Publicado en
junio 22, 2014
Cuando Roberto le contó que había ingresado en "Metrosexuales Anónimos", porque no sabía lidiar con su nuevo rol de hombre ni con la nueva mujer... la tía Eulogia lo miró recelosa.
Por Elizabeth Subercaseaux.
"Alcohólicos Anónimos", "Gordos Anónimos", "Estafadores Anónimos", "Anoréxicos Anónimos", "Solteros Anónimos", "Deprimidos Anónimos", "Colorines Anónimos"... Todos anunciaban sus páginas web, teléfonos y direcciones en la revista que Eulogia compraba con frecuencia. Los movimientos anónimos cundían en la ciudad, pero ¿qué significaba aquello? ¿Era que estábamos cada día más enfermos, más estresados, más solos, con menos tiempo para nosotros, más endeudados?
La cosa es que cuando Roberto volvió de la oficina contando que él mismo había ingresado al movimiento de "Metrosexuales Anónimos", Eulogia cayó en la cuenta de que lo único que pasaba era que estábamos cada vez más locos.
—¿Metrosexuales Anónimos? ¿Acaso hay un movimiento para lamentarse por ser metrosexual? ¡No me digas! ¿Y qué hacen en las reuniones?
Entonces Roberto le contó que el asunto no podía ser más simple: un grupo de hombres, todos metrosexuales, se reunían los martes entre seis y ocho de la noche con un instructor, también metrosexual. Cada uno, y según le iba llegando el turno, debía ponerse de pie, presentarse y partir con su testimonio confesándose metrosexual. "Soy un metrosexual y este es mi problema...". El resto escuchaba atentamente su exposición y luego todos procedían a votar, para determinar si el testimonio en cuestión suponía un problema real. Si se consideraba que ese hombre tenía un problema provocado por su condición de metrosexual, se le ayudaba, de lo contrario, no.
—Pero, ¿qué problema puede tener un metrosexual por el solo hecho de serlo? —preguntaba la tía Eulogia.
A ella no le cabía en la mente que un metrosexual necesitara ayuda de ninguna especie. Al contrario, eran los machistas de siempre quienes necesitaban ayuda, lecciones para convertirse de una buena vez en metrosexuales y pasar de ser un troglodita abusador y dominante a un hombre gentil, suave, con su lado femenino bien desarrollado (un "afeminado siglo 21", decía refunfuñando su tío abuelo, don Jacobo de la Fuente. Pero, claro, el tío Jacobo estaba muy lejos de comprender los cambios de las nuevas generaciones).
—Muchos problemas, empezando por la forma como se entiende la nueva vida, la nueva mujer, los nuevos roles, la nueva manera de relacionarse.
—A ver, a ver, ¿cuál nueva mujer? ¿Cuáles nuevos roles? ¿Y una nueva manera de relacionarse? ¡Déjate de cuentos! Lo único que ha pasado es que se habla de que todo cambió cuando la realidad es que no ha cambiado nada —cuando la tía Eulogia olía peligro, su actitud se tornaba irónica, vigilante, a la defensiva—. ¿De qué diablos estás hablando?
Entonces Roberto, haciendo acopio de esta nueva paciencia —paz y ciencia— que se había adueñado de su antes impetuoso carácter, le explicó, con amor y dulzura, que efectivamente había hombres que estaban sufriendo con la nueva mujer; trataban de entenderla, pero no sabían bien cómo tomarla; de acostumbrados a que la vieja les pegara un grito y los dejara sin comer, estaban teniendo que lidiar con la "compañera" que les decía en una carta "te deseo la mejor vida; el lunes te llamará mi abogado", sin mediar nada más. Acostumbrados a que la vieja se resignara ante el desfile de flacas de la esquina, rubias de la oficina y enfermeras de turno, estaban teniendo que lidiar con esta mujer autosuficiente, que a la primera sospecha de una "ingenua canita al aire", se mandaba a cambiar a las Bahamas con el vecino o el compañero de oficina.
—¿Y se puede saber qué fuiste a hacer tú en ese grupo?
—Nada. Fui a mirar.
—¿A mirar? ¿Y qué miraste?
—Como era la cosa, nada más, por si acaso...
—¿Por si acaso, qué? —los ojos de Eulogia echaban chispas.
