gestos huella alguna de la ampulosidad latina. Antes de acceder a la silla pontificia se había ganado una bien merecida fama de católico con una pasión casi luterana por las más agrestes y sinuosas veredas de la teología moral. Tenia algo de Kierkegaard y de Gran Inquisidor al mismo tiempo. Después de su elección sorprendió a todo el mundo al dar pruebas de gran interés —uno casi no se resistía a llamarlo interés de negocios— en los asuntos temporales, aunque sus palabras y sus actos estaban impregnados de la flema tan característica del discurso teológico de las gentes del norte. El hecho de haber elegido el nombre de un emperador romano cuadraba perfectamente con su imagen según constató Ruiz—Sánchez. Era el suyo el rostro de un hombre cuyo perfil hubiera podido figurar en una moneda imperial, aun a pesar de la expresión bondadosa que atemperaba el rostro de tosca talla.

    El pontífice permaneció de pie durante la entrevista, mirando a Ruiz—Sánchez con lo que parecía al principio abierta curiosidad.

    — De los millares de peregrinos que acuden a visitarnos tal vez sea usted el que más necesita de nuestra indulgencia — expresó el pontífice en inglés. Junto a él una cinta grabadora giraba silenciosamente. Adriano era hombre que gustaba de tener copia fiel de todo, obsesionado por las transcripciones literales de todas las conversaciones que transcurrían en su presencia —. Sin embargo, Nos tenemos pocas esperanzas de otorgársela. Nos parece increíble que de toda nuestra grey sea precisamente un jesuita quien haya caído en el maniqueísmo. La Orden a que usted pertenece explica con particular cuidado los errores que se derivan de esta herejía.
    —Su Santidad, las pruebas...Adriano alzó la mano.
    — No perdamos tiempo. Nos estamos al corriente de sus opiniones y argumentos. Son muy sutiles, padre, pero de todas formas ha pasado algunas cosas por alto. Pero por el momento dejemos a un lado este asunto. Hábleme antes de esta criatura, de Egtverchi, no como engendro del diablo sino del juicio que le merecería si fuera un ser humano.

    Ruiz—Sánchez frunció el ceño. Había en el vocablo «engendro» algo que despertaba en su interior un sentimiento de culpa, como si hubiera pospuesto el cumplimiento de una obligación y fuese demasiado tarde para remediarlo. Era el mismo sentimiento que acompañó a una absurda y reiterada pesadilla que padeció en sus días de estudiante, cuando llegó a convencerse de que no lograría graduarse porque no había asistido a todas las clases de latín. Sin embargo, no se atrevía a concretar qué había en el fondo de aquella intima sensación.

    — Puede describírsele de muchas maneras, Santidad — dijo —. Su personalidad encaja con lo que el crítico Colin Wilson llamó el tipo «advenedizo», y realmente entra en dicha categoría. Es un predicador sin credo, un intelecto sin un contexto cultural, un investigador sin objetivo. Creo que posee una conciencia en el sentido que nosotros damos a este término. En este y en otros aspectos se diferencia en gran manera de los miembros de su raza. Parece profundamente interesado en los problemas éticos, pero hace escarnio de las directrices tradicionales, sin excluir la operatividad moral, puramente lógica, que rige como mecanismo de automoción en Litina.
    —¿Y logra atraer con sus palabras a los que le escuchan?
    — De eso no me cabe duda, Santidad. Falta verificar la amplitud de su auditorio. La noche anterior realizó una prueba sutilmente concebida que aspiraba evidentemente a conocer dicho extremo. Pronto conoceremos el número de sus adeptos a tenor de la respuesta a la proposición que planteó por la pantalla, pero parece claro que atrae de forma especial a los individuos marginados, emocional e intelectualmente, de nuestra sociedad y de sus tradiciones culturales prevalentes.
    — Su exposición me parece muy sensata — comentó Adriano, con gran sorpresa por parte de Ruiz—Sánchez —. No cabe duda de que se avecinan acontecimientos imprevisibles, y existen indicios de que puede que sobrevengan en este año. De momento hemos rogado al tribunal de la Santa Inquisición que se abstenga de actuar según sus métodos. Creemos que recurrir a ellos en las circunstancias actuales constituiría un craso error.

    Ruiz—Sánchez no salía de su asombro. Así pues, ¿no iban a excomulgarle? Los acontecimientos que percutían su cerebro evocaban el monótono e incesante golpeteo de la lluvia en Xoredeshch Sfath.

    —¿Por qué, Santidad? — dijo con voz desmayada.
    — Porque consideramos que usted puede ser el hombre que el Señor ha escogido para esgrimir las armas de san Miguel — dijo el papa, midiendo cada una de sus palabras.
    —¿Yo, Santidad? ¿Un hereje?
    — Tampoco Noé era perfecto, como usted recordará muy bien — dijo Adriano con lo que cabía interpretar como el esbozo de una sonrisa —. Sólo fue un hombre al que se dio una segunda oportunidad. También Goethe tenia algo de hereje, y no obstante revisó la leyenda de Fausto ajustándola a la misma conclusión: la redención es el eterno enigma, la esencia del gran drama, y debe ir precedido de la peripecia humana. Además, padre, considere por un instante la insólita naturaleza de este caso de herejía. ¿Acaso la aparición de un maniqueo solitario en el siglo veintiuno no es un tremendo y absurdo anacronismo, o por el contrario, no es un indicio de inquietante gravedad?

    Hizo una pausa y acarició con los dedos las cuentas del rosario.

    — Cierto que deberá hacer penitencia, si está en condiciones — añadió —, y por este motivo le hemos llamado. Creemos como usted que detrás de todo el problema de Litina se oculta la figura del Maligno, pero estimamos que no es preciso repudiar ningún dogma. Todo gira en torno al tema de la creatividad del diablo. Díganos, padre, ¿qué hizo usted cuando llegó al conocimiento de que Litina era la obra de Satán?
    — ¿Qué hice? — repitió Ruiz—Sánchez, aturdido —. Vea Santidad, hice sólo lo que estaba prescrito; no se me ocurrió otra cosa.
    — ¿No se le ocurrió pensar en que las obras del demonio pueden ser conjuradas y que

    Dios ha depositado este poder en sus manos? Ruiz—Sánchez estaba como petrificado.

    — Conjuradas... Santidad, es posible que me haya comportado como un necio. Me siento un zoquete. Pero, si no estoy equivocado, la Iglesia abandonó la práctica del exorcismo hará más de dos siglos. En los noviciados de la Orden se nos enseñó que ahora la meteorología ocupaba el puesto de los «espíritus y fuerzas etéreas», y que la neurofisiología había arrumbado el concepto de «posesión» no llegó ni siquiera a cruzar por mi mente.
    — El exorcismo no fue abandonado, sino que sólo se desaconsejó su uso — explicó Adriano —. Fue preciso erradicarlo, como usted acaba de decir. La Iglesia buscaba poner coto a los abusos que de tal práctica hacían los ignorantes curas rurales, que socavaban la reputación de la Iglesia tratando de exorcizar al diablo del cuerpo de vacas, cabras y gatos que estaban perfectamente sanos. Pero ahora no me interesa hablar de la salud de los animales, del tiempo atmosférico o de enfermedades mentales
    —En tal caso..., ¿debo entender que Su Santidad piensa que..., que debiera haberrecurrido..., intentado exorcizar a todo un planeta?
    — ¿Por qué no? — dijo Adriano —. Desde luego entra en lo posible que por el mero hecho de encontrarse usted allí dejara de reparar en ello. Estamos convencidos de que Dios hubiera proveído en su favor..., en el cielo, claro está, y es muy posible que también hubiera recibido auxilio temporal. De haber fracasado con el exorcismo la herejía tenía una justificación. Pero parece más lógico pensar en la alucinación de todo un planeta, cosa que en un principio sabemos que entra en los poderes del Maligno, que en la herética aseveración de la facultad creadora de Satán.

    El jesuita inclinó la cabeza. Se sentía abrumado por el peso de su propia ignorancia. Había pasado buena parte de los ratos de ocio en Litina estudiando con minuciosidad un libro que bien podía estar inspirado por el mismísimo Satán. ¡Y no había sabido descubrir un solo indicio en aquellas 628 páginas de compasivo diálogo demoníaco!

    — No es tarde para intentarlo — dijo Adriano, casi con afabilidad —. Es el único camino expedito. — De repente, el semblante del pontífice adoptó una tensa expresión de severidad —. Tal y como hemos señalado a la Inquisición, su excomulgación operó de forma automática. Empezó en el instante mismo en que admitió en su fuero interno esta abominación. No es preciso formalizarla para que entre en vigor, y en este momento hay una serie de razones, políticas y espirituales a un tiempo, que aconsejan abstenerse de hacerlo. De momento salga de Roma, no le otorgamos nuestra bendición ni nuestra indulgencia, doctor Ruiz—Sánchez. Este Año Santo será para usted un año de lides en el que se ventila la suerte del mundo. Cuando haya ganado la batalla, no antes, le autorizo a volver junto a Nos. ¡Que Dios le acompañe!

    El doctor Ruiz—Sánchez, reducido al estado laico por condena papal, abandonó Roma aquella misma noche por vía aérea, con destino a Nueva York. El diluvio de perspectivas acrecía rápidamente el caudal de las aguas a su alrededor. Tal vez había llegado el momento de construir una nueva arca de Noé. Y, sin embargo, mientras subía el nivel de las aguas y resonaban en su castigado cerebro las palabras «los dejo en tus manos», no pensaba en los millones de seres que hormigueaban en el estado Refugio, sino en Chtexa. La idea de que un exorcismo pudiera destruir a un ser tan circunspecto y grave como el litino junto con los demás miembros de su especie y civilización, devolver su mente a la impotencia de la Suprema Nada, como si jamás hubieran existido, constituía una verdadera tortura

    En tus manos..., en tus manos.


    17


    Eran cifras elocuentes. Había sido computado el número de los que tenían a Egtverchi por símbolo y portavoz de sus profundos rencores, aunque se desconocía la identidad de los comunicantes. La naturaleza de las cifras no constituía sorpresa alguna —desde hacia tiempo las estadísticas sobre delincuencia y enfermedades mentales lo venían trasluciendo—, pero cuantitativamente eran sorprendentes. A juzgar por los datos disponibles, casi una tercera parte de la colectividad del siglo XXI detestaba en el alma la sociedad en que vivían.

    Ruiz—Sánchez se preguntó de súbito si de haber sido posible un cómputo de aquel estilo en épocas pasadas, la proporción se hubiera mantenido en las mismas cotas.

    — ¿Crees que ganaríamos algo si hablásemos con Egtverchi? — preguntó Ruiz—Sánchez a Michelis.

    A pesar de la resistencia que el jesuita había opuesto, Michelis insistió en que se alojara en su casa.

    — Mira, lo único que puedo decir es que yo no he conseguido nada — respondió Michelis —. Puede que contigo sea distinto, pero hasta de eso dudo. En estos momentos resulta doblemente difícil argumentar con él porque no se le ve satisfecho; a pesar del giro que toman los acontecimientos.
    — Conoce a su auditorio mejor que nosotros — añadió Liu —. Y conforme los cómputos se van incrementando, crece también su irritación. Creo que son para él un constante recordatorio de que jamás podrá ser del todo aceptado en la Tierra; que jamás se sentirá en ella totalmente a gusto. Piensa que sólo suscita interés en aquellos que tampoco se sienten a gusto en su propio planeta, lo cual, claro está, es falso. Pero así ve él las cosas.
    — Sin embargo, hay suficiente verdad en ello para que podamos disuadirle — convino Ruiz—Sánchez con voz lúgubre.

    Desplazó el sillón en que se acomodaba para no tener que contemplar las abejas de Liu, que andaban muy atareadas en las zonas de la terraza bañadas por el sol. En otras circunstancias no habrían podido arrancarle de allí, pero ahora no podía permitirse distracciones de ningún tipo.

