TENGO MIEDO A ENCADENARME (Corín Tellado)
Publicado en
diciembre 01, 2013
Argumento:
Liv era una mujer decidida, segura de sí misma, emancipada y moderna. Se buscó a sí misma en una aventura galante y sólo consiguió una experiencia sin consecuencias, porque él no fue bastante experto para despertar la pasión que dormía en su corazón.
Cuantos la conocían se enamoraban de ella: su jefe, su vecino Rex, el pintor bohemio y de acusada personalidad. Pero Liv buscaba algo más que el sexo para unirse a un hombre.
Capítulo 1
Liv, ¿puedes venir un momento?
La aludida se levantó sin demasiada prisa, lanzó una breve mirada sobre el tablero de la mesa y sonrió, apenas.
—Vonetta —recomendó a una muchacha que se hallaba a pocos pasos, sentada en una alta banqueta ante un tablero—, procura que no pase nadie por ahí y meta las narices —se acercó a su compañera y lanzó una mirada sobre el dibujo que Vonetta hacía—. No está mal, pero… estiliza más esa figura. Eso es. Mira —lanzó una pincelada sobre la figura y súbitamente aquélla quedó estilizada al estilo que ella misma indicaba—. ¿Te das cuenta, Vonetta?
Aquélla miró a Liv con admiración.
—No sé cómo puedes, de una sola pincelada, desfigurar un modelo.
—Soy diseñadora de modas, no lo olvides, aunque aquí haga de todo —le guiñó un ojo, añadiendo—: Voy a ver al jefe. ¡Ah!, no te apartes de la línea indicada. Y no abuses de los pantalones femeninos.
—Lo sé muy bien.
Liv le palmeó el hombro y se fue hacia una esquina del estudio donde otra joven trabajaba sobre un tablero.
—¡Hum! —exclamó Liv, mirando el trabajo—. Esta tarde no voy a poder venir a la oficina y sentiría que entregaras tu trabajo así, Mag. ¿Estás segura de que ese traje de noche te lo indiqué yo así?
La llamada Mag estiró un poco el cuello. Empequeñeció un poco los ojos y miró su propio trabajo, detenidamente.
—Me has dado otras indicaciones, por supuesto —dijo—, pero… ¿no te gusta así?
Igual que hiciera con el dibujo de Vonetta, Liv, con su largo lápiz de mina blanda, trazó unas cuantas líneas, dando al modelo un aire infinitamente más vaporoso.
—Liv —se maravilló Mag—. ¡Qué diferencia!
Liv esbozó una sonrisa sin suficiencia.
—Todo es cuestión de apreciación, Mag. Te aconsejo —bajó la voz—, que sigas por esa línea.
—¿La trazada por ti o por mí?
—Pon por las dos —rió, divertida.
Era así.
Jefa de todas. Amiga de todas. Sin malos quereres, sin envidias.
Se dirigió al fondo del estudio y se detuvo ante un hombre joven y bien parecido, el cual, sentado ante una máquina de escribir, tecleaba sin cesar, a una velocidad extrema. Al ver a Liv junto a él, se detuvo.
—¿Qué dices, Liv?
Liv no habló alto. A media voz, susurró: —¿Por qué no lo has terminado en tu casa ayer noche, o por la mañana, o por la tarde?
El chico hizo un gesto vago.
Pero Liv no esperaba una respuesta. Se inclinó un poco y leyó dos o tres líneas, del escrito.
—Estás empezando aquí —murmuró, con el mismo tono de voz—. Yo en tu lugar cuidaría más el trabajo. Un cuento de ciencia ficción puede ser simple, pero cuanto menos simple sea, mejor para ti y para la revista. ¿Entiendes la diferencia? Donald Ferro sabe cuándo un trabajo es bueno o mediocre o malo. Tú estás empezando y te conviene, repito, que tu trabajo sea superior. Hazme caso. Rompe eso, presenta hoy un comentario sobre los derechos de la mujer, y deja la ciencia ficción para la semana próxima.
Dick se le quedó mirando agradecido y maravillado.
—¿Crees que debo romper lo hecho?
—Te digo lo que haría yo y llevo más de media docena de años en estas oficinas. Al principio —sonrió animosa—, venía todos los días, trabajaba ocho horas diarias, cuando no eran doce. Y poco a poco, dejé de venir por aquí ocho horas diarias. Ya sabes, ahora vengo una vez a la semana cuando más y me detengo aquí el tiempo justo para ver cómo navegáis todos. ¿Entiendes la diferencia?
—Sí.
—Pues trabajo con ahínco, hazlo tú a conciencia y posiblemente, en un día no lejano, te sientes en ese despacho. Para hacer una novela, sea frívola o policiaca, hay que reflexionar, romper cuartillas y volverlas a escribir. Un trabajo de ese tipo ha de ser digno, aunque carezca de valores literarios.
—Gracias, Liv.
Le palmeó el hombro.
—De nada, Dick.
Se encaminó al extremo opuesto. Otro hombre, éste algo mayor que Dick, escribía sobre su mesa. Se inclinaba mucho y lo hacía a pluma.
Como hiciera con los otros, Liv se inclinó y trató de leer lo que Rob escribía.
—No has ido ayer al fútbol —dijo, riendo—. ¿Verdad, Rob?
El aludido titubeó, pero antes de que respondiera, Liv añadió:
—Yo misma te entregué la entrada para el partido y me temo, Rob, que no has ido. Todo eso que pones ahí no es cierto.
Rob parpadeó nervioso.
—Liv…, me tuve que quedar con mi hijo. Lina no se encontraba bien.
—Eso es lo malo, Rob, que no hayas ido, y te inventes lo que pasó en el campo… Recuerda que si bien no has ido tú, han ido la mayoría de los que mañana van a leer tu crónica…, sería lamentable que el jefe hubiese ido, y me temo que sí, que ha ido —guardó silencio unos segundos—. ¿Sabes lo que te digo, Rob? Pasa por mi casa, dentro de tres horas. Yo te explicaré lo que pasó en el campo.
—¡Liv!
—Lo dicho, Rob.
Liv conocía aquel despacho, de memoria.
Seis años trabajando en aquella redacción eran bastantes y suficientes para conocer cada rincón y cada libro que figuraba en la estantería paralela a la mesa, tras la cual se sentaba Donald Ferro.
No es que Donald fuese un jefe tirano, ni mucho menos. Donald, además de jefe en aquel departamento de redacción, era un buen amigo, un buen compañero, al menos para ella, aunque no lo fuera tanto para los demás empleados. Pero Liv pensaba y no sin razón, que para evitar asperezas estaba ella allí, como antes estuvieron otros para evitarlas.
—Donald, me llamabas… Donald hizo un gesto algo agrio, si bien, aquel gesto no engañaba a Liv, pues conocía perfectamente a su jefe inmediato superior. Donald tenía, como todos los jefes en tales casos, como una careta, pero no de grueso espesor, ya que bajo ella se ocultaba un hombre normal y corriente, tal vez enamorado de ella, o tal vez simple admirador.
—Cierra, Liv —dijo— y pasa. Siéntate ahí.
—Tengo el tiempo justo de hablar contigo diez minutos —dijo Liv sentándose, y buscando un cigarrillo en la caja de madera tallada—. He venido a las oficinas, sólo con el fin de echar un vistazo. Mi trabajo lo tengo en casa, Donald, esperando por mí. La revista ha de venderse mañana en todos los quioscos y librerías y mi trabajo ha de figurar en primera plana. La tirada de la pasada semana no fue muy abundante. Es decir, quedó escasa, espero que ésta te hayas preocupado de aumentar un diez por ciento.
—Es un buen negocio —ponderó Donald—, y lo curioso es que desde que te dimos la oportunidad de ser accionista, se vende más. Es la interrogante que me hago, Liv y que, de hecho, se trató en la última reunión del consejo, ¿lo recuerdas? Tú te echaste a reír y luego diste la explicación de que te habías esmerado en la sección de modas —movió la cabeza de un lado a otro denegando—. Yo entiendo, como director de esta revista, que no se trata tan sólo de la sección de modas. Por mucho que tú la cuides, no disponemos de personal experto para cuidarla al detalle. ¿Los cuentos de ciencia ficción? ¿Tus artículos sobre todos los derechos humanos?
Liv fumaba sin prisas.
Indolentemente recostada en el sillón, miraba a Donald con un poco de ironía.
—¿Qué importan los motivos, Donald? —preguntó, un si es no es sarcástica—. El caso es que os han salido regaladas las acciones que me disteis. Un quince por ciento no es mucho, y sí, en cambio, podéis borrarme del mapa de la redacción en cualquier instante.
—Por eso te he llamado —dijo Donald, muy serio—. Por eso, y por algo muy personal.
—Tú dirás —y burlona—. No me digas que los gordos accionistas piensan regalarme otro lote de acciones.
—Pues es algo parecido. Según tenemos entendido, te han hecho varias ofertas. Dicen que, de momento, no has rechazado ninguna. Dime, Liv, ¿es que piensas aceptar alguna y dejarnos, o piensas, por el contrarío, montar tu propia revista?
—¿A qué cosa le temen más los ricachos accionistas?
—Liv…
—Tú tienes un treinta por ciento, Donald —rió Liv, sin inmutarse en absoluto—. ¿Qué piensas hacer con ellas si yo os dejo y monto una revista propia? Porque entre venderse la mía o la vuestra, no habrá elección. Se venderá la mía.
—Te estás tomando a broma lo que te digo.
—No lo tomo a broma —dijo Liv riendo, demostrando así, todo lo contrario de lo que decía—, te hago una pregunta tan concreta como tú me la has hecho a mí.
—Siempre has sido desinteresada —farfulló Donald, molesto—. Las acciones te las dieron porque creyeron justo hacerlo, porque las merecías por tu celo, por tu inteligencia y por tu antigüedad en la redacción. Tú nunca las has pedido. No creo que ahora te tiente tanto la ambición como para aceptar un trabajo que para ti va a resultar desconocido, por mucho que estés metida en este ramo.
—Verás, Donald —dijo Liv, súbitamente seria—, tengo, en efecto, muchas ofertas. Cuatro o cinco, por lo menos. No he aceptado ninguna pero tampoco las he rechazado. En la próxima reunión del consejo pienso, como accionista y subdirectora de la revista, exponer mis ideas. No creas, no son nada sencillas. Pero no daré opción para una respuesta ambigua. O se acepta mi proposición, o se rechaza, pero tendrá que hacerse una de ambas cosas.
Donald aflojó el nudo de la corbata.
Él admiraba a aquella joven.
Y lo peor no era eso, es que, además, la amaba. Y Liv, mujer, muy mujer, seguro que no lo ignoraba, y de hecho no podía ignorarlo puesto que él se lo había repetido una y mil veces en el transcurso de aquel último año.
—Liv —murmuró asustado—. ¿Qué cosa les vas a proponer?
—¿Cuánto fue aumentando la tirada de la revista desde que me nombrasteis subdirectora y tú aceptaste, como director, alguna de mis sugerencias?
—¡Hum, Liv! Yo no las acepté porque las considerara mejores o peores, sino porque eran tuyas y tú sabes que yo…
—De acuerdo, Donald —le cortó Liv con un gesto, y un suave movimiento de la mano—. No vamos, ahora, a desmenuzar los motivos por los cuales tú aceptaste esas sugerencias. Pero las has aceptado, que es al caso que yo quiero llegar y de hecho la tirada de ejemplares que surgió de todo eso.
—Un cincuenta por ciento —farfulló Donald, de mala gana.
—Eso es. Un cincuenta por ciento que supone mucho. ¿No es verdad?
—Pues…
—Lo supone —le atajó Liv—, y los accionistas están muy de acuerdo conmigo. Pues ahora tendrán que estarlo de nuevo. La revista está algo anticuada. Es decir, dentro de medio año empezará a declinar la venta. ¿Por qué?, dirás tú. Pues te lo voy a adelantar yo, y así lo haré ante los accionistas y te aseguro que no se trata de que me regalen otro lote de acciones. No me interesa. Mi prestigio como subdirectora es más importante que los dividendos que pueda recoger al fin de año.
—Oye, Liv… ¿qué diablos se te ha ocurrido? ¿Qué cosa vas a proponer?
—Primero, borrar de un plumazo la sección sentimental. Poner en cambio, una de política exterior. Segundo, echar a un lado la sección dedicada al deporte náutico, que casi no interesa a nadie que no disponga de un capital sólido para poderlo practicar sin esfuerzo. Si quieres observar esto por ti mismo, ve por los portales o cafeterías o salas de fiestas, y verás que dicha sección, o las páginas donde las insertamos están nuevecitas y, en cambio, muchas de las sugeridas por mí, están tan gastadas que no sirven ni para limpiar una escobilla de retrete. A cambio de esa sección yo montaría lo que se dice un número, que en letras de molde supondría dos o tres páginas, sobre el tratado de parapsicología, ciencia hoy muy en boga y que entusiasma de verdad. Buscaría un experto profesor que supiera tratar el asunto, y nuestros lectores se entusiasmarían.
Capítulo 2
Donald Ferro se puso súbitamente en pie.
—Liv, ¿no puedes dejar todo eso para la próxima reunión del consejo?
—Mira —rió de buena gana—, no tengo ningún inconveniente, pero recuerda que no es la primera vez que te hago sugerencias, que tú no las expones y luego te tachan a ti de poco brillante. Yo entiendo que debieras escuchar cuanto te digo y después, en la próxima reunión, exponerlo ambos a la vez. O expones tú y yo te apoyo, o expongo yo y me apoyas tú.
—Liv, tengo que decirte algo.
Liv calló unos segundos.
—¿Relacionado con nuestro trabajo, Donald?
—No —farfulló el aludido—. Claro que no.
—Pues dalo por dicho. Es decir, ya sé lo que me vas a decir. No. No salgo contigo esta noche, ni mañana. Pasado, tal vez, pero antes tendré que tener todo esto preparado por escrito para darlo a conocer en el próximo consejo.
—Liv…, eres una odiosa mujer de negocios.
—Emprendedora nada más —rió Liv, poniéndose en pie—. Y ya ves que el entusiasmo es sólo profesional. No me interesa sacarle lucro en monedas. Me basta con dar ideas y tenerlas donde llevar a buen fin. ¿Ves la diferencia?
—Liv —se alteró Donald—. ¿Qué supone para ti la vida?
—¿Qué vida? —preguntó Liv, sin alterarse en absoluto, y sabiendo de antemano a donde iba a parar su jefe inmediato superior.
—La tuya, la mía, la de todos.
—Continúo, Donald, con todas y cada una de las proposiciones que haré al consejo tan pronto esté ante ellos. Te diré, para que te enteres, aunque supongo que ya lo sabes, que cada uno de esos ricachos que viven a la sombra de nuestros esfuerzos son fósiles. Tipos que sólo saben jugar, en el casino, parte de los dividendos que nosotros les hacemos ganar. Tipos que viven con sus mujeres, las presentan en los salones sociales, se estiran ante un tipo menos encumbrado que ellos, y después mantienen relaciones extramatrimoniales con una corista o una absurda criatura de esas que por un dólar se deja sacar la liga. ¿Es así o no es así, Donald?
—Liv, eres tan descarnada como un cordero cuando le arrancan la piel, para ser partido en chuletas.
—Olvidemos como soy. Vamos al grano, ¿quieres?
Donald tuvo una luminosa idea.
—Oye, ¿por qué no me invitas a tomar una copa en tu apartamento y tratamos este asunto?
Liv frunció el ceño.
No le interesaba Donald, ni siquiera como jefe. Como hombre, no digamos. Como compañero tal vez mucho. Lo bueno que tenia Donald es que no era un cerdo traidor, pero era un tonto. Un diablo, que supeditaba el amor a todo razonamiento y era con lo que ella no comulgaba. Además, y esto para ella era lo peor, Donald no era un tipo con ideas brillantes. Era muy capaz, ponía Liv por ejemplo, de comer todos los días asado de ternera porque le gustaba, pero jamás intentaba probar chuletas de cerdo para saber, al menos, si las prefería.
—Liv… ¿qué te parece?
Liv lo pensó un segundo.
Ya sabía que si Donald iba a su apartamento iba a contarle, de nuevo, el verbo amar. Pero si además de recitárselo en varios idiomas le escuchaba a ella y los planes que tenia, para darle una vuelta de cien grados a la tónica de la revista, merecía la pena.
Se puso en pie, diciendo:
—De acuerdo.
Donald se frotó las manos, satisfecho.
—¿A qué hora?
Liv lo miró de una rápida ojeada.
No concebía que una persona se enamorara así o fingiera que se enamoraba, y Liv estaba por asegurar que el amor que Donald le profesaba era auténtico, porque por no ser, ni siquiera era listo para fingirlo.
—A las ocho en punto, Donald —dijo, yendo hacia la puerta—. Hablaremos del asunto —se volvió ya con el pomo entre los dedos. Miró a Donald entre burlona y cariñosa—. Pero recuerda, amigo Donald —le señalaba con el dedo enhiesto—, si me hablas de amor, te pongo de patitas en la calle. Esta será una sesión profesional únicamente.
—Liv…
—Hasta las ocho, Donald. Agitó la mano y desapareció.
Liv llegó al estudio y antes de cerrarse en su despacho particular, se acercó a Dick. Se inclinó sobre su máquina de escribir y observó el esquema que Dick preparaba para un cuento infantil.
—No, no —le siseó al oído—. En modo alguno, querido Dick. Toma —extrajo del bolsillo del pantalón una cuartilla escrita—. Eso no vale, Dick. No te dará nunca brillantez literaria. Mira esto. Estúdialo —y bajando más la voz—, una vez lo hayas perfilado, llévamelo a mi estudio a las cinco en punto de esta tarde.
—¿No te gusta? —preguntó Dick dolido, mostrando la cuartilla que tenía en máquina.
Liv inclinada sobre él, le palmeó el hombro. Hizo que leía lo que realmente, dada la ligereza de su mente, había leído ya y le siseó de nuevo, esperanzadora:
—Ya ha pasado el cuento de la Caperucita Roja, Dick. Eso no se lo traga nadie. No está mal escrito, Dick, entiéndelo bien. Yo diría que literariamente es muy bueno, pero lo que dices con frases tan bonitas y literarias, no produce ninguna inquietud, y lo que hemos de despertar en nuestros lectores es precisamente una inquietud humana verdadera. De ficciones ya no se vive. ¿Entiendes ahora? Mira, ese tratado de parapsicología es importantísimo. Ayer noche pasé más de seis horas ante un tratado de ese tipo y hasta sentí la sensación de que estaba muerta y andaba por una nube de la mano de mi padre, que, dicho en verdad, hace veinte años que falleció.
—Liv —respondió Dick.
—Haz lo que te digo. Y si no te gusta esto que yo saqué con apuntes del tratado, vas a la biblioteca pública del barrio y te empapas. Te aseguro que el tema es estremecedor por lo interesante.
Dicho lo cual, con un ademán muy suyo, sin ira, lleno de comprensión y de ternura, arrancó la cuartilla de la máquina de Dick y se la entregó, diciendo con una sutil sonrisa de amistad, que nunca podía ofender y que, por eso, todos apreciaban a la persona que era Liv.
—Dáselo a tu hermanita, Dick, y dile que vaya abriéndose camino para cuando tenga que defender sus derechos humanos a los cuales tiene acceso todo animal racional.
—Liv…
—Te espero a las cinco, Dick.
Al cruzar junto a Mag, ésta le siseó, llamándola.
—¿Qué ocurre, Mag? —preguntó Liv, deteniéndose.
—Mira.
Liv lanzó una ojeada sobre el tablero. Sonrió, apenas. Sacó el lápiz de mina blanda y empezó a dar trazados aquí y allá.
—Pero, Liv —se lamentó Mag angustiada—. Si era una minifalda preciosa.
Liv no se alteró en absoluto.
Se sentó en la banqueta alta junto a Mag y empezó a dar vueltas sobre sí misma. No por eso cesaba de hablar a media voz de modo que Mag no perdía silaba.
—Desde hace más de diez años la falda viene subiendo a medida que sube el «misterioso encanto» que siempre ha rodeado a la mujer, baja centímetro a centímetro, Mag. No lo entiendes, ¿verdad?
—No mucho, Liv.
—Verás, hace veinte años una historia pasional era tabú. Si la escribías, la compraba todo el mundo aunque después, en las relaciones sociales se escandalizaban de quien tenía la valentía de decir que la leía. Ahora, la escribes, la lee todo el mundo y nadie se escandaliza de que se lea y hasta se presume de leerla aunque no se lea. ¿Entiendes la diferencia?
—No.
—Pues es muy sencilla. De tanto leer, de tanto ver, de tanto vivir uno queda harto y el amor, a este paso, de anhelo espiritual, de deseo físico controlado, se está convirtiendo en el pan de cada día. Y dime, Mag, ¿tú crees que das un paso por un pedazo de pan?
