EN EL COMETA (Arthur C. Clarke)
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enero 05, 2014
No sé por qué grabo esto —dijo lentamente George Takeo Pickett en el micrófono que flotaba ante él—. No es posible que alguien lo escuche alguna vez. Parece que el cometa no nos llevará a las cercanías de la Tierra sino dentro de dos millones de años, en su próxima vuelta alrededor del Sol. Me preguntó si la humanidad existirá todavía, y si el cometa se aparecerá a nuestros descendientes con el mismo esplendor que se nos apareció a nosotros. Quizá organizarán una expedición, como nosotros, para ver qué pueden encontrar. Y nos encontrarán a nosotros...
»Pues la nave estará todavía en perfectas condiciones, aun luego de tantos años. Habrá combustible en los tanques, y quizá aire también, pues ante todo se nos terminará la comida. Pero no creo que esperemos a morimos de hambre. Será más rápido abrir las esclusas y terminar así de una vez.
»Cuando era niño leí un libro que contaba una exploración al polo y se llamaba Una Invernada entre los Hielos. Bien, así estamos ahora, rodeados de hielo, entre gigantescos témpanos porosos. El Challenger flota en medio de un racimo de témpanos que giran unos alrededor de otros, pero tan lentamente que es necesario mirarlos varios minutos para advertir que se mueven. Pero ninguna expedición a los polos de la Tierra tuvo que afrontar un invierno parecido. Durante la mayor parte del viaje de dos millones de años la temperatura será de cuatrocientos cincuenta grados Fahrenheit bajo cero. Estaremos tan lejos que el Sol no dará más calor que las estrellas. ¿Y quién ha tratado de calentarse las manos a la luz de Sirio en una noche fría de invierno?
Esta imagen absurda, que se le había ocurrido de pronto, le quitó el poco ánimo que tenía. No podía hablar de campos de nieve a la luz de la luna, de carillones de Navidad que tocaban en un país a ochenta millones de kilómetros. Se echo a llorar como un niño, destrozado por el recuerdo de las bellezas familiares y desatendidas de una Tierra que había perdido para siempre.
Y todo había empezado tan bien, en un clima de excitación y de aventura. Recordaba ahora (¿habían pasado sólo seis meses? ) la primera vez que había salido a mirar el cometa, poco después que el joven Jimmy Randall, de dieciocho años, lo descubriera con su telescopio casero y enviara el famoso telegrama al observatorio de monte Stromlo. En aquel tiempo el cometa era sólo una niebla débil que se movía por la constelación de Eridanus, un poco al sur del ecuador. Había estado siempre muy lejos, detrás de Marte, deslizándose a lo largo de una órbita inmensamente alargada. Cuando había brillado por última vez en los cielos de la Tierra, todavía no había hombres, y quizá no los hubiera tampoco cuando apareciese de nuevo. La raza humana estaba contemplando el cometa Randall por primera y quizá por última vez.
Al acercarse al Sol, el cometa creció, proyectando chorros de vapor y de gas: el más pequeño era mayor que cien Tierras. Como un gigantesco gallardete que ondeaba en una brisa cósmica, la cola del cometa tenía ya sesenta millones de kilómetros de largo cuando pasó rozando la órbita de Marte. En ese momento los astrónomos comprendieron que éste sería el espectáculo celeste más extraordinario de todos los tiempos, muy superior al de la aparición del cometa Halley en 1986. Y en ese mismo momento los administradores de la Década Astrofísica Internacional decidieron enviar una nave de observación, el Challenger, en pos del astro, pues esta era una ocasión que no se presentaría otra vez hasta el próximo milenio.
Durante semanas, en las horas que precedían al alba, el cometa se extendió en el cielo como una nueva Vía Láctea, pero mucho más brillante. A medida que se aproximaba al Sol, y sentía de nuevo los fuegos que había conocido por primera vez en el tiempo en que los mamuts sacudían la Tierra, manifestó una creciente actividad. Unas gotas de gas luminoso brotaron del núcleo en grandes abanicos que giraban como lentos reflectores en medio de las estrellas. La cola, ahora de ciento cincuenta millones de kilómetros de largo, se dividió en cintas y bandas entrecruzadas que cambiaban completamente de forma en el curso de una noche. Se alejaban siempre del Sol, como arrastradas por un viento huracanado que soplaba desde el centro mismo del Sistema Solar.
