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enero 19, 2014
Mucho después que los últimos visitantes salieran del templo, después que el tiempo empezara a pasar casi inadvertido en un flujo profundo, sin escarceos, una figura apareció, muy distante, irreconocible a través de los tejidos de muaré, delgados como una película, de las auroras. La figura no prestó atención a los pasajes entre las cortinas de luz, que llevaban lenta y finalmente a la única estructura de las montañas, la única cosa en que se encontraban. Mientras la figura atravesaba las membranas, estas se enturbiaban, se desteñían, volvían a matizarse y unirse. El custodio del templo pudo seguir la senda enojada y violeta de la curación de las membranas, y sus propias heridas le dolieron en armonía. El custodio apretó más los brazos en torno a sus rodillas huesudas, y contempló la figura que se acercaba con ojos grandes, reflexivos, parpadeando pausadamente.
El custodio había estado solo durante tanto tiempo que su aislamiento se había convertido en hábito; por un momento, confió en que la figura fuera un vagabundo, perdido pero con necesidad de proseguir, de manera que él pudiera indicar una dirección y poner en camino al extraño. Podía ver, por entonces, que se trataba de una persona. Su avanzar era directo, con un objetivo determinado. El custodio se preguntó cómo habría encontrado el camino, sin seguir el laberinto. El cielo quedaba oscurecido entre las cortinas.
Vio que el extraño estaba fatigado. Ni tropezaba ni se tambaleaba, pero venía con mucha lentitud. Conforme se acercaba, las auroras parecían estorbarle. Atravesó el velo final, dio un traspié, cayó contra el muro bajo, extendió las manos para cruzarlo, y falló. El custodio sólo vio su mano, dos dedos y un pulgar negros, puntas de garras plateadas, sobre piedra gris.
El custodio se levantó y renqueó por el patio, andando más deprisa que cuando había deseado ocultar la cojera. Un latido pulsaba en la muñeca que tocó, demasiado lento, demasiado débil. Sus manos vacilaron, tocando huesos delicados a través de bandas delgadas de músculo y piel suave como la de un topo. Volvió a descubrir la sensación del contacto, el roce de pelo tan corto como puede ser comparado con lo mismo, la calidez del tacto. Había transcurrido mucho tiempo desde que el custodio tocó a otra persona, incluso desde que saludó a la última.
El latido de su corazón se aceleró.
La figura delgada respiró dos veces, poco profundamente, con rapidez, mientras el custodio la tocaba. Vio los ángulos anormales de los huesos rotos del extraño, y le dio la vuelta suavemente, en una caricia, para poder levantarlo.
Retrocedió, sintiendo culpabilidad. Esta persona era un joven, alguien que aún no había tomado una decisión. Sus manos fueron más dulces al levantar al joven... Dulcemente, como se lleva a un niño.
Colocó al joven en su duro lecho fuera del templo. El colapso debió de haber sido por el dolor. El largo tercer dedo de la mano izquierda estaba roto, y el ala que sostenía yacía estrujada como una vela iónica destrozada. El custodio abrió la oscura ala, apartando largos y frágiles dedos de la parte interna del brazo, donde habían intentado plegarse. Ningún hueso había perforado la piel, ni las blandas membranas estaban desgarradas o cortadas. El ala podía sanar. El custodio se dispuso a enderezar los huesos.
Confió en que el cuidado superara la falta de conocimientos y evitara que el joven quedara tullido. Cuando casi había terminado, sé dio cuenta de que estaba siendo observado. Levantó la vista.
Se las arregló para no apartar la mirada rápidamente. El joven tenía unos ojos verde pastel que afeaban su rostro bien formado. El custodio volvió a mirar el ala rota del joven, como si fuera la cosa más natural que debía hacer.
—He hecho todo lo que he podido con tu mano —dijo, hablando como se habla con niños y jóvenes.
—Intenté volar sobre las auroras —el tono era desafiante, orgulloso, esperaba un castigo.
—Eso es peligroso —dijo apaciblemente el custodio—. Por encima del templo, la atmósfera era tan confusa como los pasajes de cortinas luminosas.
—Esperaba morir.
—Profunda desesperación, para alguien tan joven.
—Esto se muere —dijo el joven—. Todo se muere.
El custodio comprendió que el joven se mostraba medio irracional por culpa del dolor y el agotamiento.
—Duerme —dijo.
—¿No me crees? ¿No lo sabías? Se supone que eres un vidente...