—Pues… no, si no tengo hambre.
—Eso es. Y si la tienes, prefieres saciarla con un lenguado al horno, ¿no lo crees así?
—Pues sí.
—Lógico. Pues con la lectura, con las revistas llamémoslas «frescas», pasa exactamente igual. Por eso yo entiendo que hay que cambiar la tónica. Hay que huir de crudezas, hay que dar a las pasiones un viso de realidad sentimental bonita. Hay que inquietar a la gente con cosas nuevas, que, aunque más viejas que el mismo mundo, si se las presentas como nueva y diferente, la gente, que en el fondo es idiota, lo admite como tal. Así pues, querida mía, baja la falda a ese modelito —iba trazando líneas sobre el semidesnudo, con creciente agilidad—. Si ponemos demasiado en evidencia los encantos femeninos, ocurre como con el pan que te dije antes, nadie lo come. Nadie lo ansía, porque esta visible en todas las panaderías y al alcance de todos los bolsillos. Hace cincuenta años, cuando un hombre veía por casualidad el tobillo de una mujer soñaba todas las noches con visiones celestiales, con ansiedades indescriptibles. Ahora ve el culo y piensa que es la cara, sólo que más fea. ¡Puaff!
—Liv… ¡cualquiera te entiende!
—No creas que es fácil, Mag. Tú haz lo que te digo… Esta semana me parece que voy a revolucionar el mercado con la revista. La parte que tenía esta revista de semioculto erotismo, vamos a dedicarla a las ciencias ocultas y verás como todo el mundo da brincos.
—Y devolverán la revista, te digo yo a ti.
—Es posible. Si eso ocurre, es que yo no conozco al gran público.
Capítulo 3
Rex Maiden se asomaba a la ventana del ático, de vez en cuando.
No es que se aburriera, ni que no tuviera qué hacer. No se aburría y si tenía mucho trabajo, pero, de vez en cuando, sentía unos tremendos deseos de ver de cerca el exterior y allí estaba en aquel momento. La ventana, por estar tan alta, no tenía visillos. Él prefería ver las ventanas sin trapos. Pensaba y tenía razón o, al menos, él creía tenerla y de hecho para sí la tenía, que el sol, al tropezar con los visillos perdía brillantez, calor, hermosura. Esa era la razón de que el ático que habitaba Rex estuviera lleno de sol, cuando éste salía, claro.
Aquella tarde no hacía sol. Al contrario, parecía que la tarde gris se iba oscureciendo más y más, lo cual indicaba que amenazaba lluvia. Y debido a la tarde más bien grisácea. Rex podía apreciar mejor todo cuanto ocurría allá abajo, en la calle.
Vio el auto color canela de su vecina y vio, asimismo, cómo desaparecía por el garaje.
Momentos después, sin duda alguna, Liv Bates, la chica que vivía sola en el ático de al lado, aparecería en el rellano por el ascensor interior.
Rex no se quitó su delantal corto de pintor. Pero como no era precisamente un dechado de perfección y limpieza (qué podía hacer él si vivía solo y era un hombre) limpió las manos en él, soltó la paleta y los pinceles y encendió la pipa.
Así salió al rellano. Dentro de sus pantalones pardos, el tórax desnudo, pero oculto bajo el delantal corto y la sonrisa en los labios.
Como había supuesto, el ascensor se detuvo y salió Liv Bates.
—¡Hola, Rex! —saludó, al ver a su vecino.
Rex pensó en muchas cosas.
En su hijo de seis años. En su mujer muerta de parto. En su vida de pintor, en sus cuadros que no siempre vendía y en la exposición que preparaba y de la cual pensaba sacar para vivir el resto del año aunque, dicho en verdad, ésa era ilusión tan sólo, porque él era bastante real y no se llamaba a engaño y sabia que tanto podía vender dos cuadros, como media docena, como ninguno.
—¡Hola, Liv! —saludó—. ¿Sabes que te vi llegar?
Era lo bueno que tenia Rex.
No se andaba con tapujos.
Si no tenía azúcar, la pedía. Si se había olvidado de comprar fósforos, los pedía. Y si no tenía dinero, lo cual ocurría frecuentemente, pedía un préstamo que pagaba en su día cuando vendía un cuadro o dos, o media docena, según fuese la cantidad del préstamo.
No era, pues, un fanfarrón. Era un tipo con toda la barba y no presumía de intelectual y, sin embargo, Liv sabía que lo era.
Como sabía que era un buen compañero, un buen vecino y un buen pintor. Pero… eso sí, un buen pintor sin padrino y sin suerte.
Porque Liv sabía que tan necesario es lo uno como lo otro.
—Tu teléfono sonó esta mañana varias veces —le dijo Rex, entretanto ella abría la puerta paralela a la del apartamento de Rex—. Unas veces más prolongadas que otras.
Liv abrió y Rex, sin preámbulos, se deslizó tras ella.
—Apuesto a que termina lloviendo —comentó Liv, despojándose del abrigo y dejándolo en una esquina de la entrada, sobre un banco que había bajo un aplique empotrado en la pared—. Si hay algo que me descomponga es el charco en la calle y como está llena de baches… ¿Sabes lo que pienso hacer, Rex?
Rex pensaba que Liv era muy capaz de hacer mil cosas a la vez y todas originales, pero se limitó a sonreír, entretanto buscaba una esquina donde sentarse.
—Pienso emplear una sección de la revista criticando la imperfección de las calles.
—¡Ojalá te sirva de algo! —rió Rex, cachazudo.
—Tú no crees en el resultado de un buen artículo.
—Si lo firmas tú misma, puede. Tu firma pesa en Cleveland, pero si lo firma uno de tus colaboradores, como si lloviera. Nadie le hará caso.
Liv fue a cerrar la puerta de su ático y vio la de su vecino abierta de par en par.
—Has dejado la puerta abierta —dijo riendo.
Rex se alzó de hombros.
—No tengo nada que valga la pena robarlo, excepto los pinceles y la paleta y todo es tan viejo, que no creo que enamore a nadie. Dime, Liv, ¿has expuesto tu idea?
—A medias. El fósil de Donald no me ha escuchado con atención.
Rex se levantó y se acercó a una mesa colocada en una esquina.
Levantó un libro de aquélla, y lo abrió por la mitad.
—Estuve pensando en tus ideas sacadas de este tratado de parapsicología. ¿Sabes lo que he soñado?
—No lo has soñado —decidió Liv, al tiempo de cerrar la puerta e ir hacia la mesa de ruedas llena de botellas—. ¿Qué tomas?
—¿Cómo que no lo he soñado?
—Estaba en tu subconsciente, Rex —y sin transición—: ¿Qué tomas?
—Una tortilla de cebolla, pero como veo el fogón apagado…
Liv empezó a reír.
Mostraba hasta la campanilla. Tenía dos hileras de dientes perfectos, blancos e iguales. Rex, cuando la veía reír, olvidaba lo mucho que había llorado por su mujer y hasta olvidaba que los viernes de cada mes viajaba a Búfalo para visitar a su hijito que vivía con sus suegros. Pero conocía a Liv lo suficiente como para saber que la palabra amor, deseo, matrimonio y todo lo demás derivado de él era tabú para aquella muchacha tan emprendedora que no creía en nada, más que en lo que vela y palpaba y, para mejor burla, aseguraba creer más en lo que no veía, que en lo que tocaba y veía. Una contradicción que viniendo de Liv había que admitir sin mayores comentarios, ni más razonamientos cerebrales.
—No pienso hacerte la tortilla de cebolla, Rex, Lo siento por tu estómago. Tengo pendientes un sinfín de ideas originales y las voy a llevar al papel antes de que venga Donald a visitarme. Si tienes hambre tendrás que ir al autoservicio de abajo. Pero, en cambio, te ofrezco una copa.
Pero no se fue.
Liv, sin embargo, se metió detrás del biombo y empezó a quitarse ropas que colgaba en el borde superior de aquél.
Rex parpadeaba.
No era nada nuevo lo que hacía Liv. Lo hacía todos los días cuando él la sorprendía al llegar y se colaba tras ella en el apartamento. Para Liv, por lo que Rex deducía, y para sí lo había deducido mucho tiempo antes, no existía el sexo. Para ella todos los seres de este mundo eran personas humanas, o no eran personas, que también Liv tenía sus diferencias con respecto al mérito del género humano, lo cual, dicho en verdad, llenaba de confusión a Rex. Porque Rex, antes que persona era hombre y veía a Liv como mujer, por mucho que Liv le viese a él sólo como persona.
—Sigo aquí, Liv —dijo Rex, de súbito.
Liv asomó la cabeza por el alto borde del biombo. En aquél ya colgaban sus pantalones, su blusa roja, su sujetador y sus medias. Rex, a su pesar tuvo la sensación de que él era idiota o Liv una fresca. Pero sabía de sobra que ni él era lo que parecía ser, ni Liv era lo que él pensaba que era.
—No te voy a hacer la sopa de cebolla. Rex, de modo que ya te estás largando, a menos que prefieras permanecer callado y oigas todo cuanto yo voy a dictar a mi cinta magnetofónica.
Y dicho lo cual salió de detrás del biombo enfundada en una felpa blanca atada a la cintura, bajo la cual Rex, hombre al fin, por mucho que pensara él mismo y la propia Liv, la imaginó desnuda y sintió como si el cuerpo se le desmenuzara y la sangre empezara a dar saltos como si fuese un tiovivo.
—Voy a comer un bocadillo —rió Liv, ignorando al parecer, y de hecho lo ignoraba (ella era así) lo que Rex ocultaba bajo su frente fruncida—. No he traído más que uno, Rex, por lo tanto, esta vez no puedo invitarte. La copa, si —dijo señalando la mesa llena de botellas—. Ahí tienes lo que te apetezca tomar.
—Me voy a comer al autoservicio —dijo Rex, con voz renuente.
Liv encontró muy acertada la respuesta, y no porque supiera que era la que Rex iba a decir, sino la que Rex sabía que ella deseaba que dijera, lo cual significaba que no tenía necesidad alguna de decirle a su amigo y vecino lo que ella pensaba de lo que los hombres pudieran decirle.
—Que te aproveche, Rex.
El pintor se encaminó a la puerta.
—Si no te importa —le dijo Liv—, tráeme una cerveza. Me he quedado sin ninguna en la nevera.
—Dame el dinero —dijo Rex, extendiendo la mano.
Liv se echó a reír y mientras extraía la moneda del bolsillo y la ponía en los dedos de Rex, decía burlona:
—Lávate las manos, asqueroso. ¿Has visto tus dedos?
—Cosas de la profesión —farfulló Rex malhumorado, cerrando el puño y la moneda.
Se fue.
Liv no pensó en él.
Pensaba en la revista.
En la cita con Dick, en su tratado de parapsicología, en la sección de semidesnudos que pensaba cambiar por modelos, del cuello a los tobillos, y en la sección del consultorio sentimental para poner en su lugar un comentario sobre la crisis energética, que tanto estaba inquietando al mundo entero.
De repente dejó de pensar, porque sonaba el timbre del teléfono.
Sin prisas, como hacía siempre, se sentó en el borde de un sillón y levantó el receptor.
—Dígame.
—¡Hola, Liv…!
La voz de Ted, no fallaba.
Cuando Ted llamaba, o era para darle una mala noticia, o para pedirle un favor. Por eso ella no se inquietaba demasiado al oír su voz al otro lado del teléfono. La voz de su hermano no la inquietaba, porque la única mala noticia que podía darle era que se había muerto, y si era para decirle que Kay, su mujer, estaba embarazada, tampoco eso podía inquietarla en absoluto puesto que no era la responsable, y en cambio, el responsable era el propio Ted, por lo tanto, él tenía que cargar con las consecuencias.
—¡Hola, Ted! ¿Qué cosa has perdido?
—Tú siempre tan materialista —le reprochó su hermano.
Liv rió.
—El materialista no soy yo —dijo, sin grandes aspavientos—. Siempre resultas serlo tú. ¿Qué cosa pides ahora, Ted?
—Oye, Liv… no seas así.
—¿Así, cómo?
Y miro en torno esperando la respuesta de su hermano, la cual, dicho en verdad, casi, casi se la imaginaba.
Capítulo 4
Al mirar en su torno veía su apartamento femenino, cuidado, cada cosa en su sitio. No era grande. A ella las casas grandes, donde tenían que habitar cosas pequeñas, la sacaban de quicio. No concebía que su hermano viviera en un piso de lujo sólo porque fuera subjefe en una empresa de envergadura. Ni concebía que tuviese un auto para él y otro para su mujer y que buscase una secretaria para llevar los apuntes, que podía, sin esfuerzo, llevar él sólito. Absurdo. Tampoco concebía que para ascender en su profesión de abogado, destinado a una empresa de navegación, en la sección jurídica, tuviera que blandir un tarjetón.
Y que el tal tarjetón tuviera que buscarlo su hermana, no él.
—¿Así, cómo, Ted? —preguntó, dejando de mirar en torno, porque todo lo que tenía a su alrededor se veía de una sola ojeada y por tanto, en seguida se terminaba de ver.
—Oye, Liv, verás… ¿No puedes venir a comer con nosotros esta noche?
¡Ji!
Cuando Ted la invitaba a comer, la cosa era más que sencilla; solía ser de envergadura. O podía ser ascendido a la categoría de gobernador o se preparaba para ser miembro del Senado o, lo que es más sencillo, pero más difícil, a jefe de oficina de su empresa. Todo lo cual llenaba a Liv de indignación, y como Liv no tenia pelos en la lengua no ocultaba lo que pensaba, y si Ted la invitaba sabiendo ya del pie que cojeaba su hermana era seguro que estarían los dos solos, es decir, Ted y Kay, la esposa, que dicho de paso, tenía tantas ambiciones como su marido, pero Liv entendía que las ambiciones de ambos no estaban mal si subieran por sí mismos, pero eso de tenerlas para que les ayudasen los demás a alcanzarlas, ya le parecía de castaño oscuro.
Y, lo que es peor, de una indignidad personal indescriptible.
—¿Qué mosca te ha picado, Ted?
—Liv…
—Ted —dijo Liv con acento cansado—. Tengo muchas cosas pendientes. No dispongo ni de una hora. Y si dispongo de ella, he de compartirla con los demás, que en este caso concreto son mis colaboradores. Por lo tanto, huelgan preámbulos y dime a qué cima quieres subir esta vez.
—No has hecho nada por mí. Tienes amistades de envergadura, y no has hecho nada por mí.
Liv se echó a reír.
Pero estuvo a punto de soltar una imprecación altisonante. No obstante se limitó a enumerar, con voz suave y cálida, lo bastante suave como para que Ted supiera que Liv no se olvidaba de nada:
—Primero, eres abogado porque no has tenido más remedio. Papá, al morir, te dejó el seguro para ti sólito y en su opinión, me refiero a la del muerto, que era mi padre y que pese a sus ideas anticuadas yo respeté y respeto, yo como mujer no necesitaba ni ser abogado ni estudiar una carrera determinada. Cosa, tú sabes, que no hice. Y no lo hice por falta de ganas, sino porque tu padre, que era también el mío, dejó en su testamento bien claro y especifico, que su seguro de vida lo dejaba integro para pagar tus estudios, dejándome a mí, como quien dice, tirada en la cuneta. No pude, pues, ser abogado, ni licenciada en Filosofía, ni vendedora de ganado porque ignoraba a qué precio circulaban las reses en aquellos tiempos. Pero como tenía mis inquietudes propias, de las cuales tú estabas bastante necesitado, mientras tú te hadas abogado, conseguías tu título académico, yo me dedicaba a estudiar de todo un poco. Tan poco, y tanto busqué de todo, que llegó un momento en que sabia bastante de cada cosa y aprendí más que nada, a buscar mi propio camino y me olvidé de mis ambiciones. Tú, en cambio, tanto te presionaron las ambiciones, que te olvidaste de tu título y, en cambio, luchaste sólo por esas ambiciones.
—Liv.
—Y llegaste a un punto interesante. ¿A costa tuya, Ted?
—¡Liv!
—A costa de mis amigos. Pero si bien te ayudé hasta ahora a base de tarjetones, es que consideraba que estabas preparado para llegar adonde has llegado. En cambio, ahora, ya sé que llegaste al tope y que de ahí, por tarjetón, no vas a pasar.
—Liv, Liv…
—Ted, Ted, lo siento. Ya no das más de ti. Lo cual quiere decir que por medio de un tarjetón, no vas a encaramarte por encima de los que sin él, valen más que tú. ¿Entiendes la diferencia?
—Liv, sé que eres socio y amiga de los componentes de la revista que casi diriges. Sé que estos señores pueden hacer mucho por mí. Sé que…
—¡Alto, Ted! ¡Alto, hijito! Yo no cometo jamás deshonestidades. Soy tan franca, que lo soy hasta para condenarme a mí misma, cuando más a ti que vives de falsedades y de padrinos y de tarjetones. No te considero capacitado para subir más. Con ser jefe de oficina tienes de sobra; no sabrías desenvolverte en un mundo más alto. Por eso te digo que no hay más tarjetones. Ni más padrinos. ¡Ah!, y si un día se te ocurre aspirar al Senado, procura ignorarme a mí. En cambio, el día en que Kay y tú, desprovistos de vuestra aureola social, deseaseis venir a comer conmigo, aquí tendréis sopa de cebolla y carne asada.
—Liv, te estás burlando de mí. Voy a tener un hijo. ¿Te das cuenta de lo que eso supone? Un hijo es una boca más que mantener. Necesito ganar más dinero.
—Mira, Ted, yo no hice ese niño. Allá tú y tu mujer. Si habéis decidido traerlo al mundo, pensad primero de dónde vais a sacar los medios para mantenerlo. ¿Te hago una sugerencia, Ted?
—Liv, digo que te estás burlando de mí.
Liv sonrió.
Sin ruido.
Mansamente.
Dijo, de modo muy apacible:
—Te la haré, Ted. Vende el auto que utiliza tu mujer para presumir en las tertulias con tus amigos. Busca un piso más modesto. Te aseguro que, para vivir tranquilamente, no importa que el hogar sea más o menos lujoso. Dile a Kay que no vaya al modista. Que compre la ropa confeccionada, y si no está dispuesta a ceder en todos esos tópicos absurdos, que te busque ella el tarjetón.
Paff.
La comunicación quedó cortada y Liv tras levantar una ceja interrogante, sonrió, se puso en pie, y procedió a preparar su bocadillo.
Alice miraba a Rex con expresión desolada.
—Cada día estás más descuidado, Rex. ¿Estás seguro de que ganas dinero?
Rex pensó que no mucho.
Pero tampoco importaba demasiado. Si él pintara por dinero, viviría como un pachá. Pero pintaba porque le salía de dentro, porque sentía dentro de sí una inmensa satisfacción, porque era su oficio y porque a la hora de desarrollar su vocación, lo que menos pensaba era en enriquecerse.
—Si fueras más comercial, Rex… —decía su suegro.
Rex miraba a su hijo de seis años.
Pensaba que le gustarla que el niño no fuera tan cándido como él y dejara de vivir para casarse a los veinte años.
—Rex, aunque somos tus suegros —decía Alice—, lo mejor es que vuelvas a casarte. Yo creo que llevas una vida desordenada. No andas muy limpio, tienes los pantalones deshilachados por los bajos. Apuesto a que la suela de tus zapatos está rota…
Rex también pensaba sobre eso.
Mientras estuvo casado con la madre de su hijo e hija de aquellos dos buenos, pero vulgares, señores, él pintó cosas estupendas. Se vendían bien. Mujeres preciosas, aunque Fueran sacadas del original y dicho original fuera un adefesio. Paisajes lindísimos, de colores límpidos y sin una arruga las casas resquebrajadas. Todo mentira.
Y vivía según su pintura.
Fue después, cuando se quedó solo, cuando se vio tirado en mitad de la calle, sin hogar, con un hogar que los demás ponían a su disposición y que él no quiso hipotecar.
Eso es. Vivía una existencia hipotecada.
A la sazón, no.
Pero no le era posible demostrar a su suegra, que en vida de su mujer él pintaba para vivir, pero que actualmente pintaba para ganar. Ganar honores, no dinero.
—Una mujer es importante en la vida de un hombre —decía Alice.
Rex no respondía.
Maquinalmente alisaba el cabello rubio de su hijo.
Una y otra vez.
—Rex, busca esposa y cásate. Búscala de buena posición. No tienes por qué trabajar tanto. Una esposa rica es importantísimo.
Él ya había tenido una esposa, si no rica, por lo menos con padres acomodados. Jamás cometería un segundo error. Y no porque su esposa muerta no fuera buena.
