LA MEDICINA MODERNA Y EL PARTO NATURAL
Publicado en
marzo 23, 2014
Dos partidarios del parto natural hacen algunos descubrimientos sorprendentes de camino a la sala de partos.
Por Sloan Wilson (Condensado de "Harper's Magazine").
EL JOVEN profesor de sociología atacaba con calor e inteligentemente el empleo de medicamentos en los casos de parto. A no pocas mujeres, dijo, las aterroriza tanto ese trance que el cuerpo se les paraliza cuando se inicia el alumbramiento. Luego, saturadas de narcóticos, pasan por el parto sin saber qué ocurre y sin que puedan ayudar gran cosa al médico. Los medicamentos que se hallan en su sangre se introducen en la del niño, y éste nace demasiado aletargado para lactar, y ello aun en el caso de que la madre esté suficientemente despierta para darle el pecho. Mientras la madre se halla bajo el efecto de las drogas, se alimenta al niño con glucosa y así crece después sin que se hayan satisfecho a su debido tiempo sus necesidades orales. Y por eso, explicó mi amigo, tantas personas fuman en exceso, beben demasiado alcohol y necesitan de sedantes y pastillas para dormir.
Todo esto me pareció muy convincente. Después, mientras dormía mi esposa, que estaba encinta, reflexioné sobre las palabras del joven sociólogo.
Yo tenía 43 años de edad y había procreado cuatro hijos en mi matrimonio anterior. Cuando nacieron, nunca había oído hablar del "parto natural". Siempre llevé a mi esposa al hospital, me paseé nerviosamente por los corredores como es de rigor, recibí gozosamente las nuevas del nacimiento y no me preocupé demasiado porque mi esposa no hubiera podido criar al pequeñuelo.
Pero ahora, cuando estaba apunto de ser padre una vez más, se discutían en el mundo nuevas teorías, y tenía yo que encontrar la mejor forma de hacer lo que el caso exigiera.
DICEN LOS LIBROS...
Al día siguiente compré varios libros sobre el parto natural, que exponían una filosofía entusiasta y espontánea por la que se glorificaba el acto del alumbramiento como uno de los momentos supremos de la vida, y exaltaba la lactancia como una comunión mística entre la madre y el hijo, así como una práctica conveniente para ambos desde el punto de vista médico. Los libros precisaban varios puntos:
• Deberíamos solicitar los servicios de un especialista en obstetricia lo bastante convencido de las teorías acerca del parto natural para que se abstenga de emplear narcóticos, cuando menos mientras no sean absolutamente necesarios, y los de un pediatra partidario de la lactancia.
• Deberíamos tomar un curso de seis semanas sobre el parto natural, y mi esposa debería practicar los ejercicios que se le enseñaran.
• Yo debería permanecer al lado de mi esposa durante las primeras etapas del parto y, si en el hospital lo permitían, en el acto mismo del alumbramiento.
Me pareció extraña la necesidad de tomar un curso sobre el parto natural, pues no comprendía que hiciera falta estudiar para aprender algo que se suponía natural. Pero los otros puntos me parecieron razonables. Sin embargo, no estaba seguro de tener la presencia de ánimo necesaria para permanecer tranquilamente al lado de mi esposa mientras ella se retorcía de dolor, y me aterrorizaba la idea de que pudiera yo desmayarme cuando el niño comenzara a nacer.
No querría discutir tales puntos con el médico en los pasillos del hospital en el momento en que mi esposa sufriera los dolores del parto, así que, después de comentar el asunto con ella, le escribí a aquél una larga carta preguntándole su opinión acerca del parto natural y la lactancia. Respondió invitándonos a su consultorio para conversar.
EL MEDICO DIJO...
El tocólogo era un hombre como de mi edad; sin embargo, al entrar en su consultorio, tuve la curiosa impresión de haber sido llamado por el director de la escuela para amonestarme. Sin duda mi situación era algo ridícula: yo, que había leído tres o cuatro libros sobre el parto, pretendía dar instrucciones, o poco menos, a un médico que había hecho una carrera como especialista en obstetricia. Con todo, valía la pena discutir el asunto.
—Pienso que quizá el uso de sedantes y la dificultad que parecen tener muchas mujeres con la lactancia puedan contribuir a la formación de muchos rasgos neuróticos —comencé a decir, tartamudeando un poco.
—Es difícil generalizar acerca del parto —repuso el médico—. Algunas veces resulta muy doloroso y en ocasiones casi no hay dolor alguno. Ciertas mujeres son capaces de relajar el cuerpo y otras no pueden evitar el pánico. Si hay dolor, creo que se deben emplear sedantes. ¿Cree usted que sería muy ventajoso extraer una muela sin administrar novocaína?
