¡DESTRUYAN LOS ARCHIVOS DE LA GESTAPO!
Publicado en
mayo 18, 2014
La Casa Shell al ser atacada por las bombas de los Mosquitos ingleses, marzo 21, 1945.
Foto: Gyldendal.
Por Christen Lyst Hansen (de 70 años de edad, oficial retirado del cuerpo de policía danés, fue condecorado por el rey de Dinamarca con la ambicionada Medalla de Actos Honrosos, en premio a su heroica abnegación en el ático de la Casa Shell).
EL PRIMERO de la serie de improbables acontecimientos de aquel día ocurrió cuando rechinó la llave en la cerradura de mi diminuta celda del ático; se abrió crujiendo la maciza puerta de madera y apareció en persona Trappart, el jefe de los guardias de la prisión nazi.
—Líe los bártulos —me dijo—. Se marcha de aquí.
¿Marcharme? Me parecía mentira. Cuatro meses llevaba preso en el extenso edificio en forma de U donde tuvo sus oficinas de Copenhague la Shell Petroleum Company antes que lo confiscasen para destinarlo a cuartel general de la Gestapo en Dinamarca. En esta misma cárcel se hallaban conmigo otros 35 líderes de la resistencia danesa. Había acabado yo temiendo que no saldría vivo de este cautiverio.
—Irá usted al campo de concentración de Froeslev. El coche sale dentro de 15 minutos —dijo Trappart, y se largó cerrando tras sí la puerta.
Miré incrédulamente la hora en mi reloj. Las 8:10 de la mañana del 21 de marzo de 1945. Por un instante me pareció que el porvenir se aclaraba inmensamente para mí. Sabía que en Froeslev no era rigurosa la disciplina. Allá tendría más probabilidades de escapar con vida que en esta cárcel de la Casa Shell. Era evidente que a los nazis había cesado de importarles que yo hubiese organizado en contra suya una fuerza de policía secreta. Ahora les interesaban mucho más los "interrogatorios" a los daneses inspiradores y directores del sabotaje que estaba costándoles la destrucción de fábricas y de ferrocarriles. Por lo visto, acabaron considerándome un sujeto relativamente inofensivo, muy poco importante para que valiese la pena tenerme preso en el ático de la Casa Shell, reservado para los dirigentes a quienes tenían por más peligrosos.
Caí preso cuando aún era temprano para llevar a cabo operaciones de sabotaje. En el momento de que hablo, la segunda guerra mundial y la última ocasión de asestar un golpe eficaz en favor de mi patria parecían haber quedado por completo fuera de mi campo de acción.
Comprender esto con tan absoluta claridad despertó en mí un tumulto de encontradas emociones. Como era natural, me sentía muy contento —¿y quién no se habría sentido?— de irme de la infame Casa Shell. Pero dejar en ella, aguardando la muerte, tantos amigos y compañeros de armas me causaba una angustia que era casi un remordimiento. Mi buena suerte era lo único bueno que alcanzaba a ver esa mañana en que todo lo demás aparecía terriblemente desconsolador.
Desde la sala del quinto piso, situada inmediatamente debajo de mi celda, llegaban hasta mí los alaridos que arrancaban a mis compañeros daneses los "interrogatorios". Cada día era mayor el número de los que caían presos. Y como muchos se veían forzados a hablar, los voluminosos expedientes del archivo de información de la Gestapo, que ocupaban los tres primeros pisos del edificio, estaban casi completos. Muy pronto, cualquier día, en cualquier momento, darían los nazis con la solución del rompecabezas que hasta entonces había sido para ellos ese cúmulo de informes. Sabrían exactamente quiénes de nosotros procedimos contra ellos y en qué forma lo hicimos. A muchos de mis amigos del ático los fusilarían; a otros les condenarían a una muerte más lenta. Peor aun: muchos líderes de la resistencia danesa que todavía vagaban libres por Copenhague caerían presos, los ajusticiarían; y nuestro Movimiento clandestino regional habría fracasado.
8:30 de la mañana. Conducido por Wiesmer, el hosco guardia alemán de movimientos de autómata, atravesé el corredor para mi última ida al lavabo. Al entrar nosotros salía de allí renqueando el profesor Poul Brandt Rehberg. Era impresionante el estado en que se hallaba a causa de las palizas recibidas. El eminente fisiólogo danés que en más de una ocasión había arriesgado la vida para ayudar a que escapasen de Dinamarca la mayor parte de los 7000 judíos que hallaron asilo en Suecia, pagaba en forma desgarradoramente lastimosa su abnegada valentía.
