LA TÍA EULOGIA EN LAS VEGAS
Publicado en
febrero 23, 2014
Mi tía estaba pasando por un momento pésimo, pues Roberto se había alborotado con una crespa de pestañas de abanico. Por eso aceptó la invitación de la Domi para ir a la ciudad de los casinos.
Por Elizabeth Subercaseaux.
El viaje de mi tía Eulogia y la Domitila a Las Vegas fue histórico. No porque mi tía y la Domi perdieran hasta la pepa del alma, lo que efectivamente ocurrió, ni porque Brian haya tenido que ir a buscarlas en su camioneta, ya que terminaron apostando hasta el ticket del avión (lo que también ocurrió), sino porque fue en ese viaje donde conocieron a Rosalina, la brasileña que terminó instalada en la casa de mi tía Eulogia para siempre.
Una vez que el fantasma de la Uli desapareció, la Domitila respiró aliviada, pero había quedado tan exhausta con los líos que armó el espíritu de la vaca, que invitó a la tía Eulogia a pasar una semana en Las Vegas. Total, Iowa no quedaba tan lejos, podían tomar el avión en Iowa City y en menos de tres horas estarían en Nevada.
La tía Eulogia pasaba por un pésimo momento. Roberto se había encamotado con una crespa de ojos calipso y pestañas de abanico, que le tenía sorbidos los sesos. Ella y la flaca no sabían qué hacer. Temerosas de que esta vez Roberto tomara al toro por las astas, se separara de la tía Eulogia, abandonara a la flaca y se casara con la de ojos calipso, andaban por el mundo como pisando huevos.
En eso llegó el e-mail de la Domitila invitándola a Las Vegas. Lamentablemente, la flaca no podía dejar su trabajo. Se tuvo que quedar sufriendo. Pero mi tía Eulogia no tardó nada en comprar un pasaje de avión y estar sentada en la casa de la Domi en Iowa.
Una semana después, y luego de dejar todo arreglado en la casa y a la tía Molly a cargo de los trillizos, se fueron a la ciudad de los casinos.
Se alojaron en el Mirage, un hotel como una selva, con panteras de verdad y hasta un elefante en el jardín. Luego de recorrer la calle principal de arriba abajo acordaron que la combinación ideal era dormir en el Mirage, comer en el Mon Ami Gabi y jugar en las silenciosas y elegantes salas del Bellagio.
Las dos se levantaban a las 7 de la mañana, desayunaban en el Mirage y a las 8:30 estaban instaladas frente a las máquinas de videopóquer.
Uno de esos días, sentada cerca de ellas, estaba una preciosa mujer de color, con una cara de amargura tan espantosa y unos ojos tan hinchados de llorar, que mi tía Eulogia no se aguantó las ganas de preguntarle qué le pasaba.
—Acabo de perder a mi marido —dijo la mujer, entre sollozos.
—¿Lo perdió? Avísele a la policía —dijo mi tía Eulogia.
—No, es que lo perdí jugando —dijo la mujer— lo aposté.
—¿Apostó al marido? —preguntó la Domi, con los ojos abiertos como pepas.
—Sí —dijo la mujer y soltó un berrido.
—¿Pero por qué hizo eso tan raro? —preguntó mi tía Eulogia.
—Porque ya no tenía nada más que apostar. Lo había perdido todo. Hasta mi casa en Río de Janeiro —dijo la mujer, llorando de nuevo.
—¿Y con quién apostó? —preguntó mi tía Eulogia con curiosidad.
—Con esa sueca que está en esa mesa. ¿La ve? ¿Y ve al hombre que está a su lado? Bueno, ese es (era) mi marido —dijo la mujer, ahora llorando a mares.
—Esto lo arreglamos en un minuto —dijo la tía Eulogia, y levantándose de su asiento se dirigió al lugar donde estaban la sueca con el marido de la mujer.
—Disculpe, señora. ¿Usted apostó y ganó a este hombre?
—Ya —dijo la mujer.
—Tiene que devolverlo. No se puede apostar a un marido. Si no lo devuelve, voy a llamar al supervisor.
—El supervisor soy yo —dijo el hombre— y sí, mi mujer me apostó y me perdió. Y es perfectamente legítimo. En Las Vegas se puede jugar todo, hasta el alma, si se quiere, estamos en un país democrático y cualquiera puede perder lo que le dé la gana. Ella quiso perderme a mí y me perdió.
La tía Eulogia lo miraba incrédula.
—¿Y a usted no le importa que su mujer lo haya perdido?
Pero al tipo no le importaba un rábano, estaba feliz con la sueca, de hecho, él mismo instó a su mujer a que lo jugara. "Algo debo valer", le había dicho.
—Lo jugado, jugado está —dijo finalmente, y agarró a su sueca del brazo y ambos se perdieron entre la gente.
—Usted no me dijo que él era el supervisor de estas mesas —dijo la tía Eulogia cuando regresó adonde estaban la brasileña y la Domi.