—Eres muy cínico.
El joven no respondió, se volvió, intentó torpemente doblar el ala entablillada.
—Es menos sólida que la tierra —dijo el custodio—. Deberías ser más moderado.
—¿Por qué me has ayudado? ¿Por qué te preocupas? —gritó el joven en señal de confusión, odio, pena.
—Duérmete —dijo el custodio.
Se dirigió al interior del templo para efectuar sus tareas, que eran escasas; una tradición vacía. El dios había partido, mucho antes que sus últimos y ridiculizados devotos, como siempre hacen los dioses. El custodio lo sabía, y no se permitía ilusiones respecto a su condición. Era suya por casualidad, suerte y respuesta al dolor, no un obsequio divino. Hacía libaciones para un recuerdo, para un dios auténtico, el alma de las cosas inconscientes, que no había envejecido sino que se había ido.
Cuando terminó sus prácticas rituales, el custodio volvió con el joven, que dormía el sueño de la curación. Palpó el pulso del cuello y la temperatura y le pareció que ninguna de las dos cosas era suficientemente elevada. El metabolismo precario, rápido, de su especie debía acelerarse cuando le correspondía curar. El custodio se encorvó junto a la cama, preocupado de nuevo. A lo largo del patio de piedra gris, inútil como el aislamiento, el ala rota, fina y amplia del joven yacía extendida perdiendo calor. El custodio no cambió su posición durante un rato bastante largo. Por fin volvió, penosamente, y se tendió en el estrecho camastro. Con gran pudor, y con cierta desgana culpable, envolvió al joven con su propia y única ala buena. Después, también se durmió.
Mucho tiempo había pasado desde que venía alguien a inducir profecías, a esperar mientras él se agachaba ante el altar, durmiendo-vigilando, en trance. Ahora, tumbado junto al joven, percibió una visión en el borde de su mente, pero demasiado distante y débil para captarla. Todos los recursos del joven estaban concentrados dentro; no quedaba nada para resonancias. Después de agotarse esforzándose por llegar hasta la visión del sueño, el custodio sólo soñó. Despertó con recuerdos de estrellas cercanas y tentadoras, y un ambiente elevado y enrarecido, y una agitada sensación de pérdida. Había soñado que volaba con su propia pareja, tan alto que la tierra se curvaba debajo, color amarillo y castaño, con jirones blancos de nubes. El cielo era púrpura y oro a la luz del día, oscureciéndose hasta azul claro en el horizonte, negro y plata por la noche. Había amado a su pareja, pero ella había muerto, y él había amado la noche, pero la noche estaba fuera de su alcance.
El custodio permaneció inmóvil, sin deseos de moverse y renovar el dolor. Pero tenía que actuar; su calor había ayudado un poco, mas el cuerpo del joven necesitaba comida para mantenerse.
Las provisiones del custodio no eran muy apropiadas para proporcionar energía suficiente. Nadie traía carne ya, y él no podía cazar. Estaba tullido, sólo era apto para servir a un dios abandonado. Abrió su ala, la plegó en silencio, y se levantó, para preparar pasta de semillas y caldo. Se movió lentamente, enmascarando el dolor con cautela, y con la apariencia del garbo. Antes, cuando venía gente, su porte para con los visitantes había sido igualmente garboso, y los niños perdían su reticencia, sólo después de un rato. Los adultos preferían simular recelo y temor, porque venían al templo a mantener alta su excitación, a combatir la impaciencia, igual que planearían sobre un volcán vivo o acosarían un torbellino. A veces el miedo podía ser real. Si se quedaban tiempo suficiente, el custodio podía narrar sus muertes con visiones enigmáticas que no reconocerían hasta que fueran inminentes. Así eran los videntes. Pero la gente se había ido; ya no le necesitaban. En realidad hacía mucho tiempo que habían dejado de necesitarlo, y quizá nunca lo habían necesitado.
El custodio llevó el caldo afuera y acercó el cuenco, poco hondo, a los labios del joven. Medio despierto, ojos entreabiertos, éste pareció no darse cuenta del sabor vegetal. El custodio sintió los músculos, delgados y apretados, y la piel lisa apoyada en su mano, pero al mismo tiempo vio otra vez los ojos repulsivos. Eran iguales que las plantas o criaturas blandas, gelatinosas, que crecían en la oscuridad y morían a la luz del sol. El custodio envidió las alas del joven, pero le daban pena sus ojos. Su paciente jamás podría volar mucho más alto que las nubes sin quedarse ciego.