Lo era. Pero… también es cierto que era como sus padres. Así de cómoda, así de fácil para vivir lo mejor posible.
«Toda la culpa la tiene Liv», se decía.
Liv con su albornoz blanco sobre su cuerpo desnudo.
Liv que enseñaba una vida nueva.
Una vida más verdadera.
Pero que sellaba los labios de un hombre.
—Rex…, tienes una expresión…
Rex rió.
Una risa boba.
Una risa inexpresiva.
—Tengo que irme —dijo, consultando el reloj—. Volveré la semana que viene.
—Pero, Rex, si acabas de llegar.
La que se reía de las acciones que tenía en la revista. La chica que no creía en el amor hombre-mujer.
En el amor en general, si. En el amor sexual, no.
Era un desastre.
Para él lo era, porque cada vez que la miraba, se sentía menguado o muy crecido, o, en contraste, sólo un hombre dominado por el deseo.
Y sabía que era lo que Liv no soportaba. Que el amor lo empujara sólo un deseo.
¿Qué quería Liv? ¿Que fuera un monigote? ¿Cómo se creía Liv que eran los hombres?
—El tren sale dentro de media hora —dijo apagadamente. Apretó a su hijo contra si—. Volveré la semana próxima.
—Rex, si quieres te ayudamos a buscar una esposa en Búfalo.
¡Lo que le faltaba!
Estuvo a punto de gritarle que él no deseaba una esposa común y corriente. Que buscaba una esposa como Liv, capaz de entenderlo en la alcoba, en el estudio, en la vida en general, en su parte del intelecto y en su vida psíquica. Una compañera.
No soportaba a la mujer que sólo supiera entender al hombre para darle hijos.
—Volveré otro día —dijo. Se fue.
Se vio en el tren a media tarde.
Y pasó los dedos por los cabellos, una y otra vez. Lo peor no era lo que pensara, sino lo que sentía.
Un día tendría que decírselo a Liv: «Mira —le diría—, yo vengo aquí como amigo del alma, pero lo cierto es que casi siempre me siento hombre y deseo estar a tu lado, para sentirte mujer.» Liv, estaba seguro, se reiría de él y era lo que no soportaba.
Capítulo 5
Rex, que desde la estación había ido directamente a su casa y sin entrar en su ático, había entrado en el de Liv, allí estaba, hundido en el fondo de un sillón, con la pipa apretada entre los dientes, enfundado en sus pantalones negros de pana, su camisa de color verdoso y su cazadora de cuero, perdidos los pies en botas camperas, escuchaba atentamente lo que se debatía entre Donald Ferro y Liv Bates, la cual, pluma en mano, una cuartilla en las rodillas, escribía, se detenía, trazaba líneas e intentaba demostrar al fósil que era Donald, lo que ella entendía por una buena revista.
Rex seguía el debate entre interesado y aburrido. Sólo de vez en cuando, y en el más absoluto silencio, prestaba atención. En aquel momento, en que la voz de Liv vibraba más que de costumbre, si la prestaba.
—No pretendo hacer de una revista social —decía Liv alterándose un poco—, una revista tremendista, dedicada a noticias sensacionalistas. ¿Qué nos importa a nosotros que fulanita viva con un hombre que no es su esposo, y menganito, que es esposo de fulanita, viva con otra menganita que no es la suya? ¿Y qué me importa a mí, ni a nadie con sentido común que X tenga un hijo y declare muy oronda que no es de padre reconocido? No estoy por ésas, Donald. Desde los seis años que hace que entré en la plantilla de empleados, no hice más que hacer sugerencias. ¿Consecuencias? La revista, de un semanario mediocre, se ha convertido en un periódico que la gente espera y lee con avidez. Pues habrás observado que sólo en una pequeña sección damos, como al descuido, ciertas noticias sociales que yo, si me apuras un poco, llamaría más bien, noticias de adulterios elegantes. Y con elegancia o sin ella, no dejan de ser adulterios.
—Tú nunca piensas que esas mujeres y esos hombres puedan ser adúlteros por amor —farfulló Donald—. Es lo que no te cabe en la cabeza, y si son por amor, yo te digo que tiene su disculpa.
Rex observó que Liv estaba a punto de tirar por la ventana a Donald.
La vio ponerse en pie y sacudir airada su rubia melena.
Pero Rex no miraba a Liv esperando un estallido. Sabía que Liv conocía el arte de dominarse.
—Yo entiendo —decía Liv reiterativa—, que el amor no disculpa un adulterio. Yo no soy una mojigata. Ni me espanta nada. No soporto, y eso lo digo a gritos, a la persona que ocultando sus adulterios, pretende hacerse pasar por virtuosa. ¿Qué le gusta un hombre? Que se divorcie, que se case de nuevo, que respete al que es su marido. Pero que no oculte jamás sus pecados. ¿Los tiene? Que sepa responsabilizarse de ellos.
—¿No nos apartamos de la cuestión, Liv? —se agitó Donald.
Liv lo miró unos segundos.
—De acuerdo —volvió a sentarse—. De acuerdo. A mí no me interesa como viva la gente. Allá ella y sus problemas y sus deseos y sus amores y sus apetencias… Pero yo no tengo obligación alguna de aconsejar que esas noticias se inserten en la Prensa, y sí en cambio, como persona dedicada a innovaciones, debo decir y digo que nos ocupemos más de la poli tica, de los problemas energéticos, de la crisis mundial, de la moda femenina que es, en definitiva, algo que interesa a la mujer, y la revista es tan apreciada por el lector como por la lectora. Digo también, y de hecho así lo voy a exponer, que existen temas muy interesantes sin rayar en lo pornográfico, que ya ha pasado de moda. Escucha, Donald —Rex vio cómo Liv se inclinaba hacia su compañero—. El amor siempre debe ser una novedad. Y vivirse como tal. Es como si tú deseases fervientemente un auto nuevo. Mientras lo intentas alcanzar, vives con una ilusión tremenda, casi te lastima esa ilusión por el goce que te produce. Pero un día lo consigues. Montas en él. Descubres o no descubres sus fallos, pero lo que es seguro es que ya no vives para alcanzarlo, porque ya lo tienes. En el amor pasa algo similar.
—Estamos vendiendo cientos de miles de ejemplares.
—No te lo voy a discutir.
—Entonces piensa que debemos adaptarnos a la actualidad y aprovechar esta circunstancia y mantenernos en la misma tónica. O renovarse o morir. Y te diré aún más. Si seguimos por ese mismo camino, dentro de seis meses la tirada habrá bajado el cincuenta por ciento. ¿Sabes por qué, Donald? Porque la gente se cansa en seguida de una misma cosa, y nosotros lo estamos explotando desde hace más de dos años. Recuerda que la devolución de este mes fue de un veinticinco por ciento. ¿Lo has olvidado?
Donald no lo había olvidado, pero entendía que un veinticinco por ciento carecía de importancia y así lo manifestó.
Pero no se conformaba con su opinión. De repente apeló a la del silencioso Rex.
—¿Tú qué dices, Rex? Estás metido en este mundillo o, por lo menos en uno parecido. ¿Qué opinas de lo que yo expongo?
Rex miró a Liv, pero ella no miraba a Rex.
Miraba a Donald, con indiferencia.
—No eres comerciante ni buen editor —rió, sin alterarse—. ¿Sabes una cosa, Donald? O sacas una revista nueva o empiezas poco a poco y gradualmente, a reformar ésta. Ahora mismo no se notan esos ejemplares que son devueltos, pero dentro de tres meses el déficit será notorio y luego yo no voy a poder paliar las consecuencias. Una de dos, o retiro mi diez por ciento o se me da opción a la renovación. Lo pienso exponer en el consejo y si no apoyas mis sugerencias, que en este caso concreto, serán más bien decisiones inquebrantables, presento mi dimisión y carga tú con todo el resultado de lo que ocurra.
—Escucha, Liv…
Liv no escuchaba y Rex decidió que debía dejarlos solos para que decidieran, sin testigos, el final de la cuestión, pues si bien Donald solicitó su parecer. Liv le cortó demostrando así que el parecer de Rex le tenía muy sin cuidado.
—Ahí os dejo —saludó yendo hacia la puerta y tras lanzar una breve mirada sobre Liv, añadió—: Pensaba invitarte a comer esta noche por ahí, pero ya veo que estás muy entretenida.
Fue después, cuando oyó los pasos de Donald bajar la escalera, incluso desdeñando el ascensor, cuando Rex dejó de pintar, se quitó el delantal corto, estiró los puños de su camisa verdosa y sin coger la americana, dejó su estudio.
Pensó que Donald iba demasiado aprisa. Los tabiques que separaban los estudios no eran precisamente demasiado gruesos, por lo que él, Rex, pudo enterarse de cuanto aquellos dos discutieron, y si bien se percató de la pasión de Liv para defender su tesis, también en los largos silencios de Donald apreció, no su aquiescencia, sino su otorgamiento.
Sonrió un poco entre dientes. Liv estaba tan aclimatada a salirse con la suya, que un fracaso iba a causarle un trauma; claro que tratándose de una mujer tan tenaz, tan sabiendo lo que quería y por qué lo quería, era de esperar que el trauma jamás se produjera.
En la vida laboral y profesional de Liv, pero como mujer… ¿Se habría sentido Liv mujer, tan sólo alguna vez? Era lo que realmente intrigaba a Rex.
Empujó la puerta y llamó:
—Liv, ¿estás ahí?
Una voz respondió desde el fondo de la cocina:
—Pasa, Rex. Llegas a tiempo para comer un trozo de tortilla de cebolla.
Rex había comido un bocadillo de jamón ahumado, con su cerveza y pese a ello, pensó que la tortilla de cebolla no le vendría nada mal.
—Acepto, Liv, ¿dónde andas?
Liv asomo en la puerta de la diminuta cocina. Vestía falda hasta más abajo de la rodilla. Calzaba botas y una camisa a rayas haciendo juego con la falda marrón. Ataba un delantal en torno a la cintura y su figura tan femenina, tan de pluma, resultaba algo grotesca haciendo de cocinera.
—Te invito a comer algo por ahí, Liv, pues aunque me chifla la tortilla de cebolla, debo confesar, y confieso, que no eres precisamente una gran cocinera.
Liv se echó a reír. Tenía una risa deliciosa. Había picardía en sus ojos melados y una mueca de sarcasmo en sus labios. Rex se preguntó qué ocurriría si aquella chica se despojara de su aureola intelectual y se convirtiera en una mujer, simplemente. Una mujer capaz de besar, de amar, de poseer.
Rex cruzó los brazos sobre el pecho y abrió un poco las piernas. Era moreno, no muy alto. De ojos oscuros, tanto podían ser negros como marrones, pero, de todos modos, muy brillantes, muy expresivos. Rex no era ningún Adonis, pero se notaba fácilmente que era todo un hombre.
Con muchas inquietudes y poco dinero. Con muchas ganas de vivir y medios escasos para vivir cómodamente.
Se preguntaba Rex qué cosa concreta o inconcreta pensaría Liv de él. Nunca se interesó por su pasado, ni por su presente, ni por su futuro. Se conocieron en el rellano hace escasamente dos años. El dijo: «¡Hola!» Ella respondió con la misma naturalidad: «¡Hola!»
El añadió, seguidamente: «Me llamo Rex Malden» y ella, con la misma sencillez, respondió: «Yo me llamo Liv Bates.»
Se estrecharon las manos y seguidamente Rex dijo: «Soy pintor.» Ella apuntó sin jactancia: «Yo soy la subdirectora de una revista semanal.»
Nada más.
Todo lo que en adelante supieron uno del otro no fue porque se lo contaran mutuamente, sino porque se iban conociendo así, sin más. Con el trato diario y a base de ese trato.
Liv nunca pensó en él como hombre que era. De eso estaba seguro Rex y el hecho en sí le mortificaba lo bastante para causarle inquietud. Rex, por su parte, pensó en ella como mujer casi en seguida, pero, cosa rara, jamás se atrevió a decírselo a Liv. Había en Liv como una barrera en cuanto a las confidencias íntimas, amorosas, o sexuales, que él pudiera hacerle. No las admitía. Y no es que Rex lo supiera porque Liv se lo hubiera advertido. Es que a través del trato de cada día, Rex, que era lo bastante psicólogo, ya lo había intuido.
—Termino en un segundo —le gritó Liv, desde el interior de la cocina—. Siéntate donde puedas, Rex, te la serviré ahí. De paso que comemos, te contaré la discusión que hemos tenido Donald y yo.
Rex no se movió de la mitad del salón. Ni descruzó los brazos.
Pero sí dijo:
—Habrás ganado tú.
Liv apareció, portando una bandeja con el servicio.
—Sé más que Donald. Es lógico que lo convenza. No intento ser una marimandona, pero cuando creo en una cosa, la defiendo con todas mis fuerzas. ¿No te sientas, Rex?
—¿En qué más cosas crees, además de tu trabajo, Liv? —preguntó Rex, inesperadamente.
Liv la miró interrogante.
—Haces una pregunta desconcertante, Rex.
—No tanto. Es una pregunta bien concreta. ¿En qué más cosas crees?
—En muchas. En ti, como amigo. En mis colaboradores como tales. En la vida, que sigue su curso por mucho que intentes detenerla… Creo en todo lo vivo y palpitante. En las flores, en la tierra. En al mar… Todo lo vivo me inquieta, Rex.
Rex pensó que iba a lanzar una pregunta absurda, pero la lanzó:
—¿Y en el amor?
Liv, que lo servía, quedó con el cubierto en el aire.
Miraba a Rex divertida. Después seria. Después pensativa.
—¿Por qué preguntas eso, Rex? ¿Es que no sabes lo que pienso sobre el particular?
—No, exactamente. Es evidente que te consideras mujer libre de ataduras. Que no las quieres. Que tal vez, para evitarlas, luchas contra ellas.
—¿Contra las ataduras?
—Sí, ¿no luchas?
Liv le sirvió.
—Creo que está sabrosa, Rex —dijo, y después de un breve silencio—. No lucho. No he luchado nunca, porque nunca me sentí con deseos de ser atada. Desde niña he vivido a mi modo, no al modo de ver y querer de los demás. He defendido mi criterio, mis principios. Todo es cuestión de autodisciplina. Come, Rex —añadió, sin transición, como si la conversación anterior no le interesara en absoluto.
Pero Rex sentía deseos de continuarla.
Capítulo 6
Me parece que nunca hemos hablado, pese a nuestra, creo que profunda amistad, de nosotros mismos. Liv, ¿no te parece que la noche es apacible, el momento idóneo y que la ocasión, surgida así, de repente y sin proponerlo, merece la pena?
Liv no atendía a razones.
Comía, y bebía la cerveza helada.
—Me está gustando la tortilla. Ciertamente no soy una gran cocinera. Nunca seré una buena cocinera. Pero ganaré para mantener mi hogar y aún te digo más, Rex… No me mires así. Ya sé que deseas hablar de nosotros, pero yo te digo: ¿Qué cosa tenemos que decirnos? ¿Qué cosa podemos descubrir, uno del otro, que no sepamos ya?
—Crees que por vivir cerca, por mantener una amistad sincera… ¿se puede conocer al ser humano?
—Si generalizas, no. Pero tratándose de ti y de mi, después de dos años, causaría risa pensar que nos desconocemos.
—Evidentemente ibas a decirme algo sobre ti y tu cocina —dijo, Rex con acento cansado, como si aceptara de antemano no hablar de sí mismo ni de ella.
—Yo podría tener una cocinera. Gano para pagarla —rió Liv, divertida—. Podría vivir en una casa grande y tener una doncella. Pero todo eso me restaría intimidad, aislamiento. Viviría sin dar gritos y, sin embargo, oyendo todos los demás mi propia vida, lo que ocurría en ella, incluso lo que pensaba, pues aunque no lo dijera se inventaría si no se adivinara. ¿Ves tú cómo respeto yo mi propia libertad?
Rex no respondió a la pregunta.
Sentía en su frente como un martillazo.
Por eso espetó de súbito:
—¿Y crees, en verdad, que por conocernos hace dos años; por ser vecinos y por vernos todos los días, nos conocemos exactamente? Por dentro, quiero decir. Lo suficiente y bastante como para no causarnos curiosidad, o asombro, el hecho de un descubrimiento nuevo.
Liv se puso seria.
Parecía más madura, incluso mayor, con la sonrisa paralizada en sus labios.
—Rex —dijo, y su voz sonaba un poco hueca—. ¿Qué quieres decir? ¿Es que no somos amigos? Porque el hecho de que te considere amigo mío, no quiere decir que lo seamos si tú no compartes mi afecto.
—No se trata de eso, Liv. No tergiversemos el sentido exacto de mi interrogante. Veamos. Si me lo permites podemos desmenuzar nuestra amistad.
—¿Hasta ese extremo hablas en serio? —preguntó Liv, desconcertándose.
—Eres una mujer, Liv —se impacientó Rex—. Hermosa, joven, culta, seductora…
—¡Rex!
—Yo soy un hombre, si no seductor, hombre con apetencias, con ojos en la cara, con sentimientos, con deseos que no siempre puedo doblegar… ¿nunca has pensado en eso, Liv?
—No. Yo pienso siempre que dos personas son dos seres humanos con ideologías distintas o iguales, con educación similar o diferente, con apetencias reprimidas o expansionadas, pero, siempre y en todo momento, dos seres humanos racionales.
—Y con eso lo significas todo.
—¿No es así?
—No —se impacientó Rex de nuevo—. Claro que no. Sería absurdo que el hombre no fuese más que figura. Porque entonces sería un mueble o un bibelot de porcelana que sólo se rompe si se cae. Una cosa, en definitiva, objeto; nunca un ser humano, con sentimientos, con apetencias, con capacidad para amar, odiar, apasionar, seducir…
—De acuerdo, Rex —rió Liv divertida—. Todo eso me parece de maravilla. Ya sé que el hombre no es un objeto. Ya sé que tiene sentimientos, corazón, cerebro y que son para utilizar. Pero ¿qué tiene que ver una cosa con la otra? Nosotros somos amigos. Creo que entrañables amigos.
Rex se levantó.
Con lo cual desconcertó nuevamente a Liv.
Rex miró a Liv desde su altura y su frente fruncida parecía surcada en tres rayas paralelas.
—Liv, una sola pregunta. Una sola, y responde con sinceridad. ¿Has pensado alguna vez si yo podría ser un criminal?
La joven le miró, primero seria, después sonriente.
—¿Un criminal? No. ¿Por qué iba a pensar que eras un criminal?
—¿O un ladrón?
—Pero, Rex, que desorbitas las cosas.
—Responde.
—Pues claro que te respondo —se enojó la joven—, no creo que seas un criminal ni un ladrón. Llevo dos años viéndote todos los días, cambiando impresiones contigo. Tan pronto estoy yo en tu estudio mirando tus cuadros, como tú metes las narices en mis proyectos. Un ladrón, un criminal, un sádico, porque hasta eso puedo pensar que eres, no es capaz de ocultar sus malas costumbres durante dos años. No necesito preguntarte quién eres. Se ve, se nota… Se palpa todos los días.
Rex volvió a sentarse de golpe. Y atacó la tortilla que quedaba. Malhumorado, farfulló: —Ya está fría.
—Nadie te mandó meterte en honduras fuera de lugar, Rex —rió divertida Liv—. Se ha enfriado porque la dejaste enfriar —y de repente, sin transición—: Una cosa, Rex, ¿puedo hablarte de mis planes para la revista?
Claro que no.
O continuaban aquella conversación iniciada o se iba a la cama a morder rabioso la almohada.
Pero escuchar de nuevo su voz entusiasmada refiriéndole cuánto pensaba hacer de innovación en la revista, le sacaba de quicio.
—Rex —preguntó Liv asombrada—, ¿adónde vas?
Rex se volvió en redondo.
La saeta de sus ojos miró a Liv de forma rara. Como si de repente la desnudara de pies a cabeza. Liv sintió la sensación, la rara sensación, de que quedaba en cueros y, de repente, un rubor le cubrió las mejillas.
—Rex —dijo de modo raro—. Rex… ¿estás borracho?
—Dime, Liv, una sola pregunta. ¿Te asombraría mucho que yo me enamorara de ti?
Liv no quedó sentada.
Se levantó rápidamente.
—Oye —tartamudeó—, Rex, yo no quise hacerte daño. Yo no pretendí nunca que te enamoraras de mí. Te aseguro que lo siento.
—Eso tan sólo, ¿no?
—Pues…
—No me enamoré de ti, Liv —gritó Rex furioso—. Por supuesto que no, pero lo que me saca de quicio es que tú no concibes que eso pueda ocurrir. Dime, dime —la miraba cegador, más furioso aún que antes—. ¿Siempre has pensado que los hombres son fósiles como el estúpido de Donald que te declara su amor, tú le rechazas y él queda esperando a un mejor momento?
