EL MÁS GRANDE ASESINO (Juan José Castillos)
Publicado en
diciembre 01, 2013
Nadie, excepto yo, conoce quien fue el más grande asesino en la historia de la humanidad.
Los hechos que narraré a continuación tuvieron lugar antes de mi pasaje como estudiante por la Universidad de Pennsylvania. Durante ese lapso tuve que trasladarme a New York para investigar en diversas bibliotecas universitarias allí y así fue como tomé conocimiento de estos hechos.
Cómo llegué a enterarme de los acontecimientos, debo callarlo por razones que pocos entenderían pero que para mí son importantes.
Antes que nada, quiero decir que no me refiero a ningún déspota o guerrero que haya sido responsable directo o indirecto de masacres que en algunos casos llegaron a sumar millones de víctimas.
En esos casos el crimen, aunque escalofriante, se debió a una decisión, momentánea o meditada, cuyo resultado fue como una bola de nieve que en breve lapso crece, aumenta de tamaño y termina por arrollarlo todo a su paso.
De lo que estoy hablando es de la terrible decisión, paciente, artesanal, ingeniosa, de un ser humano desequilibrado que decide exterminar a la mayor cantidad posible de sus congéneres sin tener que pagar el precio por sus crímenes.
Harry Reems es el nombre de nuestro protagonista, vivió y murió en New York, la populosa urbe que lo cobijó y le otorgó por su desmesurado tamaño, el ambiente ideal para cumplir sus propósitos.
Harry murió en 1993, de muerte natural a poco de cumplir los 61 años. Sus últimas palabras me consta que fueron tan sólo un número, 1.887, el total de las víctimas según su peculiar contabilidad, a lo largo de 35 años de tesonera labor.
Nunca se casó, siempre vivió solo en la casa que heredó de sus padres que murieron cuando él apenas había dejado de ser un adolescente. La previsión de sus progenitores le aseguró un pequeño ingreso regular que le permitía vivir sin preocupaciones.
Sin embargo, quizás deseoso de alejarse por algunas horas de la prisión en que su casa se convertía para este tímido, solitario e introvertido joven, aceptó la oferta de un conocido de sus padres para trabajar en una gran compañía de productos químicos en New Jersey.
No sabremos jamás qué fue lo que un día lo decidió a comenzar su campaña de exterminio, pero sí los fundamentos de sus decisiones y su peculiar metodología, aterradoramente eficaz en su simplicidad y que anotó en clave en su diario personal.
Harry razonó que la forma en que la policía o el FBI atrapaba a los asesinos era por indicios dejados en la escena del crimen, por motivos que los impulsaran a cometerlos o por alguna relación de los criminales con sus víctimas o entre estas últimas entre sí que condujeran al responsable.
Si las autoridades carecieran de indicios, motivos o puntos de contacto entre víctima y victimario, su impunidad estaría asegurada. En otras palabras, sus blancos tendrían que ser seleccionados al azar.
A medida que su plan se fue desarrollando, Harry comprendió que en muchos casos ignoraría el nombre de sus víctimas y que su número podía ser mayor que el cuidadosamente contabilizado por él en un cuaderno negro donde los detalles de cada crimen se anotaban en un código que sólo él entendía.
Su primera acción consistió en sustraer de la compañía en que trabajaba pequeñas cantidades de cientos de poderosos venenos que guardó en frascos meticulosamente rotulados en el sótano de su casa.
La rotación de estas sustancias con la primera repetición dos o tres años después de su primer uso, contribuiría a confundir a la policía. No había en ninguna parte registro alguno de la compra de tales productos a su nombre.
Impecablemente vestido y provisto de una pequeña jeringa hipodérmica, Harry deambulaba por pequeñas tiendas o a veces grandes supermercados de Manhattan, Queens o Brooklyn, nunca dos veces en el mismo lugar, e inyectaba su letal veneno, hoy en una pasta de dientes, la semana siguiente en una caja de cereales, la otra en un pote de mantequilla o en un cartón de leche o dentro de un huevo, nunca dos veces la misma marca, en dosis suficientes para que resultaran mortales para quien estuviera en contacto aun con una mínima cantidad del producto elegido.
Las investigaciones se dificultaban pues los productos así adulterados no siempre eran consumidos inmediatamente, a veces ocurrían tres o cuatro casos fatales en una semana y en otras oportunidades pasaban hasta dos meses sin novedades.
Muchos de sus crímenes aparecieron en la prensa motivando investigaciones sobre posibles contaminaciones en empresas elaboradoras de comestibles. En algunos casos su actividad condujo a procesos judiciales en los que un pobre esposo o esposa u otro pariente cuya situación personal o antecedentes hacía pensar a la policía en una intención criminal, tenía que desesperadamente intentar probar su inocencia.
Se divertía mucho, consignó en su diario personal, con las alternativas de estos procesos que en su mayoría quedaban truncos por una u otra razón. En uno de ellos fue llamado para integrar el jurado pero por alguna razón el abogado defensor no lo aprobó, como sucede con frecuencia en estos juicios.
Harry sabía que en muchas otras instancias, las muertes que él había provocado -¿familias enteras, clientes de algún restaurante u hotel, alumnos de algún comedor escolar?- eran silenciados y no llegaban a la prensa por presión de la policía procurando evitar el pánico, el boicot y los consiguientes perjuicios para bien conocidas empresas de larga y prestigiosa trayectoria.
Así, poco a poco, a lo largo de cuatrocientos veinte meses, mil ochocientas veinte semanas, sus víctimas se fueron acumulando hasta llegar hasta casi dos mil, como mínimo, equivalente al número de veces que este ángel exterminador visitaba un comercio para discreta y rápidamente llevar a cabo su labor.
Harry Reems falleció de muerte natural convencido de haber sido el más grande criminal solitario impune de la historia.
Lamentablemente para él, esto no era cierto. Harry fue, a lo sumo, el segundo más grande asesino solitario, ya que falleció a los 61 años padeciendo de un tumor maligno que terminó con su vida en tan solo tres meses.
Su muerte rindió así un involuntario homenaje a otro asesino incorpóreo e igualmente impune, pero mucho más efectivo y aterrador, que aún hoy continúa cobrando víctimas.
Harry Reems, dondequiera que estés, no desesperes, tus discípulos son legión, tu silenciosa lección no ha caído en saco roto. Oliver Stone, Tarantino y tantos otros están difundiendo tu mensaje.
Cuando me gradué, a pesar de las tentadoras ofertas que me hicieron varias empresas norteamericanas, jamás comprendieron esos yuppies por qué me apresuré a empacar y regresé a mi Uruguay, país provinciano, lento, pobre y poblado por gente tan aburridamente normal.
Fin