SECUESTRO AÉREO EN BRISBANE
Publicado en
enero 19, 2014
El hombre armado ordenaba a los pilotos que elevaran el avión, pero no había suficiente combustible para ir a otra parte que no fuera hacia abajo.
Por Roy Eccleston y Stepehn Johnson.
EL DC-9 de la línea aérea Trans-Australia (TAA, por sus siglas en inglés) ya tenía despejado el camino para aterrizar en el Aeropuerto de Brisbane; un individuo irrumpió a través de la puerta de la cabina de pilotos. De abajo de una abultada chaqueta sacó una escopeta corta y apuntó con esta al piloto. "Eleve el avión a una altura de 6.000 metros", exigió el hombre armado.
Eran las 8:50 de la noche del viernes 8 de junio de 1979. Cuarenta y un pasajeros y una tripulación de seis miembros se encontraban a bordo del vuelo 552 de TAA, conocido con la clave Tango Juliet Juliet. En los controles de la cabina de pilotos, a medía luz, se encontraba el primer oficial, John Pyman, veterano con 14 años de antigüedad en la TAA. A la izquierda de Pyman estaba sentado Grahame Mackelmann, un capitán que tenía 23 años en la aerolínea.
Al momento que el hombre armado ordenó de manera terminante elevar el avión, el capitán Mackelmann giró en su asiento y dijo bruscamente: "No tenemos suficiente combustible para hacerlo". No mentía. La aeronave, que había iniciado su viaje en Melbourne, tenía una reserva de combustible para 15 minutos, o sea, el límite requerido por el Departamento de Transporte. Siguiendo las instrucciones del secuestrador, Mackelmann tomó el micrófono de intercomunicación y anunció: "Damas y caballeros, por favor permanezcan en sus asientos".
En la cabina de pasajeros unas cuantas personas intercambiaron miradas de desconcierto, pero no había alarma. Como una medida preventiva, la azafata Marlene Chadwick, cambió a Jamie Van Herk, de ocho años de edad, y a su hermana Tina, de seis, quienes viajaban solos, de la parte delantera a los asientos de atrás.
En la cabina de pilotos, el secuestrador Phillip Sillery, de 36 años, apuntó su arma primero a la cabeza de Pyman y después a la de Mackelmann, exigiendo nuevamente que elevaran el avión, pero el primer oficial Pyman continuó el descenso hacia Brisbane.
—Si nos elevamos —respondió el capitán—, el avión se quedará sin combustible y nos estrellaremos. No queremos matar a nadie.
—No me importa —replicó Sillery—, llevaremos el avión a la bahía de Moreton.
El capitán Mackelmann se dio cuenta de que se enfrentaban a una misión suicida. Recordó a su padre cuando le decía, algunos años atrás, lo contento que estaba de que dejara la Fuerza Aérea y se incorporara a la TAA. "Por lo menos ahí no tendrás el peligro de un tonto disparándote", le había dicho. Ahora se encontraba en una situación aún más peligrosa.
Los dos pilotos, sin saber qué era lo que realmente quería el individuo armado, decidieron que lo mejor que podían hacer era seguir dándole vueltas al asunto y así distraerlo. Mientras más se acercaran al suelo, más cerca estarían de la solución del problema. Además, simplemente no había suficiente combustible para ir a alguna otra parte que no fuera hacia abajo.
Sillery, con poco conocimiento del manejo de la aeronave, no se percató de que Pyman ya había activado un sistema secreto de alarma, avisando a la torre de control de Brisbane que el Tango Juliet Juliet había sido secuestrado. Por lo pronto, el humor del asaltante ya era explosivo. Cuando Pyman apagó la luz del indicador de altura, Sillery golpeó con el arma el brazo izquierdo del oficial. El aeropirata ordenó a Pyman que pusiera las manos sobre el tablero de instrumentos. Con las manos de este fuera de los controles, el avión iba sin piloto. Mackelmann, haciendo caso omiso del arma que apuntaba a su cabeza, tomó los controles y gritó:
—¡Debo dirigir el avión! —al tiempo que niveló la nave, hizo una hábil maniobra, por lo que la puerta de la cabina se abrió.
—Cierre la puerta —vociferó Sillery—, no quiero asustar a los niños.
Los pilotos se dieron cuenta de cuál era su punto débil, y de inmediato lo utilizaron.
