A BORDO DEL TRANSIBERIANO
Publicado en
mayo 04, 2014
Tierras y paisajes del mundo Cómo es el extraordinario recorrido de 9300 kilómetros a través del vasto imperio soviético.
Por Gordon Gaskill.
EN LOS montes Urales, a 1770 kilómetros al oriente de Moscú, el Expreso Transiberiano pasa frente a un gran monumento de granito que tiene dos flechas: una, dirigida a poniente, está marcada EUROPA; la otra, vuelta a levante, dice ASIA. Para millones de rusos condenados al destierro, este "monumento de lágrimas" fue durante largo tiempo el punto sin regreso, pues señala exactamente el comienzo de Siberia, antiguamente sinónimo de terror y desesperanza.
Para la mayor parte de los extranjeros, esta enorme masa de tierra, que cubre casi una décima parte de la superficie terrestre, sigue siendo tan misteriosa, prohibida e inaccesible como el otro lado de la Luna; pero ya la situación empieza a cambiar. El gobierno soviético no solo da permiso, sino que invita a los turistas extranjeros para que vayan a conocer Siberia. De esta suerte, en el verano pasado hice uno de los viajes más largos, extraños y menos costosos que jamás haya realizado, desde el Japón hasta Moscú por la Gran Ruta de Tránsito Siberiano. Pasé los dos primeros días a bordo de un buquecito ruso que me condujo del Japón a Nakhodka, nuevo y floreciente puerto soviético sobre el Pacífico, a 97 kilómetros al oriente de Vladivostok. En seguida, después de un trayecto en un tren de conexion, pasé siete días y seis noches a bordo del famoso Expreso ruso, que hace el recorrido continuo más largo del mundo por vía férrea: cerca de 9300 kilómetros.
Si tiene uno un poco de tolerancia y espíritu de aventura, este es un viaje inolvidable. La alimentación en el Expreso es regular; los compartimientos o camarotes, victorianos y atestados de gente, de modo que casi siempre debe uno compartir el suyo con otras tres personas; pero lo que se pierde en independencia y comodidad se gana en intimidad. No hay manera mejor de conocer a los rusos, hombres y mujeres. Y es una manera baratísima de regresar del Oriente a Europa. Un pasaje en avión de ida solamente de Tokio a Moscú cuesta 539 dólares, mientras que el viaje del que yo hablo, que comprende todo: barco, tren y alimentación completa durante diez días, me costó únicamente 280 dólares, en primera clase.
COMPAÑEROS DE VIAJE
Todo tipo de personas hacen este viaje. En el grupo que tomó el tren conmigo había 40 norteamericanos, 12 ingleses y unos pocos canadienses, australianos, neozelandeses, holandeses y alemanes. Unos se quedaban aquí y allí; otros hacían el viaje completo hasta Moscú. Un joven graduado en la Universidad de Princeton que había estado estudiando en el Extremo Oriente, regresaba a su patria a continuar sus trabajos de posgraduado. Un abogado australiano se dirigía a Londres. Una docena de norvietnamitas iban a Rusia para aprender a pilotar el MIG.
Qué compañeros de viaje le toquen a uno en su camarote, es cuestión de suerte. El estudiante de Princeton ocupó la litera que estaba encima de la mía, y esperamos con curiosidad a ver quién más entraría. El primero fue un teniente del Ejército Rojo, de 28 años, que también era pianista y director de una orquesta sinfónica. Rebosaba energía y amistad, y se desternillaba de risa tratando de pronunciar palabras inglesas. Durante una o dos noches ocupó una de las literas un grueso marinero de Kamchatka, que llevaba un gran saco de huevos crudos y de vez en cuando se comía uno o dos sin tomarse el trabajo de cocinarlos.
Después entró en nuestro compartimiento una muchacha rusa, muy bonita y seductora, que se dirigía a Irkutsk para hacer un importante examen universitario. Al chico de Princeton se le iluminaron los ojos. A los pocos minutos ya estaban los dos sentados uno al lado del otro, riendo con un librito de frases bilingües, pronunciando atrozmente los dos idiomas y diciéndose en broma malas palabras como "¡capitalista!" y "¡comunista!" A la hora de acostarnos no hubo problema: los tres caballeros o salíamos discretamente al pasillo o nos volvíamos contra la pared mientras la muchacha se desnudaba.
FIESTA CASERA
El idioma era un problema, pero los rusos se mostraban ansiosos de ayudarme cuando yo sacaba mi librito de frases. Algunos hablaban inglés. En el comedor la conversación tendía a ser general e inofensiva, aunque era más franca en la intimidad del camarote.
Tan cálido era el tiempo a fines de junio, que algunas personas pasaban todo el día en pijama, no solo en sus camarotes sino también en los pasillos y a veces hasta en el coche-comedor, o aun bajaban en esa facha al andén de las estaciones en las 82 paradas que hicimos en el camino. Yo por mi parte había cometido la tontería de llevar ropa interior de lana y botas forradas de piel. Por supuesto que en el invierno sí hace frío (50 grados centígrados bajo cero, o temperaturas más bajas), y se necesitan grandes máquinas quitanieves para mantener abierta la vía.
