ALTERNATIVAS (Isaac Asimov)
Publicado en
junio 15, 2014

La pregunta que suele hacerse holgadamente con mayor frecuencia a un escritor de ciencia ficción es: « ¿De dónde saca usted sus ideas?» Imagino que la persona que hace tal pregunta está segura de que hay alguna clase de inspiración misteriosa que sólo puede ser provocada mediante medios extraños y posiblemente ilícitos, o que el escritor realiza un ritual misterioso que puede incluso involucrar una invocación al diablo. Pero la respuesta es sólo: «Uno puede obtener una idea de cualquier cosa si está dispuesto a pensar con tenacidad y perseverancia.» Esa parte de tenacidadyperseverancia parece desilusionar a las personas. La admiración por uno cae precipitadamente y uno tiene la sensación de haberse expuesto como un impostor. Después de todo, si la tenacidadyperseverancia es lo que se necesita, cualquiera puede hacerlo. Extraño es, entonces, que unos pocos puedan. De todos modos, mi esposa, aun sabiendo mi reluctancia a contestar tal pregunta, vino y me la formuló. Nos habíamos mudado al área de Boston en 1949, cuando acepté un puesto en la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston, y periódicamente hacíamos el viaje en tren rumbo a Nueva York para visitar a nuestras respectivas familias. Una vez, en el curso de uno de estos viajes en tren, tal vez por matar el rato, ella me formuló La Pregunta. Respondí: «De cualquier cosa. Si lo intentara, posiblemente conseguiría una sobre este viaje en tren.» «Adelante», dijo ella, naturalmente. De modo que me puse a cavilar con tenacidad y le conté la historia de un viaje en tren, la cual, cuando regresé a casa, escribí en su forma definitiva y la llamé “¿Y qué si...?”. De alguna manera el relato es desusado para mí en otro sentido. No es mi fuerte agregar romance a mis historias. Por qué, debo dejarlo para el consultorio del psicoanalista. Meramente establezco el hecho. Algunas veces, tengo mujeres en mis historias. En raras ocasiones, como en “Anfitriona”, la mujer es incluso la protagonista. Pero incluso entonces el romance es un factor secundario, si es que llega a aparecer. En “¿Y qué si...?”, sin embargo, la historia es todo romance. Cada vez que pienso en ello, el hecho me sorprende. Creo que es la única de mis muchas historias que es un romance completamente en serio (por oposición a lo completamente grosero). ¡Por todos los cielos! Primera aparición: Fantastic, verano 1952. Derechos de autor, 1952, por ZiffDavis Publishing Company.
TOMAR UN TREN es algo que puede hacerse con una demora capaz de conciliarse con su retraso, por lo que puede decirse que Norman y Livvy llegaron tarde pero a tiempo, ocupando el único compartimiento libre en todo el vagón. Se sentaron de cara a la dirección del tren, sin otra cosa delante que el asiento contrario. Mientras Norman colocaba sus bultos en el portaequipajes, Livvy se dio cuenta de que estaba un tanto irritada.
Si una pareja tomaba el asiento situado ante ellos, se verían obligados a soportar las caras ajenas todo el tiempo que tardase el tren en llegar a Nueva York; aunque, para evitar tamaño contratiempo, podrían recurrir al viejo truco de levantar sintéticas barreras de periódicos. Era una de las razones por las que odiaba tomar asiento en compartimentos de plazas enfrentadas.
Norman no parecía haberse dado cuenta, cosa que molestaba grandemente a Livvy. Por lo común, solían entenderse a la perfección aun en los peores momentos. Y en este sencillo detalle encontraba Norman su seguridad de haberse casado con la chica ideal.
—Nos ajustamos el uno al otro, Livvy —solía decir Norman—, he ahí la clave del éxito. Como cuando uno intenta componer un rompecabezas y encuentra que una pieza encaja perfectamente en la otra, ni más ni menos. No hay otra posibilidad, es la pieza ineludible, es decir, la chica insustituible.
Ella reiría y contestaría:
—Si no hubieras cogido el tranvía aquel día, posiblemente no habrías tropezado conmigo jamás. ¿Qué hubieras hecho entonces?
—Obtener una licenciatura. Claro. Además, te hubiera encontrado otro día a través de Georgette.
