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febrero 16, 2014
Kingman fue el pintor de las manos, a través de ellas simbolizó los más variados y extremos sentimientos humanos.
Correspondiente a la edición de Enero de 1998
En los últimos años de vida, a Kingman se le veía cansado, las entrevistas ya no le gustaban y reconocía que con la edad su fuerza creadora había disminuido... Hasta el día final conservó la lucidez y la esperanza.
El maestro Eduardo Kingman no pudo cumplir sus sueños de pintar hasta cumplir los 91 años, murió el 27 de noviembre de 1997, a los 84 años.
En una entrevista que realizó Rodrigo Villacís (Diners 143, abril de 1994), Kingman confesaba que aspiraba pintar "únicamente hasta los 91 años". Comenzó a dibujar a los cuatro años.
"Así como hay niños que nacen con malformaciones congénitas de carácter orgánico, yo nací con esta anomalía de pintar, que me impuso con el tiempo una forma de vivir...Y quizá también una forma de morir".
A la fecha de la entrevista, el maestro revelaba haber pintado unos setecientos u ochocientos óleos y haber hecho entre tres mil dibujos y acuarelas:
Para él, la pintura era más que expresarse a través de un lienzo. Era un rito. El mismo preparaba cada tela, "porque de lo contrario la siento extraña; creo que la preparación del soporte es parte de la naturaleza y de la obra. Primero le doy una mano de óxido de zinc y cola; después otra mano del mismo óxido, con aceite de linaza, y por fin un fondo grueso, a espátula de cualquier color".
Meticuloso con cada una de sus obras, cuando llegaba el momento de la creación, el maestro dibujaba a partir de numerosos bocetos, "...desconfío de la improvisación, y pinto de acuerdo con un plan muy minucioso; sólo con óleos, eso sí, porque detesto el acrílico; es una cosa muy artificial, muy fría, muy de laboratorio, no lo siento...".
Con el buen sentido del humor que le caracterizó siempre y contra el cual ni siquiera la larga enfermedad pudo, Kingman recordaba que en su juventud fue un bohemio, hasta que le llegó el amor y se casó a los 35 años con Bertha, quien logró apartarle "¡con qué trabajo, del trago", pero no del tabaco y del café, nunca instantáneo, sólo pasado, pues "si ya me enveneno con el cigarrillo no voy a envenenarme también con el café".
Inquieto y aventurero, en su juventud partió a California "tras de una gringa" -con ochenta mil sucres que había ganado por el mural que realizó para el ministerio de Agricultura (Av. Colombia y Briceño)- allí se quedó cuatro años y clasificó miles de fotos de arte latinoamericano para un museo de San Francisco.
"¡Qué vida esa! -recordaba el maestro- Además hice una exposición y vendí siete cuadros. Pero cuando regresé, en el 48, me nombraron director del Museo de Arte Colonial, y ahí me quedé veinte años, de burócrata estancado".
De una modestia inusual, Kingman se sentía muy ufano por el premio Gabriela Mistral que le confirió la OEA "...a pesar de que había otros candidatos", decía; también se mostraba sorprendido cuando se le comentaba que la Enciclopedia Monitor le había destinado un espacio importante.
Al maestro le disgustaban tres cosas: que le llamen octogenario, los achaques de salud y el haberse quedado casi sin amigos "porque han tenido la descortesía de irse muriendo uno a uno. Por eso ya no me gusta asistir a invitaciones; no tengo con quien hablar, no veo caras conocidas, y como ni siquiera me dejan tomar...".
Amante de la música y la lectura, el maestro prefería los tangos y las novelas policiales. La televisión la usaba sólo para ver las noticias; el diseño de esos aparatos le parecían tan feos que los disimulaba en su casa para que no desentonen con los tesoros de arte que contenía: cuadros de muchos pintores ecuatorianos y de algunos extranjeros, obras suyas, cosas con historia, inclusive un pequeño melodio...
La carpintería era otra de sus pasiones, pero la dejó de practicar un día que se le robaron todos los implementos de su taller.
Para sus obras nunca utilizó una modelo, trabajaba de memoria. Alguna vez iba a contratar a una argentina, "pero Bertha la sacó de un grito, diciendo que ninguna pilla va a entrar a su casa". En los últimos años de vida, a Kingmán se le veía cansado, las entrevistas ya no le gustaban y reconocía que con la edad la fuerza creadora había disminuido.
"Aunque las facultades mentales se mantengan bien, ya no es lo mismo; esa como emoción primaria va desapareciendo o por lo menos menguando", decía el artista, como quien se preparara para la muerte.
ULTIMOS PINCELAZOS
• Nació en Loja en 1913, pero vivió la mayor parte de su vida en Quito.
• Fue hijo de un médico norteamericano que trabajaba en las minas de Portovelo y de la lojana Rosa Riofrío.
• Era hermano del escritor y periodista Nicolás Kingman y tuvo dos hijos, Juan Sebastián y Soledad.
• Estudió en la Escuela de Bellas Artes con Víctor Mideros.
• Fue descrito como "el pintor de las manos", a través de las cuales simbolizó la angustia, la ternura, la piedad, la ira, la impotencia, la injusticia...
• Su gran producción fue exhibida en innumerables exposiciones en galerías nacionales e internacionales.
• Entre los murales que pintó destacan el del Pabellón Ecuatoriano en la Feria Mundial, en Nueva York, junto con Camilo Egas y Bolívar Mena Franco, y el del Templo de la Patria, en las faldas del Pichincha.
• Durante su vida obtuvo muchos premios: el premio Gabriela Mistral, otorgado por la Organización de Estados Americanos; el premio Eugenio Espejo a las artes plásticas, en 1983, y el premio Mariano Aguilera, en 1936 el primero y en 1959.
• Sus restos reposan en el cementerio Jardines de Valle.