Cuando le dijeron que partiría en el Challenger, George Pickett apenas se atrevió a creer en su suerte. Ningún periodista había tenido nunca una oportunidad semejante desde los tiempos de William Lawrence y la bomba atómica. Todo lo había favorecido evidentemente: había estudiado ciencias, era soltero, tenía buena salud, pesaba menos de sesenta kilos, le habían quitado el apéndice. Había habido otros, seguramente, que tenían las mismas calificaciones. De cualquier modo, la envidia de estos hombres pronto se transformaría en alivio.
Como la escasa capacidad de carga del Challenger no permitía transportar a un simple periodista, Pickett había tenido que actuar en sus horas de ocio como segundo de a bordo. Esto significaba, en la práctica, la obligación de llevar el cuaderno de bitácora, servir de secretario al capitán, supervisar el movimiento de los almacenes. Era una suerte, pensaba a menudo, que en el mundo sin peso del espacio bastaran tres horas de sueño de cada veinticuatro.
Para cumplir separadamente las dos tareas había tenido que recurrir a todo su tacto. Cuando no estaba escribiendo en la oficina, del tamaño de un armario, o examinando los miles de artículos de los almacenes, iba de un lado a otro por la nave con el magnetófono bajo el brazo. Había tenido la precaución de entrevistar, en un momento o en otro, a todos los hombres de ciencia que comandaban al Challenger. No todas las grabaciones habían sido trasmitidas a la Tierra. Algunas habían sido demasiado técnicas, o demasiado incoherentes, y otras demasiado lo contrario. Pero lo menos ninguno podía acusarlo de favoritismo, y nadie se había quejado de nadie. Aunque ahora todo eso importaba poco.
Se preguntó cómo sería la reacción del doctor Martens. El astrónomo había sido uno de los entrevistados más difíciles, pero también el que había proporcionado mayor información. Obedeciendo a un impulso repentino, buscó la primera grabación de Martens y la colocó en el aparato. Sabía que trataba así de escapar al presente, refugiándose en el pasado, pero éste relámpago de lucidez tuvo como único efecto hacerle esperar que la tentativa tuviese éxito.
Guardaba aún un recuerdo vívido de aquella primera entrevista, pues el micrófono sin peso, que la corriente de aire de los ventiladores movía ligeramente, lo había hipnotizado hasta el punto de hacerlo caer en la incoherencia. Nadie lo hubiera sospechado, sin embargo. La voz de la grabación mostraba la misma seguridad profesional de costumbre.
Se encontraban a treinta millones de kilómetros detrás del cometa, pero seguían acercándose, rápidamente, cuando atrapó al doctor Martens en el observatorio y le hizo a boca de jarro la primera pregunta.
—Doctor Martens, ¿cuál es la naturaleza exacta del cometa Randall?
—Oh, algo bastante complejo —respondió el astrónomo—, y está cambiando continuamente a medida que nos alejamos del Sol. Pero la cola está compuesta principalmente por amoníacos, metano, bióxido de carbono, vapor de agua, cianógeno...
—¿Cianógeno? ¿No es un gas venenoso? ¿Qué ocurriría si la cola tocase la Tierra?
—Nada. Aunque sea todo un espectáculo para los ojos humanos, la cola de un cometa es principalmente vacío. Un volumen del tamaño de la Tierra contiene tan poco gas como el que cabe en una caja de fósforos.
—¿Y esa cantidad mínima es la causa de todo ese esplendor?
—Ocurre lo mismo con los gases raros de los anuncios eléctricos. La cola de un cometa brilla porque el Sol la bombardea con partículas eléctricas. Es un anuncio celeste cósmico. Un día, me temo, la gente que trabaja en publicidad descubrirá la triquiñuela y escribirá slogans en el cielo.