—No hubiera sido lo mismo.
—No dudes que sí.
—Insisto en que no. Georgette nunca me hubiera hecho aparecer. Ella estaba interesada en ti y es la clase de chica que sabe dónde puede encontrarse una rival.
—Absurdo.
Luego, Livvy echaría mano de su pregunta favorita:
—Norman, ¿y si hubieras llegado un minuto más tarde y te hubieras visto obligado a coger el tranvía siguiente? ¿Qué crees que hubiera ocurrido?
— ¿Y si los peces volaran y se lanzaran en bandadas a la cúspide de las montañas? ¿Qué crees que comeríamos los viernes entonces?
El caso era que ambos habían coincidido en el mismo tranvía y que los peces no volaban, de manera que se habían casado cinco años atrás y comían pescado los viernes. Y justamente a causa de aquel matrimonio iban ahora a pasar una semana en Nueva York y celebrar su aniversario.
Recordó entonces el problema presente:
—Norman, me gustaría que tomáramos otro asiento, si te parece.
—A mí también. Pero todavía no compartimos éste con nadie, de modo que, al menos hasta Providence, estaremos más o menos solos.
Aquello no acabó de consolar a Livvy, que se sintió justificada cuando vio caminar por el pasillo central del vagón un pequeño y rollizo personaje. Bien, ¿de dónde venía aquel hombre? El tren se encontraba a mitad de camino entre Boston y Providence, y si el fulano había tenido un asiento, ¿por qué no lo había conservado? Como fuere, su vanidad tomó parte en el juego de las hipótesis: estaba segura de que si ignoraba al hombrecillo él pasaría de largo. De manera que comenzó a preocuparse de su cabello que, en virtud del traqueteo del tren, se había desarreglado un poco; y luego se concentró en sus ojos azules, y en su escasa boca de gordezuelos labios, de los que Norman solía decir que eran la imagen perfecta de un beso permanente.
No era para tanto, pensó ella.
Luego alzó la mirada y vio al hombrecillo sentado en el asiento opuesto. El fulano captó la mirada y sonrió ampliamente. Una agrupación de arrugas coronaron los bordes de la sonrisa. Se quitó precipitadamente el sombrero y lo colocó sobre la pequeña maleta negra que había traído consigo. Un mechón de blancos cabellos se desparramó en torno a la calvicie circular que asimilaba el centro de su cráneo a un desierto.
Livvy correspondió con apenas la insinuación de una leve sonrisa y luego desvió la mirada posándola de nuevo sobre la maleta negra. Entonces su sonrisa se apagó. Dio un codazo a Norman.
Norman alzó la mirada por encima del periódico. Encogió las cejas, casi encontrándose sobre el puente de la nariz, con aquel gesto que por lo común le otorgaba una imponente presencia. Pero tanto ellas como los oscuros ojos que brillaban debajo se dirigieron a Livvy con el usual aspecto de complacencia y diversión que solían explayar.
— ¿Qué pasa? —dijo. Sin duda no se había fijado en el rollizo hombrecito situado frente a ellos.
Livvy iba a indicarle con una mirada y un gesto de la mano lo que de chocante había encontrado, cuando se dio cuenta que el hombrecillo la estaba contemplando abiertamente. Livvy se sintió confusa. Norman le dirigía apenas una vaga mirada.
Finalmente resolvió acercarse a él y susurrarle excitadísima
— ¿Has visto lo que hay escrito sobre su maleta?
Mientras se lo decía miró de nuevo y comprobó que no se había equivocado. Las letras no eran muy grandes pero resaltaban por su blancura contrastando con el fondo negro. En trazos redondos podía leerse: «Alternativa. »
El hombrecillo estaba sonriendo otra vez. Asintió repetidas veces con la cabeza y señaló alternativamente las palabras escritas sobre la maleta y a sí mismo. —Debe ser su nombre —dijo Norman en un aparte teatral. —Vamos, hombre —replicó Livvy—, ¿cómo puede ser eso el nombre de nadie? Norman apartó el periódico. —Ahora lo verás —dijo, y se inclinó hacia delante—. ¿Señor Alternativa? El hombrecillo lo miró, solícito.
— ¿Tiene usted hora, señor Alternativa?
