EVA MITOCONDRIAL (Greg Egan)
Publicado en
enero 19, 2014
CON PERSPECTIVA, puedo precisar la fecha en que comenzó mi implicación en las Guerras de los Ancestros: el sábado 2 de junio de 2007. Esa fue la noche que Lena me arrastró a los Hijos de Eva para que me mito tipificaran. Habíamos salido a cenar y eran casi las doce, pero las oficinas de secuenciación estaban abiertas las veinticuatro horas del día.
— ¿No quieres saber qué lugar ocupas en la familia de la humanidad? —me preguntó, clavando sus ojos verdes en mí, risueña pero sería—. ¿No quieres saber qué sitio ocupas exactamente en el Gran Árbol?
La respuesta sincera hubiera sido: « ¿A quién en su sano juicio le podría importar?». Pero sólo nos conocíamos desde hacía unas cinco o seis semanas; todavía no me sentía lo bastante a gusto con la relación para ser tan directo.
—Es muy tarde —dije con tiento—. Y sabes que tengo que trabajar mañana.
Seguía luchando por sacar adelante las asignaturas del posdoctorado de física y me ganaba la vida dando clases particulares a los licenciados y haciendo todas las tareas insignificantes y tediosas que los académicos numerarios solicitan de sus esclavos. Lena era una ingeniero de comunicaciones y a sus veinticinco años, mi misma edad, ya llevaba cuatro años teniendo trabajos serios bien pagados.
—Siempre tienes que trabajar. ¡Venga, Paul! Serán quince minutos.
Habríamos tardado el doble de tiempo en discutirlo. Así que me dije a mí mismo que no podía hacerme daño y la seguí hacía el norte por las relucientes calles de la ciudad.
Era una noche de invierno suave; había parado de llover, el viento estaba en calma. Los Hijos tenían un imponente y elegante edificio en el centro de Sídney, la zona más cara de la ciudad, un despliegue ostentoso de la riqueza del movimiento. UN MUNDO, UNA FAMILIA, decía el cartel luminoso colocado sobre la entrada. Tenían oficinas en más de cien ciudades (aunque el nombre de Eva se adecuaba a la cultura del sitio donde estuviera, desde Sakti en algunas partes de la India a Ele'ele en Samoa) y había oído que los Hijos estaban preparando unos secuenciadores tipo máquina expendedora para conseguir aún más adeptos.
El vestíbulo estaba presidido por un busto holográfico de la mismísima Eva mitocondrial, que montada sobre un pedestal de mármol miraba orgullosa por encima de nuestras cabezas. El artista había creado una versión de nuestra bisabuela número diez mil sorprendentemente hermosa. Una impresión subjetiva, sin duda alguna, pero no me pareció que sus rasgos finos y simétricos, su salud radiante y su mirada resuelta se prestaran mucho a las sutilezas de la interpretación. Los botones estéticos que se pulsaban eran evidentes más allá de toda duda: guerrera, reina, diosa. Y tuve que admitir que sentí una extraña e involuntaria sensación de orgullo al verla... como si su porte regio y sus ojos fieros nos ennoblecieran a mí y a todos sus descendientes de algún modo... como si la «personalidad» de toda la especie, nuestro potencial para la virtud, en cierto sentido dependiera de tener al menos un antepasado capaz de protagonizar un documental de Leni Riefenstahl.
Esta Eva, por supuesto, era negra, pues había vivido en el África subsahariana hace unos 200.000 años, pero casi todo lo demás acerca de ella eran conjeturas. Había oído a algunos paleontólogos quejarse de las facciones demasiado modernas, nada compatibles con ninguna de las escasas evidencias fósiles del aspecto de sus contemporáneos. Pero claro, si los Hijos hubiesen elegido como símbolo de su humanidad universal unos cuantos fragmentos de cráneo fracturado de color marrón del río Orno en Etiopía, seguro que el movimiento habría desaparecido sin dejar rastro. Y puede que pensar en la belleza de su Eva como en un símbolo del fascismo sólo fuera mala fe por mi parte. Los Hijos ya habían convencido a más de dos millones de personas para que reconocieran, de forma explícita, una ascendencia común que trascendía sus propias diferencias superficiales en el físico. Este principio en el que todos teníamos cabida parecía echar por tierra cualquier argumento que conectara su obsesión por el «linaje» con nada indeseable.
— ¿Sabes que los mormones la bautizaron a título póstumo el año pasado? —dije girándome hacia Lena.
— ¿Qué más da? —dijo indulgente, quitándole hierro a la apropiación—. Esta Eva pertenece a todo el mundo por igual. A cualquier cultura, a cualquier religión o a cualquier filosofía. Todo el mundo puede reclamarla como suya; no la rebaja lo más mínimo.
Se quedó mirando el busto con admiración, casi con reverencia.
«La semana pasada se tragó cuatro horas de películas de los hermanos Marx conmigo; más aburrida que una ostra, pero sin quejarse. Así que puedo hacerlo por ella. ¿No?» Parecía un simple toma y daca, y tampoco es que me estuviera pidiendo que me hiciera un corte de pelo ridículo o un tatuaje.
Llegamos a la sala de secuenciación y entramos.
Estábamos solos, pero una voz incorpórea surgió del ambiente de anfibios en peligro de extinción y nos pidió que esperásemos. La habitación estaba lujosamente enmoquetada, con un sofá circular colocado en el centro. Las paredes estaban decoradas con obras de todo el mundo, desde un cuadro de puntos de la Tierra de Arnhem sin firma a un póster de Francis Bacon. El texto explicativo que había debajo era preocupante: terrible palabrería jungiana acerca de las «imágenes primordiales universales» y el «subconsciente colectivo». Refunfuñé un poco, pero cuando Lena me preguntó qué pasaba me limité a negar con la cabeza y me hice el inocente.
Un hombre que vestía pantalón blanco y una chaqueta corta también blanca salió de una puerta camuflada, empujando un carrito lleno de artilugios increíblemente minimalistas que me hicieron pensar en costosos aparatos de música escandinavos. Nos saludó a los dos utilizando el término «primo», y tuve que aguantarme la risa. La insignia de su chaqueta llevaba su nombre, Primo André, un pequeño holo— grama reflectante de Eva y una secuencia de letras y números que identificaba su mitotipo. Lena tomó las riendas y le explicó que ella era miembro y que me había traído para que me secuenciaran.
Después de pagar la cuota (cien dólares, lo que acababa con mi presupuesto recreativo para los tres meses siguientes) dejé que Primo André me punzara el pulgar y extrajera una gota de sangre que dejó caer en una almohadilla absorbente de color blanco, que a su vez introdujo en una de las máquinas del carrito. Siguieron una serie de suaves zumbidos que transmitían una tranquilizante sensación de ingeniería de precisión en funcionamiento. Lo que era raro, porque había visto anuncios de aparatos similares en Nature que se jactaban de no tener ningún tipo de piezas mecánicas.
Mientras esperábamos los resultados la luz de la habitación se atenuó y apareció un holograma enorme, proyectado desde la pared que teníamos delante: el micrográfico de una única célula viva. ¿De mi propia sangre? Lo más probable es que no fuera de nadie; simplemente una animación fotorrealista convincente.
—Cada célula de su cuerpo —explicaba Primo André— contiene cientos de miles de mitocondrias: diminutas centrales eléctricas que extraen energía de los carbohidratos.
La imagen se acercó hasta un orgánulo traslúcido con forma de varilla y de bordes redondeados, parecido a una cápsula medicinal.
—La mayoría del ADN de cualquier célula se encuentra en el núcleo y proviene de ambos padres, pero también hay ADN en las mitocondrias, que se hereda sólo de la madre. Por lo que es más fácil utilizar ADN mitocondrial para rastrear la ascendencia.