—¿Asustar a los niños? —le preguntó Pyman—. Usted hará algo más que asustarlos, los matará.
—¿Tiene usted familia? —lo interrogó Mackelmann.
—Sí, esposa y dos hijos; ellos tienen algo que ver con todo esto —repuso Sillery.
Una semana antes la mujer había desaparecido, llevándose a los niños, pues ya era intolerable para ella el exceso con que su marido bebía. Ahora, él había decidido obligar al mundo a escuchar su queja.
Manteniendo la aeronave volando lentamente en círculo, Mackelmann propuso un trato. Si Sillery le permitía aterrizar y dejaba en libertad a los pasajeros, Mackelmann abastecería el avión de combustible y lo llevaría a cualquier parte donde deseara ir. Los pilotos presentaban su sugerencia en tono suave, mientras el Tango Juliet Juliet completaba tres vueltas. Pyman hablaba acerca de los niños que estaban a bordo. Mackelmann repetía que el avión debía aterrizar. Pero Sillery insistía en que se elevaran a 6.000 metros.
Mackelmann bajó los alerones y el tren de aterrizaje y apuntó la nariz del avión hacia la pista. A 1.500 metros del suelo, Sillery dirigió con fuerza el cañón de su arma al cráneo del capitán, golpeándolo rítmicamente, con intervalos de pocos segundos.
Pero Mackelmann había tomado su decisión. Si elevaba el avión se quedarían sin combustible en pocos minutos. Y un disparo en la base del cráneo significaba una sola bala. Si Sillery jalaba el gatillo, sin duda él moriría, pero el arma estaría vacía. Pyman podría, hacerse cargo de los controles y quizá completara el aterrizaje.
A 70 metros del suelo, Sillery retiró el cañón de su arma del cráneo del capitán y lo apuntó hacia la sien derecha de este.
—¡No aterrice! —gritó-, ¡No aterrice!
—¡Tengo que hacerlo! —insistió Mackelmann, tratando de concentrarse en el descenso más inquietante de su vida.
Lo estoy derrotando, pensó el capitán. Sillery permaneció en silencio, y el Tango Juliet Juliet hizo un aterrizaje casi perfecto. Conforme el avión se deslizaba a través de la oscuridad del final de la pista, Pyman encendió las luces de la cabina y una vez más la puerta de la cabina se abrió.
—¡Apague las luces! —gritó Sillery.
Los dos pilotos ignoraron la orden. Insistieron en que no harían nada hasta que los pasajeros fueran dejados en libertad.
Furioso, Sillery llamó a las cuatro azafatas y las obligó a sentarse en la cocina del avión, cerca de la cabina de pilotos. Luego, les ordenó a estos que permanecieran con los cinturones de seguridad abrochados. Enterados de lo crítico de la situación, los pasajeros permanecieron en sus asientos, pálidos y a la expectativa.
En tierra se encontraba el enviado del comisario de policía de Queensland, Vern MacDonald, y 60 policías estatales y de la Comunidad de Naciones. Se hallaban apostados en semicírculo en la oscuridad, alrededor del Tango Juliet Juliet. Si el secuestrador hubiera hecho un solo disparo, MacDonald habría ordenado a sus hombres abordar la nave de inmediato. Pero por el momento, él y sus oficiales, así como los pasajeros rehenes, eran espectadores inermes.
Dentro del avión, el comportamiento de Sillery era cada vez más irregular. Insultaba al capitán y a las azafatas, cuando notó que la pequeña Tina Van Herk lloraba. Con el arma en la mano, el asaltante se dirigió a la pequeña y le dijo que sentía mucho haberla asustado. Entonces reanudó sus gritos e injurias a la tripulación. "¡Si alguien se mueve le vuelo la cabeza!", gritó.
Las luces brillantes en la aeronave lo molestaron. Les gritó a los pilotos que las apagaran.,"No", contestaron. "Hasta que los pasajeros sean liberados".
Finalmente, Sillery se calmó. Siete minutos después de que el Tango Juliet Juliet había aterrizado, le dijo a la azafata Irene Saint John que permitiera descender a los pasajeros. Ella abrió la puerta de atrás de la cabina. Los pasajeros salieron en fila calladamente. Uno de ellos dijo a la aeromoza: "Eres una chica muy valiente".