El hombrecillo sacó un gran reloj del bolsillo de su chaleco y lo puso ante Norman.
—Gracias, señor Alternativa —dijo Norman. Luego añadió en un susurro—: ¿Te das cuenta, mujer?
Sin duda habría vuelto a centrarse en su periódico si el hombrecillo, que había comenzado a abrir su maleta, no hubiera llamado la atención de los otros dos con los movimientos que imprimía a uno de sus dedos extendidos. Lo que estaba sacando era una plancha de cristal mate, de aproximadamente nueve pulgadas de ancho y alto y una pulgada de grueso. Tenía los bordes cortados en bisel, los ángulos redondeados y no mostraba el menor distintivo de nada que lo destacara. Luego sacó un pequeño alambre que adosó a la plancha de cristal, colocó el conjunto sobre sus rodillas y se quedó mirando a la pareja con orgullosa satisfacción.
—Por el cielo, Norman —dijo Livvy, repentinamente sobresaltada—, es una especie de dibujo... Norman se acercó un poco más. Luego miró abiertamente al hombrecillo.
— ¿Qué es eso? —preguntó— ¿Una nueva clase de televisión?
El hombrecillo negó con la cabeza. Livvy respondió por él.
—No, Norman, somos nosotros.
— ¿Qué?
— ¿Acaso no lo ves? Es el tranvía donde nos encontramos tú y yo. Mírate en el asiento de atrás, con aquel sombrero de fieltro que tiré por inservible hace tres años. Mira: ahora subimos Georgette y yo. Aquella mujer gorda... en la plataforma... ¡Norman! ¿No lo estás viendo?
—Debe ser alguna clase de ilusión —murmuró Norman.
—Pero también lo estás viendo, ¿no? Por eso él lo llama «Alternativa». El cristal podría mostrarnos otra alternativa. Lo que hubiera ocurrido de no haber sufrido aquel viraje el tranvía.
Livvy estaba segura de ello. Se encontraba sumamente excitada y completamente segura de lo que pensaba. Mientras contemplaba y se sumergía en las imágenes de la plancha de cristal, el descendente sol de la tarde y el vagón de tren en que se encontraban comenzaron a desvanecerse.
Podía recordar aquel día. Norman conocía a Georgette y ya estaba a punto de cederle el asiento cuando el tranvía sufrió una sacudida que arrojó a Livvy contra rodillas del hombre. Era ridículo verse sentada en el regazo de Norman, pero así había ocurrido. Se sintió tan avergonzada que Norman tuvo que recurrir primero a su galantería y luego a su conversación. Ni siquiera fue necesaria una presentación por parte de Georgette. Cuando bajaron del tranvía, él ya sabía dónde trabajaba Livvy.
Todavía podía recordar la sonrisa forzada que Georgette le lanzó cuando ambas se separaron.
—Parece que le gustas a Norman —le había dicho su amiga.
—Oh, no seas tonta —había replicado Livvy—. Simplemente ha estado cortés. Aunque es un chico guapo, ¿verdad?
Tan sólo seis meses después contraían matrimonio.
Y hete aquí que de nuevo veía ahora el mismo tranvía, con Norman, Livvy y Georgette. Y mientras pensaba en ello, el tren desaparecía, el monótono traqueteo se desvanecía por completo, ocupando su lugar los confines del tranvía. Acababa de detenerse y subieron Georgette y ella.
Situadas en la plataforma, sufrieron los embates del monótono y ridículo ritmo del vehículo. Entonces se dirigió a su amiga.
—Hay alguien que te mira, Georgette. ¿Lo conoces?
— ¿Yo? —Georgette ensayó una mirada deliberadamente casual por encima de su hombro. Luego añadió—: Sí, lo conozco un poco. ¿Qué crees tú que querrá?
—Averigüémoslo —dijo Livvy. Se sentía complacida en su picardía.
Georgette era conocida por su coqueteo con los hombres y sería divertido comprobar si no pasaba todo de mera fanfarronada. Además, éste parecía bastante... interesante.
