EL PRÍNCIPE DUENDE (Madame D’Aulnoy)
Publicado en
diciembre 07, 2013
Madame D’Aulnoy se llamó realmente María Catalina Jumel. Nació en Berneville, un pequeño señorío de Eure, en 1650. Su madre se casó en segundas nupcias con el marqués de Gudannes.
María Catalina contrajo matrimonio a los dieciséis años y tuvo cuatro hijos, aunque dos no fueron reconocidos por el padre. Vivió una existencia muy agitada, con frecuentes visitas a España, ya que tuvo residencia propia en Madrid.
Escribió varias novelas sobre nuestro país, en las que introdujo algunos elementos fantásticos, como que «era frecuente ver en la Plaza de Oriente a las mujeres disfrazadas de hombres».
Y en lo que se refiere a los Relatos de duendes, dio forma a algunos de los más herniosos de la literatura francesa. En realidad los dirigió a la nobleza de París, muy aficionada a este tipo de lectura. Si al final se publicaron para los niños, hemos de considerarlo una decisión interesada de los editores, al comprobar el éxito que estaban obteniendo los cuentos de Perrault.
Madame D’Aulnoy falleció el 14 de enero de 1705. Contaba cincuenta y cuatro años. Puede afirmarse que es una de las autoras más admiradas de Francia, aunque en muchas ocasiones por la vida atormentada que mantuvo y menos por sus escritos. Sin embargo, éstos han sido elogiados por grandes críticos, como el filósofo Jean-Paul Sartre.
Hace muchos años vivieron un rey y una reina que únicamente tuvieron un hijo al que adoraban apasionadamente. Pero este príncipe, que encima recibió el nombre de Iracundo, nació deforme de cuerpo, feo y tan grotesco en sus gestos que a todos resultaba repulsivo, excepto a sus padres.
Al llegar esa edad en la que los monarcas antiguos se sentían viejos para seguir rigiendo los destino de su país, mandó el rey llamar a un príncipe sobre el que recaían los más antiguos derechos para recibir la corona. Este afortunado tenía un hijo llamado Leandro, de los mismos años que Iracundo; sin embargo, por su físico resultaba todo lo opuesto que aquél, y lo mismo le sucedía en el carácter y en el rostro.
Una mañana que se hallaban los dos jóvenes paseando por una galería ajardinada del palacio, llegaron allí unos embajadores para entrevistarse con el monarca. En seguida consideraron que Leandro era el príncipe heredero, por eso le rindieron homenaje. Sin embargo, a Iracundo le concedieron el mismo trato que a un bufón o al servidor más humilde.
En seguida Leandro procuró corregir a los extranjeros, al decirles que él no era el hijo del rey, pues este honor recaía en el muchacho que le acompañaba. Pero no fue comprendido debido a que los que le escuchaban no conocían el idioma del país y, además, el intérprete acababa de salir a recoger unos documentos.
En vista de que los embajadores comenzaron a burlarse del joven al que creían un bufón, Iracundo se sintió dominado por la cólera. Desenvainó una daga que colgaba de su cintura y, con toda seguridad la hubiera descargado sobre los extranjeros, de no haber aparecido en aquel momento el soberano. Como es lógico, éste quedó desagradablemente sorprendido ante la conducta tan violenta de su hijo.
Al conocer el idioma de los embajadores, se cuidó de presentarles las correspondientes disculpas; sin embargo, los dos afirmaron que no hacían ningún reproche al bufón, pues comprendían que estaba de mal humor por alguna causa que ellos desconocían.
Ante tal contestación el rey quedó muy triste. Como le sucede a cualquier padre, le causaba un profundo dolor que el horrible aspecto de su hijo, unido a sus arrebatos de cólera, le hiciese tan repelente ante los ojos de los extraños.
A las pocas horas de que los embajadores se hubieran marchado, Iracundo se arrojó sobre Leandro y le arrancó varios puñados de pelo. Y creemos que le hubiese llegado a estrangular de habérselo permitido el agredido. Claro que éste se limitó a defenderse; pero como era el más fuerte, pudo evitar otros daños sin causarle él ninguno a su rival.
–¡No te lo perdonaré jamás, engreído! –vociferó el injusto monstruo de fealdad–. ¡Desde ahora te prohíbo terminantemente que te cruces en mi camino! ¡Vivirás en la parte baja del palacio, allí donde yo nunca te pueda ver!
Al enterarse el padre de Leandro del trato que éste había recibido, no dudó en mandarle a un castillo que poseía a varias millas de allí. Y gracias a que este joven poseía una gran imaginación, capaz de divertirse estando solo, no tardó en hallar infinidad de maneras de entretenerse, entre las que destacaba la pintura y la música. Además, pudo practicar unas actividades físicas que le mantuvieron en forma: la pesca y la caza.
Cierta mañana que el guapo y voluntarioso Leandro recorría los campos cercanos, quedó sorprendido al descubrir el paso de una pequeña serpiente, la cual en lugar de reptar parecía correr con toda la potencia que le permitía su cuerpo falto de patas. Pronto comprobó la causa: la perseguían unos labradores provistos de azadas y rastrillos, dispuestos a partirla en dos.
El príncipe dio un brinco, cogió al reptil por la cabeza y, al ir a matarlo, el resto del cuerpo se le anillo en el brazo. Además, pudo ver aquellos ojos mirándole con una angustia propia de quien suplica la gracia de la vida.
Y en aquel preciso instante uno de los violentos labradores se aproximó lo suficiente a su señor para decirle:
–¡No la soltéis, excelencia! ¡Llevamos más de una hora persiguiéndola para matarla! ¡Es nuestra peor enemiga, ya que destroza los sembrados y envenena al ganado!
Leandro estuvo a punto de hacer caso a su siervo. Pero no dejaba de ver los ojos de la serpiente, los cuales encerraban todos los colores del arco iris y muchos más, a la vez que no realizaba ningún movimiento defensivo. Y esto le llevó a perdonarle la vida, aunque ignorase cómo había tomado tan extraña decisión.
Nada más llegar a palacio, dejó al reptil en una pequeña estancia, cuyas puertas y ventanas carecían de las rendijas necesarias para que la prisionera se escapara. Bueno, no era del todo una prisionera, ya que el príncipe se cuidó de llevarle personalmente grandes cantidades de leche y otros alimentos, al haber entendido que tenía un gran apetito. Claro que no confío a nadie la llave de aquella estancia, ante el temor de que cualquiera de sus servidores, por mucho que le jurase no hacerlo, al final terminase matando a la serpiente.
Singularmente, el reptil mostraba su agradecimiento a Leandro enderezando su cuerpo sobre la cola, para iniciar una especie de danza ondulante. También daba saltos o se convertía en una especie de aro, sin dejar de rodar por el suelo y las zonas más bajas de las paredes. Y al príncipe le agradaban tanto estas exhibiciones, que no dudaba en pagarlas con dulces y alguna que otra chuchería, siempre que la leche formara parte de sus ingredientes.
