TRAGEDIA EN LA MINA DE PLATA
Publicado en
junio 22, 2014
Casi a un kilómetro y medio bajo tierra, rodeados de mortífero humo y de monóxido de carbono, dos hombres lucharon durante siete días para sobrevivir.
Por Trevor Armbrister.
NADIE sabe cómo se inició el fuego en las profundidades de una sección abandonada de la mina de plata "Sunshine", situada cerca de Kellogg (Idaho). El caso es que poco antes del mediodía del martes 2 de mayo de 1972 el incendio estalló con furia atizado por entibas y desechos de madera. El humo y el monóxido de carbono invadieron rápidamente todas las posibles vías de escape.
Se ordenó evacuar la mina y 80 mineros lograron ponerse a salvo mediante los ascensores. A continuación los mortíferos gases impidieron la labor de los ascensoristas. Noventa y tres hombres quedaron atrapados en los 150 kilómetros de galerías subterráneas.
A unos 1500 m bajo tierra resonó el grito aterrador: "¡Fuego! ¡Fuego en los tiros superiores!" Ron Flory, de 28 años de edad, y su compañero Tom Wilkenson, de 29, se encaramaron a una locomotora impulsada por baterías y enfilaron hacia el oeste por la galería "Sindicato", túnel de 1500 m de longitud en el que habían estado trabajando. Pusieron sobre aviso a otros dos mineros, y los cuatro regresaron a un estrecho cobertizo llamado "la estación", situado en el tiro número 10. Allí se pusieron unos respiraderos especiales, se aplicaron a la nariz las mascarillas de caucho, se introdujeron en la boca el tubo del aparato y abrieron las válvulas de sustancias químicas para neutralizar el monóxido de carbono. Poco después otros cinco trabajadores se incorporaron al grupo y esperaron en vano la jaula que los habría llevado a lugar seguro.
El humo empezó a invadir la estación. Retrocedieron 100 m hasta el cobertizo de los motores, y desde allí, a intervalos de cinco minutos, dos hombres iban nuevamente a la estación para ver si llegaba la jaula, tratando al mismo tiempo de utilizar el teléfono. Todo en vano.
No pasó mucho tiempo sin que también el cobertizo se llenara de humo. A Wilkenson se le cayó la máscara. Volviéndose hacia el motorista, Dick Allison, le anunció: "Voy a salir", pero en ese mismo momento se desmayó.
Flory corrió a la estación y tiró de la cuerda de emergencia. A continuación, aunque él y Allison empezaban a marearse, colocaron a Wilkenson en el techo de la locomotora y volvieron a avanzar hacia el oeste. Una vez que dejaron atrás la zona invadida por el humo, recostaron a su amigo contra la pared del túnel y volvieron adonde estaban sus demás compañeros para instarlos a que abandonaran el cobertizo y se unieran a ellos.
"Vayamos otra vez a la estación", propuso alguien. "Desde allí podremos telefonear para informarles en dónde estaremos".
Los mineros que se habían guarecido en el cobertizo subieron a la locomotora y emprendieron la marcha hacia la estación. Flory, sin embargo, debilitado y con náuseas, decidió regresar a pie al lado de su compañero desmayado. Estaba seguro de que no tardarían en rescatarlos; no obstante, sacó del bolsillo un pedazo de tiza y garrapateó en la pared del socavón: "Ron Flory estuvo aquí, del 2 de mayo al... ?"
EN COEUR d'Alene, a 70 km de la mina, Marvin Chase, vicepresidente y gerente general de la Compañía Minera Sunshine, hablando en una asamblea de accionistas daba a éstos buenas noticias: en 1971 la empresa había producido siete millones de onzas de plata (casi 200 toneladas métricas) la sexta parte de la producción de este metal en Estados Unidos, y en 1972 superarían tal cantidad. Terminado su informe, Chase se comunicó por teléfono con la mina. La telefonista le informó que se había declarado un incendio en las galerías. Ahora bien, los incendios en las minas metalíferas no suelen ser graves, y aquel en particular tampoco parecía serlo. No obstante, Chase se trasladó inmediatamente a la mina en automóvil.
Al llegar el alto funcionario, a la 1:25, vio que salía una nube de humo del respiradero principal y supo en seguida que el incendio era de grandes proporciones. La Sunshine estaba orgullosa de su moderno sistema de aireación: los enormes ventiladores enviaban cientos de metros cúbicos de aire por segundo al interior de las galerías a la vez que extraían el aire viciado. En ese momento los aparatos hacían circular nubes de humo y los gases inodoros e incoloros del mortífero monóxido de carbono.