No entró en detalles, pero había oído la teoría completa en varias ocasiones, empezando por la clase de biología de instituto. Gracias a la recombinación —el intercambio aleatorio de fragmentos de ADN entre las parejas de cromosomas previo a la creación del esperma y los óvulos—, todo cromosoma era portador de genes perfectamente enlazados que provenían de decenas de miles de ancestros distintos. Desde una perspectiva paleogenética, analizar el ADN nuclear era como tratar de dar sentido a unos «fósiles» que se hubieran creado a base de pegar fragmentos de hueso escogidos de diez mil personas distintas.
El ADN mitocondrial no se encontraba en parejas de cromosomas sino en diminutos bucles llamados plásmidos. Había cientos de plásmidos en cada célula, pero todos eran idénticos y todos provenían únicamente del óvulo. Descontando las mutaciones —una cada 4.000 años más o menos—, tu ADN mitocondrial era exactamente el mismo que el de tu madre, tu abuela materna, tu bisabuela y así sucesivamente. También era exactamente igual al de tus hermanos, tus primos hermanos maternos, tus primos segundos, tus primos terceros... hasta que las distintas mutaciones que afectaban a los plásmidos al cabo de unas 200 generaciones acababan por imponer algún tipo de variación. Pero teniendo en cuenta que hay 16.000 pares base de ADN en cada plásmido, incluso las cerca de cincuenta mutaciones producidas desde la misma Eva no significaban mucho.
El holograma se disolvió y pasó del micrográfico a un diagrama multicolor de líneas bifurcadas, un árbol familiar gigante que empezaba en un simple vértice etiquetado con la ubicua imagen de Eva. Cada una de las bifurcaciones del árbol indicaba una mutación que separaba la herencia de Eva en dos versiones ligeramente distintas. En la parte inferior, los extremos de los cientos de ramas mostraban una variedad de rostros tanto de hombre como de mujer; no podría decir si eran personas reales o composiciones, pero cada uno se suponía que representaba un grupo diferente de primos maternos en (aproximadamente) el ducentésimo grado, los cuales compartían un mitotipo: su propia y modesta variación del mismo tema común de 200.000 años.
—Y aquí está usted —dijo Primo André.
Una lupa estilizada se materializó en el primer término del holograma y amplio uno de los pequeños rostros de la parte inferior del árbol El sorprendente parecido con mis propios rasgos se debía casi con toda segundad a que me habrían hecho una foto con una cámara oculta; el ADN mitocondrial no afectaba de ninguna manera al aspecto
Lena alargó la mano hacia el holograma y empezó a seguir mi ascendencia con la punta del dedo.
—Eres un Hijo de Eva, Paul. Ahora sabes quién eres. Y nadie puede arrebatarte eso.
Me quedé mirando el árbol luminoso y sentí un escalofrío en la base de la columna vertebral, aunque se debía más bien a la forma en que los Hijos se apropiaban de toda la especie que a cualquier tipo de asombro en presencia de mis ancestros.
Eva no había sido gran cosa, ningún hito evolutivo; simplemente se la definía como el ancestro común más reciente, por una línea femenina ininterrumpida, de todos y cada uno de los seres humanos vivos. Y obviamente había tenido miles de contemporáneas femeninas, pero el tiempo y la suerte —la muerte aleatoria de mujeres sin hijas, las calamidades de la enfermedad y el clima— habían eliminado cualquier rastro mitocondrial de ellas. No había necesidad de asumir que su mitotipo hubiese otorgado algún tipo de ventaja especial (de todas formas, la mayoría de las variaciones se daban en el ADN basura). Las fluctuaciones estadísticas por sí solas implicaban que un linaje materno acabaría reemplazando a todos los demás.
La existencia de Eva era una necesidad lógica: algún humano (u homínido) de uno u otro periodo tenía que cumplir los requisitos. Lo único polémico era el momento.
El momento y sus implicaciones.
Junto al Gran Árbol apareció un globo terráqueo de unos dos metros de ancho; era la típica imagen de la Tierra vista desde el espacio, con grandes cúmulos blancos arremolinándose sobre los océanos, pero el cielo sobre los continentes siempre despejado. El Árbol vibró y comenzó a reorganizarse, transformando su forma rectilínea original en algo mucho más deforme y orgánico, pero la geometría se ajustaba sin alterar ninguna de las relaciones que representaba. Entonces cubrió la superficie del globo terráqueo. Las líneas de ascendencia se convirtieron en rutas migratorias. Entre África oriental y Oriente Medio, los caminos corrían en paralelo como los carriles de alguna autopista paleolítica; en otras zonas, menos limitadas por la geografía, se expandían en todas direcciones.
Una Eva reciente favorecía la hipótesis del origen africano: el Homo sapiens moderno habría evolucionado del Homo erectus en un único lugar y luego se habría extendido por todo el mundo, imponiéndose y sustituyendo al Homo erectus allá donde fuera, y habría desarrollado características raciales localizadas sólo en los últimos 200.000 años. África era el lugar de nacimiento único más probable de la especie porque los africanos tenían la variación mitocondrial más amplia (y por tanto más antigua). El resto de los grupos parecían haberse diversificado más recientemente a partir de poblaciones «fundadoras» relativamente pequeñas.
Por supuesto, había otras teorías, Más de un millón de años antes de que existiera el Homo sapiens, el Homo erectus se habría expandido hasta llegar a Java, adquiriendo sus propias diferencias regionales externas; los fósiles de Homo erectus de Asia y Europa parecían compartir al menos algunas de las características típicas de los asiáticos y europeos actuales. Pero el origen africano atribuía todo eso a la convergencia evolutiva, no a la ascendencia. Si el Homo erectus se hubiera convertido en el Homo sapiens de forma independiente en lugares distintos, entonces la diferencia mitocondrial entre, pongamos, etíopes y javaneses modernos, tendría que haber sido cinco o diez veces mayor, lo que indicaría su larga separación desde una Eva mucho más antigua. Aunque las comunidades desperdigadas de Homo erectus no hubieran permanecido completamente aisladas y se hubieran cruzado con las sucesivas oleadas de «emigrantes» en los últimos uno o dos millones de años —mezclándose con ellos para crear humanos modernos, y conservando de algún modo sus diferencias características—, entonces también deberían haber sobrevivido linajes mitocondriales distintivos con una antigüedad mucho mayor de 200.000 años.
Una de las rutas del globo terráqueo parpadeaba con más brillo que las demás. Primo André dio una explicación:
—Ésta es la ruta que siguieron sus propios antepasados. Salieron de Etiopía (o puede que de Kenia o Tanzania) hacia el norte, hace unos 150.000 años. Se expandieron lentamente por Sudán, Egipto, Israel, Palestina, Siria y Turquía, durante el periodo entre glaciaciones. Al comienzo de la última glaciación su hogar estaba en la orilla oriental del mar Negro...
Mientras hablaba se iban materializando diminutos pares de huellas a lo largo de la ruta.
Siguió la migración hipotética a través de las montañas del Cáucaso hasta llegar al norte de Europa, donde las limitaciones de la técnica finalmente ponían fin a la historia: hace cuatro milenios (milenio arriba, milenio abajo), cuando mi tatarabuela germánica de hace unas doscientas generaciones dio a luz a una hija con una única modificación en su ADN basura mitocondrial: el último tic registrado en el reloj molecular.
Pero Primo André todavía no había terminado conmigo.