Al cabo de unas semanas, en la corte casi todo el mundo lamentaba la ausencia de Leandro, cuyos juegos, bromas y pinturas tanto gustaban. Se diría que en su ausencia la repulsión que se sentía al ver a Iracundo se había incrementado, igual que si la presencia del otro hubiera actuado como una especie de compensación: al ver la bondad y la belleza masculina, resultaba menos hiriente encontrarse frente a la fealdad y el odio del monstruo.
Cuando éste se dio cuenta de que se le rehuía, hasta el punto de que encontraba los pasillos, las salas y las escaleras vacías, porque todos las abandonaban al oírle venir, llegó a la conclusión de que Leandro era el culpable.
Y como era malo a rabiar, corrió a las estancias de su madre y, después de arrodillarse, exclamó:
–¡Mamá, estoy dispuesto a quitarme la vida para dejar de ser tan desgraciado!
–¿Pero qué estás diciendo, querido niño mío? –preguntó la reina, sin entender quién podía haber hecho daño al ser que adoraba con una «ceguera maternal».
–¡La culpa la tiene Leandro que ha hechizado a la corte con sus malas artes! ¡Tenéis que darle muerte, mamá!
–Si ese es tu deseo, cariño mío, ¡qué se cumpla a partir de hoy! ¡Selecciona a los soldados que necesites y ve en busca de tu enemigo! ¡Ojalá que su muerte te proporcione a ti la felicidad que tanto deseas!
En seguida tramaron la forma de acabar con su rival. Y al día siguiente, Iracundo salió de caza en compañía de cuatro de los soldados más desalmados, todos los cuales iban disfrazados de monteros. Llevaban una jauría de perros, ballestas, espadas y lanzas. Horas más tarde se encontraban cerca del palacio de su inocente víctima.
Cuando Leandro escuchó el ladrido de los perros y el sonido de los cuernos de caza, en seguida quiso conocer a los que llegaban. Montó en su caballo Crines Grises, salió en dirección al bosque y, al ver a los primeros canes, descabalgó listo para dar la bienvenida a los cazadores. Una idea que no le desapareció al comprobar que se hallaba delante de Iracundo. Como nunca había conocido el rencor, tendió la mano y le fue aceptada.
En el plan tramado entre la reina y el príncipe contrahecho se incluían las muestras de amabilidad, con el propósito de confiar al rival. Había que llevarle a un calvero de un bosque, donde esperaban los cuatro soldados listos para saltar sobre él y darle muerte.
Sin embargo, lo que fue a surgir, inesperadamente, de entre la espesura fue un lobo gigantesco, que saltó sobre Iracundo. Las fauces de la fiera se hallaban provistas de tales colmillos, al mismo tiempo rugía como si estuviera tronando, que el cuarteto de asesinos escapó de allí como gatos escaldados.
Únicamente Leandro se mantuvo en pie. Desenvainó la espada y, esquivando hábilmente las dentelladas de la bestia salvaje, la hundió en el corpachón peludo, con tanta fuerza y habilidad que le partió el corazón. De esta manera el príncipe contrahecho salvó la vida.
La verdad es que éste no pudo darse cuenta de lo que acababa de suceder, ya que había perdido el sentido. Pero, al abrir los ojos y encontrarse al lado del cadáver del lobo, pudo comprenderlo todo. Mientras se ponía en pie, viendo la espada ensangrentada de Leandro, no sintió ningún deseo de mostrarse agradecido.
–Puedes montar en mi caballo, ya que el tuyo escapó al aparecer el lobo –ofreció el generoso.
–¡No necesito nada de ti! –escupió el malvado.
En seguida fue en busca de los cuatro falsos monteros, los cuales habían vencido el miedo pensando en la bolsa de oro que se iban a repartir si obedecían al monstruo de fealdad. De ahí que aceptaran la orden de atacar a Leandro.
Enseguida le rodearon. Sin embargo, éste era tan ágil como buen espadachín. Con la eficaz defensa que le proporcionaba un grueso tronco de árbol, al protegerle la espalda, hizo frente a los cuatro enemigos. Pasados unos minutos dio muerte a dos, hirió a un tercero y perdonó la vida al cuarto, gracias a que se arrodilló suplicándole que le dejase vivo.
Como Iracundo se había mantenido alejado, convencido de que pronto le traerían el cadáver de su enemigo, al comprobar los resultados decidió aceptar el caballo que antes se le había ofrecido. Pero, antes de huir de allí, dejó oír sus amenazas:
–¡Cuídate de volver a mi castillo, pues lanzaré sobre ti a todos los hombres! ¡Y allí acabarían tus días!
Leandro regresó a su palacio contrariado por la injusticia. Sin saber porqué le vino a la memoria la serpiente encerrada. Abrió la puerta de la pequeña estancia y, sorprendentemente, se fue a encontrar con una dama bellísima en lugar de la serpiente. Y la deslumbrante aparición avanzó hacia él diciéndole:
–Amigo príncipe, no busques a la culebra porque no la encontrarás. Las hadas vivimos unos cien años sin envejecer, sufrir enfermedades ni conocer la tristeza. No obstante, al superar esa edad nos transformamos en unas serpientes muy voraces, con un apetito insaciable que nos convierte en enemigas de las gentes a las que matamos su ganado o destrozamos sus cultivos. Un período lleno de peligros, que en ocasiones nos lleva a la muerte. Esta suerte pudo ser la mía, de no haber decidido tú salvarme. Al superar este corto, aunque peligroso, período de tiempo, volvemos a recuperar nuestro aspecto normal, ya totalmente regeneradas y dispuestas a vivir otros cien años más. Yo soy el hada Gentil, porque hago gala de una gran simpatía y de un superior sentido de la gentileza. Como puedes entender, he quedado en deuda contigo. Lo apropiado es que te recompense con lo que desees. Intenta pensar en el favor que puedo ofrecerte, ya que te lo brindaré de inmediato.
El joven se hallaba muy satisfecho con lo que tenía, de ahí que le costase imaginar lo que podía necesitar. Y obedeciendo a su innata modestia, terminó por contestar:
–Gran señora, me conformo con haber tenido el honor de ayudaros. Considero que nunca podré obtener una gracia superior.
–No puedo marcharme sin brindarte un favor que realmente necesites. Te lo ruego, hazlo por mí. Puedo convertirte en rey, conseguir que vivas doscientos años, ser dueño de unas minas de diamantes, transformar en oro todo lo que toques, hacerte un músico excepcional o que llegues a ser el pintor más famoso del mundo... Lo que desees, hasta darte los poderes de un duende.
Esta última oferta provocó el interés del príncipe.
–¿Ha dicho usted duende, señora? ¿Qué ganaría yo siendo un duende?