De vuelta por el corredor me crucé con el joven Poul Bruun, activo colaborador en los planes de sabotaje. Por lo que en apagados cuchicheos nos habíamos comunicado de celda en celda a través de las rendijas dejadas en las paredes por los soldados alemanes que las construyeron, los demás presos y yo estábamos al tanto de la suerte que le esperaba a Bruun. "Hemos averiguado que usted nos ha mentido", le había dicho el día anterior por la noche Rudolf Wiese, oficial de las S.S.* "Pero mañana cantará usted de plano, aunque haya que arrancarle la verdad a pedazos". Y para Bruun, hombre apacible y de constitución delicada, ese "mañana" había llegado ya.
Otra vez sentí una mezcla de angustia y remordimiento. ¿Por qué había de ser yo el que escapaba de este infierno, mientras que otros, que hicieron mucho más que yo por nuestra causa, quedaban condenados a perecer aquí?
8:40. De nuevo en mi celda. Oía los silbidos cada vez más furiosos del viento. Afuera debía de estar oscuro y frío. Mal tiempo para los aviadores. No vendrán hoy, me dije. Y al instante sonreí amargamente al considerar las fantásticas esperanzas que nos hace alimentar la desesperación, porque ningún fundamento racional había para esperar que "ellos" viniesen ni hoy ni ningún otro día. "Mientras tengamos bajo este techo a traidores de su calaña, sus amigos de la R.A.F. no atacarán este edificio. Saben que ustedes, los rehenes, serían las primeras víctimas de sus bombas", nos habían asegurado nuestros carceleros. Y a esto se añadía lo que en son de provocativa mofa nos dijeron los de las S.S. "Sus amigos los Aliados tienen demasiado que hacer en Europa para que pueda interesarles un asunto tan baladí como el suyo. Se han olvidado por completo de ustedes".
Muy desalentador, y también muy lógico, todo esto. Pero el desesperado se agarra de un clavo ardiendo. Y en nuestra desesperación, los prisioneros del ático cifrábamos la última esperanza en el siguiente modo de pensar: Si los dirigentes de nuestra resistencia deciden destruir la Casa Shell, cueste lo que cueste... Si logran convencer a la R.A.F. para que acometa la empresa... Si los aviadores localizan el edificio de empinado techo de tejas entre los muchos iguales que hay en el centro de Copenhague... Al destruir la Casa Shell destruirían los acusadores expedientes... nuestro movimiento clandestino se habría salvado... habría concluido la terrible prueba por la que nosotros, el material humano "gastable" preso en el ático, estábamos pasando.
Bien, pensé yo ahora, ninguna falta me hace ya esa esperanza a mí, que pronto estaré fuera de este lugar.
8:55. El hosco Wiesmer se presentó con dos guardias para conducirme fuera del edificio. Al pasar por el segundo y el primer piso reparé en las salas en que repiqueteaban las máquinas de escribir y se alineaban los archivadores que contenían los fatales expedientes, amenaza mortal para mis compañeros. ¡Cuánto habría dado yo por tener en ese momento una o dos granadas de mano!
Al llegar a la puerta de la calle, Wiesmer paró en seco y dijo enfurecido: "¡Maldita sea! Se ha ido ya el coche de la mañana y habrá que esperar el de la una de la tarde". Con lo cual dimos media vuelta y a las 9:02 estaba yo de nuevo encerrado en el ático.
No le di importancia al retraso en la salida; ni tampoco a que, en vez de volverme a mi celda, la número 10, me hubiesen dejado en la número 6. ¿Qué importaban unas horas más hasta que llegase la de viajar sin que me dejasen decirles adiós a los amigos de quienes me separaban para siempre? Traté de ahuyentar tan triste pensamiento con la lectura de una novela de aventuras que alguien se había dejado olvidada encima del catre. No era muy interesante que digamos; a las pocas páginas miraba yo a cada momento mi reloj, en que las manecillas avanzaban lentamente hacia la 1:30, hora de mi viaje.
Las 10:00... las 11:00... las 11:15... De fijo que, no ya poco interés, sino absolutamente ninguno, habría tenido para mí la novela si hubiese sabido yo que estaba a punto de efectuarse el "imposible" ataque aéreo, tan largamente esperado, porque, aprovechando el elemento de sorpresa que le proporcionaba el mal tiempo reinante, una formación aliada compuesta de 46 unidades —18 bombarderos Mosquito de la R.A.F. y 28 cazas Mustang de la aviación militar estadounidense— volaba en esos momentos rumbo a la Casa Shell.
11:18. Pegué un respingo al sentir que irrumpía en la celda el escalofriante silbido de los bombarderos en picado y el estallido de las bombas. Poca duda cabía de la suerte que nos esperaba a quienes nos hallábamos directamente bajo el tejado del ático. A la primera explosión el suelo se elevó de golpe, mientras del enlucido de las paredes Se desprendía una asfixiante y cegadora nube de polvo. El catre salió despedido a través de la celda; cuanto objeto había en ella rodó bamboleándose en torno mío. Caí luego en la cuenta de que esto era la primera pasada del bombardeo. ¿ Alcanzaría este su objetivo —los acusadores expedientes de la Gestapo, que quedaban nueve metros más abajo del ático— sin aplastarnos también a nosotros?