Se dirigió hacia la parte de los asientos y Georgette la siguió sin demasiado entusiasmo. Justo cuando Livvy alcanzaba el asiento situado frente al que ocupaba el joven, el tranvía tomó bruscamente una curva haciéndole perder el equilibrio. Livvy intentó desesperadamente atrapar una de las agarraderas de cuero que pendían de la barra superior. La atrapó con la punta de los dedos y pudo sostenerse. Por alguna razón, sin embargo, momentos antes le había parecido que no había ninguna correa lo bastante cercana como para poder sujetarse a ella. Como quiera que fuese, sintió que según las leyes naturales ella debía haber caído. Algo había sido rectificado.
El joven no la miraba. Estaba sonriendo a Georgette y levantándose de su asiento. Tenía unas impresionantes cejas que le conferían un aspecto de competencia y autodominio. Livvy decidió que le gustaba.
Georgette estaba diciendo:
—Oh, no, no te molestes. Vamos a bajar dentro de dos paradas.
—Pensé que íbamos a ir a Sach —dijo Livvy.
—Iremos. Pero acabo de recordar que tenía que hacer algo allí. No me llevará más de un minuto.
— ¡Próxima parada, Providence! —anunciaron los altavoces. El tren reducía velocidad y el mundo pasado volvió a sumergirse una vez más en la plancha de cristal. El hombrecillo les estaba sonriendo.
Livvy se dirigió a Norman. Se sentía un tanto alterada.
— ¿También tú estabas pensando en todo aquello?
— ¿Qué ocurre? ¿Acaso no podemos estar tan cerca de Providence? —Miró su reloj— . Creo que sí. —Luego, a Livvy—: No te caíste esa vez.
—Luego lo viste, ¿verdad? —Arrugó el entrecejo—. Claro, ha salido a gusto de Georgette. Estoy segura de que inventó su excusa sólo para evitar mi encuentro contigo. ¿Cuánto hacía que conocías a Georgette, Norman?
—No mucho. Lo bastante para reconocerla nada más verla y creer que debía ofrecerle mi asiento.
Livvy alargó el labio inferior.
—No tienes por qué estar celosa de lo que podía haber sido criatura. Además, ¿qué diferencia habría habido? Hubiera sido suficiente con que nos cruzáramos al salir de tu trabajo.
—No me hubieras mirado.
—Difícilmente.
—Entonces, ¿cómo te hubieras encontrado conmigo?
—De cualquier manera. No sé. Pero reconocerás que estamos discutiendo por algo más bien estúpido.
Providence comenzaba a quedar atrás. Livvy se sintió turbada. El hombrecillo había estado siguiendo su conversación sostenida en susurros, y con la desaparición de su sonrisa mostraba que había comprendido. Livvy se dirigió a él:
— ¿Puede mostrarnos algo más?
—Aguarda, Livvy —interrumpió Norman—. ¿Qué vas a hacer?
—Quiero ver el día de nuestra boda. Qué habría pasado ese día si yo hubiera cogido la agarradera de cuero.
—No coincido contigo. Creo que no nos hubiéramos casado el mismo día.
—Señor Alternativa —insistió Livvy pese a todo—, ¿puede mostrármelo? —El hombrecillo asintió con la cabeza.
La plancha de vidrio comenzó a animarse de nuevo. Al principio un tanto borrosamente. Luego, la luz se fue concentrando y condensándose en figuras concretas. Una débil música de órgano resonó en los oídos de Livvy...
Norman saltó incisivamente.
— ¿Lo ves? Mira, ahí estoy yo. Es el día de nuestra boda. ¿Estás satisfecha? Los ruidos del tren comenzaron a desaparecer de nuevo y lo último que oyó Livvy fue su propia voz que decía: —Sí, ahí estás tú. Pero, ¿dónde estoy yo?
Livvy estaba sentada en uno de los bancos de la iglesia. No había esperado atender la invitación. En los últimos meses se había sentido más y más alejada de Georgette, sin saber exactamente por qué. Se había enterado de su compromiso matrimonial por medio de un amigo común, compromiso entre ella y, naturalmente, Norman. Recordaba muy claramente aquel día, seis meses atrás, cuando lo vio por vez primera en el tranvía. Era la ocasión en que Georgette pareció desear apartarla tan rápidamente de la mirada de aquel hombre. Se había encontrado con Norman otras veces, pero siempre estaba Georgette con él.
Bien, no tenía por qué estar resentida; sin duda no era el hombre que le reservaba el destino. Pensó que Georgette parecía más hermosa de lo que realmente era. En cambio, él era muy guapo.