–Muchísimo, debido a que realizarías cosas muy útiles y, a la vez, bastante agradables para ti y para las personas a las que desees beneficiar –contestó el hada–. Te harías invisible cuando se te antojara, cruzarías con una velocidad superior a la de los vientos la inmensa superficie de los océanos, volarías sin necesitar las alas, descenderías hasta el corazón de la tierra sin sentir el roce de las rocas y de los otros obstáculos sólidos por duros que sean, recorrerías los ríos y los lagos sin mojarte y atravesarías las paredes de todas las casas y palacios aunque hubieran sido construidas con la anchura de un brazo... ¡Y siempre que lo deseases volverías a recuperar tu figura normal!
–¡Cuántas divertidas posibilidades me reportaría ser un duende! –exclamó el príncipe muy animado–. De acuerdo a todas las ventajas que me acabáis de exponer, dejaría de ser un gran curioso si rechazará convertirme en un duende. Me parece que me voy a divertir muchísimo.
–Tus deseos serán complacidos de inmediato –prometió el hada Gentil, al mismo tiempo que pasaba tres veces su mano derecha por encima de los ojos y el rostro del afortunado–. Desde ahora serás un duende amable.
Nada más terminar de hablar le abrazó y, después de entregarle un sombrero rojo adornado con unas plumas de papagayo, le indicó:
–Cada vez que te cubras la cabeza con este sombrero te volverás invisible; pero, al quitártelo, serás visible.
No vamos a escribir que Leandro dudase de las palabras del hada, ni mucho menos; sin embargo, su curiosidad le llevó a querer comprobar la efectividad de aquel obsequio. Se puso el sombrero y, a la vez, dijo que deseaba encontrarse en el campo. En efecto, al momento se vio transportado a una pradera cubierta de flores, en la que se encontraban infinidad de aves y mariposas, ninguna de las cuales se asustó al no verle.
Arrancó unas margaritas y se las ofreció al hada, ante la que no era invisible, para mostrarle su agradecimiento. Entonces ella seleccionó dos, a las que dotó de poderes.
–Guárdalas en un lugar seguro, porque vas a necesitarlas. La que tiene mayor número de pétalos te proporcionará todo el oro que necesites, mientras que la otra te servirá, con el simple hecho de aproximarla al cuello de tu amada, para saber si te ha sido fiel.
Nada más terminar de hablar desapareció.
Al contar con tantos poderes, Leandro se propuso dar un escarmiento a Iracundo. Pero, antes de partir, como era muy prudente, se encargó de que las cosas en su palacio quedaran en orden, para que a toda la gente que se hallaba a su cargo no le faltara de nada en su ausencia.
Y con esta tranquilidad, montado en el mejor de sus caballos partió en compañía de sus más fieles servidores. Pero se cuidó de que éstos llevasen las libreas de gala, con la idea de que se conociera su llegada a la corte.
Para entonces Iracundo ya estaba en el castillo, donde había contado la peor mentira que se le ocurrió: Leandro había asesinado a los cuatro soldados, pero no pudo hacer lo mismo con él porque supo plantarle cara con gran valor.
–¡Sobre la cabeza de ese criminal debe caer el peso de la Justicia! –exigió al finalizar su engañosa versión.
Como la reina creía a su hijo, hasta el punto de dar por bueno que era de noche aunque el sol le estuviera quemando la piel, logró convencer a su augusto esposo para que firmase la orden de detener a Leandro «vivo o muerto». Sin embargo, en el momento que iban a salir la patrulla de soldados para cumplir esta misión, se supo que el «asesino» se aproximaba al castillo.
Entonces Iracundo se ocultó en sus habitaciones, ante el temor de que quien llegaba contase la verdad de lo sucedido. Sin embargo, al ver entrar a su madre, le suplicó que le librase de la amenaza de ese «loco homicida que seguramente venía a rematar la faena que había dejado pendiente en el bosque».
La reina marchó a solicitar la ayuda de su marido. Y mientras estaban dialogando, el contrahecho hijo, se aproximó a la puerta de la estancia real. Pegó una oreja a la madera e intentó escuchar. Hasta levantó sus largos y raídos cabellos para que no le estorbaran.
Cuando Leandro ya se encontraba allí; pero bajo la forma de un duende invisible al llevar puesto el sombrero rojo. Nada más descubrir a su rival, cogió una afilada punta y un martillo; y antes de que el «espía» pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, se encontró con la oreja clavada en la misma puerta.
Iracundo sintió tanto dolor que comenzó a gritar y a aporrear la madera. Esto provocó que la reina abriese la puerta de una forma violenta, al sentirse tan desesperada, con lo que arrancó la oreja de su hijo.
Al mismo tiempo que los dos malvados rabiaban al no comprender lo que había sucedido, Leandro entró en el jardín. Se quitó el sombrero para perder la invisibilidad. Comenzó a arrancar frutas de los árboles y rosas del jardín, cuando se hallaba terminantemente prohibido hacerlo, debido a que todo lo que se encontraba allí se consideraba tan selecto que sólo podía servir a la reina. Y la más leve infracción se condenaba con la muerte.
Cuando los jardineros vieron al agresor, corrieron aterrorizados en busca de su soberana. Al contarle lo que Leandro estaba haciendo, a ella le asaltó un ataque de rabia. Olvidando el dolor que estaba padeciendo su hijo, le dio esta orden tajante:
–¡Pide ayuda a los mosqueteros, a los guardias, a los soldados y a los servidores... Pero tráeme su cabeza! ¡¡¡La profanación que está realizando en mi jardín privado merece el mayor de los castigos!!!
Impulsado por los aullidos de su madre. Iracundo entró en el jardín en compañía de dos centenares de hombres armados hasta los dientes. En seguida vio a su rival sentado al pie de un árbol. Corrió a por él, para encontrarse con una lluvia de piedras y de manzanas. Porque los brazos de Leandro parecían un molino arrojando ese tipo de arietes.
Sin embargo, eran demasiados enemigos, lo que supuso que la primera línea de agredidos fuera sustituida por otra más feroz. Claro que cuando estaban convencidos de tener al alcance de sus aceros al invasor, fueron a descubrir que no se hallaba en ninguna parte... ¡Acababa de ponerse el sombrero rojo, y ya era de nuevo invisible!
Mientras todos le buscaban hasta debajo de las piedras, el duende se había situado detrás de Iracundo, el cual seguía lamentándose de la pérdida de la oreja. Y pasándole una cuerda por entre las piernas, dio un fuerte tirón y le hizo caer de bruces. Se dio tal golpe que lloraba como un cerdo en día de matanza. Sin dejar de hacerlo ni al ser llevado a la cama.
Al estimar Leandro que ya había dado suficiente escarmiento al malvado, abandonó el castillo y llegó donde estaban sus servidores. Acababa de quitarse el sombrero rojo, luego ya era visible. Los entregó una bolsa de monedas de oro, diciéndoles que regresaran al palacio ya que no los necesitaba. En realidad deseaba encontrarse solo, para que nadie conociera sus poderes de duende.
