Publicado en
enero 12, 2014
Rápido e increíblemente poderoso, este corpulento perro de campo era tan manso como inteligente. Fue un caso de amor a primera vista.
Por Carl Buchanan.
CUANDO mi padre lo llevó a casa una fría noche típica de Alberta (provincia canadiense), en 1932, era sólo un cachorro torpe, desmañado y de huesos grandes. Cuando lo dejamos salir de la jaula de cartón armada en la parte delantera de nuestro trineo, perdió el equilibrio y se cayó formando un bulto de lana desigual; dio varias vueltas y procedió a investigar a cada niño que veía dentro del pálido círculo de luz de nuestra linterna. Se decidió de prisa, regalándonos amantes babas de su lengua ancha como una suela de zapatos. Fue un caso de amor a primera vista, y Blackie iba a ser nuestro fiel amigo a lo largo de los quince años que siguieron.
No estoy seguro de su raza, pero era la viva imagen de un lobo norteamericano. Tenía la cabeza ancha y abultada, el pescuezo y las paletillas vigorosos, las patas un poco más cortas que las de un lobo y la cola larga y tupida. Su pelaje era negro, con excepción de algunas manchas blancas en el pecho y debajo del mentón, y tenía un par de mandíbulas tan fuertes como una trampa para osos.
Blackie amaba en especial a los niños y desde el principio se nombró custodio nuestro. En los lugares donde solíamos nadar, se echaba en la ribera, en un estado de gran ansiedad, ladrando sus temores. Si alguno de nosotros chapaleaba y gritaba un poco, venía de prisa al rescate, tomaba a la supuesta víctima por un brazo y la arrastraba a tierra firme.
Durante los días de la Depresión, mi padre mataba los animales en casa, luego transportaba la carne hasta el pueblo, donde la vendía casa por casa. Entre él y Blackie existía un mutuo acuerdo, el animal recibía la cabeza más otros trozos elegidos; al instante que se cortaba la cabeza, el perro la tomaba y se dirigía al bosque, que estaba cerca, donde con mucho cuidado la escondía. Cuando papá terminaba su faena, el animal también había guardado su ración y estaba listo para su trabajo de guardián. Se echaba bajo el esqueleto que colgaba, y que el cielo protegiera a cualquier perro vagabundo o gato que se acercara a olfatear.
Blackie debe de haber viajado miles de kilómetros detrás de la camioneta o del trineo de mi padre, y después siguiendo los míos, en el trayecto de 50 kilómetros de ida y vuelta al pueblo más cercano; sin embargo, no parecía cansarse. Todo lo que pretendía era una caricia en la cabeza, una palabra de aliento y un poco de comida.
Cualquiera que haya vivido en una granja estará de acuerdo en que un buen perro es una ventaja incomparable. El nuestro era todo eso y mostraba un extraño grado de inteligencia, igual que la criatura salvaje a quien tanto se parecía, Blackie se pasaba horas vagando por los desfiladeros cubiertos de zarzas y las sierras arboladas cercanas a nuestro hogar.
Así fue como un día de mediados de invierno, mientras perseguía conejos, se metió en problemas. Un trampero taló un brote de pino hasta el suelo y colocó una trampa para coyotes alrededor del tronco. Blackie no luchó contra el cable de acero que enlazaba su cuello; en su lugar, asió el árbol por su extremo y, aunque parezca increíble, lo arrastró sobre la nieve espesa y regresó a casa, tratando de no apretar más el lazo mortal para no cortar su respiración; fue tirando de su pesada carga hasta la casa y ladró fuerte pidiendo ayuda.
Blackie tuvo otra penosa experiencia de la cual nunca se repuso totalmente. Un día de invierno estaba cazando en una selva cerrada de maleza a unos tres kilómetros de la casa cuando pisó una poderosa trampa para lobos, que tenía un gran atado de leña como lastre. Las mortales fauces se cerraron, aprisionando sobre su pata derecha, y el corpulento animal se enfrentó a la peor experiencia de su vida.
El animal no forcejeó. Tomando la cadena de la trampa con el hocico, levantó el bloque de leña por encima de la espesa nieve y, con la pesada trampa colgando de su pata delantera, se dirigió a la orilla de un lago cercano, cruzando la densa maleza. Desde allí, un largo sendero de más de 1.600 metros subía a través de varias pendientes escarpadas, y cruzaba el camino que llevaba a nuestro hogar. Arrastró su pesada carga, despacio y dolorosamente, parando a cada rato para echarse y descansar.
Por supuesto, el perro no lo sabía, pero la salvación estaba en camino, ya que el trampero había escogido ese día para inspeccionar sus artefactos. Al notar que faltaba una trampa y ver las enormes huellas, estuvo seguro de haber apresado un lobo; pero le extrañaba no encontrar marcas de arrastre, que tendrían que estar bien visibles en la nieve; en cambio, había hendiduras en el suelo dejadas por la madera que sostenía la trampa.