Se sintió triste y un tanto vacía, como si advirtiera que algo no funcionaba como debiera, algo que de alguna manera ella no podía ordenar en su mente. Georgette había pasado junto a ella, caminando a lo largo de la nave central, sin aparentar verla; en cambio se había fijado en los ojos de Norman y acabó por sonreírle. Livvy pensó que Norman le había devuelto la sonrisa.
Escuchó las distantes palabras mientras la iban alejando de allí:
—Yo os declaro...
El ajetreo del tren se impuso de nuevo. Una mujer caminaba por el pasillo central conduciendo a un niño de la mano. De vez en cuando llegaban las entrecortadas risas de algunas adolescentes sin duda situadas algunos compartimentos más allá. Un empleado de ferrocarriles pasó rápidamente portando algún misterioso mensaje. Livvy lo advertía todo pasivamente.
Permanecía allí sentada, la mirada tendida al exterior, contemplando el relampagueante paso de árboles y postes telefónicos.
—Te casaste con ella —dijo.
La miró durante un momento y luego torció levemente un lado de su boca.
—No en la realidad, Livvy. Mi mujer eres tú. Piénsalo con calma unos cuantos minutos y verás cómo te convences.
—Sí —dijo Livvy—, te casaste conmigo... porque me caí en tus rodillas. De lo contrario, te hubieras casado con Georgette. Si ella no te hubiera querido, te habrías casado con alguna otra. Te habrías casado con cualquiera. Demasiadas para las piezas de tu rompecabezas.
—Muy bien —dijo Norman con excesiva lentitud—, y que yo sea maldito. —Se llevó las manos a la cabeza y ruego las dejó resbalar hasta cubrirse con ellas los oídos como si no quisiera oír nada más—. Escucha, Livvy, escucha: estás sacando estúpidas conclusiones de lo que no es sino un juego de magia. No puedes culparme por algo que no he hecho.
—Podías haberlo hecho.
— ¿Cómo lo sabes?
—Tú mismo lo has visto.
—Sólo he asistido a una ridícula sesión de... hipnotismo, supongo. —Su voz se alzó ahora con repentina iracundia. Se dirigió al hombrecillo sentado frente a ellos—: Lárguese, señor Alternativa o como quiera que se llame. Váyase de aquí. No queremos nada de usted. Salga antes que coja su juego de manos y lo tire por la ventana y a usted detrás.
Livvy lo sujetó.
— ¡Detente, detente! Estás en un tren lleno de gente.
El hombrecillo se arrinconó cuanto pudo en su asiento y ocultó su pequeño equipaje tras su diminuto cuerpo. Norman lo miró, luego miró a Livvy, y luego miró a la anciana dama que a través del pasillo contemplaba la escena con evidente desaprobación.
Su rostro cambió varias veces de color y optó por quedarse inmóvil. Se mantuvieron en helado silencio mientras atravesaban New London. Pasaron quince minutos después de atravesar New London. Norman llamó a Livvy. Livvy no respondió. Miraba por la ventana sin ver otra cosa que el vidrio.
— ¡Livvy, Livvy! ¡Respóndeme! —insistió Norman.
— ¿Qué quieres?
—Mira, todo esto es absurdo. Ignoro cómo lo hace el tipo este pero mientras no acredite su legitimidad no tienes por qué ponerte así. Además, ¿por qué te detuviste en aquel momento? Suponiendo que yo me hubiera casado con Georgette, ¿crees que tú habrías estado sola? Deduzco que ya debías estar casada cuando tuvo lugar mi hipotética boda. Quizá por eso me casé con Georgette.
—Yo no estaba casada.
— ¿Cómo lo sabes?
—Lo juraría. Sé cuáles eran mis pensamientos entonces.
—Bueno, te habrías casado al año siguiente.
Livvy sintió que la cólera crecía dentro de ella.
—Y si lo hubiera hecho, seguramente no te habría importado.
—Por supuesto que no. Lo que nos viene a confirmar que en el mundo real no tenemos por qué ser responsables de las opciones y alternativas que se presentaren.
Las ventanas de la nariz de Livvy se hincharon. Pero nada dijo.
