Publicado en
mayo 25, 2014
Breve lección para no lamentar el desengaño o el fracaso.
Por Arthur Gordon.
NADA hay en la vida más estimulante y fecundo que un súbito y agudo discernimiento que obra un cambio decisivo en nuestra persona... y lo que es más, un cambio favorable. Tales momentos son raros, ciertamente, pero todos los hemos experimentado. A veces nos los ha proporcionado algún libro, un sermón tal vez, o bien no más que un verso; a veces los debemos a un amigo...
Cierta tarde invernal, mientras aguardaba en un pequeño restaurante francés, me sentía deprimido y desilusionado. Debido a varios errores de cálculo de que yo mismo era culpable, un plan de gran importancia para mi porvenir había fracasado. Ni siquiera me alegraba, como otras veces, la perspectiva de ver a cierto amigo mío muy querido, al Viejo, como le llamaba cariñosamente en mi fuero íntimo. Y allí estaba yo, sentado, mirando ceñudo el mantel de cuadros, mientras sentía en la boca el amargo sabor de lo que había perdido.
Por fin vi a mi amigo cruzar la calle, bien envuelto en su raído abrigo, con el deforme sombrero de fieltro echado sobre la calva; ofrecía el aspecto de un vivaz gnomo más bien que el de eminente siquiatra, como él era. Su consultorio estaba cerca de allí y yo sabía que mi amigo acababa de despedir al último de sus pacientes del día. Andaba por los 80 años, pero aún atendía a gran número de clientes, ejercía la dirección de una importante fundación y gustaba de escapar al campo de golf siempre que podía.
Cuando entró y se sentó frente a mí, ya el camarero le había llevado a la mesa su invariable botella de cerveza. Hacía varios meses que yo no lo veía, pero su aspecto era tan indestructible como siempre.
—Y bien, mi joven amigo —me dijo sin preámbulos—, ¿qué le preocupa ?
Tiempo hacía que había dejado de asombrarme su perspicacia. Así pues, me puse a contarle, en todos sus detalles, lo que me acongojaba. Con cierta especie de triste orgullo, me esforcé en ser totalmente sincero. No le eché la culpa de mi fracaso a nadie más que a mí. Analicé detenidamente el asunto, mis equivocadas conclusiones, las torpezas que había cometido. Hablé como un cuarto de hora, mientras el Viejo saboreaba su cerveza en silencio.
Cuando terminé, mi amigo dejó el vaso sobre la mesa y me dijo:
—Acompáñeme. Vamos a mi consultorio.
—¿A su consultorio? ¿Dejó algo olvidado?
—No —respondió con calma—. Quiero conocer su impresión acerca de una cosa, nada más.
En la calle había comenzado a caer una llovizna fría, pero el consultorio del Viejo estaba caliente y acogedor, y me resultaba familiar con sus paredes cubiertas de libros, su largo diván de cuero, el retrato de Sigmund Freud (con el autógrafo de este), un magnetófono junto a la ventana. Estábamos solos, pues ya la secretaria se había retirado.
El Viejo tomó una cinta magnetofónica de una caja de cartón y la puso en la máquina.
—En esta cinta —me dijo— hay tres breves grabaciones tomadas a otras tantas personas (por supuesto anónimas) que vinieron a pedirme ayuda. Quiero que escuche estas grabaciones y vea si puede reconocer una breve frase que es el común denominador de los tres casos.
Sonrió y agregó:
—No ponga usted esa cara de perplejidad. Tengo mis razones.
Lo que tenían en común las personas cuya voz estaba grabada en la cinta magnetofónica, era, según me pareció, que las tres se sentían desdichadas. El hombre que habló primero había sufrido evidentemente alguna pérdida o fracaso en los negocios y se acusaba de no haberse esforzado con más ahínco, de no haber previsto las posibilidades. Luego habló una mujer que se había quedado soltera por considerarse obligada a acompañar a su madre viuda, y recordaba con amargura todas las oportunidades de casarse que había dejado pasar. La tercera voz pertenecía a una madre cuyo hijo adolescente estaba en dificultades con la policía, y aquella se reprochaba a sí misma que así fuese.
El Viejo desconectó el aparato y se reclinó en su sillón:
—Seis veces en estas grabaciones aparece una frase llena de insidioso veneno. ¿La identificó usted? ¿No? Pues tal vez ello se deba a que, hace un rato, usted mismo la usó tres veces, en el restaurante.
Tomó la caja en que había estado guardada la cinta y me la tendió:
—Allí están, en la etiqueta misma. Las tres palabras más tristes que pueda haber en cualquier idioma.
Miré la tapa. Escrita con letras de molde y en tinta roja, la leyenda decía : Ojalá yo hubiese.
—Le asombraría —continuó el Viejo— si le dijera cuántos miles de veces me he sentado en este sillón para escuchar dolorosas confidencias que comenzaban con esas tres palabras. "Ojalá yo hubiese procedido de otro modo... o me hubiese abstenido sencillamente de proceder", me dicen. "Ojalá yo hubiese sabido dominarme, hubiese evitado decir una frase tan hiriente, hubiese dejado de dar aquel paso deshonroso, de decir una mentira tan tonta. Ojalá me hubiese mostrado más sensato, o menos egoísta, o más dueño de mí..."
"Y así siguen hasta que yo los detengo. A veces les hago oír lo que acaban de decir y les advierto:"
"—Ojalá dejase usted de decir ojalá hubiese. Entonces tal vez adelantaríamos algo".