    — Y, por supuesto, sabe que jamás llegará a tener conciencia exacta de lo que significa ser litino, al margen de su facha y de su herencia — añadió —. Si pudieran verse, Chtexa podría despejarle un poco las brumas... Pero no, ni siquiera hablan el mismo idioma.
    — Egtverchi estudia litino — dijo Michelis —, pero, ciertamente, no puede hablarlo, ni siquiera a mi nivel. Sólo dispone de tu gramática, ya que los manuscritos que nos trajimos siguen estando considerados como documentación secreta, y por otro lado no tiene con quién hablar. Cuando lo intenta suena como el chirrido de una puerta. Pero tú, Ramón, podrías servir de intérprete.
    — Si, claro que podría, Mike, pero es físicamente imposible. No tenemos tiempo de mandar por Chtexa aun en el supuesto de que tuviéramos los recursos y la autoridad para ello.
    — Se me ocurre una idea. Quizá con el CirCon del conde d'Averoigne... Es un receptor—transmisor experimental de ciclo continuo. Ignoro su potencia, pero recuerda que el árbol de las Comunicaciones emite señales muy intensas, y quizás el conde pudiera captarlas. En tal caso podrías comunicar con Chtexa. Me ocuparé de ello.
    — Encantado de hacer la prueba; pero no veo muchas posibilidades — dijo Ruiz—Sánchez.

    Se interrumpió para concentrarse no en nuevas respuestas —puesto que su cabeza se había dado contra aquel muro más de lo recomendable— sino en las preguntas que aún le quedaban por formular. El aspecto de Michelis le dio un primer indicio. Cuando le vio se llevó una sorpresa, y todavía no la había asimilado. Halló al químico, hombre vigoroso, de elevada talla, muy envejecido, con el rostro enjuto y ojeras muy visibles, como si padeciera una enfermedad del hígado. Liu no tenia mejor aspecto, si bien no se la veía avejentada. Por otra parte, una tensión que flotaba en el ambiente parecía interponerse entre la pareja, como si no hubieran sabido hallar el uno en el otro un relajamiento de las angustias que les circundaban.

    —Tal vez Agronski sepa de algo que pueda sernos de utilidad — dijo, a media voz.
    — Puede — contestó Michelis escuetamente —. Sólo le he visto una vez, en una fiesta, en la misma que Egtverchi armó todo el jaleo. Se comportaba de una forma muy rara. Estoy convencido de que nos vio, pero rehuía nuestras miradas y, con mayor o menor motivo, no quiso dirigirnos la palabra. No recuerdo haberle visto hablar con nadie. Se limitó a sentarse en un rincón y a beber. No parecía el mismo de antes.
    —En tu opinión, ¿qué le indujo a asistir a la fiesta?
    —Oh, no es difícil de adivinar. Agronski es ferviente admirador de Egtverchi.
    —¿Martin? ¿Cómo lo sabes?
    — Egtverchi se jactó de ello. Comentó que a la postre confiaba en tener de su parte a la misión que viajó a Litina. — El rostro de Michelis se contrajo en una mueca —. A juzgar por la forma en que Agronski se comporta, no creo que pudiera ayudar.
    — Así pues, otra alma camino de la condenación — se lamentó Ruiz—Sánchez —. Debiera haberlo supuesto. La vida, hoy, tiene tan poco sentido para Agronski que a Egtverchi le costaría muy poco marginarle por completo de la realidad. Así actúa el demonio: le deja a uno vacío por dentro.
    — No estoy seguro de que Egtverchi tenga la culpa — dijo Michelis, con desaliento —. Sólo vale como síntoma. La Tierra está llena de esquizofrénicos. Si Agronski mostraba ya alguna tendencia en este sentido, como era el caso, el regreso a la Tierra sólo contribuyó a que se desarrollara.
    — No fue ésta la impresión que me produjo — terció Liu —. Por lo que pude ver y por lo poco que me habéis contado de él, parecía un individuo del todo normal, hasta un poco cándido si me apuráis. No me lo imagino profundizando en un problema del tipo que sea, hasta el extremo de perder el juicio, y menos aún abocándose al vacío teológico que tú experimentas, Ramón.
    — No hay discriminaciones en el universo discursivo — manifestó con voz cansina Ruiz—Sánchez —. Y por lo que Mike nos cuenta creo que no estamos a tiempo de hacer gran cosa por Martin. Y pensemos que él es un solo ejemplo, una sola muestra de lo que acontece en todas partes, allí donde llega la voz de Egtverchi.
    — En todo caso es erróneo considerar la esquizofrenia como una enfermedad mental dijo Michelis —. Cuando se empezó a investigarla los ingleses la llamaban «enfermedad de los camioneros». Lo que sucede es que si afecta a un intelectual los resultados son más aparatosos dado que el sujeto es capaz de articular sus sensaciones. Tenemos como prueba el caso de Nijinski, Van Gogh, T. E. Lawrence, Nietzsche, Wilson, etcétera. Forman una larga lista, pero muy reducida si se compara con la cantidad de personas corrientes que la padecen. Agronski es uno de ellos.
    — ¿Qué hay de la amenaza que mencionaste? — preguntó Ruiz—Sánchez —. Egtverchi volvió la pasada noche a su programa sin que os fuera asignado en condición de pupilo. ¿Es que vuestro amiguete del casco hablaba por hablar?
    — Creo que es parte de la respuesta — dijo Michelis, más criterio —. No han vuelto a decir ni pío. Puede que sea una mera conjetura, pero pienso que tu llegada les ha sorprendido. Confiaban en una desautorización pública, y el hecho de que no se haya producido ha frustrado el plan que tenían para anunciar de manera oficial la clausura de Litina. Lo más probable es que esperen a ver cuál es tu próximo movimiento.
    — Eso quisiera yo saber — se lamentó Ruiz—Sánchez —. Podría adoptar una actitud pasiva, cruzarme de brazos; a buen seguro que sería lo que más les confundiría. Creo que están atados de pies y manos, Mike. Egtverchi sólo ha mencionado los productos de la firma Bifalco en una ocasión; pero es obvio que gracias a él deben de venderlos por toneladas, de forma que cuenta con el respaldo de los patrocinadores. Tampoco acabo de ver qué razones puede aducir el comité de naturalización de las Naciones Unidas para impedirle que aparezca en la telepantalla. — Dejó escapar una risita —. Sea como sea, llevan decenios auspiciando mayor libertad de expresión en los espacios de noticias y no cabe duda que Egtverchi supone un paso de gigante en este sentido.
    —Yo creo que podrían acusarle de incitar a la rebelión — dijo Michelis.
    — Que yo sepa no se han producido disturbios — dijo Ruiz—Sánchez —. Como todo el mundo sabe, el caso Frisco se produjo de forma espontánea y en las filmaciones obtenidas no he visto uno solo de sus partidarios uniformados entre la multitud.
    — Pero elogió la actividad de los manifestantes e hizo burla de la policía — señaló Liu —. Eso es tanto como ponerse de parte de aquéllos.
    — De todas formas no es una incitación clara — apuntó Michelis —. Entiendo lo que Ramón quiere decir. Egtverchi es lo suficientemente listo como para no incurrir en un delito que pudiera llevarle ante un tribunal. Por otra parte, detenerle de forma arbitraria, sin base suficiente, sería un acto suicida. En tal caso serían las Naciones Unidas las que estarían incitando a la revuelta.
    — Además, ¿qué podrían hacer con él si obtuvieran una condena en firme? — dijo Ruiz—Sánchez —. Aunque sea un ciudadano, sus necesidades no son las de un individuo normal y corriente. Si le aplican una condena de treinta días se exponen matarlo. Imagino que cabria la solución de deportarlo, pero no pueden declararle «persona poco grata» sin reconocer formalmente a Litina como nación extranjera, y por el momento, mientras no se dé a conocer el informe sobre el planeta, Litina es un protectorado que no tiene derecho a pedir su admisión en la organización supranacional.
    — No hay muchas probabilidades de que se produzca tal cosa — dijo Michelis —. Ello supondría dar al traste con el plan de Cleaver.

    Ruiz—Sánchez sintió en lo más profundo el mismo escalofrío que le sobrecogiera cuando Michelis le puso en antecedentes sobre el proyecto de su antiguo camarada de misión.

    —¿Están muy avanzados los trabajos? — preguntó.
    — No lo sé con certeza. Sólo sé que le han mandado ingentes cantidades de material. Está previsto otro envío para dentro de dos semanas. Entre la tripulación de las naves corre el rumor de que Cleaver se dispone a realizar un experimento no determinado tan pronto el cargamento llegue a Litina. Eso acorta el plazo. Las naves que acaban de entrar en servicio tardan menos de un mes en realizar el viaje.
    —Otra vez traicionado — se lamentó Ruiz—Sánchez.
    —¿No puede hacerse nada, Ramón? — preguntó Liu.
    — Actuaré de intérprete entre Egtverchi y Chtexa, si la comunicación es factible.
    —Si, pero...
    — Sé lo que vas a decir — interrumpió el biólogo —. Existe una solución definitiva. En teoría debería ponerla en práctica.

    Les miró como absorto. El zumbido de las abejas, que tanto le recordaba la melodía de los bosques litinos, resonaban con insistencia en su cerebro.

    —...pero no creo que me decida — concluyó.

    Michelis era capaz de mover montañas cuando se lo proponía. En circunstancias normales era hombre de formidable empuje pero cuando pasaba por un trance apurado y veía una posible salida, ni una apisonadora se hubiera mostrado más contundente a la hora de abrir una senda por la que escabullirse.

    Lucien conde de Bois d'Averoigne, ex Procurator de Canarsie y miembro perpetuo de la Hermandad de la Ciencia, les recibía cordialmente en su retiro canadiense. Ni siquiera la figura silenciosa y sarcástica de Egtverchi le hizo pestañear. Estrechó la mano del inadaptado reptiloide como si se tratara de un amigo al que lleva algunas semanas sin ver. Era un hombre chaparro macizo, que apenas había rebasado los sesenta años, con una voluminosa barriga. El resto de su persona era de un color castaño: el escaso pelo que le quedaba, el traje que vestía, y también la atezada piel y el enorme puro que sostenía en la boca.

    La habitación en la que recibió a Ruiz—Sánchez, Michelis, Liu y Egtverchi era una curiosa combinación de refugio montañero y laboratorio. Había en ella una gran chimenea, toscos muebles, armas de caza en las paredes, la cabeza de un cérvido expuesta en una de ellas y un amasijo indescriptible de cables y equipo electrónico.

    — No puedo asegurarles en modo alguno que vaya a funcionar — se apresuró a señalar a los visitantes —. Como podrán observar, el aparato está en una fase experimental. Hace muchos años que no manejaba un soldador ni un voltímetro, de modo que es fácil que se produzca una sencilla avería electrónica en cualquiera de esos cables, pero no podía dejar la tarea en manos de un técnico.

    Con un ademán les indicó que tomaran asiento mientras él procedía a dar los toques finales. Egtverchi permaneció de pie al fondo de la habitación, envuelto en sombras, inmóvil a no ser por el pausado movimiento de su poderoso pecho al respirar y el fortuito salto de sus pupilas.

    — No hace falta que les diga que no tendremos imagen — explicó el conde, sin dirigirse a ninguno de los circunstantes en particular —. Evidentemente, la gigantesca conexión en doble circuito de que me hablan no emite en la longitud de onda que yo utilizo; pero con un poco de suerte quizá consigamos captar una señal... Ah, veamos...

    Se oyó el crepitar de un altavoz casi oculto entre el montón de cachivaches y en seguida el eco apagado de unas señales intermitentes y lejanas. De no ser por el diagrama de radiación, la regularidad de los periodos, Ruiz—Sánchez hubiera dicho que se trataba de ruidos parásitos; pero el conde dijo con vehemencia:

    — Capto algo en esta zona. No creí lograrlo tan pronto. De todas formas no acabo de interpretar las señales.

    Tampoco Ruiz—Sánchez, que intentó por unos momentos sobreponerse a la confusión que sentía.

    — ¿Son señales del Arbol? — preguntó con un deje de incredulidad.
    — Eso creo — respondió el conde, secamente —. Me he pasado el día montando bobinas de impedancia protectora para prevenir interferencias.

    El respeto que el matemático infundia a Ruiz—Sánchez rayaba en la veneración. Le costaba hacerse a la idea de que todo aquel conglomerado de cables, válvulas bellotas, accesorios encarnados y rojizos como triquitraques, relucientes terminales de acoplamiento de los condensadores variables, apiñadas bobinas, contadores de oscilantes agujas, etc., lograra ir más allá del espacio subetéreo, a cincuenta años luz de espacio—tiempo, y captara directamente los latidos de la falla cristalina sobre la que se asentaba Xoredeshch Sfath...

