Publicado en
abril 06, 2014
¿Dónde está todo ese tiempo libre que debemos los adelantos modernos?
Por John Oxie Fulton (Condensado de "This Week Magazine").
DESDE hace años vengo diciendo a mi mujer que no tengo tiempo para hacer las mil y una reparaciones mayores y los menudos ajustes que nuestra casa parece necesitar todos los fines de semana. Pero ella, invariablemente, me deja apabullado con sus andanadas de citas de estadísticas sociales que comprueban que gracias a los adelantos modernos disponemos de muchísimo tiempo libre. "Me estremece pensar", exclama, "lo que sería de nosotros si viviéramos en 1850 y tuvieras que trabajar 70 horas a la semana..."
Yo nunca he podido refutar tal argumento, pero por mí lo ha hecho al fin el Twentieth Century Fund. Si el lector se pregunta por qué consulta constantemente el reloj y se preocupa todo fin de semana con el problema de cómo va a arreglarse para reparar los muebles del jardín, componer el grifo de agua que gotea, hacer el trabajo que se lleva de la oficina, y jugar una partida de canasta con los vecinos, ya puede cesar de atormentarse como un penitente medieval. Eso de que el hombre moderno posee un inmenso acervo de tiempo libre es un mito.
El Twentieth Century Fund subvencionó al profesor Sebastian de Grazia, eminente filósofo y especialista en ciencias políticas, para que hiciera un profundo y detallado estudio de tres años sobre el ocio. El resultado, un volumen de 559 páginas titulado Of Time, Work and Leisure (Del tiempo, el trabajo y el ocio) esclarece todo posible aspecto de tan vital tema. La más sorprendente, con mucho, del gran número de conclusiones del profesor es aquella con que destruye la leyenda del vasto caudal de tiempo de que disponemos para dedicarlo a la holganza.
El autor hace notar que solemos compararnos con nuestros antepasados de 1850, relativamente cercanos. Éstos trabajaban 70 horas a la semana en sus primitivos telares y fraguas; pero ello ya ocurría en el oscuro amanecer de la sociedad industrial. Otros trabajadores de otras épocas no sudaron tanto, ni mucho menos. En la edad media, por ejemplo, los días de fiesta religiosa, las vacaciones y los domingos sumaban un total de 167 días al año, con lo que, aun cuando basemos nuestro cálculo en una jornada de trabajo de 12 horas, todavía obtenemos un promedio de 45,6 horas semanales. En la Roma imperial el ciudadano tenía más o menos un día de descanso por cada dos que trabajaba. Por la misma época, el calendario tenía en Grecia más días festivos que laborables.
Pero, aunque tomemos por módulo la semana de trabajo de 70 horas, no tenemos tantas ventajas como indican algunos estadígrafos. Teóricamente, nuestro moderno período semanal de 40 horas o menos, junto con las vacaciones, nos deja unas 30 horas adicionales de descanso a la semana. ¿Cómo es, pues, que todavía no nos damos tiempo para arreglar ese grifo? Examinemos más detenidamente las cifras.
En primer lugar, si limitamos nuestra estadística a los que tienen un empleo de tiempo completo, la cifra real de la semana media de trabajo sube bruscamente a 46 horas. Así pues, esta ventaja sobre nuestros antepasados, aun incluyendo el tiempo de las vacaciones, se reduce a unas 24 horas solamente. En segundo lugar, en 1850 casi todo el mundo podía acudir andando al sitio de su trabajo por vivir cerca de él. Hoy el tiempo que se invierte en ir al lugar de trabajo y volver a casa asciende a un promedio de 45 minutos en cada dirección. Raro es que estas siete horas y media semanales se sumen a la jornada del trabajador tipo. Pero difícilmente se las podrá considerar tiempo libre; así pues, nos hallamos con que únicamente nos quedan 16 horas y media de ocio.
¿Qué se hace en esas 16 horas y media? Valiéndose de un estudio según el cual varios millares de personas llevaron, hora a hora, un diario de sus actividades cotidianas, el profesor de Grazia saca la conclusión de que el hombre medio pasa cinco horas a la semana haciendo diversas tareas domésticas, tales como cortar el césped del jardín, reparar una silla rota, pintar y acaso hasta arreglar ese grifo que gotea. Esto reduce el tiempo de ocio semanal a 11 horas y media.
