Publicado en
enero 12, 2014
Convencida de que había sido un apéndice de Roberto, mi tía Eulogia decidió que quería libertad, un espacio... y se fue de la casa.
Por Elizabeth Subercaseaux.
No es posible ir por la vida enamorándose de la flaca de la esquina, arrancándose a Brasil con la rubia de la tintorería, llegando a la casa tarde en la noche, con el aroma del perfume de otra mujer... y quedar impune. Durante su matrimonio con la tía Eulogia, Roberto estiró y estiró el elástico hasta que se rompió.
Una mañana, mi tía Eulogia despertó con la sensación de que ese día quedaría guardado para siempre en algún rincón de su memoria. La noche anterior había decidido hablar con Roberto y explicarle las razones por las cuales ella se iba a separar.
—¿Tienes un momento para conversar conmigo?
—Es que estoy atrasado y no quiero llegar tarde a la oficina —dijo Roberto, anudándose a toda carrera la corbata.
—Lo que quiero decirte es muy importante.
—A las siete de la mañana nada es tan importante —respondió él, dándole un beso apurado, frío y sin gusto a nada en la frente.
—¿Ni siquiera que tu mujer te diga que se va de la casa?
Quién sabe qué creyó Roberto, pero se quedó mirándola como si hubiera visto a un aparecido.
—¿Qué dijiste?
—Siéntate y hablemos —dijo ella, serenamente, sin perder la compostura, como si le estuviera pidiendo que se sentara para coserle un botón.
Dos horas más tarde, Roberto salió de su casa con la mente llena de nubes. Se fue a la oficina de uno de sus mejores amigos, y le contó lo que pasaba. Eulogia quería separarse. En el curso de una larga conversación le había mencionado cosas rarísimas; le habló de libertad, de que necesitaba un espacio, dijo que ya había cumplido 40 años y...
—Sí —le explicaba Eulogia en ese mismo momento a su hermana Filomena— cumplí 40 años y mírame, ¿quién soy? Un apéndice de Roberto. ¿Qué he hecho con mi vida aparte de querer matar a la flaca de la esquina o a esa crespa de la oficina con quien anda Roberto ahora? ¡Nada! ¿Una carrera? No tengo una carrera. ¿Medios propios para mantenerme? Tampoco.
—¿Y entonces qué vas a hacer?
—Son muchas las mujeres que se han separado de sus maridos y han tenido que luchar solas. Yo también seré capaz de hacerlo.
—¡Pero si no sabes ni freír un huevo!
—Aprenderé.
—¿A estas alturas? ¿No será mejor que te resignes a tu suerte y te quedes con Roberto? Mal que mal ha sido tu marido por más de 20 años, el padre de tus hijos...
Pero la tía Eulogia había tomado su decisión. No era tan cierto que apenas supiera freír un huevo, en el curso de su matrimonio con Roberto tuvo diversos oficios, pasó por la universidad, incluso, pero nunca tomó nada demasiado en serio. La casa, el cuidado de los niños, la flaca de la esquina, la vida de la Domitila... ocuparon siempre los primeros lugares en su lista de prioridades. Pero ahora había llegado su turno. Quería demostrar que era capaz de vivir sola, de mantenerse, de tener éxito en cualquier cosa que emprendiera. No quería seguir dependiendo de Roberto, de sus amores, de su mal genio. Lo quería mucho y eso no iba a cambiar, pero no deseaba seguir siendo una mujer pegada al marido, a la espera de que se aburriera de enamorar a cualquier cosa con faldas que pasara por su lado.
Los hombres nunca piensan que puede llegar el día en que su mujer los deje. Para ellos, la vieja está hecha para soportar, no para irse de la casa. Y todavía quedan algunos, como Roberto, que esperan que la esposa los soporte hasta el final. Lo cierto es que nunca hubiera imaginado que la tía Eulogia se iría de su lado.
—Te apuesto a que vuelve en un mes —dijo la flaca de la esquina.
Estaba completamente equivocada.
La tía Eulogia hizo sus maletas un martes por la mañana. Salió de su casa con sus únicas pertenencias: una maleta con algo de ropa, su maletín con los cosméticos más nuevos y las obras completas de Marguerite Yourcenar. Miró hacia atrás y vio su casa regia, el auto de Roberto estacionado frente al garaje, el jardín muy bien cuidado y en ese momento tuvo clara conciencia de la magnitud de su desastre: había vivido los últimos 20 años dependiendo de un hombre para todo, hasta para comprarse los calzones, y a los 40 años enfrentaba el mundo con una maleta, su libro de cabecera y sus cosméticos. El panorama distaba mucho de ser alentador... "Pero mi libertad no tiene precio", se dijo, y echó a andar calle abajo.
Las primeras semanas no fueron fáciles. Primero se fue a la casa de su madre y en cuanto encontró un departamento de un cuarto, se mudó. Sus hijos hacían fila en la puerta para convencerla.