    — ¿Logra sintonizar? — preguntó finalmente —. Creo que se trata del indicativo oscilante..., lo que los litinos utilizan como sistema navegacional para fijar la derrota de sus buques y aviones. Tiene que haber una banda sónica.

    De repente cayó en la cuenta de que no podía existir una banda de audiofrecuencia, pues nadie transmitía mensajes directamente al árbol de Comunicaciones; sólo el litino que se hallaba en el centro del pabellón subarbóreo. A ninguno de los terrestres se les había explicado cómo el litino transformaba el núcleo del mensaje en ondas de frecuencia. A pesar de ello, vibró súbitamente el sonido de una voz.

    —...una poderosa sacudida en el Arbol — decía el anónimo comunicante con la aséptica, uniforme y fría voz característica de los litinos —. ¿Quién está a la escucha? ¿Me oye? No detecto el origen de su frecuencia portadora. Parece como si proviniera del interior del Arbol, pero eso es imposible. ¿Me oyen? Sin decir palabra, el conde puso un micro en la mano de Ruiz—Sánchez. Este se observó a sí mismo, visiblemente tembloroso.
    — Si, le oímos — dijo en litino, con voz quebrada por la emoción —. Aquí la Tierra. ¿Pueden oír?
    — Sí, les oigo — contestó con premura la voz —. Lo que dicen nos parece de todo punto imposible, pero hemos observado que no siempre sus afirmaciones se ajustan a la verdad. ¿Qué desean?
    — Quisiera hablar con Chtexa, el metalúrgico — dijo Ruiz—Sánchez —. Soy Ruiz—Sánchez. Estuve el año pasado en Xoredeshch Sfath.
    — Podemos avisarle — dijo la voz, fría y distante. Se oyó un ruido confuso en el altavoz y en seguida la voz del litino —:...si es que quiere hablar con usted.
    — Dígale que su hijo Egtverchi también quiere hablarle — indicó Ruiz—Sánchez.
    — Ah, en tal caso seguro que vendrá — dijo la voz después de una pausa —. Pero no podemos alargar el diálogo por este canal. La orientación de la señal de ustedes perjudica a mi cerebro. ¿Están ustedes en condiciones de captar una onda modulada por frecuencia acústica si logramos emitir con ella?

    Michelis murmuró unas palabras al oído del conde, el cual asintió con vigorosos movimientos de cabeza al tiempo que señalaba el altavoz.

    —Así les estamos captando ahora — dijo Ruiz—Sánchez —. ¿Cómo transmiten ustedes?
    — Eso no puedo explicárselo — dijo la fría voz —. Me es imposible sintonizarles por más tiempo. Mi cerebro puede estallar. Hemos cursado aviso a Chtexa.

    La voz se extinguió y se produjo un largo silencio. Ruiz—Sánchez se limpió el sudor de la frente con el reborde de la mano.

    — ¿Telepatía? — murmuró Michelis a sus espaldas —. No; pienso que tiene algo que ver con el espectro electromagnético. Pero, ¿con qué aspecto en concreto? Chico, seguro que hay un montón de cosas que ignoramos sobre este árbol.

    El conde movió la cabeza con un gesto de contrariedad. Tenia la mirada fija en los contadores, como el halcón en su presa, pero por la expresión del rostro no parecía que nada de aquello constituyera una novedad.

    — Ruiz—Sánchez — resonó una voz por el amplificador. El jesuita dio un respingo. Era la voz de Chtexa, que llegaba clara y fuerte.

    Ruiz—Sánchez hizo señas hacia la parte oscura del salón y Egtverchi avanzó hacia él. Lo hizo sin prisas. Había un no sé qué de insolencia en su forma de andar.

    — Aquí Ruiz—Sánchez, Chtexa — dijo el jesuita —. Le hablo desde la Tierra mediante un nuevo sistema experimental de comunicaciones ideado por uno de nuestros científicos. Necesito su colaboración.
    — Tendré mucho gusto en ayudarle en lo que pueda — dijo el litino —. Me entristeció no verle en compañía del otro terrestre que está ahora en nuestro planeta. No ha sido muy bien acogido. EI y sus amigos han talado uno de nuestros bosques más hermosos cerca de Gleshchtehk Sfath y han levantado aquí en la ciudad unas construcciones horrendas.
    — También yo lamento no estar allí — dijo Ruiz—Sánchez. Sus palabras no parecían venir muy al caso, pero era materialmente imposible exponerle a Chtexa cuál era la situación... Imposible e ilegal —. Todavía confío en ir a Litina algún día. Le llamo a propósito de su hijo.

    Hubo un corto intervalo durante el cual el altavoz emitió una cascada de ruidos anómalos y apagados, apenas audibles. Evidentemente la conexión en frecuencia de sonido audible recogía algún ruido de fondo del interior del árbol, o quizá de fuera de él. La claridad de recepción era realmente notable, y resultaba imposible creer que el árbol transmisor se hallara a cincuenta años luz de distancia.

    — Egtverchi es ya un adulto — dijo la voz de Chtexa —. Habrá visto maravillas en el mundo de ustedes. ¿Está con usted?
    — Sí — respondió Ruiz—Sánchez, que empezó a transpirar de nuevo —. Pero desconoce el idioma litino, Chtexa, por lo que actuaré de intérprete lo mejor que sepa.
    — Encuentro extraño lo que me dice — observó el litino — Me gustaría escuchar la voz de

    Egtverchi. Pregúntele que cuándo va a venir a casa. Tendrá mucho que contarnos. Ruiz trasladó la pregunta.

    —No tengo casa — dijo Egtverchi con indiferencia.
    — Mira, Egtverchi, no puedo darle esta contestación. Por lo que más quieras. Le debes la existencia a Chtexa, lo sabes perfectamente.
    — Puede que visite Litina algún día — dijo, al tiempo que una fina película cubría sus ojos —; pero no tengo prisa. Todavía queda mucho que hacer en la Tierra.
    — Le estoy oyendo — dijo Chtexa —. Su voz es muy aguda. No es tan alto como debería a tenor de su legado hereditario, salvo que esté enfermo. ¿Qué responde?

    No había tiempo material de ofrecer una traducción interpretativa de las palabras de Egtverchi, por lo que Ruiz—Sánchez trasladó la respuesta de forma literal, palabra por palabra, del inglés al litino.

    — Ah, entonces eso significa que tiene cosas importantes entre manos — comentó Chtexa —. Buena señal que les acredita a ustedes. Me parece bien que no quiera actuar con precipitación. Pregúntele qué está haciendo.
    — Fomentando disensiones — dijo Egtverchi, acentuando levemente el mohín de sarcasmo que adoptaba su semblante. Ruiz—Sánchez no podía traducir el concepto sin más, dado que no existía la noción en el idioma litino. Necesitó casi tres largas frases para dar una versión aproximada de las palabras de Egtverchi.
    — En tal caso está enfermo — dijo Chtexa —. Debiera usted habérmelo comunicado, Ruiz—Sánchez. Lo mejor que podría hacer es mandarlo a Litina. Ustedes no están en condiciones de procurarle un tratamiento adecuado.
    — No está enfermo, y no desea visitar Litina — dijo Ruiz—Sánchez, rebuscando las palabras —. Es súbdito de la Tierra y no se le puede obligar. Este es el motivo de que me haya puesto en contacto con usted. Egtverchi nos está planteando graves problemas, Chtexa, y causando serios perjuicios. Yo confiaba en que usted podría razonar con él; nosotros nos sentimos impotentes.

    De nuevo se oyó un ruido de fondo, anómalo, como un confuso gemido metálico que acabó por extinguirse.

    — Esto no es normal ni natural — dijo Chtexa —. Ustedes no pueden diagnosticar la enfermedad que padece. Tampoco yo, pues no soy médico. Deben mandarlo a Litina. Creo que cometí un error al entregárselo a ustedes. Dígale que se le ordena volver a casa en virtud de la Ley de los Ancestros.
    — Es la primera vez que oigo mencionar esta ley — contestó Egtverchi al serle traducida la orden —; incluso dudo mucho de que exista. Yo elaboro las leyes sobre la marcha. Dile que está consiguiendo aburrirme de Litina y que si continúa en este plan jamás pondré los pies allí.
    — Cállate, Egtverchi... — gritó Michelis, exasperado.
    — Silencio, Mike, ya basta con un portavoz. Egtverchi, hasta el momento te has avenido a cooperar con nosotros. Por lo menos no has puesto reparos en acompañarnos hasta aquí. ¿Lo hiciste sólo para darte el gusto de provocar e insultar a tu padre? Chtexa es mucho más sabio y sensato que tú. ¿Por qué no dejas de comportarte como un niño y atiendes a lo que te dice?
    — Porque no me da la gana — dijo el reptiloide —, y tus zalamerías no van a hacer que cambie de actitud, querido padre adoptivo. Yo no escogí nacer litino ni ser conducido a la Tierra, pero ahora que soy un ser libre tengo intención de elegir a mi gusto y guardarme mis razones si se me antoja.
    —En tal caso, ¿por qué has venido?
    — Nada me obliga a contestar, pero lo haré. Vine para escuchar la voz de mi padre. Ahora ya le he oído. No entiendo lo que dice y tu traducción tampoco me aclara gran cosa; eso es todo en lo que a mi concierne. Despídeme de él... No quiero volver a hablarle.
    —¿Qué dice? — preguntó Chtexa.
    — Que ignora esta ley y que no piensa ir a Litina — expuso Ruiz—Sánchez por el micro. El sudor que cubría la palma de la mano convertía en un adminículo resbaladizo el pequeño micrófono —. Quiere que le despida de usted.
    — Adiós, pues — dijo Chtexa —, y adiós también a usted Ruiz—Sánchez. He cometido un error y lo siento de veras, pero ya no tiene remedio. Es posible que sea ésta la última vez que hable con usted, a pesar de este maravilloso invento de que disponen.

    Tras de la voz se elevó el extraño y casi familiar gemido hasta convertirse en un formidable y estridente chirrido que se prolongó por espacio de casi un minuto. Ruiz—Sánchez aguardó hasta que calculó que se había restablecido el contacto.

    — ¿Por qué no, Chtexa? — preguntó con voz ronca —. La culpa es tanto suya como mía. Sigo siendo su amigo y le deseo buena suerte.
    — Y yo lo soy suyo y le digo otro tanto — resonó la voz de Chtexa —; pero es posible que no podamos comunicarnos de nuevo. ¿Oye usted el ruido de las sierras mecánicas?
    —¡Conque ése era el enigmático sonido!
    —Sí, si, las oigo.
    — Esta es la razón — dijo Chtexa —. Su amigo Cleaver está talando el Arbol de las Comunicaciones.

    En el piso de Michelis dominaba una atmósfera de abatimiento. A medida que se aproximaba la hora señalada para la aparición de Egtverchi en la pantalla se hacia más evidente que sus apreciaciones en torno a la impotencia de las Naciones Unidas eran correctas. Egtverchi no se había mostrado abiertamente triunfalista, pese a que había quedado expuesto a la tentación a raíz de diversas entrevistas periodísticas. Pero había dejado trascender inquietantes insinuaciones acerca de ambiciosos planes que tal vez decidiera poner en práctica con motivo de su próxima aparición en la telepantalla.

    Ruiz—Sánchez no sentía el menor deseo de contemplar la emisión, pero debía aceptar el hecho de que no podía hacer caso omiso de ella ni apartar los indicios que pudiera ofrecer. Hasta el momento nada de lo que había llegado a sus oídos le orientaba gran cosa, pero siempre cabía la pequeña posibilidad de que surgiera alguna novedad.

    En el ínterin, subsistía el problema de Cleaver y de sus compañeros de misión. Por más vueltas que le diera, no podía olvidar que eran seres humanos, y que si acataba la orden de Adriano VIII y la llevaba a la práctica con éxito, conjuraría algo más que una alucinación planetaria: la muerte instantánea de varios cientos de criaturas y su más que probable condena eterna, ya que Ruiz—Sánchez no creía que Dios se dispusiera a rescatar de este sino a hombres que se hallaban empeñados en una tarea como la de Cleaver. Pero, además, estaba convencido de que no era él quien debía dictar estas condenas a muerte, y menos sin confesión previa. A Ruiz—Sánchez se le había declarado convicto de un delito, pero no de asesinato.