El tren vino a ser para mí una casa rodante. El camarero, llamado el provodnik, parecía no dormir jamás. Generalmente desempeñaba este oficio una mujer y estaba siempre limpiando el hollín, barriendo las alfombras con la aspiradora eléctrica, poniendo todo en orden, llevándome té de un gran samovar que se mantenía caliente sobre un brasero de carbón vegetal en nuestro vagón. Poco a poco el tren se fue convirtiendo en una fiesta casera en movimiento, pues los pasajeros entraban en nuestro camarote para echar un trago, o nosotros visitábamos los camarotes de los vecinos, o nos encontrábamos en el coche-comedor, que pronto vino a ser un coche-club. Adquirí la costumbre rusa de desayunarme con caviar (una buena porción del rojo cuesta 42 centavos de dólar), y de bajar corriendo del tren en todas las estaciones para ver qué vendían las viejas campesinas en sus puestos: rábanos, cebollas, pescado frito, tortas dulces, queso de crema, patatas hervidas.
El tren se componía de 12 vagones y estaba bien administrado. En cada vagón había un gran itinerario fijo a la pared, muy detallado, que indicaba la hora precisa en que debíamos llegar a cada estación y volver a partir, y este horario se observaba escrupulosamente. (Para evitar confusiones, todo el sistema funcionaba basado en la hora de Moscú.) El Expreso podía correr a 120 k.p.h., pero como la línea está increíblemente sobrecargada (los trenes pasaban cada pocos minutos) recorrió los 9297 kilómetros en 158 horas y 12 minutos, con un promedio de velocidad de poco menos de 60 kilómetros por hora, incluyendo las paradas.
LAZOS QUE UNEN
Rusia construyó el Ferrocarril Transiberiano en la época de los zares, entre los años de 1891 y 1904. Jamás nación alguna tuvo mayor necesidad de una vía férrea. Siberia es más grande que China y la India juntas. Antes de que existiera el ferrocarril, para ir de Vladivostok a San Petersburgo se ganaba tiempo viajando hacia el este, esto es, cruzando el océano Pacífico hasta San Francisco de California, tomando allí un tren a Nueva York y atravesando luego el Atlántico para llegar al mar Báltico. En este viaje se podía tardar unos tres meses, pero el viaje por tierra a través de Siberia fácilmente requería un año.
No se encontraron tantos obstáculos en la construcción de cualquier otro gran ferrocarril. Hubo que llevar la línea a través de la taiga, vasto y enmarañado "mar verde" de más de 5000 kilómetros de anchura, lleno de ciénagas, algunas arenas movedizas y densos bosques vírgenes. Fue preciso construir más de 4000 puentes, uno de ellos de casi dos kilómetros y medio de largo, sobre el río Amur en Jabarovsk. Los rudos inviernos de Siberia solo permitían trabajar tiempo completo a la intemperie durante 120 días al año, y los picos y palas rebotaban en la tierra eternamente congelada, como si fuera goma elástica. Un contratista de mala fe tendió un tramo de rieles sobre una colina formada de nieve solidificada. Parecía muy bien... hasta que llegó el deshielo de verano. Estos deshielos producían inundaciones pavorosas, en una de las cuales perecieron ahogados centenares de obreros: la creciente se llevó esa vez 370 kilómetros de rieles y destruyó 15 puentes.
Durante la sangrienta guerra civil rusa, que consolidó el poderío comunista en el país, el Ferrocarril Transiberiano fue presa muy codiciada. Los comunistas no llegaron a controlarlo del todo hasta el año de 1920, pero lo dejaron abandonado hasta después de 1930, cuando Stalin mandó reconstruir y reforzar grandes extensiones, y finalmente ordenó hacer toda la línea de doble vía, empresa que se terminó en 1939.
ARTERIA ARTICA
Desde el principio el ferrocarril trajo la vida para Siberia. A sus regiones occidentales acudieron millones de campesinos rusos, atraídos por concesiones de 57 hectáreas de tierra por familia, a título gratuito, y por un período de exención del servicio militar y de contribuciones. Con el fin de ayudarles, se fijaron tarifas ferroviarias tan bajas que una familia de cinco inmigrantes podía viajar cerca de 4000 kilómetros por un precio equivalente a un dólar y medio por persona. Gracias a esta inmigración, y a las subsiguientes, la población de Siberia, que llega a un total de 25 millones, se compone aproximadamente en sus nueve décimas partes de pueblos de raza eslava europea, y solo en una décima parte de siberianos aborígenes.
Durante la segunda guerra mundial, con el fin de proteger su industria de los nazis, Rusia transportó grandes fábricas a lugares seguros situados tras los montes Urales, cosa que jamás habría podido hacer si no hubiera contado con el ferrocarril. Para transportar la maquinaria y equipo de una sola de estas fábricas se necesitaron 8000 vagones. Hoy el centro de gravedad de la industria soviética sigue desarrollándose en la Siberia alimentada y servida por este mismo ferrocarril. Por inhospitalaria y atrasada que parezca, Siberia se ha convertido en el verdadero corazón de todo el imperio soviético.