Por último, sin tener una idea muy clara de la dirección que iba a seguir, dejo que Crines Grises, su caballo, le llevase donde se le antojara.
Realizó un largo viaje, que le permitió atravesar bosques, extensas llanuras, montes y valles sin que nada llamara su atención. Descansaba en cualquier parte, y siempre encontraba comida y bebida al alcance de la mano. Por algo era un Príncipe duende. Una mañana llegó a un bosque muy confortable, donde buscó la sombra de un árbol.
Llevaba unos momentos sentado, mordisqueando una hierba seca, cuando oyó unos hondos suspiros y gemidos prolongados. Llevó la vista a su derecha, y vio aparecer a un sujeto que corría o se paraba, profería grandes gritos o se arrancaba los cabellos sin dejar de sollozar. También se daba golpes con los puños cerrados.
Leandro creyó que se encontraba delante de un loco, ya que el comportamiento así parecía revelarlo. Además llevaba las ropas destrozadas de los muchos tirones que se daba.
–¿Qué le sucede, buen hombre? –preguntó al fin, dejándose llevar por la compasión.
–¡Ay de mí, señor! –replicó el angustiado joven–. ¡Mi mal no tiene remedio! ¡La mujer a la que amo va a ser obligada a casarse con un viejo avaro, tan celoso que nunca podrá hacerla feliz, por mucho dinero que posea, ya que la tendrá encerrada todo el día!
Leandro se ofreció a ayudarle. Pero antes necesitó saber dónde se hallaba la muchacha. Y al contestarle el desesperado que en un castillo cercano, partió hasta allí. Pero cuando se vio solo, procuró ponerse el sombrero rojo.
Mientras se acercaba al monumental edificio escuchó música de violines y de otros instrumentos de cuerda. En seguida pudo ver en una sala, que se encontraba repleta de familiares y amigos del viejo avaro y de la infeliz enamorada. Está mostraba la palidez de la muerte y se la veía conteniendo las lágrimas. Parecía dispuesta a someterse a la voluntad de sus padres, a pesar de no desearlo, porque la boda supondría para los suyos la riqueza.
Poco le costó a Leandro identificar a los padres de la desdichada muchacha. En aquel momento la regañaban por no saber fingir.
El Príncipe Duende comprendió que había llegado la hora de intervenir, para obtener el mayor provecho de su invisibilidad. Llegó al lado del padre y, después, al de la madre, a los que dijo al oído las mismas palabras:
–Debo arrepentirme de lo que he hecho... ¿Acaso crié una flor tan bonita para entregársela a un vejestorio amasador de dinero, que al final la encerrará en una jaula, donde ni siquiera la permitirá recibir los rayos del sol? Si consintiera esta infamia, ¿no merecería ir de cabeza al infierno? ¡¡¡Qué miserable soy!!!
Los dos creyeron que acababan de escuchar a su propia conciencia, por este motivo comenzaron a temblar igual que unas hojas azotadas por el viento. Mientras tanto, Leandro estaba hablando a la oreja del viejo carcamal:
–¿Tanto dinero poseo para comprar a una niña que podía ser mi nieta? ¿Se han construido paredes capaces de encerrar a una enamorada cuando está deseando escapar? ¿Qué satisfacción voy a obtener comprando a quien nunca va a entregarme su amor? ¡Lo mío puede considerarse un secuestro!
Por medio de estas frases, junto a otras más, Leandro consiguió que el avaro y los padres de la joven se enzarzaran en una tremenda discusión. Hasta que decidieron romper el trato establecido. Un buen momento para ir en busca del enamorado, el cual llegó al castillo. Y en la iglesia mayor, dos días más tarde, pudo contraer matrimonio con su amada. Como podemos comprender, Leandro ocupó el banco de los invitados más importantes, ya que los dichosos esposos reconocieron que sin su ayuda hubieran sido unas desgraciados.
El Príncipe duende prosiguió su viaje tres días después. Y como en la primera ciudad donde se detuvo le sorprendió que todas sus gentes fueran tan hermosas, quiso conocer la causa. De momento, observó que el oficio más practicado era el amor. Y puede decirse que quien no contaba con una pareja se veía señalado por los demás, al considerarlo una persona ridícula.
Dado que Leandro ya era visible, decidió cortejar a una dama bellísima llamada Rubilinda. No obstante, por más que hablaba con ella y la obsequiaba con pequeños objetos, no pudo lograr que venciera un extraño ensimismamiento, ni conseguir otra cosa que unas quejas cargadas de enojo y frialdad.
Al imaginar a qué obedecían aquellas reacciones, mientras la joven parecía estar siguiendo el vuelo de unas golondrinas, le colocó una de las margaritas sobre la piel del cuello. Y la flor perdió, de pronto, todo su esplendor, quedando mustia y sin color. Esto dejó claro que Rubilinda amaba a otro hombre.
En seguida sintió curiosidad por saber quién sería el afortunado. Se puso el sombrero rojo y, siendo invisible, se quedó en el balcón del dormitorio de la bella. A eso de la medianoche, pudo observar cómo se detenía en la calle un músico extravagante, cuya catadura era la propia de un delincuente.
Este individuo entonó varias canciones, la mayoría dedicadas a la hermosa. Sin embargo, todas ellas resultaban horribles. Una opinión que no debía compartir Rubilinda, si tenemos en cuenta su aire de arrobamiento.
Sospechó Leandro que allí estaba sucediendo algo raro, pues su rival le parecía una insignificancia en todos los conceptos, especialmente al compararlo con ella. Y como el mal músico se hallaba sentado a horcajadas en la balaustrada, sólo debió propinarle un ligero golpe para arrojarlo al jardín. Al no haber mucha altura, sufrió pocos daños, excepto que perdió todos los escasos dientes que le quedaban.
Superado este contratiempo, el Príncipe duende abandonó la ciudad, no queriendo saber nada más de una bella que parecía majareta, al estar enamorada de un adefesio, cuando todas sus paisanas los elegían más perfectos y hábiles.
Afortunadamente, la siguiente aventura fue a resultar la más grata de todas.
Leandro acababa de entrar en un bosque, cuando se vio sorprendido por los gritos desesperados de alguien que, al parecer, estaba siendo víctima de una agresión. Buscó por las cercanías, hasta que pudo ver a cuatro gigantones bien armados, que estaban llevándose a la fuerza a una chiquilla que no tendría más de catorce años.
Sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, nuestro héroe espoleó su caballo y se lanzó en medio del grupo.
–¿Qué mal os ha podido causar esta joven para que la estéis dando el trato que merecería una esclava rebelde? –gritó en el momento que los tuvo a ambos lados de su montura.