Rex se preguntó qué cosa de mujer tenía Liv dentro.
Y se propuso que un día no la buscaría como amiga, ni siquiera como esposa, pero tal vez sabría cómo respondía como amante. Y es posible que, dentro de la supuesta amante, estuviera oculta la mujer. Se preguntó asimismo si Liv no habría tenido jamás trato íntimo con un hombre, si habría dedicado su vida sólo a la creatividad.
—Disculpa —dijo con voz que ya no era alterada ni impaciente—. En realidad, creo que tienes tú toda la razón. Y no porque la tengas por lógica, sino, más bien, porque tú eres así, piensas así y te manifiestas así. Estimo que no tienes tú toda la culpa. Dime, Liv, por primera vez te pregunto: ¿No te has enamorado nunca?
—Claro que sí.
—¿Si? ¿De qué? ¿De un hombre y no quieres entender lo que te digo?
—¿Con respecto a tus sentimientos hacia, mi, Rex?
Rex dio una patada en el suelo.
—Por supuesto que no. Eso lo dije por decir algo, por hurgar en ti. Y no sólo por curiosidad, tal vez si, por conocerte mejor. Me refiero a tu opinión del género humano.
—¡Ah! —rió Liv—, te comprendo. Por supuesto que tengo una idea concreta del género humano y todos y cada uno de los sentimientos que pueda sentir y hacer sentir a los demás. Y en cuanto a si me he enamorado, te diré que de muchas cosas. De mi trabajo. De los libros que me gustan. De la lluvia que en invierno agrada, del sol del verano, de mis amigos entrañables, en los cuales te incluyo a ti. de mi familia…
Rex la miró cegador.
—Del hombre, no.
—¿Hombre?
—Hombre, sí. Porque si pluralizara, no sería igual. De un hombre, Liv. Un hombre con dos piernas —se impacientó de nuevo—, una cara, ojos, corazón, cerebro… Un hombre.
—No. De un hombre, no me enamoré nunca. Creo que toda mi vida he marginado los sentimientos personales por comodidad y egoísmo. Ya ves, lo confieso. No me gusta verme atada. No sería yo. Sería la continuación de otro ser. Y prefiero ser yo misma. No me creas una ingenua —se impacientó ahora ella—. No lo soy. He vivido lo bastante para saber adónde puedo llegar, si me interesa llegar, o si quiero llegar.
—Y no quieres.
—No quiero —respondió Liv tranquilamente—. No me interesa. ¿Que a eso tú le llamas egoísmo? Pues seré egoísta. No me interesa la vida compartida con un hombre, ni creo que el matrimonio sea una solución definitiva, ni me interesa traer hijos al mundo, los cuales desgraciadamente, no dan su opinión porque no pueden. Si ellos, esos hijos por venir, tuvieran voz y voto, yo les preguntarla y entonces es posible que tuviera uno.
—Liv, tienes unas ideas peregrinas.
—Si no te pido que las compartas, Rex —rió Liv tranquilamente—. Ni trato de engaitar a nadie. Soy como soy y nada más. Yo no pido a los otros que me imiten.
De repente, Rex volvió a sentarse, con lo cual obligó a Liv a imitarlo.
Se miraron de hito en hito.
Rex asombradísimo. Ella tan sencilla, tan normal y tan sincera.
—Vayamos con calma, Liv. Pensemos con cordura. Veamos, y perdona que ahonde tanto en ti misma. Es la primera vez que, uno y otro, nos desnudamos espiritualmente. Yo no trato de ocultar cómo soy. Soy hombre de apetencias. Hombre de mujer. Hombre que le gusta el sexo. Hombre que sabe reprimirse y doblegarse, pero no siempre lo consigue. Ya estoy retratado y no me mires con ese asombro, porque descubres que además de ser un ser humano vulgar y corriente, lo soy con montones de defectos y montones de virtudes, como todos. Ahora vayamos contigo. Y te voy a hacer una pregunta muy atrevida. Dime. Liv, a tus años…
—Veinticuatro —rió Liv sarcástica—. Ni me los quito ni me los pongo.
—Bien, a tu edad… ¿no has conocido aún al hombre, en su concepto exacto?
Liv dejó de sonreír.
Miró sus uñas, luego abrió las manos y después las cerró de nuevo. Inmediatamente buscó un cigarrillo en la caja de madera y vio ante sí el mechero de Rex, con su llama viva ascendente.
—Liv… Fui demasiado indiscreto, ¿ver dad?
—No.
—Perdona.
—Lo he conocido —dijo Liv calladamente— y sigo pensando igual.
—No anudaste sentimientos profundos en esos conocimientos.
—No.
—Por eso no estás de acuerdo.
—No lo estoy.
—¿Y si a esos conocimientos añadieras el amor?
—No te lo puedo decir, Rex —dijo con gravedad—. No me he enamorado nunca. Ni soy una desengañada ni una traumatizada. He pasado por la vida adquiriendo experiencias… Eso es todo. Ninguna de ellas me privó de seguir viviendo y pensando como pienso. Ninguna me convenció para que detuviera mi marcha. Ni depusiera mi natural egoísmo de libertad e independencia. No hubo sentimientos, no hubo nada. Para mí el sexo no lo supone todo. Para mí cuentan los sentimientos y, te repito, nadie me convenció aún de que existían tan fuertes y tan vitales como para consagrarme a ellos. ¿Quieres saber algo más?
Rex giró sobre sí y dijo tan sólo: —La tortilla estaba buena, Liv. Buenas noches. Hasta mañana.
Capítulo 7
Fue al día siguiente, hallándose en su despacho de la redacción, cuando su secretaria le advirtió que la llamaban por teléfono.
—¿Quién? —preguntó sin levantar la cabeza.
—El señor Maiden —dijo la secretaria.
Inmediatamente, sin levantar los ojos del libro que consultaba, con un mecanismo muy propio de ella, Liv levantó el auricular.
—Dime, Rex.
—Oye, no he dormido.
Liv pensó que Dick se había excedido en aquel escrito sobre la parapsicología.
Tendría que advertírselo.
—Liv, no me estás oyendo.
—¡Oh, sí!, dime, Rex. ¿Decías que no has dormido? ¿Por qué? ¿Has tenido alguna pesadilla?
No notó la impaciencia de la voz masculina.
—He pensado.
Liv trazó nuevas líneas rojas sobre una oración entera. Dick no andaba bien de la cabeza. Tan pronto hablaba de ciencias ocultas, como de psicoanálisis. Habla que adiestrar a Dick en todo aquel asunto.
—Todo el mundo piensa —rió Liv muy tranquila—. El que no piensa, no debe nacer, ¿no crees, Rex?
—Ya veo que estás trabajando.
Liv aprovechó para afirmar.
—Desde luego. Y estoy un tanto desconcertada. No me gusta plenamente esto que estoy leyendo, Rex. Oye, ¿no podías llamarme a otra hora? —y como si recordara que era la primera vez que Rex la llamaba a la oficina—: Dime, Rex, ¿qué mosca te ha picado para que me llames aquí? Dentro de una hora escasa estaré en mi estudio y podrás decirme lo que deseas.
—Ya veo.
—¿Ver? ¿Qué ves, Rex?
—Nada, eso es lo malo. Temí que estuvieses enfadada conmigo.
Liv abrió mucho los ojos.
Dejó de trazar líneas rojas sobre el escrito de Dick.
—¿Enfadada? ¿Por qué?
Era lo que Rex no concebía.
Que fuera tan sencilla y, a la vez, tan complicada.
—Ayer noche hurgué en tu vida. No tenía ningún derecho a hacerlo.
Recibió la respuesta más desconcertante que él había imaginado:
—Estás equivocado, Rex. Si yo no tuviera intención de responderte, tu ansia de hurgar quedaría desvanecida. Yo jamás contesto por educación o por consideración a los demás. Contesto sólo cuando quiero contestar.
—¡Ah!
—¿Estarás en tu estudio después?
—No.
—¡Ah!
—Voy a ver a mi hijo.
Liv dio un salto.
—Rex, has dicho un hijo…
—Eso he dicho. Por lo visto, ahora si te he conmovido.
—¿Conmovido? —y Liv soltó una risa tan natural, como natural fue lo que dijo después—: Conmovido, no, Rex. Me has asombrado, pero conmovido por supuesto que no.
Y no se le ocurrió preguntar de dónde había sacado Rex aquel hijo, ni qué edad tenia, ni nada relacionado con él.
Por eso hubo un silencio.
Liv volvió a pensar en lo que Dick había escrito y siguió haciendo rayas rojas. Rex esperaba alguna pregunta.
Por eso, al cerciorarse de que Liv no las hacía, le gritó:
—¿Qué es lo que tanto te entretiene, Liv?
—¿Dónde? —preguntó Liv distraída.
—Ahí, sobre tu mesa.
—¡Ah!, claro. Te digo que estos chicos no saben por dónde entran ni por dónde salen, Rex. Es una calamidad. Pretendo insertar en el semanario una sección tratando de la parapsicología y le hice el encargo a un muchacho bastante despierto. No lo ha hecho bien. Tendré que meterme yo con ello. Te veré luego, Rex.
—Está bien —dijo Rex, y su voz sonaba desalentada.
Liv, por su parte, inmediatamente de colgar, solicitó la presencia de Dick allí.
Discutió con él.
Terminó por sentarlo en una mesa cercana y le dictó ella misma todo lo que pretendía decir referente a la parapsicología.
Al cabo de un rato, Dick se lo entregaba, y Liv se entretuvo más de dos horas leyéndolo.
No estaba mal.
Y tenía que estar mejor.
Lo llevaría a su casa y lo perfeccionaría a su gusto; y si no se insertaba en la revista aquella semana, se haría completa a la siguiente.
Miró el reloj y sin recordar para nada a Rex y al hijo que, según parecía, le había caído del cielo, se levantó, se puso el abrigo y salió de la oficina.
—Apoyaré tu causa —le dijo Donald nada más verla entrar—. Intentaré lavar el cerebro de todos esos que nos pagan.
—Son cerditos con piernas y busto, rostro y manos, Donald. Ni más ni menos.
—Esa es la opinión que tienes de los hombres.
Liv empezó a reír y se sentó, a medias, en el brazo de un sillón. Balanceó el pie.
—De los que lo merecen.
—¿Incluyéndome a mí?
—Donald, no seas pelma. Tú eres un buen amigo y un buen compañero.
—Pero hombre, no, ¿verdad?
Sin proponérselo evocó la discusión sostenida con Rex la noche anterior.
Todos los hombre eran iguales.
Veían a una mujer y se derretían. Rex, no. Rex era más hombre. Pero lo que es Donald…
—Me miras como si me desnudaras el cerebro, Liv. Me ofendes.
—Perdona. Ya me iba. Venía a decirte que marginamos, por ahora, el asunto de la parapsicología. Lo voy a estudiar yo personalmente.
A Donald le interesaba un pito la ciencia oculta.
Pero si le interesaba Liv.
—Liv…, tú sabes que te amo —y antes de que Liv pudiera responderle, añadió afanoso, apasionadamente—: Liv, este trabajo es agotador. ¿Por qué demonios no te metes en tu hogar, un hogar más digno de ti que ese ático infernal que queda en el quinto infierno, amas a un nombre, tienes hijos y una vida apacible junto al hombre que te ame?
Liv se levantó, pero no para irse. Sino para acomodarse en el sofá y cruzar las piernas con la mayor paciencia.
—De eso hablamos ya, Donald —dijo mansamente—. Yo no busco una vida apacible. Ni una vida cómoda. Ni una familia cariñosa. Yo busco vivir, y es lo que hago. Tampoco soy tan desconsiderada con el prójimo, puesto que le ayudo lo que puedo, pero eso mientras no traten de inmiscuirse en mi vida. Lo que si te digo es que la meta de mi vida no se reduce a un matrimonio, ni a un esposo, ni a unos hijos.
—Liv, a ti te hicieron daño. Te humillaron, te traumatizaron.
Así de tonto era Donald.
¿Qué tendría que ver lo uno con lo otro?
Por unos segundos, no respondió. Pero su mente se remontó a tres años antes, cuando se le ocurrió hacer aquel crucero por el Mediterráneo, buscándose quizá a si misma más que una aventura galante. Pero encontró las dos cosas. A sí misma y la aventura.
Fue una vivencia sin consecuencias. Una experiencia sin secuelas.
Ella terminó el crucero, el hombre desapareció y ella se reincorporó a su trabajo como si nada. Ni una emoción negativa ni positiva, y eso sí que le hizo pensar que había sido una experiencia más, pero tan sólo eso.
Sin traumas, sin rencores; sin deseo alguno de meterse en otro berenjenal de tal índole.
¿Que el hombre no fue lo bastante experto para despertar en ella el eco de su pasión? ¿No sería, más bien, que al faltar el sentimiento, todo lo demás se convertía en una rutina absurda?
Esto último, al menos para ella, fue la triste conclusión, y con la misma conclusión seguía, porque no intentó, ni quiso, ni quería repetir la misma vivencia.
—Liv, ¿no será eso?
¿Eso qué?, se preguntó Liv riendo.
Y en alta voz dijo:
—¿A qué te refieres, Donald? ¿A un supuesto trauma?
—Yo te resarciría…
No, no encontraba en Donald cualidades, fuerza, garra suficiente para conformarla y satisfacerla a ella. Era más simple de lo que Donald se imaginaba.
Se puso en pie y dijo, con acento entre cansado y sarcástico:
—Corteja a Mag, Donald. Es una chica estupenda y te va. Va a tu temperamento. Yo no sabría hacerte feliz.
Donald dio un salto y se plantó delante de ella.
—Nunca has permitido que te besara, Liv. ¿Por qué no me lo permites?
—Donald, no seas ridículo. No me considero una súper mujer, pero te digo que si crees que con un beso me vas a derretir o a convencerme, me da la risa. Mira, Donald, no destruyas una buena amistad, y no te lo digo porque me beses, porque si a eso vamos, y para ti supone una necesidad perentoria, tan poca importancia te doy, que te beso. Pero sí te lo digo porque si insistes en estar enamorado de mí, me vas a cansar y entonces sí que te planto sólito en ese despacho, y como no eres tan tonto como te creen los demás, y algo más tonto, si, de lo que te crees tú mismo, la revista sin mí perdería en venta, y a eso si que no le veo yo solución. ¿Está claro, Donald?
—Me pregunto de qué estás hecha. ¿Es posible que seas tan fría, que lo desmienta así tu frágil figura femenina?
—Si a eso vamos —rió burlona, yendo hacia la puerta—, hay hombres con una pinta de machos que espanta y, sin embargo, son pájaros perdidos. No soy fría, Donald, si saberlo te tranquiliza. No se trata de mi frialdad o fogosidad aparente u oculta. Se trata de que no te amo. De que no tengo necesidad física de ti, ni física ni moral. Se trata de que soy honesta conmigo misma y no por complacer a un hombre voy a casarme con él. Ni tan estúpida e inútil que, para vivir mejor, busque la colaboración de un hombre a quien tengo que darle demasiado para recibir tan poco. Y no es que considere poco lo que tú pudieras dar, sino lo que pueda darme cualquier hombre que yo no ame ni necesite. Si un día me caso, no será basando mi afán en una atracción física tan sólo.
Donald la miraba como si viera un fantasma.
—No te considero en poco, Donald —dijo apaciguadora, sin deseo alguno de lastimar a su amigo—, te considero mucho y sería una lástima que nos casáramos tú y yo y nos diéramos cuenta de que ni siquiera sexualmente coincidíamos. Corteja a Mag. Es una chica buena, honesta, suavecita, pero nunca te podrá demostrar que intelectualmente está por encima de ti, y yo, ¿sabes, Donald?, he llegado a la conclusión de que si lo estoy, y eso si que despertaría un trauma, no para mí que aceptarla el fracaso con resignación, pero tú, como hombre, quedarlas destrozado y te aprecio demasiado para desearte tal mal.
Se fue.
Donald no creía haber oído bien y metió el dedo en el oído.
Lo agitó una y otra vez.
Después quedó erguido, plantado como un poste.
Capítulo 8
Hasta aquel instante de ver a Rex sentado ante la barra del bar, no pensó en lo que éste le dijera.
¡Un hijo! Era curioso. ¿De dónde habla sacado Rex aquel hijo? ¿O es que Rex un día, cualquiera que fuera aquel día, se había prostituido?
Curioso en verdad.
Avanzó por el autoservicio y se acodó junto a Rex.
—¡Hola, chico!
Rex casi dio un salto.
—L… ¿de dónde sales?
La voz de Rex era algo inexpresiva.
Se diría que estaba enfadado con ella. Y lo estaba a su manera, una manera intima de enfadarse, porque él mismo reconocía que, por su parte, era ridículo enojarse porque una mujer tuviera un criterio concreto sobre ciertas cosas.
Se preguntaba, dado su modo de pensar y sentir con respecto al sentir y pensar de Liv, si la amaba tanto como para experimentar aquel malestar íntimo, destructivo y casi celoso. ¿Casi? Totalmente celoso.
No quiso ni siquiera aceptar que pudiera amarla.
No quiso, así mismo, demostrar que estaba enojado.
Por eso, galante y amablemente, le ofreció su plato.
—No lo había empezado aún —dijo riendo, recuperado ya—. Yo solicitaré otro.
—En modo alguno, Rex. Yo no tengo tanto apetito como para caerme aquí desmayada.
—Te digo que lo aceptes.
Lo aceptó. Empezó a comer. Bebió un sorbo de cerveza. Y fue cuando se le ocurrió preguntar:
—¿De dónde lo has sacado?
Rex se echó a reír.
—Del camarero. Se lo he pedido y, como había poca gente, me sirvió en seguida.
—No. Me refiero a tu hijo.
—¡Ah!
Y quedó con la boca abierta.
Después la cerró y, al sentir en sus ojos los vivos ojos interrogativos de Liv, dijo roncamente:
—De mi mujer.
¡Casado!
Bueno, tampoco eso tenía mucha importancia.
—¿Divorciado?
La pregunta fue formulada con la mayor naturalidad.
Rex apretó el puño.
—Viudo —dijo.
—¡Oh…! —y después de beber otro sorbo de cerveza—: Lo siento.
Y como si, de repente, despertara su curiosidad, miró a Rex sonriente, inquisitiva a la vez, como preguntándose a qué edad (pues lo consideraba muy joven) se había casado el pobrecito de Rex.
—No pareces padre —rió—. No, no lo pareces.
—Me casé a los veinte.
—¡Qué atrocidad!
—¿Atrocidad?
—¿No lo es?
—No, no lo fue. Me casé enamorado. Pero… —no pudo evitar decirlo, sibilante—. ¿Qué puedes tú opinar sobre estas cosas si en la vida te has enamorado?
Liv levantó los ojos.
Le miró reprobadora.
—Rex, me duele que digas eso. No, no me he enamorado nunca, pero jamás dejé de respetar a las personas que se enamoran, que tienen la valentía de confesarlo y sostenerlo y, encima, son felices por amarse. ¿Qué has creído tú de mi, Rex?
Rex no entendía nada.
Pensaba que, de repente, no la conocía y no porque ella hiciera un crucigrama de su vida, sino, sencillamente, porque siendo mujer joven, hermosa, preparada para la lucha, abierta a todo diálogo, era para él, o empezaba a ser una desconocida.
—Rex —murmuró Liv un si es no es dolida—, me da la sensación de que hemos perdido algo muy hermoso.
—¿Como qué?
—La sinceridad, la amistad, la belleza de nuestra comprensión mutua.
Rex no pudo evitar alzar la mano. Y sus dedos apretaron inesperadamente los dedos femeninos.
Liv quedó, más que sorprendida, perpleja.
No rescató sus dedos, pero miró a Rex a los ojos y la pregunta surgió de modo súbito:
—Rex… ¿te has enamorado de mí?
Rex parpadeó.
Soltó los dedos cálidos.
Apretó el puño y de repente empezó a comer aprisa, muy aprisa.
—Rex…, eres demasiado amigo mío. Por favor… no te enamores de mí.
—¿Y si a pesar de todo ocurriese, Liv?
La joven apretó los labios.
Miró al frente.
La gente se movía en su torno. Ella siempre pensaba cosas de la gente. Penetraba lo bastante, o creía penetrar en los demás para saber que cada vida, cada cerebro, cada ser humano era una tragedia, una dicha, un goce o una amargura.
—Me dolería —dijo.
Y se tiró del taburete.
—No temas —dijo Rex haciendo un esfuerzo—. La sangre no llegará al rio. Una cosa es que me atraigas, que me gustes, que te desee…
—¡Rex!
—Y otra, el amor que se compagina con todo lo demás.