Si supieran en dónde había empezado el incendio y hacia dónde habían huido los mineros, habrían utilizado los ventiladores y las compuertas para aislar el fuego. Pero lo ignoraban; Chase, descorazonado, declaró: "Los que podrían resolver el problema: los capataces y jefes de turno, están entre los trabajadores atrapados. Si desconectamos algún ventilador, tal vez sólo consigamos empeorar su situación".
MYRNA FLORY acababa de sentarse a almorzar cuando llegó su hermana con la noticia. Myrna se dirigió inmediatamente a la mina, donde ya se habían reunido otras esposas de mineros, algunas muy inquietas y llorosas. Myrna se topó con el minero Dennis Clapp, quien le dijo: "Ron no salió: prefirió regresar a ayudar a Tom Wilkenson". Al oír esto, la esposa de Ron estuvo a punto de desmayarse. Frances Wilkenson se enteró del accidente por la radio. Al ir en su coche hacia la mina, una idea la obsesionaba: ¿Cuánto tiempo arderá la roca? Le asombró ver allí un grupo numeroso de policías y socorristas. No será más de dos horas, se dijo para darse ánimos. Nuestros hombres saldrán de allí sanos y salvos, se darán un baño y volverán a casa.
"¡HOLA! ¡HOLA!"
Ron Flory distinguió a través de la invasora cortina de humo la luz del faro de una locomotora, a unos 100 metros de allí. Seguramente era la máquina en que los otros mineros se habían ido hora y media antes. Gritó, pero nadie le respondió. Entonces avanzó cautelosamente hacia la luz... y lo que vio le hizo retroceder. En el asiento del maquinista estaba Allison doblado sobre sí mismo. Cerca de allí yacían tendidos otros tres obreros. Al parecer, de regreso de la estación, y sin sus máscaras antigás, habían caído víctimas de las emanaciones de monóxido de carbono. Flory se estremeció de espanto. Echó a correr y se reunió con su compañero.
Flory y Wilkenson se pusieron cuidadosamente las máscaras antigás y entre ambos sacaron a Allison de aquella humareda. Le tomaron el pulso. Wilkenson aplicó el oído al pecho del motorista. "No podemos hacer nada por él, Ron. Está muerto", le informó.
Los dos sobrevivientes analizaron su situación: no disponían de víveres ni de medios de comunicación; ignoraban de dónde procedía el fuego. Cuando se agotaran las pilas del faro de la locomotora y las de sus lámparas de minero, quedarían sumidos en la oscuridad. Sin embargo, la tubería de agua que bajaba hasta esa galería estaba indemne, y seguía circulando aire fresco gracias a un respiradero de 1,20 m de diámetro, abierto recientemente, que descendía en espiral desde el arranque del tiro superior, situado a 1100 m de profundidad. Con tal que el humo no invadiera el respiradero...
El martes por la noche, a bordo de la locomotora, Flory y Wilkenson avanzaron algo más hacia el oeste del túnel. Al llegar a la abertura del respiradero, Flory encontró un saco de lona verde en cuyo interior había un radioteléfono. Flory descorrió el cierre de cremallera, tomó la bocina e hizo girar rápidamente la manivela. "¡Hola!" llamó ansiosamente. "¡Hola!" Pero nadie contestó a la llamada.*
Pasaron la noche muy incómodos. La idea de morir bajo tierra, especialmente de muerte lenta por inanición, era inconcebible para ambos. Flory pensaba en su hijo, de dos años de edad, y se preguntaba: ¿Quién le enseñará a cazar y a pescar, si yo le falto?
Wilkenson tampoco estaba tranquilo. "Dime, Ron", dijo a su compañero, "¿crees que lograrán sacarnos de aquí? ¿Qué diablos estarán haciendo allá arriba? ¿Jugando a los naipes?"
Discutieron la posibilidad de volver a pie a la estación; quizá fuera más conveniente subir por las escaleras de mano que corrían paralelamente al tiro número 10... hasta llegar a los 1400 m, y pasar de allí, a los 1350...
—No debemos usar las escaleras ahora —objetó Flory—. Seguramente arriba habrá mucho humo. Aquí, por lo menos, tenemos aire fresco para respirar.
—¡Pero urge comunicarles que todavía estamos vivos! —exclamó Wilkenson— Si subimos, podremos gritarles que bajen por el respiradero y que nos saquen por allí.
Minutos después Flory se dirigió a la estación. Sin embargo, funcionaba mal su máscara y sintió mareos. Al llegar al sitio donde estaban los mineros muertos, se detuvo el tiempo necesario para sacar de las gorras de éstos los cigarrillos que solían guardar allí, y luego regresó tambaleándose al respiradero. Ya más entrada la noche le pareció oír voces, entre ellas la de Allison. Pero aquello era imposible, pues había visto con sus propios ojos el cadáver de su compañero.