Entonces Roberto, con ese aire de "no-me-mires-así-que-no-he-hechonada-malo", le explicó que desde que él se había convertido en metrosexual las cosas no le estaban saliendo, digamos, a pedir de boca; le costaba ser distinto; le costaba ser tan dulce; había días en que tenía ganas de matarla y se contenía; otros días le daban ganar de pegar un grito y salir de la casa dando un portazo, como haría cualquier hombre enojado con su mujer y se contenía y salía en puntillas, para no molestar a nadie. El hecho es que tanta contención le estaba afectando el sistema nervioso; llevaba varias noches sin dormir, le dijo, y cuando la tía Eulogia vio lágrimas en sus ojos, su primer impulso fue llamar al médico, pero en cambio le dio una aspirina.
—Toma. Cálmate. Háblame con sinceridad. Si no te gusta ser metrosexual, no lo seas, yo nunca te he obligado a nada.
—¿En serio?
—¡En serio! Fuiste tú quien llegó un día con la noticia de que te habías convertido en metrosexual. Yo no he hecho más que seguirte el juego. A mí me da lo mismo lo que te creas o no te creas, siempre que me dejes vivir en paz.
Esa noche, se quedaron conversando hasta muy entrada la noche. Roberto explicándole que, la verdad, verdad, a él no le venía este estilo tan suave, tan femenino, tan poco machista, no le gustaba lavar los platos todos los días, ¿por qué no se ponían de acuerdo en hacerlo tres veces por semana? Tampoco le gustaba la idea de que nunca más, en toda su vida, podría tomarse su libertad, solo una, algo sanito, nada grave, una juerga con un par de amigos, un juego de póquer hasta la madrugada, un cabaret para hombres, cosas de esas. Y entonces transaron en que una vez al año, por lo menos, él se pegaría una farra con los amigos y lo dejaron hasta ahí. Luego le dijo que eso de hablar "con la verdad en la mano" y contarse todo, como si fueran íntimos amigos, tampoco le gustaba; él no era su amigo, era su marido, y los maridos no le andan contando la verdad a la señora.
Eulogia le lanzó una mirada de furor.
—¿Ah, no? ¿Y si no le cuentan la verdad, qué le cuentan?
—Bueno —dijo Roberto, sonriendo—, no es que mientan, pero inventan algo apropiado, depende de la ocasión. Los hombres deben tener sus secretos, sus cosas que no quieren compartir con la señora, sus misterios, hasta sus pecadillos. ¿Me entiendes?
Entonces, y pese a que Eulogia no estaba entendiendo, acordaron no jugar más la "pareja sincera". También acordaron no exagerar el asunto de la metrosexualidad; Roberto estaba consciente de que era bueno para los hombres llorar, pero de ahí a pasársela llorando por todo había una gran distancia: sabía que los hombres perderían terreno si seguían aferrados a los viejos conceptos, pero algo de la antigüedad había que preservar.
—Algo, ¿cómo qué? —quiso saber la tía Eulogia, quien a estas alturas de la conversación estaba sospechando que allí había gato encerrado—. ¿Cómo qué? Dime.
—Bueno, no sé, es un decir, pero ¿podríamos transar, por ejemplo, en que si cometo una falta, menor, algo sin ninguna importancia, tú no te vas a ir de la casa dando un portazo y amenazando con enviar a tu abogado al día siguiente?
—¿Una falta menor? ¿Qué clase de falta menor?
—Veamos, bueno, no se trata en realidad de falta, sino un traspié.
Entonces acordaron que, una vez al mes, Roberto podía dar un traspié, o lo que él pensase que era un traspié, y Eulogia no lo amenazaría con el divorcio ni llamaría al abogado.
Esa noche durmieron cada uno por su lado. Cada cabeza en su almohada. Cada pensamiento en su universo. Ella estaba agotada con esa conversación surrealista y él, completamente desinteresado.
Al día siguiente, la tía Eulogia buscó en la guía de teléfonos una dirección, y a las cuatro de la tarde se encontraba en medio de un grupo de mujeres, cada una en su silla, en un círculo y, al centro, en un sillón más alto, se hallaba la siquiatra o conductora.
—¿A quién le gustaría comenzar? —preguntó la mujer.
La tía Eulogia se puso de pie.
—Me llamo Eulogia. Mi marido me está engañando.
La concurrencia la aplaudió.
A las seis de la tarde, abandonó el lugar, mucho más aliviada y, una vez en su casa, hizo lo que tenía que hacer, pensando que, después de todo, esta fundación, Engañadas Anónimas, le había prestado un buen servicio.
Ya entrada la noche, cuando Roberto leyó la carta, dio un puñetazo en la mesa de la cocina y se puso a llorar. Pero la tía Eulogia iba rumbo a las Bahamas y no lo vio.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, FEBRERO 13 DEL 2007