Publicado en
diciembre 15, 2013
Foto: © Deborah Jafre
La estrella del modelaje Karen Duffy conjura la muerte con sabiduría y buen humor.
Por Karen Duffy.
EN 1995 ASISTÍ a la entrega de los premios Emmy, en Los Ángeles, con George Clooney. Fui la primera sorprendida al enterarme de que ya me consideraban un tanto célebre. Había sido video jockey en MTV y tenía en mi haber unos 300 comerciales. También había actuado en la cinta Dumb & Dumber ("Dos tontos muy tontos"), y la noche anterior TV Nation, el programa del que era corresponsal, había ganado un Emmy por la excelencia de sus series informativas. Además, tenía firmado un contrato con la agencia de modelos Ford. Me sentía más feliz que Jerry Lewis en París.
Sin embargo, llevaba dos semanas con un dolor de cabeza insoportable. Intentaba no hacerle caso, pero al llegar la noche de los Emmy sentía como si tuviera al diablo metido en el cerebro perforándome el cráneo con un atizador al rojo vivo.
De todas formas, no iba a dejar de ir a los Emmy con George Clooney, así tuviera que llevar la cabeza metida en una bolsa. Salir con él era todo un logro para mí.
George estaba propuesto para un premio como mejor actor. Aunque no ganó, yo tenía motivos para estar feliz. Hasta entonces, mi vida era perfecta, o al menos eso pensaba. Lo único que tenía que hacer era disfrutarla al máximo.
Al día siguiente de los Emmy, el dolor de cabeza empeoró. Seguí tratando de no hacerle caso, pero en el transcurso del día me estalló el cráneo como una lata de bebida gaseosa que hubieran abierto después de agitarla.
Cancelé todo en Los Ángeles, tomé el primer avión a Nueva York y nada más llegar fui en taxi directamente al consultorio de mi médico. Aunque entonces no lo sabía, al bajar de ese taxi dejé de ser una mujer sana y empecé a ser una mujer muy enferma.
DESPUÉS DE EXAMINARME, el médico me mandó hacer una tomografía para ese mismo día. La imagen mostró que tenía una lesión en el cerebro y en la columna vertebral.
Tuve que aguantar muchos meses de exámenes antes de que me dieran el diagnóstico: sarcoidosis del sistema nervioso central. La sarcoidosis, de la que nunca había oído hablar, hace que se inflamen distintos órganos y causa trastornos según la zona afectada. A veces es muy grave. La del sistema nervioso central es rara; yo soy una de los pocos desafortunados en padecerla.
Mis síntomas empeoraron. Conforme la lesión crecía y presionaba los nervios, me paralizó el lado izquierdo del cuerpo y luego me afectó algunas partes del derecho. Para colmo, el dolor de cabeza pronto se extendió a todo el cuerpo. Aun si hubiera conseguido que me hicieran una audición para una película, no habría podido ni peinarme, porque el solo hecho de lavarme el pelo era un tormento.
Tenía tal dolor, que no podía contener el llanto, y la piel tan sensible, que cuando las lágrimas me corrían por la cara sentía como si fueran gotas de ácido sulfúrico. No podía ni secármelas porque la sensación del pañuelo en la mejilla era todavía peor. A veces se me ocurría la loca idea de llamar a Amnistía Internacional para denunciar un caso de tortura.
A mis 34 años no había hecho más que divertirme, y seguía soltera. No me comprometía con nada ni con nadie. Lo mismo en el trabajo que en las relaciones amorosas, siempre estaba con un pie en el estribo, lista para la siguiente aventura.
Respecto a mi enfermedad, lo que más miedo me daba era la posibilidad de perder parte de mi preciada independencia.
Me negaba a reconocer que la sarcoidosis podía trastornarme la vida, y me engañaba pensando que podía seguir tan activa y en busca de trabajo como antes, pero lo cierto es que estaba muy débil. Todo aquello que anhelaba y por lo que tanto había luchado empezó a esfumarse, y pedía al cielo fortaleza para afrontar lo que me estaba pasando.
Un día, luego de más estudios clínicos, iba andando penosamente del brazo de mi madre por Central Park hacia mi apartamento, en Greenwich Village, el barrio neoyorquino de los artistas, y me sentía tan mal, que me derrumbé.