—Mira —dijo Norman—. ¿Recuerdas la fiesta del penúltimo Año Nuevo?
—Y cómo no. Me derramaste encima todo un cubo de alcohol.
—No me refería a eso. Aparte, no era más que un frasco de ponche y pudo haber sido peor. Lo que quiero decir es que la dueña de la casa, Winnie, era quizá la mejor amiga que tenías desde antes de nuestro matrimonio.
— ¿Y?
—Georgette también era una buena amiga suya, ¿no es así?
—Sí.
—Perfecto. Tú y Georgette hubierais ido a la reunión sin mirar con cuál de las dos yo estaba casado. Dejemos que nos muestre aquella reunión como si yo hubiera estado casado con Georgette y apostaré que tú estabas allí o con tu novio o con tu marido.
Livvy dudó. Se sintió atemorizada, ante aquella posibilidad.
— ¿Tienes miedo de probar fortuna?
Fue esto lo que, naturalmente, la decidió. Se volvió hacia él con violencia.
— ¡No, no tengo miedo! Y espero estar casada en la hipótesis. No había razón para estar apenada por ti. Es mas, me gustará ver qué ocurre cuando derramas la coctelera sobre Georgette. Te pondrá verde en público. La conozco. Quizá veas entonces alguna diferencia entre las piezas del rompecabezas. —Hizo un gesto enérgico con la cabeza y cruzó los brazos duramente sobre el pecho.
Norman dirigió una mirada al hombrecillo, pero no había necesidad de palabras. La plancha de vidrio yacía nuevamente sobre su regazo.
— ¿Lista? —dijo Norman, conteniendo la tensión. Livvy movió la cabeza asintiendo, dejando que el ruido del tren volviera a desvanecerse.
Livvy, todavía resentida del frío exterior, se encontraba en el vestíbulo. Acababa de quitarse el abrigo salpicado de nieve y se frotaba los brazos aún no acostumbrados a la caricia del aire libre.
Los saludos de «Feliz año nuevo» se mezclaban con las chillonas notas de alguna radio encendida. El agudo chillido de Georgette fue casi lo primero que oyó desde su entrada. Se dirigió hacia ella. No había visto a Georgette o a Norman desde hacía semanas.
Georgette alzó una ceja, amaneramiento cultivado por ella en sus últimos tiempos, y dijo:
— ¿No viene nadie contigo, Livvy? —La mirada de Georgette recorrió el entorno de su amiga como para descubrir la presencia de alguien y luego regresaron a Livvy.
—Creo que Dick se dejará caer por aquí más tarde —dijo Livvy con indiferencia—. Tenía que hacer antes un par de cosas. —Mientras lo decía se sintió cada vez más indiferente.
—Bueno —dijo Georgette, sonriendo—, Norman está aquí. Eso te protegerá de tu soledad, querida.
Mientras decía esto, Norman apareció procedente de la cocina. Portaba una coctelera en las manos y a medida que caminaba el recipiente de los cubitos de hielo prestaba una nota musical a sus palabras.
—Compongamos, oh alborotadores, un combinado capaz de aplacar vuestros desordenados ánimos... ¡Eh, Livvy!
Caminó hacia ella mientras le dedicaba una cordial bienvenida.
— ¿Dónde te has metido todo este tiempo? Me parece no haberte visto en lo menos veinte años. ¿Qué pasa? ¿Acaso Dick no quiere que nadie más te vea?
—Llena mi vaso, Norman —dijo Georgette vivamente.
—En seguida —dijo Norman sin mirarla—. ¿Quieres tú también, Livvy? Te conseguiré un vaso. —Se giró y todo sucedió precipitadamente.
Livvy gritó: « ¡Cuidado!» Lo había visto venir, incluso tenía el vago sentimiento de que todo aquello ya había ocurrido antes, pero lo dejó estar como se abandonan los sucesos en manos del destino. El pie de Norman tropezó en el borde de la alfombra; vaciló, luchó por mantener el equilibrio, y la coctelera saltó por los aires cayendo sobre Livvy toda una catarata de helado licor que la dejó calada desde la cabeza hasta los pies.
Se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Los murmullos se detuvieron a su alrededor y durante unos escasos e intolerables momentos gesticuló inútilmente, en tanto Norman repetía « ¡Condenación!» en voz alta.
