BAJO LA BOTA (Juan José Castillos)
Publicado en
diciembre 29, 2013
Corría el mes de agosto de 1973. Fernando trabajaba en el laboratorio de una empresa que giraba en el ramo de los productos plásticos.
La empresa había tenido problemas con el sindicato que agrupaba a sus empleados y obreros, pero todo estaba solucionado pues desde julio ya no había más sindicato.
Fernando no tenía una opinión política definida, más bien el tema le era indiferente, pero no podía dejar de percibir los cambios a su alrededor.
Por ejemplo, un nuevo empleado de la empresa, aparentemente un peón de limpieza, trabajaba muy poco pero se paseaba continuamente por todos lados, mirando y escuchando las conversaciones.
A veces entraba al laboratorio, sonriente y campechano, y con el pretexto de saludarnos e interesarse por cómo nos iban las cosas, escudriñaba cada papel que teníamos delante y abría como al descuido cajones de nuestros escritorios.
Intuíamos quien era en realidad, pero jamás nadie se animó a cuestionar su actitud o sus movimientos, inusuales en un verdadero peón de limpieza.
Casi al mismo tiempo, Martín, otro empleado, ingresó al laboratorio. Ostensiblemente como técnico, pero muy pronto descubrimos que sabía muy poco de las tareas que desempeñábamos.
Joven y entusiasta, trató de hacerse amigo de nosotros y pronto nos contó que había estudiado en la Escuela Militar, pero que no se había graduado.
Lo sorprendimos frecuentemente conversando con el supuesto peón de limpieza, pero rápidamente se separaban al ver que los estábamos mirando.
En una oportunidad, Martín nos preguntó si sabíamos que uno de los mecánicos de la empresa, un alemán, había combatido en la segunda guerra mundial.
Ante nuestra negativa, no carente de interés, prosiguió contándonos que el mecánico le había dicho que aún conservaba una daga de cuando siendo niño se había enrolado en la Juventud Hitleriana y que había traído consigo cuando vino a radicarse en Uruguay.
En la daga se podían leer las palabras “Blut und Ehre”, sangre y honor, consigna de la que todavía estaba orgulloso. Le había prometido mostrársela si algún día lo visitaba en su casa.
Nuestro nuevo compañero de tareas evidentemente admiraba al alemán, que debemos reconocer, era un buen mecánico, ya que jamás estuvimos más de unas pocas horas con algún desperfecto en los equipos de la empresa. Con el tiempo se hicieron buenos amigos.
Otros dos técnicos en el laboratorio eran María, una señora joven de origen italiano, quien unos años después volvió a su país con su familia, y Ruben, quien además de trabajar allí, estudiaba en la Facultad de Química.
Tanto María como Ruben no veían con buenos ojos lo que estaba pasando en el país en esos momentos, pero por temor a represalias, rara vez decían nada ante los reiterados grandes y tremebundos titulares que leíamos en la prensa afín al nuevo gobierno de facto.
Un día Ruben le mostró a Fernando, entre risas y gestos cómplices, un trozo de papel. Era un recorte del diario “El Popular” con una tira cómica en que una señora, aparentemente representando al país, llamada Patricia, dialogaba con un banquito en el que solía sentarse.
En esta ocasión, Patricia le comentaba al banquito: “¿Vio cuánto viento huracanado? ¿Vio cuántos árboles caídos? Pero por suerte, no hay viento que pueda derribar al bosque...”.
Hacía pocos días había habido una gran tormenta en Montevideo con vientos huracanados de más de 100 kilómetros por hora, pero para muchos uruguayos en esa época, el mensaje era otro y muy ajustado a la triste realidad del momento.
A Ruben le gustó tanto la tira cómica que fue al guardarropa y en el más oscuro rincón del mismo, detrás de los sacos y las camperas, lo pegó a la pared.
Pero al obviamente bien entrenado Martín no se le escapaba casi nada. Dos días después vieron la rutina del trabajo de laboratorio interrumpida por la entrada de Martín junto a cinco miembros del nuevo sindicato auspiciado por la empresa, quienes se dirigieron directamente al guardarropa, lo abrieron y por un buen rato murmuraron escandalizados ante la propaganda subversiva que allí se ocultaba.
Finalmente se fueron y entonces Ruben, muy asustado, corrió al guardarropa, arrancó la tira cómica, la rompió en innumerables pequeños pedazos y la tiró en la papelera.
Poco después volvió Martín, fue al guardarropa, vio que su descubrimiento había desaparecido y nos fulminó a todos con una mirada de sus ojos desorbitados por la cólera.
Ruben, ya más que asustado, atinó a balbucear: “Fui yo que rompí eso, como parecía ser algo malo...”.
Martín no dijo una palabra y salió del laboratorio. Dos horas después por el sistema de altoparlantes se llamó a Ruben a presentarse en la Gerencia.
Cuando volvió, mucho después, estaba pálido y no nos dijo una palabra ni ese día ni durante el resto de la semana.
Fue en esa época que Fernando tuvo un gesto totalmente inesperado en un tipo apolítico como era él.
Mucho tiempo antes había hablado con María de Italia y ella le había contado que su padre había luchado en las guerrillas antifascistas durante la guerra. Hasta le tarareó y le enseñó las primeras estrofas del himno de la juventud fascista, Giovinezza, que los socialistas parodiaban cambiándole la letra.
Un día, cuando Martín entró al laboratorio de mañana temprano, Fernando mientras trabajaba, comenzó a silbar repetidamente el comienzo de Giovinezza.
María tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reirse y Martín sólo atinó a mirarnos perplejo, sin tener la más mínima idea de qué era la música que el aparentemente inofensivo Fernando silbaba con tanto entusiasmo.
Cuando Martín salió a cumplir sus tenebrosas tareas, todos en el laboratorio estallamos en carcajadas, una catarsis que nos llevó a las lágrimas y en la que Ruben recobró parte de la compostura que poco tiempo antes había perdido.
A partir de ese momento, con mayor o menor discreción, esa música acompañó intermitentemente a Martín cada vez que visitaba el laboratorio. Jamás se enteró qué significaba, pues de lo contrario, habríamos pagado caro nuestro atrevimiento.
Fernando se acordó de los avisos que veía en la televisión en 1971, con imágenes terribles de largas filas de aterrados hombres, mujeres y niños marchando hacia campos de concentración, que decían iba a ocurrir, según el aviso, si cierto partido político ganaba las elecciones.
Bueno, por cierto que no las ganó, pero de cuán profético, después de todo, había resultado aquel aviso, podía dar testimonio él y muchos otros en aquel Uruguay de 1973.
Fin