Publicado en
febrero 02, 2014
Soy mucho más que una parte constitutiva de Juan. En realidad soy él mismo: el regulador de todos sus actos, sentimientos, pensamientos y emociones.
Por J. D. Ratcliff.
COMPARADAS conmigo, otras maravillas del universo se antojan insignificantes. Soy una masa fungiforme, o con aspecto de hongo, constituida por un tejido celular gris y blanco; mi peso es de 1.400 gramos; mi consistencia, gelatinosa. Ninguna computadora puede imitar mis innumerables funciones. El número de elementos que me integran asciende a cifras astronómicas: unos 30.000 millones de neuronas y una cantidad de cinco a diez veces mayor de células neuróglicas. Lo admirable es que todo esto cabe en la copa de un sombrero de talla normal. Soy el cerebro de Juan.*
Pero no soy simplemente una parte de él, sino Juan mismo: su personalidad, sus reacciones, su capacidad mental. Aunque él cree que oye con los oídos, que saborea con la lengua y palpa con los dedos, en realidad todas estas sensaciones ocurren en mi interior; sus oídos, lengua y dedos no hacen sino recoger la información necesaria. Yo le comunico cuándo está enfermo y cuándo tiene hambre; regulo su instinto sexual, sus estados de ánimo y, en fin, toda su vida.
Incluso mientras duerme Juan, recibo y transmito una cantidad de mensajes que supera la capacidad de todas las centrales telefónicas del mundo. Es pasmoso el cúmulo de datos que constantemente llegan a Juan desde el exterior. ¿Cómo logro desempeñar este trabajo? Sencillamente selecciono lo que considero importante y Juan pasa por alto el resto. Si escucha un disco fonográfico y al mismo tiempo pretende leer, se concentrará en el disco o en el libro, mas no en ambos a la vez. Si se engolfa en la lectura de una novela especialmente interesante mientras suena el disco, no debe extrañarle que no recuerde haber escuchado su melodía predilecta.
Claro está que, si sucede algo capaz de ponerlo a él en peligro, entro en acción instantáneamente. Por ejemplo: cuando Juan resbala, lo dirijo para que recupere el equilibrio y envío un mensaje a los brazos para amortiguar la caída. Sí a pesar de esto cae por tierra, le comunico en el acto en dónde se ha lastimado. Y el acontecimiento queda almacenado en mi memoria para que, en lo futuro, Juan tenga más cuidado al andar por lugares resbaladizos.
Además de ocuparme de tales contingencias, tengo que cumplir otras muchas tareas "domésticas". Una de ellas consiste en vigilar la respiración. Dispongo de detectores que me informan cuando aumenta el bióxido de carbono en la sangre de Juan y, por tanto, necesita más oxígeno. Ajusto entonces la frecuencia de los movimientos respiratorios sincronizando al ritmo conveniente la contracción y el relajamiento de los músculos torácicos.
De esta y mil maneras más cuido de Juan como si fuera un recién nacido. A cambio de ello soy muy exigente, pues a pesar de que sólo constituyo el dos por ciento del peso corporal de Juan, necesito el veinte del oxígeno que usa y la quinta parte de la sangre que impele su corazón. Mi buen funcionamiento depende del aprovisionamiento constante de este vital fluido. Si disminuye temporalmente el suministro de sangre, Juan se desmayará. Y si se interrumpe unos cuantos minutos, tendré graves trastornos que acaso redunden en parálisis e incluso en la muerte. Exijo asimismo un abastecimiento continuo de mi principal alimento: la glucosa. Hasta en situaciones de hambre extrema, soy el primer órgano que recibe el alimento disponible, pues Juan perecería sin mí.