—Vuelve, mamá. No puedes hacerle esto a mi papá. ¿Qué vas a hacer sola en el mundo? La familia unida jamás será vencida —le decían.
Pero ninguno de ellos logró convencerla.
Una noche, el propio Roberto llegó a rogarle que volviera.
—¿Y aquí vas a vivir, Eulo? Te va a dar claustrofobia. Este lugar es diminuto —paseó la vista por el pequeño estudio y casi no pudo creer que la tía Eulogia pudiera sentirse cómoda en aquel espacio tan reducido.
—La claustrofobia no tiene nada que ver con el espacio, sino con la calidad del aire que se respira —filosofó mi tía.
Hablaron. Hablaron mucho rato, algo totalmente nuevo en su relación, porque nunca antes había logrado mi tía sentar a Roberto 10 minutos seguidos para conversar sobre lo que les pasaba a ellos dos. Sin embargo, ahora tenía la sensación de que si bien podían seguir siendo buenos amigos, era tarde para encender el amor.
—No quieres seguir casada conmigo —le dijo Roberto con una mirada de desconcierto.
—La verdad es que no —le dijo mi tía y luego le explicó que ella necesitaba demostrarse a sí misma que era una persona independiente del marido. Después, tal vez...
—¿Después de qué? ¿De que te enamores de otro y de otro y de otro, porque eso es lo único que saben hacer las mujeres separadas? —dijo Roberto con la voz aflautada, porque ante el espanto de enfrentar la vida sin su mujer se le había adelgazado la voz.
—Después que me vaya bien en lo mío —señaló mi tía.
Y eso fue todo. Roberto salió de allí 10 años más viejo, más desconcertado y deprimido. Anduvo un rato deambulando por las calles tratando de poner sus pensamientos en orden y luego se fue a la casa de la flaca de la esquina. Ahí le cayó otro balde de agua fría en la cabeza. La flaca le dijo que a ella le encantaba ser su amante, pero no quería cargar con un marido amargado al que su señora había abandonado por su libertad. Eso, le dijo, solo les pasaba a los tontos. Todas las viejas se iban porque tenían otro, porque se habían enamorado o porque querían enamorarse, pero ¿para encontrar un espacio propio?
—Hay que ser muy poca cosa para que te dejen por unos metros —lo insultó sin misericordia—. Y yo no estoy para ser el pañuelo de nadie más que de mí misma.
—¿Qué les pasa a las mujeres de estos días? —le preguntó Roberto a su terapeuta esa misma tarde.
Y el hombre, a quien su mujer había abandonado porque decidió que quería ingresar a un convento, pues Dios le parecía un marido mucho más amoroso y amable que él, le dijo que llevaba años tratando de entenderlas.
De la consulta del terapeuta se fue a su casa. Al entrar le cayó encima un silencio pesado. Subió al dormitorio que durante años había ocupado con Eulogia y al ver el clóset vacío, sintió unas lágrimas tibias. A los 10 minutos, entró la Domitila con una maleta.
—Vengo a despedirme, don Rober —le dijo la Domi.
—¿A despedirte? ¿Adónde te vas?
—Adonde se vaya la señora Eulogia.
—Eulogia quiere su independencia, de mí, de los hijos, de ti, hasta de la gata —dijo Roberto, rabioso.
—Entonces me voy a mi casa, mal que mal tengo a mi marido y a mis hijos, pero sin la señora Eulogia, aquí no tengo nada que hacer —le dijo con firmeza.
—¿Y yo? ¿Quién va a estar en casa cuando llegue?
—¡Pero si ha pasado más de 20 años llegando a medianoche! ¿Ahora que ella no está quiere llegar temprano?
Y fue entonces cuando Roberto se dio cuenta de las dimensiones de su precaria situación. La Domitila estaba en lo cierto. Si no había llegado a la casa nunca antes de las 12 de la noche, ¿por qué iba a hacerlo ahora? Tal vez las cosas no eran tan malas después de todo. Eulogia había ganado libertad y ¿por qué no él?
—Está bien. Vete. Yo me las arreglaré solo.
—Entonces, don Rober, me despido. Ha sido un placer trabajar con usted, que tenga una buena vida con la flaca, la rubia, la crespa o con quien sea. Hasta luego —y se fue llevándose su maleta con un poco de ropa y la mente llena de recuerdos de esas paredes en medio de las cuales había pasado gran parte de su vida.
Roberto estuvo un rato pensativo. De repente le dio hambre y bajó a la cocina. Abrió el refrigerador y lo vio medio vacío.
—¡Eulogia! ¿Qué hay de comer? —gritó movido por la costumbre y le llegó de regreso el silencio.
A esa misma hora, la tía Eulogia se encontraba comiendo una pizza frente al televisor usado que había conseguido por pocos pesos en un bazar. Vería su programa favorito, leería un rato, y a la cama. Al día siguiente, a primera hora, compraría los periódicos y se pondría a buscar trabajo. Así empezó su nueva vida.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JULIO 19 DEL 2005