—Una perspectiva deprimente, aunque supongo que algunos hablarían de un triunfo de la ciencia aplicada. Pero dejemos la cola. ¿Cuando entraremos en el corazón del cometa, lo que ustedes llaman el núcleo?
—Alcanzar algo que corre adelante siempre lleva tiempo. Pasarán dos semanas antes que entremos en el núcleo. Nos hundiremos primero más y más profundamente en la cola. Pero aunque el núcleo está aún a treinta millones de kilómetros de nosotros, ya hemos aprendido bastante de él. Ante todo, es extremadamente pequeño. Tiene menos de ochenta kilómetros de diámetro. Y no es tampoco una masa sólida, sino, probablemente, un conjunto de miles de cuerpos pequeños que se mueven en una nube.
—¿Lograremos penetrar en el núcleo?
—Lo sabremos cuando estemos allí. Quizá sea mejor no correr riesgos y estudiarlo con ayuda de los telescopios desde una distancia de unos pocos miles de kilómetros. Pero, personalmente, me sentiré decepcionado si no entramos en el núcleo. ¿Usted no?
Pickett apagó el aparato. Sí, Martens había tenido razón. Hubiese sido decepcionante, sobre todo porque no habían sospechado nada peligroso. En verdad el peligro no había venido del cometa, sino de la nave.
Habían navegado atravesando una tras otra las amplias cortinas de gas, increíblemente tenues, que el cometa emitía siempre mientras corría alejándose del Sol. No obstante, aun ahora, aunque se acercaban a las regiones más densas del núcleo, estaban realmente en un vacío casi perfecto. La niebla luminosa que había rodeado al Challenger durante tantos millones de kilómetros apenas oscurecía las estrellas, pero adelante, donde flotaba el núcleo del cometa, había una mancha brillante de luz difusa, que los atraía como un fuego fatuo.
Las turbulencias eléctricas que casi se desencadenan ahora con una violencia cada vez mayor habían cortado las comunicaciones con la Tierra. Desde hacía unos días se limitaban a enviar mensajes de «sin novedad» en Morse. Cuando se apartaran del cometa para regresar a la Tierra, las comunicaciones volverían otra vez a la normalidad, pero por ahora estaban tan aislados como los exploradores terrestres en los días anteriores a la radio. Era un inconveniente, pero nada más. En realidad, Pickett sentía una cierta satisfacción. Tenía ahora más tiempo para dedicarse a sus tareas de segundo. Aunque el Challenger navegaba en el corazón de un cometa, en un viaje que ningún capitán hubiese podido soñar antes del siglo XX, era necesario aún que alguien contara las provisiones y revisara los almacenes.
Muy lenta y cuidadosamente, sondeando con el radar todo el espacio de alrededor, el Challenger se metió en el núcleo del cometa. Y allí se quedó..., entre los hielos.
Whipple, de Harvard, ya había sospechado la verdad allá por el año 1940, pero era difícil creerlo, aún ahora, con la prueba ante los ojos. El núcleo relativamente pequeño del cometa era una acumulación de témpanos, que flotaban y giraban en órbitas entrecruzadas. Pero no eran de un cegador color blanco, ni estaban compuestos de agua como los témpanos de los mares polares. Tenían un color gris sucio, y eran muy porosos, como la nieve fundida a medias. Y estaban acribillados de bolsillos de metano y amoníaco helados que estallaban ocasionalmente en gigantescos chorros de gas cuando absorbían el calor del Sol. Era un espectáculo maravilloso que Pickett había admirado apenas, por falta de tiempo. Ahora el tiempo le sobraba.
Examinaba como de costumbre las provisiones del navío cuando tropezó con el desastre, aunque tardó en darse cuenta. Pues los víveres no habían sido hasta entonces un problema, y alcanzaban suficientemente para el viaje de regreso. Había verificado las existencias con sus propios ojos, y ahora bastaba con confirmar las cantidades en la sección del cerebro electrónico del navío reservada a estos cálculos, del tamaño de una cabeza de alfiler.