—Mientras sus antepasados se mudaban a Europa, su relativo aislamiento genético y las exigencias del clima local les llevaron a adquirir paulatinamente las características que conocemos como caucasianas. Pero esa misma ruta fue recorrida en muchas ocasiones por un sinfín de oleadas de emigrantes, a veces separadas por miles de años. Y, aunque en todos los pasos del camino los nuevos viajeros se mezclaron con los que ya habían pasado antes y llegaron a parecerse a ellos... docenas de líneas maternas distintas todavía se pueden rastrear hacia atrás por la ruta, y luego por la historia, siguiendo las distintas sendas.
Mis primos maternos más cercanos, me explicó —los que tenían exactamente el mismo mitotipo que yo—, eran, como cabía esperar, en su mayoría caucásicos. Si se ampliaba el círculo hasta incluir treinta diferencias en los pares base, se sumaban alrededor de un cinco por ciento de todos los caucásicos: el cinco por ciento con el que compartía un antepasado materno común que había vivido hace unos 120.000 años, probablemente en Oriente Medio.
Pero algunos primos de esa misma mujer al parecer se habían dirigido hacia el este, no hacia el norte. Finalmente, sus descendientes habían atravesado Asia entera, bajando por Indochina, y luego se habrían dirigido hacia el sur a través de los archipiélagos, cruzando por puentes de tierra firme expuestos por los bajos niveles de los océanos provocados por la glaciación, o haciendo pequeños trayectos por mar de una isla a otra. Se habían detenido justo antes de llegar a Australia.
Así que, por vía materna, estaba más estrechamente relacionado con un pequeño grupo de montañeses guineanos que con el noventa y cinco por ciento de los caucásicos. Volvió a aparecer la lupa junto al globo terráqueo y me mostró la cara de uno de mis primos en seis— milésimo grado. A simple vista los dos éramos tan distintos como otras dos personas cualesquiera de la Tierra. Del puñado de genes nucleares que codificaban atributos como la pigmentación y la estructura ósea facial, un conjunto había prosperado en el gélido norte de Europa y el otro en esta selva ecuatorial. Pero en ambos lugares había sobrevivido la suficiente evidencia mitocondrial para revelar que la homogenización del aspecto local era sólo un barniz, un retoque reciente que ocultaba una antigua red de conexiones familiares invisibles.
Lena se volvió hacia mí triunfante.
— ¿Lo ves? Todos los viejos mitos sobre la raza, la cultura y el parentesco, ¡refutados de un plumazo! Los antepasados inmediatos de esta gente vivieron aislados durante miles de años y no llegaron a ver un rostro blanco hasta el siglo XX. ¡Y aun así te son más próximos que yo misma!
Asentí con una sonrisa, intentando compartir su entusiasmo. Era fascinante ver cómo se le daba la vuelta al ingenuo concepto de «raza» de esta manera, y no podía dejar de admirar la simple osadía de los Hijos al proclamar que eran capaces de establecer relaciones de hace cientos de miles de años con tanta precisión. Pero sinceramente no podía decir que mi vida hubiese sufrido un vuelco por la revelación de que algunos blancos totalmente desconocidos eran más primos lejanos míos que algunos negros. Es probable que hubiera racistas recalcitrantes para quienes una noticia como ésta fuera un auténtico shock pero me costaba trabajo imaginármelos corriendo hasta los Hijos de
Eva para que los mitotipificaran.
Un extremo del carrito emitió un pitido y expulsó una insignia como la del Primo André. Me la ofreció. Al verme dudar, Lena la cogió y me la colocó con orgullo en la camisa.
En la calle, Lena anunció en tono sobrio:
—Eva va a cambiar el mundo. Somos afortunados; viviremos para verlo. Hemos tenido un siglo en el que se ha sacrificado a gente por pertenecer a los grupos de parentesco equivocados, pero pronto todo el mundo entenderá que existen lazos de sangre más profundos, más antiguos, que desbaratan todos sus vanos prejuicios históricos.
« ¿Te refieres... al modo en que la Eva bíblica desbarató todos los prejuicios de los fundamentalistas cristianos? ¿O al modo en que la imagen de la Tierra desde el espacio puso fin a la guerra y a la contaminación?» Me decanté por un silencio diplomático. Lena me miraba con consternación, como si no acabara de creerse que pudiera albergar dudas después de que me revelaran mis propios e inesperados lazos de sangre.
— ¿Te acuerdas de las masacres de Ruanda? —dije.
—Claro.
— ¿Acaso no se debían más a un sistema de clases (que los colonos belgas exacerbaron por conveniencia administrativa) que a cualquier cosa que se pueda describir como enemistad entre grupos de parentesco? Y en los Balcanes...
—Mira —me cortó Lena—, seguro que cualquier incidente al que te refieras tendrá una historia compleja. No lo niego. Pero eso no significa que la solución tenga que ser también increíblemente complicada. Si las partes implicadas hubieran sabido lo que sabemos nosotros, hubiesen sentido lo que hemos sentido nosotros —cerró los ojos y sonrió radiante, una expresión de auténtica felicidad y serenidad—, esa profunda sensación de formar parte, por medio de Eva, de una única familia que abarca toda la humanidad... ¿Crees sinceramente que hubiesen podido enfrentarse como lo hicieron?
Debería haber protestado haciéndome el sorprendido: « ¿Qué 'profunda sensación de formar parte' de nada? Yo no he sentido nada. Y lo único que hacen los Hijos de Eva es predicar a los conversos».
¿Qué era lo peor que podría haber pasado? Si hubiésemos roto allí mismo por la relevancia política de la paleogenética, entonces es que la relación estaba obviamente condenada desde el principio. Y por mucho que odiase que nos peleásemos, existía una línea muy delgada entre el tacto y la mentira, entre asumir nuestras diferencias y ocultarlas.
Y aun así el tema me parecía demasiado arcano para ponerme a discutir sobre él. Estaba claro que a Lena le apasionaba, pero era incapaz de ver que tuviera que salir a colación de nuevo si mantenía mi bocaza cerrada sólo por esta vez.
—Quizá tengas razón —dije.
Le pasé un brazo por encima del hombro y ella se giró y me dio un beso. Empezó a llover otra vez, con fuerza, un aguacero extrañamente tranquilo en el aire inmóvil. Acabamos en el piso de Lena y no hablamos mucho el resto de la noche.
Claro que fui un cobarde y un tonto, pero entonces no podía saber lo mucho que me iba a costar.
Semanas después estaba enseñándole a Lena el sótano del departamento de física de la UNSW, donde el equipo que utilizaba para mi investigación estaba hacinado en un rincón. Era bien entrada la noche (otra vez) y estábamos solos en el edificio. En la oscuridad flotaban unas cuantas pantallas fluorescentes de colores variopintos, como iconos remotos de otros proyectos de posdoctorado en una especie de gélido ciberespacio académico.
No podía encontrar la silla que me había comprado (a pesar de que las medidas de seguridad habían pasado de una simple chapa con el nombre a unas alarmas controladas por ordenador cada vez más sofisticadas, alguien siempre se la acababa agenciando), así que nos quedamos de pie sobre el frío hormigón junto al equipo, iluminados por la luz tenue de un único panel en el techo. Hice aparecer una serie de secuencias de ceros y unos que remitían a la extrañeza del mundo cuántico.
La famosa correlación de Einstein-Podolosky-Rosen: el entrelazamiento de dos partículas microscópicas en un solo sistema cuántico. Se había investigado experimentalmente durante más de veinte años, pero sólo hacía poco había sido posible explorar el efecto con algo más sofisticado que pares de fotones o electrones. Trabajaba con átomos de hidrógeno obtenidos al disociar una sola molécula de hidrógeno mediante el pulso de un láser ultravioleta. Algunas de las mediciones que se realizaban en los átomos separados presentaban correlaciones estadísticas que sólo tenían sentido si una única función de onda que abarcara los dos átomos respondía al proceso de medición de manera instantánea, al margen de la distancia que hubiesen recorrido los átomos individuales desde el momento en que se rompieron sus enlaces moleculares tangibles: metros, kilómetros, años luz.