Soy en muchos aspectos como un vasto continente inexplorado del que sólo se conoce someramente el litoral. Pero los investigadores que tratan de dibujar mi mapa han logrado esclarecer ciertos detalles interesantísimos. Así, por ejemplo, a pesar de que se localiza en mí cada sensación de dolor, yo no siento ningún dolor en mi propia masa; ni siquiera cuando me hacen cortes. Esta propiedad permite a los cirujanos hacer operaciones encefálicas en pacientes perfectamente despiertos, circunstancia que aprovechan los investigadores para excitar eléctricamente determinadas zonas cerebrales y observar la respuesta a tales estímulos. Si alguna vez sometieran a Juan a una operación de este género, su asombro sería mayúsculo al comprobar todo lo que puede ocurrir. Un leve estímulo eléctrico en cierta zona mía le haría ver a su maestro de tercer año de primera enseñanza, que él ha olvidado por completo hace mucho tiempo. Si le estimularan otros puntos, acaso "oiría" el silbato de un tren o la canción de cuna que no pudo recordar unas horas antes. Soy en cierta medida un viejo desván donde se almacenan vivencias de toda la vida. Acaso Juan no esté consciente de todo lo que conserva su memoria, mas no por ello dejan de estar ahí los recuerdos.
Los cartógrafos del cerebro han logrado delinear al menos un esquema de las principales zonas cerebrales donde se localizan mis funciones: la vista en la parte posterior, el oído en las laterales. Quizá el descubrimiento reciente de mayor interés sea el del "centro del placer".
Si se enseña a una rata a oprimir un interruptor que envía una pequeñísima descarga eléctrica a su centro del placer, el animal lo oprimirá casi continuamente, y preferirá ese estímulo al alimento. Con el tiempo moriría de inanición, pero feliz probablemente. Si Juan sufriera de un grave estado de depresión anímica, quizá los neurólogos le implantarían diminutos electrodos en el cerebro, y así, mediante un estímulo adecuado con pequeñas descargas eléctricas, lo sacarían de la depresión y le inspirarían una delirante euforia.
Resido, por supuesto, en un recinto protegido como una fortaleza. El cráneo tiene de espesor medio centímetro en la bóveda y algo más en la base. Floto en un líquido que mé protege amortiguando los golpes. Existe una barrera entre la circulación general y la del cerebro que funciona como una esclusa para permitir el paso de ciertas sustancias e impedir el de otras. Este dispositivo fisiológico deja paso a la glucosa que necesito, pero no a las bacterias ni a las sustancias tóxicas. La mayoría de los analgésicos y anestésicos franquean la barrera con facilidad, pero por desgracia también la trasponen el alcohol y las drogas alucinógenas, productos que distorsionan mucho mis actividades normales, hasta el punto de poder "oír" a veces alguna imagen visual.
Permítanme hablar brevemente de mi estructura. Si se arranca un tepe o puñado de tierra con césped, se verán las raíces que se entrelazan unas con otras formando una tupida maraña. Así es mi textura, sólo que multiplicada millones de veces. Cada una de mis 30.000 millones de neuronas (nombre que se da a las células nerviosas) está conectada con otras. ¡Algunas tienen hasta 60.000 conexiones!
La neurona semeja una araña colgada de un hilo de su tela. El cuerpo de la araña sería el cuerpo celular; el filamento del que pende, la neurita o cilindroeje; y las patas del animal, las prolongaciones arboriformes o dendritas. Estas ramificaciones reciben una señal de las neuronas adyacentes y la transmiten al cuerpo celular, el cual, a su vez, la pasa al filamento del cilindroeje a velocidades hasta de 360 k.p.h. Después de pasar cada señal, el filamento tarda alrededor de una dos milésima de segundo en volver a cargarse químicamente. En ningún punto se tocan unas con otras mis neuronas; las señales saltan como la chispa entre los electrodos de una bujía de automóvil. A cada "chispazo", los nervios se comunican químicamente entre sí.
No obstante mí polifacética actividad, nunca aprendí, por desgracia, las maravillas de la reproducción. Las células cutáneas, las hepáticas y las sanguíneas son sustituidas por otras iguales a ellas cuando se lesionan o se pierden. En cambio, si yo pierdo una de mis células, jamás la recupero; a los 35 años de edad Juan perdía ya más de mil neuronas al día. Al envejecer, mi peso va disminuyendo gradualmente, y esta enorme pérdida de neuronas resultaría desastrosa si no dispusiera yo de considerables reservas. Pero puedo compensar la merma: si perecen mil de mis células, otras mil, antes ociosas, desempeñarán las funciones de las desaparecidas. Quizá él nunca se percate de tal pérdida, a menos que sea muy cuantiosa, ya que le disminuirá la capacidad olfativa, la percepción de los sabores y acaso pierda el oído. A medida que vayan pereciendo más neuronas, Juan notará que mengua su atención y cada vez le resultará más difícil recordar nombres, fechas y números telefónicos. Sin embargo, tendré a mi cuidado todas las funciones importantes de Juan hasta el final de su vida.