El joven murmuró de un modo incomprensible y sacudió la mano del custodio de forma que el cuenco, casi vacío, cayó estruendosamente en el pavimento de piedra. El custodio se sentó sobre los talones, pero el joven dormía de nuevo. Al cabo de unos momentos, el custodio volvió a tumbarse en el camastro y abrió su ala buena. Deslizó la mano por el pecho del joven, suave, dulcemente, siguiendo líneas agudas de costillas, piel blanda. El joven cambió de posición. Repentinamente culpable, el custodio apretó sus dedos tentadores hasta formar un puño, y se quedó rígido.
Entre las auroras, un día no era distinguible del siguiente. Las cortinas de luz eran una pantalla contra el sol y abrillantaban la oscuridad. Sin oscuridad o luz como tosca guía, el custodio no tenía la menor idea de cuánto tiempo dormía el joven. Sólo sabía que su tiempo se hacía más difícil. No podía evitar tocar al joven, que necesitaba ser alimentado y mantenido caliente y limpio, y cuyos tendones y músculos de las alas se contraerían sin masaje. El custodio trabajó duro sobre el joven, intentando pasar por alto sus sentimientos, intentando controlarlos.
Sin embargo, ¿quién iba a enterarse si él arrastraba sus manos a lo largo del delgado cuerpo, extendía a medias las garras cortas y plateadas, trazaba apretadas líneas de amor junto a la piel? Podía abrazar al durmiente, extendiendo ambas alas, y nadie se apartaría ante el rudo contacto de una tela gruesa y andrajosa. Los niños acariciaban y exploraban los genitales andróginos de otros niños... ¿Por qué él iba a refrenarse? Palabras musitadas podían afectar en una decisión aún por tomar, palabras y la persuasión de manos expertas, incluso a través del sueño. Y si el joven despertaba, ¿qué derecho podía aducir alguien tan feo? ¿Quién sino un tullido tomaría una pareja así? ¿A quién más podía importarle?
Abrió los ojos en contra de sus fantasías, y sintió vergüenza. Las auroras —su orgullo, su prisión— latían al otro lado de la baja pared de piedra.
A veces, cuando se sentía más cínico y más solo, el custodio se calmaba asegurándose que era el más digno de su gente, tan fuerte (¿acaso no estaba vivo?) como para permitirse bondad e incluso misericordia. Pero de los escasos crímenes que su gente reconocía, la acción que él meditaba ahora era el peor.
Había estado en soledad largo tiempo. Había comprendido su soledad, pero jamás la había aceptado. Era un ser orgulloso, pese a sus heridas. Podía haber sido amargo y cruel, o vanidoso y fútil, pero incluso para eso se había mostrado demasiado orgulloso, demasiado orgulloso para permitir que la desesperanza le cambiara hasta cuando no quedó nadie que ver. Ahora empezaba a temer que su fuerza y orgullo estuvieran casi exhaustos. Atraído, pese a la fealdad de los ojos pastel, el custodio notaba que se estaba enamorando. Se esforzó en pensar en el joven en género masculino. Cuando el joven... Cuando él despertara, eso hasta podía ser más influyente que tratarlo como un ser sexuado mientras dormía, pero su despertar forzaría al custodio a alejarse de sus fantasías.
Y quizás el joven se acercaría a él, en la forma que era correcta y adecuada, y las fantasías ya no serían necesarias.
El custodio supo que los huesos habían soldado, bien o mal, cuando la temperatura del joven bajó a normal incluso mientras él lo tapaba. Plegó su ala y rodó a un lado, no deseando estar tan cerca cuando el otro despertara. Se levantó, lentamente, y cojeó hacia el templo. Más tarde, al finalizar sus tareas ante el antiguo altar, escuchó movimiento fuera.
El joven, despierto, estaba tirando de la tablilla. El custodio se acuclilló junto a él y apartó la mano del muchacho.
—Estoy curado, ¿no? No me habría despertado, si no.
El custodio, en sus fantasías, había olvidado o desestimado la hostilidad del joven; ahora el detalle lo había desconcertado.
—Espero que estés curado —dijo suavemente.
Quitó la tablilla y extendió el ala con delicadeza. La membrana estaba blanda, y fría. Apartar sus manos era casi imposible, pese a que el joven estaba despierto. La línea del hueso era clara, limpia bajo la piel, ligera. El hueso no estaba cicatrizado, aún estaba hueco.