    A Tannhauser, el pontífice Urbano IV le aseguró que obtener la absolución que imploraba le seria tan difícil como ver florecer el báculo papal. Pues bien, era igualmente improbable que Ruiz—Sánchez alcanzara la absolución con la comisión de un homicidio santificado.

    Y sin embargo, así lo ordenaba el Sumo Pontífice, el cual le había dicho que no cabía otra alternativa para él ni para el mundo. El papa había dejado entrever claramente que compartía con Ruiz—Sánchez la opinión de que el mundo se hallaba al borde del Armagedón, y había expresado sin circunloquios que tan sólo Ruiz—Sánchez podía impedirlo. Las únicas diferencias entre ambos eran de orden doctrinal, y en estas cuestiones el papa podía aducir su infalibilidad...

    Pero si cabía que el dogma de la no creatividad de Satán fuera falso, también podía aducirse otro tanto respecto del dogma de la infalibilidad papal. A fin de cuentas era una innovación reciente, y muchos papas en el curso de la historia se las habían compuesto sin él.

    Ruiz—Sánchez se dijo —y no por vez primera— que las herejías se presentan como una maraña de hilos y que es imposible tirar de uno de ellos sin deshacer toda la madeja. «Creo, oh Señor; asísteme en mis dudas» Pero en vano. Era como orar a espaldas de Dios.

    Alguien llamó a la puerta de su habitación.

    — ¿Vienes, Ramón? — advirtió la cansada voz de Michelis —. La emisión está a punto de comenzar.
    —Ya voy, Mike.

    Con gestos que denotaban su hastío y abandono tomaron asiento frente a la composición de Klee. ¿Qué esperaban ver? Sólo podía tratarse de una proclama de guerra sin cuartel, aunque ignoraban la forma que revestiría.

    — Buenas noches — saludó Egtverchi calurosamente desde el marco de la telepantalla —. Esta noche no habrá noticias, ya que en vez de darlas vamos a protagonizarlas. Está claro que ha llegado el momento de que los que habitualmente son el sujeto pasivo de los acontecimientos, y me refiero a estos infortunados cuyos semblantes aturdidos y acongojados le miran a uno desde las páginas de los periódicos y noticiarios televisados como el mío, se liberen de su desvalimiento. Hoy me dirijo a vosotros para pediros que demostréis el desprecio que os merecen los hipócritas que os dominan y vuestra absoluta capacidad para sacudiroslos de encima.

    »Tenéis algo que decirles. Y es esto: «Señores, sus bestias de carga son gente estupenda». Yo predicaré con el ejemplo. A partir de esta noche renuncio a mi condición de ciudadano de las Naciones Unidas y a mi juramento de fidelidad al estado Refugio. A partir de ahora no soy ya ciudadano... — Michelis se había puesto en pie y gritaba de forma incoherente —... Ciudadano de otro país que el circunscrito en los limites de mi propia mente. Todavía no sé con fijeza cuáles son, pero dedicaré el resto de mi vida a tratar de localizarlos del modo que me parezca más conveniente y de ningún otro.
    »Vosotros debéis imitarme. Romped vuestros carnets de registro. Si os preguntan cuál es vuestro número de serie contestad que jamás lo habéis tenido. No rellenéis formulario alguno. Cuando suenen las sirenas, permaneced en el exterior. Urdid estratagemas; dejaros crecer el pelo y la barba; abandonad los pasillos subterráneos. No cometáis actos de violencia; simplemente, negaos a obedecer. Nadie tiene derecho a obligaros puesto que no seréis ciudadanos de ningún país. La solución está en la pasividad. ¡Renunciad, resistiros, denegad! Y empezad desde este mismo momento. Dentro de media hora los tendréis encima. Cuando...

    Un zumbido estridente sofocó la voz de Egtverchi y por unos instantes su figura quedó empañada por un cuadrilátero de sintonía en rojo y negro, en forma de tablero de ajedrez, que era la señal de prioridad urgente de las Naciones Unidas que ocupaba el circuito de derivación acústico. En seguida el funcionario de la organización que acudió a visitarles apareció en la pantalla mirándoles por debajo de su extravagante casco, sobreponiéndose a la imagen de Egtverchi, cuyas palabras eran a la sazón como un eco lejano.

    — Doctor Michelis — dijo, con evidente alborozo —. Al fin ha ocurrido. Se ha pasado de listo, y puesto que ya no es ciudadano de la comunidad de naciones ha caído de lleno en nuestras manos. Venga sin demora; le necesitamos antes de que concluya la transmisión, y también a la doctora Meid.
    —¿Para qué?
    — Para firmar las declaraciones y actas de acusación. Están ustedes detenidos por haber apadrinado a una bestia indómita. Pero no se alarmen; es puro formulismo. Sin embargo debemos tenerles en custodia. Nuestra intención es encerrar a Egtverchi por el resto de sus días... en una jaula insonorizada.
    —Cometen ustedes un error — terció Ruiz—Sánchez con voz serena.

    El rostro del funcionario, convertido en una máscara triunfal de ojillos fulgurantes se volvió con presteza hacia el jesuita.

    — No le he pedido su opinión, señor — dijo —. No tengo órdenes en lo que a usted respecta, pero desde mi punto de vista usted no tiene por qué inmiscuirse en el asunto. Si trata de hacerlo puede salir chamuscado. Doctor Michelis y doctora Meid, ¿hemos de ir a por ustedes?
    — No, acudiremos — dijo Michelis, impasible. Pero no esperó a que la imagen del funcionario desapareciera, sino que él mismo pulsó el mando de desconexión.
    — ¿Qué opinas, Ramón?, ¿debemos ir? — preguntó —. Si crees que no, aguardaremos aquí y al diablo con él. O si lo deseas puedes acompañarnos.
    — No, no — contestó Ruiz—Sánchez —. Adelante, haced lo que os dicen. Si os resistís no conseguiréis otra cosa que complicaros más la vida. Lo que si quiero es pediros un favor.
    —Dalo por hecho. ¿De qué se trata?
    — No salgáis a la calle. Cuando lleguéis a las Naciones Unidas componéroslas para que os mantengan en custodia. Sois ciudadanos en situación de arresto y tenéis derecho a permanecer encarcelados.

    Michelis y Liu le miraron con fijeza, sorprendidos. Súbitamente el rostro del químico se distendió, dando a entender que había comprendido los motivos del jesuita.

    —¿Tan mal ves las perspectivas?
    —Si, estoy convencido. ¿Cuento con vuestra promesa?

    Michelis miró a Liu y asintió con lentos movimientos de cabeza, como mostrando la congoja que le afligía. La pareja salió al corredor. Había empezado el desmoronamiento del estado Refugio.


    18


    La bestia furibunda del caos rondó suelta por espacio de tres días.

    Ruiz—Sánchez pudo seguir desde el principio casi todas las incidencias gracias a la telepantalla de los Michelis. A veces le hubiese gustado asomarse a la baranda de la terraza; pero las voces destempladas de la multitud, los tiros, explosiones, silbatos de la policía, sirenas y toda clase de ruidos habían irritado en extremo a las abejas. En tales circunstancias, uno no podía confiar del todo en la inmunidad de los ropajes protectores de Liu, aun en el supuesto de que hubieran sido de su talla.

    Los pelotones armados de las Naciones Unidas habían planeado una sutil maniobra para atrapar a Egtverchi antes de que tuviera tiempo de salir de la emisora. Pero lo cierto era que el litino no se hallaba en el interior. Más aún: ni siquiera había ido allí. Las señales de video, audio y tridimensionales habían llegado a la emisora por cable coaxial desde un lugar desconocido. Las conexiones necesarias fueron realizadas en el último minuto, al hacerse patente que Egtverchi no iba a presentarse, por un técnico que se había ofrecido voluntario a exponer cuál era la situación real; un peón sacrificado en la táctica ajedrecística que Egtverchi se traía entre manos. La red difusora se apresuró a dar la alerta a las autoridades de las Naciones Unidas; pero otro peón sacrificado cuidó de difundirla por los diversos canales.

    Fue preciso interrogar toda la noche al técnico de la QBC para arrancarle la información necesaria y poder localizar el estudio desde el que emitía Egtverchi (evidentemente, el paniaguado de las Naciones Unidas no tenía la menor idea), pero, como era de suponer, cuando el hecho se produjo el litino ya no estaba allí. Por aquella misma hora se divulgaron las noticias de la tentativa de arresto y de la oculta conexión por todos los rincones del estado Refugio.

    Pese a la trascendencia de los acontecimientos mencionados, Ruiz—Sánchez no se enteró de lo sucedido hasta después de algún tiempo, dado que los alborotos y disturbios callejeros estallaron inmediatamente después de la primera incitación. Al principio hubo concentraciones esporádicas, fortuitas. Las calles se vieron invadidas por gentes iracundas y hasta frenéticas, pero con ideas poco precisas —si de ideas podía hablarse—acerca de lo que más convenía hacer. Luego se produjo un súbito cambio en la índole de la batahola reinante, y Ruiz—Sánchez percibió inmediatamente que a la simple aglomeración había sucedido la irrupción de turbamultas desenfrenadas. Era un griterío ensordecedor que al pronto se convirtió en un formidable estampido uniforme e intimidante, como el rugido poderoso y penetrante de una feroz alimaña.

    No tenia medio de averiguar qué había provocado aquel cambio, y es posible que tampoco las turbas lo supieran. Lo cierto es que empezaron a resonar los disparos de arma de fuego. No muchos, pero cuando los tiros no son espectáculo habitual, uno solo equivale a una descarga cerrada. Una parte del imponente alarido se fragmentó y adquirió resonancias todavía más extrañas y amenazadoras. Sólo cuando el pavimento del piso que ocupaba se estremeció ligeramente bajo sus pies supo Ruiz—Sánchez lo que aquello significaba.

    Un seudópodo de la bestia se había introducido en el edificio. Ruiz—Sánchez se reprochó no haber previsto aquella eventualidad. El antojo de morar en la superficie seguía siendo en esencia un privilegio reservado al personal y altos funcionarios de las Naciones Unidas, que sabían cómo agenciarse los necesarios permisos de residencia, de difícil obtención, y que, además, tenían suficiente dinero para mantener una forma de vida tan poco práctica. Era la versión siglo veintiuno de los privilegiados residentes en el estado de Maine, que diariamente viajaban desde los suburbios a la ciudad. Allí vivían ellos, los hipócritas de que hablaba Egtverchi.

    Ruiz—Sánchez se apresuró a verificar los cierres de la puerta, provista de sólidos pasadores, reliquia de la última fase del programa de construcción de refugios, en que los grandes bloques de viviendas desocupadas eran presa corriente de ladrones y desvalijadores. Los pestillos y fiadores llevaban años sin utilizarse, lo que no impidió al jesuita valerse de ellos.

    Justo a tiempo, porque en el corredor, al otro lado de la puerta, sonaba un coro de voces. Era una horda de manifestantes que había tomado el camino de la escalerilla de incendios. De forma instintiva habían rechazado el uso del ascensor, demasiado lento para la imperiosidad de sus agresivos instintos, aislado en extremo para individuos desaforados y rebeldes, demasiado mecánico para hombres cuyos músculos prevalecían sobre el cerebro.

    Alguien palpó el pomo de la puerta y lo agitó con fuerza.

    —Está cerrado — sonó una voz apagada.
    — Abajo con esta maldita puerta. Vamos, apartaos...

    La puerta trepidó, pero resistió el embate. Luego se produjo otra acometida más intensa, como si hubiera sido todo un grupo el que se hubiera lanzado contra ella. Ruiz—Sánchez escuchó los gruñidos de los revoltosos después del choque. Luego siguieron cinco tremendos topetazos.

    — ¡Abrid! ¡Abrid! ¡Asquerosos delatores del gobierno, o le pegaremos fuego a la casa y tendréis que salir por la fuerza!

    La espontánea amenaza pareció sorprender a todos, hasta al que la había proferido. Se oyó un murmullo de voces. En seguida, uno de los componentes del grupo gritó con voz ronca:

    —Muy bien; pero traed algún papel o algo que prenda.