–¡Vete al infierno, entrometido! –replicó el que parecía ser el jefe de la banda–. ¿Cómo te atreves a meterte en un asunto que no conoces? ¡Lárgate de aquí!
–¡Os conmino a que la soltéis ahora mismo! –ordenó el Príncipe duende.
–¡De acuerdo! ¡Estábamos aguardando que tú aparecieses para mostrarnos piadosos! –ironizó otro de los hombrones, al mismo tiempo que soltaba unas estruendosas carcajadas de acompañamiento.
Leandro se sintió tan enojado que descabalgó de un brinco. Pero ya se había puesto el sombrero rojo. Y dado que era invisible, continuó estando en medio de los gigantones, los cuales se mostraban desconcertados al haberse quedado sin ver al entrometido. Cuya desaparición no comprendían.
–Estaba tan asustado que ha debido escapar con la velocidad de un relámpago –intentó explicar otro de los sorprendidos–. Dejemos de preocupamos de lo que ha sucedido ante nuestros ojos. Nos ha entregado su cabalgadura, por la que nos pagarán un buen montón de monedas.
Tres de ellos se cuidaron del caballo, mientras el cuarto se encargaba de atar a la chiquilla. Sin embargo, Crines Grises era un animal muy inteligente, por eso no se dejó apresar fácilmente. Además, volvió medio locos a sus perseguidores al galopar en zigzag, en círculos o yendo de un lado a otro, siempre ocultándose detrás de los árboles como si estuviera jugando al escondite.
La mejor ocasión para que Leandro pudiese atacar al vigilante de la jovencita. Lo hizo con tanta rapidez, que el anonadado enemigo se vio atado a un tronco en un periquete. Y creemos que aún continúa preguntándose cómo sucedió, al no haber podido ver en ningún momento a su agresor.
Pero como no se mantuvo callado, ya que al superar la sorpresa comenzó a gritar como un loco, apareció otro de los secuestradores. Y éste comenzó a insultarle por haberse dejado vencer, en lugar de desatarle. Estamos convencidos de que hubiese terminado golpeándole, de no haberse cuidado el Príncipe duende de atarle a otro árbol.
Al verse libre, la chiquilla echó a correr. Seguro que pensaba en la asombrosa ayuda recibida, debido a que había visto moverse las cuerdas solas y caer a sus dos enemigos sin poder comprender cómo estaban siendo reducidos.
Leandro la siguió de inmediato, después de haber silbado tres veces para que acudiera Crines Grises. Y éste llegó a su lado, no sin antes haber propinado varias coces a sus perseguidores. Los resultados de tan eficaz agresión fueron una cabeza magullada y tres costillas partidas.
El Príncipe duende ayudó a la jovencita cogiéndola en carrera. Y como pesaba poco, la sentó con él en la silla de montar. Claro que ella se quedó estupefacta, al haber sentido la sujeción de un brazo fuerte, pero sin poder ver al dueño del mismo, así como tampoco logró contemplar al jinete invisible, cuyo cuerpo estaba notando pegado al suyo.
El problema se resolvió en el momento que Leandro se quitó el sombrero rojo, ya que se hizo visible. Y la chiquilla, que se llamaba Frutina, dijo que antes debía contar su historia, ya que seguramente interesaría mucho a su salvador.
* * *
Hace años un hada tuvo la ocurrencia de casarse con un príncipe fascinante, dejándose llevar por un amor carnal que le llevó a olvidar que le estaba prohibido unirse a un ser humano. Sin embargo, cuando intentó cumplir el papel de esposa, se fue a encontrar con que su marido era demasiado cruel. Intentó corregirle con sus consejos, al no poder servirse de sus poderes mágicos.
Cuando se convenció de su gran error, pues era imposible cambiar el comportamiento de su esposo, decidió recluirse en una isla, a la que ella misma dio el nombre de los Goces. No obstante, prohibió que allí pudieran habitar los hombres. Un ejército de mujeres amazonas se encargó de que se respetara esta orden.
Olvidaba contaros que del matrimonio entre el hada y el príncipe había nacido una niña. Ésta fue educada de una forma normal, excepto que se la convenció de que la felicidad sólo se podía obtener evitando hablar con un hombre. En el momento que la hija llegó a los doce años, fue dejada en la Isla de los Goces para que la gobernase como una princesa, mientras su madre regresaba al reino de las hadas.
Durante dos años la vida allí transcurrió normalmente, hasta que se produjo un gran error, tan imprevisto como muchos otros. La princesa se había acostumbrado a bañarse en los límites de la isla, confiada porque nunca había visto ningún hombre al otro lado del gran lago. Sin embargo, una mañana llegó demasiado cerca de la orilla peligrosa, donde se encontraba un ser horrible: el príncipe Iracundo.
Este se enamoró tan locamente de la nadadora, que al llegar a su castillo ordenó a cuatro de sus más crueles sicarios que marcharan a aquella orilla, frente a la Isla de los Gozos, donde debían secuestrarla. Los canallas pretendieron cumplir el mandato al pie de la regla; sin embargo, no pudieron conseguirlo al ser rechazados por las amazonas que defendían la isla.
Lo peor sucedió cuando yo, que me llamo Frutina y estaba al cuidado de los pájaros de la princesa, dejé que se escapara un lorito. Como todas lo querían mucho, corrí detrás de él temiendo que me regañasen. Pero mi persecución fue tan alocada, que no sólo abandoné la isla, sino que me lancé al agua y llegué a la orilla peligrosa. Allí me apresaron los cuatro gigantones, de los que vos acabáis de salvarme.
* * *
–Nunca me ha gustado abusar de las personas a las que socorro –dijo Leandro–; pero desearía que me ayudases a visitar la Isla de los Goces.
–¡Es imposible! –exclamó Frutina–. Si todos los hombres fueran como vos, yo sería la primera en solicitar que se rompiera la prohibición, aunque sólo fuera por una única vez. Pero de los cinco hombres que he conocido, sólo uno de ellos ha resultado bondadoso. Son más los malos. Creo que no se debe romper la tradición.
Como mientras hablaban habían llegado a la orilla del lago, ella se cuidó de abandonar el caballo saltando graciosamente al suelo.
–Adiós, caballero –se despidió, a la vez que efectuaba una reverencia–. Deseo tanta felicidad para vos que toda la tierra que piséis sea como la Isla de los Goces. Ahora conviene que os marchéis. Temo que las amazonas disparen sus flechas contra vos en el caso de que siguierais por aquí.
Leandro aparentó que había sido convencido. Se despidió de Frutina y, en seguida, llevando de las bridas a Crines Grises lo dejó en un bosque próximo. Pero lo ató de tal manera que pudiera pacer en el mayor espacio de terreno.