—Deberás moverla varios días antes de exigirle que soporte tu peso.
El joven tocó la fractura con su otra mano, se levantó, y abrió las alas hasta su envergadura máxima, estirándose. Sonrió, pero el custodio detectó un ligero hundimiento en el ala, una debilitación de músculos no usados, una contracción de tendones.
—Creo que volverás a volar —dijo, y era verdad.
De repente el joven dejó caer las alas, tambaleándose, la sonrisa desaparecida, debilitado por su esfuerzo moderado poco después de despertar. Todos sus huesos sobresalían; su cuerpo había quedado famélico, y necesitaba tiempo para recuperarse. El custodio extendió las manos, estabilizó al muchacho, que reculó cuando la punta del ala que no se plegaba lo rozó. El custodio alzó los ojos; después de hacer frente a su mirada, el joven desvió los ojos.
—Deberíamos, tal vez, ser tolerantes con las debilidades mutuas —dijo el custodio, herido.
—¿Por qué? Nada te obligó a ayudarme. No te debo nada.
El custodio accionó la palanca de sus piernas para levantarse, caminó unos pasos, se detuvo.
—No —dijo—. Podía haber dejado que curaras con los huesos torcidos —oyó el movimiento de las alas que se abrían poco a poco, las puntas rozando el suelo.
—Habría muerto —dijo el joven, como si al vivir estuviese cometiendo algún crimen.
—Eso pensaron de mí cuando me abandonaron a los carroñeros en la llanura de caza —le respondió el custodio.
El joven no dijo nada durante un rato. El custodio se preguntaba cómo él había logrado sobrevivir a la infancia: alguien debió de haberse preocupado muchísimo, o quizás nadie en absoluto. Debió de haber sido protegido con ferocidad o pasado por alto prácticamente hasta que su estado consciente despertó y tuvo demasiada edad para ser abandonado. Dejarlo morir habría sido más bondadoso que dejarlo vivir como un desecho.
—Y te dejaron aquí. ¿Por qué ayudas, en vez de odiar?
—Quizá soy débil, y no puedo soportar la visión del dolor.
El joven alzó la mirada deliberadamente en dirección a los ojos del custodio, manteniéndola firme. Su expresión era burlona. Los dos sabían que el custodio jamás habría vivido si hubiera sido débil. El joven fue quien apartó la mirada antes, quizá por el hábito de ocultar sus ojos para que los demás lo toleraran.
El joven abrió el ala, largo dedo tras largo dedo. La membrana era tan lisa, tan lustrosa, que las auroras se reflejaron en ella, púrpura y amarillo, igual que llamas.
—Duele —dijo.
—Sin embargo, debes moverla. Puede ser útil que yo te ayude a extenderla —abrió un poco su ala rota, mostrando los huesos deformados por tendones acortados—. Sabía qué debía hacerse mientras yo dormía.
El joven contempló el ala un largo instante, fascinado, horrorizado.
—Por favor, recógela.
El custodio contrajo los dedos hacia la parte interior del brazo, doblando el codo para que encajaran. El desgarrado borde del ala quedó colgando suelto.
—Lo siento.
—No importa.
Sus conversaciones eran cristalinas. El custodio habría preferido dejar de tocar al joven por completo, pero él necesitaba ayudar con el ala, y se negaba a permitirse exteriorizar su desilusión con una persona. Había confiado en que sus deformidades cesaran de importar; que no fuera así difícilmente era por culpa del joven. La aversión del muchacho quizás era menor que la de otros, y tal vez estaba debilitándose, pero seguía presente, innegable, inevitable.
El custodio empezaba a creer que también él mismo podía haber muerto. Había tenido la fuerza suficiente para amortiguar la caída, la fuerza suficiente para arrastrarse hasta un matorral espinoso lejos de los carroñeros, la fuerza suficiente para dormir once días y vivir. Recordaba haberse despertado, atisbando a través de ramas retorcidas y armadas de púas a gente agachada que le observaba y prestaba atención a sus murmullos proféticos. Había alguien que llevaba listones de madera y alguien más que llevaba hábitos funerarios, aguardando a que sus alas estuvieran rígidas y abiertas para arrojarlo si moría. Incluso entonces, con su piel estirada sobre sus huesos despojados, había tenido la fuerza suficiente para arrastrarse hacia ellos, para hacer un acto deliberado y decirles que viviría, que podían ayudarle adecuadamente y aceptarle como su vidente. Pero su fuerza no era suficiente para esta soledad y desolación.