Cuando brillaron en la pantalla las primeras cifras disparatadas, Pickett pensó que se había equivocado al apretar los botones. Borró el resultado y metió otra vez en la computadora la tarjeta de información.
60 cajas de carne en conserva embarcadas. 17 consumidas. Resto: 99999943.
Probó otra vez y otra, sin mejor resultado. Luego, un poco molesto, pero no alarmado, fue en busca del doctor Martens.
Encontró al astrónomo en la Cámara de Torturas, el gimnasio minúsculo que los diseñadores habían metido entre el depósito de herramientas y el tanque principal de combustible. Todos los miembros de la tripulación tenían que hacer ejercicios allí, una hora por día, para evitar que los músculos perdieran elasticidad en ese medio sin peso. Martens luchaba con un poderoso sistema de resortes, apretando torvamente los dientes. La cara se le ensombreció todavía más cuando oyó el informe de Pickett.
Bastaron algunas pruebas en el tablero principal.
—La computadora ha enloquecido —dijo Martens—. Ni siquiera es capaz de sumar o restar.
—¡Pero podemos arreglarla!
Martens meneó la cabeza. Había perdido todo su aire de tremenda seguridad. Parecía ahora, se dijo Pickett, un muñeco de goma que empezaba a perder aire.
—Ni siquiera los constructores serían capaces. Es una masa sólida de microcircuitos tan apretados como las células de un cerebro humano. Las unidades de la memoria operan aún, pero la calculadora no sirve para nada. No calcula, mezcla los números.
—¿Y qué significa eso para nosotros?
—La muerte —respondió Martens secamente—. Sin la computadora estamos perdidos. Es imposible calcular una órbita que nos lleve de vuelta a la Tierra. Un ejército de matemáticos tardaría semanas.
—¡Es ridículo! La nave está en perfectas condiciones, tenemos comida y combustible, y usted dice que moriremos sólo porque no podemos hacer unas pocas sumas.
—¡Unas pocas sumas! —replicó Martens con algo de su viejo espíritu—. Un cambio importante de trayectoria, cómo el que necesitamos para alejarnos del cometa y situarnos en una órbita que nos lleve a casa implica un centenar de miles de cálculos. La computadora misma necesita varios minutos para llevar a cabo esa tarea.
Pickett no era un matemático, pero sabía bastante de astronáutica como para entender la situación. Una nave que navegaba por el espacio estaba sometida a la influencia de muchos cuerpos celestes. La fuerza principal era la gravedad del Sol, que mantenía a todos los planetas firmemente encadenados a sus órbitas. Pero los planetas mismos tironeaban hacia aquí y hacia allá, aunque con una fuerza mucho más débil. Tener en cuenta todas esas atracciones contradictorias —y sobre todo aprovecharlas para alcanzar en el momento justo una meta prevista a millones de kilómetros de distancia— era un problema de fantástica complejidad. Entendía la desesperación de Martens. Ningún hombre puede trabajar sin las herramientas propias de su oficio, y no había ningún oficio que necesitase herramientas más complejas.
Aun luego del anuncio del capitán, y de la primera conferencia de emergencia en la que todos los tripulantes discutieron la situación, pasaron horas antes que los hechos cobraran toda su realidad. Estaban sentenciados a muerte, pero tenían aún demasiados meses por delante. Y el espectáculo era todavía espléndido...
Más allá de las nieblas luminosas que envolvían la nave, y que serían un panteón celeste hasta el fin de los tiempos, podía verse el gran faro que era Júpiter, más brillante que todas las estrellas. Algunos hombres estarían quizá con vida, si los otros estaban dispuestos a sacrificarse a sí mismos, cuando la nave dejara atrás el mayor de los hijos del Sol. ¿Valdría la pena vivir algunas semanas más, se preguntaba Pickett, para observar a simple vista lo que Galileo había observado con su telescopio primitivo hacía cuatro siglos: los satélites de Júpiter que avanzaban y retrocedían como abalorios deslizándose a lo largo de un hilo invisible.
