Publicado en
noviembre 17, 2013
Al darse cuenta de que la vida se le escapaba, que los días se le hacían más cortos, Roberto quiso recuperar su juventud y decidió pilotar un avión. En los próximos meses casi no iba a la oficina, pasaba todo el día en sus clases, hasta que un día invitó a mi tía Eulogia a volar... con tan mala suerte, que se perdieron y tuvieron que hacer un aterrizaje forzoso en una isla...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Poco antes de cumplir medio siglo, Roberto empezó a sentir que la vida se le escapaba, los días se hacían más cortos, las mujeres pasaban por su lado sin mirarlo y hasta la tía Eulogia, su fiel Eulogia de siempre, le decía cosas como "por qué no te tiñes las cejas", "no me gusta nada que estés quedándote pelado", "y esa barriga que estás echando...".
Cuando le dijo que solo los viejos dormían con la boca abierta, comenzó a preocuparse. Tenía que hacer algo que le devolviera la juventud; quería volver a ser el hombre atrayente que fue, el tipo que las mujeres daban una vuelta en la calle para mirarlo. ¿Cuál es la cosa más juvenil que existe?, se preguntó, y la respuesta acudió a su mente como dictada por un ángel. "Pilotar un avión". Estupendo. Eso haría. Tomaría clases para pilotar un avión. El aire, volar como un ave, la sensación de libertad, todo eso le ayudaría a sentirse joven otra vez.
Esa noche se lo comunicó a Eulogia.
—¿Estás loco? Ya no tienes edad para esas cosas —dijo la tía Eulogia, cepillándose el cabello frente al espejo.
—Precisamente por eso lo hago, porque ya no tengo edad para esas cosas —dijo Roberto y le mostró el folleto de una escuela de aviación que estaba cerca.
Los próximos dos meses, Roberto prácticamente no fue a la oficina. Pasaba todo el día en sus clases, hasta que por fin, un domingo en la mañana, orgulloso, sintiéndose 20 años menor, invitó a la tía Eulogia a la pista de aterrizaje. Iba a despegar solo por primera vez. ¿Quería volar con él?
Mi tía echó un escapulario en la cartera ("lo único que falta es que nos destunguemos en ese avioncito"), se armó de valor y partió con él, rezando en silencio.
La despegada fue bastante suave, algo que animó a mi tía. El avioncito fue subiendo, subiendo, con toda dulzura, pasando entre las nubes como un pájaro blanco, en un viaje de placer.
—¿No estamos muy alto? —preguntó la tía Eulogia, súbitamente preocupada.
—¿No te parece maravilloso? —respondió Roberto, empujando un pedal que impulsó el avioncito aún más arriba.
—Oye, Roberto, no veo la tierra, es mejor que bajemos —dijo la tía Eulogia, sintiendo que su corazón empezaba a galopar de miedo.
—¡Somos libres, Eulogia! ¡Libres como cóndores! —gritaba Roberto, rejuvenecido y lleno de entusiasmo con el vuelo.
—Yo no quiero ser libre, quiero volver, ¡ya, Roberto! No seas perejiliento, aprieta algún botón para que bajemos —rogó la tía Eulogia.
—Pero, mujer, por Dios, qué falta de espíritu aventurero, ¿no te gusta andar por las nubes?
—¡No! Me carga —dijo la tía Eulogia, que a estas alturas estaba francamente nerviosa—. Más te hubiera valido seguir de viejo hasta la muerte, a quién se le ocurre hacer cosas de gente joven cuando está medio patuleco. Quiero volver.
—Está bien, mujer, no te alarmes —dijo Roberto, y bajó el manubrio y el avioncito empezó a descender. Pero por más que bajaba, la tierra no aparecía por ninguna parte. De pronto, la tía Eulogia dio un salto en el asiento que casi la lanza fuera del avión.
—¡Roberto! ¡Estamos volando sobre el mar! ¡Cuidado! Vas a estrellarte. ¡Sálvanos, Señor! Ay, Dios santo, ¿quién me mandó a hacerle caso a este firulauta? ¿Por qué no me quedé en la casa como toda persona sensata? ¡Cuidado!
Roberto hacía unos esfuerzos desesperados por enderezar el avión que iba en picada al mar. ¿Pero por qué al mar? Ellos salieron de la ciudad. El mar estaba a muchos kilómetros de distancia. No se lo explicaba. Lo cierto es que iban por encima del agua.
Una vez que logró enfilar el aparato hacia adelante, a lo lejos, vio una isla.
—Vamos a aterrizar en esa isla, Eulogia, no tengo ni la menor idea de dónde estamos, pero creo que en la isla estaremos más seguros.
La tía Eulogia se puso a llorar.
Diez minutos más tarde, el avioncito se posaba, con bastante estruendo y un ala medio quebrada, sobre la superficie llena de piedras y matorrales de un potrero. Mi tía se bajó de un salto. Roberto apagó el motor, y en ese momento un ruido sordo, seguido de una humareda, se extendió por todo el avión.
—¡Corre! —alcanzó a gritar Roberto, tomando a la tía Eulogia de la mano.