Un chillido penetrante lo despertó de un sueño ligero y lo dejó medio despierto, confundido, exhausto. Oyó otro sonido, un grito bruscamente interrumpido. Plegó sus alas y avanzó hacia el patio.
Encontró al joven sentado, apoyado en la pared del templo, sorbiendo la yugular de un ciervo-conejo muerto tan recientemente que una pata trasera aún temblaba en un espasmo muscular.
—¿De dónde has sacado eso? Los animales nunca llegan más allá de las auroras.
El joven, delicadamente, empezó a partir al pequeño animal por las articulaciones principales.
—A lo mejor pensó que tú le contarías su futuro —extendió sus garras plateadas y empezó a desgarrar la carne de un hueso estrecho.
—Yo no me burlo de ti.
El joven acosó con sus manos el cadáver durante un rato. Levantó la mirada, y las auroras se reflejaron en sus ojos y los iluminaron de un modo horrible.
—¿No los odiaste cuando te diste cuenta de que te iban a abandonar? ¿No quisiste acuchillados y desgarrarlos y exigirles que te explicaran con qué autoridad pretendían que a ti no te importaba?
Al cabo de un momento, el custodio dijo:
—Me afligí.
Había entrado en el templo y permanecido cerca de la pared trasera, ante la figura de piedra que se desmoronaba de vieja y descuidada. El custodio fue el primero en muchos siglos que había ofrecido a la estatua algo que hasta se parecía a fe. Lenta, penosamente, había aflojado los dedos de sus alas hasta que las membranas cicatrizadas quedaron medio plegadas a su alrededor.
—¿Por qué me han ayudado? —había gritado—. Si no necesitaban un oráculo, ¿por qué me han ayudado? Y si necesitaban uno, ¿por qué me abandonaron?
Pero el viejo dios no había dado respuesta, porque si la fe del custodio era real, no había bastado para hacer volver al dios.
—Me afligí —repitió el custodio.
Esperaba desprecio, pero el joven bajó los ojos y acarició el manchado pellejo del conejito.
—También nuestro mundo se aflige —dijo en voz baja—. Robaron su espíritu, y sorbieron toda la vida. Nuestra gente no hizo más que tratar de huir, pero se lamenta.
El custodio tocó el hombro del muchacho, con suavidad.
—Debo parecerte solitario. Pero con el tiempo... El joven emitió un sonido de disgusto.
—No hay tiempo. Espero... Espero que hayan de volver. Espero que tengan que volver corriendo a este mundo aborrecido porque lo encontrarán muerto, devastado e inadecuado para mantenerlos, y morirán.
—No habrá regreso en esta generación. Soñé las muertes de algunos de los que partieron, y no habrá ningún desastre. Las naves seguirán, al menos durante nuestras vidas.
El joven se levantó, dio algunos pasos, con los músculos tensos, colérico, abrió las alas, dejó que las puntas desempolvaran las piedras. Sus garras todavía estaban ensangrentadas.
—Deberías dejar que te repongan tus fantasías...
—Son todo lo que tengo que ofrecer, nada más.
—Pero no alcanzaron para nuestra gente, y todo lo que tú haces es afligirte —el joven se volvió y plegó las alas sobre sus brazos con aquel movimiento rápido, garboso y fluido—. Algo sucederá, algún día, y tendrán que volver. Extenderán las velas y captarán los rayos de algún sol distante, y se sentirán agradecidos por tener algún lugar al que regresar. Pero jamás se molestaron en considerar el mundo, sólo se preocuparon por los modos de abandonarlo. Por eso se muere ahora, y cuando ellos vuelvan arrastrándose no quedará nada.
El custodio comprendió.
—Debes tener ilusiones por culpa de tu pena y tu dolor —dijo—. Un mundo no puede morir.
El joven lo miró ferozmente, y su mirada no varió; como si con su ira pudiera olvidar su vergüenza.
—Este mundo se muere. Si durmieras y te armonizaras con él, de la forma que lo hacías con la gente, lo verías. Sal sí no de tu prisión, y echa un vistazo.
—Jamás dejaré el terreno del templo. El joven cerró los ojos, resignado.
—Entonces, siéntate y espera hasta que también mueran las auroras.