Ella no se sentía así en ese momento, pero tenía que serlo. ¿Qué le haría el secuestrador al resto de la tripulación? Cuando los pasajeros estuvieron a salvo en la pista de aterrizaje, la muchacha caminó lentamente hacía la cabina de pilotos. Ellos continuaban manipulando los problemas del asaltante, forzándolo a tomar decisiones.
—¿Qué es lo que usted quiere? —preguntó Mackelmann calmadamente—. ¿Qué puedo hacer?
El secuestrador dijo que quería hablar con Mike Willesee, conductor de un programa de televisión sobre temas de actualidad. Mackelmann se comunicó por radio para que se pusieran en contacto con Willesee.
Luego, el hombre armado ordenó a la azafata Colleen Johnston que le llevara una cerveza. Irónicamente, después de haber secuestrado una aeronave de 4,5 millones de dólares, casi le entrega su arma a ella al intentar pagar su bebida.
En seguida, dijo a Mackelmann que pidiera un tanque de combustible para reabastecer el avión. Pero, cuando el carro tanque estuvo a la vista, Sillery fue presa del pánico, tomó su arma y la presionó contra la garganta de la azafata Marlene Chadwick. "¡Esa es la policía!", gritó. "¡Váyanse ahora o le volaré la cabeza a la chica!"
El capitán encendió uno de los motores y dirigió la aeronave hacia el carro tanque que se aproximaba. Entendiendo el mensaje, el conductor viró y se internó en la oscuridad.
Mackelmann detuvo la aeronave y apagó el motor. "Mire", le explicó al hombre armado, "nosotros queremos ayudarlo". Si Sillery le proporcionaba la dirección de su esposa e hijos, el capitán se comunicaría por radio, solicitando que fueran buscados.
El secuestrador, evidentemente cansado, estuvo de acuerdo. Se dirigió a la cabina de pasajeros y se sentó. Irene Saint John miró fijamente a través de la ventanilla.
—¿Está usted cansada? —preguntó el asaltante—. ¿Desea irse a casa?
La chica movió la cabeza en señal afirmativa, y el secuestrador le indicó que caminara hacia la parte trasera del avión.
De pronto, Esme Qazim, otra de las azafatas, dijo en tono más de enojo que de miedo:
—Todas estamos cansadas. ¿No podemos ir todas a casa?
—No —replicó Sillery, ordenándole a Qazim que anduviera a gatas por el pasillo y dejara ir a Irene.
Qazim no entendió las instrucciones, se incorporó y continuó caminando. Con el arma en su mano derecha, el secuestrador agarró con fuerza la mano izquierda de la muchacha, con el propósito de detenerla. En una explosión de cansancio y cólera, ella dio un manotazo en la mano de Sillery. El arma cayó al suelo. Los dos se abalanzaron sobre el arma, pero la chica la empujó fuera del alcance del hombre. Pidiendo ayuda a gritos, las demás azafatas se arrojaron sobre él.
Al escuchar la conmoción, los dos pilotos desabrocharon rápidamente sus cinturones de seguridad y se unieron al ataque. Pyman brincó sobre la masa de cuerpos que forcejeaban y Mackelmann se paró sobre la mano de Sillery, quien hacía esfuerzos desesperados por recuperar su arma, la cual se encontraba a menos de medio metro.
Arrojándose sobre la escopeta, el capitán la tomó y la lanzó a través de la puerta. Corrió de regreso a la cabina de pilotos. "¡Vengan rápidamente!", gritó por la radio. "¡Lo tenemos!"
Cuando la policía y los oficiales de seguridad aérea subieron a bordo, la tripulación tenía al hombre inmóvil y esposado. Después de dos horas de lucha de ingenios, la defensa que habían hecho de los pasajeros y del avión, había sido completada triunfalmente.
El 9 de enero de 1980, Phillip Sillery fue sentenciado a cadena perpetua. En 1981, mediante una apelación exitosa, le fue reducida la sentencia a diez años de prisión. El capitán Grahame Mackelmann y la azafata Esme Qazim fueron condecorados con la Estrella del Valor, uno de los más altos honores otorgados en Australia al valor civil. Además, la Asociación de Pasajeros de Aerolíneas otorgó un premio especial a toda la tripulación del Tango Juliet Juliet, por su destacada actuación a favor de los pasajeros del avión secuestrado.