Publicado en
noviembre 17, 2013
Sólo su madre sabía que detrás de su discapacidad se escondía un don excepcional.
Por Bill Clements.
INFORMACIÓN de la ART. Me llamo Stanford, ¿en qué puedo servirle?
—¿Me hace favor de decirme cómo llegar a la calle North Wells número 445 desde la esquina de Lake y Pulaski? —pregunta una mujer con voz nerviosa y cansada.
—Sí, un momento, por favor.
Es sábado por la mañana y Stanford James atiende el mostrador de información de la Administración Regional de Transporte de Chicago (ART), provisto de un teléfono de diadema. Tras consultar su computadora, rechaza la ruta propuesta.
—Son demasiadas calles para ir a pie —le explica a un observador—. Hay que proponerle otro camino a esta persona. A veces tengo que usar la imaginación.
Aunque la computadora le proporciona más datos, él debe llenar las lagunas. Finalmente le da a la señora instrucciones precisas para llegar a su destino.
—¡Gracias! —dice ella, aliviada—. ¡Que tenga buen día!
—Usted también, y gracias por llamar a la ART.
A QUIEN oyera esta conversación sin duda le sorprendería saber que Stanford, de 24 años, es autista. Más aún, si no fuera por esta enfermedad misteriosa y a veces incapacitante, acaso no trabajaría aquí.
El autismo es un trastorno mental que afecta la forma en que el individuo reacciona ante la información que recibe del exterior: puede hacerlo de manera excesiva o insuficiente. Sin embargo, como otros autistas talentosos, Stanford tiene un don extraordinario: una memoria visual única, que ha dedicado desde niño a los trenes y a los mapas.
"Cuando era pequeño", cuenta su madre, Dorothy, de 44 años, "se quedaba pegado a la ventana viendo pasar los trenes elevados. No sé qué efecto tenían en él, pero sí que le encantaban".
Cuando era niño solamente pedía una cosa: "Le suplicaba a mi mamá que me llevara a pasear en tren", recuerda.
"Me hacía recorrer toda la ruta de ida y vuelta", cuenta su madre riendo. "Hasta los maquinistas nos conocían. 'De paseo con Stanford, ¿eh?', me decían". Él asiente con la cabeza.
Dorothy notó muy pronto que Stanford, el segundo de sus cinco hijos, era distinto: hablaba poco y era retraído; lo único que le interesaba eran los trenes.
En ese entonces ella era joven y pobre, pero intuía cómo ayudarlo. "Al ver que en la escuela del barrio no lo sacaban adelante", cuenta, "armé un alboroto hasta que lo cambiaron a una mejor". Allí le diagnosticaron el autismo y le proporcionaron la ayuda que necesitaba.
Stanford pudo así llegar hasta la Escuela de Enseñanza Media John F. Kennedy, donde, gracias a la educación especial que le brindaron, se graduó en el lugar 47 de un total de 275 alumnos. "Cuando le dieron el diploma me eché a llorar y nadie podía contenerme", relata Dorothy.
El apoyo familiar se considera vital para que un autista salga adelante. Si Stanford tiene en la cabeza el mapa de todo el sistema de transporte de Chicago, es gracias en gran medida a que Dorothy alentó su obsesión por los mapas y los trenes.
Tal para cual– Stanford y su madre, a la que también le encantaba viajar en tren.
Desde hace cinco años Stanford es empleado de servicio al cliente de la ART, y en una jornada normal atiende hasta 200 llamadas.
"Primero me concentro y estudio el mapa hasta que se me ocurre una idea", explica. "Luego me felicito en mi imaginación y me digo: '¡Bravo, Stanford, eres el mejor y puedes lograr lo que sea!'"
En 1997 atendió más llamadas que sus compañeros, lo que le valió que lo designaran Empleado del Año. No vacila en hablar de este logro y ya está pensando en repetirlo. "Creo que voy muy bien este año. Aprecio a mis compañeros y supervisores, y ellos me quieren a mí".
No es difícil dar con admiradores de Stanford. Por ejemplo, Michael Webb, supervisor de servicio telefónico al cliente, de la ART, opina: "Stanford es sobresaliente en este trabajo. Además, llega con una sonrisa, así se queda todo el día y así se va a casa. Quisiera tener un centenar de empleados como él; no necesitaría a nadie más".
Pese a su excelente desempeño laboral, el autismo le complica la vida en muchos aspectos. Es el mayor sostén económico de la familia (gracias a su sueldo pudieron irse de un peligroso conjunto multifamiliar), pero no puede administrar su dinero, y aunque lleva el mapa de Chicago en la mente, hasta el año pasado no sabía rasurarse. "No te aflijas, ya aprenderás", le decía su madre al enseñarle.
Dorothy procura repetirle o replantearle las preguntas a Stanford de manera que las entienda, o bien, darle tiempo para que las asimile. En cuanto a él, a veces dice de improviso "Adoro a mi mamá y sé que ella me adora a mí". Quizá suene un tanto fuera de lugar o tibio, pero la emoción salta a la vista.
"A veces las cosas son difíciles, y así se lo diría a quien tenga un hijo autista", advierte Dorothy, "pero si se persevera es posible llegar muy lejos... Tener a Stanford me hizo comprender que nadie es perfecto; me hizo ver la vida de otra manera y me volvió más amorosa".
Luego dirige los ojos a Stanford, que le devuelve la mirada con gesto sereno. "No lo cambiaría por nadie en el mundo. Por nadie". Acariciando la rodilla del joven, agrega: "No sería mala idea que nos trajeran un par de mecedoras y que las colocaran en algún porche, porque vamos a seguir juntos hasta el final".
© 2000 POR BILL CLEMENTS. CONDENSADO DEL SUPLEMENTO DOMINICAL DEL CHICAGO TRIBUNE (II-VI-2000), DE CHICAGO, ILLINOIS.
FOTOS: © JEFF SCIORTINO.