Dejó solo al custodio, y se alejó con las puntas de sus hermosas alas arrastrándose en el polvo.
El custodio quería despreciar al joven como a un desequilibrado, pero nada era tan fácil. Era cierto que su gente se había preocupado más por el cielo y las estrellas cercanas que por el mundo en que se apoyaban. Era simplemente natural que esto fuera así para una gente capaz de remontarse tan alto que la tierra se curvase bajo su vista, admitiendo sin defensa su pequeñez e insignificancia. Simplemente natural para una gente cuyos niños hacían planeadores de juguete con alas elevadoras por instinto. Las estrellas estaban tan cerca, pendían en el cielo tentadoras, hipnóticas. El custodio y su pareja, en su barco iónico, viajando más allá de la bahía entre el mundo y su luna, habían navegado de vista y se habían sentido solos. Y él había visto las naves iónicas, cuando la idea aún era una fantasía, en visiones. Incluso antes de que la primera nave estuviera terminada, él había visto miles de ellas, llevando toda la gente, desplegar sus velas enormes y captar los rayos del sol y empezar a moverse lenta, muy lentamente, hacia una estrella que los pasajeros ya sabían que tenía planetas en los que poner sus pies y partir de nuevo.
Su gente sabía mucho de estrellas. Pero él no podía decir que el mundo no estaba muriendo. Al cabo de un rato, se levantó despacio y fue a buscar al joven.
—¿Qué pretendes hacer?
El muchacho bajó el brazo y cogió una piedra pequeña.
—¿Qué se puede hacer allí? Casi deseo que me hubieses dejado morir.
Sopesó el guijarro como si fuera a lanzarlo hacia las auroras. El custodio se sobresaltó, y vio vacilar al joven. Creyó que lanzaría la piedra de todos modos, pero el joven bajó la mano y arrojó la piedra al suelo.
—Si supiera qué hacer, no haría nada.
—Todavía queda gente...
—Tú y yo podemos ser los últimos, por lo que yo sé. A lo mejor todos los demás se han suicidado. Me parecería triste negar el descanso a un santuario.
—¿Ambos debemos estar solitarios?
El joven volvió la espalda, encorvó los hombros. El custodio creyó que estaría ofendido por las implicaciones.
—No quise decir nada impropio...
—Las tradiciones están tan muertas como el dios de tu templo —contrajo las alas—. Querrías que me quedara.
—No pediría nada.
—Lo esperarías.
—Uno no puede controlar sus sueños.
—Me quedaré algún tiempo. Más tarde, el custodio se durmió, solo en la cerrada y opresiva oscuridad del templo. Esperaba una visión del joven, solo en cierto futuro que no incluía al custodio. Jamás había visto parte alguna de su destino en sus profecías; eso le hacía temer de un modo extraño que nadie se quedaría con él jamás. No creía poder influir en el futuro.
Quizá, sí, el futuro debía influir en él.
Vio su mundo, por primera vez desde que había llegado al templo, y vio que el joven tenía razón. Esqueletos de ciervos-conejo yacían esparcidos en la llanura de caza, y las enredaderas que trepaban a los pináculos rocosos de nidos se marchitaban y morían. Hasta los arbustos espinosos, que podían crecer donde ninguna otra cosa vivía, se secaban, desmenuzaban y abrasaban. La muerte de su mundo sería lenta, pero los lugares que el custodio veía, desiertos, estaban agonizando. No podía afirmarlo realmente, pero creía que él moriría primero. Sus visiones jamás le habían asustado hasta entonces; ahora salió de su sueño chillando.
Suaves alas crujieron a su lado.
—¿Soñabas?
—Sí.
—¿Hay alguien más vivo? —en la oscuridad, la voz juvenil era ansiosa.
—No he visto a nadie —dijo el custodio.
—Ah —dijo el joven, satisfecho.
—No soy omnisciente.
—Verías lo que es importante.
—Quedaba otra gente.
—No tenían nada que los mantuviera vivos. Ni tu fuerza, ni mi odio.
—Nos haces demasiado únicos.
—Espero que no —dijo el joven—. Creo que tu visión era correcta, y que tus esperanzas son falsas. El custodio se sentó, no deseaba volver a dormir.
—Jamás lo sabré.
—Saber esa verdad te heriría.
El tono contenía una compasión que parecía extraña después del regocijo por la muerte, pero el custodio la agradeció. Observó la sombra del joven que se movía por el suelo de piedra hasta la entrada y permanecía bajo la luz oscilante. El custodio se levantó y siguió al muchacho, deteniéndose detrás de él, muy cerca, a su sombra. El joven empezó a hablar, de un modo incierto.
