LOS MEJORES REGALOS DE MI VIDA
Publicado en
diciembre 07, 2013
No estaban envueltos y no costaron ni un centavo, pero los llevo conmigo a todas partes.
Por Marian Wright Edelman.
AL IGUAL que muchas personas, dedico demasiado tiempo a comprar regalos para mis hijos, y nunca estoy segura de si van a usarlos o si en verdad los desean. Necesito recordar —de hecho, todos necesitamos recordar— al acercarse la Navidad, lo que significa dar verdaderamente.
Heredé mi gusto por la lectura de mi padre, a quien le encantaba leer y tenía un estudio repleto de libros, con los que pasaba un rato todos los días. En la repisa de la chimenea de nuestra sala en Bennettsville, Carolina del Sur, había una colección completa de las obras de Shakespeare. Para mi padre, comprar libros que cultivaran la mente de sus cinco hijos era una prioridad indiscutiblemente más alta que comprar juguetes o ropa innecesaria.
Mis padres me transmitieron, con su ejemplo, la creencia de que yo y otros podíamos hacer algo más que quejarnos, retorcernos las manos o caer en la desesperanza ante los incontables males del mundo. Papá, quien era maestro y ministro, nunca levantó la voz en el púlpito e intentó lo mismo educar la mente de los feligreses que tocar su corazón. Enseñó que la fe requiere de la acción, y que la acción sólo puede apoyarse en la fe frente al desaliento y la injusticia cotidianos de nuestra sociedad segregada del sur de Estados Unidos.
De la fuerza de mi madre tomé mi propia fuerza para hacer frente a los retos difíciles. Recuerdo que en cierta ocasión, cuando trabajaba como abogada defensora de los derechos civiles en Mississippi, llevé a casa a una niña que había perdido un ojo cuando unos sujetos de raza blanca dispararon un rifle de postas por las ventanas de su casa. Su madre me había dado instrucciones sobre cómo sacar, limpiar y volver a colocarle el ojo de vidrio. Creí saber cómo hacerlo, pero cuando llegó el momento, titubeé. Al ver mi vacilación, mi madre me apartó con suavidad y lo hizo ella misma a la perfección.
También a mi madre le debo mi preocupación por los niños sin hogar. Ella recibió hijos de crianza en casa después de la muerte de mi padre. Aún me avergüenzo del enojo que sentía cuando se me pedía compartir mi habitación por unos días con algún pequeño sin hogar. Mientras crecí, mi madre crió a cerca de 12 hermanos y hermanas.
La señora Theresa Kelly me enseñó a dominar el miedo. Ella vivía en una casa sin pintar de cuatro habitaciones, con un porche grande en el frente y otro pequeño atrás. Me gustaba quedarme con ella cuando mis padres salían a una convención o a visitar a algún familiar. Cierto día en que se avecinaba una gran tormenta de verano, la señora Theresa me indicó que fuera al porche de atrás para meter la ropa que se estaba secando.
Al ir allí oí retumbar un trueno. Corrí de regreso y le dije a la señora Theresa que tenía miedo de que me alcanzara un rayo. Ella me habló serenamente de la fe en Dios mientras salía conmigo a recoger la ropa.
—Cuando te llega la hora, te llega. Cuando no, no te va a pasar nada —me dijo.
Y mi maestra de inglés de la secundaria, la señora Walker, me enseñó a apreciar nuestra gran herencia negra cuando invitó a Langston Hughes a leerles sus poemas a sus alumnos. El famoso poeta se tomó la molestia de venir hasta Bennetsville para hacerlo. Este hecho me dio una conexión especial con el artista, a quien califiqué en mi diario de "maravilloso, sencillo y sin pretensiones".
Ya no tengo, ni recuerdo, la mayor parte de los regalos que encontré bajo el árbol de Navidad cuando era niña. Pero llevo conmigo y atesoro las lecciones de vida que me dieron durante mi niñez tanto mis padres como otros adultos amorosos de la comunidad que se preocuparon por mí.
Ojalá que estas memorias me den la fuerza necesaria para dejar de comprar y darle mejor a algún niño el regalo de pasar un rato con un adulto que se interesa en él, un rato compartiendo las grandes vidas y espíritus de los mentores que han enriquecido y moldeado la mía.
© 1999 POR MARIAN WRIGHT EDELMAN. CONDENSADO DE THE CHRISTIAN SCIENCE MONITOR (22-XII-1999), DE BOSTON, MASSACHUSETTS.
ILUSTRACIÓN DE RAÚL COLÓN