Echando mano al taburete de madera de haya (había uno en cada celda) lo lancé con todas mis fuerzas contra la puerta. Me sorprendió ver que la plancha de madera contrachapada de tres y medio centímetros de espesor saltaba hecha astillas. Otros prisioneros estaban golpeando también, pero sin resultado, las puertas de sus celdas. ¿Era la puerta de la mía menos sólida que las demás? ¿Sería que las chapas de que estaba hecha se aflojaron por la onda del bombardeo? Nunca lo sabré a punto fijo. Lo cierto y casi milagroso del caso fue que, por alguna razón, hubiesen acertado a encerrarme en la única celda cuya puerta resultó lo bastante endeble para que se rompiese de un taburetazo.
Al salir al corredor me vi frente a Wiesmer que me cerraba el paso. Agarrándole por los hombros lo sacudí lo mismo que un costal vacío, a la vez que le gritaba: "¡Las llaves! ¡Dame las llaves de las celdas!"
Wiesmer quedó un instante junto a mí, aterrado e inmóvil, mientras ambos mirábamos el boquete que acababa de abrir en el techo una bomba. Allá arriba rugían los bombarderos; salían rojas lenguas de fuego de los cazas que ametrallaban las piezas antiaéreas emplazadas en lo alto de los edificios vecinos. Al estallar las bombas más abajo de donde estábamos y también en derredor nuestro, se desprendían del techo y las paredes rociones de polvo blanquecino que nos daban a Wiesmer y a mí aspecto de fantasmas. Wiesmer balbucía frases incoherentes.
"¡Las llaves!" le grité de nuevo. Tiró despacio de la cadena del llavero que tenía en el bolsillo. Se la arrebaté de un manotazo. Mientras él, sin salir de su estupor, repetía en un murmullo "Se acabó, esto se acabó", corrí a abrir las puertas de las celdas.
¡Había llegado para mí el gran momento... la ocasión que tanto temía que no llegara a presentarse! En un instante quedaron abiertas las celdas números 7, 8 y 9. La 10, donde me tuvieron a mí, estaba de par en par, y vacía. Cuando corrí hacia la 11 se bamboleó el edificio, sacudido por una serie de explosiones; pero alcancé a abrir la 11, la 12; y hasta la 13, la 14 y la 15 a la vez que las llamas que consumían la derruida ala oeste de la Casa Shell se extendían hacia el vestíbulo del edificio.
Entre los prisioneros que, abiertas las celdas, salieron a la atmósfera polvorienta y casi irrespirable del corredor, se hallaban algunos prohombres de la resistencia danesa: el profesor Brandt Rehberg; el Dr. Mogens Fog, notable organizador, miembro del Consejo de Liberación, organismo al que correspondía la dirección general del movimiento clandestino; Ove Kampmann, que soportó tormento a fin de salvarnos a nosotros con su silencio; y varios más heroicos patriotas. Algunos —como el Dr. Brandt Rehberg— se hallaban en tan deplorable condición después de los "interrogatorios", que apenas podían dar paso sin ayuda ajena. Esto no obstante, en pocos minutos, nos habíamos agrupado en el corredor todos los prisioneros del ala sur del ático, esto es, la que miraba a Kampmannsgade, donde estaban las celdas números 6 a 22.
Algunos nos encaminamos hacia las celdas del ala oeste, pero no pudimos llegar allá. Precisamente al doblar la esquina del corredor nos detuvo el enorme agujero abierto en el piso por una bomba. Era tan ancho que no había modo de saltar al otro lado.
La última celda que abrí fue la de Aage Schoch. El humo era ya asfixiante. Pero al empujar la puerta encontré a Schoch, el gran periodista del Consejo de Liberación, tranquilamente de pie, con su inseparable pipa en la mano, como si hubiese tenido cita conmigo para que fuésemos a cenar y estuviera esperándome.
—Yo sabía que las cosas iban a cambiar —me dijo.
—¡Andando! ¡No hay tiempo que perder! —le grité mientras, seguido por los otros prisioneros, corría hacia las escaleras de la parte de atrás del edificio, la del nordeste.
Suerte fue que así lo hiciese. ¡Eran las únicas que quedaban en pie! Según supimos después, en el frente y en el ala sur todos los suelos y las paredes interiores, del tercer piso para abajo, se desplomaron. El no haberse derrumbado los tres últimos pisos, y nosotros con ellos, fue una suerte fantástica.