El fenómeno parecía burlarse del concepto de distancia, pero no hacía mucho mi propio trabajo había contribuido a disipar cualquier interpretación que pudiera hacer pensar que la EPR conduciría a un dispositivo de señalización más rápido que la luz. La teoría siempre había sido clara sobre este punto, aunque algunos albergaban la esperanza de que un fallo en las ecuaciones les posibilitara un subterfugio.
—Supongamos dos máquinas cargadas de átomos de correlación EPR —le expliqué a Lena—, una en la Tierra y la otra en Marte, las dos capaces, digamos, de medir horizontal o verticalmente el momento angular orbital. Los resultados de las mediciones siempre serian aleatorios... pero se podría hacer que la máquina en Marte emitiera datos que reprodujeran, o no reprodujeran, los datos aleatorios producidos al mismo tiempo por la máquina en la Tierra. Y esa similitud podría activarse y desactivarse de forma instantánea alterando el tipo de mediciones que se realizaban en la Tierra.
—Como tener dos monedas que garantizan que siempre van a caer del mismo lado —sugirió ella—, siempre y cuando ambas sean lanzadas con la mano derecha. Pero si empiezas a lanzar la moneda de la Tierra con la mano izquierda, la correlación desaparece.
—Sí, es una analogía perfecta.
No se me había ocurrido pensar que probablemente ya habría oído todo esto antes —al fin y al cabo la mecánica cuántica y la teoría de la información eran los pilares de su propio campo—, pero me escuchaba con educación, así que continué:
—Pero incluso cuando las monedas coinciden siempre, como por arte de mágica, en todas y cada una de las tiradas, están dando un número idéntico de caras y cruces, aleatoriamente. Por lo que no hay forma de introducir ningún mensaje en los datos. Desde Marte ni siquiera se puede decir cuándo empieza o termina la correlación a no ser que los datos de la Tierra se envíen para su comparación mediante un medio convencional como una transmisión de radio, lo que le quita todo el sentido al ejercicio. La EPR no comunica nada por sí misma.
Lena se quedó pensando un rato, aunque estaba claro que el veredicto no la había sorprendido lo más mínimo.
—No comunica nada entre átomos separados —dijo—, pero si en vez de eso los juntamos, siempre podrá decirte lo que han hecho en el pasado. Realizas un experimento de control, ¿no? ¿Haces las mismas mediciones en átomos que nunca se han emparejado?
—Sí, claro.
En la pantalla, le indiqué la tercera y la cuarta columna de datos Mientras hablábamos el proceso seguía su curso en silencio, dentro de una cámara de vacío metida en una pequeña caja gris escondida detrás de todos los componentes electrónicos.
—Los resultados no tienen correlación alguna.
—Entonces, básicamente, ¿esta máquina puede decirte si dos átomos han estado o no enlazados?
—No de forma individual. Toda coincidencia individual podría ser sólo casualidad. Pero dado un número de átomos suficiente con una historia común... sí.
Lena sonreía como si tramara algo.
— ¿Qué? —dije.
—Sólo... sígueme el juego un rato. ¿Cuál es la siguiente fase? ¿Átomos más pesados?
—Sí, pero hay más. Dividiré una molécula de hidrógeno, dejaré que los dos átomos de hidrógeno separados se combinen con dos átomos de flúor (dos átomos antiguos, sin correlacionar) y luego dividiré ambas moléculas de fluoruro de hidrógeno y realizaré mediciones en los átomos de flúor para comprobar si puedo captar una correlación indirecta entre ellas: un efecto de segundo orden heredado de la molécula de hidrógeno original.
La verdad era que no esperaba conseguir financiación para llevar el trabajo tan lejos. Los hechos experimentales básicos de la EPR ya estaban definidos, así que no tenía mucho sentido mejorar la tecnología de medición.
—En teoría —Lena preguntó inocentemente—, ¿podrías hacer lo mismo con algo mucho más grande? ¿Algo como... el ADN?
—No. —Me reí.
—No quiero decir si podrías hacerlo aquí, dentro de una semana. Pero si dos fragmentos de ADN hubieran estado unidos, ¿existiría algún tipo de correlación?
La idea me echaba para atrás, pero confesé:
—Podría existir. No puedo darte la respuesta de memoria, tendría que pedirles algo de software a los bioquímicos y crear un modelo preciso de la interacción.
Lena asintió satisfecha.
—Creo que deberías hacerlo.
— ¿Por qué? En la práctica nunca podré probarlo.
—Con este equipo sacado de la chatarra seguro que no.
—Entonces dime —dije resoplando—, ¿quién va a pagarme algo mejor?
Lena paseó la mirada por el lúgubre sótano, como si quisiera hacer una foto mental del punto más bajo de mi carrera antes de que todo cambiara completamente.
— ¿Quién financiaría una investigación para detectar las huellas cuánticas de los enlaces del ADN? ¿Quién pagaría por ser capaz de calcular hace cuánto tiempo estuvieron en contacto dos plásmidos mitocondriales, no ya hasta el milenio más próximo, sino hasta la división celular más próxima?
Estaba escandalizado. ¿Era ésta la idealista que creía que los Hijos de Eva eran la última gran esperanza para la paz mundial?
—Nunca se lo tragarían —le dije.
Lena se me quedó mirando un segundo, ausente, luego negó con la cabeza, divertida.
—No te digo que engañes a nadie, que supliques por una beca de investigación con una falsa excusa.
—Bueno, vale. ¿Pero...?
—Te hablo de coger el dinero y hacer un trabajo que es necesario. La tecnología de secuenciación se ha llevado todo lo lejos que puede llegar, pero nuestros oponentes no dejan de encontrar motivos para quejarse: la tasa de mutación mitocondrial, el método de selección de puntos de bifurcación para el árbol más probable, los detalles sobre la pérdida y la supervivencia de linaje. Hasta los paleogenetistas que están de nuestra parte no dejan de cambiar de opinión acerca de todo. La edad de Eva sube y baja como la constante de Hubble. —Seguro que no es para tanto.
Lena me cogió del brazo. Su entusiasmo era electrizante, sentí cómo me invadía. O simplemente me había pinzado un nervio.
—Esto podría transformar el campo de arriba a abajo. Pondría fin a las suposiciones, no más conjeturas, no más presunciones. Sólo habría un árbol genealógico indiscutible que llegaría hasta hace 200.000 años.
—Puede no ser posible...
— ¿Pero lo vas a averiguar? ¿Lo vas a comprobar?
Dudé, pero no se me ocurrió ninguna razón para negarme.
—Sí.
Lena sonrió.
—Con la paleogenética cuántica... serás capaz de darle al mundo una Eva que nadie antes había hecho posible.
Seis meses más tarde se acabaron los fondos para mi trabajo en la universidad: la investigación, las tutorías, todo. Lena se ofreció para ayudarme durante los tres meses que me iba a llevar preparar una propuesta para mandársela a los Hijos. Ya vivíamos juntos, ya compartíamos experiencias; de algún modo eso hacía que me resultara más fácil racionalizarlo. Y era un mal momento del año para buscar empleo, así que iba a estar en paro de todas formas...
Resultó que los modelos informáticos sugerían que se podía captar una correlación medible entre segmentos de ADN partiendo del ruido estadístico... siempre que se contara con un número suficiente de plásmidos para trabajar: algo así como unos cuantos litros de sangre por persona en vez de una sola gota. Pero ya entonces podía ver que se tardarían años en entender correctamente los problemas técnicos no digamos ya en resolverlos. Ponerlo todo sobre el papel fue un buen entrenamiento para futuras solicitudes de becas corporativas, pero nunca pensé en serio que fuera a conseguir nada.