—Eso está mejor, Rex. No me he enamorado nunca —dijo puesta en pie—. Pero entiendo que si el amor va añadido a todo lo demás, y dos seres de diferente sexo lo entienden, la felicidad es duradera o puede serlo.
—Pero a ti no te ocurre igual.
—¿Ocurrirme qué?
—Sentir atracción, ansiedad, deseo…
—No. Hasta ahora, no. Y me dolería eso y no poder añadirle amor.
—¿Y qué es el amor, Liv?
—Todo eso más la necesidad absoluta de mantenerlo vivo del mismo modo absoluto. No se puede partir en dos un sentimiento. O se siente todo a la vez, o no se siente nada y si, pese a todo se siente algo, debe doblegarse y se doblega.
—¿Te ocurre a ti? —la desafió Rex.
Lo miró con valentía.
—No. Ni quiero.
Debiera pensar en aquel matrimonio de Rex, en el hijo consecuencia de aquél, en la curiosidad que pudiera despertar en ella el amor que Rex pudo tener a su mujer, pero no pensó.
Salió del autoservicio y al llegar al ascensor se había olvidado de Rex, del hijo que tenía y de la esposa que compartió un tiempo, poco o mucho, no sabía cuánto, la vida de su amigo. Pues no, no produjo en ella aquel suceso que acababa de conocer inquietud alguna.
Se fue a su estudio y procedió, ante la máquina, a tachar, aumentar y perfeccionar el tratado de parapsicología, sin temor a los muertos, sin temor a los vivos, sin temor a sí misma.
Trabajó buena parte de la tarde y, al anochecer sintió el teléfono. Asió el auricular.
—Dígame.
—Te invitamos a comer —dijo Ted. Liv miró el auricular, que apartaba del oído, y después se miró a sí misma.
Era curioso.
A veces se pasaba meses sin enterarse de que tenia familia, de que debía visitarles y oírles.
Se preguntaba si era tan egoísta como para marginar todo lo que no fuera ella misma. Por eso, tal vez, suavizó el tono de la voz al preguntar:
—Dime, Ted.
—Ya te lo he dicho. Te invito a comer.
—¿Por qué?
—Para ti siempre tiene que existir un porqué, ¿verdad?
—¿No… existe?
Y rió.
Una risa amarga. Sí, de repente su risa era amarga. La crueldad de la vida, ¿no era manifiesta en los pequeños detalles?
—¿De qué te ríes, Liv?
—No sé. De ti, de mi, de todo…
—Oye, Liv, por favor…
Liv le atajó: —Ted…, ¿qué deseas?
Y tal se diría que gozaba de repente, con sabroso placer, en el desengaño que sentía a cada instante por todos y por todo, incluyéndose a ella misma.
—Oye, Liv, sé que el presidente de la compañía es uno de tus socios. Claro. Era eso.
¿Ni entre hermanos habla desinterés?
¿Ni entre amigos?
¿Ni entre padre e hijos?
—Liv, me han dicho…
—No iré a comer contigo —dijo—. Dejaría de ser honesta conmigo misma y me enorgullezco de serlo. Quiero serlo, Ted. No quiero adulterarme, prostituirme. ¿Entiendes eso? No lo entiendes. No estás preparado para en tenderlo, y no es que yo me considere mejor que tú, es que tú te consideras mejor que yo y ahí está el fallo. Te digo que yo dejaría de ser honesta si volviera a darte un tarjetón. ¿Sabes por qué, Ted? Te lo voy a decir. Porque no te considero capacitado para escalar más. Has llegado al rellano y ahí se acabó. Si te considerara preparado, capacitado para subir otro escalón, te empujaría, no sin sentir cierta piedad hacia ti mismo y hacia mí. Hacia ti porque no eres capaz de subir ese peldaño solo, y hacia mí por cometer la debilidad, cobardía o flaqueza de empujarte. ¿Entiendes?
—Eres absurda.
—Sí. Es posible. Pero tendrás que demostrarme por qué y cuánto lo soy, y entonces admitiré serlo.
—Liv, escucha, soy tu hermano.
—De acuerdo. Pero yo entiendo que mi hermano es el ciego que vende en la esquina. Y el quiosquero que se muere de frío en el puesto de castañas y el barrendero que al amanecer limpia los escupitajos que nosotros hemos dejado allí, de madrugada, cuando regresábamos de nuestra juerga independiente y libertina, ¿no es así, Ted?
—Esas son unas bellas teorías… en las que nadie cree.
—Si tú lo dices… Buenas noches, Ted. Estoy oyendo el timbre. Alguien llega.
—Liv…
—Sube sólito ese peldaño, Ted, y si lo subes iré yo misma a felicitarte.
Colgó.
—¡Pasen! —dijo. Rex estaba allí.
Capítulo 9
Pasa, Rex —dijo ella, levantándose.
Rex pasó y cerró tras de sí.
—Tan entretenida estuve trabajando —explicó Liv con sencillez—, que me olvidé de mi estómago. ¿Has comido, Rex?
—Sí, mi bocadillo. ¿Sabes, Liv? Me gustaría hablarte de mí.
Liv le miró entre asombrada y curiosa.
—¿Por qué, Rex?
—No sé. De repente estaba solo… Tenía un cuadro ante mí. Un desnudo. No el tuyo, Liv. Uno, ¡qué más da cuál! No sentía placer alguno en perfilar el cuerpo de aquella mujer imaginaria. Pensé que me gustaría hablarte. De mí, de mi hijo… No has denotado asombro alguno, Liv. Pero si demostraste perplejidad ante la edad en que me casé.
Liv agitó la mano en el aire.
Una mano fina.
De repente, Rex veía algo que no vio nunca en ella. Una sensibilidad especial para considerar las cosas, las de ella y las de los demás.
—Liv, ¿te ofendería mucho si te dijera que estás llegando al fondo de mi corazón?
Liv no se echó a reír. Rex no era Donald. Rex era mucho Rex.
Con Rex se podía hablar de todo, discutirlo todo, desmenuzarlo todo, polemizarlo todo.
Y al final… ¿habría conclusiones? Con Rex seguro que sí. Por eso no se echó a reír.
Sin responder, tapó la máquina. Fue hacia la mesa de ruedas llena de botellas y volviéndose apenas, preguntó:
—¿Qué tomas?
—No quieres oírme, ¿verdad?
—No me emocionas, Rex, si es eso lo que quieres saber, ni me conmueves.
—No te atraigo.
Liv lo pensó.
Se notaba que lo pensaba, porque al rato sacudió la cabeza y dijo:
—Verás, Rex, eso es más peliagudo. Habría que discutirlo y desmenuzarlo y aun así, después de muchas íntimas aunque mudas interrogantes, habría que preguntarse en alta voz si es positivo o negativo.
—Si en el amor uno se ve obligado a preguntarse tanto… ¿merece la pena?
—Sí. La merece, y te voy a decir por qué. Primero, eres hombre que atrae. ¿A mí? No, a cualquier mujer. Tienes hombría, se te nota. Virilidad, no eres machista. Eso que se da en decir machismo, no va contigo. Eres, a mi modo de ver, un hombre natural, con toda tu condición viril a cuestas adjunta a tu persona y a tu atractivo. ¿Vulgar atractivo? ¿Y quién dijo que el atractivo tiene que ser perfecto para que realmente atraiga? También es interesante el atractivo vulgar, que por el solo hecho de sentirlo, deja de ser vulgar.
—Liv, no estamos hablando de un tratado de filosofía.
—Evito una declaración de tu amor hacia mí, Rex. Evito ante todo que por mi culpa sufras un fracaso.
—No te gusto.
—Si no es eso, Rex —se lamentó Liv—. Yo no entiendo la atracción sin un sentimiento. ¿Sólo físico? ¿De qué serviría? ¿Cuánto duraría? Mira, escucha, atiende todo esto. Te voy a dar mi parecer sobre el particular. Si yo me conformara con un atractivo, a ti, como hombre, te colmaría, pero a la vuelta de dos horas, yo aquí me preguntaría para qué y tú allí te dirías ¿hasta cuándo? ¿Y qué soy? ¿Qué siento? Es todo fugaz, Rex. Para que una atracción sea plena, satisfactoria, justificada, tendría que llevar en si un sentimiento profundo. La superficialidad yo ya la viví, como vivencia buena o mala ¿qué importa? Ya la experimenté. No me bastó. Eso me sirvió para discriminarme, para juzgarme, para buscar algo más sólido. Y es lo que busco.
Rex se había acercado a ella.
La miraba tan de cerca que sólo tuvo que alargar la mano para asirla por la nuca.
Fue así que la miró mucho más de cerca.
—Liv…, no huyes.
—No —dijo ella—. Si huyera acuciaría tu deseo, Rex.
—¿Y si no fuera así?
—Como hombre… ¿eres capaz de admitir que me dejarías en paz?
Sabía que no.
Es decir, que ella lo conocía mejor que se conocía él mismo.
—Se ha roto algo, Rex —dijo Liv con desgana—. Se ha roto nuestra amistad. ¿Ves qué dolor?
Rex no respondía.
La miraba a los ojos.
Le miraba la boca.
Fue así, con sencillez, que le tomó la boca en la suya.
Lo hizo con ansiedad. Largamente.
Liv cerró los ojos. Quedó inmóvil. Sin rebeldía, pero también sin complacencia.
Rex la soltó y dijo:
—No sientes nada, Liv.
Liv se fue de nuevo hacia la mesa de ruedas.
—¿Qué tomas? —preguntó.
Y tal se diría que en vez de besarla en la boca, acababan de darle un simple y tranquilo apretón de manos.
—Tienes razón —dijo Rex desalentado—. Algo se ha roto.
No volvió a verlo aquel día, ni al otro, ni en una semana.
El tratado de parapsicología fue publicado y tuvo buena acogida. La sección de modas transformada, muy puesta al día, resultó, asimismo, una buena baza a favor de quien la innovó. Las innovaciones fueron todas como noticias frescas que el lector habitual de la revista acogió con entusiasmo, y la celebración del consejo felicitó a Liv.
Tenía, pues, motivos para sentirse satisfecha, mas, para asombro suyo, no se sentía. Ignoraba las causas de aquel súbito e inexplicable vacio en su vida. Era como si, de repente, notara la falta de algo importante. Incluso, cosa que ella nunca hacia, se refugió alguna vez, una o dos horas, en casa de su hermano, saliendo de allí aún más desilusionada, porque tanto Ted como Kay cifraban su vida y sus metas tan sólo en la superficialidad de sus vidas sociales, en los ascensos de Ted; en creerse, y hacer creer a los demás, que eran más que los otros.
—Es una mentira absurda —le decía a una amiga aquella tarde.
—Pero Ted y Kay son felices.
Liv sonreía apenas. Una sonrisa incrédula, casi vaga. Como si todo lo que decía su amiga resultara ajeno. Ella había ido a verla precisamente con el afán de llenar aquel vacio inexplicable que sentía. De repente, al recordar su adolescencia, al evocar la integridad de Mónica Allen, pensó que a su lado, y recordando ambas su tiempo de estudiantes, pudiera, aun sin preguntárselo ella, ni Mónica proponérselo, hallar la solución a su desorientación intima.
Pero Mónica, casada ya, madre de una niña que asistía a un parvulario, feliz en su hogar, sencilla en su forma de admitir y paladear aquella felicidad, apenas si Liv la encontraba capacitada para dilucidar aquel problema, dicho en verdad, la misma Mónica ignoraba que existiese, puesto que ella, al verla feliz, al verla y sentirla marginada de las vidas de los demás, se veía en la necesidad de incluirla en el núcleo humano que, viviendo su dicha, marginaba la ajena.
Y, por la misma razón de ser feliz, ignoraba o, egoístamente prefería ignorar, que los otros, el resto del género humano, carecía de aquella felicidad.
Fue cuando Liv la miró con fijeza, inquisitivamente.
—Mónica, ¿eres enteramente feliz?
Mónica la miraba asombrada.
—Por supuesto.
—O sea, que tu marido no te ha defraudado nunca.
Mónica reía.
Una risa divertida. Una risa humana, muy humana.
—Liv… qué cosas tienes. Claro que me ha defraudado, como yo lo habré defraudado a él. Mira, Liv, ríete conmigo si quieres. Yo no sabía que Leo hacia gárgaras antes de irse a la cama. La primera vez que lo vi, sentí respingos. Me entró como un frió por el cuerpo, pero después me di cuenta de que tenia y debía superarlo, y lo hice. Tengo entendido que Leo ignoraba que yo tengo la manía de hablar en alta voz cuando duermo y que no soporto acostarme desnuda. Leo prefiere que me acueste desnuda, y tuvimos una discusión por ello. Ha ganado él, pero yo me sentía como si estuviera suspendida en el alambre del teléfono. Cosas así ocurren todos los días en todos los matrimonios. Pero se superan.
No se refería a tales desilusiones tan intimas.
Por eso insistió.
Mónica volvió a reír.
—Siempre fuiste difícil y demasiado personal —comentó cariñosamente—. Ya sé qué cosas deseas saber. Pues sí, Liv, Leo es egoísta. A veces se olvida de que soy su esposa y se pasa días discutiendo por teléfono con sus empleados y que yo soy su mujer y espero que me diga algo grato. También se olvida de decirme, o es que no me ve, que he cambiado de peinado o que el vestido que llevo acabo de estrenarlo. Y se olvida asimismo de nuestro aniversario de boda. Lo entiendes, ¿verdad? Pero todo eso se supera, Liv. Un día te sientes desilusionada y a los dos días te estremeces de sentimiento, de agradecimiento, de ansiedad y ternura. Todo es relativo y no lo es. La vida, por supuesto, no es una continua novela amorosa. Tiene sus más y sus menos.
—Todo eso lo sé.
Mónica le miró asombrada.
—Entonces… ¿qué cosa quieres saber de mi matrimonio que te convenza que es bonito, enternecedor, emotivo, pertenecer al hombre que amas?
Era la incógnita.
La decepción íntima.
Que no sabía lo que buscaba. Que estaba pasando por esa fase de indecisión, de anhelo incoherente. De algo indefinido.
—Cásate con Donald —le aconsejó Mónica—. Es el hombre seguro, de buena posición, firme en sus creencias. Leal para ser fiel.
No bastaba.
Para Mónica tal vez, para ella, no.
—Liv, ¿hay otro hombre?
No había más hombres y, sin embargo, a la vez había media docena o más.
Pero si sentía haber perdido la amistad de Rex. Pero no su amor, entendía ella, sino su amistad.
Su preciosa y desinteresada amistad.
No obstante, no nombró a Rex. Era demasiado sagrado en su mente, en su aprecio, para compartirlo con su amiga, que si bien era su amiga, espiritualmente se había prostituido porque no guardaba una armonía firme en sus aprecios, en sus sentimientos, en sus conceptos.
Y salió de allí pensando: «Soy demasiado absurda o demasiado sana o, tal vez, demasiado exigente o demasiado visionaria.»
Como profesional había triunfado, como mujer era un ente sin sentimientos definidos. Ese concepto tenía ella de sí misma.
Por eso, al llegar a su casa y ver luz bajo la puerta del ático vecino, no vaciló.
Se acercó a aquella puerta y tocó con los nudillos.
—Está abierta —dijo una voz desde dentro.
Liv no dudó en empujar aquella puerta.
—¡Hola, Rex…!
Capítulo 10
La figura de Rex se levantó de un salto.
Se hallaba tendido en un canapé del fondo del estudio. Vestía, como casi siempre, sus eternos pantalones de pana negra, sus botas camperas y una camisa verdosa, por fuera del pantalón, con las mangas arremangadas. El negro cabello algo alborotado y los ojos de mirar suave, cálido, sonrientes.
—Hace una semana que no te veo, Liv —dijo por todo saludo.
Liv cerró y avanzó mirando aquí y allí.
—No vivo como un consagrado —rió Rex, tranquilamente—. Como observarás, aquí se mezcla todo. Desde un lienzo terminado a otro a medio terminar. Acuarelas, óleos, pinceles, colillas y hasta calcetines —y haciendo rápida transición—: Expuse en la ciudad de Búfalo.
Liv volvió la cabeza rápidamente y, sin preguntar nada, fue a sentarse en el borde de un sillón deshilachado.
—¿Por qué en Búfalo?
—Porque allí tengo a mi hijo y aproveché para pasar una semana a su lado —sonrió apenas—. Si he de decirte la verdad, Liv, casi no me conoce. Me llama papá como puede llamarle Jim al vecino, o Peter a uno de sus amigos —meneó la cabeza—. No trato de ganarme su ternura. Sufriría. Prefiero que me quiera menos y ame de verdad a sus abuelos. Si vive con ellos, si seguramente vivirá siempre, ¿para qué buscar un afecto infantil que le dañaría?
Se sentó en el borde del canapé y miró a Liv.
La miró largamente. Estaba hermosa. Pero más que hermosa, sensible y atractiva. Con su falda color marrón, su camisa beige, sus botas altas… Parecía más joven. Y más rubio su pelo y más melados sus ojos.
Era, quisiera Liv o no, la encarnación del amor.
—No me echaste de menos —dijo—, ¿verdad, Liv?
—Dame un cigarrillo —pidió Liv por toda respuesta.
Rex se levantó y fue a entregarle el cigarrillo. Cuando ella lo tuvo en los labios le ofreció lumbre. Se miraron un segundo. De hito en hito. Se diría que ambos, por separado, intentaban escudriñarse uno al otro.
—El fósforo me quema los dedos, Liv —dijo Rex a lo tonto.
—¡Oh! —y sacudiendo la cabeza, prendió el cigarrillo en la llama mortecina. Se quedaron así.
Mirándose aún. Liv con el cigarrillo entre los labios. El erguido, mirándola fijamente desde su altura.
—He vendido veinte cuadros de los treinta que expuse —dijo Rex inesperadamente, sin esperar la respuesta femenina a su interrogante.
—Me alegro, Rex.
—Una semana sin verte… Echaba de menos nuestras tertulias, nuestras polémicas… ¿Quieres que salgamos esta noche a celebrar la venta de esos lienzos, Liv? Podemos comer por ahí…, después ir a bailar a una de esas discotecas donde la gente no necesita vestirse de etiqueta para divertirse.
Era una tentación.
Liv pensó muchas cosas en unos segundos. Pensó que sí, que había echado de menos a Rex, sus polémicas con él, sus tertulias literarias o, simplemente, intelectuales. Pensó, también, que hacía siglos que no se sentía una muchacha joven capaz de pasarse cuatro horas bailando. Y pensó, también, que no tenía nada que hacer al día siguiente, puesto que era un día festivo.
—De acuerdo —dijo—. Acepto tu invitación con una condición, Rex.
Rex apretó los labios.
—Que no te haga el amor.
Liv empezó a reír.
Una risa nerviosa.
O sólo una risa sofocada.
—No es eso precisamente, Rex. La condición es que me lleves a un lugar tranquilo, sencillo, sin pretensiones.
—Hecho, Liv —se miró a sí mismo y la miró a ella—. Ni siquiera nos cambiaremos. Me pondré una americana y tú ponte el abrigo —tiraba de ella, asiéndola de la mano—. Vamos, Liv. Como buenos amigos. Te doy mi palabra de que… no te haré el amor.
Liv reía.
Sentía, de súbito, qué era lo que buscaba. Evadirse una noche de sus peleas consigo misma.
De sus dudas y sus recelos.
—Pero antes de salir —dijo ya junto a la puerta de su ático—, quiero que sepas una cosa, Liv. Te eché de menos. Puedes reírte de mí. Puedes pensar que soy un sentimental vulgar. Pero te aseguro que sólo soy un hombre. Tú no sientes por mí lo que yo siento por ti. Y sabiendo cómo eres, me da reparo decirte cómo soy yo.
Le cortó, con un gesto y unas palabras firmes:
—Sé cómo eres, Rex.
—¡Ah!
—Y cómo soy yo. Pero no creas que yo soy así porque quiero serlo. Yo no creo totalmente ni en la amistad sincera, ni en el amor sincero. Pero tú eres mi amigo y eres, a la vez, una de las pocas personas en quien creo —y de repente, sin transición, cuando ya entraban en el ascensor y Rex cerraba la puerta—: ¿Fuiste feliz?
Rex apretó el botón de la planta baja y la miró interrogante.
—¿Feliz… cuándo?
—Casado.
Un silencio.
Después… El ascensor descendía y tocó la planta baja antes de que Rex respondiera. Fue en mitad del portal, cuando la agarraba del brazo, cuando caminaban uno a la par del otro, que Rex dijo, con súbita sencillez:
—A los catorce años un chico se enamora y desearla tener veinte para casarse. A los dieciocho, ni siquiera piensa en los veinte que desearía tener; si tiene medios se casa y, atando la manta a la cabeza, se olvida del antes y del después y sólo mide, con dimensión sentimental, el presente. A los veinte lo piensa dos años y no siempre se casa. A los cuarenta lo piensa, lo piensa tanto que no se casa nunca.