Para los encargados de la defensa nacional, sin embargo, el Ferrocarril Transiberiano es un quebradero de cabeza, porque hacia el oeste y el sur del extremo de la línea que va a dar al Pacífico, se encuentra una densa población china de 700 millones de seres que explotan hasta el último centímetro de tierra disponible. ¿Qué pensarán cuando miran al otro lado de la frontera y ven aquellas vastísimas y casi desiertas extensiones de territorio, que en parte fue chino hasta que Rusia se lo apropió después de 1850? Hace un año Mao Tse-tung declaró que China reclamaba ese territorio. Con solo dinamitar un túnel o hacer saltar un puente se puede inutilizar la línea durante varias semanas, y no existe otra manera de mover rápidamente grandes cantidades de material y grandes ejércitos de un lado a otro de Siberia por tierra: no hay ruta marítima ártica que esté libre de hielos, no existe una red de carreteras. Esta es la gran preocupación soviética.
ACTIVOS CONGELADOS
Vista desde el tren, Siberia no es nada extraordinario. Fuera de las poblaciones, casi no hay caminos pavimentados, sino senderos de arena o de lodo. Se ve gente en tan raras ocasiones que cuando divisábamos una persona nos la mostrábamos unos a otros: unos muchachos que nadaban desnudos en un río; una muchacha vestida nada menos que con un bikini, trabajaba en una plantación; unos hombres alrededor de una fogata, haciendo té.
La inmensa riqueza de Siberia, sin embargo, no es cuestión de mera propaganda. Todos los días se descubren nuevos yacimientos de petróleo, diamantes, oro, carbón y bauxita. Se espera que las solas reservas carboníferas de Siberia oriental llegarán a ser más grandes que las reservas de todos los países occidentales juntos. Durante muchos años hasta los especialistas creían que los terribles fríos, especialmente en las regiones del norte, tendrían congelados para siempre esos tesoros. Ya no se piensa así. La ciencia está encontrando ingeniosas maneras de abrir las puertas, aun en lo más riguroso del invierno. La sorprendente ciudad nueva de Aikhal, muy al norte, está casi terminada: ¡es una ciudad enteramente cerrada, bajo un solo techo! Por más que el termómetro marque afuera 50 grados centígrados bajo cero, en Aikhal uno puede andar tranquilamente en mangas de camisa. En las cercanas minas de diamantes se trabaja 24 horas al día, invierno o verano.
Novosibirsk, hoy la ciudad más grande al este de los Urales, es fría y fea, con kilómetros de fábricas y talleres, bosques de torres de transmisión eléctrica, inmensas casas de apartamentos, como cuarteles, para los obreros. Es una dínamo de producción, de la cual salen montañas cada vez mayores de toda suerte de géneros: bienes de consumo, grandes turbinas, instrumentos de precisión. Hay una docena de prósperas ciudades de menor tamaño, muchas de las cuales eran bosque hace apenas diez años, como Akademgorodok, la famosa "Ciudad Científica" donde viven unos 30.000 sabios, ingenieros y técnicos. A esta fantástica colmena de inteligencias allí concentradas se ha confiado la solución de vastos problemas, especialmente la mejor explotación de Siberia.
A una hora de Irkutsk está el extraño lago Baikal (el nombre significa "lago rico"). Mide 635 kilómetros de longitud y es el más profundo del mundo (más de 1600 metros). En las orillas hay oro y petróleo, y el agua es tan pura que se puede usar en los acumuladores de automóvil. Su valor principal, sin embargo, no está en la calidad sino en la cantidad de agua. El Baikal es ya el mayor centro mundial de producción de energía eléctrica, y se van a hacer más presas. Una que está ya terminada sobre el río Angara, que nace en el lago, ¡producirá en breve más energía que todas las 45 grandes presas norteamericanas del Valle del Tenesí juntas! Con el tiempo habrá en la región once presas, cada una de las cuales dará por lo menos una cantidad igual de electricidad.
ESTEPAS GIGANTESCAS
Al oeste del Baikal, el tren entra en las grandes estepas siberianas, que son las mayores llanuras del mundo, casi tan grandes como toda la Europa Occidental, y llanas como una mesa, Se ven más poblaciones, más gente, y se empieza a percibir el olor de Europa en la distancia. Luego vienen los Urales y el gran monumento de granito que señala el límite entre Europa y Asia. Los hitos de la vía han venido anunciando 9000... 8000... 7000 kilómetros durante tanto tiempo, que cuando veo uno que dice 1778 me parece que ya es tiempo de hacer la maleta.
Cuando por fin llegamos a Moscú, permanecí al lado del provodnik, y, en el momento exacto en que el tren paró, miramos nuestros respectivos relojes. Durante casi una semana este tren había estado viajando constantemente al occidente, recorriendo aproximadamente la distancia que hay desde el norte de México hasta el extremo sur de Patagonia, y había cruzado seis zonas horarias, casi la cuarta parte de la distancia alrededor del globo. Pero el provodnik, levantando la vista, sacudió la cabeza con gesto de desilusión: ese día el Expreso Transiberiano llegaba con casi 90 segundos de retraso.