—No —respondí, un poco confundido—. Pero no quiero que se administren sedantes a mi esposa antes que los necesite.
—Por mi parte nunca lo hago —replicó el tocólogo suavemente—. Si su esposa puede tener el niño sin dolor, sin que tengamos que recurrir a los sedantes, magnífico. De lo contrario, no quiero que me ate usted de manos.
—Muy bien, pero yo no quiero que alimenten al niño con biberón en la sala de cuna. Deseo que sea amamantado.
—Desde luego, le daremos esa oportunidad al niño —dijo el médico—. Pero muchas de estas cosas tenemos que decidirlas sobre la marcha.
—¿Puedo estar con ella durante el primer período del parto y en el alumbramiento mismo?
—Durante el primer período, sí. Pero tengo que indagar si en el hospital le permitirán permanecer durante el alumbramiento.
—Quisiera dejar eso arreglado con anterioridad.
El médico sonrió.
—No provoque usted una situación en la que uno de ustedes se sentirá desilusionado si no todo resulta de acuerdo con algún plan preconcebido. El parto es cosa complicada y la gente reacciona a él en complicadas formas.
Me miraba atentamente, y de pronto comprendí que él había llegado a la conclusión de que ahora tenía tres pacientes: el niño, la madre y yo, y de que, evidentemente, sería necesario observarme estrechamente.
—¿Qué opina usted del curso sobre parto natural? —le preguntó mi esposa—. ¿Me puede recomendar alguno?
—Sí —repuso. Escribió un nombre y una dirección en una hoja de papel y me la dio—. Creo que esta señora les parecerá muy competente.
RELAJACION A TODA COSTA
Unos días después asistimos a nuestra primera clase sobre el parto natural. Las otras parejas, casi todas poco mayores de veinte años de edad, parecían ser jóvenes intelectuales. Se me dijo que el parto natural interesa sobre todo a las personas que se consideran excepcionalmente inteligentes y cultas. Hoy es muy general que las mujeres ignorantes de las regiones rurales, donde el parto natural fue durante siglos la única posibilidad a su alcance, soliciten anestésicos cuando van a algún hospital urbano, ya que miran el alivio del dolor que sus madres y abuelas experimentaron, como un beneficio de la vida moderna.
El curso no exigía gran esfuerzo. Nos enseñaron cómo se desarrolla la criatura en el seno materno. Hacían que las estudiantes mujeres se recostaran en el suelo y jadearan al mismo tiempo que se frotaban el vientre. Esto constituía un espectáculo curioso y por momentos chusco, del que no estaba permitido reírse. Los ejercicios de respiración tenían por objeto aliviar la presión en el útero, y con el masaje del vientre se trataba de apartar el pensamiento de las contracciones uterinas y reducir la tensión mental. Se infundía el concepto general de que con el conocimiento del proceso del parto el temor se desvanece y que, así como el jugador de fútbol puede golpearse sin que, al calor del juego, se percate siquiera de ello, una mujer puede, mediante la concentración, olvidar el esfuerzo a que se ve sujeto su organismo.
Se calculó que nuestro hijo nacería el 12 de enero. Conforme se acercaba esa fecha, tanto tratamos de relajarnos que en ocasiones debió parecer que padecíamos alguna forma benigna del mal del sueño. Pero llegó el 12 de enero y transcurrió sin que nada sucediera.
En la madrugada del 22 de enero, mi mujer me despertó y dijo con calma:
—Se me ha roto la bolsa de las aguas.
Gracias al curso sobre el parto natural que habíamos seguido, esto no nos asustó; comúnmente el niño no nace sino 24 horas despuésde ocurrida tal cosa. Sólo tropecé una vez al dirigirme al teléfono para llamar al médico y me sentí un poco contrariado cuando dijo:
—Tranquilícese, y avíseme cuando comiencen las contracciones.
CONTANDO LAS HORAS
El día transcurrió lentamente hasta que, cerca de las seis de la tarde, las contracciones comenzaron en firme. Mi esposa empezó a jadear y a frotarse el vientre, cosas que debían alejar de su ánimo toda idea de dolor, y yo llevé la cuenta de las contracciones, que durante toda la noche cesaban, comenzaban y volvían a cesar. A las siete de la mañana, el médico nos aconsejó que nos trasladáramos al hospital. Nos dijo que se reuniría con nosotros en la sala de partos a las ocho.
Cuando llegamos al hospital, una sonriente auxiliar nos recibió con una silla de ruedas que pareció reducir a mi esposa, súbitamente, a la condición de inválida. Por primera vez asomó a su rostro una expresión de temor. Fue conducida hasta un ascensor y, llegados a la puerta de la sala de partos, se me ordenó permanecer afuera.