Pronto comenzó a ver gotitas de sangre. El trampero caminó de prisa con el arma lista y al llegar a la última loma encontró a su presa echada en la nieve a escasos metros de distancia.
Durante un momento largo y tenso, los dos se observaron mutuamente. Luego Blackie se decidió a actuar: ladró y gimió moviendo la cola peluda con toda la amistad que era capaz de expresar. Apoyando el rifle contra un árbol, el trampero se acercó poco a poco al enorme perro, le acarició la cabeza y sacó la nieve a puntapiés hasta poder asentar la trampa en tierra firme. Luego, se hincó, apoyando una rodilla en cada resorte; abrió las poderosas fauces y con cuidado libró la pata herida de Blackie. Mientras tanto, el gran perro le lamía la cara profusamente con su lengua cubierta de sangre. Después de dar algunos ladridos de alivio y meciendo la cola, se alejó cojeando hacia la casa, mientras el pasmado trampero desandaba sus propios pasos.
Cuando volví del bosque, encontré a Blackie esperándome junto a la puerta de la cocina. Tenía el hocico y la lengua cortados y sangrantes, se le habían roto dos dientes, y gemía lastimosamente mientras levantaba su pata herida para que se la examinara.
Después de lavarle la costra de nieve ensangrentada, le puse un ungüento y envolví su pata con una venda limpia. Yo no podía hacer nada por sus dientes rotos o por su lengua desgarrada, pero a su debido tiempo, la naturaleza se haría cargo. Luego que comió una buena ración de leche tibia con pan se dejó caer al lado de la vieja estufa de la cocina, dando un suspiro. Pasaron muchos días antes de que el corpulento perro fuera capaz de moverse sin dificultad.
Cuando mis padres partieron y me hice cargo de la heredad, Blackie tenía ocho años. Uno después contraje matrimonio y, a medida que pasó el tiempo, Blackie tuvo una nueva generación de chiquillos a quien cuidar y con quien corretear. Mi madre nunca permitió que el perro entrara en la casa, pero ahora las reglas eran menos estrictas. Al animal le gustaban los niños como siempre y era muy común verlo despatarrado en el suelo, mientras un pequeño trataba de abrirle el enorme hocico para examinar sus largos colmillos; otro se le sentaba en la cabeza y un tercero se acostaba sobre su panza. Aguantaba este maltrato con una paciencia increíble hasta que, cuando ya no soportaba más tanto cariño, se deshacía de sus verdugos y trotaba afuera hasta encontrar un lugar a la sombra para descansar y soñar en paz.
A medida que Blackie envejecía, comenzó a hacerse más lento y más rígido y la pata que se había lesionado con la trampa para coyotes le molestaba en el invierno. Ya no lo oíamos ladrar con excitación mientras cazaba conejos en la profundidad del cañón. Prefería quedarse echado en su cama de paja y soñar, supongo con los tiempos cuando era joven y fuerte.
La época invernal de 1947 resultó una de las peores que recuerde. Las tormentas se sucedieron y los caminos se volvieron intransitables. La temperatura descendió hasta 30° C. bajo cero, y allí se mantuvo durante varias semanas.
Ese invierno fue una época de prueba para mi pequeña familia. Mi esposa se vio forzada a internarse en el hospital de Edmonton, distante 120 kilómetros, donde permaneció durante siete interminables semanas. Después que la dieron de alta, tuve que internarme para someterme a una intervención quirúrgica que hacía tiempo necesitaba, dejando a nuestros hijos con sus abuelos y el ganado al cuidado de un muchacho vecino. En cuanto me dieron de alta, regresé a casa.
El cambio del cálido ambiente del hospital al paralizante frío de 40° C. bajo cero fue indescriptible. No estaba en condiciones de caminar el último trecho detrás del trineo como lo hacía habitualmente; en cambio me senté, abrigado con sacos y mantas, en la oscuridad de la noche, esperando que el trineo no se diera vuelta en cada enorme curva que salvaba. Cuando el joven peón salió a ayudarme le pregunté:
—¿Dónde está Blackie? —porque me extrañó que el viejo animal no hubiera salido a darme la bienvenida.
—Está echado en la pila de paja, a la vuelta de la esquina.
Con un triste presentimiento me acerqué hasta donde se hallaba acurrucado el perro, inmóvil como muerto y en seguida supe que el final se aproximaba. Corrí al establo para buscar una frazada de caballo, que doblé y coloqué al lado del perro, cuando lo alcé me impresionó pues no era más que un triste atado de piel y huesos. Lo llevé al granero y lo puse con cariño en una cama de paja.
Demasiado enfermo para levantar la cabeza cuando lo llamaba, se quejaba suavemente. Mientras mi mano se deslizaba por su hocico, una lengua fría como el hielo se adelantó con debilidad y me lamió la mano. Luego un escalofrío sacudió su esqueleto, suspiró y se quedó quieto. Mientras caminaba sin prisa hacia la casa, supe que había perdido un amigo como pocos tienen el privilegio de conocer.
ILUSTRACION: DICK MARVIN