Lena me acompañó a la reunión con William Sachs, el director de investigaciones de los Hijos del Pacífico oeste. Tenía cincuenta y muchos años y llevaba una ropa muy conservadora, no le faltaba ni la clásica camiseta de Benetton con el eslogan EL SIDA NO ES AGRADABLE, ni los pantalones cortos de Mambo Paz Mundial con el motivo de la paloma surfista. Una versión de sí mismo algo más joven nos sonreía desde una portada enmarcada de Wired. Había sido gurú del mes en abril de 2005.
—Se contratará al departamento de física de la universidad para supervisar el proyecto en su totalidad —expliqué nervioso—. Se comprobará la calidad científica del trabajo de forma independiente cada seis meses, de este modo se evitará que la investigación se salga de lo establecido.
—La correlación EPR —dijo Sachs pensativo— demuestra que toda la vida está vinculada holísticamente en un gran meta-organismo unificado, ¿verdad?
—No.
Lena me dio una patada por debajo de la mesa.
Pero Sachs no parecía haberme oído.
—Escuchará el ritmo theta de la mismísima Gaia. La armonía secreta que subyace a todas las cosas: sincronicidad, resonancia mórfica, transmigración... —Suspiró soñador—. Adoro la mecánica cuántica. ¿Sabe que mi maestro de tai chi escribió un libro sobre el tema? El loto de Schródinger, seguro que lo ha leído. ¡Menuda paranoia! Y está trabajando en una secuela, El marídala de Heisenberg...
Lena intervino antes de que pudiera volver a abrir la boca.
—Tal vez... generaciones posteriores sean capaces de llevar la correlación incluso hasta otras especies. Pero en el futuro inmediato, sólo llegar hasta Eva supondrá un reto técnico muy grande.
Primo William pareció volver al planeta Tierra. Cogió la copia impresa de la solicitud y se puso a mirar los detalles presupuestarios del final, que en su mayoría eran obra de Lena.
—Cinco millones de dólares es mucho dinero.
—En diez años —dijo Lena con tono suave—. Y no olvide que este año fiscal hay una deducción de impuestos del 125% en gastos de I+D. Para cuando incluya los derechos de patente que se podrían generar...
— ¿De verdad cree que los productos derivados valdrán tanto?
—Fíjese en el teflón.
—Tendré que consultarlo con la junta directiva.
Cuando a los quince días llegaron las buenas noticias por correo electrónico, casi me entraron náuseas.
Me dirigí a Lena:
— ¿Qué he hecho? ¿Y si dedico diez años a esto y al final no saco nada en claro?
Se encogió de hombros, sorprendida.
—No hay garantías de éxito, pero lo has dejado claro, no les has mentido. Toda gran tarea está plagada de incertidumbres, pero los
Hijos han decidido aceptar los riesgos.
De hecho no me había comido mucho la cabeza pensando en la moralidad de quitarles grandes sumas de dinero a unos estúpidos ricachones con una fijación por la maternidad global, y lo más probable que a cambio de nada. Me preocupaba más lo que significaría para mi carrera si la investigación resultaba ser un callejón sin salida y no obtenía resultados dignos de publicación.
—Todo va a salir perfectamente —dijo Lena—. Tengo fe en ti, Paul.
Y eso era lo peor de todo. Ella creía en mí.
Nos queríamos y los dos nos utilizábamos mutuamente. Pero yo era el único que seguía mintiendo sobre lo que muy pronto se convertiría en el centro de nuestras vidas.
En el invierno de 2010, Lena se tomó tres meses de vacaciones para viajar a Nigeria en nombre de la trasferencia de tecnología. Oficialmente tenía que aconsejar al nuevo gobierno sobre la modernización de la infraestructura de comunicaciones, pero también iba a formar a unos cuantos cientos de operadores locales en las artes del último secuenciador de bajo coste de los Hijos. Mi técnica EPR estaba aún en pañales —apenas era capaz de distinguir a unos gemelos idénticos de unos perfectos desconocidos—, pero los analizadores de ADN mitocondrial originales ahora eran extremadamente pequeños, resistentes y baratos.
En el pasado África se había mostrado bastante reticente a los Hijos, pero parecía que por fin el movimiento había logrado establecerse. Cada vez que Lena me llamaba desde Lagos —los ojos brillantes con entusiasmo misionero— iba y le echaba un vistazo al Gran Árbol, intentando decidir si la codificación de las nociones tradicionales de proximidad familiar haría que los excombatientes de la reciente guerra civil se sintieran más o menos unidos en caso de que la moda de la secuenciación llegara a calar hondo.
Sin embargo, las etnias de las facciones ya estaban tan mezcladas entre sí que era imposible llegar a un veredicto definitivo; hasta donde podía saber, en la guerra se habían enfrentado alianzas forjadas tanto por algunos de los actos de patrocinio político del siglo XX como por la invocación de antiguas lealtades tribales.
Hacía el final de su estancia, Lena me llamó una día muy temprano (para mi horario) tan enfadada que casi se le caían las lágrimas.
—Vuelo directamente a Londres, Paul. Estaré allí en tres horas.
Entorné los ojos ante el brillo de la pantalla, aturdido por la luz del sol tropical a su espalda.
— ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Tuve una visión en la que los Hijos habían quebrantado el frágil alto el fuego, induciendo un holocausto étnico innombrable; y a continuación habían huido para que los mejores microcirujanos del mundo les curasen las heridas, mientras que en la distancia el país se sumergía en el caos.
Lena sacó una mano fuera de cámara y pulsó un botón. Parte de un reportaje se incrustó en una esquina de la transmisión. El titular decía: ¡EL ADÁN DEL CROMOSOMA Y CONTRAATACA! La foto de debajo del titular mostraba a un hombre blanco, rubio, musculoso y semi— desnudo (curiosamente no tenía vello: muy parecido al David de Miguel Ángel con un taparrabos de visón), que apuntaba al lector con una lanza. Lo hacía con la apropiada gracilidad de un bailarín.
Gruñí suavemente. Sólo había sido cuestión de tiempo. En la división celular que precede a la producción del esperma, la mayor parte del ADN del cromosoma Y experimentaba una recombinación con el cromosoma X, pero una parte de él permanecía distante, sin mezclarse, y se transmitía únicamente por vía paterna con la misma fidelidad que el ADN mitocondrial se transmitía de madre a hija. De hecho, lo hacía con más fidelidad: las mutaciones en el ADN nuclear eran mucho menos frecuentes, lo que lo convertían en un reloj molecular mucho menos útil.
—Dicen que han encontrado un único antepasado masculino para todos los europeos. ¡De hace sólo 20.000 años! ¡Y mañana van a presentar esta mierda en una conferencia de paleogenetistas en Cambridge!
Le eché un vistazo al artículo con las quejas de Lena de fondo. El reportaje no era más que autobombo populachero. No era fácil saber qué era lo que afirmaban los investigadores en realidad. Pero algunos grupos de derechas que desde hacía tiempo se oponían a los Hijos de Eva habían recibido los resultados con obvia alegría.
— ¿Y por qué tienes que estar allí? —dije.
— ¡Para defender a Eva, claro! ¡No podemos permitir que esto siga adelante!
Me empezó a doler la cabeza.
—Si es mala ciencia, deja que los expertos la refuten. No es tu problema.
Lena se quedó callada un rato y luego protestó con rencor:
—Tú sabes que los linajes masculinos se pierden más rápido que los femeninos. Gracias a la poliginia una sola línea paterna puede legar a dominar una población en muchas menos generaciones que una materna.