—No has respondido —rió Liv subiendo al auto ante el gesto incitativo de él.
Cerró la portezuela y dio la vuelta al vehículo. Se sentó ante el volante y dijo al tiempo de poner el auto en marcha:
—No sé si fui feliz. Supongo que sí. He respetado a mi mujer, la he querido lo bastante para respetarla. He sentido su muerte. Durante meses, casi dos años, creí enloquecer. Me faltaba ella y la echaba de menos. No fue una mujer de dimensiones pasionales suficientes para mi temperamento, pero sí fue de dimensiones humanas indescriptibles —sacudió la cabeza—. Me gustó ser su marido, Liv, y me gustó que ella fuera mi mujer. Creo que eso es importante. No me he sentido fracasado hasta que la perdí. No fui locamente feliz. No perdí el sentido por ella, pero sentí paz. Una gran paz a su lado. Sigo pensando que eso es importante.
—Y pretendes, después de haber vivido en paz, encadenarme a mí que no te daría ni la mitad de la que te dio ella.
Rex la miró.
Unos segundos, porque iba atento al volante. Pero sí bastantes para que su mirada fuera cegadora y penetrante.
—Eso es lo curioso, Liv. Tú me darías la paz y la pasión, la locura, el entendimiento… —sacudió la cabeza—. Pero si ni tú misma estás convencida de ello, ¿para qué vamos a insistir?
El téte-á-téte continuó en el sencillo restaurante. Se empezaba y no se sabía nunca cuándo terminaría para ellos la polémica suave y cálida. Era un entenderse y no entenderse. Era una discusión cariñosa y a la vez mutuamente admirativa.
—No me basta sentir atracción por un hombre —decía Liv rotunda—. No sería honesto por mi parte admitirlo así. ¿Te conformarías?
—Rex, cuantas más vueltas le demos, será peor. Lo desmenuzamos todo y las conclusiones siempre son inconcretas.
Rex pagó y le ayudó a ponerse el abrigo.
Salieron juntos.
—Has vivido una semana en tu soledad espiritual. Me refiero a mi falta, Liv —dijo Rex después, entrando de nuevo en el vehículo—. Dime, ¿no te has preguntado nada en este tiempo?
—Sí.
—¿Y bien?
Liv se miró a sí misma.
—He sacado una total desorientación de cuanto he pensado. Como amigo, como compañero, como camarada, sí. Pero… ¿Te necesito desde mi dimensión humana femenina, mi dimensión física?
—Esa es la respuesta, Liv.
—Pues no he podido dármela —dijo Liv con súbita energía—. Si aquella noche me has dejado en un mar de confusiones, sigo navegando en ella, Rex. Eso es todo.
—Conozco montones de mujeres que se vuelven locas por un hombre que las invita al matrimonio.
Liv elevó la mano.
El auto se detenía ante una discoteca.
—No desciendas aún, Liv —pidió Rex—. Aguarda. Aclaremos eso.
—No tenemos nada que aclarar. Ya te expuse, en más de una ocasión, lo que ese montón de mujeres que citas sin nombre, buscan en el matrimonio. Yo no. Yo lo busco todo en una unión matrimonial. La verdad es que creo en el matrimonio, Rex, pero no en la forma en que se suele creer en él. ¿Que soy mejor que las otras? ¿O que soy peor? ¡Qué más da! Soy yo. Y eso para mí es suficiente. No soy enfática, ni presumida, ni vanidosa. Defiendo solamente mis teorías. ¿Qué estoy equivocada? Posiblemente lo esté. Pero no voy a cambiarlas por eso. Yo creo en ellas, porque las considero honestas y humanas.
Rex la había asido por el brazo y, con cierta brusquedad desusada en él, le hizo girar.
Liv quedó algo inclinada hacia él, en una postura forzada.
—Liv…, volvamos a casa. Conozcámonos mejor. Íntimamente si quieres. Después júzgate a ti misma y júzgame a mí.
Liv le miró sin parpadear.
Pero su voz serena murmuró:
—Seria un juego sucio, Rex. ¿Qué tipo de personas somos? ¿Animales o seres humanos? Te he dicho, porque tú me lo has preguntado, qué tipo de experiencia he vivido. Ya lo sabes. Una, la suficiente para deducir y dilucidar. ¿Que ha sido temeraria? No, he sido sincera conmigo misma. He querido ver y sentir lo que para muchos es lo definitivo y ponderado. Para mí, te digo, fue una vivencia que no dejó huella alguna. ¿Sabes por qué? Porque no existía el sentimiento. Yo creo que haces mal en insistir. O somos amigos, o somos dos futuros amantes. Y eso no me gusta.
—Eres —la soltó furioso—, especial. Distinta. Retadora ante cualquier derecho humano. ¿A quién retas? ¿A ti misma o al resto del mundo?
Liv descendió y metió la cabeza por la ventanilla.
—Baja y deja de ser un animalito, Rex. Piensa que eres un hombre y que tienes un entendimiento como tal y unas reacciones naturales, sin bestialidad.
—Pero es que pese a ser todo eso, puedo añadir, y añado que soy algo bestia, como todos los seres humanos.
Liv le agarró de la mano y con suavidad tiró de él.
—Deslígate de la bestia, Rex. Por favor…
Era lo que más intimidaba y seducía de ella.
Aquellas polémicas que siempre terminaban en coreados afanes de amistad honesta.
Descendió. Pero no pudo por menos de apretarla contra sí y llevarla pegada a él hacia la puerta de la discoteca. Y le decía riendo, un si es no es en broma:
—Al menos esta noche, por una o dos horas, voy a tener la satisfacción de apretarte contra mí. Te abrazaré bailando.
—¿Ves? Eso no es consolador. Eso es bestial.
—Pues seré una bestia.
—Rex, Rex, que perdemos las amistades.
Se perdieron en el interior del hall. Luces, vestidos de colores. Humo, música…
Capítulo 11
Liv pensaba que era una de las noches más vulgares de su vida, pero pensaba asimismo, y que nadie le preguntara el porqué, que le agradaba aquella vulgaridad.
Hacía años, tal vez dos o tres, desde que se metió de lleno a su trabajo en la revista, que no dedicaba horas de la noche a su solaz personal.
Y lo extraño para ella, era que lo estaba pasando bien, que no se acordaba de la parapsicología ni el psicoanálisis ni muchas zarandajas por el estilo.
Tenía un hombre a su lado. Un pintor, que ni era famoso, ni siquiera luchaba denodadamente para lograr la fama. Un hombre que trabajaba para vivir, no que vivía para trabajar. Un hombre con una dimensión humana indescriptible y que ni siquiera tenía reparos, y si tenía valentía, para confesar que fue feliz con su mujer y que siendo joven como realmente era, la había llorado durante años.
Mientras Rex la cerraba por la cintura y la llevaba al centro de la pista, Liv pensaba, porque era incapaz de no pensar. Pensaba en Donald en que al declararle su amor, no tuvo miedo alguno de perder su amistad. Y si, en cambio, le hubiera dolido perder la amistad de Rex.
—Sé en lo que estás pensando —le dijo Rex al oído.
La voz de Rex le hada cosquillas entre el pelo y la oreja.
Liv se estremeció y dijo únicamente:
—Imposible que lo sepas.
—En mi, no.
—Desde luego.
—Y eso que voy a tu lado —la separó un poco—. Liv, ¿no te inquieta que te lleve así y que, además, sea un hombre el que te lleva?
—El machismo, ¿eh, Rex? No podía fallar en un hombre.
—No me confundas.
No quería.
Tampoco Rex insistió sobre ello. La apretó contra sí y Liv cerró un poco los ojos.
¿Qué ocurría? ¿Qué sentía?
¿Sentía en realidad alguna emoción? La sentía.
Una emoción muy femenina. La de pertenecer a un hombre, la de ir pegada a un hombre, por su razón de ser mujer, la atracción personal, física… Pero ¿era suficiente?
Podía preguntarse a sí misma: ¿Qué pido a la vida? ¿Un milagro?
No existían los milagros.
Al menos en asuntos de amor, no.
«Es todo pasajero», pensó.
Y creyó convencerse a sí misma.
Sentía a Rex casi metido en ella.
Su cálida firmeza, su masculinidad extraordinaria, su personalidad sin suficiencia, estando allí, diciendo que estaba, sin pronunciarse apenas.
Pero existía aquel hombre y ella lo sentía pegado a ella.
Era como si aquel abrazo causara turbación y deseo.
Pero… ¿era esto suficiente para justificarlo?
No lo supo ni intentó averiguarlo, pero sí se preguntó in mente si ella era una mujer anormal.
—Estás silenciosa —le dijo Rex sin apartarla un milímetro—. ¿Piensas?
—Y… ¿quién no piensa?
—Tú… mucho. Demasiado.
Su voz era algo ronca.
Liv se preguntó si aquella voz estaba metiéndose en sí misma.
O si era Rex con su hacer, como si no hiciera nada, pero haciéndolo, quien pretendía demostrárselo así.
No fue una sola pieza.
Fueron varias.
La pista se iba nutriendo.
Jovencitas. Señores metidos en años, pretendiendo pasar por jovenzuelos. Maridos, tal vez de mujeres tontas, que dormían en sus camas mientras sus maridos buscaban el desquite lejos de sus lechos.
Hippies de mirada vaga, escéptica. Parejas de enamorados, en cuyos ojos se leía una auténtica ilusión.
Liv, a su pesar, pensó que ella allí, en los brazos de Rex, era como una marioneta.
¿Tan física como la mayoría?
¿O tan incrédula como la minoría?
¿O tan absurda que creía hallar un desquite a su descontento moral y psíquico, solamente para satisfacerse a sí misma, a su vanidad?
—Liv…
—Sí…
—Estás ida.
Estaba allí. Junto a él.
Metida en la vorágine de la pista.
Sintiendo sus músculos pegados en su cuerpo. Su mano oscilante en la espalda. Su boca en su oído.
¿Era suficiente?
Podía alejarse.
Decirle a Rex sin reparos que no bastaba aquella atracción que empezaba a despertar. Que a ella, integra como había aprendido a ser en sus propios fracasos y vagas experiencias, no la colmaba. Que pedía más al amor y a la vida. Que acostarse con un hombre no era la culminación, que debajo de todo aquello debía y tenía que existir una verdad.
Una verdad absoluta y prolongada y no tan sólo un conato de ilusión, que a la larga podía convertirse en un fracaso doloroso y traumatizante.
—Liv…, estás conmigo y estás lejos. ¿Ves la diferencia entre tú y yo?
No había diferencia. Tanto como suponía Rex, por supuesto que no. O era que ella se dejaba llevar por el ambiente, o era que Rex resultaba tan hombre como para fundir su resistencia de mujer.
Pero tampoco iba a decírselo a Rex.
—¿Sabes qué hora es, Rex? —preguntó, por toda respuesta.
—¿Lo ves? Echas un jarro de agua fría sobre una ilusión encendida y que tú desvaneces sin piedad alguna —y bajo, muy bajo, reprobador—: Liv…, a veces pienso si eres una preciosa muñeca de cera.
Era mujer.
Y si no lo fuera, no estaría allí despertando los instintos masculinos.
Por eso, por temor a ser demasiado mujer y sentir que lo era, le empujó un poco.
—Vámonos, Rex.
—¿Así? ¿Ya?
Y la voz de Rex tenía un dejo amargo.
La respuesta de Liv fue cerrar su mano y tirar de él.
Rex se resistió. Dijo roncamente:
—Déjame abrazarte otra vez. Es la única forma de que te sienta débil junto a mí. Era eso.
Lo comprendió al oírselo decir. Era débil.
Para Rex empezaba a ser débil y no estaba dispuesta a permitirse a sí misma semejante debilidad.
Por eso se mantuvo firme.
—Vamos, Rex. Te…, te lo ruego.
Salieron.
Fue en la calle, antes de subir al auto, bajo la noche fría y estrellada.
—Liv…, no eres tan fuerte —dijo Rex de modo raro.
Liv ya lo sabía.
Acababa de saberlo.
Se había dejado llevar por una atracción fuerte, pero sabía que pasajera. Que ella tenía el deber de superarla, remontarla y doblegarla.
—Eso me hace pensar que soy tan hombre como para dominarte un poco.
—¿Vanidoso, Rex?
El se inclinó sobre ella. Allí mismo, en el aparcamiento, sin subir al auto, se pegó a ella suavemente y le asió el mentón. Se lo alzó. Así la miró largamente a los ojos. Ocurrió algo raro para Rex. Para ella misma.
Liv abatió los párpados. ¿De qué escapaba?
¿De la mirada de Rex? ¿De su silenciosa llamada, o simplemente de su llamada pasional?
¿O de la debilidad que, en efecto, sentía? No hubo frases.
Ni una sola. Ni tampoco imperativos por parte de Rex, ni rechazo por parte de ella. ¿Se buscaba la consecuencia de una experiencia, o era únicamente una necesidad intima, indoblegable?
Ni Rex intentó analizarlo, ni ella estaba preparada para hacerlo. Cuando Rex le buscó la boca con la suya, no dio un paso atrás. Se diría, aunque nunca Rex pudo justificarlo, que el cuerpo femenino se acercó más al suyo, de una forma natural, instintiva. Las bocas se unieron. Se perdieron una en otra. Hubo como una necesidad desplegada en Rex.
Como un asombro, una entrega sutil por parte de ella.
Los labios se agitaron, y en vez de separarse se apretaron más.
No supo el tiempo que estuvo así.
Supo que sentía a Rex perdido en ella.
Que en aquel instante necesitaba sentir así a Rex, en sus labios, en su cuerpo.
Fue luego, sin palabras, que metió la mano entre su propio pecho y el de Rex y lo empujó suavemente.
Con aquel hacer suyo sin alteraciones, cálida y quietamente.
—Liv…
La voz de Rex era ronca. Ahogada. Profunda.
—Basta…, Rex. Vamos… —y bajo, ¿suplicante ella que nunca suplicaba?—: Por favor, Rex.
Rex sintió una ternura indescriptible.
Sus dedos se separaron y despacio acarició aquel pelo femenino. Dos veces seguidas. Después su mano cayó, como deslizándose hacia el hombro de Liv.
—Vamos, si —dijo—. Vamos, Liv.
Y su voz tenía una suavidad de caricia.
Era lo que no deseaba Liv.
Que Rex fuese tan hombre bestia, como tan hombre espiritual y comprensivo. Que Rex poco a poco, y sin decirlo, pero si demostrándolo, recopilara en si mismo todo lo que una mujer anhela para ser feliz.
Subió al auto casi como si huyera de él y de sí misma.
Rex dio la vuelta al vehículo y se sentó ante el volante. Puso el auto en marcha y durante un buen trecho no pronunciaron ni una sola palabra.
—Liv…, no sé cuántas cosas quisiera decirte.
Ella prefería que no dijera nada. Que cualquier cosa que dijera, halagadora, ofensiva o tierna, romperla aquel sortilegio del cual ella nunca quiso pensar que pudiera prenderse para vivirlo.
Y lo había vivido, y precisamente junto a Rex.
—No me digas nada, Rex.
—¿No te he convencido?
—¿Lo has hecho para eso? ¿Con ese propósito? —preguntó un si es no es desilusionada—. ¿Es así como se hacen las cosas? ¿No basta sentirlas para que salgan solas?
Rex soltó una mano del volante y apretó los dedos cálidos. Los apretó mucho.
—Liv, sé que eres una mujer real, sincera contigo misma y, lo que es peor, para los demás. Digo peor, porque esa sinceridad tuya apabulla y empequeñece. Tienes razón. Uno intenta auto defenderse, auto dominarse y de repente se siente como un monigote en poder de los sentimientos, del destino de los deseos. ¿Se puede luchar contra eso?
—Olvidémoslo.
—Esa es la postura cómoda que no va con tu personalidad.
El auto se detenía.
Rex descendió sin añadir más. Por la otra portezuela descendió Liv.
Una Liv desganada, como perdida en sí misma.
—Dejo el auto aquí —murmuró Rex—. Si me lo lleva la grúa, ya iré mañana a recogerlo.
—Mételo en el garaje.
—Prefiero olvidarme de que lo he utilizado.
Y riendo, como si recuperara toda su serenidad, entró con ella en el portal ilumina do a media luz.
—Se nota la crisis energética —dijo riendo.
Pero sus dedos se apretaban nerviosamente en el brazo femenino.
Entraron juntos en el ascensor.
Fue allí cuando él se acercó más a ella. Ocurrió algo delicioso. Liv, débil, porque ya no era ella capaz de doblegar aquella auténtica debilidad de mujer sensible, alzó la mano y la puso en el pecho de Rex. Fue delicioso a la vez la forma en que Rex asió aquellos dedos y la forma, asimismo, en la que ella le dijo a media voz: —No…, Rex.
—No quieres… que te bese.
Liv negó por dos veces, sin pronunciar palabra. Ella, tan desenvuelta, tan segura de sí misma, tan firme en sus conceptos y convicciones, de súbito no podía pronunciar una palabra, y lo hermoso de Rex fue que así lo entendió y se pegó a la pared paralela del ascensor y se conformó con mirarla.
Capítulo 12
Fue al llegar al rellano y caminar ambos, silenciosos, hacia el centro, cuando Rex dijo:
—¿No quieres pasar a mi ático?
—No.
—¿Ni que yo pase al tuyo?
—No.
La voz era tenue.
Rex se le acercó despacio. No la tocó, pero se inclinó hacia ella, le metió la cabeza bajo la suya buscándole los ojos.
—Liv…, no entiendes así el amor.
—No… lo entiendo así.
—Y sin embargo… has sido feliz el instante en que te bese.
Se revolvió inquieta.
Se diría que su sensibilidad subía a flor de piel.
—No es suficiente —casi gimió. Era una niña.
Parecía desvalida, desorientada.
—Liv, Liv…, eres demasiado integra, pese a tus experiencias.
—Es que no te das cuenta, o no quieres dártela, de que he vivido una experiencia para poder catalogar la verdad a través de ella.
—Lo sé.
—Una pregunta, y perdona mi atrevimiento, Liv.
Le miró. Costaba.
De repente, se sentía ingenua. Absurda, ella que sabía que no era ingenua.
Por eso apartó la mirada con rapidez.
Pero Rex, como hiciera en el aparcamiento, junto al auto, le asió el mentón. La obligó a mirarlo.
—Eres tan mujer —dijo ponderativo—, y sin embargo… pareces tan niña. ¿No quieres que juntos analicemos eso, Liv?
—No.
—De repente, no eres valiente.
—Te equivocas —dijo evidentemente enérgica—. No se trata de mí. Se trata de ti.
—¿De mi?
—De tu dimensión masculina.
—¿No exageras?
—La analizo y la veo humana, sólo eso. Humana y física. ¿Basta? ¿Es eso lo que querías preguntarme? ¿Si no me basta a mí? No, porque de nuevo cometerla el error de confundir una atracción física con la ternura que debe sentir una mujer para entregarse.
—Liv, Liv…
—¿Te bastaría? —casi le retó—. ¿Te bastaría que yo te invitara a entrar en mi estudio o tú me invitaras al tuyo y me olvidara de mi condición de mujer que busca la verdad en todas sus dimensiones?
—Hoy te sentirías complacida —dijo Rex soltando el mentón femenino— y mañana me odiarlas por haberte empujado a caer en una debilidad que no admites para ti misma, aunque la disculpes en los demás.
—Esa es la realidad de todo.
—Liv, como hombre, te digo, ¿no es bastante el goce físico, para que a su vez se apareje, en el mismo, el goce moral?
—Di tú, te pregunto yo, ¿lo consideras sinceramente así?
Le ponía en un aprieto.
Para él lo era, pero… era hombre y eso nadie podía ignorarlo.
Un hombre vive, disfruta, se olvida. Le basta todo y poco y mucho y completo para darse por contento.
Una mujer, la mujer que era ella, pedía más. Lo pedía todo, y el todo quién lo alcanza.
—Buenas noches, Liv.
Se iba.
Mejor.
—Buenas noches —le oyó decir de nuevo. No quiso tocarla.
Sabía que podría hacerlo si quisiera. Pero, no.
Sería como obligarla a una claudicación que podía matar lo que estaba empezando a nacer.
Se fue hacia la puerta de su ático y extrajo el llavín de la cerradura, entretanto ella hacía lo propio.
—Fue una noche bonita, Liv —dijo.
Su voz era algo ronca.
Una voz sofocada.
Ella no quiso entenderlo así. Tenía miedo de entenderlo así.
—Fue bonita, si —dijo.