    Ruiz—Sánchez pensó fugazmente en ir por un balde, aunque no acababa de ver cómo podían introducir el material combustible por la puerta, que carecía de marco y cuyo umbral era de los llamados de ajuste forzado. Al propio tiempo, un grito confuso que provenía del otro extremo del pasillo hizo que todos salieran de estampida. Los crujidos que se oyeron acto seguido daban a entender que o bien habían hallado un apartamento desocupado que estaba abierto, o bien que habían podido forzar la entrada de otro habitado, aunque los inquilinos estaban ausentes. Sí; era un piso ocupado. Ruiz—Sánchez oyó cómo destrozaban el mobiliario y las ventanas.

    Sintió un escalofrío de terror. A la sazón las voces resonaban a sus espaldas. Se volvió bruscamente, pero no había nadie en el apartamento. El griterío provenía de la terraza cubierta con cristal, pero, ciertamente, allí tampoco había persona alguna.

    — ¡Dios! Mirad. Este tipo tiene una terraza acristalada. Es un condenado jardín.
    —Y a los que vivimos en los refugios no nos permiten tenerlos.
    —Y ya sabéis quiénes se los pagan. Nosotros; nadie más.

    Ruiz—Sánchez descubrió que los alborotadores se hallaban en la terraza del piso contiguo. Experimentó una sensación de alivio que sabia carente de fundamento. Lo que oyó a continuación confirmó este extremo.

    —Traed unos cuantos maderos. No, más grandes. Algo para lanzar, estúpido.
    —¿Y desde aquí no se alcanza?
    —Si pudiéramos tender una escalera...
    —Demasiado trecho...

    La pata de una silla se estrelló contra el cristal de la terraza, resquebrajándolo, y a continuación un florero voló por los aires. Las abejas empezaron a salir del panel. Ruiz—Sánchez no imaginaba que pudiera haber tantas. El porche estaba lleno de ellas. Revolotearon indecisas unos momentos. En cualquier caso localizar las grietas del cristal les hubiera llevado escasos segundos, pero los hombres apostados en la terraza vecina ignoraban con qué tenían que habérselas y facilitaron la tarea a los enormes insectos. Un objeto pequeño pero macizo, posiblemente algún trozo de tubería arrancado de la instalación de agua, abrió un boquete en otro de los paneles, yendo a caer en medio de la densa nube de abejas. Ronroneando como un motor de un viejo avión, los insectos se precipitaron por la brecha.

    Siguieron unos instantes de mortal silencio y en seguida unos alaridos de agonía y de terror le retorcieron bruscamente las tripas. Al poco, el coro de gritos se intensificó. Ruiz—Sánchez divisó la fugaz silueta de un manifestante que saltaba limpiamente al vacío, el pecho materialmente cubierto por unos cuerpos hirsutos, negros y amarillentos. Oyó ruido de pasos precipitados delante de la puerta y el choque de alguien contra el suelo. El sordo zumbido siguió en pos de los que se habían echado al pasillo.

    Desde la planta inferior resonaron nuevos aullidos. Los enormes insectos no podían volar en la atmósfera libre, pero ahora se hallaban en el interior de un edificio, e incluso hubieran podido llegar hasta la mismísima calle descendiendo por el hueco de la escalera.

    Al cabo de un rato cesaron los gritos. Sólo se percibía el penetrante ronroneo de los abejorros. Al otro lado de la puerta alguien se quejaba.

    Ruiz—Sánchez sabia lo que le correspondía hacer. Fue a la cocina y vomitó, y luego se embutió en el traje de apicultor que utilizaba Liu.

    Había perdido su condición de sacerdote y hasta de católico. No poseía el don de la gracia; pero todo el mundo tiene obligación de dar la extremaunción, si sabe cómo hacerlo, y de administrar el bautismo, si conoce la fórmula ritual. Lo que pudiera ocurrir a un alma asistida de esta suerte quedaba por entero en manos del Señor, quien dispone sobre todas las cosas, pero que había ordenado que ningún alma compareciera a presencia suya sin haber sido absuelta en confesión.

    El hombre tendido junto a la puerta era ya cadáver. Por la fuerza del hábito, Ruiz—Sánchez se santiguó y pasó por encima del cuerpo, tratando de apartar la mirada. Un hombre que ha fallecido víctima de un shock hiperhistamínico no es un espectáculo agradable.

    El apartamento que los insurrectos habían abierto estaba destrozado por completo. En el interior, tumbados en el pavimento, yacían tres hombres por los que ya nada podía hacerse. Sin embargo, la puerta de la cocina estaba cerrada. Si uno de ellos hubiera tenido el buen sentido de guarecerse allí, antes de que el grueso del enjambre le alcanzara, quizás habría conseguido dar muerte a las pocas abejas que hubieran podido colarse tras él, en el interior.

    Como para confirmar este pensamiento se oyó un gemido detrás de la puerta. Ruiz—Sánchez la empujó; pero estaba parcialmente atrancada. Consiguió entreabrirla unos centímetros y entrar.

    En el suelo yacía un hombre con el rostro desfigurado, la piel increíblemente tirante ennegreciéndose por momentos y los ojos vidriosos, ya en el trance de la agonía. Era Agronski.

    El geólogo no le reconoció; no podía, puesto que el cerebro ya no regia. Ruiz—Sánchez cayó postrado de hinojos con dificultad, debido al ropaje protector. Se oyó a sí mismo recitar las plegarias de rigor, pero las palabras en latín resbalaban en sus oídos como en los del propio Agronski.

    No podía tratarse de una mera coincidencia. Había acudido para otorgar la bendición y la gracia —en el supuesto de que un hombre en su condición pudiera dispensarlas—, y ante él yacía el miembro menos culpable de la misión que viajó a Litina, fulminado en un sitio que Ruiz—Sánchez adivinó al instante. Quien ahora había descendido sobre la tierra era el Dios de Job, no el Dios del salmista o del Cristo. El rostro que se inclinaba sobre Ruiz—Sánchez era la faz del Dios vengador y celoso guardián; del Dios que creó el infierno antes que al hombre porque sabía que tendría necesidad de él. Dante había plasmado en su obra tan terrible verdad, y viendo aquel rostro ennegrecido, con la lengua salida, que se agitaba junto a la rodilla de Ruiz—Sánchez, se dio cuenta de que Dante tenía razón, como todo lector de la Divina Comedia ha de reconocer en lo más profundo de su ser.

    «Un demonólatra anda suelto por el mundo. Será privado de la gracia y más tarde se le requerirá para que administre la extremaunción a un amigo. Por esta señal le reconoceréis.»

    Agronski murió al poco rato, asfixiado por su propia lengua.

    Pero las incidencias no habían concluido. Ahora era preciso convertir el piso de Mike en lugar seguro, acabar con las abejas que pudieran haberse infiltrado y procurar que el enjambre huido encontrara la muerte, tarea ésta bastante fácil. Ruiz—Sánchez se limitó, sencillamente, a cubrir con papel los boquetes en los paneles de cristal de la terraza. Las abejas sólo podían alimentarse en el jardín de Liu. Cuando regresaran, dentro de unas pocas horas, encontrarían taponado el acceso y morirían de inanición una hora después poco más o menos.

    Una abeja no es una máquina voladora perfecta. Para mantenerse en el aire debe realizar un considerable esfuerzo. En una palabra: su vuelo es un constante forcejeo con la atmósfera. Un abejorro atrapado puede morir de hambre en un plazo de doce horas. Los monstruos tetraploides de Liu disfrutarían de su libertad mucho menos tiempo.

    La telepantalla continuaba emitiendo en un murmullo las incidencias del pavoroso episodio. Estaba claro que el terror no tenia un carácter local. Los Disturbios de los Pasadizos, acaecidos en 1993, fueron sólo un anticipo de los posteriores y graves acontecimientos. Cuatro «áreas de blanco» se quedaron completamente a oscuras. Los esbirros uniformados de Egtverchi aparecieron de no se sabe dónde y se hicieron con los centros de control. En aquellos momentos guardaban a unos veinticinco millones de personas como rehenes con objeto de lograr la concesión de un salvoconducto a Egtverchi, de los cuales cinco millones aproximadamente estaban en connivencia activa con los secuaces del litino. En otras partes la violencia no adquirió un carácter tan sistemático, y aunque algunas voladuras de edificios sólo pudieron realizarse en base a un plan minuciosamente elaborado que permitiera la colocación de los artefactos explosivos, no podía hablarse de un plan general de actuación, pero tampoco de una actitud «pasiva». o «no violenta»...

    Cansado, maltrecho y anonadado, Ruiz—Sánchez permaneció a la espera en el exuberante verdor del piso de los Michelis, como si parte de Litina le hubiera acompañado hasta allí envolviéndole en su frondosidad.

    Pasados tres días la violencia fue menguando, al menos en grado suficiente para que Michelis y Liu se atrevieran a correr el riesgo de volver a su apartamento en un vehículo blindado de las Naciones Unidas. Aparecían con el rostro demacrado y macilento, tal como Ruiz—Sánchez imaginaba el suyo propio. Incluso habían dormido menos que él. Sin pensarlo un instante decidió no referirles lo sucedido con Agronski. Estaba en su mano evitarles aquel horror, pero, en cambio, no tenia más remedio que ponerles en antecedentes acerca de lo ocurrido a las abejas.

    El leve y acongojado encogimiento de hombros de Liu le resultó aún más duro de soportar que la muerte de Agronski.

    — ¿Todavía no le han localizado? — interpeló Ruiz—Sánchez con voz enronquecida.
    — Precisamente íbamos a preguntártelo — dijo Michelis. El espigado oriundo de Nueva Inglaterra se vio reflejado en un trozo de espejo, encima de las cestas de mimbre que contenían las plantas. Dio un respingo —: ¡Caray, vaya barba! En las Naciones Unidas todos andan demasiado atareados para dirigirte la palabra y darte otra cosa que no sean explicaciones fragmentarias. Pensábamos que tú sabrías algo.
    — No; no sé absolutamente nada. Según la QBC, las partidas de civiles de Detroit se han rendido.
    — Si, lo mismo que los terroristas a sueldo de Smolensko. Dentro de una hora más o menos lo anunciarán. En ningún momento imaginé que pudieran salirse con la suya. Es imposible que conozcan los pasadizos como las autoridades locales. En Smolensko los insurrectos fueron contenidos mediante el sistema de puertas de seguridad contra incendios... Extrajeron todo el oxígeno de la zona que controlaban sin que los rebeldes lo advirtieran. Dos de ellos no volverán a contarlo.

    Por la fuerza del hábito el sacerdote se persignó. En el centro de la pared, la composición de Klee seguía emitiendo en suave murmullo. Desde la emisión de Egtverchi no había dejado de funcionar.

    — Tengo ganas de apagar de una vez este maldito trasto — dijo Michelis con irritación. No obstante, aumentó el volumen.

    Noticias, lo que se dice noticias, no las había. Se anunció que los disturbios cedían en intensidad, aunque en algunos sectores de las zonas subterráneas la situación seguía siendo explosiva. Se divulgó lo ocurrido en Smolensko, pero sin ofrecer detalles Egtverchi aún no había sido localizado, pero los agentes de las Naciones Unidas esperaban que el desenlace se produjera «en breve».

    — «En breve», dicen — se burló Michelis —, y le han perdido completamente la pista. Al día siguiente de la emisión, aseguraron que le iban a echar el guante, pues habían dado con una pista que les llevó al escondite donde aquél se había instalado para dirigir clandestinamente la operación. Pero no estaba allí. Por lo visto se escabulló un poco antes de que llegara el destacamento. Ninguno de los miembros de su organización tiene idea de dónde puede estar oculto. Le suponían allí, y cuando se les dijo que no era así, perdieron todo indicio.
    —Lo cual significa que ha huido — manifestó Ruiz—Sánchez.
    — Sí; supongo que es un pequeño consuelo — dijo Michelis —. Pero, ¿dónde puede esconderse sin que sea reconocido? ¿Y cómo perpetrar la huida? No puede andar por ahí desnudo ni subirse a un transporte público. Hay que tenerlo todo muy bien organizado para camuflar a una criatura tan llamativa como él, y en este aspecto la organización de Egtverchi está tan desconcertada como las Naciones Unidas. — Michelis apagó la telepantalla de un fuerte manotazo.