El Viejo estiró las piernas y continuó:
—Lo malo que tiene eso de "Ojalá yo hubiese" es que con ello no cambia nada. Al pensar así la persona no hace otra cosa que mantener la atención fija en un punto equivocado, que mirar atrás en vez de adelante. Es una pérdida de tiempo, y al final, si se deja que se convierta en hábito, puede llegar a ser un verdadero obstáculo, una excusa para abandonar la lucha definitivamente.
"Piense usted ahora en su propio caso: su proyecto no tuvo éxito. ¿Por qué? Porque usted cometió ciertos errores. Pues bien, eso no es nada grave: todos cometemos errores y de ellos aprendemos. Pero cuando usted me los contaba, lamentándose de esto, reprochándose aquello, no estaba aprendiendo nada de ellos".
—¿ Cómo lo sabe usted? —repliqué, un poco a la defensiva.
—Porque en ningún momento dejó de hablar en pretérito. Ni una sola vez mencionó el futuro. Y en cierto sentido (¡Vamos, sea sincero!) estaba saboreando lo sucedido. En todos nosotros hay una veta de perversidad que nos hace complacernos en recordar constantemente nuestros errores pasados. Después de todo, cuando uno relata algún fracaso o desilusión que ha sufrido, sigue siendo el protagonista de determinado episodio y ocupando, digámoslo así, el centro de la escena.
Sacudí la cabeza melancólicamente y pregunté:
—¿Cuál es el remedio, entonces?
—Corregir el propio punto de vista —respondió el Viejo sin vacilar—. Cambiar esas palabras clave por otras que nos sirvan de estímulo y que no sean una carga para nosotros.
—¿Tiene usted alguna frase de ese tipo que recomendar?
—Por cierto que sí. En vez de "Ojalá yo hubiese", debemos decirnos: "La próxima vez..."
—¿La próxima vez?
—Exactamente. Aquí mismo he visto que tal frase obra milagros. Mientras un paciente insista en decir: "Ojalá yo hubiese", mal van las cosas. Pero cuando me mira francamente y dice: "La próxima vez", sé que está en camino de resolver su problema. Significa que ha decidido aprovechar la lección que le ha dado el trance por que pasó, por triste o doloroso que haya sido. Significa que ha resuelto salvar el obstáculo que representa el lamentar lo sucedido, que se propone seguir adelante, tomar alguna medida; en fin, reiniciar su vida. Ensáyelo usted, y ya verá.
Mi viejo amigo calló. Afuera, la lluvia golpeaba suavemente en el vidrio de la ventana, mientras yo trataba de desechar de mi mente cierta frase y remplazarla con la propuesta. Fue algo imaginario, por supuesto, pero me pareció oír que aquellas palabras nuevas encajaban en su lugar con un perceptible golpe seco.
—Una recomendación final —dijo el Viejo—. Aplique este sencillo sistema a las cosas que todavía tienen remedio.
Sacó del anaquel que tenía a la espalda un librito que parecía ser un diario.
—He aquí el diario que llevaba, hace una generación, una maestra de mi pueblo. Su marido era una especie de simpático holgazán, encantador pero completamente incapaz de sostener un hogar. Esta mujer tenía que criar a los hijos, pagar las cuentas, mantener la familia unida. Su diario está lleno de amargas alusiones a las flaquezas de Ben, las faltas de Ben, la incapacidad de Ben. Un día Ben murió, y las entradas en el diario cesaron por completo... salvo una, hecha años más tarde. Aquí está: "Hoy he sido nombrada inspectora general de escuelas, y supongo que debería sentirme muy orgullosa por ello. Pero si supiera que Ben está en alguna parte, más allá de las estrellas, y si supiera cómo arreglármelas, me iría en su busca esta misma noche".
El Viejo cerró el libro cuidadosamente.
—¿ Comprende usted lo que la maestra está diciendo? "Ojalá yo hubiese..." Ojalá hubiese aceptado a Ben con todas sus faltas; ojalá le hubiese dado mi cariño mientras me fue posible.
Mi amigo volvió el diario al estante.
—Es entonces cuando esas tristes palabras resultan más tristes que nunca: cuando es ya demasiado tarde para remediar nada.
Se puso en pie haciendo cierto esfuerzo:
—Bueno, terminó la clase. Me ha dado mucho gusto verlo, mi joven amigo. Siempre ha sido un placer para mí conversar con usted. Y ahora, si me ayuda a encontrar un taxi, me marcharé a casa.
Salimos del edificio con noche lluviosa. Vi un automóvil de alquiler desocupado y corrí hacia él, pero otro transeúnte fue más rápido que yo.
—Vaya, vaya —observó el Viejo con malicia—. Ojalá hubiésemos bajado diez segundos antes. Entonces habríamos alcanzado el taxi, ¿ verdad?
Yo reí al, comprender su insinuación.
—La próxima vez correré más de prisa.
—Eso es —exclamó, el Viejo, calándose el grotesco sombrero hasta las orejas—. ¡Exactamente!
Otro taxi se detuvo y yo abrí la portezuela para que subiera mi amigo, quien se volvió sonriente y me saludó con la mano cuando el vehículo se alejaba. Ya no lo volví a ver. Un mes más tarde murió de un repentino ataque al corazón, en plena marcha, por así decirlo.
Ha pasado más de un año desde aquella tarde lluviosa. Pero aún hoy, cada vez que me sorprendo pensando: "Ojalá hubiese", remplazo estas palabras por "La próxima vez". Y espero el casi perceptible golpecito mental. Y al oírlo, pienso en el Viejo.
No pasa de ser una partícula de inmortalidad, sin duda. Pero es la que él mismo habría deseado.