Al momento se colocó el sombrero rojo. Y al volverse invisible, le fue suficiente con desear encontrarse en la isla, para aparecer en el corazón de la misma. Pronto comprobó que era el lugar más hermoso del mundo. El palacio había sido construido de oro puro, lo rodeaban infinidad de estatuas de cristal y piedras preciosas, las cuales representaban todas las conquistas de las ciencias y las artes, junto a los océanos, los peces, la tierra y su fauna...
«Frutina no exageró al hablar de los prodigios que aquí se guardan», susurró el Príncipe duende.
Entró en aquella impresionante mansión. Si por fuera había resultado bellísima, en su interior apareció superior en todos los sentidos. A cada paso que daba iba encontrando motivos fascinantes, que le dejaban paralizado por el asombro que siempre origina lo sublime. Esto supuso que le costara ir avanzando.
Atravesó diferentes salas, todas ellas adornadas lujosamente con un gusto exquisito. En cada una encontró un numeroso grupo de chiquillas a cual más bonita. Sin embargo, ninguna de ellas podía compararse en lo físico, y acaso en lo espiritual, con la princesa. Al verla Leandro se sintió hechizado de amor.
Ella se encontraba sentada en un trono labrado en una gigantesca perla, cuyo respaldo lo componía una concha colosal de gran esplendor. Rodeaban el trono unas deslumbrantes guirnaldas compuestas de piedras preciosas.
Al mismo tiempo que Leandro estaba contemplando a la princesa, ésta se interesaba por Frutina, a la que llevaba muchas horas sin ver. Sus damas le contestaron que la habían buscado por todas partes, sin encontrarla.
El Príncipe duende no quiso desaprovechar la ocasión que se le ofrecía. Como era invisible, imitó la vocecilla de uno de los loritos para hablar de esta manera:
–Deliciosa princesa, vuestra servidora Frutina tardará poco en regresar. Ha sufrido el peligro de ser raptada, pero la salvó un valeroso príncipe.
La soberana de la isla y sus acompañantes quedaron asombradas ante lo que acababan de escuchar. Sobre todo por la oportuna intervención del ave parlanchina. Así lo puso de manifiesto la princesa; y, acto seguido, Leandro continuó imitando al lorito para decir que era capaz de estar hablando todo el día, especialmente si recibía el agradecimiento de su soberana.
En aquel preciso momento apareció Frutina. Se arrodilló a los pies de su joven señora. En esta postura contó la aventura que acababa de vivir, sin olvidarse de incluir la intervención de Leandro, del cual realizó una descripción muy favorable en todos los sentidos.
Aunque le estuviera prohibido, la princesa fue incapaz de evitar una serie de preguntas sobre el desconocido que había salvado a una de sus servidoras. Bien es cierto que intentó no mostrarse demasiado interesada, aunque sus ojos estuvieran diciendo todo lo contrario.
Esto llenó de satisfacción al Príncipe duende. Y bastante envanecido, no dejó de seguir a su amada por todos los lugares, con la intención de escuchar las preguntas que formulaba sobre el misterioso salvador y las respuestas apasionadas de Frutina.
Muy dichoso al estar consiguiendo vivir bajo el mismo techo que la princesa, el invisible héroe llegó a comer en la misma mesa que ella. Claro que lo hizo junto al garito predilecto, al que se permitía compartir plato y mantel con las damas de honor. Como se le servía el mismo menú, sólo debió cuidarse de vaciar el plato mientras el minino era abrazado por alguna de las mujeres. Después alguien se cuidaba de llenarlo, sin preguntarse cómo aquel día el animal tenía un apetito cuatro veces superior al habitual.
Leandro terminó convirtiéndose en la sombra de la princesa, gracias a su poder de hacerse invisible. De esta manera pudo satisfacer cada uno de los caprichos que oía. Por ejemplo, cuando ella quiso conocer unos monitos que Frutina había podido ver en la orilla peligrosa, mientras era llevada por los cuatro raptores, él se cuidó de complacerla.
Sin importarle dejar la Isla de los Goces, buscó por las copas de los árboles, hasta dar caza a tres micos. En seguida los llevó al palacio de la princesa, sin dejarse ver. También dejó otros regalos. Como se puede entender, ella quedó sorprendida al ver satisfechos sus deseos. Pero al ser hija de un hada creía en las casualidades y en la posibilidad de que las cosas sucedieran caprichosamente.
Al final, Leandro quiso que su amada le conociera, aunque sólo fuera por medio de una pintura. Ya sabemos que era un maestro en el arte del óleo, la acuarela y las otras técnicas. Con el simple hecho de sentarse frente a un espejo, pudo realizar su retrato.
Más complicado fue pintar a la princesa, ya que debió esconderse detrás de una gran cortina, con el riesgo de que se descubriera el movimiento continuo de ésta al tener que asomar la cabeza para ir captando los detalles del vestido y de los adornos. No ocurrió lo mismo con el rostro, ya que lo tenía tan dentro de su mente que pudo reproducirlo sin observarlo de nuevo.
Completó el cuadro colocándose él de rodillas, mientras mostraba en su mano derecha un óvalo con el rostro de la princesa, a la vez que en la izquierda llevaba un pergamino en el que se podía leer:
Cuando la princesa entró en su dormitorio y vio el extraordinario cuadro se quedó sin habla... «¿De dónde ha podido surgir esta pintura en la que aparezco yo junto a un hombre desconocido?», se dijo algo asustada. Al no tener una respuesta lógica, se dejó llevar por las cavilaciones más descabelladas.
Nada más sobreponerse, había llegado a la conclusión de que allí no estaba sucediendo nada asombroso, debido a que tenía ante ella un regalo de Frutina. Lo más posible era que ésta hubiese traído la pintura cuando volvió de la orilla peligrosa.
En seguida pidió que le trajeran a la servidora. Pero con ésta entró el invisible Leandro, ya que no quería perderse ni un solo detalle de lo que iba a suceder.
–Fíjate bien en este cuadro, amiga mía –aconsejó la soberana de la Isla de los Goces–, porque creo que tus raptores te hicieron perder la memoria... ¿Cómo pudiste olvidar que lo traías contigo y, después, para darme una sorpresa lo has dejado en mi alcoba?
–¡Oh, mi señora! –gritó la asombrada Frutina–. ¡Es la más exacta imagen de mi salvador! ¡Le recuerdo perfectamente! ¿Pero cómo aparecéis vos en la pintura? ¡Ay..., que ahora caigo que estáis creída de que he sido yo quien la ha traído aquí! ¡No, no es cierto! ¡Es la primera vez que la veo... Os lo juro, mi amada señora!
–Te creo, te creo... Entonces, ¿cómo ha podido llegar a mis aposentos?
–No lo sé... Su excelencia sabe que soy una negada para el dibujo... Además aquí nunca ha habido un hombre... ¡Pero mi salvador aparece junto a vos! ¡Algo que considero increíble!
–Debo reconocer que comienzo a sentirme muy asustada, amiga. Se diría que un demonio lo hubiese traído.