    Liu volvió la vista a Ruiz—Sánchez. Su expresión de aturdimiento ocultaba el cansancio que sentía.

    — ¿De forma que la aventura no ha concluido? — comentó, con un tono de impotencia en la voz.
    — Ni muchísimo menos — respondió Ruiz—Sánchez —, aunque si, quizá, la fase de estricta violencia. Si Egtverchi no aparece dentro de unos días, creeré que ha muerto. Si continuara huyendo no podría pasar inadvertido. Es cierto que su muerte no va a solucionar los problemas básicos; pero por lo menos nos sacudiremos una de las espadas que penden sobre nuestras cabezas. El ex sacerdote reconoció que en el fondo sus palabras eran simple expresión de un deseo. Por otro lado, ¿cabe realmente matar a una alucinación?
    — Bien. Espero que por lo menos las Naciones Unidas hayan sabido sacar provecho de lo ocurrido — dijo Michelis —. Una cosa debemos agradecer a Egtverchi y es haber logrado que la gente exteriorizara unos recelos incubados durante todos estos años de vida subterránea y revestidos de una capa de aparente conformidad. Ahora habrá que tomar algunas medidas; quizá proveernos de una almádena y demoler los malditos cobijos subterráneos para empezar otra vez de nuevo. Ni siquiera resultará tan costoso como reedificar lo que ya ha sido destruido. Una cosa es cierta: las Naciones Unidas no podrán despachar lo ocurrido sólo con frases bonitas.

    Se oyó el zumbido del Klee.

    — No pienso contestar — dijo Michelis, haciendo rechinar los dientes —. No lo haré. Ya estoy más que harto.
    — Creo que deberías atender la llamada, Mike — recomendó Liu —. Puede que haya... noticias.
    — ¡Noticias! — gritó Michelis, como si de un juramento se tratara. Pero se avino a la sugerencia.

    Pese a la fatiga y abandono, que ocultaba la realidad, Ruiz—Sánchez creyó detectar un rebrote de calor entre la pareja como si en los tres días transcurridos hubieran hollado una sima antes ignota. La simple perspectiva de una novedad venturosa le dejó confundido. ¿Acaso, como ocurría con todos los demonólatras, empezaba a complacerse en la prevalencia del mal, o ante la perspectiva de verlo implantado?

    Quien llamaba era el inefable funcionario de las Naciones Unidas. La expresión del semblante bajo el extraño casquete era un tanto rara, y ladeaba la cabeza como si no estuviera dispuesto a perder palabra. De repente, casi de forma accidental, la curiosa pose del hombre le hizo comprender el motivo. El funcionario llevaba un audífono hábilmente disimulado. Resumiendo: el jefe de comité de las Naciones Unidas era sordo, y como la mayoría de los que padecen esta tara física, se sentía moralmente disminuido. El resto no era más que aparato, simple cobertura.

    — Doctor Michelis, doctora Liu, doctor Ruiz—Sánchez, no sé por dónde empezar — dijo —. Bueno; si lo sé. Les pido mil perdones por mi pasada actitud de dureza y demás desatinos. Estábamos en un error. ¡Santo Dios! ¡y de qué manera! Ahora les corresponde actuar a ustedes. Necesitamos de sus servicios con suma urgencia, si se dignan colaborar. No les culparé si rechazan nuestra propuesta.
    — ¿No hay amenazas esta vez? — le espetó Michelis, con implacable desdén.
    — No, y por favor, les ruego me disculpen. En esta ocasión quien recaba su colaboración es el Consejo de Seguridad. — Su rostro se contrajo súbitamente, pero en seguida se recompuso —. Me presté voluntario para formularles a ustedes la petición. Les necesitamos sin demora en la Luna.
    —En la Luna! ¿Por qué?
    —Hemos dado con Egtverchi.
    — No es posible — exclamó Ruiz—Sánchez, con más agresividad de la que pretendía —. ¿Cómo iba a procurarse un pasaje? ¿Acaso ha muerto?
    — No, no está muerto. Y tampoco está en la Luna... No era mi intención inducirles a este equivoco.
    —Entonces, por lo que más quiera, díganos dónde está.
    —Camino de Litina.

    El viaje a la Luna mediante cohete—transbordador era incómodo, fatigoso y largo. Siendo el único trayecto espacial en que no era posible prevalerse —por ser una distancia muy corta— de la supervelocidad de Haertel, un vehículo proyectado en función de este último presupuesto hubiera pasado de largo sobre el objetivo. En definitiva, era un recorrido que había experimentado pocas mejoras tecnológicas desde los viejos tiempos de Von Braun. Sólo después de transbordar desde el cohete a la nave lunar provista de paletas, que surcó los mares de polvo hasta el observatorio del conde d'Averoigne, pudo Ruiz—Sánchez encajar todas las piezas de lo acontecido.

    Egtverchi había sido hallado a bordo de la nave que transportaba el último envío de material destinado a Cleaver, dos días después de haber despegado. Apareció medio muerto. En una desesperada y postrer tentativa de huida se había encerrado él mismo en un embalaje, precintado y dirigido a Cleaver y rotulado con los avisos: «Frágil — Radiactivo

    — no cambiar de posición», que fue conducido por transporte normal a la estación de cohetes.

    Incluso un litino adulto originario del planeta habría acusado el vapuleo, y Egtverchi, además de ser un magro ejemplo de su raza, llevaba huyendo varias horas antes de ser acarreado al compartimiento de carga de la astronave.

    El vehículo sideral llevaba, y no ciertamente por azar, el prototipo del CirCon de «Petard». El capitán de la nave comunicó al conde la noticia del hallazgo del litino con motivo de la primera prueba del equipo, y aquél, a su vez, la transmitió a las Naciones Unidas por onda normal radiofónica. Informó de que habían puesto a Egtverchi entre rejas, pero que el litino estaba en buen estado físico y moral. Ante la imposibilidad de que la nave regresara a la Tierra, fueron las Naciones Unidas las que emprendieron veloz carrera tras él, a muchas veces la velocidad de la luz.

    Ruiz—Sánchez sintió un poco de compasión por aquella criatura nacida en el exilio, acosada como una alimaña, encerrada entre rejas, camino de la tierra de sus ancestros, sin una sola experiencia en su vida que le capacitara para morar en ella y cuyo idioma no hablaba. Pero tan pronto el representante de las Naciones Unidas empezó a interpelarles —era preciso tener una idea aproximada de cuáles podían ser las intenciones de Egtverchi—, la compasión cedió ante el impulso de las especulaciones. Le parecía lógico y natural compadecer a los niños, pero Ruiz—Sánchez empezaba a creer que, en general, los adultos tienen bien merecidos los infortunios de que son víctimas.

    El impacto de una criatura como Egtverchi en una sociedad estable como la de Litina podía ser explosivo. Por lo menos, en la Tierra era una criatura anormal, una rareza. En cambio, en Litina, pronto seria considerado como uno más entre los suyos, por más extravagante que pudiera parecerles. Por otra parte, en la Tierra se tenia una experiencia de siglos en torno a sujetos mesiánicos como Egtverchi, inadaptados y mentalmente tarados, lo que resultaba inédito en Litina. Egtverchi contagiaría fácilmente aquel paraíso hasta las mismas raíces y lo redoblaría a su imagen y semejanza, transformando el planeta en aquel enemigo hipotéticamente peligroso contra el que Cleaver deseaba poner a punto un arsenal de armas termonucleares.

    Y, con todo, algo de esto había sucedido también en la Tierra cuando era un Edén sin desventuras. Tal vez —O felix culpa— hubiera ocurrido siempre así en todos los mundos. Tal vez el Arbol del Conocimiento del Bien y del Mal era como el Yggdrasil de las leyendas que poblaban la tierra natal del papa Adriano, las raíces hundidas en el suelo del universo, las ramas sosteniendo a los planetas: quienquiera que apeteciera sus frutos podría comer de ellos...

    No; resultaba inaceptable. Litina era ya bastante peligrosa como sugestivo paraíso; pero transformada en una fortaleza de Plutón, constituía una amenaza para el mismo cielo.

    El observatorio principal del conde d'Averoigne había sido construido por las Naciones Unidas según sus especificaciones, aproximadamente en el centro del cráter Stadius, antaño una elevada grieta anular que en sus orígenes quedó sumergida y parcialmente licuada por el chorreante mar de lava que formó el Mare Imbrium. Lo que quedaba de sus paredes servía a los colaboradores como muro de protección durante los aluviones de meteoritos, pese a lo cual eran suficientemente bajas para quedar, desde el centro del cráter, a un nivel más bajo de la línea del horizonte, proporcionando al conde un verdadero plano recto y uniforme en todas direcciones.

    El aspecto del conde no difería en mucho del que presentaba la primera vez que se conocieron, salvo que ahora vestía un mono pardusco en vez de un traje de dicho color. Parecía contento de volver a verles. Ruiz—Sánchez sospechaba que a veces debía de sentirse solo, quizás a todas horas, no ya por la solitud que a la sazón le rodeaba en la Luna, sino por el constante alejamiento de su familia y, por supuesto, del resto de la humanidad.

    — Tengo una sorpresa para ustedes — anunció —. Acabamos de instalar el nuevo telescopio. Tiene ciento ochenta metros de diámetro, todo él está chapado en sodio y se halla en la cumbre del monte Pitón, a pocos centenares de kilómetros de donde ahora nos encontramos. Los cables de conexión con Stadius acabaron de tenderse ayer, y me he pasado toda la noche verificando los circuitos de mi invención. Ahora el aparato tiene mejor aspecto que cuando lo vieron ustedes por vez primera.

    El conde se había quedado muy corto en su ponderación, porque el instrumento no tenía ya los mecanismos expuestos, sino que estaban cubiertos por una caja protectora. El objeto que el conde señalaba era una simple caja negra esmaltada, del tamaño aproximado de una grabadora y provista con el mismo reducido número de mandos.

    — Ni qué decir tiene que esto es más sencillo que captar las señales audio de un transmisor no equipado con el CirCon, como el árbol de las Comunicaciones —admitió el conde—; pero los resultados son igualmente satisfactorios. Vean. Con ademán ampuloso manipuló un conmutador y en una gran pantalla situada en la pared opuesta de la oscura cámara subterránea del observatorio apareció la imagen de un planeta envuelto en nubes, que se deslizaba plácidamente ante sus ojos.
    — ¡Santo Dios! — exclamó Michelis, atónito —. Pero si es Litina, conde d'Averoigne. Me atrevería a jurarlo.
    — Por favor — rogó el conde —. Aquí soy el doctor Petard. Sí, en efecto, es Litina. Desde la Luna el sol del planeta puede verse algo más de doce días al mes. Se halla a cincuenta años luz, pero ahora lo vemos como si la distancia fuera de unos cuatrocientos mil kilómetros; es decir, casi la misma distancia de la Luna a la Tierra. Es realmente extraordinaria la claridad de visión que se logra con un paraboloide de sodio de ciento ochenta metros cuando no hay atmósfera que se interponga. Claro que si tuviésemos una atmósfera normal no podríamos utilizar el revestimiento de sodio. Este material apenas resiste la gravedad lunar.
    —Asombroso — murmuró Liu.
    — Esto no es más que el principio, doctora Meid. No sólo hemos medido el espacio, sino también el tiempo. Las imágenes que estamos contemplando corresponden al planeta Litina hoy... ahora mismo, para ser exactos; no a Litina hace cincuenta años.
    —Enhorabuena — dijo Michelis, con voz apagada —. Por supuesto que su escolioconstituye el logro principal; pero, además, ha levantado usted la instalación en un tiempo récord.
    — Comparto su parecer — dijo el conde, mirándolo con complacencia.
    — ¿Podremos asistir al aterrizaje de la nave? — preguntó con vehemencia el funcionario de las Naciones Unidas.
    — No, temo que no, salvo que me haya equivocado en las fechas. Según el horario que me fue entregado, el aterrizaje debía haberse producido ayer. No puedo recorrer a capricho el espectro temporal. Las ecuaciones confieren a mi invento una simultaneidad, y eso es lo que tenemos a la vista, ni más ni menos. De repente mudó el tono de su voz. El cambio le transformó de un hombre plácido, encantado con su nuevo juguete, en el filósofo y matemático Henri Petard, hasta un extremo que ni la desposesión de su titulo hereditario hubiera conseguido.
    — Les invité a sostener una entrevista en este lugar — expuso — porque pensé que debían ser testigos presenciales de un acontecimiento que espero en el alma no se produzca. Me explicaré.
    — En fecha reciente se me pidió que revisara los cálculos en los que el doctor Cleaver basaba el experimento que tiene previsto llevar a cabo en el día de hoy. Para decirlo con pocas palabras: el experimento consiste en acumular el potencial integro de un generador Nernst por espacio de unos noventa segundos mediante una adaptación especial de lo que se conoce como «efecto de reoextricción».
    — Encontré algunos errores en el razonamiento teórico, aunque no errores flagrantes, ya que el doctor Cleaver es un especialista demasiado escrupuloso para ello. No obstante, entrañan grave peligro. Si se tiene en cuenta que el litio—seis abunda en todo el planeta, un simple fallo podría revestir consecuencias catastróficas. A través del CirCon envié a la nave un mensaje urgente para el doctor Cleaver que fue grabado en cinta. En circunstancias normales hubiera utilizado el árbol de las Comunicaciones, pero evidentemente no podía hacerlo, puesto que ha sido talado, y además, aunque no fuera así, dudo de que hubieran dado crédito a un mensaje transmitido por boca de un litino. El capitán de la nave me prometió que entregaría la cinta al doctor Cleaver antes de proceder a la descarga del material restante. Pero conozco al doctor Cleaver y sé que es un hombre muy testarudo. ¿Me equivoco?
    —No. Dios sabe que lo es — corroboró Michelis.
    — Bien. Estamos preparados — dijo el doctor Petard —. Todo lo preparados que es posible estar. Dispongo de aparatos para registrar el suceso. Roguemos a Dios que no tenga necesidad de utilizarlos.