Pronto vino el médico y me invitó a pasar a la sala de partos, que era una pequeña habitación con una cama de hospital ordinaria. Había allí dos jóvenes enfermeras, y pude ver que su afabilidad había aliviado en parte el temor de mi esposa. Con todo, ésta se alegró de verme y se asió de mi mano.
Repentinamente, las contracciones comenzaron de nuevo, y nos dijimos el uno al otro que debíamos relajarnos. Me asignaron la tarea de tomar el tiempo de las contracciones, pero observé que también las enfermeras se ocupaban de ello. (Tuvieron la atención de darme algo con que mantenerme ocupado.) De vez en cuando, entraba el médico para escuchar los latidos fetales y examinar el cuello uterino de la paciente. Calculaba que el alumbramiento podría tener lugar a las dos y media. Luego el parto cesó totalmente.
Cuando se reanudó, mi mujer comenzó a jadear y a frotarse el vientre como se le había enseñado, pero en sus ojos se reflejaba un dolor intenso, y se retorcía de pies a cabeza. Yo retenía su mano en la mía y contaba los segundos, aunque ello me parecía insensato. Mi esposa apenas murmuraba.
—No sé cuánto tiempo más podré resistir —dijo al fin.
El médico me hizo una seña y salí en pos de él.
—Las cosas no marchan del todo bien —me dijo—. Su esposa está colaborando, pero sin resultados. A veces las contracciones del útero no son lo bastante fuertes para expulsar a la criatura, y me parece que el niño es mayor de lo que esperábamos.
—¿Qué podemos hacer? —pregunté.
—Podemos facilitar el parto... Ciertas sustancias químicas hacen que el útero trabaje más intensamente. Aumentará el dolor, pero eso es algo que podemos dominar.
Regresamos a la sala de partos. Para entonces mi esposa sangraba mucho y estaba bañada en sudor.
—No puedo soportar más —me dijo con voz apagada—. Que me anestesien.
Llevaron un aparato para introducir alguna sustancia en las venas de la muñeca de la parturienta. Le aplicaron inyecciones. Su cuerpo se retorcía de dolor más que nunca, y yo comenzaba a sentirme un poco mareado. Vi el reloj. Eran las tres de la tarde. Mi esposa había estado sufriendo los dolores del parto durante más de 24 horas.
—Su esposa está inconsciente —me dijo el médico—. No creo que todavía tenga necesidad de su presencia. Espere afuera.
El final fue sencillo. A las cinco el médico salió y me dijo que tenía yo una hermosa hija que pesaba tres kilos y tres cuartos, y que mi esposa continuaba inconsciente, pero se hallaba perfectamente. Cinco horas después mi mujer, sentada en la cama, amamantaba a la niña por primera vez. Se hallaba todavía bajo los efectos de la anestesia pero sonreía a más y mejor.
PALABRAS DE COMPLACENCIA
Al día siguiente llegó el médico y habló con nosotros. Habíamos fracasado con el parto natural: había sido necesario recurrir a los medicamentos y al fórceps. En un verdadero estado natural, es muy probable que mi esposa hubiera muerto, junto con la criatura, después de haber estado retorciéndose de dolor durante otras 40 horas. Probablemente un médico menos hábil habría practicado una cesárea desde el principio o lesionado a la criatura con el fórceps. El mito de que los medicamentos impiden la lactancia pronto se desvaneció; al tercer día, mi esposa tenía leche en abundancia.
Muchos amigos nos preguntaban después qué pensábamos del parto natural. Hoy nos alegramos de haber pasado juntos esas largas horas de dolor anteriores al parto. Cuando las cosas marchan perfectamente bien, es posible que para una mujer joven, fuerte y tranquila, y un padre dueño de sí y desprovisto de neurosis, el momento del parto constituya un gran gozo. Sin embargo, cuando, misteriosamente, las cosas salen mal, los procedimientos modernos para atender al parto no pueden mirarse con desdén.
Nuestra niña vive gracias en gran medida a las fuerzas mismas de la Naturaleza, pero también gracias a la capacidad de un buen médico. En mi opinión, tanto los partidarios del parto natural como los partidarios del parto provocado artificialmente con medicamentos, están equivocados. Toda mujer encinta debe tomar el curso sobre parto natural y tolerar éste hasta donde le sea posible sin recurrir a medicamentos. Si el niño no llega fácilmente, no se puede menos que sentir gratitud por los muchos recursos médicos y los diversos analgésicos que se han logrado en los últimos cincuenta años. En la actualidad, muchos intelectuales del sexo masculino se mofan de los modernos procedimientos empleados en el parto, pero yo he podido comprobar que las mujeres, cualquiera que sea su nivel social, hablan de ellos con complacencia, cuando menos después de haber tenido su primer hijo.