— ¿Entonces lo que dicen podría ser cierto? ¿Podría haber existido un Adán reciente en el norte de Europa?
—Quizás —admitió Lena a regañadientes—. Pero... ¿qué más da? ¿Qué demuestra eso? ¡Ni siquiera se han molestado en buscar un Adán que sea un padre para toda la especie!
Quería responder: «Claro que no demuestra nada, claro que no cambia nada. A nadie en su sano juicio le podría importar. Pero... ¿quiénes empezaron a darle tanta importancia al parentesco? ¿Quiénes se entregaron a la causa de propagar la idea de que todo lo que merece la pena depende de los lazos familiares?».
Pero ya era demasiado tarde. Ahora no iba a ser tan hipócrita como para volverme contra los Hijos después de haber cogido su dinero y haberles seguido el juego.
Y no podía abandonar a Lena. Si mi amor por ella no iba más allá de las cosas en las que estábamos de acuerdo, entonces no era amor ni era nada.
—Debería darme tiempo a coger el vuelo a Londres de las tres en punto —dije impasible—. Te veré en la conferencia.
Era la décima edición del encuentro anual del Foro Paleogenético Mundial. El acontecimiento se desarrollaba dentro un edificio piramidal ubicado en un parque de las ciencias recubierto con césped artificial que estaba alejado del campus universitario. La multitud esgrimía pancartas que lo hacían visible desde lejos. ¡NO TOQUÉIS A EVA! ¡MUERTE A LA BASURA NAZI! ¡FUERA NEANDERTALES! (¿Cómo?) El desfase horario empezó a afectarme cuando el taxi se alejaba y casi se me doblaron las rodillas. Mi objetivo era encontrar a Lena tan rápido como fuera posible y alejarnos del peligro. Eva podía cuidarse sola.
Obviamente andaba por ahí, mirando con tranquila dignidad desde camisetas y pancartas. Pero los Hijos —y sus consultores de marketing— habían estado «ajustando» su imagen y ésta era la primera ocasión que tenía de ver los resultados de tantos grupos de discusión y tantos talleres de respuesta del cliente. La nueva Eva tenía una piel ligeramente más clara, la nariz un poco más fina, los ojos más juntos. Los cambios eran sutiles, pero iban claramente destinados a darle un aspecto más «pan-racial». Con rasgos de todas las poblaciones humanas modernas, se parecía más a una especie de descendiente común de un futuro lejano que un antepasado común que hubiera vivido en un sitio concreto: África.
Y a pesar de mi cinismo, este nuevo diseño me revolvía el estómago más que el resto de los trucos baratos que los Hijos se habían sacado de la manga. Era como si después de todo hubiesen decidido que en realidad no podían imaginarse un mundo en el que todos fueran a aceptar una Eva africana, pero estaban tan comprometidos con la idea que estaban dispuestos a seguir distorsionando la verdad sólo para hacerla más atractiva, hasta... ¿Dónde estaba el límite? Aparte de ponerle un nombre distinto en cada país, ¿también le iban a poner una cara distinta?
Conseguí llegar al vestíbulo. Sólo me habían escupido dos o tres piqueteros. Dentro, la cosa estaba mucho más tranquila, aunque los académicos paleogenetistas iban de un lado para otro sin parar y evitaban mirar a los ojos. Un equipo de noticias había arrinconado a una pobre mujer; cuando pasaba por delante el entrevistador le insistía acalorado:
—Pero debe admitir que violar los mitos fundacionales de los indígenas del Amazonas es un crimen contra la humanidad.
La pared exterior de la pirámide estaba tintada de azul, pero era más o menos transparente, y alcanzaba a ver otro grupo de manifestantes que se apretaba contra uno de los paneles, escudriñando el interior. Guardas de seguridad vestidos de paisano susurraban en sus relófonos, claramente preocupados por sus trajes de Masarini.
Había intentado llamar a Lena varias veces desde que salí del aeropuerto, pero debía de haber problemas de cobertura en toda la zona de Cambridge que me dejaban en espera. La única razón por la que me habían dejado pasar por la puerta principal era que Lena había movido algunos hilos y aparecíamos listados en la base de datos de asistentes. Pero eso sólo probaba que estar dentro del edificio no era ninguna garantía de imparcialidad.
De pronto, no muy lejos de donde me encontraba, escuché gritos y gruñidos seguidos de un coro de vítores y el sonido de pesadas planchas de plástico que se salían de su marco. Las noticias mencionaban tanto a grupos pro-Eva como a grupos pro-Adán... los últimos supuestamente mucho más violentos. Me asusté y salí corriendo por el pasillo más próximo. Estuve a punto de chocarme con un joven enjuto que iba en la dirección contraria. Era blanco, alto, rubio, de ojos azules, e irradiaba peligro teutónico... y una parte de mí quería gritar indignado: me había visto reducido, en contra de mi voluntad, a la más pura expresión de imbecilidad racista.
En cualquier caso, el tipo llevaba un taco de billar en la mano.
Pero cuando retrocedí con cautela, sin mangas empezó a parpadear con las palabras: ¡LA DIOSA ESTA LLEGANDO!
— ¿Y tú qué eres? —dijo con desdén— ¿Un Hijo de Adán?
Lentamente negué con la cabeza. « ¿Qué soy? Soy un Homo sapiens, imbécil. ¿No eres capaz de reconocer a tu propia especie?»
—Trabajo como investigador para los Hijos de Eva —dije. En los cócteles del profesorado siempre era «un investigador físico paleogenetista independiente», pero no me pareció el momento de ponerse puntilloso.
Hizo una mueca que al principio me pareció de incredulidad y se acercó amenazante.
— ¿Con que eres uno de los putos patriarcas materialistas hijos de perra que intentan cosificar el arquetipo de la Madre Tierra y controlar su ilimitado poder espiritual?
Me quedé tan pasmado que no vi lo que se me venía encima. Me pegó duro con el taco en el plexo solar. Caí al suelo de rodillas, jadeando de dolor. En el vestíbulo se oía el ruido de botas y de eslóganes entonados con voz ronca.
El adorador de la diosa me cogió del hombro y me levantó de un tirón, sonriente.
—Sin rencor, eh. Aquí dentro estamos en el mismo bando, ¿no? ¡Vamos a patear a unos cuantos nazis!
Intenté soltarme, pero ya era demasiado tarde. Los Hijos de Adán nos habían encontrado.
Lena vino a verme al hospital.
—Sabía que tenías que haberte quedado en Sídney.
Tenía la mandíbula llena alambres. No podía contestarle.
—Tienes que cuidarte, ahora tu trabajo es más importante que nunca. Habrá más grupos que van a encontrar sus propios Adanes. El mensaje unificador de Eva se hundirá bajo el tribalismo inherente a la idea de antepasados recientes masculinos. No podemos dejar que un puñado de cromañones promiscuos lo estropeen todo.
—Gmm mmm mmmn.
—Nosotros tenemos la secuenciación mitocondrial... ellos tienen la secuenciación del cromosoma Y... pero necesitamos una ventaja espectacular, algo que todos puedan entender. Tasas de mutación, mitotipos: todo es demasiado abstracto para la persona de la calle Si pudiéramos construir árboles genealógicos perfectos con la EPR empezando con los familiares conocidos de la gente, pero extendiendo esa misma sensación de afinidad precisa a 10.000 generaciones, hasta llegar a Eva, eso nos daría una inmediatez, una credibilidad, que acabaría de un plumazo con los Hijos de Adán.
Me acarició la frente con dulzura.
—Puedes ganar las Guerras de los Ancestros por nosotros, Paul. sé que puedes hacerlo.