–¿Permitís que os dé un consejo, mi señora? –preguntó la aterrorizada Frutina–. ¡Todo lo endemoniado debe ser pasto de las llamas! ¡El fuego liberará a la isla del maleficio!
–Si hiciera caso de tus consejos perderíamos una pintura excepcional –se lamentó la princesa–. ¡Hubiese quedado tan bien en la pared central de mi gabinete!
Pero la impulsiva servidora mantuvo la misma idea, al estar convencida de que debía quemarse una obra diabólica como aquella. Y al contar con la autorización de la princesa corrió hasta el jardín, donde encendió una gran fogata.
Como hemos de entender, Leandro no se hallaba dispuesto a quemar su obra. Aprovechando que su amada se hallaba en el balcón, mirando hacia las primeras llamas, procuró llevarse el cuadro, para ocultarlo en un lugar seguro.
La sorpresa que se llevaron las dos jóvenes al comprobar la desaparición de la pintura fue morrocotuda. Y ante un desenlace tan inusitado, su miedo se incrementó al máximo.
Claro que se encontraban en la Isla de los Goces, donde los malos pensamientos terminaban por desaparecer mucho antes que en otras partes.
Mientras tanto, el Príncipe duende se sentía tan orgulloso por lo conseguido con el cuadro, al haber introducido su imagen en la mente de la princesa, que se dispuso a regalarla con algo muy importante. En seguida se le presentó la oportunidad al escucharla que le encantaría poder saber cómo vestían las damas de todos los reinos del mundo.
Esto sirvió para que Leandro se pusiera en acción. Como era un duende, el recorrido por los principales palacios de tres continentes le resultó tan sencillo como trasladarse de una habitación a otra dentro de una misma casa. Así entró en los vestuarios de unos palacios situados en China, Japón, Bagdad, Estambul, Viena, Estocolmo y otros más. De esta manera consiguió reunir las prendas más exóticas, deslumbrantes y valiosas, cada una de ellas digna de la princesa más exigente.
Y como no era un ladrón, dejó en cada uno de los lugares visitados unas monedas de oro como pago, ya que al utilizar una de las margaritas que le entregase el hada Gentil pudo obtener este dinero.
Al ser un duende tampoco le pesaba la carga, ni aunque hubiese llevado una montaña encima. De esta manera a su regreso al palacio de la Isla de los Goces, llenó la habitación con los baúles en los que se guardaban los vestidos.
Muy sencillo resulta suponer el estupor de la princesa al encontrarse ante aquel tesoro. Empujada por la curiosidad, contempló las fastuosas prendas que allí le habían traído. Inmersa en una sensación de agobio, al no poder explicarse aquel misterioso regalo, comentó mirando a Frutina, que estaba a su lado:
–Desde hace algún tiempo me vienen ocurriendo las cosas más extraordinarias. Sólo necesito formular un deseo, para que a las pocas horas se haga realidad... A esto debo añadir que uno de mis loritos no repite las frases que ha oído, sino que habla como si razonara inteligentemente... Ayer mismo encontré un retrato mágico en mi dormitorio, en el que aparecía el hombre que te salvó de los secuestradores... ¡Y ahora tengo delante de mí los vestidos más lindos que haya podido ver en toda mi vida! ¿Acaso es un hada o un Demonio el que se esfuerza tanto al prestarme tan gratos servicios?
Al escuchar estas palabras, Leandro se encargó de escribir en una hojita de papel unas cuantas palabras. Después dejó caer el mensaje a los pies de la bella princesa. Y ésta leyó lo siguiente:
La soberana de la Isla de los Goces quedó tan enormemente asombrada con la nota, que terminó por obtener una falsa conclusión:
–Estoy convencida de que este ser invisible debe ser monstruoso, ya que muestra tanto miedo a dejarse ver.
–Me han contado, mi señora –recordó Frutina–, que los duendes están compuestos de aire y fuego, lo que les impide disponer de un cuerpo entero. Se mueven gracias a la inteligencia y al deseo.
–Creo que me quedaría más tranquila si las cosas fueran como tú dices, amiga –comentó la princesa–. Un admirador de esas características alteraría poco el sosiego de mi vida.
A Leandro le estaba haciendo muy feliz, todo lo que escuchaba, sin que se decidiera a quitarse el sombrero rojo para hacerse visible.
En aquellos momentos estaba sucediendo algo mucho más dramático. Dado que Iracundo seguía enamorado de la princesa de la Isla de los Goces, no dejaba de pensar en la historia que le había contado uno de sus esbirros, respecto a la forma como fueron reducidos por una fuerza misteriosa.
Al no asustarle demasiado los encantamientos, a pesar de que uno de ellos le había costado la pérdida de una oreja, se preocupó del ejército de amazonas. Esta era la barrera que debía superar, cuando se hallaba en las mejores condiciones para intentarlo. Acababan de fallecer sus padres, luego suyo era el trono. Por lo tanto podía reclutar a todos los hombres que necesitara. Así formó un ejército de dos mil guerreros, y se dispuso a conquistar por la fuerza a la princesa.
Días más tarde, al descubrir las amazonas la primera línea de las fuerzas enemigas, corrieron a informar a su soberana. Y a esta no le quedó más opción que recurrir a su madre, para lo cual mandó a Frutina como su emisaria.
Sin embargo, el hada se sentía demasiado enojada al saber que había un hombre en la Isla de los Goces. Ella había podido ver al Príncipe duende, debido a que ante sus poderes nadie resultaba invisible. Por este motivo despidió a Frutina con unos gritos:
–¡No recibirá ningún tipo de ayuda por mi parte! ¡Ella se ha metido en este problema, y deberá resolverlo por sus propios medios! ¡Ahora vete de mi vista, porque tú eres la responsable de que se haya roto la prohibición que yo impuse!
La servidora regresó al lado de su señora portando tan desagradables noticias. Y esto supuso que todas las jóvenes que habitaban la isla se sintieran desoladas. Porque se veían bajo el dominio de los jefes de ese poderoso ejército.
Claro que junto a ellas se encontraba el Príncipe duende, siempre invisible. Y al escuchar las palabras de Frutina, decidió actuar a su manera. Ya contaba con un plan, al conocer la inmensa codicia de Iracundo.
Gracias a su condición mágica, se transformó en una amazona. Y como desconocía el miedo, se atrevió a presentarse ante los guerreros, a los cuales dijo:
–Soy la embajadora de la princesa de la Isla de los Goces. Vengo a parlamentar con vuestro rey Iracundo.
En seguida se encontró delante del contrahecho, al que de buena gana le hubiese borrado la sonrisa de triunfo de un puñetazo. Sin embargo, prefirió comunicar lo que sigue:
–A mi señora le horroriza la guerra. Por eso se halla dispuesta a pagar todo lo que se le pida para firmar la paz. ¡Pero si su oferta fuera rechazada, estamos dispuestas a luchar hasta la muerte, si ello fuese necesario!