Y, de súbito, se deslizó en su estudio, cerró la puerta y se acabó todo.
Rex entró en el suyo.
Miró en torno. Ni siquiera encendió la luz.
Tampoco intentó pensar, ni buscar el lecho, ni un sillón, ni siquiera encender un cigarrillo.
Súbitamente, giró sobre sí.
Necesitaba aire. Una aventura.
Una aventura que desvaneciera aquel fuerte anhelo.
Pero cuando se vio de nuevo en la calle, caminó, a pie, hacia no sabía dónde, se dio cuenta de que el rocío del amanecer enfriaba sus sienes y sus deseos.
Y pensó que ninguna mujer de este mundo podría acallar aquello que él sentía.
Que era pecado, pureza, ansiedad, deseo, ardor y fracaso.
Así regresó a su casa.
Estaba enamorado de Liv. De eso no cabía duda. Y lo curioso era que estaba enamorado de ella para tenerla cerca, para verla sonreír, para verla llorar, gozar, sentir, hablar… No era una mera atracción física lo que sentía por Liv.
Mónica Allen la miraba boquiabierta.
Mónica la conocía bien. Juntas fueron al colegio parvulario, más tarde al colegio medio, luego al instituto. Luego a la universidad.
Mónica se casó. Ella se emancipó y triunfó cuanto se puede triunfar en su profesión.
No había engaños, ni medias palabras en sus entendimientos.
Ni tapujos ni mentiras.
Eran ambas como eran. Por eso Mónica sabía que, por primera vez, la chica lista que era Liv, la chica culta, la chica emprendedora, estaba viviendo en un mar de confusiones y dudas.
—Es amor —dijo.
—¿Es así el amor?
Mónica reía.
¿Cómo era el amor?
¿No estaba compuesto de goces, de amarguras, de renuncias, de deseos, de ansiedades, de llantos?
Así se lo hizo saber y Liv emitió una risa sardónica.
—Como si yo ignorara eso —dijo.
—Entonces, ¿qué buscas?
—¿Crees que lo sé?
—Debieras saberlo, Liv. Es tu deber.
—El deber se mide cuando en ello no te va nada propio. Cuando intentas dilucidar tu propia vida, tus propios sentimientos, todo es distinto.
—¿Y si te dejaras llevar por los acontecimientos? ¿Por qué tú, precisamente tú, que te has sometido a duras pruebas para conocerte mejor, para conocer la vida, para defenderte de ella, tienes que desmenuzar tanto las cosas, los sentimientos?
—Tal vez por eso mismo —se desalentó Liv—. Por haber buscado la experiencia en la experiencia misma. No me mires así, Mónica. Cuando te lo referí me llamaste loca, dijiste que no tenia escrúpulos siendo, como tú suponías que era yo una mujer escrupulosa. Sigo pensando que hice lo que debía hacer y, por supuesto, eso me sirvió para conocerme mejor, para saber más exactamente lo que busco y por qué lo busco, y lo que espero y por qué lo espero.
Mónica meneó la cabeza, una y otra vez, denegando.
Dubitativa. Y hasta parecía que preocupada.
—Nunca estuve de acuerdo contigo. Te olvidaste de los sentimientos. Liv; viviste marginándolos de tus propios sentimientos y ése ha sido el mayor error. ¿No vives ahora las consecuencias? Antes eras una chica sencilla. Te conformabas con un amigo entrañable. Discutías con él, te reías. Después dejaste de reír y tus ojos se abrieron demasiado. Buscabas, ¿qué buscabas? Eso es lo malo, que ni tú misma sabias qué buscabas.
—No fue por eso. Te aseguro que jamás, en toda mi vida, me he visto en el dilema que vivo ahora. ¿Amo a Rex? ¿Necesito a Rex?
—Estás traumatizada. Tú te defiendes y piensas que no es así, pero a través de tus dudas, de tus temores, se aprecia ese trauma que has vivido sin querer, sólo por someterte a una vivencia que dejó en ti el resabio de un fracaso. ¿Te atreves a decir que no es así?
No lo sabía.
Había ido a ver a Mónica con la esperanza de hallar una respuesta a su muda pero reiterativa interrogante, y no hallaba en Mónica más que la misma duda que ella sentía y vivía.
—¿Te vas? —preguntó Mónica asombrada.
—Claro. Tengo cita con Donald en la redacción.
—Otro —saltó Mónica—. ¿Crees que Donald no te haría feliz? Liv la miró asombrada. Censora.
—¿Qué dices? ¿Consideras a Donald capaz de hacerme feliz a mí? ¿A mí, que precisamente, de tanto pedir a la vida, no sé por qué lado atraparla?
—Ahora lo has dicho. Exiges demasiado. Y sabes qué te digo, Liv? La vida es más sencilla. El amor es más sencillo y la felicidad, la poca que se vive, es también más sencilla de lo que tú supones.
—Tal vez —dijo con desaliento— sea ése el motivo de mi temor y me retraimiento.
—Si tanto has vivido, si te has atrevido a vivir sin amor, sólo por conocer todos los lados positivos o negativos de la vida, ¿por qué no pruebas a hallar la felicidad, esa poca o mucha que existe, junto a Rex?
—¿Así por las buenas?
—Liv…, no te entiendo. Para unas cosas tienes los dedos rotos y para otras, las más razonables, los tienes apretados como si te los agarrotaran.
Era lo que ella no comprendía de sí misma.
Que junto a Rex sintiera los escrúpulos como perfilados a flor de piel.
Se fue a la calle sin obtener una respuesta, y es que Mónica no podía dársela.
Mónica era feliz junto a su marido.
Era simple el marido y era simple Mónica.
Pero su felicidad, con ser tan simple como ellos, existía y era lo que desconcertaba a Liv.
Capítulo 13
Se diría que se sentía más sensible. Tal vez por eso estaba allí, en casa de Ted y Kay.
Hacía tiempo que no iba por allí, pero aquel atardecer se sintió cobarde. ¿Débil? Pues sí.
Débil para volver a su casa, para ver luz bajo la puerta del estudio de Rex. Para enfrentarse con él…
Por eso no se había detenido ante su casa y había conducido el auto hasta la casa de Ted.
Sonreía viendo todo cuanto le rodeaba.
Ted vivía con un lujo despampanante. Kay parecía una princesa de cuento de hadas. Y ella, Liv, una pobrecita hippy con sus ropas de todos los días; sus ropas cómodas, pero exentas de toda elegancia. Era curioso.
Liv pensaba que Ted ganaba menos que ella, pero vivía mucho mejor. Se preguntó quién de los dos tendría la razón. Quién de los dos seria más sensato, o más hábil, o más superficial.
—Tienes que ayudarle, Liv —decía Kay bajo, entretanto Ted, con su batín, su corbata, sus zapatos impecables, se iba hacia el bar y se servía una copa—. Ted necesitaba ese puesto. ¿Sabes? —Kay bajaba mucho la voz—. Tus socios son los que tienen amistad con el jefe de Ted. Si ellos quieren…
Había ido allí a consolarse.
¿A consolar qué? ¿Su soledad?
Y le llenaban la cabeza de cosas. ¡Cosas y cosas!
Sonrió sin embargo.
Ted con su copa reluciente entre los dedos, fue a sentarse a su lado.
—No sabes lo que te echamos de menos, Liv.
¡Mentira!
Nadie la echaba de menos.
¿Nadie?
Rex, Rex, sí.
Rex era como era. Sin tapujos, sin mentiras.
—Parece que no lo crees —se lamentó su cuñada.
Pero Liv no respondía.
—Mira, Liv —decía Ted afanoso—. Te digo que con un empujoncito… Tú tienes grandes amigos. Vuestra revista está dando mucho que decir. Se lee. Todo se debe a tu ingenio. Tus socios hacen lo que tú digas, y yo sé que el socio más importante tiene un puñado de acciones, muy gordo, te digo, en la compañía donde yo trabajo.
Liv volvió a mirar su reloj de pulsera.
—¿Cómo? —decía Kay—. ¿Es que no comes con nosotros?
No.
Iría al autoservicio. Tal vez estuviera allí. Tal vez pudieran paladear juntos el vulgar bocadillo.
—Tengo que irme.
Ted casi se sulfuró.
—¿No me vas a enviar esa tarjeta, Liv? —No lo sé, Ted. Tendré que pensarlo. Si no te dan el ascenso será que no lo mereces, ¿no?
—¡Qué bobadas dices! —gritó Kay—. ¡Qué tonterías dices, Liv! ¿Quién sube por sus méritos? Sabes que sin padrinos…
—Así está el mundo —farfulló Liv yendo hacia la puerta.
Los dos quisieron retenerla, pero Liv sentía cansancio.
—Otro día volveré —dijo—. Otro día.
—Liv —suplicó Kay—. ¿No te das cuenta de que vivimos en una sociedad que exige mucho? Mira en torno. Para mantener todo esto hay que ganar una cantidad sorprendente. Te das cuenta, ¿verdad?
Claro que se la daba.
Y por eso dijo:
—Yo vivo peor. Mucho peor, y gano más que Ted. Es lo que no entiendo. Que viváis mejor y no podáis pagar vuestros caprichos. Así son las guerras. Y los fracasos y las súbitas ruinas. Nadie debe vivir así, si no puede pagarse por sí mismo lo que compra y lo que disfruta.
—Liv…
—Liv, no tienes derecho.
Claro que no lo tenía. Pero si le preguntaban… ella tenía que decir lo que pensaba.
Vio a Rex tal cual lo había imaginado: ante una cerveza y un bocadillo, el cual comía a satisfacción.
Esa era la verdad. La que vivía Rex, la que vivía ella, la que vivían miles de seres humanos, mientras los otros se engañaban a sí mismos viviendo su propia mentira.
Apostaba a que ni Ted ni Kay habían entrado jamás en un autoservicio; ni se habían comido un bocadillo de jamón, sentados sobre un alto taburete balanceante; ni se habían bebido una botella de cerveza aplicando el gollete a la boca.
Sintió que reía por dentro.
Que sentía deseos de ser retozona y sintió, a la vez, la felicidad de saberse quién era y ser como era y nada más.
—¡Hola, Rex!
Su voz pretendía ser natural. Y tal vez lo era. Rex se volvió en redondo, como si no la esperara y el oírla y verla produjera en él, además de alegre sorpresa, una inmensa satisfacción.
—No te has perdido —dijo riendo—. ¿Qué comes? ¿Qué tomas?
—Lo que tú. Es decir, lo mismo.
—¡Sam! —gritó Rex—, tráete otro bocadillo y una cerveza bien fría —y miró de nuevo a Liv, la miró muy largamente—. Pensé en ti —espetó de súbito—. Mucho, Liv. ¿Sabes? He salido cuando te dejé ayer. Es decir, hoy, esta madrugada. Salí de casa. Tenía deseos de vivir una aventura. La que no pude vivir contigo. De repente —hablaba, sin dejar de mirar largamente a Liv—, al cerrarse tu puerta sentí una acuciante necesidad de algo. Una mujer, una caricia, aunque fuese de mentira. Aunque fuese engañosa. Pensaba cerrar los ojos y cometer la estupidez inconfesable de pensar que la mujer que se dejaba poseer eras tú misma. ¿Ves qué tontos somos los hombres?
Liv abatió los párpados.
Rex deslizó su mano hacia los dedos femeninos. Los oprimió largamente, con intima ansiedad.
Después, sin esperar respuesta, añadió:
—Pero no pude, Liv. El frío del amanecer en mis sienes apagó mis ansiedades físicas. Me sentí solo y vagué por la ciudad de Cleveland, silenciosa… Creo que ese silencio me hizo bien, apagó mis anhelos. Despertó mi raciocinio. Sentí que de nuevo era yo y sentí, a la vez, que recuperaba mi sentido común y mi virilidad serenada.
—Gracias, Rex.
La voz de Liv era tenue.
Rex apretó más aquellos dedos femeninos. Casi los estrujó entre los suyos.
Sin soltarlos susurró, inclinando su talla hacia ella y en aquel su hacer inconfundible, metía la cabeza bajo la de Liv.
Le buscaba los ojos.
Ni exigente, ni imperioso.
Se los buscaba así, suavemente, anhelan témeme.
—No me las des, Liv. ¿Qué nos pasa? ¿No crees que nos necesitemos mutuamente?
Esa era la incógnita. La incertidumbre. Rescató sus dedos.
Sin violencia, en aquel su hacer cálido, sensible.
—Comamos, Rex.
—Es lo lamentable.
—¿Lamentable? —le miraba interrogante.
—Que nos conformemos con comer. ¿Ves qué rutina más absurda, Liv? Se come, se duerme, se descansa, se trabaja. ¿Y para qué? ¿Qué es la vida. Liv? Deberíamos ser lo bastante cristianos para aceptarla así. Para vivirla así. Pero no podemos. No nos conformamos.
—O la aceptas o no la aceptas.
—Pues la acepto. Es ley de vida.
Y aplicó el gollete a la boca.
Bebió unos cuantos sorbos.
Miró de nuevo a Liv.
—¿De dónde sales a estas horas? Estuve en tu casa. Levanté el puño… Dudé antes de golpear tu puerta. Mi vacilación no sirvió de nada, Liv. Sentí que tenía que buscarte, que verte —sonrió apenas. Había amargura en su sonrisa—. No sé lo que sientes tú. A través de lo que dices, pienso que pides un milagro a la vida. Y la vida no es un milagro, Liv.
Es la vida, sin más. Y el que no la vive tiene que morirse, y es una pena morirse cuando uno se siente vivo y con todas las facultades alerta para disfrutar esa vida. ¿Entiendes eso?
Oprimió aquella mano que se dejaba abandonada en sus dedos.
—¿Qué hacemos hoy? —preguntó sin esperar respuesta, y bajo, con voz rara, algo vibrante, algo quebrada—. Repetir la experiencia de ayer, no. No soy tan fuerte. Tenerte como te tuve ayer y dejarte después, es vivir una agonía. Tú eres más fuerte. Puedes vivirla. Tal vez porque eres mujer y te dominas mejor o es que no sientes nada de lo que yo siento. Pero yo soy hombre.
—¡Calla, Rex!
—¿Lo ves?, tú huyes de la verdad. No quieres enfrentarte a ella. Se tiró del taburete.
Estaba pálido y algo alterado. Más excitado que nada.
—Rex…, te vas —dijo sin preguntar.
Rex afirmó con un fuerte movimiento de cabeza.
Y Liv preguntó a media voz, sofocada, inquietísima:
—¿A buscar una aventura?
Rex se volvió.
Parecía que la quemaba con sus ojos.
—Ojalá… pudiera. Te aseguro que quisiera poder. Quisiera ver, por ahí, una mujer que fuese lo bastante inteligente para callarse. Para parecerse a ti. Para que no dijera que no eras tú.
—¡Rex!
—Y entonces sí —dijo Rex con voz fuerte—, entonces viviría la aventura y la paladearía y volvería a casa ahíto de ti y aflorándote otra vez y deseándote y adorándote. ¿Ves qué simple, qué vulgar soy?
No era vulgar.
Ni simple.
Pero no se atrevió a decir lo que pensaba.
De repente, le daba miedo. Más miedo que nunca enfrentarse consigo misma y con las ansiedades de Rex.
—Adiós, Liv.
Estuvo a punto de gritarle que no se fuera. Que ella le necesitaba, si no con tanta fuerza, sí con ansiedad.
Capítulo 14
No sintió felicidad alguna al verse en su estudio. Lo fue recorriendo de parte a parte. Despacio. Le parecía imposible que fuese su casa. Y lo era pero a ella se le antojaba diferente.
Había vivido tranquila.
Sosegadamente. Entregada a su afán profesional. Había hecho en la vida algunas cosas; unas menos importantes que otras, pero había hecho cosas que le satisficieron.
De repente, veía su máquina tapada y sus cuartillas llenas de letras. ¿Qué decían aquellas letras?
Las miró con expresión ausente. Todo parecía bailar.
Se preguntó para qué vivía.
Pero es que jamás se lo había preguntado. Vivía y nada más, y se sentía feliz de vivir, eso tan sólo.
Pero, de repente, todo era distinto.
¿Sólo por aquella necesidad de la experiencia que intentaba, y no podía vivir con Rex?
Claro que no. Luchaba contra ello. De repente, deseaba entretenerse. Llenar su cerebro. Buscar algo que la distrajera. ¿Mónica?
Qué tontería. Mónica era una mujer feliz, una mujer conformista, una mujer, que creía en lo que tocaba aunque no fuese nada. Que creía en el amor de su marido, en la verdad de su hogar. Que no buscaba cinco pies al gato, que sabía que tenía cuatro y los aceptaba sin más.
¿Por qué ella no podía ser igual?
Se sentó, como sí la aplastaran en el sillón junto al teléfono.
Iba a marcar el número de Mónica. ¿Qué hora seria? Seguramente que Mónica estaba en la cama con su marido, viviendo, gozando y toda intromisión le seria odiosa.
Sus dedos cayeron a lo largo del cuerpo. Sus dedos, que se crisparon de rabia, de envidia, de indecisión.
De repente sonó el timbre y Liv dio un salto.
Dudó antes de asir el receptor.
¿Ted?
¿Kay?
En aquel instante los odió a los dos.
Ted, que pretendía vivir más allá de sus posibilidades. Kay, que empujaba a su marido a un suicidio económico. ¿Por qué la gente tendría que vestirse de monigote, si sólo eran cosas, objetos?
Rimm, rimm…
Dudaba.
No deseaba discutir con Ted, ni darle nada, ni negarle nada.
Ella no era una egoísta.
Ella era un ser humano que jamás buscó en los demás elementos para acrecentar su propia dicha.
Si la disfrutó, la disfrutó para sí, pero nunca a costa de los demás.
Si un día lloró, nadie secó sus lágrimas.
Si un día se sintió sola, no buscó compañía para tapar aquella soledad.
¿Por qué, entonces, la buscaban a ella sus hermanos?
Rimm… Rimm…
Sus dedos vacilaron.
Como vacilaba toda ella.
Pensó que estaba pasando por la etapa más dura de su vida, más indecisa.
El teléfono dejó de sonar y Liv respiró mejor.
Sentía como si en las sienes algo le golpeara.
Su propia indecisión, su propio temor. Hubiera llamado a Mónica. Jamás sintió la soledad como si la aplastara.
Aquella noche, si. Ni la parapsicología, cuyo tratado se hallaba abierto ante su mesa. Ni la máquina de escribir, su fiel compañera. Ni los libros, que tantas horas vacías de su vida hablan llenado.
Estaba sola.
Terrible y lamentablemente sola. Más sola que jamás lo estuviera.
Y le asustó aquella soledad que nunca, jamás, fue lamentada y existió miles de veces.
Casi desde que tuvo uso de razón, y la vida le demostró que si se caía y no se levantaba, nadie le darla la mano para ayudarle.
Rimm… Rimm…
Se estremeció de pies a cabeza.
El teléfono estaba allí. Casi se estremecía al sonar.
Sintió que la lengua se le ponía gorda, que un sabor agridulce le llenaba la boca.
Levantó la mano y sus dedos de nuevo oscilaron.
—Diga…
—¡Ah…!
La voz de Rex. Quedó tensa.
—Rex, ¿dónde estás?
—En una cabina.
—¡Oh…!
—Paseaba.
Como ella, con la diferencia de que ella estaba allí, en su estudio, pero tan sola como Rex en el interior de una cabina.
—Liv…
—Dime, Rex.
—No fui capaz. O no viene a mí la aventura, o no la busco con la fuerza que yo quiero buscarla.
Dolía.
Que él buscara el desquite, dolía. Por primera vez en su vida, algo dolía de verdad.
—Liv… ¿qué hora es?
—Las doce.
—Otro día más —dijo Rex a media voz.
—Si —dijo ella, a lo simple—. Otro día más.
Miles de días pasaban y pasaban.
—No voy a volver a mi estudio esta noche —decía Rex al otro lado. Mejor.
Por él, por ella.
—Liv…, lo entiendes, ¿verdad?
No sabía si lo entendía o no. Pero prefería quedarse así, a mitad del camino en su mente. Como si se la paralizaran y le hicieran un gran bien al paralizársela.
—Liv…
—Dime, Rex.
—Si voy a mi estudio, llamaré a tu puerta.
Liv no respondía.
No podía. Tenía como un nudo en la garganta.
—Somos seres humanos, Liv, por mucho que queramos ser súper humanos. Sólo somos humanos.
Lo sabía.
Empezaba a darse cuenta de ello.
—Me gustaría ser tan fuerte como tú, Liv.
Ella no era fuerte.
Empezaba a comprender que para él… no lo era.
¡Quién se lo hubiera dicho cuando pensaba que se valía a sí misma, por si misma y para sí misma! Pues, no. Ya no era tan fuerte.