Los pocos prisioneros que quedaban con vida en la incendiada ala oeste del edificio se salvaron en forma aun más espectacular que nosotros. Uno de ellos, Poul Bruun, pasó ese día por trances peores que los que la Gestapo le tenía preparados. Cayó, con celda y todo, del sexto al quinto piso. En tal situación, miró al destrozado reloj de pulsera y se dijo: "Para la falta que has de hacerme, lo mismo da". Se había fracturado el cráneo. Notó vagamente que las llamas no tardarían en llegar a donde él estaba. La alternativa era morir abrasado o saltar por la ventana de un quinto piso. Saltó. Dando volteretas en el aire sufrió una nueva fractura del cráneo al tropezar en la pared del edificio. Cayó por fin encima de una alambrada. De allí le recogerían los nazis para volverlo a la prisión. Habría que amputarle una pierna. Pero, caso increíble, escapó con vida de la Casa Shell.
A todas estas, el grupo de que yo formaba parte había bajado corriendo las escaleras y salió al patio a espaldas del edificio. No se nos ocurrió pensar en los guardias que seguramente nos impedirían seguir adelante; pero unos eran cadáveres y los otros habían huido de allí. La puerta de la cerca rematada con alambre de púas, estaba abierta. Pasamos al otro lado. Nueva casualidad de nuestra buena suerte fue que nos dejase paso la alambrada que hubiésemos tenido que salvar, pues quedó destruida por el bombardeo y precisamente en la dirección que necesitábamos tomar.
Podíamos ahora internarnos en las calles, por fortuna desiertas, en que el humo tendía una densa cortina. Casi todo el mundo estaba a esas horas en los refugios antiaéreos. (En uno de ellos se hallaban, según supe después, mi mujer Ingeborg y mi hijo Jorgen, de 15 años de edad, a los cuales sorprendió el bombardeo en una tienda de modas distante 600 metros.) Durante un momento nos pareció que toda la ciudad estaba a nuestra disposición. Sólo al cesar las últimas sacudidas del suelo, ocasionadas por las explosiones, se nos ocurrió mirar hacia atrás. La Casa Shell, de la cual haría unos 90 segundos que salimos, se derrumbaba envuelta en llamas.
Nos dispersamos inmediatamente para tomar cada cual por su lado. Fog y Schoch entraron en el restaurante El Pequeño Corneta. Yo me alejé a buen paso y a los siete minutos estaba en la calle Peder Hvitfeldts, en casa de un amigo. De allí telefonée a otro leal amigo para decirle: "Avisa a Ingeborg que salí de la Casa Shell y estoy en salvo".
Esa noche quedé mejor enterado del bombardeo, uno de los más atrevidos y peligrosos de la aviación. Lo concertaron con la resistencia danesa, gracias a cuyas operaciones de sabotaje no tuvo Inglaterra que llevar a cabo muchas y muy costosas incursiones aéreas contra fábricas de los nazis en Dinamarca. Traía el mando de la incursión nada menos que Sir Basil Embry, vicemariscal de la Real Fuerza Aérea inglesa. El ataque en vuelo rasante cuyo objetivo era la planta baja de la Casa Shell costó a la R.A.F. la vida de nueve aviadores y la pérdida de cuatro bombarderos y dos cazas. Una trágica desviación de los bombarderos en la tercera y última pasada ocasionó la muerte de un centenar de civiles daneses.
Pero el objeto de la incursión se había logrado: los acusadores expedientes de la Gestapo quedaron reducidos a cenizas. Docenas, acaso cientos de vidas de los militantes de la resistencia en Copenhague se hallaban a salvo del terror nazi. Más de 70 hombres de la Gestapo habían muerto.
Por último, la extraordinaria precisión del ataque en las dos primeras pasadas de los bombarderos fue la salvación misma para nosotros, los ex prisioneros del ático. Hubo ocho muertos, pero la mayoría de los sobrevivientes logramos burlar a los nazis hasta el día en que concluyó la guerra, que fue más o menos al cabo de un mes. Para nosotros, nuestras familias y nuestros amigos, la noche de ese día fue de regocijo desbordante y, a ratos, incrédulo.
Y todavía continuamos regocijándonos los 21 sobrevivientes de la Casa Shell que seguimos en este mundo. Una vez al año nos reunimos para volver a referir sucesos de la guerra; ponderar cada cual a sus nietos; maravillarnos todos de lo bien que al fin se arreglaron las cosas. En nuestro grupo se cuentan algunos de los hombres que más se han distinguido en Dinamarca en muy diversos campos: el comercio, la ingeniería, la enseñanza, la literatura, la medicina, el mantenimiento del orden. Y todos los del grupo tenemos esto en común: somos optimistas. Sabemos, por propia experiencia, que por muy desesperada que parezca la situación en que uno se encuentre, nunca será tarde para esperar un súbito cambio de fortuna.
* S.S. Siglas de Schutzstaffel, fuerzas escogidas de protección, vigilancia e información creadas por Hitler.