Publicado en
octubre 13, 2013
Les sirvieron una sopa de su propio chocolate.
Por Jeffrey Kelly.
ERA DÍA DE FIESTA y, como siempre, habíamos ido a casa de mi abuela. Los parientes llegaban en automóviles. Ya estaban llenando los tres pisos de la casa, la cancha de baloncesto de la entrada de autos, y en la parte trasera se les veía incluso en el bosque. Todos se iban a quedar hasta bien entrada la noche. A mí eso me gustaba, pues podía jugar con mi primo John, con quien tenía mucho en común: nos encantaban los deportes y detestábamos a las chicas.
A las 9 de la mañana había muchísimo barullo. La nuestra era una familia conservadora, por lo cual la mayoría de las mujeres estaban trabajando como locas: cocinando, poniendo la mesa, dando instrucciones, siempre bajo la supervisión de mi abuela. Mientras tanto, casi todos los hombres jugaban al baloncesto. John y yo estábamos en el cuarto del televisor, con muchos hermanos y primos, cuando apareció en la puerta nuestra prima mayor, Marguerite, una niña pelirroja, de 12 años, alta y delgada como fideo.
—¡Miren lo que encontré! —dijo.
Tenía en las manos un enorme huevo de chocolate, del tamaño de una toronja, envuelto en papel de aluminio. Algunos de los pequeños se levantaron para verlo. John y yo fingimos indiferencia.
—¿Podemos comerlo? —preguntó la prima Ellen, de cuatro años.
Tenía los ojos muy abiertos, como si nunca hubiera visto un huevo de chocolate. Yo conocía la respuesta antes de que saliera de los labios de mi prima mayor.
—¡No!
Dicho esto, Marguerite dio media vuelta y se fue.
—Oye, John —sursurré—, vamos a buscar el huevo. Podemos compartirlo, mitad y mitad. No le dejaremos nada a doña Fideo.
—Muy buena idea.
Tardamos 15 minutos en encontrarlo, encima de una silla, en una alcoba del tercer piso.
—¡A comer! —dijo entonces John—. Quítale el papel.
Empecé a hacerlo, pero él me sujetó el brazo. Alguien venía bajando por la escalera del ático.
—¡Vámonos!
Un momento después, John y yo estábamos en la sala, con el huevo, preguntándonos cuál sería nuestro siguiente paso. Los adultos iban y venían a nuestro alrededor, ocupados como siempre. ¿Tan ocupados que no se fijarían en dos niños comiendo chocolate? Lo dudé, y John pensó lo mismo que yo.
—Aquí no se puede —dijo—. ¿Y si vamos al bosqué?
Para llegar al bosque había que salir por la puerta trasera. Y para ir a la puerta trasera había que atravesar el lugar de la casa donde ese día resultaba más probable hallar adultos: la cocina. Pero allá fuimos, sin pensarlo, sólo para encontrarnos con que no había nadie. La cocina estaba desierta. Vacía. Únicamente vimos la comida que iban a preparar. Todavía era temprano.
Corrimos a la puerta y oímos las voces de varias personas que venían subiendo los peldaños del exterior. Eran Marguerite, mi madre y la abuela. Yo llevaba el huevo.
—¡Escóndelo, John!
Se lo lancé y él lo cogió. John estaba junto a la estufa, y encima de la estufa había un pavo crudo, listo para que lo rellenaran. Mi primo miró con desesperación hacia todos lados, contuvo el aliento y metió el huevo en el pavo.
Justo a tiempo. La puerta se abrió y entraron mi madre, mi abuela y Marguerite. Nos escabullimos.
—¡Oigan, muchachos! ¿Quieren jugar al baloncesto? —nos gritó el tío Dan desde la entrada de autos, cuando seguíamos tratando de decidir qué hacer.
Aquella distracción fue lo que nos perdió. Pasamos cinco horas muy divertidas jugando con los mayores, y al escondite con otros niños, y trepando a los árboles en el bosque. Nos olvidamos por completo del huevo. Al cabo nos gritaron:
—¡A comer!
Fui a la casa a todo correr, me lavé las manos y entré en el comedor. Como la familia era tan numerosa, siempre se ponían dos mesas: una grande y otra pequeña para los niños.
Me senté a la grande, y comenté que me moría de hambre. John quedó frente a mí. Al instante se abrió la puerta de la cocina y aparecieron los adultos con la comida. En un santiamén me pusieron delante un gran plato con pavo, relleno del pavo, puré de papa, chícharos, salsa de arándano. Bendijimos la mesa y empezamos a comer.
De pronto, el tío Dan exclamó en voz bastante alta:
—¡Qué raro!
—¿Qué cosa? —preguntó mi abuela, alarmada.
—El relleno.
—¿A qué sabe?
—Espera —dijo mi tío, y se llevó un poco de relleno a la boca, el cual masticó bastante tiempo antes de tragarlo—. Sabe a chocolate.
Cuando pronunció esa palabra dejé caer el tenedor en mi plato y me cubrí la cara con las manos. No quería que nadie me viera, y tampoco quería ver a nadie, porque sabía que si mi mirada se cruzaba con la de John me echaría a reír.
Sucedieron dos cosas a la vez. Cuando mi abuela oyó la palabra "chocolate" saltó de su asiento y empezó a retirar el relleno de cada plato. No quería que nadie comiera nada que tuviera un sabor extraño. Y mi prima Marguerite también se levantó. ¿Adónde fue? Claro: al tercer piso. Volvió al cabo de unos segundos y anunció:
—Alguien robó mi huevo de chocolate, y ya sé quién fue.
Bajé las manos despacio. Mi prima me miraba fijamente, y junto a ella estaba mi padre. Nunca lo había visto tan enojado. Sin embargo, la expresión de su cara se convirtió en una sonrisa, y todos los adultos comenzaron a reír. Se rieron con ganas un buen rato. John y yo nada más nos quedamos allí.
Luego mi padre mostró el enorme huevo de chocolate, todavía envuelto en papel de aluminio. Nos habían tomado el pelo. El huevo no se había derretido dentro del pavo; lo habían encontrado a tiempo.
—Para que aprendan, chicos.
Mi padre se lo entregó a Marguerite, que parecía estar tan sorprendida como John y yo.
—Y ustedes tienen un asunto pendiente —nos dijo él mientras mi abuela volvía a darle vuelta a la mesa sirviendo cucharadas de relleno—. Después de comer van a lavar los platos. ¿Qué les parece?
Risas, risas y más risas. John y yo nos miramos, y también nos echamos a reír. Podía haber sido peor.
© 1991 POR JEFFREY KELLY. CONDENSADO DE "THE CHRISTIAN SCIENCE MONITOR" (26-XI-1991), DE BOSTON, MASSACHUSETTS. ILUSTRACIÓN: JAMES NOEL SMITH.