Publicado en
junio 08, 2014
UN GRAN transporte aéreo militar norteamericano comenzaba a aterrizar en el aeropuerto de Leopoldville en medio de una tremenda tensión nerviosa. Íbamos en apoyo de las fuerzas de la ONU allí estacionadas durante la crisis del Congo de 1961 (época en que toda la gente de raza blanca estaba emigrando del país, ya fuera por propia voluntad u obligados) y en nuestro contingente reinaba gran aprensión.
Uno de los dos negros que formaban en nuestro grupo iba sentado junto a mí, abstraído en sus meditaciones. En esto habló, y así alivió la tensión nerviosa de todos los que alcanzaron a oírlo, diciéndome:
—Amigo, te las vas a ver en unos apuros de los gordos.
Le pregunté por qué y me contestó:
—Pues te diré: en el momento que aterrice el avión y se abran las puertas, si los congoleses se nos echan encima, yo te saltaré a la espalda, gritando: "¡Aquí lo tengo! ¡Aquí lo tengo!"
— R.N.B.
EN LA segunda guerra mundial, durante la invasión de la isla de Negros, en Filipinas, un marinero de la flota norteamericana, que había estado ayudando a transportar la tropa a tierra, resolvió pasarse temporalmente a la infantería, con el deseo de adquirir experiencia en el combate cuerpo a cuerpo. Se sumó a la compañía B, que estaba tratando de desalojar de la colina 3355 al enemigo. No se hicieron esperar las oportunidades de entrar en acción, y el marino las aprovechó ampliamente. Hacia el mediodía siguiente, para su enorme satisfacción, lo habían citado y condecorado por valor excepcional.
Entre tanto, preocupados por él, los del barco al que pertenecía comenzaron a indagar por radio su paradero. El comandante del batallón, al recibir el mensaje relativo, dictó la siguiente respuesta:
"Su marino está participando en la encarnizada batalla del cerro 3355, y ya ha sido citado y condecorado por sus hazañas. Les recomendamos enviar un pelotón; nosotros tenemos miedo de subir a buscarlo".
—H.H.
HACE Poco, en un puesto militar, vieron a un joven melenudo que llegaba en compañía de una muchacha en un coche que lucía la calcomanía de registro del mismo puesto. Pero, ¿cómo era posible que un tipo con ese pelo estuviera en el Ejército?
El misterio quedó aclarado cuando el coche hizo alto frente al cuartel. El militar se apeó, la chica se alejó en el auto... y entonces él se quitó una peluca, con lo que dejó ver que tenía el cabello cortado al rape, en forma capaz de hacer feliz al sargento de instrucción más exigente.
— J.R.F.
ESTABA sentado dentro de mi camión, contemplando al pelotón que había yo traído para cortar el césped. Pasó entonces un teniente vistiendo el uniforme blanco del cuerpo médico. Al devolverme mi saludo, me preguntó por qué no ayudaba yo con el trabajo de jardinería. Le contesté que a los choferes solo se nos exigía conducir los camiones.
—Ah, comprendo... ¡Especialización! —dijo con una sonrisa.
Al día siguiente nos encontramos otra vez en el mismo sitio, y el médico me dijo:
—No lo pasa usted mal en este trabajito, ¿eh?
—No me quejo, mi teniente —le dije—. Y usted, ¿es médico?
—No. Soy dentista. ¿Por qué?
—Es que tengo este callo en el dorso de la muñeca... y pensé que quizá usted sabría lo que pueda ser.
Me examinó el brazo; luego, mirándome con expresión de duda me dijo al fin:
—No estoy muy seguro... Pero no creo que sea una muela.
— M. P.
LLEVABA yo como recluta tan solo unos días, y por tanto no vi un aviso de presentarme al comandante del batallón para una entrevista personal. Con una hora de retraso, me llevó hasta el despacho de aquel un sargento muy enojado. Ya en el despacho del comandante, resolví enmendar mi error haciendo gala de gran corrección militar. Al llegar hasta su escritorio hice sonar los talones ejecutando un alto súbito. Desgraciadamente escogí para ello una pequeña estera colocada sobre el piso recién pulido. El comandante se me quedó mirando asombrado al verme pasar patinando frente a él, y haciendo un vistoso saludo militar, hasta ir a parar al otro extremo de la habitación. Nuevamente tratando de enmendar la situación, ejecuté con viveza una vuelta completa, pero con tan mala suerte que otra vez me resbalé y volví a pasar patinando frente al escritorio.
—Está bien —dijo el ya harto mayor—. ¡Quédese usted donde está, que yo iré hasta allí!
— A.D.H.
LOS TENIENTES recién graduados en la infantería de marina norteamericana tienen que hacer un curso de varios meses de adiestramiento intensivo en Quantico (Virginia). Una de las clases que deben tomar trata de las diversas leyes que amparan a los servicios armados. En cierta ocasión el instructor les pidió a los recién graduados que citaran la ley que se refiere en especial a sus nuevas obligaciones militares.
—La ley del salario mínimo —contestó uno de ellos rotundamente.
— C.A.F.