Corrieron como perseguidos por el diablo y cuando iban a 50 metros del avión, vino la explosión, seguida del incendio y al cabo de unos 5 minutos todo había terminado. Del avión no quedaba nada.
La isla era pequeñísima, perdida en medio de la inmensidad del océano. No había un alma y lo más probable es que jamás hubiera estado habitada. La recorrieron de punta a cabo recogiendo unos plátanos para comer y unas hojas para protegerse del frío de la noche.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —gimió Roberto, desesperado.
—Esperar a que nos vengan a buscar —dijo la tía Eulogia, cuya característica principal era sacar fuerzas de donde no tenía por qué haberlas.
—¿Y si no nos encuentran?
—Seguir esperando —dijo la tía Eulogia, pelando un plátano.
Dos horas más tarde, estaban donde mismo, comiendo otro plátano, mirando caer la noche.
—¿Y nuestros hijos? ¿Qué van a hacer sin nosotros?
—Tendrán que arreglárselas con la Domitila, lo mejor que puedan —dijo la tía Eulogia con serenidad.
—¡Pero todo el mundo va a creer que estamos muertos! —chilló Roberto, perdiendo la compostura.
—Mira, Roberto, tú fuiste el perejiliento que tuvo la estúpida idea de voler a ser joven y pilotar un avión, así que ahora hay que asumir las consecuencias. Si todos creen que estamos muertos, está bien, después tendrán que creer que resucitamos —concluyó con esa lógica implacable que heredó de mi abuela.
—Oye, Eulogia, aquí no hay tele —dijo Roberto, después.
—Por supuesto que no hay, querido. Estamos donde el diablo perdió el poncho —comentó la tía Eulogia, picando con su lima de uñas una hoja que esperaba no fuera venenosa.
—¿Y qué vamos a hacer sin la tele? —preguntó Roberto, dándole un manotazo a un cangrejo que iba subiendo por su muslo derecho.
—Hablar —dijo la tía Eulogia.
—¿Hablar? —preguntó sorprendido.
Pasaron la noche en vela. Para la cena, la tía Eulogia le sirvió la ensalada de hierba picada con su lima y aliñada con unas rodajitas de plátano y una raíz picante que sacó de cerca de un tronco. Y Roberto se esmeró en hacer fuego con dos piedras y asó un par de cangrejos.
—Esto está delicioso, Eulogia —dijo Roberto, comiendo con gusto.
Luego le preguntó si siempre le había gustado la cocina.
—Siempre —dijo la tía Eulogia y le contó el secreto de un buen arroz graneado. Roberto, a su vez, le dijo que cuando chico quería ser pianista y se puso a tararear una canción de Schumann, que le había enseñado su abuela.
La tía Eulogia le alabó el buen oído.
Luego estuvieron escuchando el silencio de las estrellas y los murmullos del mar.
El primer mes se dedicaron a solucionar su problema de vivienda. Construyeron una casita con lianas y hojas. Y a mediados del segundo mes, olvidados completamente de su vida de antes, la tía Eulogia y Roberto se habían convertido en dos aborígenes de esa isla sin nombre, comiendo raíces, pescando con un palo, hablando de sus viejos sueños de la infancia y dibujando S.O.S. en la arena por si alguna vez pasaba un avión.
Una noche Roberto se puso romántico.
—Quiero tener un hijo de esta nueva etapa de nuestras vidas. Un isleño.
—¿Un hijo? —preguntó la tía Eulogia.
—¿Y por qué no? Y se metieron en una cueva y allí estuvieron un par de horas amándose como hacía siglos que no se amaban.
Al tercer mes apareció un avión en el horizonte y Roberto se lanzó a la playa con su chaqueta y se puso a hacer señas como loco. Los vieron. Y al poco rato el avión aterrizaba en el mismo potrero donde ellos lo hicieron antes.
—Los hemos buscado por todo el mundo —dijo el piloto—. Gracias a Dios que están vivos. Suban, suban. Me imagino que no tienen nada que llevar. Vamos.
—Está muy equivocado. Tenemos muchas cosas que llevarnos de esta isla. Y además, no me voy.
—¿Qué? ¿No quieres irte. Eulogia? —preguntó Roberto.
—No —dijo mi tía—, aquí he sido más feliz que en ninguna otra parte. Yo ni sabía que cuando chico querías ser músico. Y tú nunca habías encontrado bueno nada de lo que yo guisara...
El piloto miró a Roberto sorprendido, y luego miró a mi tía.
—¿Qué hago? Ustedes dirán.
—Váyase y vuelva en dos semanas —dijo Roberto—. Necesitamos más tiempo para nosotros, para descubrir ciertas cosas... ¿Lo entiende?
El piloto escribió un informe diciendo que había encontrado a un par de locos en un islote abandonado, y partió.
Esa noche, Roberto se sintió joven por primera vez en su vida. Y cuando la tía Eulogia le guiñó un ojo, se sintió, por primera vez en un mucho tiempo, feliz.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ENERO 06 DEL 2004