—Ha sido tristísimo, Livvy —dijo Georgette, con frialdad—. Un accidente como otro cualquiera. Espero que el vestido no te haya costado mucho.
Livvy optó por echar a correr. Se introdujo en una habitación vacía y relativamente en calma. A la luz de la lámpara situada junto al armario ropero, buscó entre los abrigos que había encima de la cama intentando encontrar el suyo.
Norman había ido tras ella.
—Livvy, no hagas caso de lo que ha dicho. Lo siento muy de veras. Haré...
—No te preocupes. No te echo la culpa. —Parpadeó rápidamente sin mirarlo—. Iré a mi casa y me cambiaré.
— ¿Vas a volver?
—No lo sé. No sé lo que haré.
—Escucha, Livvy... —Los cálidos dedos de Norman estaban sobre sus hombros...
Livvy sintió una curiosa sensación muy dentro de ella, mientras pensaba que algosemejante a telas de araña iba desgarrándose y...
...y los ruidos del tren regresaron.
Algo no había funcionado acorde con el tiempo mientras ella estaba allí..., en el cristal. Fuera del tren sólo se veía el espacio inundado por los tonos del crepúsculo. Las luces del tren fueron encendidas. Pero esto no importaba. Pareció recuperarse del esguince acontecido en sus entrañas.
Norman se frotaba los ojos con el índice y el pulgar.
— ¿Qué ocurre? —dijo.
—Ya ha pasado.
Norman miró su reloj.
—Pronto estaremos en New Haven.
—Lo derramaste sobre mí —dijo Livvy como maravillándose.
—Bueno, así fue en la vida real.
—Pero en la vida real yo era tu mujer. En esta ocasión debías haberlo derramado sobre Georgette. ¿No resulta curioso? —Pero ella pensaba en el hecho de que Norman la persiguiera; sus manos sobre sus hombros... Lo miró y dijo con cálida satisfacción: —No estaba casada. —No, ciertamente. Pero, ¿era con ese Dick Reinhardt con el que estabas saliendo? —Sí.
— ¿No estabas planeando casarte con él, Livvy?
— ¿Celoso, Norman?
— ¿De qué? —Norman parecía confuso—. ¿De una plancha de vidrio? Claro que no. —No creo que me hubiera casado con él.
— ¿Sabes? La escena terminó justo cuando menos lo deseaba yo. Había algo que estaba a punto de ocurrir, lo sé. —Se detuvo, y luego añadió lentamente—: Era mientras pensaba que hubiera preferido hacérselo a cualquier otro en la sala. ¿A Georgette incluso?
—Ni me hubiera molestado en pensar en ella entonces. Supongo que no me crees. —Quizá sí. —Lo miró—. He sido una tonta, Norman. Vivamos... vivamos nuestra vida real. No juguemos con cuantas cosas que pudieron haber sido y no fueron. Sin embargo, Norman insistió y cogiéndole las manos dijo: —No, Livvy. Una última ocasión. Veamos lo que hubiéramos hecho en aquel momento, Livvy. Ese minuto decisivo... si yo hubiera estado casado con Georgette. Livvy estaba un poco asustada. —No, por favor, Norman. —Pensaba en los ojos de Norman, sonriéndole ampliamente mientras, al lado de una Georgette a la que no había dedicado una sola mirada, sostenía la fatídica coctelera. No quería saber lo que ocurrió después. No quería aquella vida potencial, sino este presente.
New Rayen vino y pasó de largo.
Quiero intentarlo, Livvy —insistió Norman. Como tú quieras, Norman —dijo ella. Se esforzó en asegurarse que no tenía importancia. Que nada tenía importancia. Cruzó las manos frente a su pecho y se apretó los brazos. Mientras hacía esto, pensó:
—Ninguna fantasía proyectada podrá separarlo de mí.
Norman se dirigió de nuevo al hombrecillo.
—Por favor...
Bajo la amarillenta luz del vagón el proceso pareció tomar más tiempo. La superficie del cristal fue aclarándose paulatinamente, como si un puñado de nubes fuera disperso por el soplo de algún tranquilo viento. —Hay algo que no funciona —dijo Norman—. Somos nosotros, pero tal y como nos encontramos ahora.
