Publicado en
octubre 19, 2013
Mi tía Eulogia sentía que su vida era gris. "Eulogita come leyendo sus `e-mails' ; Robertito come mirando el fútbol, y Roberto come navegando por Internet", le dijo al terapeuta cuando fue a verlo, desesperada porque ya no se comunicaba con su familia.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Cuando se entraba en la casa de la tía Eulogia solo se escuchaba un lejano murmullo de voces desconocidas. Como si la casa estuviera llena de fantasmas. Pero no se veía a ninguno de los habitantes, nadie salía a decirte: "Hola, qué bueno que viniste". Eulogita se encontraba encerrada en su dormitorio frente a la computadora. Roberto en el escritorio frente a la suya. Robertito en la sala de televisión navegando por Internet. La Rosalina en la pieza de planchar con su televisor encendido.
Cada vez que mi tía entraba le parecía que se había equivocado de lugar. Echaba de menos las risotadas de la Domitila, sus carreras para recibir la leche, y los boleros de Cuco Sánchez que cantaba a voz en cuello, con la radio a todo dar. Echaba de menos el sonido de la aspiradora, los gritos de sus niños jugando a la pelota, las discusiones de Roberto con sus socios por teléfono... ¿Qué le había pasado al mundo? ¿Por qué las casas se habían convertido en esos lugares silenciosos, casi abandonados, sin más risas, ni carreras, ni gente haciendo negocios por teléfono? ¿Y las pobres familias? ¿Dónde había quedado la comunicación?
Lo cierto es que desde que la Domi se casó con el granjero de Iowa, y los abandonó, la familia de mi tía pasó a ser una familia disfuncional cualquiera. Ya no almorzaban juntos, ya no cenaban juntos, los habitantes de la casa vivían ensimismados, cada uno frente a una pantalla.
Pero eso no era todo. Lo peor fue que desde que a Roberto se le metió en la cabeza que estaba enamorado de la crespa de la tintorería, ya no veía a la flaca de la esquina. Así que mi tía pasaba sola y no tenía con quién competir. La crespa no le servía para la competencia, pues padecía de celos patológicos, pero el foco de sus celos era la flaca, no mi tía Eulogia, algo que la ofendía profundamente. ¿Por qué esa crespa desarticulada no le tenía celos a ella? ¿Acaso ella no merecía que alguien le tuviera celos? ¿Por qué era siempre ella la que tenía que estar celosa de la otra? Ya era suficientemente espantoso que el marido se enamorara de otra como mujer para que la otra ni siquiera sintiera celos de ella. ¡El colmo de la mala suerte! La cosa es que pasaba el día dando vueltas en torno a estos dilemas, con una vida cada vez más gris y un futuro cada vez menos alentador.
—Anda a ver a un terapeuta —le dijo una de sus hermanas.
—¿Y qué le voy a decir?
—Que tienes ganas de morirte, que no duermes, que la crespa ni siquiera te tiene celos, que tu familia pasa la vida frente a una pantalla...
Este último argumento la convenció. Tomó turno con el doctor Perales.
Perales era un hombre altísimo (un metro ochenta), con un bigotito como el de Hitler y un tic en el ojo derecho.
—¿En qué puedo servirla, señora?
Mi tía se sintió como en un restaurante y lo miró con desconfianza.
—Tengo problemas con mi vida —le dijo, pensando que con este tipo lo mejor era ir directamente al grano.
—Todo el mundo tiene problemas con su vida, de eso se trata la vida —dijo el doctor Perales.
—Ya lo sé, pero en mi caso no son problemas menores, y lo más importante es que no sé cómo lidiar con ellos.
—Nadie sabe cómo lidiar con sus problemas, si supieran, no existirían los problemas —dijo Perales, encendiendo un puro— para eso estamos nosotros.
—Bueno, así será... En mi caso mi mayor problema son esas pantallas.
—¿Cuáles pantallas?
—La televisión y la computadora. Mi familia pasa frente a esas pantallas y vivimos completamente incomunicados. Yo podría estar en Buenos Aires y nadie se daría cuenta, ¿me entiende? Mi hija come mirando su e-mail, mi hijo come mirando el fútbol, mi marido come navegando por Internet y Rosalina come mirando la teleserie.
—¿Y usted?
—En el comedor, sola como un asteroide —confesó mi tía, y una lágrima le rodó mejilla abajo.
—Desenchufe todo —dijo Perales, aspirando el humo.
—¿Que desenchufe todo? ¿Está loco? Me matan si los privo de sus "drogas".