Abalorios en un hilo. Un olvidado recuerdo de la infancia estalló en el subconsciente de Pickett. Debía estar luchando desde hacía días por salir a luz.
—¡No! —exclamó—. Es ridículo. ¡Se reirán de mí!
¿Pero qué importa eso en verdad? No había nada que perder. Por lo menos mantendría ocupados a todos mientras se acababan la comida y el oxígeno. Una esperanza muy débil era mejor que ninguna...
Dejó de juguetear con los botones del aparato grabador. El humor melancólico había quedado atrás. Se libró de la red elástica que lo retenía a su asiento y se encaminó al depósito de herramientas donde encontraría el material necesario.
—Si esto es una broma, no me parece graciosa —dijo el doctor Martens tres días más tarde, mirando desdeñosamente la frágil estructura de madera y alambre que Pickett tenía en la mano.
—Ya sabía yo que usted reaccionaría así —replicó Pickett dominándose—. Pero, por favor, escúcheme un minuto. Mi abuela era japonesa, y hace muchos años me contó una historia que yo olvidé completamente hasta esta semana. Creo que puede salvarnos la vida.
»Poco tiempo después de la segunda guerra mundial hubo un torneo entre un norteamericano con una calculadora eléctrica de mesa y un japonés con un ábaco como éste. Ganó el ábaco.
—La calculadora debió haber sido bastante primitiva, o el operador muy incompetente.
—Emplearon la mejor máquina del ejército norteamericano. Pero no discutamos más. Hagamos una prueba. Una multiplicación, por ejemplo. Deme un par de números de tres cifras.
—Este..., 856 por 437.
Los dedos de Pickett bailaron sobre las cuentas, deslizándose hacia arriba y abajo por los alambres con asombrosa velocidad. Había doce alambres en total, de modo que el ábaco podía operar con números altos —hasta el 999.999.999.999— o podía ser dividido en secciones separadas cuando era necesario sacar varios cálculos a la vez.
—374.072 —dijo Pickett al cabo de un tiempo increíblemente corto—. Ahora veamos cuánto tarda usted con papel y lápiz.
Pasó un tiempo mucho más largo antes que Martens —malo en aritmética como casi todos los matemáticos— anunciara:
—375.072.
Una verificación rápida confirmó que Martens había tardado por lo menos tres veces más que Pickett y había obtenido un resultado erróneo.
El rostro del astrónomo era todo un estudio de distintas expresiones: decepción, asombro, curiosidad.
—¿Dónde aprendió ese truco? —preguntó—. Yo pensaba que estos aparatos sólo podían sumar y restar.
—Bueno..., una multiplicación es sólo una suma repetida, ¿no es cierto? Todo lo que hice fue sumar 856 siete veces en la columna de las unidades, tres veces en la columna de las decenas, y cuatro veces en la columna de las centenas. Lo mismo que cuando usted utiliza lápiz y papel. Por supuesto, hay procedimientos para abreviar las operaciones, pero si usted cree que yo soy rápido tendría que haber visto a mi tío abuelo. Trabajaba en un banco de Yokohama y a veces uno apenas podía verle los dedos. Me enseñó algunos trucos, pero han pasado veinte años y los he olvidado. He practicado sólo un par de días, de modo que todavía soy lento. De cualquier modo habrá visto usted que mi idea no es disparatada.
—Sí, realmente, estoy muy sorprendido. ¿Es posible dividir con la misma rapidez?
—Sí, prácticamente, cuando el operador tiene bastante experiencia.
Martens tomó el ábaco y movió las cuentas hacia adelante y hada atrás. Luego suspiró.
—Ingenioso pero no nos servirá de nada. Aunque sea diez veces más rápido que un hombre con lápiz y papel, y esto es ya bastante, la velocidad de la calculadora era un millón de veces superior.
—He pensado en eso —replicó Pickett, un poco impaciente.