LABORES DE RESCATE
Las familias de los mineros aguardaban en una zona acordonada a la entrada principal de la mina. Los voluntarios de la Cruz Roja repartían entre los deudos unos marbetes con el nombre de los trabajadores, pero Frances Wilkenson rechazó el que le ofrecieron. "No lo necesito", declaró: "estoy segura de que mi marido saldrá de allí sano y salvo".
En determinado momento un clérigo encargado de informar a los parientes de las víctimas tocó el hombro de Frances. La mujer se volvió bruscamente, con los ojos de color castaño muy abiertos de terror. El pastor le dijo: "¡Oh, perdóneme! No es usted la persona a quien busco".
Se trabajaba las 24 horas del día para salvar a los hombres atrapados. El miércoles por la noche descubrieron otros cuatro cadáveres.
FLORY y Wilkenson charlaban de pesca, de sus diversiones, de la trucha que atraparían la próxima vez. Pero invariablemente el tema de la conversación era la comida; no habían probado bocado desde el martes por la mañana.
Wilkenson no contenía su impaciencia, quería ir inmediatamente a la estación. Aunque a regañadientes, Flory accedió. Se aplicaron en boca y nariz sendas camisetas empapadas en agua y partieron en dirección este. Pasaron junto a los cuatro cadáveres y poco después hallaron a un quinto. Pero el humo era demasiado denso y tuvieron que detenerse. No les quedó más remedio que volver otra vez al punto de partida.
LAS LABORES de salvamento se concentraron en el tiro número 10. Hacia el mediodía del jueves la brigada de rescate de 80 hombres utilizaba gigantescos extractores de aire para disipar el humo en el fondo del tiro, a 950 metros bajo tierra. Una vez que llegaran allí, harían bajar un ascensor para medir el volumen de humo. Pero poco antes de medianoche se rompió uno de los mamparos colocados provisionalmente para contener el humo. Los trabajadores se dedicaron activamente a reparar la nueva avería, tarea en la cual tardarían seis horas, por lo menos.
Chase decidió entonces iniciar otros trabajos de rescate por la entrada del respiradero, con el equipo de la Dirección General de Minas. La Comisión de Energía Atómica ofreció enviar desde su base de pruebas en Nevada unas cápsulas con forma de torpedo en que cabían dos hombres. Para comprobar si el áspero y estrecho orificio podría dar entrada a las cápsulas, se hizo bajar por el respiradero una cámara de televisión hasta una profundidad de 1100 metros.
Aunque hasta entonces Frances Wilkenson había conservado la fe, ya empezaba a desalentarse. Sus hijos, Eileen, de 12 años de edad, y Tommy, de tres, le preguntaban constantemente cuánto tardaría su padre en salir; ella no les respondía. Estaba segura de que las pilas de las lámparas ya se habían agotado hacía tiempo, y se decía : En esas tinieblas es fácil enloquecer.
GOLPES APREMIANTES
A las 5 de la tarde del viernes Flory observó que apenas salía un hilo de agua de la tubería, señal de que pronto no habría suficiente presión. Él y Wilkenson comprendían bien que sin agua no sobrevivirían mucho tiempo. Tenían que dirigirse sin tardanza a la estación.
Como la lámpara de Wilkenson alumbraba mejor, éste precedió a Flory en la caminata. El humo era ya menos denso, así que no les fue preciso detenerse tan a menudo como antes a tomar aliento. Llegaron por fin a la estación. Apilados cerca de ellos encontraron los portaviandas de sus difuntos compañeros, en los que había emparedados, una lata de salchichas, café frío y barras de caramelo. Los dos hambrientos mineros, tras vacilar un momento, empezaron a comer.
El sábado por la mañana Flory se puso a cantar. La única letra que recordaba era la de un himno religioso. A continuación dio en golpear con su llave de tuercas en el tubo del agua. El eco se desvanecía a lo lejos entre las tinieblas del tiro.
—Eso no servirá de nada —comentó Wilkenson burlonamente.
—Quizá no —repuso Flory—, pero haciéndolo me siento mejor.
LA TARDE del domingo fue lluviosa. Frances y Myrna andaban juntas, indiferentes a la lluvia, aferrándose a una débil esperanza. Una mujer cuyo marido estaba aún en el interior de la mina, alzó los ojos hacia el cielo gris y comentó: "El mundo entero parece estar llorando por nosotras".