—Mamá —le dije sollozando—, estoy acabada. ¡Ni siquiera puedo caminar por el parque! Ya nunca podré tener hijos ni hacer nada.
Bien acompañada— Olvidé decir que estaba con George Clooney al enfermar? Foto: © Greg Deguire/London Features.
ME PREGUNTABA Si me merecía aquello. Repasé muchas veces mi historia en busca de algún signo temprano de la enfermedad que estaba carcomiéndome la médula espinal, pero aun ese esfuerzo mental me dejaba rendida. Pasaba la mayor parte del tiempo en cama, despierta, demasiado adolorida hasta para sostener un libro.
Acudí entonces al doctor Frank Petito, neurólogo que me recetó fuertes dosis de esteroides para la inflamación e inyecciones de morfina para el dolor. Los esteroides me hicieron un efecto instantáneo. Me aliviaron el dolor y me aumentaron la movilidad. En una semana pasé de sentirme al borde de la muerte a poder moverme con cierta libertad, aunque despacio.
A fines de noviembre de 1995 decidí que ya estaba lo bastante sana para volver a salir con alguien... o más bien, mis amigos lo decidieron.
Mi amiga Sharon y su marido, Jim, me avisaron que me habían hecho una cita con un tal Richard para la cena del Día de Acción de Gracias. Aunque yo seguía medio paralítica, no iba a decirle a Richard que tenía una enfermedad rara, así que me puse una pañoleta Hermes a modo de cabestrillo en el brazo izquierdo, y mi amiga Jody, que es maquillista, me arregló la cara. Cuando llegué a la cena, me sentaron junto a Richard: ¡Richard Gere!
Se portó como todo un caballero. Hasta me cortó la carne porque yo tenía inútiles ambas manos. Lo malo era que también tenía los reflejos hipersensibles y, en cierto momento en que me rozó la rodilla, pegué tal brinco que tiré las velas, y el centro de mesa se incendió.
Sin duda Richard Gere no pretendía que su apuesta presencia me turbara hasta tal punto. Sea como sea, se levantó de un salto y apagó hábilmente las llamas. Aunque me sentía muy avergonzada, su delicadeza me dio confianza y empecé a hablarle de mi enfermedad.
Fue por entonces cuando el doctor Petito me prescribió esteroides en dosis aún mayores, que sólo podían administrarme en una institución. Durante mi cautiverio en el Hospital de Nueva York-Centro Médico Cornell intenté aprender a vivir con mi enfermedad sin perder el buen humor.
Por eso me llevé algunas cosas que me hacían sentir más a gusto, como vestidos de baile (siempre que pude prescindí de la clásica bata de hospital). Para completar el atuendo me ponía mi diadema de Señorita Coney Island Reina de las Sirenas, y tacones de chachachá. Esa diadema me alegró más de un día.
Mi familia me animaba mucho. Cuando empecé a topar contra las paredes (por así decirlo, pues estaba confinada a la cama), mi hermana Kate resucitó mi apodo de la infancia, Bala de Cañón. Y cuando me puse realmente insoportable, Kate se acercó a la clavija de mi bomba intravenosa y, haciendo como que la desenchufaba, dijo:
—¡Ay, pensé que era el cable de la televisión!
Para reírme más y mejor de mi enfermedad, coloqué un retrato de Jack Kevorkian, el famoso "doctor Muerte", arriba de mi cabecera, y a todos los médicos que iban a verme les decía que, si las cosas no empezaban a mejorar, iba a ir a consultarlo a él. Créanme que para todos ellos yo no era tan sólo una paciente más.
CUANDO REGRESÉ a casa, empecé a atesorar en el corazón cada momento. Todos los días buscaba milagros, y los encontraba. Comencé a salir con John Lambros, un amigo de entre varios con los que había compartido una casa de veraneo en Shelter Island, Nueva York. En aquel entonces era banquero de inversiones, y tenía muchas cualidades atractivas: sentido del humor, cortesía y buenos modales al estilo antiguo... por no decir que estaba de muy buen ver.