    El conde era un católico que se había alejado gradualmente de la religión, de modo que su alusión era un puro reflejo. Pero Ruiz—Sánchez ya no estaba en situación de orar por lo que el conde pedía y ni siquiera podía dejar al azar el desenlace final. Se le había armado con la espada de San Miguel de manera tan inequívoca, que ni el más necio de los humanos hubiera dejado de darse cuenta.

    El Santo Padre sabía que las cosas iban a presentarse de esta manera y había forjado sus planes con la astucia de un Disraeli. A Ruiz—Sánchez le estremecía pensar cómo hubiera afrontado las circunstancias un pontífice con menos dotes políticas, aunque indudablemente la voluntad divina quiso que se llegara a la presente situación en época de Adriano y no durante otro pontificado. Al prohibir que Ruiz—Sánchez fuera oficialmente excomulgado, el papa había puesto en sus manos el único don de la gracia que convenía a la ocasión.

    Y tal vez también se hubiese dado cuenta de que el tiempo que Ruiz—Sánchez había dedicado al intrincado y caprichosamente complejo caso de conciencia planteado en la novela de Joyce era tiempo perdido. Había un dilema mucho más sencillo, una situación clásica, que venia igualmente a cuento si Ruiz—Sánchez hubiera reparado en ello: el caso del niño enfermo para cuya recuperación se ofrecen oraciones.

    Hoy, la mayoría de los niños enfermos se curan en uno o dos días con sólo una inyección de espectrosigmina o droga similar, incluso si su estado es muy grave.

    Pregunta: ¿Debe considerarse que la plegaria ha sido inútil y que es la ciencia temporal la que ha causado la recuperación?

    Respuesta: No, porque la oración es siempre escuchada y ningún hombre puede indicar a Dios los medios de que ha de valerse para responder a ella. Con toda probabilidad, el milagro que supone salvar la vida mediante un antibiótico es prueba de la munificencia divina.

    Y ésta era, también, la respuesta al enigma de la Suprema Nada. El Maligno carece de facultades creadoras salvo en el sentido de que buscando siempre el mal acaba invariablemente haciendo el bien. No puede arrogarse ninguno de los triunfos de la ciencia temporal ni dar a entender seriamente que un éxito para la ciencia temporal involucra un fracaso para la oración. En esto, como en todo lo demás, se ve compelido a mentir.

    Y en Litina estaba Cleaver, instrumento de la Suprema Nada, predestinado al fracaso, poniendo en grave peligro la misma tarea con la que secundaba los designios del Maligno. El cayado de que nos habla la leyenda de Tannhauser había florecido: «Estos son los frutos desprendidos del árbol de la ira».

    Sin embargo, incluso mientras Ruiz—Sánchez se ponía en pie y las palabras anatemizantes del papa Gregorio VIII temblaban en sus labios, sintió de nuevo el aguijón de la duda: ¿y si todo fuera un monumental error? Supongamos, sólo a titulo de suposición, que Litina fuese el Paraíso y que el litino criado en la Tierra y devuelto al planeta cumpliera la misión de la serpiente bíblica. ¿Y si el hecho se hubiera repetido siempre así, por el fin de tos siglos?

    La voz de la Suprema Nada, profiriendo mentiras hasta el último instante.

    Ruiz—Sánchez alzó la mano, y su voz atribulada vibró con extrañas resonancias en el sótano del observatorio.

    «YO, SACERDOTE DE CRISTO, OS ORDENO, OH LOS MAS IMPUROS DE LOS ESPIRITUS QUE AGITAIS ESTAS NUBES...»

    — ¿Cómo dice? Por Dios, cállese — dijo el funcionario de las Naciones Unidas con irritación. Los demás circunstantes miraban estupefactos a Ruiz—Sánchez, y los ojos de Liu traslucían cierto temor. Sólo la mirada del conde denotaba comprensión y fulguraba con dignidad.

    »...QUE OS ALEJEIS DE ELLAS Y OS DISPERSEIS POR LUGARES SOLITARIOS Y AGRESTES, EN LOS QUE NUNCA MAS PODAIS CAUSAR DAÑO A LOS HOMBRES, ANIMALES, FRUTOS O PLANTAS, NI A TODO LO QUE HA SIDO CREADO PARA GOCE Y DISFRUTE DE LOS HUMANOS. Y A TI, SUPREMA NADA, A TI, CRIATURA LASCIVA Y NECIA, SCROFA STERCORATE, A TI, ESPIRITU DE TARTARO, TE ARROJO, O PORCARIE PEDICOSE. AL HORNO INFERNAL.
    »POR EL APOCALIPSIS DE JESUCRISTO, QUE DIOS HA ENVIADO PARA DAR A CONOCER A SUS SERVIDORES LO QUE EN BREVE HA DE OCURRIR Y QUE NOSHA REVELADO ENVIÁNDONOS A SU ANGEL, YO TE EXORCISO, ANGEL DE LA PERVERSIDAD.
    »POR LOS SIETE CANDELABROS DE ORO, Y POR UNO SEMEJANTE AL HIJO DEL HOMBRE PRESENTE EN MEDIO DE LOS CANDELABROS; POR SU VOZ, SEMEJANTE A LA VOZ DE MUCHAS AGUAS; POR SUS PALABRAS: «O QUE HABIA MUERTO ESTOY VIVO; Y HE AQUI QUE VIVIRE POR TODA LA ETERNIDAD; Y GUARDARE LAS LLAVES DE LA MUERTE Y DEL INFIERNO»; YO TE CONMINO, OH ANGEL DE PERDICION: ¡ALÉJATE, ALÉJATE!

    Los ecos vibraron hasta extinguirse y volvió el silencio lunar, realzado por la respiración de los presentes en el observatorio y el sonido de las bombas que funcionaban en algún punto bajo la estructura.

    Lenta, silenciosamente, el nuboso planeta reflejado en la pantalla se tornó enteramente blanco. Las nubes, los difusos mares y continentes se confundieron en un destello azul y blanco que refulgió en la pantalla como un proyector y pareció penetrar en los rostros exangües.

    Poco a poco, muy lentamente, las imágenes se fueron descomponiendo: los frondosos bosques llenos de armonías, la casa de cerámica vidriada de Chtexa, los aullantes peces pulmonados, el tocón del Arbol de las Comunicaciones, los enormes alosaurios, la luna plateada, el inmenso corazón latiente del Lago Ensangrentado, la ciudad de los ceramistas, el calamar volador, el cocodrilo litino y su sinuosa marcha, las altas, majestuosas criaturas racionales y el misterio y la belleza de su entorno. De repente, Litina toda comenzó a hincharse como un globo...

    El conde intentó desconectar la pantalla, pero no llegó a tiempo, y antes de que alcanzara a tocar la caja negra, el circuito de cables reventó con un chasquido de fusibles quemados. La cegadora luminiscencia desapareció al instante. La pantalla, y con ella todo el universo, quedó a oscuras.

    Los componentes del grupo permanecieron inmóviles, invisibles y aturdidos.

    —Un error en la Ecuación Dieciséis. — La voz del conde resonó áspera en la oscuridad.

    «No. Una muestra de deseos cumplidos —, se dijo Ruiz—Sánchez. El quiso utilizar Litina para defender la fe y vio colmada su aspiración. Cleaver pretendió convertir el planeta en una planta termonuclear y en un abrir y cerrar de ojos su anhelo fue satisfecho con hartura. Michelis vio en ella una profecía de incontestable amor humano, y desde entonces quedó tendido en aquel potro de tortura. En cuanto a Agronski... Agronski no aspiraba a cambio alguno y ahora era sólo e irremisiblemente nada.

    Alguien lanzó un largo, discordante suspiro en la oscuridad. Por unos instantes Ruiz—Sánchez no pudo determinar de quién provenía. En un principio creyó que había sido Liu; pero no, fue Michelis.

    — Cuando vuelva la luz propongo que nos vistamos y salgamos al exterior — se oyó decir al conde —. Tendremos ocasión de vislumbrar una nova.

    Era una simple maniobra diversiva; una información voluntariamente errónea de parte del conde; un acto de caridad ajena. Sabia perfectamente que la nova en cuestión no seria visible al ojo humano hasta el próximo Año Santo, dentro de cincuenta años. Y sabía también que los demás lo sabían.

    Sin embargo, cuando el padre Ramón Ruiz—Sánchez, en otros tiempos Miembro Regular de la Compañía de Jesús, recuperó la visión, sintió que le habían dejado a solas con su Dios y su congoja.



    Apéndice


    El planeta Litina

    (extracto de «Litina: Informe Preliminar», por D. Michelis y R. Ruiz—Sánchez. Publicado en «Revista de Investigación Interestelar», 4/225. Año 2050).

    Litina es el segundo planeta de la estrella de tipo solar Alpha Arietis, en la constelación Aries, y dista unos cincuenta años luz del Sol. (1)

    El planeta gira en torno a su estrella solar a una distancia media de 174.500.000 kilómetros. Así, el año litino tiene aproximadamente trescientos ochenta días terrestres. La órbita es claramente elíptica, con una excentricidad de 0,51, de forma que el eje más largo de la elipse tiene una longitud que supera en un quince por ciento, poco más o menos, a la del eje más corto.

    El eje del planeta es esencialmente perpendicular a la órbita, y éste describe un movimiento de rotación en torno a su eje equivalente a un día de unas veinte horas terrestres. En consecuencia, el año litino tiene 456 días. La excentricidad origina unas estaciones poco acentuadas, con inviernos relativamente largos y fríos y veranos cortos y calurosos.

    El planeta posee un satélite lunar cuyo diámetro es de 2.000 kilómetros y que gira en torno a su planeta primario a una distancia de 525.000 kilómetros, o sea, doce veces a lo largo del año litino.

    Los planetas exteriores todavía no han sido explorados. Litina tiene 1.330 kilómetros de diámetro y una gravedad superficial que es 0,82 veces la de la Tierra. La poca gravedad del planeta se debe a una densidad relativamente baja, que a su vez es resultado de su composición. La estructura inicial del planeta comprendía un porcentaje de elementos químicos pesados, con número atómico superior a veinte, muy inferior al de la Tierra. Por otra parte, los elementos de las series impares de la tabla son más raros, incluso, que en la propia Tierra. En efecto, los únicos elementos de estas series que aparecen en cantidades más o menos apreciables son hidrógeno, nitrógeno, sodio y cloro. El potasio es muy raro y los elementos pesados de las series pares (oro, plata y cobre) sólo existen en cantidades inapreciables y jamás en forma pura. De hecho, el único metal en estado puro que ha conocido el planeta es el ferroníquel que integra la masa de los meteoritos caídos fortuitamente.