—Mmm nnn —admití.
Estaba dispuesto a denunciar a ambas partes, a renunciar al proyecto EPR... e incluso, si fuera necesario, a alejarme de Lena.
Puede que fuera más por una cuestión de orgullo que de amor, más por debilidad que por compromiso, más por inercia que por lealtad. Pero por la razón que fuera no pude hacerlo. No podía abandonarla.
Si quería seguir adelante tenía que intentar acabar lo que había empezado. Darle a los Hijos su prueba irrefutable y absoluta.
Ríos de sangre corrían por mi equipo mientras los cultos rivales formaban piquetes y se ponían bombas mutuamente. Los Hijos me habían suministrado muestras de dos litros de al menos 50.000 miembros de todo el mundo. Mi laboratorio habría dejado en pañales a la película de terror de la Hammer más estridente.
Se analizaron billones de plásmidos. En un orbital híbrido de baja energía —una superposición cuántica de dos distribuciones de carga con formas distintas, potencialmente estable durante miles de años— se inducían electrones mediante pulsos láser ajustados con suma precisión para que se colapsaran en un estado concreto. Y aunque todos los colapsos eran aleatorios, el orbital que había escogido estaba ligeramente correlacionado con fragmentos emparejados de ADN. Se acumularon y compararon billones de mediciones. Con un número de plásmidos suficiente por persona, la débil firma dejada por cualquier ascendencia común podía emerger por encima del ruido estadístico.
Las mutaciones que subyacían al Gran Árbol de los Hijos ya no tenían importancia. De hecho, lo que contemplaba eran fragmentos de plásmido que con toda probabilidad habían permanecido impolutos desde los tiempos de Eva, puesto que lo único que hacía posible la correlación era el íntimo contacto químico de una replicación de ADN perfecta. Y a medida que los fallos del proceso se iban corrigiendo y los datos se iban acumulando, finalmente se empezaron a ver los resultados.
Entre los donantes de sangre había muchos grupos familiares cercanos. Primero analizaba los datos a ciegas y luego le pasaba los resultados a uno de mis ayudantes para que los contrastara con los parentescos de los que teníamos constancia. A principios de junio de 2013 registré un 100% de detección de hermanos en un millar de muestras; unas semanas después, conseguí los mismos resultados con primos y primos segundos.
Al poco Uegamos a los límites de la genealogía documentada. Para conseguir otra forma de cruzar los datos empecé a analizar también los genes nucleares. Era probable que incluso primos lejanos compartieran al menos algunos genes de un antepasado común, y la EPR podía datar ese antepasado con precisión.
La noticia del proyecto se extendió y me escribían montones de maniacos. Llegué a recibir amenazas de muerte. El laboratorio se fortificó. Los Hijos contrataron a guardaespaldas para todos los que trabajábamos en el proyecto y sus familias.
El volumen de información siguió creciendo, pero los Hijos, aterrados ante la idea de que los Adanes les aventajaran con su propia tecnología, seguían votando para concederme cada vez más dinero. Actualicé nuestros superordenadores, dos veces. Y aunque me bastaba con las mitocondrias para llegar hasta Eva, con el pretexto de la contabilidad me vi trazando los genes nucleares de cientos de miles de antepasados, masculinos y femeninos.
En la primavera de 2016 la base de datos alcanzó una especie de masa crítica. Sólo habíamos muestreado una diminuta fracción de la población mundial, pero una vez que era posible llegar unas cuantas generaciones atrás, todos los linajes en apariencia distintos empezaban a converger. Los genes nucleares autosomales zigzagueaban entre el árbol puramente materno de las Evas y el árbol puramente paterno de los Adanes, rellenando los huecos, hasta que acabé con los perfiles genéticos de prácticamente todo el mundo que había vivido en el planeta a principios del siglo IX (y había dejado descendencia hasta llegar al presente). No sabía los nombres de ninguna de esas personas, ni tan siquiera las ubicaciones geográficas concretas, pero sabía exactamente el lugar que cada una de ellas ocupaba en mi propio Gran Árbol.
Tenía una instantánea de la diversidad genética de toda la especie humana. A partir de aquí no se podía parar la cascada y retrocedí con las correlaciones a través de milenios.
Para 2017, las peores previsiones de Lena se habían hecho realidad. Se habían proclamado decenas de Adanes distintos en todo el mundo y la tendencia era buscar el linaje paterno común de poblaciones cada vez más pequeñas que convergían en antepasados cada vez más recientes. Ahora muchos de ellos eran supuestamente figuras históricas. Grupos rivales griegos y macedonios se daban tortas por resolver la cuestión de quién tenía derecho a llamarse los Hijos de Alejandro Magno. En tres repúblicas de la Europa del este, la clasificación étnica mediante el cromosoma Y se había convertido en política del gobierno y, supuestamente, en política corporativa de algunas multinacionales
Cuanto más pequeña era la población analizada, obviamente —a no ser que la endogamia fuera descomunal— menos probable era que los analizados fueran a compartir realmente un único Adán. Por ello el primer antepasado masculino que se identificaba pasaba a ser «el padre de su pueblo»... y todos los demás pasaban a ser una especie de violadores bárbaros mancillagenes, cuya repulsiva huella aún se podía detectar. Y eliminar.
Me pasaba las noches en vela hasta el amanecer, tratando de explicarme cómo podía haber acabado en medio de tanto conflicto sobre un asunto tan estúpido. Seguía sin ser capaz de confesarle a Lena lo que pensaba realmente y así, iba de un lado para otro de la casa con las luces apagadas, me encerraba en mi estudio con las contraventanas a prueba de balas cerradas y le echaba un vistazo a la última tanda de cartas amenazantes —de papel y electrónicas— y buscaba la prueba de que algo de lo que pudiera descubrir sobre Eva tendría el menor efecto positivo en alguien que no fuera ya un partidario fanático de los Hijos. Buscaba algún indicio de que podía esperar algo más que predicar a los conversos.
No encontré el estímulo que buscaba, pero leí una postal que me animó un poco. La remitía el Sumo Sacerdote de la Iglesia del Sagrado OVNI, desde Kansas City.
Querido terrícola:
¡Haga el favor de usar el CEREBRO! ¡Como todo el mundo SABE en esta era CIENTÍFICA, en los tiempos que corren el origen de las especies NO ESCONDE NINGÚN SECRETO! Los africanos llegaron aquí después del DILUVIO provenientes de Mercurio, los asiáticos de Venus, los caucásicos de Marte y los pueblos de las islas del Pacífico de asteroides varios. ¡Si no tiene las FACULTADES OCULTISTAS NECESARIAS para proyectar rayos desde los continentes hacia el PLANO ASTRAL y comprobarlo, un simple análisis del TEMPERAMENTO y del ASPECTO debería dejárselo claro incluso a alguien como USTED!
Pero por favor, ¡no ponga PALABRAS en mi BOCA! Que todos vengamos de PLANETAS distintos no significa que no podamos ser AMIGOS.
Lena estaba muy preocupada.
— ¿Pero cómo vas a dar una conferencia de prensa mañana, si Primo William ni siquiera ha visto los resultados finales todavía?
Era el sábado 28 de enero de 2018. Le habíamos dado las buenas noches a los guardaespaldas y nos habíamos ido a la cama. Vivíamos en un búnker de hormigón reforzado que los Hijos habían instalado para nosotros después de un desagradable incidente en uno de los países bálticos.
—Soy un investigador independiente —dije—. Tengo libertad para publicar datos en cualquier momento. Eso es lo que dice el contrato. Cualquier avance en la tecnología de medición tiene que pasar por los abogados de los Hijos, pero no los resultados paleogeneticos.