Juan sabe que tiene dos riñones, dos pulmones y dos cápsulas suprarrenales, pero no me concibe a mí como un órgano doble, aunque en realidad lo soy, en vista de que poseo dos hemisferios distintos: derecho e izquierdo. El izquierdo regula las actividades de la mitad derecha del cuerpo, y mi hemisferio derecho gobierna las de la mitad izquierda. En la mayoría de las personas el hemisferio cerebral izquierdo es el dominante, mientras que en los zurdos sucede lo contrario. Ciertos estudios recientes parecen indicar que mi hemisferio izquierdo regula las facultades de Juan para la expresión oral, escrita y matemática. Mi hemisferio derecho es fundamentalmente "mudo", pero puede hacer otras cosas, como juzgar las relaciones espaciales.
Mi propiedad más sobresaliente es, sin duda, mi sistema de solidaridad y reserva funcional. Guardo cada recuerdo en diversos sitios. Por consiguiente, ver un manzano u oír el murmullo de un riachuelo podrían suscitar en mí el mismo recuerdo de cierto paisaje. Por ello, si se destruyera una parte de mí, aún podría Juan desempeñarse bastante aceptablemente. Quizá se necesitaría mucho tiempo para que mi parte intacta tuviera funciones nuevas, pero frecuentemente puedo poner en marcha otras redes de conexiones nerviosas para suplir las que haya perdido. Juan volvería a hablar, sus miembros paralizados recobrarían el movimiento y cesaría su confusión mental.
Esta asombrosa adaptabilidad es una bendición, pues, a pesar del complejo sistema de defensa que poseo, estoy sujeto a muchos trastornos. Los tumores pueden tener en mí efectos catastróficos de muy diversa índole; por fortuna, cuando es posible extirparlos, se logra sin daño ninguno, y se suelen conseguir curaciones espectaculares.
La apoplejía es otro padecimiento grave que puede afectarme. Se forma un coágulo en uno de mis vasos capilares, o una de mis arteriolas se debilita y se rompe; así, el territorio de ese vaso queda sin riego sanguíneo y no tarda en morir. Los síntomas varían, desde pequeñas lagunas mentales hasta parálisis total y la muerte del individuo. En algunos casos es poco lo que se puede hacer para combatir la apoplejía. En otros hay posibilidad de rehabilitación. El éxito dependerá de la zona afectada y de su extensión mayor o menor.
Un tercer enemigo mío es la conmoción cerebral. A pesar del efecto amortiguador del líquido que me rodea y de la protección que me brinda la fortaleza ósea donde estoy encerrado, sufro a veces golpes, accidentes o caídas. Reacciono de muchas maneras diferentes. Puedo hincharme como un dedo contundido. Sólo que, como estoy constreñido en un recinto cerrado, limitado por una caja ósea, no tengo espacio para dilatarme. Hay entonces un aumento de la presión intracraneal que puede causar desde un desmayo hasta la muerte.
Pero, como hemos visto, mi poder de recuperación es extraordinario. Más aún: mis aptitudes distan mucho de haber llegado a su pleno desarrollo. Si parecen admirables mis logros actuales (el lenguaje, la memoria, el raciocinio y mis otras maravillas), acaso no sean nada comparadas con lo que nos depara el futuro. Mis recursos apenas se han aprovechado en una parte mínima. Mi potencial de perfeccionamiento funcional es enorme, Los seres humanos que vivan dentro de unos cuantos centenares de miles de años, acaso me considerarán, en mí estado actual, un órgano tan primitivo como les parece a los de hoy el cerebro del hombre de Neandertal.
*Juan es un hombre normal para su edad de 47 años. En números anteriores de SELECCIONES ya han hablado de sí mismos otros órganos de su cuerpo.