EL DOMINGO por la noche Flory y Wilkenson encontraron otros dos cadáveres en la estación. Uno de ellos estaba en el cobertizo, con el teléfono en la mano. En la estación, sin embargo, el humo se había despejado. Los dos amigos pensaron que tal vez ya podrían intentar subir por las escaleras.
De pronto advirtieron una extraña quietud; un silencio fantasmal. Los ventiladores que impulsaban aire fresco por el respiradero se habían apagado. "¿Qué hacen esos allá arriba ?" exclamó Wilkenson. "Saben bien que nos hace falta el aire". Y sin aire fresco sería insensato tratar de subir por las escaleras.
El aire caliente y húmedo formaba una nube de vapor cada vez más cerca de ellos al dejar de funcionar los ventiladores. Al ver aquello, Flory y Wilkenson quedaron aterrados. ¿Sería más humo? Llenaron de provisiones sus portaviandas y echaron a andar penosamente por el socavón. El vapor los envolvió, pero los dos hombres se tranquilizaron al comprobar que todavía podían respirar bien.
LUZ CENTELLEANTE
"Menguan las esperanzas de salvarlos", decía el encabezamiento del diario Evening News, de Kellogg, en su edición del lunes, casi una semana después de iniciarse el rescate. Hacia las 9 de la noche dos socorristas se acomodaron en una de las cápsulas enviadas, en la galería abierta a 1100 m bajo tierra, y empezaron a bajar por el respiradero. Tan áspero estaba el pozo y tan atareados se vieron los trabajadores arrancando de las paredes las piedras sueltas, que a las 3 de la mañana del martes habían bajado menos de 150 m.
Poco faltó para que Flory y Wilkenson perdieran toda esperanza. Sus lámparas ya casi no alumbraban, y sin buena luz nunca conseguirían subir por las escaleras. Además, ya sólo les quedaba una lata de salchichas. Una vez más los dos amigos fueron a la estación y allí volvieron a tirar débilmente de la cuerda de alarma.
Al mediodía del martes otra brigada de refresco descendió por el respiradero. Esta vez llegaron sin mayor dificultad al tiro situado a 1450 m de profundidad. Al lado de la abertura del pozo descubrieron varias huellas de pisadas... ¡y que alguien había abierto el saco verde del radioteléfono! Muy emocionados, registraron el socavón en más de 300 m y siguieron avanzando hacia el tiro número 10. Como no encontraron a nadie, volvieron a la superficie. Aquella misma tarde harían un nuevo descenso.
FLORY consultó su reloj calendario. La luz de su lámpara era ya tan débil que tuvo que bizquear para distinguir las cifras. Eran las 5:30 de la tarde del martes 9 de mayo, el octavo día bajo tierra. De pronto vio una luz centelleante.
—¡Tom! —gritó— ¡Allí hay una luz! ¡Allí... junto al respiradero!
—¡Estás viendo visiones! —replicó Wilkenson.
Flory tomó la llave de tuercas y golpeó con ella el tubo del agua. La luz volvió a centellear. Tom Wilkenson empezó a encender y apagar sucesivamente la pálida luz frontal de la locomotora.
—¡Por aquí! —gritó Wilkenson.
—¡No se mueva de allí! —advirtieron a voces los socorristas.
Al verlos acercarse, Wilkenson trató de sonreír, pero en vez de ello empezó a llorar.
—¡Gracias a Dios! —exclamó—¡Gracias a Dios que han venido a rescatarnos!
La cápsula, en la cual iba Ron Flory en compañía de uno de sus salvadores, ascendió poco a poco por el pozo de ventilación hasta llegar al tiro situado a 1100 m bajo tierra. Allí un médico reconoció a Flory y le preguntó si quería seguir inmediatamente hasta la superficie. "No", repuso el minero. "Tom y yo hemos estado juntos estos días en el fondo de la mina, y juntos saldremos de ella".
A las 8:20 de aquella noche, es decir, al cabo de 177 horas de tormento, Flory y Wilkenson cruzaron la reja de entrada: eran los únicos sobrevivientes de los 93 mineros atrapados. Parpadeando al resplandor de los reflectores de la televisión, los dos hombres, demacrados, con la barba crecida, abrazaron a sus esposas. Frances Wilkenson abrazaba y besaba interminablemente a su marido. "¡Y ahora vamos a casa!" exclamó. "¡A casa!"
*Marvin Chase estaba seguro de que habían sobrevivido los mineros atrapados en las galerías abiertas a 1450 m bajo la superficie, así que había bajado un radioteléfono desde el tiro situado en el nivel de 1100 m. Nadie se enteró de que una piedra serrada había cortado uno de los cables del aparato al descender éste por el respiradero.