—Cuando el último de ellos partió, los seguí tan lejos como pude, hasta que el sol fue tan brillante que creí que me quedaría ciego... No pude verlos, pero no creo que ninguno de ellos mirara atrás.
—No lo hicieron —dijo el custodio, y el otro no cuestionó su conocimiento—. Mirar atrás no es el carácter de nuestra gente. Creo que jamás necesitarán hacerlo.
—Y si no lo hacen..., ¿es ridícula mi determinación?
El custodio habló con mucha precaución, temeroso de ir demasiado lejos.
—Quizás. O fútil. Te negarías a ti mismo antes que a ellos.
—Yo... Pensaré en eso.
Detrás del joven, el custodio asintió en silencio.
—¿Querrías comer?
—De acuerdo.
El joven no había reparado en la comida mientras dormía, pero despierto, le parecía menos que agradable.
—Saldré y cazaré cuando pueda volar otra vez —dijo. —Estoy acostumbrado a esto. Las auroras son un largo camino que deberías recorrer.
—Es mejor que permanecer aquí.
—También a eso estoy acostumbrado. Pero caza, si es lo que deseas.
—¿Pronto?
—Sí. Casi está a punto.
—Aún está rígida.
—Debes dejar de cuidarla —sorbió su caldo—. Volveré a darle masaje.
El palpamiento se parecía mucho a los movimientos del amor. El custodio no recordaba haber tocado a una persona antes de este joven desde la noche en que murió su pareja. Habían estado volando. Ella había envejecido, pero aún era hermosa, y había tomado la decisión de morir.
Así eran las cosas. El custodio había elegido a su pareja y había tomado su decisión de vincularse con ella cuando ella era adulta mientras él aún no lo era. Media vida antes, ella aún no adulta, se había enamorado de otro macho y se había unido a él, y con el tiempo el varón había envejecido y muerto.
Ahora, ella no deseaba quedar desvalida. Haría lo que su gente había hecho siempre, y haría por siempre al llegar la hora de morir. Y el custodio aceptaría su decisión, y llevaría sus velos, como las parejas de los viejos habían hecho siempre, y harían por siempre. Sus hijos, uno joven, otro adulto desde hacía poco, se despidieron de ella. Debían haber sido tres, pero el segundo nació con un ala deformada, y por eso lo abandonaron.
Volaron juntos mucho rato. Ninguna nube obstruyó su visión de la llanura de caza. De haber estado hambrientos podrían haber comido opíparamente con carne caliente y sangre fresca, pero aquella última noche no deseaban cazar. Bebieron un vino espeso y salado y se remontaron a más altura, mareados. Ella rozó la punta del ala contra la mejilla del custodio, retrocedió y descendió y acarició su pecho y su estómago. Ella se echó a reír, e hizo observaciones lascivas y gozosas sobre quienquiera que se convirtiera en el siguiente miembro de su larga línea matrimonial. Ella le deseó felicidad y arrancó un velo plateado de la banda de su tobillo. El la enguirnaldó con más velos. Desafiando sus debilidades, ella voló más alto. El la siguió, notando que el aire se iba enrareciendo y haciendo más peligroso, y de repente gritó extasiado.
El custodio nunca había volado tan alto. Había oído hablar de esto a otros, pero nadie podía haber visto, antes, los colores tras sus ojos. En un reflejo, sus pupilas se contrajeron hasta ser como la punta de un alfiler. Se esforzó en subir más. Su pareja le gritó:
—¿Ves?
—¡Veo! —gritó él.
Y ella, muy suavemente al parecer, dijo:
—Ten cuidado, amor mío... Porque yo estoy ciega.
El custodio miró hacia su voz. Pudo verla sin distinguir muy bien, diminuta, a más altura de la que jamás había subido, a más altura de la que él hubiera visto volar a nadie, con los ojos muy abiertos a la radiación, los velos que sólo parecían flotar tras ella. El custodio vio que las alas de su pareja empezaban a ponerse rígidas, y supo que había muerto.
Cuando otro chaparrón de partículas subatómicas estalló en sus ojos, más brillante que cualquier chispa a través del blindaje de su nave iónica, el custodio comprendió que había volado más allá de la capacidad de sustento de sus alas, y notó que empezaba a caer.