Martens, pensó, era un debilucho. Se daba por vencido en seguida. ¿Cómo creía que se las habían arreglado los astrónomos cien años antes, cuando no había computadoras?
—He aquí mi propuesta —continuó en voz alta—. Dígame si advierte usted alguna falla en mi plan...
Expuso el plan con ardor y precisión. La cara de Martens fue distendiéndose y al fin estalló en una carcajada, la primera que se oía desde hacía días a bordo del Challenger.
—Quiero verle la cara al capitán —dijo el astrónomo— cuando usted le anuncie que volveremos todos al cuarto de los niños a jugar con abalorios.
El escepticismo inicial se borró tan pronto como Pickett hizo algunas demostraciones. Para hombres que habían crecido en el mundo de la electrónica, el hecho que una simple estructura de alambre y cuentas pudiera realizar esos aparentes milagros era toda una revelación. Era también un desafío, y como estaban en juego las vidas de todos, respondieron con entusiasmo.
Tan pronto como el equipo de ingenieros hubo construido unas copias mejoradas del tosco prototipo de Pickett, comenzaron las clases. Bastaron unos minutos para explicar los principios básicos. La práctica, en cambio, requería tiempo: horas y horas de ejercicios hasta que los dedos volaron automáticamente por los alambres moviendo las cuentas a las posiciones adecuadas sin intervención del pensamiento consciente. Hubo algunos miembros de la tripulación que no consiguieron adquirir ni rapidez ni precisión, aun luego de toda una semana de ejercicios. Pero otros dejaron atrás muy pronto al mismo Pickett.
Soñaban con columnas de cifras y manipulaban el ábaco mientras dormían. Tan pronto como superaron la primera etapa fueron divididos en equipos que competían fieramente unos con otros por alcanzar un mayor coeficiente de habilidad. Al fin hubo hombres a bordo del Challenger capaces de multiplicar dos números de cuatro cifras en quince segundos y seguir así durante horas.
Era un trabajo mecánico: requería habilidad pero no inteligencia. La única tarea realmente difícil era la de Martens, y nadie podía ayudarlo. Martens tenía que olvidar todas las técnicas basadas en máquinas a las que estaba habituado y reordenar los cálculos de modo que un equipo de hombres —que ignoraban el significado de aquellas cifras— pudiera trabajar con ellos automáticamente. Tenía que proporcionarles los datos básicos, y ellos llevaban adelante el programa previsto. Al cabo de unas pocas horas de paciente trabajo rutinario el resultado emergía en el extremo de una cadena de producción matemática..., si no se había cometido ningún error. Para evitar este peligro, dos equipos trabajaban independientemente, confrontando de cuando en cuando los resultados.
—Hemos inventado una computadora que emplea seres humanos en vez de circuitos electrónicos —dijo Pickett en el micrófono del grabador cuando tuvo tiempo de pensar en posibles oyentes—. Es unos pocos miles de veces más lenta, no puede manejar muchos dígitos, y se cansa con facilidad, pero está haciendo el trabajo. No el de establecer toda una trayectoria hasta la Tierra, eso sería demasiado complicado. Basta con que encontremos una órbita que nos lleve a una zona accesible a las ondas de radio. Una vez que escapemos a las interferencias eléctricas de alrededor, podremos transmitir por radio nuestra posición y los grandes cerebros electrónicos de la Tierra nos dirán lo que debemos hacer.
»Ya nos hemos apartado del cometa y no nos alejamos más del Sistema Solar. Nuestra nueva órbita coincide con los cálculos previos dentro de los límites previsibles. Nos encontramos dentro de la cola del cometa, pero el núcleo está ahora a varios millones de kilómetros de distancia y ya no vemos esos témpanos de amoníaco. Se alejan rápidamente hacia las estrellas hundiéndose en la noche helada, entre los soles, mientras nosotros regresamos...
»Hola, Tierra. Hola, Tierra. Aquí el Challenger. Respondan cuando oigan nuestras señales. Es necesario que se encarguen ustedes de nuestros ejercicios de aritmética..., antes que se nos despellejen los dedos.
Fin