Pero esto no es todo. La esposa que trabaja fuera de la casa ha alterado profundamente la relación entre los papeles que desempeñan el hombre y la mujer. A la esposa del hombre que trabajaba 70 horas semanales nunca se le hubiera ocurrido pedir a éste que pasara la aspiradora por el piso y los muebles o que bañara a la mugrosa criatura de tres años. Hoy los estudios demuestran que, aun en las familias en que la mujer no va a trabajar fuera, el hombre ordinario invierte dos horas y media a la semana en trabajos domésticos, aparte de los culinarios. Esto reduce ese precioso tiempo de descanso a nueve horas.
Pero, además, debemos considerar algunas importantes variaciones en nuestra básica semana de trabajo de 46 horas. Primero tenemos al alto empleado de una empresa, el hombre que exhibe en la puerta de su despacho ese impresionante título que todos soñamos con alcanzar. Trabaja un promedio de 55 horas semanales. Esto lo pone a la altura de su bisabuelo de 1850. Luego hay los millones de "noctámbulos": los que tienen ocupaciones suplementarias, bien sean de jornada completa o parcial. Si añadimos el tiempo que les lleva trasladarse del lugar de su trabajo principal al segundo, más las horas que invierten en este otro, los que trabajan la jornada completa en su empleo secundario acaban con una desventaja de 40 horas en relación con los infelices trabajadores de 1850, y los que hacen media jornada extraordinaria, con unas 20 horas de desventaja.
Veamos luego el caso de los agricultores. Diversos estudios universitarios demuestran que éstos trabajan cerca de 60 horas a la semana, a pesar de todas las maravillas que la mecanización ha aportado a la siembra y la recolección.
Finalmente tenemos a la esposa. Si tiene un empleo, una mujer ocupa aproximadamente el mismo tiempo que su esposo en el trabajo y en ir a él y volver a casa. A esto debemos añadir un mínimo de cuatro horas diarias de tareas domésticas. Si le acreditamos las cinco horas a la semana que el hombre dedica al trabajo casero, la esposa que trabaja fuera todavía tiene una desventaja de seis horas y media en relación con la obrera de 1850.
Aun cuando la esposa no salga a trabajar, otras computaciones arrojan un gran porcentaje de amas de casa que viven apremiadas. Según un perito en la materia, la madre de dos o tres niños menores de seis años frecuentemente trabaja un período semanal de 80 horas. Ni tampoco reducen su carga la aspiradora y las máquinas lavadora y secadora. Éstas no hacen sino que las faenas de limpieza resulten más fáciles que en los tiempos de nuestra bisabuela. Pero el ama de casa de hoy tiene normas de limpieza muy superiores a las que tenía en 1850.
Teniendo en cuenta todas las excepciones: los que tienen dos ocupaciones, los altos empleados, las esposas que trabajan, nos encontramos con que probablemente sólo contamos con poco más de cuatro horas de tiempo realmente libre por semana.
Pero aún hay otro aspecto del ocio moderno, aspecto que aumenta todavía más nuestra sensación de dislocación y apremio. Me refiero al hecho de que, en grado mucho mayor que ninguna otra civilización de la historia, la nuestra nos ha convertido en esclavos del reloj.
Hasta el principio de la era industrial, la mayoría de la gente vivía sin que la palabra "tiempo" significase mucho más que la salida y la puesta del sol y el cambio de las estaciones del año. Pero hoy todo empleado sabe que el tiempo es oro, y nuestro trabajo acarrea una intensidad y una urgencia que las generaciones anteriores eludían.
Este constante concepto del tiempo como algo que es menester perseguir se ha filtrado hasta lo más hondo de nuestra conciencia. Ha hecho que el tiempo sicológico (lo que los expertos llaman (nuestro sentido de duración) se acelere. Algunos se rebelan contra el tiempo con neurótica desventura. Se retrasan continuamente en sus labores, no pueden llegar a tiempo a una cita, la tiranía de los horarios de trabajo les resulta irritante. Inconscientemente, tratan literalmente de "matar" el tiempo, elemento que se ha convertido para ellos en símbolo de autoridad.
Quizá la solución a nuestro problema de tiempo los fines de semana consista en considerar con ecuanimidad la cantidad de tiempo libre de que disponemos para disfrutar de un verdadero ocio. En lugar de malbaratar ese tiempo ante la televisión o lavando el automóvil, debiéramos tratar de invertirlo en alguna actividad que en verdad nos deje satisfechos. Una hora o dos de auténtico ocio pueden hacer más en beneficio de nuestros nervios (y de nuestra alma) que una docena de esos fines de semana empleados en ir de un lado a otro. En una palabra, aprendamos a valorar el tiempo libre que nos toque en suerte. Es algo que no podemos permitirnos el lujo de derrochar.
...¿Me oyes, mujer?