Por toda respuesta, la brasileña se echó a llorar amargamente.
—¿Qué voy a hacer ahora? Estoy sola en el mundo. No tengo hijos. Soy huérfana de padre y de madre, y acabo de jugarme al marido. ¿Qué será de mí? ¿Qué hace una pobre mujer que se ha jugado al compañero de su vida y no tiene con qué apostar para recuperarlo?
De pronto, a mi tía Eulogia se le iluminó la cabeza.
—¿No le gustaría irse a Chile conmigo y trabajar en mi casa? Mire usted, la Domi, esta firulauta que está a mi lado, se casó con un granjero en Iowa y yo necesito a alguien que me ayude. ¿Por qué no viene conmigo a Sudamérica?
—Yo me iría, feliz me iría, pero ¿qué hago con mi vicio?
—¿Su vicio? ¿Cuál vicio?
—El del juego —dijo. la mujer—. No puedo vivir sin jugar. Me lo juego todo. Hasta el aire que respiro.
—Como ya lo ha perdido todo, no veo qué va a jugarse en mi casa —dijo mi tía Eulogia.
—Así es —intervino la Domi—. Váyase con la señora Eulogia, no se arrepentirá. La casa es muy agradable, el marido es muy perejiliento, pero una buena persona al fin y al cabo, y los niños son como todos los niños.
Acordaron que en tres días más, cuando el viaje de mi tía y la Domi llegara a su fin, Rosalina se iría con ellas a Iowa y luego a Chile. Lo que no previeron fue lo que iba a ocurrir entre ese momento y 3 días más tarde.
Como en Las Vegas no había nada, pero absolutamente nada que hacer, aparte de comer y jugar en los casinos, la tía Eulogia, la Domi y Rosalina tomaban un desayuno frugal y pasaban el resto del día en los casinos. Sepa Dios cómo fue que Rosalina ganara un tremendo pozo jugando a la ruleta en el Venecia, pero lo cierto es que la ganancia encendió la llama de su vicio y durante dos días no le vieron ni el polvo. Se internaba en las salas de juego de los apostadores fuertes y no regresaba hasta entrada la noche.
En un momento, la tía Eulogia y la Domitila estaban encantadas de la vida tomando una cerveza en el bar de Mirage, cuando se les acercó un japonés, seguido de un árabe.
—¿Señoras? Mi nombre es Abdalá y he venido a buscar mi ganancia —dijo el árabe, presentándose elegantemente.
—¿Su ganancia? —preguntó mi tía Eulogia sin entender.
—Sí, usted. La señorita de Brasil ha jugado conmigo al póquer, la ha apostado a usted y ha perdido —aclaró el árabe—. Vamos. Sígame, por favor. Iremos a mi cuarto, primero, y luego nos vamos en mi jet a Kuwait.
La tía Eulogia lo miraba con cara de espanto y le gritó:
—¡ Yo no soy propiedad de nadie! ¡Cómo se le ocurre que voy a irme a Kuwait con un desconocido! ¡Suelte! ¡No me tome del brazo! —chilló defendiéndose del árabe, que ya la estaba empujando por el pasillo.
—Yo venil buscal MI propiedad dijo el japonés tomando a la Domitila de la mano— señolita brasileña jugal póquel conmigo, apostal a usted y peldel. Venil conmigo. Nos vamos en mi jet a Tokio.
La Domitila se puso a llorar. Mi tía Eulogia sabía muy pocas cosas de los Estados Unidos, pero por suerte sabía que el número 911 era como el Espíritu Santo,estaba en todas partes y se aparecía a la menor llamada. Rápidamente, marcó el 911 en su celular y escasos minutos más tarde llegaron los bomberos, una ambulancia y la policía.
Luego de escuchar las explicaciones del caso, la policía se llevó preso al árabe, al japonés y a Rosalina por apostar seres humanos.
Rosalina partió a la cárcel de Las Vegas llorando a mares, y a mi tía Eulogia y a la Domi se les partió el corazón.
—No podemos dejar que se pudra en una cárcel en medio de este desierto —dijo la tía Eulogia, y entre las dos revisaron sus carteras y juntaron los últimos pesos que les quedaban para pagar la fianza. Como no tenían plata para pagar el hotel, apostaron los boletos de avión y los perdieron. En ese momento, desesperadas, llamaron a Brian a Iowa. Que por favor las fuera a buscar. No tenían cómo salir de Las Vegas, le dijeron.
Tres días más tarde, el santo de Brian llegó en su camioneta, pagó el hotel y las deudas, y subió a las tres mujeres para llevárselas de vuelta.
—¿No quieres saber quién es esta mujer? —le preguntó la Domitila, señalando a Rosalina.
Pero Brian, que a estas alturas ya estaba acostumbrado a las locuras de su mujer y su familia chilena, no quiso saber nada.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 30 DEL 2004