    El núcleo metalífero del planeta es considerablemente más pequeño que el de la Tierra, y en consecuencia el revestimiento basáltico tiene menor espesor. Al igual que en la Tierra, los continentes tienen un substrato granítico al que se han superpuesto depósitos sedimentarios.

    La escasez de potasio ha hecho que la geología del planeta fuera extremadamente estática. La radiactividad natural del K40 es la fuente principal del calor interno de la Tierra, y Litina posee una décima parte del K40 que hay en la Tierra. Como resultado, el interior del planeta es mucho más frío, el vulcanismo es extremadamente raro y los movimientos sísmicos y la orogénesis todavía mucho más. El planeta parece haberse consolidado tal cual lo conocemos en una fase temprana de su formación, sin que desde entonces hayan sobrevenido grandes transformaciones. En el mejor de los casos, la mayor parte de tan uniforme actividad geológica es mera conjetura, dado que la escasez de elementos radiactivos no permite fechar fácilmente la antigüedad de los estratos.

    En cierta manera, la atmósfera se asemeja a la de la Tierra. (2) La presión atmosférica es de 815,3 milímetros al nivel del mar y la composición de la atmósfera seca es la siguiente:

    Nitrógeno 66,26 % por volumen Oxígeno 31,27 % “ Argón y afines 02,16 % “ CO 00,31 % “

    La concentración relativamente alta de CO2 (con una presión parcial de aproximadamente once veces la del gas en la atmósfera terrestre) origina un clima moderadamente cálido con pocas diferencias de temperatura entre el polo y el ecuador. En el polo, la temperatura media estival es de unos 300 centígrados, y en el ecuador, de unos 38 centígrados, en tanto que en invierno las temperaturas son unos quince grados más bajas. Por lo general, el porcentaje de humedad es elevado y las nieblas son abundantes. Asimismo, llovizna con persistencia todo el año.

    Por espacio de unos setecientos millones de años apenas se han producido variaciones climáticas en el planeta. Dada la poca actividad volcánica, no se originan incrementos perceptibles de CO2 atmosférico por este motivo, y la cantidad de anhídrido carbónico que consume la frondosa vegetación en el proceso de fotosíntesis viene compensado por la rápida oxidación de las materias vegetales putrefactas, propiciada por la elevada temperatura, alto grado de humedad y elevada concentración de oxígeno en la atmósfera. En realidad, el clima del planeta permanece estable desde hace más de quinientos millones de años.

    La misma uniformidad se observa en la geografía del planeta. Hay tres continentes, de los cuales el más vasto es el continente sur, que se extiende aproximadamente desde los 15º de latitud Sur a los 60º, y con una anchura de las dos terceras partes del planeta. Los dos continentes nórdicos tienen más o menos la forma de un cuadrilátero y similar superficie. Se extienden desde los 10º de latitud Sur a los 70º de latitud Norte aproximadamente, y ambos a unos 80º al Este y Oeste. Uno de ellos está ubicado al norte del extremo oriental del continente sur, y el otro al norte del extremo occidental. Más allá de estas masas de tierra existe un archipiélago integrado por un grupo de islas bastante extensas, como Inglaterra e Irlanda, que se sitúan entre los 20º Norte y los I0º Sur del ecuador. En consecuencia, existen cinco mares u océanos: los dos mares polares; el mar ecuatorial, que separa el continente sur del norte; el mar central, entre los dos últimos, que enlaza el mar ecuatorial con el mar polar nórdico y, por último, el anchuroso océano que va de polo a polo, interrumpido sólo por el archipiélago, y que ocupa una tercera parte de la superficie del planeta.

    El continente sur posee una cadena montañosa de baja elevación (la cumbre más alta alcanza 2.263 metros) que discurre paralela al litoral sur y que atempera los ya moderados vientos del sur. El continente noroccidental tiene dos cordilleras, una paralela al mar oriental y otra al mar occidental, lo que permite la libre circulación de los vientos polares y confiere a este continente un clima más variables que el del continente sur. El continente nororiental tiene cadenas montañosas de poca elevación a lo largo de la franja costera meridional. Las islas del archipiélago presentan escasos promontorios y poseen un clima de tipo oceánico. Los alisios se asemejan a los de la Tierra, pero su intensidad es menor debido a que las diferencias de temperatura entre las distintas partes del planeta son menos acentuadas. En el mar ecuatorial apenas soplan vientos.

    A excepción de las pocas sierras o cadenas montañosas, el suelo continental es bastante llano, sobre todo cerca del litoral. Los cursos inferiores de los ríos forman meandros flanqueados por marismas y planicies que se inundan en buena parte al llegar la primavera.

    Las mareas son más moderadas que en la Tierra y originan una corriente notable en el mar ecuatorial. Dado que la franja costera es por lo general bastante llana, excepto en las zonas donde las montañas forman acantilados, la costa está separada del mar abierto por amplios bajíos.

    El agua, aunque similar a la de los mares terrestres, posee un grado de salinidad muy inferior (3). La vida se inició en los mares y evolucionó de forma muy parecida a como lo hizo en la Tierra. Existe una rica variedad de especies microscópicas marinas, equiparables a nuestras esponjas y algas marinas, así como muchas clases de los tipos crustáceos y moluscos. Estos últimos se hallan muy desarrollados y diversificados, sobre todo las especies móviles. Al igual que en la Tierra, han emergido variedades pisciformes muy parecidas a las de aquélla, las cuales dominan las aguas marinas.

    La actual vegetación terrestre de Litina extrañaría un tanto a un observador de la Tierra, pero en modo alguno le sorprendería. No existen plantas exactamente iguales, pero la mayoría de ellas se asemejan inequívocamente a las que este hipotético observador conoce. El rasgo más notable está en los bosques, que son de un tipo mixto muy acentuado, árboles con fruto y sin él, palmeras y pinos, helechos arbóreos, matorrales y hierbas coexisten en admirable armonía. Puesto que Litina no ha conocido períodos glaciares prevalece el bosque mixto, al contrario que en la Tierra, donde predomina la vegetación uniforme.

    Por lo general, la vegetación es exuberante y forma un bosque de tipo tropical, muy denso y con abundante pluviosidad durante el año. Existen diversas clases de plantas venenosas, en las que se incluyen casi todos los tubérculos aparentemente comestibles. Sus raíces se asemejan a las de la patata y producen gran cantidad de alcaloides extremadamente tóxicos cuya estructura todavía no ha sido determinada. Algunas especies de arbustos van provistas de espinas impregnadas de glucósidos que originan graves irritaciones en la piel de casi todos los vertebrados. El prado domina sobre todo en los llanos y cede paso gradualmente a los juncos y otras especies similares adaptadas a las tierras pantanosas. Existen pocas zonas desérticas. Hasta las montañas son de perfiles suaves y altitudes moderadas, con predominio del pastizal y los matorrales. Vistas desde el espacio, las tierras continentales del planeta son verdes en su casi totalidad. Las formaciones rocosas sólo aparecen en los valles de los ríos, donde las aguas han erosionado el lecho primitivo hasta alcanzar las capas de piedra caliza y arenisca, y también en los afloramientos leñosos, donde abundan el pedernal, el cuarzo y la cuarcita. No hace falta decir que la ausencia de actividad volcánica determina una gran escasez de obsidiana. En algunos de los cursos fluviales que discurren por los valles, algunas arcillas contienen una apreciable proporción de alúmina; también hay cierta abundancia de rutilo (dióxido de titanio). No existen grandes yacimientos de mineral de hierro y la hematites es prácticamente desconocida.

    Entre las formas animales terrestres se encuentran órdenes similares a los que habitan en la Tierra. Existe una gran variedad de artrópodos, entre los que destacan insectos de ocho patas de todos los tamaños, e incluso una especie de libélula con dos pares de alas que extendidas alcanzan, según se ha podido determinar, hasta 86,5 centímetros. Esta variedad se alimenta exclusivamente de otros insectos, pero existen otros tipos nocivos para animales de órdenes superiores. La picadura de algunas de estas variedades es bastante dañina y contiene un veneno que suele ser un alcaloide. Algunos insectos pueden lanzar un chorro de gas venenoso (la opinión más generalizada es que se trata de HCN) en cantidad suficiente para inmovilizar a animales pequeños. Como las hormigas, son insectos sociales por naturaleza y viven en colonias que los animales insectívoros suelen tener buen cuidado de respetar.

    Existen, también, buen número de anfibios parecidos a pequeños lagartos, con tres dedos en cada pata en vez de los cinco que poseen los vertebrados terrestres que habitan en suelo firme. Forman una clase extremadamente importante, y, llegados al estado de madurez, algunas especies pueden alcanzar el tamaño de un San Bernardo. Sin embargo, a excepción de algunas formas pequeñas y de poca importancia, los anfibios viven confinados en los arenales cenagosos próximos al mar, en tanto que la tierra firme es coto de una clase semejante a los reptiles terrestres. La especie dominante es un animal altamente inteligente, de gran envergadura, bípedo y que conserva el equilibrio con ayuda de una poderosa cola que mantiene muy rígida.

    Dos grupos de reptiles retornaron al mar y entablaron con éxito una lucha contra los peces. Uno de ellos tiene un perfil acusadamente aerodinámico y en lo externo no es más que un pez de diez metros de largo. Sin embargo, la aleta está en un plano horizontal y su estructura interna muestra claramente las fases de su evolución. Es la criatura más rápida que surca las aguas de Litina, pudiendo alcanzar ochenta nudos en casos extremos (espectáculo corriente por lo demás, debido a su voraz apetito). El otro grupo de reptiles revertidos se asemeja a los cocodrilos y se desenvuelve con la misma facilidad en mar abierto que en las tierras bajas que inunda la marea, si bien en ninguno de los dos casos es muy rápido.

    Algunos géneros de reptiles han adquirido rasgos de las aves, como ocurrió en la Tierra con los pteranodóntidos. Las especies más grandes poseen una extensión de alas de casi tres metros, pero su estructura corpórea es muy frágil. Suelen agruparse en los acantilados de la costa sur del continente noroccidental y se alimentan sobre todo de los peces y cefalópodos saltadores. Este género de reptil volador posee un largo pico de compleja dentadura, con las piezas curvadas hacia atrás. Hay otra curiosa especie de reptil volador que ostenta una especie de plumaje en la cresta multicolor que cubre el largo cuello. Estas «plumas» aparecen solamente en los reptiles maduros; los individuos jóvenes carecen de ellas.

    Hace aproximadamente cien millones de años, los reptiles que habitaban en suelo firme se extinguieron casi por completo debido a la acción de uno de los miembros de menor tamaño de su familia, que adoptó para subsistir el expeditivo método de engullir los huevos que ponían sus parientes de mayor envergadura. Estos últimos están casi extinguidos y los que han logrado sobrevivir (caso del alosaurio litino) son en la actualidad especies tan raras como el elefante en la Tierra (comparado, por ejemplo, con la gran variedad de especies que existían en el pleistoceno). Las formas de menor tamaño sobrevivieron mejor, pero no son, ni con mucho, tan abundantes como en otros tiempos.

    La especie dominante constituye una excepción. La hembra posee una bolsa abdominal en la que deposita los huevos hasta su fecundación. La altura de este animal, del pie a la coronilla, es de unos tres metros y medio, y su cabeza está configurada de tal forma que permite la visión bifocal. Uno de los tres dedos del brazo no articulado es un pulgar contrapuesto.


    (1) La cifra de 40 años luz que suele mencionarse en muchos libros es consecuencia de la aplicación de la denominada «constante cosmológica». La reticencia de Einstein en recurrir a esta «constante» en las conclusiones de sus postulados y demostraciones ha quedado, pues, perfectamente justificada.

    (Véase Haertel, «Revista de Investigación Interestelar», 1/21, 2047.)

    (2) J. Clark, El clima de Litina, «Revista de Investigación Interestelar» (en prensa).

    (3) W. Ley, Las ecologías de Litina, «Revista de Investigación Interestelar» (en prensa).


    FIN



    Título original: A case of conscience
    Traducción: R.A.A.
    © 1958 By James Blish
    © 1975 Ballantine Books, New York
    © 1977 By Ediciones Martínez Roca S.A.
    Depósito Legal M.41.269 —1985

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