Lena lo intentó por otro flanco.
—Pero si este trabajo no ha sido revisado por...
—Ha sido revisado. Nature ya ha aceptado el artículo; lo publicaran un día después de la conferencia. Es un hecho. —Sonreí inocente—. Sólo lo hago como un favor para el editor. Dice que aumentara las ventas del número.
Lena se quedó callada. En los últimos seis meses le había ido contando cada vez menos cosas sobre el trabajo. Había dejado que pensara que había problemas técnicos que estaban frenando cualquier progreso.
— ¿Ni siquiera me vas a decir si son buenas o malas noticias? —dijo finalmente.
Fui incapaz de mirarla a los ojos, pero negué con la cabeza.
—Nada que haya pasado hace 200.000 años puede ser noticia.
Alquilé un auditorio para la conferencia de prensa —lejos de la torre de oficinas de los Hijos—, que pagué yo mismo. También contraté a un servicio de seguridad independiente. Ni Sachs ni sus colegas directivos estaban impresionados, pero aparte de secuestrarme poco podían hacer para cerrarme la boca. Nunca habían llegado a sugerirme que falsificara los resultados que querían; pero la presunción no escrita de que sólo los «datos correctos» se publicarían con tanto bombo siempre había estado ahí... y los Hijos tendrían un amplio margen para ser los primeros en darle su enfoque.
Detrás del podio, las manos me temblaban. Se habían presentado unos dos mil periodistas de todo el planeta y muchos de ellos llevaban símbolos de afiliación a uno u otro antepasado.
Carraspeé y empecé. La técnica EPR ya era algo conocido, no había necesidad de volver a explicarla. Me limité a decir:
—Me gustaría mostrarles lo que he descubierto acerca del origen del Homo sapiens.
Las luces se atenuaron y a mi espalda apareció un holograma gigante de unos treinta metros de alto. Anuncié que era un árbol genealógico —no un historial aproximado de genes o mutaciones, sino un diagrama exacto, generación por generación, masculinas y femeninas, de toda la población de seres humanos— desde el siglo IX hacia atrás. Un denso matorral con forma de embudo invertido. El público permaneció en silencio, pero la impaciencia se palpaba en el aire. Esta maraña de mil millones de minúsculas líneas era indescifrable, no les decía absolutamente nada. Pero esperé a que el diagrama impenetrable diera un giro completo muy despacio.
—El reloj mutacional del cromosoma Y se equivoca —dije—. He ubicado los antepasados paternos de grupos con tipos Y similares hasta cientos de miles de años atrás en el tiempo, y nunca convergen en un único hombre.
Empecé a oír un murmullo de descontento. Subí el volumen del amplificador y lo ahogué.
— ¿Por qué no? ¿Cómo es posible que haya tan poca variedad mutacional, si el ADN no surge de una única fuente reciente?
Apareció un segundo holograma, una doble hélice, un esquema de la región del tipo Y.
—Porque las mutaciones se repiten, una y otra vez, exactamente en las mismas ubicaciones. Si se comete el mismo error de copia dos o tres veces (o cincuenta) en la misma ubicación, seguirá pareciendo que sólo está a un paso del original.
El holograma de la doble hélice se dividió y se copió, se dividió y se volvió a copiar; las diferencias acumuladas en cada generación resaltaban.
—Las enzimas correctoras de nuestras células deben de tener puntos ciegos específicos, debilidades específicas, como palabras que se deletrean mal fácilmente. Y aún existe la posibilidad de que aparezcan errores completamente aleatorios, en cualquier ubicación, pero sólo en una escala temporal de millones de años.
»Todos los Adanes del cromosoma Y —dije— son una fantasía. No existen padres individuales para ninguna raza, tribu o nación. Para empezar, los europeos del norte actuales tienen más de mil linajes paternos distintos que datan del final la Edad de Hielo. Esos mil antepasados, a su vez, son los descendientes de más de doscientos emigrantes africanos masculinos distintos.
En el laberinto gris del Árbol aparecieron una serie de colores intermitentes que resaltaban ligeramente los linajes.
Algunos periodistas se levantaron como resortes y se pusieron a insultarme a gritos. Esperé a que los guardias de seguridad los escoltaran fuera del edificio.
Paseé la mirada por el público buscando a Lena, pero no la vi por ninguna parte.
—Lo mismo puede decirse del ADN mitocondrial. Las mutaciones se sobrescriben unas a otras; el reloj molecular se equivoca. No existió ninguna Eva hace 200.000 años.
La gente, airada, empezó a protestar, pero yo seguí hablando.
—El Homo erectus salió de África... docenas de veces durante un periodo de dos millones de años, y los emigrantes nuevos se mezclaban con los viejos, nunca los sustituían.
Apareció un globo, el Viejo Mundo, tan recargado con rutas entrecruzadas que resultaba imposible apreciar un solo kilómetro cuadrado de suelo.
—El Homo sapiens surgió en todas partes al mismo tiempo y se mantuvo como una especie, por todo el mundo, en parte debido al flujo genético emigrante y en parte a las mutaciones paralelas que invalidan todos los relojes: mutaciones que se producen de manera aleatoria, pero con tendencia a producirse siempre en las mismas ubicaciones.
Un holograma mostró cuatro fragmentos de ADN que iban acumulando mutaciones. Al principio, conforme la escasa dispersión aleatoria los iba afectando de manera distinta, los cuatro fragmentos se iban diferenciando cada vez más, pero a medida que las mismas ubicaciones vulnerables se veían afectadas, prácticamente acabaron teniendo las mismas marcas.
—De modo que las diferencias raciales modernas vienen como mucho de hace dos millones de años, heredadas de los primeros Homo erectus emigrantes, pero toda la evolución posterior ha ido en paralelo, en todo el mundo... porque el Homo erectus en realidad nunca tuvo elección. En unos dos millones de años escasos las distintas climatologías podían favorecer distintos genes para adaptaciones locales superficiales, pero todo lo que conduce al Homo sapiens ya estaba latente en el ADN de cada uno de los emigrantes antes de que salieran de África.
Los partidarios de Eva se quedaron callados momentáneamente, tal vez porque ya no tenían claro si el panorama que estaba pintando nos unía o nos separaba como especie. La verdad era gloriosamente turbia, demasiado complicada para estar al servicio de cualquier agenda política.
—Pero si alguna vez hubo un Adán o una Eva —proseguí—, existieron mucho antes que el Homo sapiens, mucho antes que el Homo erectus. Tal vez fueran... ¿Australopitecus?
Hice aparecer dos figuras simiescas, peludas y encorvadas. La gente empezó a lanzar las cámaras de vídeo. Debajo del podio tenía un botón, lo pulsé y delante del escenario se alzó un escudo gigante de plexiglás.
— ¡Quemad todos vuestros símbolos! —grité—. Masculino, femenino, tribal y global. Abandonad vuestras patrias y vuestras Madres Tierra: ¡es el fin de la infancia! Profanad a vuestros antepasados, follad con vuestros primos: limitaos a hacer lo que os parezca que está bien porque está bien.
El escudo se rajó. Salí corriendo hacia la salida de emergencia. Los guardias de seguridad habían desaparecido todos, pero Lena me esperaba en el aparcamiento subterráneo dentro de nuestro Volvo blindado, con el motor en marcha. Bajó el cristal espejado de la ventanilla.
—Vi tu numerito en la red.
Se me quedó mirando con tranquilidad, pero en sus ojos había rabia y dolor.
Ya no me quedaba adrenalina en el cuerpo, no tenía fuerzas, ni orgullo. Me caí de rodillas al lado del coche. —Te quiero. Perdóname.
—Anda, sube —dijo—. Tienes muchas cosas que explicar.
Fin