—Liv… ¿verdad que desprecias mí debilidad?
Tendría que despreciar la propia, y no quería.
Para eso era valiente.
Para auto defender sus debilidades, aún sí.
O, al menos, por eso luchaba.
Que lo consiguiera o no, eso era otra cosa.
—Liv, ¿me oyes?
—Sí.
—Te tiembla la voz.
Y el cuerpo.
Y las sienes, y los pulsos.
—No me tiembla —dijo no obstante. Hubo otro silencio.
—Te admiro por eso, y en el fondo…, siento…, siento…
—Dilo.
Era como una súbita exigencia.
Rex respiraba fuerte.
Se le notaba fatigado o sofocado.
—Dilo, Rex —insistió.
Pero su voz tenía una dulzura insospechada en ella.
Rex murmuró, bajísimo:
—Es lo que no comprendo, Liv. Contra qué luchas. Contra qué, contra quiénes. ¿Contra mí que soy un pobre diablo sincero? Ni soy famoso ni quiero serlo. Pero me gusta ser hombre y saber que a mi lado una mujer es eso, sólo una mujer.
—Y yo no lo soy.
Una duda.
Un silencio.
Liv sintió como si toda su sangre le saltara en el cuerpo.
—¿Es que no crees que lo soy, Rex?
—Sí, si —dijo la voz ronca de Rex—. Sé que lo eres. Pero… ¿lo eres tanto como para buscar lo que no existe, o tan poco para imaginar lo que existe?
—Rex…
—Perdona.
Y colgó.
Oyó el chasquido.
Miró el auricular que ella empuñaba con fuerza.
Poco a poco, como si le quemara los dedos y le gustara aquel quemazón, lo fue colocando en el soporte.
Después quedó tensa y luego lasa. Tendida en el diván.
Con la mente llena de cosas.
Cosas sofocantes, pecadoras, anhelantes…
Cosas, eso, cosas.
—Rex —susurró—. ¿Qué me pasa? ¿Qué has hecho de mí?
No supo cuánto tiempo estuvo allí.
Fue, en cualquier momento, cuando oyó el timbrazo.
Fuerte, vigoroso.
¿Rex? Rex, si. Sólo Rex podía llamar así. Se tiró del diván. Fue hacia la puerta y la abrió.
Rex pasó. A paso lento, mirando en torno. Con una mirada viva y plácida a la vez.
—He venido —dijo a lo simple y riendo con aquella risa de niño grande, aturdido—. ¿Sabes? De repente sentí que me gustaría comer una tortilla de cebolla.
Era así.
Por eso ella estaba, quisiera o no, tan pegada a él, tan compenetrada, tan afianzada a su lado.
Capítulo 15
Quiso imitarlo.
Dar a su rostro una vivacidad feliz. A su voz, una naturalidad que no existía. A sus pies, al caminar, una agilidad que costaba aparentar.
—La haré en un segundo —dijo.
El rió.
Una risa algo sofocada. Como si, bajo ella, ocultara miles de incertidumbres juntas.
Empezó a ir de un lado a otro. Levantó las cuartillas, lanzó un vistazo sobre ellas. Después fue hacia la estantería y comentó, jocoso, como si fuera la primera vez que estaba allí:
—Te nutres de letras.
Y ella sintió, también, una rara sensación de lo desconocido. Como si, de súbito, ella y Rex se conocieran en aquel instante.
Rex no parecía el vecino, y lo era. Ni el hombre que la besó la noche anterior, y lo era.
—Te haré la tortilla —dijo Liv, a media voz.
Fue cuando Rex giró sobre si.
Cuando la asió, inesperadamente, por un brazo y tiró de ella.
Liv quedó incrustada en su costado. Rex la miró. Así cuando ella tenía la cara alzada, como interrogante. La miró a los ojos, a la boca, a los ojos, nuevamente.
Liv no supo si mucho o poco tiempo.
—¿No quieres salir conmigo por ahí? —dijo, Rex, bajo.
Apenas si movía los labios para hablar.
Apenas si se oía su voz.
Pero ella, más que oír, adivinaba lo que decía.
—No… Rex.
—Aquí es peor.
—Sí.
—Y quieres quedarte.
—Sí.
—¿Y mañana, Liv?
—No sé.
Así se entregaba al sentimiento.
Pero seguía preguntándose si era, realmente, un sentimiento tan fuerte como su excitación y su deseo.
Rex la miró aún, pero después la soltó.
Quedó de espaldas a ella. Con las piernas separadas, las manos metidas en las profundidades de sus bolsillos.
Arremangada la cazadora de cuero.
—No soportaría mañana tu… desprecio.
Lo dijo con fuerza.
Liv sintió como si le ardiera la cara. Como si la sangre le diera vueltas y vueltas. ¿Desprecio?
¿Podría ella, jamás, sentir desprecio por Rex?
—No crees en ti misma, Liv —decía Rex sin mirarla, con voz firme, con voz muy ronca—. Yo creo que tu experiencia te ha destrozado. Has jugado y has perdido. Es lamentable.
Liv, súbitamente se puso delante de él.
¿Le desafiaba?
No. Ella lo creía así. Pero en realidad lo que Liv hacia era hacerle la pregunta a él e interrogarse asustada, a la par, a si misma:
—Me crees una mujer acabada.
Rex abrió mucho los ojos.
—Tengo miedo, Rex. De ti, de mí; de esto que nos empuja uno a otro.
Rex la apretó con los dos brazos.
La fundió en su cuerpo y la llevó hacia el canapé. Se sentó allí, con ella.
La miraba. La sujetaba con un brazo por la cintura; la apretaba en su costado y con la mano libre acariciaba, una y otra vez, los labios temblorosos.
—Mira, Liv, mira, escucha. Yo no sé qué decirte. Que te amo, que te necesito, es obvio. Lo ves tú, lo sabes tú, lo veo yo, lo sé yo. Pero… ¿basta? Tú tienes miedo a encadenarte. Eres libre de vivir tu vida y te gusta vivirla a tu modo. El que yo te diga que te equivocas es una majadería, porque mucha gente cree que el equivocado soy yo por vivir como vivo, y otros creen que lo eres tú y casi siempre se piensa así de los demás y los demás lo piensan de ti. Es una cadena absurda, pero la vida es así. Los que son felices amontonando millones, más y más, y si pierden un centavo se consideran fracasados. Hay otros, que no luchan por un centavo y en cambio, cada dólar que consiguen, van y se lo juegan a las carreras y son inmensamente felices. Los hay que luchan por la fama y pierden hasta la dignidad por ella. Hay los tipos usureros que golpean al prójimo sin cesar y luego, como fariseos, dan un pedazo de pan al vecino de enfrente cuando toda la vecindad está viéndolo. ¿Entiendes? Y hay otros, miles de seres diferentes… que se consideran en lo cierto. En que ellos solitos, y no los otros, viven la verdad y la sinceridad. Pero yo me pregunto: ¿qué piensan los demás de él? Lo que pienso yo de aquel otro, y el otro de mí y así siempre. Nadie está en la verdad absoluta, ni en la mentira absoluta.
Guardó silencio.
La sostenía contra su costado y, a la vez, miraba al frente como si buscara en alguna parte una voz que le dijera algo, o que, sin decirle nada, apareciera y lo cambiara todo o no cambiara nada.
—Rex…, es cierto que tengo miedo a encadenarme.
—Es bonita, es cálida, es firme la cadena cuando es sincera, Liv. Yo no te ofrezco un eslabón mohoso y resquebrajado. Yo te ofrezco un eslabón sólido. Si tú no buscas un martillo y lo rompes, espero que dure así toda la vida. A mí me gustará sentirte atada, cerca de mí, sintiendo tu calor, tu ternura, tu pasión. Tu comprensión. No es que yo sea un sentimental romántico. Ni un muñeco de escaparate. Ni que crea que, contigo, pan y cebolla. Eso es una majadería de las gordas. Pero entiendo que con más o menos dinero, con más o menos lujos, pero con fuertes lazos de sentimiento, con la comprensión, el lazo es para toda la vida. Te diré más, Liv. Me gustarla que, si un día te daño, por lo que sea, sabiéndolo o no sabiéndolo, vengas a mí y tengas la valentía de discutirlo, de dialogar, porque yo, pienso discutir lo tuyo y dialogarlo y desmenuzarlo y llegar al entendimiento amoroso y afectivo. ¿Lo entiendes?
Iba empujándola hacia atrás.
La miraba, ya sobre ella.
Inclinado, suave y cálido a la vez y sobre todo, apasionado.
Así le buscó la boca.
Así le acarició el busto.
Así se quedó con ella.
Mansa y pacíficamente. Sin alborotos, sin locos apasionamientos.
Con aquella ternura viva que llegaba al fondo mismo de la sensibilidad de Liv.
Era todo distinto.
Para ella, nuevo.
Nuevos los besos en su boca, diluyéndose. Nuevas las caricias que calentaban su cuerpo. Nuevo el mirar de los ojos masculinos. No dejaba de ser Rex. Pero era un Rex con experiencia nueva. Con experiencia cálida. Con experiencia tierna.
—Liv…, te gusta estar así conmigo, ¿te das cuenta?
Liv cerró los ojos.
Le gustaba.
Era todo diferente.
—No me contestas, Liv.
No podía.
Estaba en sus brazos.
Quieta, paralizada.
De repente, Rex se levantó.
Quedó erguido.
Mirándola.
—Rex…
—Ya lo sabes, Liv.
—¿Saber? —y su voz era como un balbuceo.
—Soy tu hombre. ¿No te has dado cuenta?
—Rex, no te entiendo.
—Te he dicho que lo mío era verdadero. Que me amargaría la vida tenerte así y dejarte, luego. Y aflorarte al día siguiente. Y tú estás habituada a vivir tu vida, a librarte de las pesadillas que te estorban. Un placer de horas, no es para mí, tratándose de ti, ¿lo entiendes?
—Estoy aquí… y nada más —dijo Liv a media voz.
—Eso es lo malo. No me basta.
—Pero…
—Cógete de mi mano, Liv, y vamos a casarnos. ¿Casarse? ¿Casarse ella?
Tenía miedo. Se daba cuenta de que era a lo que tanto temía.
Rex era Rex, de acuerdo. Ella lo necesitaba, pero ella había decidido no casarse. Tendría que necesitarlo mucho. Y… ¿no lo necesitaba, realmente?
—Liv…, parece que no me has oído.
Sí le había oído.
Pero… ¿sería ella una buena esposa para Rex?
¿Sería Rex un buen esposo para ella? ¿Bastaba que se gustasen? No bastaba.
—Liv…, tú no sabes lo que es querer de verdad.
Creía saberlo.
Ella amaba a Rex, necesitaba a Rex… Pero… ¿lo necesitaba tanto?
¿Era todo tan absoluto?
—Liv…, me gustaría…
No decía lo que le gustaba.
De repente, quedaba plantado como un poste.
Erguido sobre sí mismo. Mirando al frente.
Pero Liv sabía que Rex no veía nada. Que si bien lo miraba todo, no veía nada.
Sus ojos parecían súbitamente vados.
—Me gustaría empezar en este instante —decía Rex, con voz ausente—. Empezar ahora mismo. Conocerte hace un día o dos. Y verte mover por el rellano. Caminar a paso largo, como tú haces. Saludarte, sonreírte y que tú no fueras una mujer complicada. Una mujer absoluta. Una mujer que no necesita nada. Pero lo necesitas. Aunque tú creas que no lo necesitas, Liv. Todos los res humanos necesitamos de los otros seres humanos.
—¡Calla, Rex!
—Y tú eres una mujer sensible. Una mujer emotiva. Te parapetas, pero lo eres.
—Por favor… Intentaba hacerle callar. Metía el dedo en la llaga. Evidentemente, la conocía tanto, que la sabía de memoria.
Capítulo 16
Rex continuaba allí.
Ya no hablaba. Parecía como si, de repente, le paralizaran no sólo el cuerpo, sino, también, la mente y la mirada.
—Rex —dijo ella—, me da miedo tu inmovilidad.
—Y a mí me das miedo tú, con tus dudas.
—Tengo miedo.
—¿De mi?
—De todo.
—Eso es lo peor. Cuando se tiene miedo de todo. Se puede tener miedo de algo concreto, pero no de todo. Cuando se tiene miedo de todo, casi siempre es que no se tiene miedo de nada.
—Rex…, no haces más que hablar.
—Es que no sé qué cosa hacer. Tomarte en mis brazos; hacerte mía. ¿Basta? No basta.
—Yo…, yo…
—Dilo, sé valiente. Di lo que estás pensando. No podía.
Iba a decirle que ella no se negarla.
Que ella no podía negarse.
Pero tenía miedo de ser suya para toda la vida. Que él la olvidara. Que él dejara de necesitarla, de quererla.
—Rex…
—Dilo, Liv. Sé valiente. ¿Era realmente valiente? ¿No era una cobarde? ¿Una estúpida cobarde?
—Me gustaría…, me gustarla…
—Di, di, Liv.
Sacudió la cabeza. No sabía qué cosa le gustaría.
Ser suya, si.
Era una necesidad.
—Ven a casarte conmigo, Liv —decía Rex, bajo.
Su voz era ronca.
Liv se estremeció de pies a cabeza.
—Liv… ¿no me has oído?
Y, al hablar, daba un paso hacia atrás.
—¡Rex! —gritó Liv—. Rex… ¿adónde vas?
—Te estoy esperando.
—Esperando… —repetía Liv sofocada—. Esperando que me case contigo…
—Y que se te vaya ese miedo. Ese terror al hombre. Yo no soy el hombre o los hombres. Yo quiero ser tu marido y que tú seas mía, con todas las de la ley. ¿Que soy un tipo anticuado? No lo soy. Soy un hombre que te quiere para toda la vida.
Liv estaba puesta en pie.
Pálida.
Temblando.
—Cállate, Rex.
—¿Nunca te has visto a ti misma?
Temía empezar a verse en aquel momento.
Rex fue de nuevo hacia ella. Liv, de pie, temblorosa, miraba a Rex como si fuera un fantasma.
—Quiero gozar contigo, Liv —decía—. Debes de ser una mujer maravillosa, pero despójate, primero, de tus traumas, de tus temores, de tus absurdas experiencias vividas. No has amado. Has vivido, que es muy distinto. Yo te puedo enseñar a amar, a apreciar el amor y a vivirlo. Vivirlo de verdad, no como el que bebe un vaso de agua para saciar su sed. La sed del amor tiene que ser constante. No me sacia nunca. ¿Entiendes la diferencia?
—Rex, eres tan crudo, tan frío para decir las cosas…
—Tan frío y tan apasionado, ¿no es cierto, Liv?
Y con aquella ternura suya le acariciaba el pelo, y le perfilaba los labios, y los dedos bajaban por la garganta y, como antes, se detentan en el busto.
—Rex…
—Ven conmigo —dijo Rex a media voz, buscándole la boca y besándola con habilidad, como un goloso—. Ven, Liv…
Liv se plegó a él.
Lo necesitaba. Sabía que lo necesitaba. Por eso fue con él. No sabía adónde, el porqué si lo sabía. Tenía que ir. Necesitaba ir.
Fue después, al regresar una hora después, cuando Rex la metió en su estudio. Decía:
—Está revuelto. No está limpio. Pero estamos los dos aquí y somos marido y mujer, Liv. ¿Te das cuenta?
Se la daba.
Tenía que dársela.
Rex estaba en ella, dentro de ella, sobre ella.
—Liv…
Liv no decía nada. No sabía decir nada.
Liv estaba allí y le parecía que empezaba a vivir en aquel momento, en los fuertes brazos de Rex, en la pasión de Rex, en la posesión de Rex.
Todo lo demás dejaba de existir.
No supo cuándo oyó la voz baja de Rex. Una voz que se perdía en su boca y en su garganta y en sus ojos y, de nuevo, en la locura de su boca.
—¿Ves como todo es distinto?
Lo era.
Por el sentimiento.
Amaba, y por eso era todo distinto.
Necesitaba a Rex y se daba cuenta de que si no fuera Rex como era, jamás podría llegar ella a aquella plenitud.
—Es peligroso, sí, querida Liv, jugar a recibir una experiencia absurda. No es fácil encontrar la verdad. La verdad está en cada uno de nosotros. O la vivimos con la verdad o la destruimos con la mentira. ¿Entiendes la diferencia?
Lo entendía todo.
Era como si una voluptuosidad gozosa la invadiera.
Como si en Rex estuviera la plenitud, el goce, la posesión y la experiencia amorosa.
La más bonita experiencia de su vida.
Fue después, tendidos allí, juntos, silenciosos, cuando ella dijo al tiempo de inclinarse sobre él y acariciarle las sienes:
—Traeremos a tu hijo…
Rex reía. Juguetón, divertido. Jugando con sus labios. Perdiéndola en su cuerpo.
—Mi hijo está con sus abuelos. Les quiere, le aman. Yo soy su padre y tengo mi vida propia y mi hijo tendrá, mañana, la suya. Yo no puedo arrancar a mi hijo del lado de sus abuelos que son jóvenes, y le aman y le educan. Liv, comprende eso. Tendremos nuestros propios hijos y el mío sabe que estoy aquí y que si me necesita, nunca le faltaré. Pero es feliz allí, a mi me quiere porque le han dicho que soy su padre, pero no me necesita.
—Eso es egoísmo.
Rex volvía a reír.
—Háblame de ti, de lo feliz que eres a mi lado, de lo mucho que me necesitas. Pero olvídate de mi hijo que es feliz con sus abuelos, que son como si fueran un montón de padres juntos.
Y sin que ella respondiera, añadió bajo, muy bajo:
—Liv, te diré lo que tú eres para mí. Lo que has sido y serás. Lo que yo necesito que seas…
Pero no se lo dijo.
No podía.
La tenia pegada a su cuerpo.
Y le gustaba tenerla así, y Liv le buscaba los labios y le decía cosas.
Aquella Liv, tan profesional, tan inteligente, en aquel instante sólo era mujer. Una mujer desdoblada, diáfana, vehemente.
Una Liv que él siempre adivinó bajo su profesionalismo, sin parapsicología, sin modelos diseñados, sin secciones de política.
Allí era su mujer y nada más. Era la amante más maravillosa que él había tenido en toda su vida y Rex había vivido.
Donald salió de su despacho con semblante furioso.
—Estoy llamando al teléfono de Liv, y no contesta nadie —dijo gritando—. La necesitamos aquí. Precisamente hoy, la necesitamos.
—Tal vez venga para acá, señor —dijo Dick—. Suele llegar tarde.
Donald dio un portazo y volvió a colgarse del teléfono.
Sonó aquél, una y otra vez, y cuando ya iba a colgar, oyó la voz de Liv. Una voz cálida, algo sofocada.
—Diga, diga.
—Liv, pero qué esperas. ¿No sabes que tenemos pendiente un trabajo muy duro?
—Donald, lo siento. No voy a ir hoy.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Me he casado.
—¿Qué dices, mujer?
—Que me he casado, Donald —rió—. Casado. ¿Lo entiendes?
Y colgó.
Donald apareció de nuevo en el estudio donde los empleados trabajaban.
—¡Liv se ha casado! —gritó—. ¡Maldita sea! ¿Quién será el idiota que la ha convencido? ¡Maldita sea…!
Se metió en su despacho dando un portazo.
En el estudio de Liv, Rex reía. Tenía a su mujer metida en los brazos y le buscaba la boca y le decía a la vez:
—Me gustaría ver la cara de tu Donald.
—Calla, loco.
—¿Cómo te la imaginas tú, Liv?
—Congestionada —reía Liv, pegándose a él más y más—. Furiosa.
Una Liv despertada, revivida.
Una Liv llena de vehemencia, de ansiedad, de plenitud.
Una muchacha que era su mujer, y que aquella mañana se olvidaba de que en la redacción la esperaban para concluir un trabajo, porque la revista tendría que salir un poquito defectuosa pero, en cambio, allí, en aquel estudio Liv aprendía a ser más sensible, a ser más mujer, a ser más una esposa como tenía que ser.
Sentía en su boca los besos largos.
En su cuerpo, las manos de Rex. Las caricias de Rex.
Y se gozaba en devolver beso por beso, caricia por caricia.
—Eres…, eres… Rex, eres…
Pero no terminaba de decir cómo era.
Rex volvía a reír. Y dejaba de reír. Y se quedaba quieto, inmóvil en ella.
Fin
Tengo miedo a encadenarme (1983)
Incluido en el dueto: “El pasado de Mauri / Tengo miedo a encadenarme”
Título Original: Tengo miedo a encadenarme (1983)
Editorial: Editorial Bruguera. S. A.
Sello / Colección: Corín Tellado 15
Género: Contemporánea
Protagonistas: Rex Malden y Liv Bates