Otra gran cualidad suya era que trataba mi enfermedad con despreocupación cuando era necesario, y así me la hacía más llevadera. Cuando supo que me pasaba mucho tiempo arrodillada en el piso del baño vomitando a causa de la quimioterapia, me compró una cama de perro para que las baldosas no me enfriaran.
John también me inició en algunos excelentes libros sobre las enfermedades, como Time on Fire, de Evan Handler. Me admiraba la confianza con que afrontaba mi mal en vez de evadirlo sigilosamente.
En noviembre de 1996 pasamos juntos un espléndido fin de semana en París, y una mañana de domingo, en enero del año siguiente, me dijo:
—Fuguémonos.
Yo sabía muy bien a qué se refería, pero hice como si no entendiera.
—¿Fugarnos...? ¿De dónde? —le pregunté.
Estaba tratando de orillarlo a hacerme una proposición seria.
Finalmente mi estrategia dio resultado y decidimos casarnos. Lo que más me gustaba de él era su manera de ser. Llegó a conocerme en mis momentos más infelices, y me amaba tal como era, con todo y mi enfermedad.
Es asombroso lo que se puede encontrar cuando se ha perdido algo. Yo había perdido la salud, pero en cambio encontré el amor de mi vida. Su compañía me hace inmensamente feliz. No doy crédito a mi buena suerte.
Nos casamos en una iglesia de Jamaica, y cuando regresamos a casa hicimos una recepción para nuestras familias. También invité a todos los médicos que me habían atendido durante el año anterior, cuando sentí que estaba a las puertas de la muerte no una, sino varias veces.
¡Casados!- John y yo el día de la boda. No me basta una vida para estar con él.
AHORA, a causa de la sarcoidosis, puedo sacarle a la semana unos cuatro días de trabajo eficiente, en vez de los siete de mis buenos tiempos. Quizá no me cure jamás de mi enfermedad, pero he aprendido a lidiar con ella.
Lo mejor de todo es que me ha hecho comprender que quiero dedicar el tiempo que me queda a vivir una vida digna y útil. Por eso, además de emprender proyectos que me interesan mucho, soy voluntaria en un hogar para ancianos que me queda cerca.
Tengo un título universitario en terapia recreativa. Si a los ancianos les interesa algún pasatiempo, como leer, tocar un instrumento musical, cocinar o pintar, los animo a que lo practiquen y los ayudo todo lo que puedo. Es lo más significativo que he hecho en mi vida.
Una interna con la que me encariñé mucho fue Helen Peters, una mujer encantadora, elegante y hermosa. De joven trabajó en un despacho de abogados, no se casó y fue independiente durante toda su vida.
Luego, a los noventa y tantos años, enfermó; la obligaron a renunciar a su apartamento, y tuvo que irse a vivir al hogar de ancianos.
A pesar de sus circunstancias, era muy entusiasta. Un día me dijo:
—¿Sabes? Nunca he jugado al basquetbol, y me gustaría.
Así que la llevé al patio de juegos a que lanzara la pelota desde su silla de ruedas.
Helen también admiraba la pintura y nunca había intentado pintar; en el hogar se decidió a hacerlo. Además, como había trabajado en un despacho de abogados, le encantaban las novelas de suspenso, y yo se las leía. Teníamos nuestro propio club de lectura: sólo ella y yo.
Helen fue una fuente de inspiración para mí. Una vez le pregunté cómo hacía para tener tantos ánimos, y me contestó:
—¿Sabes?, cuando una está preparada para morir es cuando realmente aprende a vivir.
Me gusta mucho cómo se manifiesta el carácter en un hogar de ancianos. Quizá haya algo relacionado con el final de la vida que nos despoja de todos nuestros fingimientos y defensas y nos permite ser como somos de verdad. Al final de la vida es cuando nos volvemos cabalmente nosotros mismos.
Es algo que me parece haber aprendido ya durante mi roce con la muerte.
CONDENSADO DE "MODEL PATIENT". © 2000 POR KAREN DUFFY, PUBLICADO POR CLIFF STREET BOOKS, SELLO EDITORIAL DE HARPERCOLLINS PUBLISHERS, INC., DE NUEVA YORK.