–Una proposición muy interesante –contestó el repulsivo monarca–. Tampoco a mí me gusta la violencia, aunque pretendía conquistar la isla para ofrecer mi protección a la princesa... ¡No obstante, si se me entregaran treinta carros llenos de monedas de oro, es posible que cambiara de idea!
Leandro no formuló la menor protesta, a pesar de parecerle desorbitado la oferta. Se limitó a pedir que se le entregaran los carros, ya que se cuidaría de llenarlos. Una vez se los proporcionaron, se cuidó de realizar la maniobra de carga en un lugar donde no pudiera ser visto. Gracias a una de las margaritas que le entregase el hada Gentil, obtuvo en pocos minutos todo lo que necesitaba.
La codicia de Iracundo se puso de manifiesto al subir a uno de los carros, para coger las monedas de oro y echárselas encima. Pero, desconfiado, se pasó todo el día comprobando si los carros estaban llenos de la misma mercancía, siempre en busca de alguna moneda falsa o de un metal diferente.
Porque al considerarse poseedor de una fortuna tan inmensa, no dejaba de pensar en la manera de romper su promesa. Y al no encontrar dónde agarrarse, descubrió sus verdaderas intenciones:
–Estoy pensando que no hay un tesoro en el mundo que se pueda equiparar a tu princesa. Invadiré vuestra isla mañana mismo. –De repente, se volvió hacia los guerreros que se hallaban cerca, y gritó con la mayor crueldad–. ¡Matad a esta amazona porque todas las monedas son falsas!
Sin embargo, cuando los armados pretendieron saltar sobre Leandro, éste ya se había puesto el sombrero rojo. Y sin ningún tipo de compasión, como quien aplasta a una cucaracha, alcanzó una afilada espada, agarró por los pelos a Iracundo y le decapitó. Justo castigo a tanta perversión.
A los pocos minutos dejó la cabeza a los pies de la asustada princesa, cuando ésta se hallaba paseando por los jardines del palacio creyendo que el ataque del ejército enemigo se produciría de un momento a otro. Y a la vez que contemplaba el horrible trofeo, escuchó una voz que le decía:
–Ya no debéis tener miedo, dulce soberana del paraíso. ¡Desde hoy tenéis mi promesa de que no habrá hombre malvado que se atreva a inquietar vuestros sueños!
–¡Es la voz de mi salvador! –exclamó Frutina, atónita–. ¡Mis oídos nunca la olvidarán!
–Si fuera cierto, he de entender que ese Príncipe duende que nos protege y el hombre que te salvó de los secuestradores son la misma persona –dedujo la soberana de la Isla de los Goces–. Si estáis cerca, caballero, ¡os suplico que me permitáis veros para mostraros mi gratitud!
Pero Leandro consideró que no era el momento más adecuado. Se limitó a decir:
–Debo realizar algunas cosas más antes de merecer ese honor, señora de mis sueños. Tened paciencia.
Al momento se alejó de los jardines, para volver al campamento. Pero lo hizo quitándose el sombrero rojo, luego ya era visible. Allí todos conocían la muerte de Iracundo. Por haberse producido de una forma tan misteriosa, al haber visto el cuchillo que lo decapitó pero no al verdugo, se pensó que había sido un castigo divino.
Ante la presencia de Leandro las gentes comenzaron a gritar:
–¡¡¡Viva nuestro nuevo rey!!!
Horas más tarde los nobles se reunieron para nombrarle su soberano en una ceremonia oficial. La primera decisión de Leandro fue la de repartir los treinta carros de monedas de oro entre las gentes que formaban el ejército. Esto despertó el entusiasmo general. Y la segunda consistió en ordenar que todos se alejaran de la orilla, hasta quedar a dos millas de distancia.
Nada más que fue obedecido, regresó a la Isla de los Goces. Ya era de noche y la princesa estaba acostada. No obstante, al recordar la voz del Príncipe duende le costaba conciliar el sueño. Esto le forzó a levantarse antes de que empezaran a clarear las primeras luces del amanecer.
Mientras recorría uno de los corredores del palacio, descubrió a un hombre tumbado en un diván. Era Leandro. La princesa le reconoció en seguida por el retrato y, luego, se dedicó a examinarlo... ¿Podía ser el mismo que tanto se había esforzado por complacerla en todos sus caprichos y, al final, había salvado la isla de la invasión?
Comenzó a sonreír, al empezar a sentirse atraída por su salvador. Y ya lo único que deseó fue que abriese los ojos, para mostrarle su agradecimiento... ¡y mucho más!
Súbitamente, surgió allí el hada, encolerizada al estar comprobando que su hija se había enamorado de un hombre:
–¡Te lo prohibí y me has desobedecido! ¡Mereces un castigo ejemplar!
–¿Cuál será, gran señora? ¿Acaso la muerte? ¡Porque sólo ésta borraría de mi cabeza y de mi corazón un sentimiento alimentado por la bondad de este hombre excepcional! ¿Es que vuestro rencor os ha dejado ciega para no ver que tenéis ante vos a quien le debo la vida..., lo mismo que se la deben mis damas y las amazonas? –exclamó la princesa, enfrentándose a su madre por vez primera.
–¡De acuerdo, muéstrale tu agradecimiento y que se vaya de aquí! ¡Pero borra ahora mismo de tu mente el deseo de casarte con él... Porque esa boda nunca se celebrará mientras yo esté viva!
Entonces apareció allí el hada Gentil, la protectora de Leandro. De su figura brotaban rayos tan deslumbrantes como el sol en agosto. Al momento abrazó a su hermana, la furiosa hada, y le dijo:
–Tu hija tiene razón, porque a Leandro, este hombre que permanece dormido en el diván, le conozco desde que me salvó cuando yo me había convertido en una serpiente al cumplir mis primeros cien años. Le debo la vida. Yo le proporcioné el poder de hacerse invisible y otros dones mágicos, a los que él ha dado la mejor utilidad... Por otra parte, no olvides que te ayudé a crear la Isla de los Goces, donde tu hija ha podido vivir en paz. Debes consentir la boda...
Tanto habló el hada Gentil, sin dejar de usar las palabras más convincentes, que la otra terminó por cambiar de opinión:
–De acuerdo... Reconozco que siempre se dan excepciones, y este hombre forma parte de una de ellas. Sería injusto que pagase mi viejo fracaso... ¡Autorizaré la boda, aunque yo he de ser una de las madrinas!
La ceremonia nupcial se celebró dos semanas más tarde. Resultó esplendorosa, digna de un rey y de una princesa. Las dos hadas fueron las madrinas. Asistió una representación de la nobleza y del pueblo. Los festejos duraron más de diez días, y todo se desarrolló con esa felicidad que es tan normal en el desenlace de un relato de duendes: no faltaron los golpes de magia y comicidad.
FIN