Cuando su lucha contra el viento vertical le desgarró el ala, quizá debió haberse permitido morir. Pugnando, aminoró la caída, pero al final la tierra lo tomó ansiosamente y lo destrozó.
—Custodio...
La palabra y un toque en su mano le hicieron regresar. Levantó los ojos, sorprendido. El rostro del joven mostraba aprensión, falta de resolución. Contrajo los dedos de su ala, plegando la lisa membrana.
—Ya no está rígida.
—Estaba recordando —dijo el custodio—. Tus palabras me dieron esperanzas, y yo... Lo siento...
—No importa —el joven dejó que sus dedos sensibles y garras medio expuestas persistieran en la mano del custodio—. Nada debería estar obligado a morir dos veces —dijo—. Si continuamos nuestra raza, el mundo matará a nuestros hijos, o los hijos matarán al mundo otra vez.
—No eres justo —dijo el custodio—. Cierta expresión de mi recuerdo te ha asustado, pero no he pedido nada.
—Es cierto que estoy asustado —tocó el cuello del custodio, deslizó la mano por su hombro, por su brazo, siguió por los dedos de las alas, pero en esta ocasión no reculó—. De tu amabilidad y de tu fuerza.
—No te comprendo.
—Me cambiaría por ti, creo.
El custodio se echó hacia atrás, de mala gana, lejos de las manos del joven.
—Entonces, ¿te irás?
—Es preciso.
Las auroras llevaron al joven hasta las montañas por un camino largo, tortuoso, sin rumbo. En el exterior, los arbustos espinosos estaban floreciendo, al parecer. El joven permaneció al borde de las guardianas del templo y contempló el terreno, las malezas pardas y negras de ramas retorcidas, moribundas. El viento soplaba cálido contra su cuerpo, y nada se movía a lo lejos. Sintió la muerte, y con ella un triunfo horrible que había cesado de darle placer. Miró atrás, y casi se volvió, pero en lugar de eso subió más y abrió las alas de golpe. El viento alcanzó la membrana. Podía sentir el punto donde sus huesos se habían roto, y dudó.
Disgustado por su temor, se lanzó desde la cima de la montaña, se deslizó hacia un lado en una corriente, describió un ángulo hacia arriba, y voló.
Después que el joven se fue, el tiempo pasó de un modo extraño; podía haber sido mucho o poco tiempo después cuando las viejas fracturas de los huesos del custodio empezaron a doler constantemente. Había comenzado a envejecer, y en cuanto la vejez se iniciaba en su gente, progresaba con rapidez. Su vista aguda empezó a oscurecerse. Sólo los cobardes y los enclenques se quedaban ciegos de un modo natural. El custodio sabía que no debía permitirse vivir más, pero todavía no hizo nada. No deseaba morir en la tierra, y soñaba con morir adecuadamente, cegado por la radiación, volando.
Notó que unas manos dulces lo despertaban de un sueño ligero, o quizá todo hubiese sido un sueño.
—Custodio, he vuelto.
Levantó la cabeza y observó tranquilamente una cara afeada por los ojos.
—Eres tú, joven.
—Ya no —dijo el otro—. Nada de ‘joven’ por mucho tiempo. El custodio parecía no prestar atención.
—Así pues, ¿has visto que todo muere?
El otro lo sostuvo, y el custodio olió sangre fresca. —No. Tenías razón. Hay otros. La tierra vive. Sobre la tierra hay vida —llevó el cuerpo caliente de un animal pequeño a los labios del custodio
—. Bebe. La última vez fui mezquino.
La sangre corrió cálida por la garganta del custodio, que casi había olvidado la caza.
—¿Por qué estás aquí?
—Por la misma razón que me fui.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Un año.
—Ah —párpados oscuros se cerraron sobre ojos más oscuros aún, fatigados—. Me había parecido más tiempo.
—A mí me pareció muy poco.
El custodio no habló ni se movió durante largo rato.
—Me muero. ¿Querrás llevar mis velos?
El joven comprendió que el anciano, medio en sueños, creía que aún podía volar.
—Lo haré. Las estrellas te tocarán —dejó reposar la cabeza del custodio, suavemente—. Te construiré un planeador, custodio —musitó.
Se tumbó junto a él para aguardar, y abrió el ala sobre el cuerpo del custodio. Confiaba en que todavía pudiera notarla, que advirtiera la presencia de alguien que lo amaba.
Fin