—Bueno, no sea tan literal. Me refiero a que vaya a su casa, enfréntese con su familiares y dígales que si no se apartan de las pantallas usted, simplemente, se irá. Explíqueles que vive ahí para comunicarse con ellos, que ellos son su familia. Si no les interesa hablar con usted, saber de su vida, de sus alegrías, de las cosas que está haciendo y las que le gustaría hacer, ¿para qué viven con usted? ¡Hágales ver que usted es una persona con la cual vale la pena comunicarse! Que la familia debe hablarse y escucharse, si no, ¿para qué vivir en la misma casa?
Mi tía Eulogia salió de la consulta convertida en otra persona. Al llegar a la casa entró en la pieza de Eulogita y le desenchufó la computadora. Luego entró en la de Robertito e hizo lo mismo. En eso llegó Roberto de la oficina.
—¿Se puede saber por qué estás tan contenta, Eulogia? —le preguntó.
—Acabo de desenchufar la computadora de los niños e iba a desenchufar la tuya. Esta noche cenaremos todos juntos ante la mesa del comedor, hablando.
—¿Hablando?
—Sí, ¿te parece muy raro?
—¿Y de qué vamos a hablar?
—De nuestras ideas, de lo que hemos hecho en el día, del libro que estamos leyendo, de lo que nos gustaría hacer mañana, del tiempo, de la película de Mel Gibson, de la guerra de Irak, y de la pobre princesa Diana que ha vuelto a estar en la palestra.
Roberto la miró boquiabierto.
—¿Y para qué vamos a hacer eso tan raro? —preguntó.
—¿Hablar te parece muy raro?
Roberto no contestó.
—Pues bien, a mí me parece muy sano que hablemos —dijo mi tía.
Esa noche se sentaron todos en el comedor. Robertito y su hermana, furiosos, Robertito porque había dejado a medias un chateo con un grupo de amigos, y Eulogita porque su novio quedó de enviarle un e-mail a las ocho de la noche y con el aparato desenchufado no lo pudo leer. Pero por primera vez en cinco meses se sentaron a la mesa del comedor.
Rosalina sirvió una entrada de lechuga con aguacate relleno. Comieron sumidos en un profundo silencio. Vino el segundo plato y ocurrió lo mismo. Era como si les hubieran cortado la lengua.
—¿Nadie tiene nada que decir? —preguntó mi tía—. ¿Nadie quiere contar cómo fue su día? ¿Es posible que mi familia sea un atado de perejilientos con la cabeza embotada por las pantallas? ¿Y tú, Roberto? ¿No tienes ninguna cosa entretenida de la oficina que contarnos?
Al cabo de un rato, sus dos hijos y Roberto se levantaron y la dejaron hablando sola. Entonces mi tía tomó al toro por las astas, subió a su cuarto, sacó una valija del clóset y la llenó con su mejor ropa.
—¡Me voy! —anunció.
Pero como Robertito estaba chateando por Internet, Eulogita contestándole a su novio y Roberto hundido en la computadora, nadie la escuchó partir.
Solo tres días más tarde la familia se dio cuenta de que mi tía no estaba. La buscaron por toda la casa, la llamaron a gritos... y cuando no obtuvieron respuesta y vieron que su clóset estaba vacío, llamaron a la policía.
—Esta señora no está desaparecida —dijo el policía—, se fue de la casa porque ustedes son un atado de sanguangos.
—¿Y usted cómo sabe eso? —preguntó Roberto asombrado.
—Porque antes de irse del país pasó por esta comisaría para dejar constancia de por qué se iba de la casa. Habló largo rato conmigo, me contó su vida, me describió a un perejiliento de marca mayor que es su marido, y a un par de hijos que hace dos meses no le dirigen la palabra porque están demasiado ocupados en Internet; nos tomamos un café, luego un par de tragos porque la pobrecita estaba agotada, después la llevé al cine porque tenía los nervios deshechos, y del cine... bueno, no tengo por qué contarles mi vida privada.
Roberto lo miraba con esa cara que ponen los maridos cuando sospechan que el policía que tienen enfrente se ha metido en una cama con su señora.
—¿Su vida privada? ¡Estamos hablando de mi mujer! —vociferó.
—Su ex mujer —le aclaró el policía.
—¿Y se puede saber qué quiere decir con esa estupidez? —inquirió Roberto, frenético.
—Eulogia, su ex mujer, está en este momento en una isla, donde no hay televisión, ni computadoras, esperando...
—¿Y se puede saber qué está esperando?
—Que llegue yo. Parto esta noche a encontrarme con ella —dijo el policía, haciendo una venia de despedida.
Al llegar a la casa, Roberto tiró la computadora por la ventana. Pero ya era tarde.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ABRIL 13 DEL 2004