Era cierto. Las dos figuras aparecían en un tren, sentadas en un departamento de asientos enfrentados. El campo de visión aumentaba ahora. La voz de Norman sonaba en la distancia y se desvanecía.
—Es el mismo tren —decía—. La ventana trasera está agrietada como... Livvy era enormemente feliz. Dijo:
—Ojalá estemos en Nueva York.
—No será antes de una hora, querida —dijo Norman. Luego añadió—: Voy a besarte.
—Hizo un movimiento como si fuera a hacerlo.
— ¡Aquí no! Oh, Norman, la gente nos mira. Norman se echó atrás.
—Deberíamos haber tomado un taxi —dijo.
— ¿De Boston a Nueva York?
—Claro. Allí no te hubieras negado. —Livvy se echó a reír.
—Te pones la mar de divertido cuando intentas actuar ardientemente.
—No es una actuación. —Su voz se tornó repentinamente sombría—. Ni tampoco una hora lo que nos queda. Siento como si hubiera estado esperando cinco años. —Yo también.
— ¿Por qué no pude encontrarte primero? ¡Cuánto tiempo perdido!
—Pobre Georgette —gimió Livvy.
—No lo sientas por ella, Livvy —dijo Norman con impaciencia—. Nunca tuvimos éxito en nuestro matrimonio. Estará contenta de verse libre de mí.
—Sabía eso. Por eso dije «Pobre Georgette». Estoy apenada por ella por no haber sido capaz de apreciar lo que tenía.
—Bueno, aprécialo ahora que lo tienes tú —dijo él—. Aprécialo, ya que sabes darte cuenta tan inmensa e infinitamente... o, más que eso, aprécialo al menos la mitad de lo que yo aprecio lo que he conseguido.
— ¿Te divorciarás también de mí, si no?
—Antes pasarás por encima de mi cadáver —dijo Norman.
—Es todo tan extraño... —dijo Livvy—. A menudo pienso: ¿Qué hubiera ocurrido si no hubieras derramado sobre mí aquella coctelera? No hubieras venido tras de mí; no me hubieras dicho lo que me dijiste; yo no hubiera sabido jamás lo que supe. Hubiera sido tan diferente... todo.
—Absurdo. Habría sido exactamente lo mismo. Hubiera ocurrido en cualquier otra ocasión. —Me gustaría saberlo —dijo Livvy suavemente.
Las luces de la ciudad estallaron en el exterior y la atmósfera de Nueva York los envolvió. El pasillo del vagón se llenó de viajeros preparados para descender con sus equipajes.
Livvy se sintió como una isla en el tumulto hasta que Norman la cogió del brazo.
—Las piezas del rompecabezas encajan, después de todo —dijo mirándolo.
—Naturalmente —dijo él.
Puso una mano sobre la de Norman.
—Estaba equivocada. Yo pensaba que puesto que nos teníamos el uno al otro, también poseíamos todos los posibles del uno y del otro. Pero no todas las posibilidades nos afectan. Con lo real tenemos suficiente. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Norman afirmó con la cabeza.
—Hay millones de alternativas. No quiero saber qué ocurriría con cualquiera de ellas. Nunca más diré « ¿qué hubiera pasado si...?» nuevamente.
—Tranquilízate, querida —dijo Norman—. Toma tu abrigo. —Lo buscó en su valija.
— ¿Dónde está el señor Alternativa? —preguntó Livvy de súbito.
Norman se volvió lentamente y contempló el asiento vacío frente a ellos. Juntos se pusieron a mirar el resto del vagón que la gente apiñada les permitía observar. —Quizá —dijo Norman— se haya ido a otro vagón.
— ¿Por qué? Además, no se hubiera olvidado su sombrero. —Y fue a recogerlo.
— ¿Qué sombrero? —dijo Norman.
Livvy se detuvo y sus dedos se cerraron en torno al vacío.
—Estaba ahí... Estaba casi tocándolo y... —Lo miró sorprendida y añadió—: Oh, Norman, ¿qué hubiera pasado si...?
Norman puso un dedo sobre los labios de Livvy.
—Querida... —dijo.
—Lo siento. Bueno, ayúdame con el equipaje.
El tren penetró en el túnel bajo Park Avenue y el ruido de las ruedas se convirtió en un estrepitoso fragor.
Fin